21

—Me pondré los rubíes el día de la fiesta —anunció Tamsyn, que estaba sentada, con las piernas cruzadas, en medio de la cama de Julian.

Como de costumbre, estaba desnuda y observaba con atención cómo él se desvestía.

—No, no te los pondrás —dijo el coronel, al tiempo que se inclinaba para salpicar su cara con agua de la jarra.

Tamsyn absorbió con avidez la imagen de las líneas nítidas de su espalda, las adorables y duras nalgas, los muslos largos y musculosos.

—¿Por qué no?

Cuando él se volvió, ella perdió todo interés en la respuesta y saltó de la cama con un pequeño movimiento, como el de un cazador tras el rastro de un zorro...

—¿Por qué no puedo usar los rubíes? —preguntó ella bastante tiempo después—. Irían maravillosamente bien con el vestido que está haciéndome Josefa. Es de encaje de color plata, y se abre sobre una media enagua de seda color crema, con una breve cola. No tengo la más remota idea de qué haré con la cola: se me engancha en los pies de un modo espantoso. Lo más probable es que tropiece al bajar la escalera o me caiga de trasero en mitad de un baile.

Julian sopló para apartar un mechón de cabellos platinados que le hacían cosquillas en la nariz.

—No lo creo, ranúnculo. Tienes un talento natural para bailar.

—Es por mi sangre española —dijo ella—. Tendrías que haberme visto bailar en una fiesta, haciendo remolinear la falda, tocando castañuelas y mostrando mucho las piernas.

—Muy apropiado para una pequeña recepción en una soñolienta aldea de Cornwall —comentó él.

Tamsyn se preguntó si él sabría la envergadura que tendría la fiesta. No manifestaba el menor interés por los detalles.

—De todos modos —dijo él, volviendo al tema original—. No puedes llevar rubíes porque las jóvenes solieras sólo usan perlas, turquesas, granates o topacios. Cualquier otra piedra más importante sería considerada vulgar.

—¡Qué pesado!

—Mucho —admitió él—. Otra cosa que debes recordar es que las muchachas ingenuas como tú no se hacen notar de ninguna manera. No debes salir a bailar hasta que tu compañero te haya sido debidamente presentado, y sólo puedes bailar una vez con cada uno. Cuando no estés bailando, tendrás que estar sentada junto a la pared, con las carabinas.

—No estarás hablando en serio.

Tamsyn Se incorporó sobre el pecho de él y lo miró a la luz escasa que entraba desde detrás de las cortinas del dosel.

—Nunca he hablado más en serio —dijo él, sonriendo al ver su expresión consternada—. Recuerda que ése es el papel que tú quieres desempeñar.

—Y tú disfrutas echándomelo en cara, ¿no es así?

Lo miró con severidad, pero sus ojos aún brillaban por los efectos del amor.

—Puede ser —dijo él, sin dejar de sonreír—. Sin embargo, puedes bailar conmigo más de una vez, puesto que yo soy tu tutor... ah; también sería aceptable que bailaras algunas veces con Gareth.

—Gracias. Es una idea tentadora —se dejó caer otra vez a su lado—. Oh, quise decir que... —se incorporó otra vez—. No sé cuánto te costará todo esto pero, ya que forma parte de mi plan para debutar, tengo intenciones de pagarlo. Por lo tanto, si me presentaras una cuenta...

—Creo que con un rubí podríamos cubrirla —dijo él; como al descuido.

De pronto, se le cerró la garganta al recordar la cueva de Aladino, en Elvas, cuando ella le había ofrecido su tesoro y él la había entendido mal y ella había enloquecido de furia al creer que ella quería pagarle como si hubiese sido un lacayo contratado. Lo que ella estaba ofreciéndole, en cambio, eran los gloriosos tesoros de su cuerpo y su maravillosa imaginación.

—¿Qué pasa? —preguntó ella al ver la tensión de su semblante, la mandíbula rígida, siendo que un instante antes él había estado riendo, sus ojos cargados de placer sensual, su expresión blanda y divertida por el modo en que ella le hacía el amor.

El no le respondió y se limitó a atraerla de nuevo hacia sí y a acostarla debajo de él. Tamsyn seguía intrigada por ese extraño cambio en él, por la rudeza con que su cuerpo abordaba el de ella, el apremio de este deseo súbitamente reencendido. Pero se dejó llevar por su pasión, adaptó los contornos de su cuerpo a ese duro cuerpo que tenía encima, lo recibió dentro de sí, se perdió al ritmo del cuerpo de él, porque las semanas pasaban raudas y Cedric Penhallan se acercaba a su red... y pronto todo acabaría.

