20

—Ella no habla una palabra de inglés, jefe.

—¿Quién?

Irritado por la interrupción, el vizconde levantó la vista. Miró hoscamente a David, que estaba ante él, un tanto vacilante, en la puerta de la biblioteca, temeroso de entrar sin ser invitado.

—La prostituta de St. Simon, señor —intervino Charles desde atrás de su hermano—. Hemos pensado que le gustaría saberlo.

Cedric dobló con cuidado su periódico y lo dejó sobre el sofá, a su lado.

—¿Qué habéis pensado? —sus ojos negros se entrecerraron—. Espero que no hayáis estado metiéndoos en mis asuntos.

David movió los pies y respondió con su habitual talante enfurruñado.

—La otra noche, durante la cena, usted dijo que le gustaría saber quién era ella. Nos pareció que le agradaría que nosotros lo averiguáramos.

—¡De dónde habrás sacado esa idea, grandísimo chapucero! —explotó Cedric con una suave ferocidad que era más alarmante, precisamente por su blandura aparente. Sin quererlo, los mellizos retrocedieron un paso—. ¿Cuándo os he pedido yo que os metierais en mis asuntos? ¿Qué habéis estado haciendo?

—Hicimos algunas preguntas a la muchacha —dijo David, sumiso—. Pero ella no habla inglés... parloteó en una lengua extranjera.

—Pero no era francés —intervino su hermano—. Si hubiera sido así, lo habríamos sabido.

Cedric los miró fijamente, incrédulo, preguntándose cómo era posible que todavía siguieran sorprendiéndolo con su idiotez.

—Es española —dijo, marcando las palabras—. Ya hace dos días que lo sé.

—¡Oh! —exclamó Charles rascándose la cabeza—. Sólo quisimos ayudar, jefe.

—Oh, desapareced —dijo el tío, disgustado—. ¿Dónde estaba la muchacha cuando tuvisteis esta esclarecedora conversación? —su mirada se aguzó—. No estaríais en las tierras de St. Simon, ¿no?

—Oh, no, señor —respondieron de inmediato—. Ella estaba en Fowey, y nosotros la seguimos y... y sólo le hemos preguntado su nombre.

Cedric se respaldó en el sofá y los miró con una mezcla de firmeza y de potente repugnancia.

—¿Le habéis hecho daño? —preguntó con suavidad—. ¿Habéis lastimado a una mujer que está bajo la protección de St. Simon? ¿Una mujer que es huésped de su casa? Claro que no. Por supuesto que no habríais hecho algo tan estúpido... ¿Lo haríais? —gritó, de pronto.

—No, señor..., no, claro que no —contestaron, casi al unísono—. Sólo le hicimos algunas preguntas.

Cedric cerró los ojos y lanzó un suspiro de disgusto y hartazgo. Los conocía demasiado bien como para creerles. Aparentemente, ellos sólo lograban placer sexual si provocaban dolor a una mujer. El padre de ellos había tenido la misma peculiaridad y su esposa, una patética ratoncilla, vivía acobardada y ocultaba sus magulladuras, hasta que cayó por una escalera y murió, preñada de seis meses. Nadie que conocía a Thomas Penhallan creyó que Mary había caído por una escalera. Pero los gemelos habían heredado su retorcidos apetitos. En general, ellos concentraban sus malignas atenciones en mujeres de la calle y dejaban en paz a las de su propia clase. Era de esperar que ninguna mujer fuese tan tonta para casarse con alguno de ellos.

Dedujo que, en esta circunstancia, ellos habían llegado a la conclusión de que la muchacha era la prostituta de St. Simon y, en consecuencia, tenían las manos libres.

—Por otra parte, ella no sabría quiénes somos —dijo Charles, con un matiz de orgullo—. Llevábamos antifaces...

—¿Qué dices?

—Ella no podrá identificamos... como pasó con la otra muchacha —explicó David—. Aunque no le hemos hecho daño —agregó precipitadamente—. No fue como la otra vez, en absoluto.

Miraron a su tío con expresión esperanzada, pensando que al menos recibirían una felicitación por su previsión. Estaba claro que su impulso de ayudarlo no conseguiría ninguna señal de gratitud.

Las felicitaciones no llegaron.

—¡Salid de aquí!

