17
—St. Simon está de regreso en Tregarthan —anunció Cedric Penhallan, oliendo el clarete que había en su copa.
Bebió un medido sorbo e hizo una señal afirmativa a su mayordomo, que procedió a llenar las copas de los gemelos Penhallan, sentados en lados opuestos de la mesa ovalada. Los últimos rayos del sol poniente se reflejaron en el anillo de sello de zafiro cuando el vizconde alzó su copa.
—Lo hemos visto esta mañana, señor —dijo David, sirviéndose un trozo de pollo de una fuente.
—Completamente desnudo, jugueteando en el mar con una pequeña puta —agregó Charles lanzando una risa gutural.
—¿Habéis estado en Tregarthan?
Los ojos negros de Cedric parecían ágatas, y en torno de su boca carnosa se formó una mancha blanca.
Charles se puso rojo.
—Sólo en lo alto del acantilado, sobre la caleta. Estábamos espantando cuervos y, sin querer, nos desviamos...
—No os habéis desviado por casualidad, señor —cortó su tío con mortífera calma.
—No sabíamos que St. Simon estaba en su casa, jefe — intervino David con una nota de malhumor en su voz—. Hacia dos años que estaba fuera del país... salvo en ocasión de la boda de su hermana.
—Y hace dos años fuisteis advertidos de que no debíais pisar las tierras de St. Simon —puntualizó Cedric con la misma calma vitriólica—. ¿Y por qué fuisteis advertidos?
Él observó a los dos con sus ojos ardiendo de desprecio.
No hubo respuesta. Los dos jóvenes inclinaron la cabeza. El mayordomo se retiró, discretamente, hacia las sombras.
—¿Y bien? —inquirió suavemente Cedric—. No me cabe duda de que uno de vosotros debe recordarlo.
Los gemelos se movieron nerviosamente; finalmente, David dijo con la misma expresión enfurruñada:
—Ella era una ramera. Nosotros hemos jugado con ella; eso es todo.
—Vaya, ¿eso es todo?
El tío arqueó las cejas. Contemplo una fuente de trucha en salsa de mantequilla, eligió la más grande y la deslizó sobre su plato. Durante unos minutos, comió en tenso silencio; nadie se movía excepto él y en el plato de David el pollo se congeló en su salsa.
—¿Eso es todo? —insistió el tío, en tono reflexivo—. Atacasteis a una niña... ¿cuántos años tenía ella? Catorce, ¿no es así?
Miró otra vez a ambos y esperó una respuesta.
—Ella estaba madura para eso —dijo Charles—. Su madre era una prostituta: todos lo sabían.
—Oh, yo creía que su madre había muerto et año anterior —dijo Cedric—. Tenía la impresión de que la chica vivía sola con su padre... un hombre muy respetado por la gente de St. Simon. Uno de los arrendatarios preferidos de St. Simon. Pero tal vez yo esté equivocado.
Hizo una seña al mayordomo, indicándole que volviese a llenarle la copa.
—¿Estoy equivocado, señor?
Sus ojos negros asaetearon a David, que bajó su vista posándola sobre la mesa, ocultando el odio flagrante que se veía en su mirada.
—No —murmuró al fin el interpelado—. Nosotros no podíamos saberlo.
—Desde luego que no podíais. —el tono de Cedric era casi tranquilizador—. Cuando la violásteis, la golpeasteis y la dejásteis desnuda y casi muerta en la playa, no podíais saber que estabais metiéndoos con un arrendatario de St. Simon en Tregarthan.
El vizconde bebió otro generoso trago de vino y, con aparente placidez, dejó que el silencio se extendiera entre ellos. Cortó el pastel de ave y, si había notado que era el único que tenía apetito, no dio señales de ello.
—Por supuesto que vosotros no podíais saberlo —reiteró, en el mismo tono—. Del mismo modo que no se os ocurrió que la niña podría decírselo a alguien... hasta podría haber sabido quién la había atacado en una larga tarde de verano. No se os ocurrió, por supuesto, que por aquí todo el mundo os conoce. Si habéis vivido aquí desde que erais niños.
De repente, su voz se tomó aguda y reveladora de su colérico desprecio.