—¡Dios mío! —murmuró Tamsyn el sábado siguiente, al verse en el espejo de cuerpo entero.

Si bien ya se había acostumbrado a verse con vestido, los ligeros cambrays y muselinas que había usado hasta entonces no la habían preparado para esta imagen. El vestido le dejaba los hombros y los brazos al desnudo, y tenía un profundo escote, que revelaba la prominencia de sus pequeños pechos y el valle que había entre ellos.

Pocas veces dedicaba más que un pensamiento fugaz a su cuerpo y se sentía tan a gusto desnuda como vestida, pero atraer la atención de los demás hacia determinadas zonas de su anatomía se le antojaba casi indecente. Recordó la descripción que le había hecho Cecile de algunos vestidos que había usado en su época de debutante, de escote tan profundo que apenas le cubría los pezones. También recordó cómo se había reído _

Cecile, con una luz maliciosa en sus ojos, cuando le demostró cómo había usado su abanico para atraer la atención hacia su busto dando la impresión, al mismo tiempo, de que lo cubría modestamente.

Tamsyn tragó saliva para disolver el nudo que tenía en la garganta y giró hacia Josefa.

—¿Qué opinas, Josefa? ¿Me parezco a Cecile?

Los brillantes ojos negros de Josefa recorrieron de arriba abajo la esbelta figura.

—Como una gota de agua a otra, queridita —declaró, y se le empañaron los ojos.

Luego, sonrió y se atareó alisando la falda y acomodando la cola.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Puedo entrar? —Lucy asomó su cabeza—. ¡Oh, Tamsyn! —exclamó, entrando del todo en el cuarto—. ¡Qué hermosa estás!

—No digas eso —replicó ésta, ruborizándose—. Soy demasiado delgada, tengo la piel bronceada, y mi pelo está más corto de lo que se usa.

—No —dijo Lucy negando con la cabeza—. Estás muy equivocada. Tienes un aspecto maravilloso. Diferente... pero encantador —giró para examinarse con ojo crítico en el espejo—. Hasta hace un minuto, este vestido me gustaba pero ahora, comparado con el tuyo, me parece deslucido y aburrido.

—¡Qué tontería! —dijo Tamsyn, riendo—. Estás buscando cumplidos. ¡Qué vergüenza!, Lucy.

Lucy se echó a reír, un poco avergonzada, y se tocó un tirabuzón para acomodarlo en su lugar. Sabía que las dos estaban bellas y elegantes. Sin embargo, observando la imagen de Tamsyn en-el espejo, se le ocurrió que el aspecto de ésta cortaba el aliento..., tal vez porque era tan insólita.

—Bueno; si estás lista, bajemos. Estoy segura de que Julian y Gareth ya están abajo.

—Ve tú —dijo Tamsyn, sintiendo de pronto que necesitaba ordenar sus pensamientos—. Yo bajaré en unos minutos.

Lucy titubeó un instante, pero luego se fue tras hacer un movimiento de sus redondos y pálidos hombros.

Tamsyn fue hasta la ventana, corrió la cortina y miró por ella, más allá del prado, hacia el mar. Era una deliciosa noche de verano, con una luna en cuarto creciente que aún estaba baja sobre el horizonte y ya se veía las primeras estrellas en el cielo que comenzaba a oscurecer.

Una vez, Cecile le había descrito su vestido preferido. Era uno de encaje de color plata con seda color crema. Esa noche, su hija se presentaría ante Cedric Penhallan con los mismos colores. Claro que había una enorme diferencia entre el estilo de un vestido al del otro. Mientras que el de Cecile había tenido una sobrefalda lateral y un corpiño ceñido, el de su hija era estrecho y se pegaba a su cuerpo con la sutileza de una tela de araña. En cambio, sus ojos violáceos eran tan luminosos como los de su madre, y resplandecían en contraste con el brillo tenue del vestido. Su cabello tenía el mismo matiz bruñido, y su figura era flexible y esbelta.

¿Vería Cedric Penhallan a su hermana?

Se tocó el medallón que llevaba al cuello, como tomando fuerza y decisión de las imágenes de Cecile y el barón, que sonreían enmarcados en la delicada filigrana de plata. A continuación, se encaminó hacia la puerta con paso vigoroso, sintiendo correr por sus venas la energía de su propósito.

Julian estaba en el vestíbulo, esperándola al pie de la escalera, un tanto impaciente ya. Los primeros invitados llegarían en cualquier momento, y él quería cerciorarse de que Tamsyn no hubiese cometido ningún error grave, como llenarse de rubíes y diamantes.