Huyeron casi corriendo, y Cedric dejó clavada la vista en el espacio vacío, especulando sobre el daño que podrían haber hecho. Él había hecho sus averiguaciones y había descubierto, sin inconvenientes, que la mujer que se alojaba en Tregarthan era española, que había venido de España bajo la ostensible protección del coronel lord St. Simon, a instancias de Wellington. Eso ya lo sabían todos en la vecindad. Gracias al espionaje de sus sobrinos, él sabía bastante más que sus vecinos con respecto a la relación. Y aunque no le interesaba, especialmente, si St. Simon se acostaba con la chica o no, le intrigaba saber qué los unía y por qué St. Simon se tomaría la molestia de traer a una amante desde España y además alojarla en Tregarthan.

¿Quién era ella y por qué estaba allí?

Cualquiera fuese el ángulo desde donde mirara, había dos hechos que no podía ignorar: la muchacha tenía una notable semejanza con Celia y era española.

¿Pura coincidencia? No; Cedric no creía en las coincidencias. Más bien, creía en los planes y en las mentes tan retorcidas como la suya.

El secuestro se había ejecutado de acuerdo con el plan, salvo por la tonta de Marianne, que había vivido para contarlo. Aun así, él se había encargado de ella con relativa facilidad: el miedo, una generosa pensión y una casa en medio de las Highlands, habían asegurado su silencio. Ya hacía diez años que había muerto llevándose su secreto a la tumba. ¿Habría escapado Celia de su raptor? ¿Se habría escapado... casado con un español..., concebido una hija?

No tenía sentido. Si hubiese escapado, habría vuelto a la patria. A ella no se le habría ocurrido que su hermano tuviera algo que ver con un asaltante, en un puerto de montaña. Y si la muchacha era hija legítima de Celia, ¿por qué no lo decía en público?

Si era cierto que tenía alguna relación con Celia, tendría que encargarse de ella. Sin embargo, la protección de St. Simon era un obstáculo. Y las cosas se complicaban más aun pues ahora ella ya sabía que alguien estaba muy interesado en ella. Claro que era posible que no pudiese identificar a sus atacantes enmascarados. Era extranjera y no habría visto antes a los gemelos. No había motivos para que ella los relacionase con él... a menos que hablara a St. Simon acerca del ataque. Él le daría sin problemas el nombre de los dos patanes. Pero no tendría motivos para vincular su conducta con Cedric. Lo más probable era que él supusiese que habían vuelto a las andadas.

Se puso de pie, se sirvió un coñac y dejó rodar el líquido ambarino por su lengua, con el entrecejo fruncido. Si la muchacha tenía algo que ver con Celia, ¿qué querría? Era indudable que algo la había traído a Cornwall. Todos querían algo. ¿Andaría en pos del dinero?

Muy bien; fuera lo que fuese, él lo descubriría muy pronto. Quizá pudiera instarla a que ella misma revelase su juego.

—No será una fiesta muy grande, Julian —dijo Lucy, con sus ojos tan azules resplandeciendo de entusiasmo—. Sólo unas diez parejas y las familias de siempre. Nada de baile formal, aunque quizás enrollemos la alfombra después de la cena. Tampoco una cena muy complicada...

—Mi querida Lucy —interrumpió Julian levantando una mano para detener la catarata—. Si quieres dar una pequeña fiesta, no me opongo. La única duda es si Tamsyn está dispuesta a probar sus alas tan pronto.

—Oh, por supuesto que quiere —dijo Lucy con fervor—. No habrá nada que la asuste. Todos son muy amables, están muy interesados en ella y quieren conocerla. Tú también quieres, ¿no es así, Tamsyn?

Tamsyn, que había estado escuchando, divertida, la burbujeante excitación de Lucy, dijo lo que se esperaba de ella:

—Si tú lo dices, Lucy.

—Pero tú sabes cómo te domina la timidez y olvidas todo lo que sabes de inglés —señaló Julian, como al pasar, apoyándose en su silla y mirándola desde abajo de los párpados entornados—. ¿Realmente crees que estás preparada para lanzarte a la escena social sin que se te vuelva por completo incomprensible?

—Pero si Tamsyn habla inglés a la perfección —acotó Gareth, con el entrecejo fruncido, mientras se sacudía con el pañuelo una mota de polvo de sus relucientes botas—. Como una de aquí, diría yo.