—Me importa un comino lo que vosotros hagáis, par de idiotas chapuceros. Podéis violar a un regimiento de mujeres, silo deséais. ¡Pero, ni siquiera los perros ensucian su propio territorio!
Los dos hicieron una brusca aspiración, se sonrojaron y luego palidecieron al unísono. Cedric sonrió. Le complacía que estuviesen rabiosos por haber sido humillados en público, y el temor que les hacía tragarse su rabia le complacía todavía más, si bien aumentaba su desprecio.
Entre todos los Penhallan, sólo Celia le había hecho frente.
De pronto, su interés en atormentar a sus sobrinos se desvaneció. La imagen de Celia llenó su mente. Y la de la muchacha que había visto el día anterior. La muchacha a quien, por un instante, había confundido con Celia. Desde luego, aquello era absurdo. Después de tantos años, su recuerdo no era nítido. Lo habían engañado el pelo claro y el cuerpo menudo. Sin embargo, la semejanza era extraordinaria. Supuso que la muchacha debía de tener la misma edad que Celia cuando él la envió al extranjero. Eso había sido lo que le había dado semejante sobresalto.
Ella viajaba con St. Simon. El vizconde miró de nuevo a sus sobrinos y en sus penetrantes ojos negros apareció un resplandor de fascinación.
—¿Qué habéis dicho acerca de St. Simon, que lo habéis visto con una ramera esta mañana?
Charles y David se relajaron de manera evidente, sabiendo que su tío había perdido interés en su maligno castigo.
—Estaban junto al mar, en la caleta, señor —se apresuró a decir David—. Pudimos verlos con toda claridad desde arriba del acantilado, pero estaban desnudos. La muchacha era tan flaca que, al principio, pensamos que era un muchacho.
Rió entre dientes y miró a su gemelo buscando confirmación.
—Se nos ocurrió que quizá St. Simon ha adquirido nuevos gustos en la Península —dijo Charles, con una mueca despectiva curvando sus labios delgados.
—No seas imbécil —dijo su tío, fastidiado—. ¿Cómo era ella?
—Menuda, pelo muy claro —Charles se precipitó a reparar su error—. Es todo lo que pudimos ver.
Cedric frunció el entrecejo y se masajeó la barbilla, pensativo. Coincidía con la muchacha que él había visto en Bodmin.
—¿St. Simon habrá traído a su amante a Tregarthan? —negó con la cabeza—. No es su estilo. ¿Quién diablo puede ser ella?
No se dio cuenta de que había hablado en voz alta, tampoco la rápida mirada que intercambiaron sus sobrinos. Se sirvió patatas asadas y las masticó con entusiasmo. El silencio volvió a reinar en el comedor, pero los mellizos ya se sentían lo bastante seguros como para reanudar su propia cena.
Cedric descubrió que su mente volvía una vez más a su hermana. En los últimos tiempos, rara vez pensaba en ella pero la muchacha de Bodmin había disparado una hueste de recuerdos involuntarios. Celia era inteligente, de ingenio rápido. Podría haberle sido muy útil si hubiese accedido a seguir sus indicaciones y trabado relación con la gente apropiada. Él podría haberla aprovechado como mensajera de sus influencias. Habría sido una digna socia en su ambición, si se hubiese dejado modelar.
Se limpió una gota de salsa en el mentón. Pero Celia era impredecible, sin apego a la responsabilidad familiar. Y había amenazado con arruinarlo. Él no había tenido otra alternativa que tomar medidas drásticas para vérselas con ella. Qué pena, realmente... habría sido divertido contar con la compañía de ella en esta etapa de su vida, cuando estaba rodeado de personas que ni siquiera le miraban a los ojos. En cuanto a los hijos de su hermano...
Qué par repugnante... desde el momento en que habían quedado bajo su guarda, a la edad de siete años. Aunque en aquella cuestión de la muchacha violada y St. Simon se habían superado a sí mismos. Si él no hubiese abierto generosamente la bolsa frente al padre de la muchacha, podría haberse visto en una situación muy desagradable. St. Simon había insistido en llevarlos ante la justicia, pero el padre de la joven se había conformado con el equivalente a una sustanciosa pensión para hacer callar a su hija, y St. Simon no había logrado convencerlo de que cambiara de opinión. Sin embargo, St. Simon había jurado tomarse desquite si los gemelos Penhallan volvía a poner un pie en su tierra, y Cedric no tenía dudas de que él cumpliría su juramento.