La vio en la penumbra de la parte superior de la escalera y la llamó:

—De prisa, Tamsyn, la gente empezará a llegar en cualquier momento.

Ella bajó corriendo la escalera hacia él con su acostumbrada vitalidad, sujetándose con una mano la falda, su media cola arrastrándose tras ella.

—Lo siento. No quise hacerte esperar —bajó el último peldaño de un salto y le dirigió una sonrisa, ladeando la cabeza en su imitación de un petirrojo—. Y bien, ¿qué opina usted, milord coronel? ¿Pasaré la prueba?

—¡Buen Dios! —musitó él.

—¿Hay algo que esté mal? —preguntó ella, y su sonrisa vaciló.

—Sí —dijo él—. Las damas no bajan corriendo la escalera como si las persiguieran los demonios. Sube y vuelve a hacerlo como es debido.

—¡Oh, está bien!

Con un exagerado suspiro, Tamsyn recogió la falda y subió a toda prisa la escalera. Al llegar arriba se detuvo, giró, apoyó una mano en la baranda, y bajó flotando graciosamente por la curva escalera hacia el vestíbulo.

Julian tenía una mano apoyada en el poste y un pie en el primer peldaño; la contemplaba con expresión crítica que disimulaba la turbación de sus sentidos. El exquisito vestido no ocultaba en absoluto las hondas corrientes de sensualidad que fluían de ella, resplandecían en sus ojos y se traslucían a través de su piel. Los colores claros y la delicadeza de la tela no hacían más que acentuar su palpitante vibración. Él hubiera querido tomarla en sus brazos, hundir sus labios en la delicada curva donde se unían el cuello y el hombro, inhalar la dulce mezcla de fragancias que exhalaba su cuerpo, pasar sus dedos por entre los cabellos relucientes que se adherían al cráneo pequeño y bien formado.

Hubiera querido poseerla. Sostenerla en sus brazos, sentirse seguro sabiéndose con derecho a esa posesión. Hubiera querido proclamar al mundo su posesión.

Le tomó la mano cuando ella llegó junto a él y se la llevó a los labios a modo de formal saludo.

—Mientras dure la velada, trata de recordar que no debes retozar como una potranca.

Entonces, le soltó la mano y se volvió hacia la sala Tamsyn se mordió el labio. Si bien no había esperado grandes cumplidos, le habría gustado algo que no fuese la lección de un maestro de escuela.

En las dos horas que siguieron, a medida que la casa se llenaba con una multitud risueña y conversadora, Julian la observó. Ella estaba al lado de Lucy, en el último peldaño de la escalinata, quien daba la bienvenida a los invitados y presentaba a Tamsyn. Notó, y aprobó contra su voluntad, que ella hablaba inglés con fluidez, pero adoptaba un exagerado acento español que aumentaba su apariencia exótica y extranjera. Vio que los hombres jóvenes se reunían en torno de ella riendo estrepitosamente todas sus agudezas verbales, contemplando con arrebatada admiración su rostro radiante. Y los hombres mayores, aprovechándose de la licencia que les daba la edad, le tocaban el brazo y le palmeaban la mano, y ella les sonreía y coqueteaba con un encanto inocente que sin duda los fascinaba.

Julian pensó que estaba realizando un desempeño asombroso. Nadie que la mirase en ese momento creería que había sido la feroz, delgada guerrera que él había conocido ni la furia indomable de Badajoz, ni la agotada, ennegrecida muchacha de la pólvora en la cubierta de la Isabelle. Se le ocurrió pensar que todos esos personajes eran suyos, y en el torbellino de su confusión, sintió una abrumadora oleada de nostalgia. Esta consumada actriz pertenecía al salón. Ella estaba desempeñando un papel y sólo él lo sabía.

Pero la Tamsyn esencial sólo le pertenecía a él. Y él sintió ganas de precipitarse hacia ella, arrebatarla del medio de ese círculo de jóvenes hechizados y anunciar su posesión al mundo.

Locura. Una locura total. Él estaba tan seducido por su actuación como el resto de los presentes. Sabía qué era ella: una bandolera mestiza, sin escrúpulos en el alma ni reglas éticas en el cuerpo.

—Una semejanza asombrosa, ¿no es así? —dijo una voz trémula junto a él.

Salió bruscamente de su ensoñación y, al volverse con una sonrisa amable, se encontró con una anciana dama, doblada sobre un bastón con puño de plata.

—Lady Gunston, ¿cómo está usted?

—Joven; esa pregunta no se responde cuando se tiene noventa y seis años —dijo ella con una carcajada como un cloqueo—. Ayúdame a sentarme y consígueme un vaso de sangría; no sé dónde se habrá metido esa tonta.

