14
—El mensajero acaba de dejar una carta, querida. Me parece que es la escritura de St. Simon, ¿no? —sir Gareth Fortescue entró en la sala del desayuno examinando con inusual interés la carta que llevaba en la mano—. Despachada en Londres, ¡por Dios! Yo creía que tu hermano estaría en la Península hasta que acabara la guerra.
Dejó la carta junto al plato de su esposa y observó con desazón las fuentes dispuestas sobre el trinchante.
—Ya no sé cuántas veces he dicho a la maldita cocinera que quiero que mi tocino esté crujiente. Mira esto levantó una tajada con el tenedor de servir—. Está blanco y correoso como la panza de un puerco.
Lucy Fortescue se sonrojó y desplazó su silla hacia atrás entre murmullos de consternación.
—Siento mucho no haberlo notado, Gareth. ¿Quieres que llame a Webster y le diga que traiga más?
—No, no te molestes —Su esposo se lanzó sobre su silla, a la cabecera de la mesa, luciendo una mueca de irritación. Me las arreglaré con el solomillo.
Lucy vaciló; estaba ansiosa por leer la carta de su hermano pero tampoco quería descuidar a su marido en este difícil momento de la mañana. A juzgar por lo apagado de sus ojos y de su cutis, era obvio que Gareth no se sentía bien esa mañana. No sabía con certeza dónde había pasado él la velada anterior, menos aún la noche. No la había pasado en su propia cama y, por cierto, tampoco en la de ella. Lucy no disfrutaba con lo que sucedía en el lecho conyugal pero era esencial para sostener un matrimonio, y algo no funcionaría bien para que su marido se conformara tan a menudo con dejarla dormir sola.
Suspiró y se sonrojó de nuevo, temerosa de que él hubiese oído el suspiro. Gareth aborrecía que ella diera muestras de aflicción. Interpretaba la desdicha de ella como una crítica y una callada insatisfacción de lo que le había tocado en suerte.
Ambas cosas eran ciertas. Lucy ahogó rápidamente esa idea rebelde; su madre le había dicho, más veces de las que podía recordar que el deber de una esposa era no manifestar ante su marido nada que no fuera apoyo y obediencia, y aceptar con alegría la clase de vida que él dispusiera para ella. Y Julian, que después de la muerte de su padre era el único hombre cuyas opiniones ella tenía presentes compartía el punto de vista de su madre, sin lugar a dudas. Además, él se había opuesto a esa unión desde el principio; en consecuencia, ella no podía pedir la solidaridad de su hermano porque el matrimonio con sir Gareth Fortescue no fuese como ella había soñado.
Pero era muy arduo. Se le escapó otro breve suspiro. Era muy duro que, a sus dieciocho años y después de diez escasos meses de matrimonio, él la dejase sola día y noche mientras continuaba sus antiguas actividades y relaciones como si nunca hubiese estado junto a ella ante el altar.
—¿Y bien?
La brusca pregunta le hizo levantar la vista y mirarlo con aire culpable. Gareth estaba ceñudo; sostenía en su mano un jarro de cerveza.
—¿Sí, Gareth?
—Bueno, ¿qué dice tu hermano? —preguntó, impaciente.
—Oh, aún no he leído la carta.
Esbozó una sonrisa tímida y arrancó la oblea que sellaba la carta.
—¡Oh! —volvió a exclamar Lucy.
La carta era tan breve y sucinta como todas las de su hermano; en medio minuto conoció su contenido.
—¿Y bien?
—Julian dice que pasará en Inglaterra algunos meses. El duque de Wellington le ha encomendado una misión en el regimiento de caballería de la Guardia Real y en Westminster, y después irá a pasar el verano a Tregarthan.
—¡Buen Dios! ¿Para qué? ¿Acaso se ha licenciado del ejército o algo así?