En realidad, pensó observando los rostros delgados y angulosos de sus sobrinos, él hasta podría disfrutar viendo cómo St. Simon se cobraba ese desquite. La reputación de los gemelos los precedía allí donde fuesen. No era de extrañar que ninguna familia respetable contemplase la posibilidad de una unión con alguno de ellos, pese al apellido Penhallan.
—Traiga coñac a la biblioteca —ordenó, retirando su silla raspando ásperamente en el suelo de roble.
Tras el prolongado silencio, su voz y el ruido de su silla retumbaron como un trueno.
Los gemelos se incorporaron en señal de cortesía cuando su tío dejó el comedor sin volver a dirigirles la palabra, y el mayordomo lo siguió con el botellón de coñac.
Un lacayo dejó una botella de oporto junto al codo de Charles, hizo una inclinación y los dejó solos.
—¿Qué dirías si respondiésemos a su pregunta?
Charles llenó su copa y empujó el botellón hacia su hermano.
—¿Cuál pregunta?
David entornó los ojos protegiéndose de la luz de las velas que ahora iluminaba la habitación. Sus ojos estaban empañados, igual que los de su hermano. Aunque habían tenido escaso apetito al comienzo de la cena, no tenían el mismo problema con el vino.
—Sobre quién será la puta de St. Simon — aclaró su hermano con cuidado, vaciando su copa y tomando otra vez de la botella—. El jefe quiere saber quién es ella y nosotros lo descubriremos. Es lógico que él se alegre de saberlo.
—Tal vez, incluso, nos agradezca —dijo David golpeteando el costado de su nariz con aire insinuante—. Pero, ¿cómo lo averiguaremos?
—Le preguntaremos a ella... con cortesía, por supuesto.
—Ah, sí; se lo preguntaremos cortésmente a la furcia —coincidió su hermano, guiñando un ojo—. Pero, ¿cómo se lo preguntaremos si tenemos prohibido entrar en la propiedad de St. Simon?
Charles lo pensó, contemplando su copa como si pudiera hallar la respuesta en sus oscuras profundidades.
—Alguna vez ella tendrá que salir. No puede quedarse ahí dentro para siempre. Tendrá que ver gente, hacer algún recado, comprar algo.
—A menos que St. Simon la tenga desnuda dentro de la casa —sugirió David con risa lasciva.
Por un instante, imaginaron la excitante perspectiva de mantener desnuda a una mujer, esperando para brindarles placer.
—Sin embargo, no es el estilo de St. Simon —dijo al fin Charles, casi con pesar—. Si así fuese, el personal de la casa lo sabría. En muy poco tiempo, se divulgaría por todo el condado.
—En algún momento tendrá que salir de la casa. Entonces, cuando la veamos, se lo preguntaremos de buen modo sentenció David—. Si se lo preguntamos de buen modo, nos dirá lo que el jefe quiere saber.
—Será conveniente que ella no sepa quiénes somos nosotros —dijo Charles, prudente—. Al jefe no le gustaría... después de lo de la otra muchacha.
—Antifaces —dijo David—. Antifaces y, tal vez, también disfraces de dominó... eso servirá.
—Disfraces no —replicó su hermano—. No puedes llevarlo en el bolsillo como un antifaz. Esto puedes llevarlo adonde quieras y nadie sabrá que lo tienes.
—Cierto —admitió su hermano, reconociendo el sentido práctico del otro—. Lo llevaremos allí donde vayamos, y cuando la veamos, nos lo pondremos y le haremos unas preguntas.
Satisfechos, los hermanos se concentraron con más seriedad en el oporto.
—El cartero te trajo una carta —a la mañana siguiente, Tamsyn entró en la biblioteca agitando un papel sellado—. A juzgar por su escritura, parece de una mujer. ¿Todas las damas de sociedad escriben con esos rizos? ¿Yo también tendré que aprender a hacerlo así? —examinó la misiva con aire crítico—. Muy elegante..., y además, en papel azul claro. ¿Es tu amante?
Sin hablar, Julian le tendió la mano para recibir la carta. Tamsyn la entregó y se encaramó en el borde de su escritorio.