Con una sonrisa, Julian se apresuró a obedecer. Letitia Gunston era una institución local. Jamás rechazaba una invitación, y su sufrida acompañanta, casi tan anciana como ella, soportaba la ronda social casi con la misma fortaleza con que toleraba las constantes y amargas quejas de su empleadora.

—Aquí tiene, señora —le entregó la sangría y se sentó junto a ella—. Le añadí un poco más de vino, como a usted le gusta.

Lady Gunston cloqueó otra vez y bebió un sorbo de la dulce mezcla de vino, agua y nuez moscada.

—Las he probado peores —aprobó con un cabeceo y dejó vagar sus ojos nublados por las cataratas alrededor del salón—. Una semejanza asombrosa, ¿no cree?

—¿Quién, señora?

Se inclinó hacia ella para captar la voz tenue de la anciana.

—Aquella chica —señaló con el bastón hacia el otro lado del salón—. No la había visto antes. Pero es la viva imagen de Celia.

—No le entiendo, señora.

Julian sintió que su sangre circulaba con más lentitud.

Ella giró hacia él.

—Claro que no. Celia murió cuando usted todavía andaba de chaqueta corta, supongo. Era una muchacha adorable, pero quizá demasiado vivaz para ser correcta. Nunca se sabía qué haría en el minuto siguiente.

Rió, tosió con fuerza y bebió otro generoso trago de sangría.

—¿Celia qué, señora?

Se quedó frío y lo recorrió la sensación de tener su cuerpo en suspenso, pendiente de la información que él sabía que esperaba... la información que daría término a su aventura con una bandolera.

—Penhallan, por supuesto. Celia Penhallan, era. Murió en Escocia, de alguna fiebre —lady Gunston afirmó con su cabeza y miró hacia el otro lado del salón, donde Tamsyn estaba bailando con cierto vástago de la nobleza local—. El pelo es la cuestión —dijo, pensativa, y bajó la voz hasta el punto que Julian tuvo que acercarse más para oír sus palabras—. Jamás había visto antes ese color. Tampoco puedo verle los ojos.

—Son de color violeta —dijo Julian, con la impresión de que su voz llegaba desde muy lejos.

—Ah, sí; así deben de ser —la vieja sonrió, desdentada y complacida consigo misma—. Celia tenía ojos violeta —de repente, sacudió la cabeza y dijo—: Busque a la tonta de mi acompañanta, joven. Es hora de que vuelva a mi casa.

Julian fue a buscar a la señorita Winston. Sentía como si estuviese moviéndose en un vacío, con su mente paralizada. Acompañó a la anciana hasta su anticuado carruaje. El lacayo de librea la alzó en brazos, casi, hasta el interior, y la pequeña señorita Winston quedó aplastada bajo una brazada de capas y bolsos de mano, forcejeando por subir tras ella. El cochero se tocó el sombrero ladeado, hizo restallar el látigo, y el pesado vehículo arrancó hacia adelante por el camino de grava.

Julian se quedó en la entrada, oyendo los sones de la música, las voces amortiguadas, y ocasionales estallidos de risa que llegaban de los salones hasta él. Lucy se había superado a sí misma, pensó, vagamente. Si ésa era la noción que tenía de una pequeña recepción, él no quería imaginarse qué haría con un baile como era debido.

Celia Penhallan. Cecile. ¿Cómo se habría convertido Celia Penhallan en Cecile, la compañera de un barón ladrón? ¿Cómo se conjugaban una muerte en Escocia con un rapto en los Pirineos?

Era de suponer que Cedric Penhallan sabía la respuesta.

Echó a andar por el sendero y giró en la esquina de la casa, enfilando hacia la oscura soledad del huerto. Por un rato, su ausencia en el interior no sería notada, y él no podía enfrentar la reanudación de las banalidades sociales, las sonrisas fatuas, la charla intrascendente. Antes, necesitaba aclararse.

La sangre de los Penhallan corría por las venas de ella. La sangre azul de una de las más grandes familias del país. Era sangre mala. Manchada con la implacable ambición del vizconde y la maldad y los vicios de los gemelos.

¡Dios del Cielo! Por esas delicadas venas azules que se veían tan claramente a través de la piel blanca de sus muñecas corría la sangre de un delincuente, mezclada con la de un tirano. Recordó el modo en que ella se plantaba sobre sus pies, la inclinación arrogante de su cabeza, el modo en que le chisporroteaban los ojos cuando era desafiada, la línea de su boca si creía que las cosas no funcionaban como ella quería. Todos ellos rasgos de los Penhallan. Y la inflexible determinación, la ciega persecución de sus metas, el modo en que barría todos los obstáculos de su camino.