—Ah, tal vez lo parezca —dijo Julian con afabilidad—. Sin embargo, bajo presión, olvida todo lo que sabe de inglés y vuelve al español.

—Yo estoy convencida de haber superado mi timidez —declaró Tamsyn con dignidad—. Me creo capaz de conducirme sin avergonzarlo, milord coronel.

—¿Ah, sí?

El se acarició el mentón sin dejar de mirarla con lánguida diversión.

Lucy los miró de hito en hito. La mayor parte del tiempo, Julian trataba a Tamsyn con una cortesía escrupulosa, casi distante; era muy difícil creer que de verdad había pasado lo que ella y Gareth habían visto en el corredor. A veces, como en este momento, había algo en su conversación o en el modo en que se miraban que sugería algún secreto compartido.

—Tamsyn no podría avergonzarte, de ninguna manera —dijo, con cierta incomodidad—. Y yo me quedaré a su lado toda la noche para ayudarla en caso de que tenga alguna dificultad.

—En ese caso, la cosa está resuelta —dijo su hermano, en un tono que volvía a ser frío y práctico—. Sólo te pido que no esperes que yo haga ningún arreglo. Puedes decirle a Hibbert que suba el vino y el champaña de la bodega.

—Hay que preparar ponche helado —afirmó Lucy, saltando de su asiento—: Fue el furor de la temporada pasada, en Londres.

Amabel Featherstone tiene una receta maravillosa..., estoy segura de que la he copiado en mi libreta. No dudo de que la señora Hibbert podrá prepararlo.

Enfiló hacia la puerta, ya sin rastros de su habitual indolencia.

—Tamsyn, ven a ayudarme a elegir el menú para la cena. También podrías ayudarme con las invitaciones, si no te molesta. Es una tarea aburrida eso de escribirlas una por una, pero si alcanzamos a hacerlas todas esta noche, mañana Judson podrá entregarlas.

—¿Cuándo será esa fiesta? —quiso saber Tamsyn, desistiendo de mala gana de su plan de montar a César esa tarde.

Lucy se detuvo a pensarlo.

—El próximo sábado. ¿Te parece bien, Julian?

—Perfecto —respondió él—. Con un poco de suerte, podré conseguir que me inviten en otro sitio.

—¡Oh, no! —exclamó Lucy, horrorizada—. No podemos dar una fiesta en Tregarthan sin tu presencia.

—Pienso que St. Simon está bromeando, querida —dijo Gareth, poniéndose de pie para mirarse en el espejo y hacer una mínima corrección a su corbata.

Lucy estaba un poco desconcertada.

—Ven, Lucy —dijo Tamsyn, tomándola con firmeza del brazo—. Así podrás mostrarme cómo se organiza una fiesta en la sociedad inglesa. Las únicas fiestas a las que he asistido han sido...

—Fuiste a alguna fiesta mientras estabas en aquel convento? —interrumpió Julian, haciéndole una rápida advertencia.

Tamsyn quiso morderse la lengua: había estado a punto de describir las gloriosas fiestas, casi tribales, que se celebraban en las aldeas de montaña, donde se asaban ovejas y cabras enteras y la juerga duraba.

—No —respondió ella—. Pero antes de ir al convento, antes de que muriese mi madre, fui a una fiesta de cumpleaños.

—Oh, pobre querida —se compadeció Lucy, impresionada hasta lo más hondo por un recuerdo tan patético—. ¿Y desde entonces no has ido a ninguna fiesta?

—No —respondió Tamsyn con sentimiento, echando una mirada al coronel.

- Pobrecita —murmuró él, entrecerrando los párpados para ocultar el brillo burlón de sus ojos azules.

—Cuando haya terminado de hacer la lista de invitados, ¿querrás mirarla, Julian? —preguntó Lucy, todavía concentrada en el asunto.

—No; dejaré que eso quede por entero en tus manos, que son sobradamente capaces para hacerlo —respondió él y tomó un periódico.

Lucy hizo un gesto afirmativo de complacencia.

—Yo tengo talento para organizar acontecimientos sociales. La temporada pasada hemos dado una gran recepción, ¿verdad, Gareth?

—Oh, sí querida —coincidió él, recordando también que él la había calificado de aburrida y se había marchado en la primera oportunidad, corriendo a refugiarse en la acogedora casa de Marjorie.