—¿Tienes otra amante? Aunque, a decir verdad, "amante" no es la palabra exacta para describirme a mí, ¿no es así?
—No sé si el idioma contiene una descripción ajustada para ti —comentó él con sequedad—. Tú desafías cualquier descripción. Quítate del escritorio. Es muy poco femenino.
—Ah, sí, milord coronel —se descolgó de su posición y ensayó una recatada reverencia, haciendo a un lado sus faldas de muselina, avanzando un pie, su trasero descendiendo hacia el talón del otro pie—. ¿Es bastante profunda como para el rey o sólo serviría para la reina?
Julian la observó con un fulgor en la mirada, convencido de que ella no había previsto el peligro de esa exagerada posición.
—Ahora, intenta incorporarte.
Tamsyn comprendió al instante que sería imposible. Cayó hecha un lío sobre la alfombra, y se quedó sentada allí con tal expresión de mortificación que él no pudo contener la risa, luego reanudó la lectura de la carta.
Su risa desapareció rápidamente.
—Tal vez debería agradecer que no perfume su papel de escribir —musitó él, mientras rompía el sello.
—¿Quién?
Tamsyn se puso de pie y se sacudió la falda.
—Mi hermana —respondió él, leyendo las garrapateadas líneas de la epístola—. ¡Por todos los diablos! Gareth la indujo a esto: todo el asunto tiene su marca de holgazán arruinado.
—¿Qué asunto? —preguntó Tamsyn volviendo a sentarse en el borde del escritorio.
—Mi hermana y su marido vendrán a visitarme. Me imagino que Gareth quiere escapar por un tiempo de la persecución de sus acreedores y, de paso, disfrutar de la hospitalidad gratuita.
Él levantó la vista hacia ella; su frente estaba surcada por profundas líneas, aventado ya el humor de minutos antes.
—¡Acabo de decirte que no te sientes así!
Para enfatizar, le dio una palmada en la cadera.
Tamsyn se bajó y lo contempló, pensativa.
—¿Por qué te enfada tanto que venga tu hermana?
—¿Por qué crees?
—¿Por mí?
—Exacto.
Tamsyn frunció el entrecejo.
—¿Por qué crees que mi presencia será un problema? ¿No le agradaré a ella? ¿O es que ella no me agradará a mí?
Julian clavó en ella la vista unos instantes, preguntándose si estaría fingiendo ingenuidad. Pero ella devolvía su mirada con su habitual candor, y cuando fue recorriendo con la vista la pequeña nariz, la barbilla aguzada y decidida, el aleteo de sus espléndidas pestañas sobre las tersas mejillas tostadas, lo asaltó una rápida e involuntaria oleada de deseo. Evocó el vívido recuerdo de su cuerpo moviéndose contra el suyo, oyó su eufórica risa en el momento en que ella alcanzaba su orgasmo.
¿Cómo sería posible que alojase a esta extraordinaria criatura bajo el mismo techo que su hermana? Lucy era tan inocente, tan bien educada, tan recatada: una perfecta dama. Todo lo que tenía que ser una mujer St. Simon. En cambio, esta bandolera desviada, su amante, era su antítesis en todo sentido.
Pero ya era muy tarde para hacer algo al respecto. A juzgar por la fecha de la carta, Lucy y Gareth llegarían en cualquier momento.
Era probable que, en ese instante, estuvieran atravesando Bodmin Moor.
—Pongamos en claro una cosa —dijo él, en voz tan llana como el mar Muerto—. Mi hermana sólo sabrá la historia que todo el mundo conoce. Que eres una huérfana, protegida del duque de Wellington, que has sido confiada a mi tutoría no oficial. En ningún momento darás la menor indicación de que ésa no es toda la verdad. ¿Está claro?
Tamsyn asintió y se encogió de hombros.
—No tengo deseos de inquietar a tu hermana.
—Ten cuidado de no hacerlo porque si pronuncias una palabra fuera de lugar, te vas de mi casa.
Tamsyn se mordió el labio.
—Si tu hermana está casada, no puede ser tan inocente.
Los ojos de Julian despidieron una llama azul.