Pero Cedric Penhallan jamás la reconocería, aunque sus derechos estuviesen fundidos en hierro. No sólo su orgullo personal le impediría reconocer un vínculo con una criatura como ésa, de procedencia inaceptable, dado que si reconociera su parentesco, tendría que explicar públicamente que la muerte, el entierro y el ceremonioso duelo por su hermana habían sido un fraude. En nombre del cielo, ¿por qué habría pergeñado él esa comedia? Para evitar un escándalo, si conocía bien a Cedric. Tal vez Cecile... Celia... huyera de su hogar. Ella habría ido a España para escapar del largo brazo de su hermano, y Cedric habría ideado una explicación que conformara a todos. Todo encajaba.

Julian creyó que le explotaría la cabeza. Odiaba a los Penhallan y a todo lo relacionado con ellos. Hacía veinte años, Cedric había manipulado quienes le rodeaban persiguiendo sus propios objetivos, y Tamsyn era el producto imprevisto de esa manipulación.

Y ese producto imprevisto estaba comenzando a causar estragos en su visión del mundo y en sus ideas preconcebidas con respecto al futuro de lord St. Simon de Tregarthan. Gracias a cierto giro perverso de los acontecimientos, él estaba atrapado en una red tejida por los Penhallan, y aquella antigua manipulación tenía ahora injerencia en su vida.

Veía todo con claridad; aun así, no podía aclarar su actual torbellino. Era inconcebible una vida junto a Tamsyn; sin embargo, no podía concebir el pensamiento de dejarla. No podía imaginar cómo sería la vida sin ella.

¿Debería decir a Tamsyn qué había descubierto? ¿Le serviría para algo saberlo? Cedric Penhallan se reiría en su cara, destruyendo ese sueño de descubrir a una familia que compensara la pérdida de la suya.

Mientras Julian caminaba por el huerto, Cedric Penhallan cubría el trayecto hasta Tregarthan. Llegaba tarde adrede; su anfitriona había abandonado su puesto a la entrada mucho antes de que él llegase.

Se detuvo ante las puertas dobles abiertas del salón principal, atestado de mujeres vestidas de colores vivos, como otras tantas mariposas, y sus acompañantes, ataviados de colores más sombríos. Los músicos estaban tocando un vals; muy pronto él vio a la hija de Celia, girando con gracia entre los brazos de un joven enfundado en una chaqueta militar de color escarlata.

Cedric permaneció de pie en la puerta, clavando la mirada en la esbelta figura. Recordó que Celia había usado los colores que llevaba la joven. Y ella también bailaba con gracia y vivacidad.

—Lord Penhallan, qué honor.

Lucy cruzó de prisa el salón hacia su encuentro y lo saludó agitada y temerosa. Sus ojos buscaron a Julian, quien tendría que estar presente para recibir a tan importante invitado, pero no lo veía por ninguna parte. Hizo una reverencia y estrechó la mano del vizconde.

—¿Me permite alcanzarle una copa de vino...? Oh, Gareth —vio con alivio que su esposo estaba a dos pasos de ella—. Gareth, éste es lord Penhallan.

Gareth también buscó con la vista a su cuñado. El no se sentía en absoluto competente para tratar con un hombre que se movía en los círculos más encumbrados, fuera de su órbita, que lo miraba con expresión burlona por debajo de sus hirsutas cejas grises. Sin embargo, haciendo gala de hombría buscó un tema apropiado de conversación y preguntó a su señoría por sus tierras.

Tamsyn había sentido la llegada de su tío, también sentía su mirada sobre ella. Cuando la música terminó, ella sonrió a su acompañante y se excusó, rechazando su ansioso ofrecimiento de acompañarla a! comedor.

Atravesó con presteza el salón, y la mirada de Cedric se encontró con la suya cuando ella se acercaba.

—¡Oh! —exclamó Lucy, aliviada por el desvío—. Permíteme presentarte a lord Penhallan, Tamsyn. Vizconde; ella es la pupila de mi hermano, la señorita Barón. Ha venido desde España para vivir con nosotros, el duque...

—Si, he oído la historia —interrumpió con grosería el vizconde—. Todos la conocen por aquí.

—Por supuesto, qué tonta soy —murmuró Lucy, sonrojándose.

Cedric hizo un ademán como para quitar importancia al tema y dijo:

—Cómo está usted, señorita Baron?

—Bien, gracias, señor. —ella sonrió con dulzura y se inclinó—. Es un honor conocerlo. —su mano tocó el medallón que llevaba al cuello y dijo—: Le ruego me disculpe, he prometido esta pieza y veo que mi compañero está esperándome.