—No, no lo creo —dijo Lucy frunciendo el entrecejo—. Dice que trae con él a alguien... a una..., una dama española levantó la vista, confundida—. Dice que le debía un favor al padre de ella y que, cuando éste estaba muriendo, le pidió a Julian que tomara a su hija bajo su protección y que dispusiera su presentación en la sociedad inglesa. Parece que ella tiene parientes en Cornwall y espera que la reconozcan.
Sus ojos, de un azul de porcelana, se agrandaron expresando su confusión cada vez mayor.
—No es muy típico de Julian, ¿verdad?
Gareth lanzó un resoplido de risa.
—Si se tratase de cualquier otro que no fuese St. Simon, yo juraría que se ha traído de la guerra una mujer ligera de cascos, pero él es tan estricto en lo que atañe a la corrección que jamás mancillaría el precioso terreno de Tregarthan con una relación impropia.
Lucy se sonrojó intensamente y sorbió precipitadamente su té, ahogándose cuando el líquido le quemó la garganta.
—No seas tan boba, Lucy —dijo Gareth con cierta delicadeza—. Ya conoces algunos hechos de la vida: eres una mujer casada, no eres una muchachita virginal. Por las venas de St. Simon corre la misma sangre roja que corre por las de cualquier otro hombre; la única diferencia consiste en que él es condenadamente apegado respecto del lugar y el momento en que se permitiría satisfacer las necesidades que tiene un hombre.
—Sí... sí, supongo que sí —Lucy empujó su silla hacia atrás y se puso de pie rápidamente—. Excúsame, Gareth, debo hablar con la cocinera sobre los menús.
Salió de prisa de la sala, y su marido se quedó pensando que, si St. Simon no hubiese sido tan estricto, Lucy podría haber tenido un compañero más animado, tanto en la cama como fuera de ella. Su hermano, diez años mayor que ella, había sido su tutor durante siete años, antes de que ella se casara, y sus ideas con respecto a lo que era correcto en relación a un St. Simon eran endiabladamente rígidas.
En realidad, era una pena. Gareth volvió a llenar su jarro de cerveza y notó, con alivio que con cada trago que bebía su resaca iba desapareciendo. Lucy era una muchacha guapa y sus suaves y femeninas curvas eran muy atractivas para Gareth, aunque ella lo ignoraba todo acerca del modo de complacer a un hombre. Así, no era de extrañar que él siguiera buscando sus placeres donde siempre los había satisfecho.
Otra vez se le arrugó el ceño al recordar algo que había sucedido la noche anterior y que ahora surgía de entre la niebla de coñac en la que había pasado la mayor parte de la velada. Marjorie había estado fastidiándolo de nuevo. Siempre quería algo más. Que el brazalete de diamantes que él le había regalado no era de primera agua... que la nueva modista no sabía lo que hacía, que era imperioso que ella se, hiciera cliente de Lutece. El dinero no significaba nada... nada, si ella de verdad le importaba. ¿Acaso ella no lo hacía feliz? ¿Incluso más de lo que un hombre merecía?
Gareth se removió en su silla al recordar con las mismas ansias de siempre lo feliz que podía hacer Marjorie a un hombre. Aun así, su precio era demasiado alto... y cada día crecía más.
Paseó su mirada por la elegante sala de la graciosa mansión de Sussex, miró por la ventana hacia la tersa extensión del prado, de un verde lozano. Su hogar paterno estaba en ruinas cuando él se casó con Lucy St. Simon. La dote de ella había servido para repararlo y también servía ahora para financiar los costosos gustos de Marjorie... o, mejor dicho, los costosos hábitos del propio Gareth.
Una tenue oleada de disgusto perturbó la superficie, generalmente imperturbable, de su confianza en sí mismo al hacerse presente el asombroso pensamiento de que tal vez tuviese que interrumpir algunos de esos hábitos. Si se atenía a los hechos él era, en efecto, un hombre casado.