—Tú no estás calificada para dar una opinión respecto de mi hermana. Ni siquiera podrías empezar a entender a las mujeres como ella... el modo en que han sido educadas, cómo contemplan la vida. Como no conoces el significado de la palabra "virtud", no puedes entender la santidad del voto matrimonial. Por el amor de Dios, ¡pero si tus padres no le encontraban sentido al matrimonio...!
—No critiques a mis padres —dijo Tamsyn con mortífera fiereza—. Lord St. Simon, déjame decirte que tú, con tu parloteo acerca de las convenciones y las formalidades, la santidad y la virtud, ni siquiera puedes comenzar a entender la hondura de un amor que no necesita una sanción de la sociedad que lo convalide.
Estaba pálida de ira, pero había algo más que ira en sus ojos, inmensos e insondables como un mar violeta. Le dio la espalda con un movimiento inarticulado y volvió a hablar, con más amargura en la voz.
—Tú no puedes imaginar —dijo— qué es amar a alguien por sí mismo, ¿verdad? No te imaginas amando a alguien que no encaje en tu percepción de lo que es un molde correcto.
Antes de que él pudiese responder, ella salió de la biblioteca y cerró la puerta de un golpe, haciendo remolinear sus faldas. El se quedó con la vista fija en la puerta cerrada. ¿De dónde venía tanta ira? ¿Por qué lo había atacado de ese modo? Quizás él había sido un poco rudo al referirse a sus padres, pero el matiz personal del ataque de ella era incomprensible. Todo ese discurso sobre el amor. ¿Qué le importaba a ella a quién amaba él y de qué manera?
Sin embargo, detrás de la amargura de su voz se percibía el llanto. El dolor de sus ojos bajo esa ira líquida le dijo que había cruzado cierta línea invisible. No tenía derecho a atacar a sus padres.
Se mesó los cabellos y comprendió que había reaccionado por miedo, por miedo a su propia debilidad en lo que a ella tocaba. No sería capaz de resistirse a ella, ni siquiera por la presencia de su hermana en la casa.
Atisbó a Tamsyn por la ventana y vio que corría por el prado hacia la caleta. Iba descalza, sujetándose la falda para no tropezar con ella. Su pelo brillaba al sol. El jamás conocería a otra mujer como ella, ni aunque viviese tantos años como Matusalén. No era posible que existiese otra mujer como ella en ningún rincón del mundo.
Tamsyn se precipitó por la cuesta cubierta de flores hacia la cala. Se dio cuenta de que estaba huyendo de algo, de algo que no quería reconocer pero, al llegar a la pequeña playa de arena, cuando sus pies se hundieron en esa suavidad blanca y ya no tenía adónde correr, exhaló un suspiro y caminó lentamente por la arena mojada. La arena ondulada por la marea le masajeaba las plantas de los pies y el agua estaba entibiada por el sol.
Dejó caer su falda y las pequeñas ondas le mojaron el dobladillo mientras ella seguía caminando a lo largo de la orilla. ¿Qué había sucedido? Las palabras habían surgido de ella como si se hubiese levantado la tapa de un caldero hirviente. Había defendido a sus padres. Eso no tenía nada de particular. Era inevitable. Pero, ¿qué había sido todo eso del amor? ¿Qué le importaba a ella, la hija de Cecile y El Barón, que un lord inglés orgulloso y rígido sólo pudiese imaginar el futuro con una mujer de su propia clase?
Ella regresaría a España tan pronto como Cedric Penhallan estuviese arruinado. Julian, lord St. Simon, era útil para la misión que ella se había propuesto. Y cuando todo hubiese terminado y él comprendiese cómo lo había utilizado, era muy probable que quisiera descuartizarla. Ella lo entendería.
Apesadumbrada, dejó de chapotear en los charcos de la playa y miró alrededor con la intención de que la belleza de la pequeña cala, la amplitud del mar y los acantilados, el brillante cielo azul, la alegrasen. Levantó la mirada hacia lo alto del acantilado y el estómago le dio un vuelco: los dos jinetes que había visto la otra mañana estaban otra vez allí, recortados contra el cielo.
Estaban observándola. Recorrió su espalda una extraña sensación de amenaza, y se le erizó el pelo. Se volvió, salió del agua salpicando, y enfiló hacia la casa, con el ruedo de su falda y sus pies descalzos cubiertos de arena mojada.