Lucy había llorado amargamente casi todo el día siguiente, pero no había pronunciado una palabra de reproche. En consecuencia, la culpa lo había impulsado a salir de la casa diciendo que nadie podía pedirle que pasara su tiempo con una regadera.

Eran recuerdos molestos; él volvió a sentarse cuando Tamsyn y Lucy hubieron salido de la habitación. Inquieto, recogió su copa de vino: estaba vacía. Miró dentro de ella un instante mientras intentaba recuperar su habitual compostura. Decidió que compensaría a su bonita mujercita. Era tan dulce e inocente; él no había tomado eso en cuenta cuando se casaron. No podía pretender que se desempeñara como Marjorie... había sido una necedad de su parte haber pensado que ella podría. Ahora que lo pensaba mejor, él no quería que su esposa fuera tan experta como Marjorie. Habría sido un escándalo.

—No creo que tu copa se llene aunque la mires toda la tarde, Fortescue.

El tono frío de su cuñado interrumpió sus meditaciones; levantó la vista, sobresaltado. Julian estaba ante él con el botellón, arqueando una ceja.

—Sumido en tus pensamientos, ¿eh, Gareth?

El semblante de Gareth adquirió un matiz rojizo.

—Es bueno que Lucy tenga algo para organizar —dijo—. Le hace feliz tener algo que hacer.

Julian se limitó a alzar una ceja y reanudó la lectura de su periódico. La presentación formal de Tamsyn en la sociedad local bajo los auspicios de su hermana sería más conveniente y convencional que si lo hiciera él mismo. Lucy conocía todos los vericuetos de las redes familiares de la región, y él tenía confianza en que no molestaría a nadie con sus invitaciones. Ella cuidaría de que las viejas comadres como la honorable señora Anslow y la señorita Gretchen Dolby estuviesen incluidas, lo mismo que los más jóvenes. Y siempre existía la posibilidad de que alguien de aquella generación recordase una desaparición de veinte años atrás.

Tamsyn seguía siendo una flor exótica en este rincón del país, pero si no hablaba demasiado y se mantenía en un segundo plano, podría salir del paso durante la velada, contando con que Lucy estaría a su lado para guiarla.

Era interesante que ella y Lucy se hubiesen hecho tan buenas amigas, ya desaparecida la tensión de la primera velada. Gareth seguía intentando su torpe seducción, pero Tamsyn lo eludía con habilidad, y a Lucy ya no parecía preocuparle. En realidad, parecía más feliz. Era una preocupación menos, aunque no bastaba para levantar el ánimo de Julian.

Él sabía perfectamente bien que estaba deprimido porque no podía moverse de allí mientras sus amigos y sus hombres estaban soportando el candente calor de la campaña estival. A menos que ocurriese un milagro, estaría atascado allí hasta octubre, momento en que dejaría a Tamsyn para que hiciera la vida que ella quisiera, y se embarcaría de regreso a Lisboa, para volver a unirse al ejército antes de que llegara el invierno.

Sin embargo, pensar en esa perspectiva tampoco le levantaba el ánimo; él sabía bien por qué. No estaba ansioso por dar por terminada su relación con la bandolera. En lo más recóndito de la noche, cuando ella dormía a su lado, acurrucada junto a su pecho como un cachorro fatigado, él había dado rienda suelta a su imaginación, pensando que regresaba a España con ella. Que podría instalarla como su amante. Ella no tendría problemas en seguir el ritmo del tambor; llevaba el campamento en la sangre. Pero, para ello, tendría que convencerla de que desistiera de su plan de hallar a la familia de su madre y, ¿qué le ofrecería él a cambio? Una relación por tiempo indeterminado, siguiendo al ejército en un país asolado por la guerra. Y cuando la guerra hubiese terminado, él tendría que regresar aquí, elegir una esposa, y dedicarse a continuar una dinastía.

No sería justo pedírselo, y Tamsyn no daba señales de sugerir por sí misma un arreglo de ese tipo.

En una pequeña sala, en la parte de atrás de la casa, Lucy acercó a ella una hoja de papel.

—Haré una lista de todas las personas que debemos invitar. Mientras tanto, yo te explicaré quién es cada uno, de modo que sepas cuáles son, en realidad, las familias importantes.