La montaña de facturas de sus acreedores crecía cada vez más: sastres, proveedores de vino, fabricantes de zapatos, sombrereros. Por supuesto, había que cancelar su cuenta en Tattersall en la fecha correspondiente, y sus deudas de honor tampoco podían esperar. Por fortuna, los comerciantes aún no se habían puesto demasiado insistentes con los pagos; su matrimonio todavía era lo bastante reciente como para extender su crédito aunque no le agradaba la idea de pedir un préstamo a su cuñado para liquidar sus deudas. Como parte del acuerdo matrimonial, St. Simon ya había liquidado muchas.
No lo preocupaba la perspectiva de que St. Simon fuese a negárselo o pudiese hacer algún comentario sobre la prodigalidad de su cuñado, pero sí sabía que alzaría una de sus hirsutas cejas dorado rojizas y mostraría su incredulidad tanto como su buena crianza se lo permitiese.
No, no tenía por qué soportarlo si podía evitarlo. Gareth apartó su silla, se estiró y frunció el entrecejo cuando una idea se coló a través de la niebla cada vez más tenue de su resaca. ¿Por qué no hacer una visita a St. Simon en el hogar ancestral? Claro que una temporada en el campo sería tediosa pero lo mantendría alejado de la tentación de Marjorie, de las pistas de carreras, de las mesas de juego y, por añadidura, tendría un respiro con las amables notas de sus acreedores. Y quizá no fuese tan tedioso. Tal vez fuese divertido conocer a esa dama española que St. Simon había cobijado bajo su ala. Ahí había algo raro... muy raro.
Por otra parte, a Lucy le haría un bien inmenso el aire de Cornwall. En los últimos tiempos, estaba muy nerviosa. Ella amaba Cornwall, su tierra; recibiría con alborozo la perspectiva de pasar allí unas semanas veraniegas con sus amigas de la infancia.
Convencido de que actuaría en beneficio de los intereses de su esposa, Gareth Fortescue salió de la sala de desayuno para informar a Lucy sobre su brillante y noble decisión.
—Pero, Gareth, Julian no nos ha invitado —Lucy, que estaba ante su secretaire, giró hacia él y, en su consternación, dejó caer la pluma sobre la alfombra—. No podemos llegar sin ser invitados.
—¡Oh, tonterías! —Gareth desechó el argumento con un ademán altivo—. Es tu hermano y estará encantado de verte. ¡Pero si no se ven desde nuestra boda; incluso aquélla fue una visita fugaz porque él tenía prisa de volver con su regimiento!
—Sí... pero... pero, Gareth, ¿qué me dices de la dama española? Si él quisiera que yo fuese, lo habría dicho.
—No quiso pedirte que renunciaras a tu veraneo para ayudarlo en esta obligación, puedes estar segura —replicó Gareth, muy tranquilo—. Ten en cuenta que hace muy poco que hemos regresado de nuestra luna de miel.
El hombre sonrió y la pellizcó debajo del mentón.
—Puedes estar segura, Lucy: él estará agradecido de contar con tu ayuda para atender a esta dama. Además, si ella es soltera, necesitará tener una anfitriona aunque sea una especie de tutor para ella. Tu llegada hará que todo sea perfectamente correcto.
Él se inclinó y le dio un beso ligero.
—Y ahora, sé buena y arréglalo todo de modo que podamos marcharnos el fin de semana siguiente. Viajaremos en etapas breves para que no te fatigues.
—Caramba —murmuró Lucy cuando la puerta se cerró tras la partida de su marido.
Era maravilloso que Gareth estuviese tan alegre y atento, pero ella conocía a su hermano y sabía que no le gustaría esa visita inesperada. Él no aprobaba a Gareth y tampoco le agradaba demasiado. Los intensos ojos azules de su hermano se volvían fríos e inexpresivos cada vez que hablaba con Gareth e incluso cuando lo mencionaba en una conversación. Siempre era inobjetablemente cortés con él, como si fuese un pariente lejano.