Gabriel dio la vuelta desde el costado de la casa al mismo tiempo que ella atravesaba el prado. Al ver su aire enfurruñado, el escocés alzó las cejas y dijo, riendo:
—Ay, niña, es de esperar que no aparezcan visitas y te vean así.
Tamsyn sintió que resurgía su incierta desdicha.
—Entraré a cambiarme —dijo, sin convicción.
Gabriel la miró con suspicacia.
—¿Qué sucede, pequeña?
La rodeó con su largo brazo.
—En realidad, nada —respondió, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Estaba pensando en Cecile y en el barón.
Que, si bien era la verdad, no era más que la mitad de la historia.
—Ah —Él hizo un gesto afirmativo y de momento se dio por satisfecho. La abrazó con fuerza y dijo, vivaz—: Bueno; tengo cierta información que tal vez te interese. En el muelle, he oído una historia que contaban unos pescadores de cangrejos.
—¿Con respecto a los Penhallan?
Tal como Gabriel lo suponía, ella se distrajo de inmediato de sus preocupaciones, y sus ojos se animaron.
Gabriel asintió.
—Esos sobrinos..., tus primos. Parece que son gemelos. Vamos a dar un paseo.
Fueron hasta la huerta que había en la parte más alejada de la casa. A Tamsyn le había intrigado el diseño tradicional del siglo xvii, según el cual los árboles frutales eran plantados a lo largo de líneas rectas, cualquiera fuese el ángulo desde donde eran mirados. Le pareció un divertido capricho para algo tan funcional como un huerto.
—¿Entonces? —dijo, ansiosa, cuando ya estaban en lo más profundo del grupo de árboles.
La información de Gabriel se relacionaba con el asunto que la había llevado a ese lugar. Era un tema simple y directo, que no le provocaba emociones confusas que enturbiasen las aguas. Se concentraría en él, y esos sentimientos absurdos y carentes de importancia que albergaba hacia Julian St. Simon desaparecerían, despojados de todo significado.
—Dicen que, hace un par de años, tus primos entraron sin permiso... y no sólo en las tierras del coronel.
Tamsyn escuchó atentamente el relato de Gabriel. Frotó sus pies entre la hierba para quitarse la arena y se le revolvió el estómago al pensar que tenía un parentesco cercano con esas alimañas de albañal.
Gabriel se estiró hasta una rama alta y palpó una pera entre el índice y el pulgar.
—Todavía les falta un par de semanas —observó con calma, como si la historia que estaba contando lo hubiera dejado indiferente.
Pero Tamsyn sabía que no era así.
—Tengo entendido que estuvieron a punto de matar a la muchacha —prosiguió, con su ritmo moroso.
Tamsyn arrancó una manzana silvestre y la mordió, disfrutando de su acidez. La ayudaba a apartar su mente de una inocente muchacha en las garras crueles y corrompidas de sus primos, todavía desconocidos.
—Te dará dolor de estómago si comes demasiadas —comentó Gabriel—. Como sea, desde aquel día, el coronel negó el acceso a sus tierras a los Penhallan. Según he oído, se habla con el vizconde, pero sólo en público. No pueden evitar encontrarse de vez en cuando en la vecindad. Pero los gemelos se mantienen fuera de su camino.
—¿Qué dicen en el campo con respecto a mis pri... a los gemelos?
—Nadie quiere tener el menor trato con ellos. Son cobardes; además, creen que pueden hacer lo que se les antoje. Son Penhallan, y eso es lo único que cuenta para ellos.
—Cecile decía que eso era lo que creía Cedric —dijo Tamsyn con aire pensativo—. Que sólo él podía tocar a un Penhallan.
—Bueno, pequeña, nosotros cambiaremos eso —dijo Gabriel en un tono engañosamente sereno.
Tamsyn alzó la vista y lo miró, con sus ojos casi negros.
—Sí —dijo—. Los derrotaremos, Gabriel. Por Cecile y por esa muchacha.
Al recordar a los dos jinetes del promontorio se estremeció de pronto, pese al calor que hacía en la huerta. Dos hombres a caballo. ¿Gemelos? ¿Sus primos? ¿Observándola?
Cedric la había visto una vez. ¿Esa sola visión había sido suficiente para despertar su curiosidad?