Se alejó sin mirar atrás, pero se le erizó el cabello en la nuca sintiendo los ojos del vizconde en su espalda; la fuerza de esa mirada especulativa y amenazadora la sacudió.

Lord Penhallan la observó un instante y luego dijo, interrumpiendo el complicado relato de Gareth de una carrera que había visto en Newmarket:

—Buenas noches, lady Fortescue.

Su voluminosa humanidad giró con sorprendente agilidad y se marchó.

—¡Bueno! —exclamó Lucy, indignada—. ¡Qué hombre desagradable! ¿Cómo puede ser tan grosero? ¿Para qué ha venido si pensaba irse un minuto después de haber llegado?

—Imposible saberlo —dijo Gareth—. Los Penhallan son altaneros... creen que son muy superiores a todos los demás.

—No son más que un St. Simon —repuso Lucy, irguiéndose en toda su estatura—. Los St. Simon son tan importantes como los Penhallan según la apreciación de cualquiera.

—Sí, yo diría que sí —dijo Gareth, tratando de calmarla—. Pero lord Penhallan es muy poderoso en el gobierno. Se dice que el primer ministro jamás hace nada sin su aprobación.

—Pues, a mí me parece detestable. Gracias a Dios, se ha marchado.

Tras lo cual, Lucy se fue a comprobar que las mesas del comedor estuvieran debidamente abastecidas.

Julian entró en la casa por una puerta lateral; debido a eso, se perdió la breve visita del vizconde de Penhallan. Echó un vistazo por el salón. La concurrencia era algo menor pero Tamsyn aún estaba bailando. Atravesó el salón y tocó con levedad el hombro de su compañero.

—Perdóneme, pero me gustaría reclamar mi privilegio de tutor, Jamie.

El joven se apartó haciendo un brusco cabeceo y fue, desconsolado, a apoyarse en la pared.

—¿Te diviertes?

—Oh, sí —dijo Tamsyn, aunque con aire distraído, y él percibió la tensión que transmitía su cuerpo mientras giraban por la pista.

Había un brillo casi febril en los ojos de la joven, y su piel estaba acalorada.

—¿Cuánto vino has bebido? —preguntó él, guiándola fuera de la pista.

—Sólo una copa.

—Entonces, debe de ser la excitación.

Él tomó su pañuelo y, sonriendo le enjugó la frente húmeda.

—Es mi primera fiesta desde que tenía siete años —dijo, también sonriendo, aunque el intento burlón carecía de convicción.

—Mañana por la mañana me marcharé a Londres —anunció ¿1 de golpe; en ese momento comprendió que acababa de decidir lo que debía hacer.

—¿Ah, sí? —ella lo miró; su consternación era evidente como una clarinada—. ¿Por qué?

—Porque tengo que ocuparme de la tarea que me encomendó Wellington.

—Pero no irías hasta dentro de dos semanas —ella se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo—. ¿Por qué tan repentinamente, Julian?

En los ojos de él había una expresión que la llenó de temor. Parecía un hombre a punto de saltar desde un acantilado.

Él no respondió de inmediato y la condujo hacia el profundo hueco de una ventana, luego habló en voz baja y grave:

—Ven conmigo a España, Tamsyn.

Fuera lo que fuese lo que ella esperaba, no era eso.

—¿Ahora?

—Sí —le apartó un mechón de pelo de la frente—. Vuelve ahora conmigo e iremos juntos de campaña. Y estaremos juntos y disfrutaremos uno del otro hasta que esto acabe.

"Hasta que esto acabe." La rotundidad de la expresión y la mente cerrada del hombre que no podía forjar un futuro con la mujer que lo amaba porque ella no se ajustaba al molde correcto le oprimieron el corazón.

—Pero no he terminado lo que yo vine a hacer —dijo ella en voz baja.

—En realidad es tan importante para ti, Tamsyn ¿Qué clase de vida tendrías en Inglaterra, aun en el caso de que hallaras a la familia de tu madre y los convencieras de que te aceptaran? No es bueno para ti; tú lo sabes —señaló con un ademán el salón que comenzaba a vaciarse los músicos seguían tocando, aunque con menos bríos—. Volvamos a España. Allá podremos estar juntos de un modo que aquí sería imposible.

—¿Acaso te importo? —preguntó ella.

Su voz era débil y su rostro estaba tan pálido como antes había estado sonrojado.

—Sabes que sí —respondió él, tocándole los labios con un dedo—. Por eso te lo pido.

—¿Pero no tendremos un futuro común? ¿Un futuro real?