Lucy había visto y oído a su hermano con sus amigos y sabía cuánto despreciaba él a quienes llamaba frívolos de sociedad: hombres que desperdiciaban su tiempo y sus energías en los clubes de St. James y que revoloteaban en torno de las beldades y las herederas de cada temporada social. Incluso si aplicaba su propio punto de vista, que era prejuicioso, debía admitir que Gareth entraba en esa categoría. A diferencia de Julian, no era hombre de acción ni de opiniones firmes. Como casi todos los demás. En cambio, Julian tenía un comportamiento extraño, según la mirada de la sociedad.
Lucy suspiró, se volvió de nuevo hacia su secretaire, acercó una hoja de papel de color azul claro, su preferido y, mordiendo la punta de su pluma, se esforzó por pensar en una manera delicada de anunciar a su hermano su inminente llegada a Tregarthan.
¿Y qué pasaría con esa dama española? ¿Cómo sería? ¿Sería joven? Era de suponer, si su padre la había dejado bajo la protección de Julian. No condecía en absoluto con la personalidad de Julian asumir semejante tarea pero, por otra parte, tenía un sentido del deber y de la obligación muy acendrado. Tal vez el padre de la dama le hubiese salvado la vida o algo de parecido dramatismo.
¿Sería hermosa?
¿Y qué podría hacer la sociedad de Cornwall con una persona que parecía ser tan exótica? Los integrantes de esa sociedad eran personas ordinarias, intolerantes, que tenían poco trato con el mundo más allá de Cornwall. Hasta era posible que esa huérfana española ni siquiera hablara inglés.
Todo aquello era muy fuera de lo común. Ya impulsada por la curiosidad, Lucy comenzó a escribir de prisa, aceptando el argumento de Gareth de que tal vez su hermano necesitara una anfitriona si él recibía huéspedes. Para ella sería una dicha asumir esa responsabilidad para ayudar a su querido hermano y estaba impaciente por volver a verlo después de tanto tiempo. Confiaba en que él estuviese bien y le enviaba sus...
Al llegar a este punto hizo una pausa. ¿Qué le enviaba? ¿Su amor? No, eso sonaba artificial. Julian siempre era amable con ella aunque, a la vez, un poco remoto, y no había vacilado en ejercer su autoridad como su hermano y su tutor en las raras ocasiones en que ella se había sentido tentada de rebelarse contra las restricciones que él y su madre consideraban necesarias para una hija de la casa St. Simon.
Se limitó a enviarle cálidos saludos, echó arenilla sobre la hoja, la plegó, la selló y fue a buscar a Gareth para que la enviase. Para entonces, Julian ya estaría por llegar a Cornwall puesto que su nota estaba fechada la semana anterior, de modo que la carta de ella llegaría a Tregarthan pocos días después que él. No quedaría tiempo para que elle respondiese diciéndole que no fuera, y él era demasiado cortés para hacerles volverse cuando ya hubiesen llegado.
Pese a todo, podía mostrarse frío. Lucy apartó esa idea y comprendió que estaba ansiosa por experimentar el cambio que prometía este viaje. Y Gareth estaría con ella durante las siguientes semanas. No habría más noches pasadas con... vaya a saber con quién. Quizás ella pudiera aprender a complacerlo un poco... o, al menos, fingir que ese desagradable embrollo de los cuerpos no era algo que la causara tanto disgusto.
Mucho más reanimada, fue a su dormitorio a revisar su guardarropa para elegir qué llevaría a su veraneo en Cornwall.
¿Alguna vez dejaría de llover en esa odiosa comarca gris? Tamsyn se asomó por la ventana de la posada en Launceston, y extendió su mirada por ese amontonamiento de tejados de pizarra que brillaban mojados por la lluvia que no paraba desde que habían llegado a Portsmouth, hacía dos semanas. No era intensa y tumultuosa como la lluvia española; era una llovizna continua que daba a la atmósfera un frío tan húmedo que se sentía hasta en la médula de los huesos.