Tamsyn estaba sentada a su lado.

—¿Cuántas personas piensas invitar?

Lucy se golpeteó los dientes con la pluma.

—En realidad, tenemos que invitar a todos —respondió—. A menos que hagamos una reunión muy reducida, íntima.

—Cosa que no sucederá.

—No —reconoció Lucy dejando escapar una risilla—. ¿Qué sentido tiene tomarse todo este trabajo para invitar sólo a veinte personas? A Julian no le molestará, siempre que no lo fastidiemos a él con las tareas de organización.

Comenzó a escribir la lista de nombres; al mismo tiempo, hacía una descripción de cada uno y añadía pequeños chismes inofensivos relacionados con ellos.

—Ya está —después de quince minutos de escribir sin parar, se respaldó en su silla moviendo la muñeca—. Creo que están todos los que importan, hasta Truro. Claro que algunos no vendrán, pero se ofenderían mucho si no recibieran su invitación.

Tamsyn recorrió con los ojos la lista de más de cien nombres. Había esperado que Lucy mencionara a Penhallan pero ese apellido no aparecía por ninguna parte.

—Gabriel me ha mencionado a una familia muy prominente, llamada Penhallan —dijo, disimulando su curiosidad—. Ha oído hablar de ellos en las tabernas de Fowey.

—El vizconde Penhallan —dijo Lucy—. Es muy importante, pero no frecuenta la sociedad local. Creo que tiene una poderosa influencia en el gobierno. Sólo lo he visto dos veces, en Londres —ceñuda, miró la lista y dijo, distraída—: A mí no me agrada. Intimida.

—¿Tu hermano lo conoce?

—Oh, sí, por supuesto —dijo Lucy, todavía distraída—. Hubo cierto escándalo relacionado con sus sobrinos; ahora nadie los recibe... yo no sé qué pasó pero te pido que no digas nada a Julian porque me acusaría de chismosa y se pondría altanero e insoportable.

—No deberías invitar al vizconde Penhallan, teniendo en cuenta que invitas a todos los demás? —preguntó Tamsyn fingiendo indiferencia, mientras se servía una manzana de una frutera que había sobre la mesa y la lustraba frotándola en la falda.

—Bueno; a él no le gustaría venir —dijo Lucy, convencida.

—Tú dijiste que debías invitar a cierta gente que de todos modos no vendría.

—Ah, sí; pero ellos son diferentes. Lord Penhallan es una persona muy importante, y no esperaría ser invitado a una recepción modesta como ésta.

—Cien invitados no es una fiesta tan pequeña —mordió la manzana.— A mí me parece como que fuera a venir medio condado. Si lo invitaras, al menos no se ofendería. Yo siempre digo que es mejor prevenir que lamentar.

Lucy contempló la lista con el entrecejo fruncido.

—Tal vez alguien considere que es un desliz dejarlo fuera.

—Yo escribiré la invitación —dijo Tamsyn, al tiempo que acercaba a ella una hoja de papel, adoptando un aire práctico—. ¿Quieres que yo haga la segunda mitad de la lista y tú la de arriba?

¿Vendría él? Si tenía curiosidad acerca de ella, acudiría. Estaba segura de que él no había enviado a los gemelos para que la atacaran: ella sabía que ése era un acto demasiado torpe para una persona tan inteligente y malvada como su tío. Pero tampoco había sido casual. Los gemelos habían tomado los asuntos de su tío en sus sucias y torpes manos.

Tamsyn no tenía duda de que Cedric Penhallan sentía curiosidad por ella; no faltaría.

La invitación llegó junto con el desayuno de Cedric, a la mañana siguiente. La leyó dos veces, con una sonrisa curvando su boca carnosa. Era una escritura enérgica, cargada de tinta; no parecía una mano demasiado femenina. Por cierto, no era la escritura de Lucy Fortescue. De alguna manera, él supo que la había escrito la muchacha que él había visto en aquella escalera, la de los ojos de color violeta que montaba el caballo árabe blanco. Examinó la carta con cuidado buscando algún vínculo con Celia y, aunque no encontró ninguno, podía oler el desafío que despedía el pesado pergamino. La invitación era un movimiento de apertura.

¿Qué podría tener que ver Julian St. Simon en todo eso?