El silencio de Julian fue una respuesta elocuente.

—Me imagino que no —dijo ella con voz apagada, respondiendo a su propia pregunta—. Un St. Simon jamás podría tener un futuro con una bandolera mestiza. Eso lo sé.

Trató de sonreír, pero le temblaron los labios.

—Eso suena muy duro —dijo él, impotente.

—La verdad suele serlo —Tamsyn retrocedió un paso, sus ojos se enfocaron, y la cólera y el orgullo acudieron en su ayuda, evaporando las lágrimas. Ella no permitiría que este hombre la juzgara inferior, que decidiera que no era bastante buena para él. La hija de El Barón y de Cecile Penhallan no tenía necesidad de rebajarse para apaciguar a un St. Simon y suplicarle—. No, no puedo volver contigo. Haré lo que he venido a hacer aquí. Pero te libero del contrato, milord coronel, dado que tú ya no sabes cómo honrarlo.

En ese momento, ella era una pura Penhallan, fría y arrogante; él tuvo que contener su arrebato de rabia ante su insolencia.

Hizo una rígida reverencia.

—Por supuesto, puedes permanecer en Tregarthan todo el tiempo que desees. Estoy seguro de que Lucy seguirá patrocinándote. Creo que llegarás a la conclusión de que ella es mucho más apropiada que yo en ese aspecto.

¡Apropiada! ¿Qué tendría eso que ver con todo lo demás? Ella giró y le dio la espalda, luego hizo un conciso gesto de despedida, con su boca tensa, su mandíbula apretada.

—Le deseo un viaje bueno y rápido, coronel.

Él se quedó allí, en la ventana, y ella se alejó por el salón ya casi desierto y salió. Julian maldijo en silencio su propia estupidez por haber hecho una propuesta pese a saber que ella no podría aceptarla. En parte, lo había hecho por sí mismo pero también por ella, en un intento desesperado por impedir que descubriese quién era, y evitarle el dolor inevitable que eso le causaría cuando Cedric Penhallan se riese de ella.

Pero ya estaba hecho; él no esperaría a que amaneciera para partir hacia Londres. Si saliera antes del alba, llegaría a Bodmin a tiempo para desayunar y podría cruzar el páramo con luz de día.

Tamsyn subió a su habitación de la torre sin hablar con nadie. Josefa estaba aguardándola, dormitando en una silla baja, junto al fuego. Al ver entrar a su niña, se levantó de un salto, desbordando de ansiosas preguntas, pero su ansiedad se convirtió en una exclamación de inquietud al ver el semblante de la muchacha.

—Esta noche no quiero hablar de ello —dijo Tamsyn—. Ve a acostarte; mañana por la mañana hablaremos los tres.

Josefa se fue, contra su voluntad, aunque conocía ese tono: se lo había oído usar a menudo al barón; no invitaba a la discusión.

Tamsyn se estremeció cuando una ráfaga de viento entró por la ventana abierta. Oyó el batir de la rompiente en la playa y sintió que el viento arreciaba. Se rodeó el pecho con los brazos y fue hasta la ventana. Las nubes tapaban la luna en una franja cada vez más densa y la suave brisa marina se había convertido, de pronto, en un viento frío y húmedo. Aparentemente, la gloria veraniega se había quebrado.

Oyó voces que provenían del sendero donde acudían los carruajes, llevándose a los últimos invitados, que se daban prisa antes de que el clima cambiara.

Más tarde, Tamsyn no sabía cuánto tiempo había permanecido ante la ventana, viendo juntarse las nubes de tormenta, sintiendo como el viento iba tomándose más penetrante y hacía retemblar los cristales de la ventana abierta y arremolinarse las cortinas alrededor de su silueta inmóvil. Las primeras gotas de lluvia la arrancaron de su ensoñación. Cerró la ventana, corrió las cortinas y, dejando afuera la noche hostil, se desvistió mientras su mente funcionaba a un ritmo furioso, tras haber salido de la parálisis provocada por el choque.

No había esperado que Julian diera todo por terminado con tanta brusquedad. Si no hubiese ocurrido tan cerca de su encuentro con Cedric, estaba segura de que podría haber respondido de otra manera. Pero había estado demasiado absorta en el encuentro que había iniciado el juego de venganza, y no fue capaz de pensar con claridad, ni responder con inteligencia a nada ajeno a su preocupación inmediata. Cedric sabía quién era ella: había leído claramente el reconocimiento en su mirada, y lo había visto recoger el guante que ella había arrojado a sus pies. Hubiese querido jugar un poco con él, dejar que viese cómo ella se movía cómodamente en sociedad, que se preguntara qué pretendía ella, que pensara en su historia. Y Julian había irrumpido en su excitación, dejando caer una bomba en su plan tan bien trazado, haciéndolo añicos. Por eso, en lugar de analizar su propuesta, reflexionando sobre el modo de estar más unidos, ella sólo había oído las palabras y reaccionado a ellas con ciega emoción. Y las emociones ciegas eran un lujo que no podía permitirse. No entraban en sus planes de venganza, ni tampoco en los de amor.