A sus espaldas, en el pequeño dormitorio, Josefa murmuraba para sí mientras guardaba lo que habían usado durante la noche. Ella no disfrutaba del viaje por este país frío y gris donde el sol nunca brillaba pero, como la hija de El Barón había dicho que debían hacerlo, era para ella un mandato tan poderoso como si hubiese salido de los labios del propio barón.
Se oyó un breve llamado a la puerta y entró Gabriel, inclinándose para pasar debajo del dintel. De su pesada capa goteaba el agua de lluvia.
—¿Has terminado con esa maleta, mujer?
—¡Ay de mí! —murmuró Josefa, forcejeando con las duras correas y sus hebillas—. Estaré contenta cuando lleguemos al sitio adonde vamos.
—¿No lo estaremos todos, acaso? —dijo Gabriel con acritud.
Posó un momento su gran mano sobre el brazo de su mujer en uno de sus raros gestos de simpatía. El, al menos, había nacido en esta tierra, pero para una campesina proveniente de las áridas regiones castellanas, era un país extraño. Ella le sonrió con cierta timidez y balanceó la cabeza, regodeándose con la sorprendente ternura de la súbita sonrisa de él. Gabriel era su hombre, el sol de su vida; siempre caminaba dos pasos detrás de él y su Palabra era ley.
Gabriel levantó la maleta.
—Pequeña, hoy viajarás dentro del carruaje: órdenes del coronel.
—¿Desde cuándo da órdenes? —replicó Tamsyn, irritada, dirigiéndose a Gabriel, que ya se alejaba. Era la gota que colmaba la copa de esa mañana desconsoladora—. No tengo intenciones de dejarme balancear y sacudir en esa calesa. Me descompone.
Bajó tras de Gabriel por la crujiente escalera de madera, atravesaron el vestíbulo con suelo de lajas iluminado por lámparas y salieron al sombrío patio de la posada, donde estaba la silla de postas que los había llevado desde Londres a la que los palafreneros estaban enganchando los caballos; uno-de ellos ataba a César en la parte de atrás.
El coronel lord St. Simon los observaba. La llovizna hacía que su capa pareciera negra, y del ala de su sombrero de castor caía un chorro continuo, pero él no prestaba atención al clima.
—Buenos días —saludó animadamente a Tamsyn.—. ¿Has dormido bien?
—Siempre duermo bien —respondió ella—. Incluso cuando las sábanas están húmedas. ¿Alguna vez dejará de llover?
Él lanzó una carcajada.
—Sí, un día parará. Una mañana, te levantarás, el cielo estará muy azul, brillará el sol, cantarán los pájaros y te olvidarás de la lluvia. Es una de las trampas de Inglaterra.
Tamsyn hizo una mueca que expresaba su escepticismo y se arrebujó en su capa. con el pelo pegoteado en la cabeza.
Julian se sorprendió pensando, divertido, que ése no era clima para un ranúnculo. Ella tenía una apariencia abatida y melancólica, con su brillante pelo oscurecido por la lluvia, su cuerpo menudo acurrucado dentro de la pesada capa y su habitual chisporroteo desafiante y desvergonzado ahora apagado por el clima deprimente. Entonces, comenzó a pensar qué estaría haciendo su brigada y su buen humor se esfumó. Si a ella no le agradaba el clima de su patria de adopción, suya era la culpa.
¿Cuánto tiempo habría necesitado Tim para volver a los hombres a la disciplina después de los excesos de Badajoz? ¿En qué punto de la larga marcha a Campo Mayor estarían? ¿Quienes estarían vivos aun? Como de costumbre, las preguntas rondaban por su cerebro y tuvo que hacer un esfuerzo para volver al patio de la posada en Launceston mojado por la lluvia y a sus actuales preocupaciones.
—Quiero que esta mañana viajes dentro de la calesa con Josefa —dijo, cortante.
—Gabriel ya me lo ha dicho, pero yo no quiero. Prefiero mojarme antes que ir dentro de esa nauseabunda caja que se sacude todo el tiempo.