Se metió en la cama y se cubrió con las mantas hasta el mentón.

Si Julian regresaba a España, ella se marcharía con él. Media hogaza era mejor que ninguna, y media hogaza podría crecer.

Se volvió, apagó la vela y permaneció tendida en la oscuridad, escuchando la lluvia que tamborileaba con fuerza en la ventana. El fragor de la rompiente se podía distinguir claramente por encima del ruido de la lluvia; la noche se volvió más salvaje aun.

Ella lo amaba, lo amaba como Cecile había amado al barón. El único amor de su vida... un amor para toda la vida. Y si él sólo podía ofrecerle la mitad de si mismo, ella se conformaría con eso, por ahora. Pero tenía que decírselo. Y luego, enfrentaría a Cedric. Sin embargo, a la luz de este nuevo plan, ¿cómo lo haría?

Por la mañana hallaría una respuesta. En cuanto hubiese descansado y recuperado la calma, diría a Julian que había cambiado de idea.

La tormenta recrudeció poco antes del alba; en ese clima húmedo y frío, Julian montó a Soult, con su maleta sujeta a la silla, en el anca. El cielo era de un gris plomizo, el mar oscuro, los prados empapados, la grava de los arriates salpicada de charcos. Miró hacia la torre del este, a la ventana rodeada de hiedra que miraba al sendero. Luego, se volvió hacia el norte y espoleó a su caballo.

Tamsyn, con los ojos hundidos tras una noche sin sueño, estaba detrás de la ventana y miraba la mañana lluviosa y oscura cuando Julian se marchó. ¿Tan pronto? ¿Cómo podía ser tan malvado de no saber que ella cambiaría de opinión en cuanto se hubiera calmado?

Se puso en movimiento como un huracán, corrió fuera de su cuarto, bajó la escalera del fondo, salió al patio del establo y subió la escalera hasta la habitación de Josefa y Gabriel.

—Ah, pequeña, tranquila —dijo Gabriel, saltando de la cama al verla entrar, con ojos azorados—. Cuéntame.

La rodeó con sus brazos y la estrechó contra su pecho de tonel con tanta fuerza que ella no habría podido hablar aunque hubiese querido.

Por fin, pudo contarles lo sucedido.

—Tengo que ir tras él —dijo con sencillez, sentándose en el extremo de la cama y retorciendo las manos en su regazo—. Lo amo... es lo mismo que con Cecile y El Barón, algo que no puedo remediar. Me duele.

Los miró de hito en hito. Los ojos de Josefa eran brillantes y perspicaces, y Gabriel, por su parte, se tironeó del mentón. Luego, cabeceó lentamente.

—En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha. Josefa se quedará aquí. No le gusta andar al galope por el campo, montada detrás de mí.

Echó una mirada a la mujer, que confirmó flemáticamente su comentario. No sería la primera vez que ella lo esperase mientras ellos se marchaban para participar en alguna campaña.

—Le diré a Lucy que tenemos que resolver un asunto de vital importancia en Penzance, y que regresaremos dentro de una semana o dos.

—¿Eso significa que volverás por los Penhallan?

Tamsyn lo miró, impotente y desconcertada.

—Sí, debo hacerlo. Se lo prometí al barón... y a Cecile... en mi pensamiento. Pero ya no lo sé, Gabriel. No sé qué pasará.

—Bueno; no te angusties, pequeña. Lo que pueda ser, será —dijo, sereno—. Tendría que ir a pedir a la señorita Lucy la dirección de la casa del coronel en Londres. Convendrá que sepamos dónde encontrarlo.

Tamsyn le arrojó tos brazos al cuello.

—¿Qué haría yo sin ti... sin vosotros dos?

Llorosa, abrazó a Josefa que había estado vistiéndose desde su llegada, sin perder la calma.

—Tenemos que poner algo de ropa en una maleta-dijo la mujer, palmeándole la espalda—. No es correcto hacer un viaje así sin llevar unos calzones limpios.

—No, Josefa —dijo Tamsyn, sumisa, dejándose conducir fuera de la habitación, al exterior húmedo, y oyendo tras ella la risa sofocada y tranquilizadora de Gabriel.