Se volvió para desatar su caballo de la trasera del carruaje.
Julian la tomó del brazo.
—Necesito que vayas dentro del coche, Tamsyn.
—¿Por qué?
—Porque vamos a atravesar Bodmin Moor —contestó él, como fuera suficiente respuesta.
Tamsyn frunció el entrecejo. Habían llegado a Launceston a primeras horas de la tarde del día anterior, y el coronel se había empecinado en que ese día no siguieran adelante en un tono bastante parecido al que ahora usaba con respecto al cruce de Bodmin Moor.
—¿Y entonces, milord coronel?
Se enjugó la lluvia de la cara mientras lo miraba con expresión interrogante.
—Entonces, ranúnculo-respondió él marcando las palabras—, necesito que viajes junto con tu malhadado tesoro. Gabriel y yo iremos a la cabeza, como primera defensa, y tú irás dentro, armada y preparada.
—Ah. ¿Eso significa que en ese Bodmin Moor hay bandidos?
Su expresión se animó de manera notable.
—Nosotros los llamamos ladrones de caminos —dijo él con seca sonrisa—. Son una gente salvaje y sin piedad como cualquier bandolero de montaña o barón ladrón.
Tamsyn prefirió dejarlo pasar.
—Gabriel tiene mis armas. Iré a buscarlas.
Se marchó con paso bastante más vivaz ante la perspectiva de que un poco de acción animase ese pesado viaje.
Julian golpeó con los pies sobre las piedras y se subió el cuello de la capa, repasando mentalmente sus propias armas. "Dentro de Bodmin y fuera del mundo", decían los habitantes de la región cuando se disponían a cruzar ese páramo lúgubre barrido por el viento. Sin contar sus años de escolar, él había crecido en Tregarthan, la propiedad de la familia St. Simon que daba al río Fowey y se consideraba tan cornualles como el propietario de esa posada de Launceston, impregnado de las tradiciones y las costumbres de la comarca. El amaba cada hoja de la hierba, cada flor de los arbustos y los setos. Le alegraba la perspectiva de tomar otra vez en sus manos las riendas de su propiedad, de recorrer su casa, de cabalgar en sus tierras. Si quería ser del todo sincero, reconocía que habría compensaciones en esta obligada temporada en el campo.
Había expuesto ante los lores de Westminster la urgente necesidad que tenía el duque de recibir refuerzos de fondos y hombres, y había obtenido ciertos progresos en Londres, con respecto a la misión encomendada por Wellington. Lo habían escuchado con halagadora atención y le sugirieron que regresara un mes después para responder algunas preguntas y, de ese modo, les diera tiempo para reflexionar con respecto a la solicitud del duque. Las ruedas del gobierno giraban con suma lentitud; Julian ya sabía que no debía esperar respuestas inmediatas. Había escrito a Wellington informándole todas las novedades y ya se había resignado a volver a Londres en julio, cuando suponía que habría resultados más concretos sobre los cuales podría informar. Si bien admitía que ese trabajo político era de vital importancia, resultaba aburrido a un hombre que como él florecía con el olor y el ruido de la pólvora, los desafíos y las privaciones de las marchas forzadas, las argucias y vulgaridades de los soldados rasos. Ni siquiera la idea de disfrutar en su casa y su tierra podría compensarlo, realmente, por una pérdida de esa clase.
De no haber sido por la descendiente bastarda de un ladrón español, él aún estaría con el ejército. Wellington jamás lo hubiese enviado en misión diplomática si no se hubiese presentado una oportunidad tan forzada.
Tamsyn no tenía conciencia de las reflexiones de Julian; se instaló en el interior del carruaje con la aterida Josefa y pasó revista a los cofres con oro y joyas metidos debajo de los asientos. Su presencia hacía que el interior del vehículo estuviera más atiborrado aun. Por lo general, eso no preocupaba a nadie porque la única que solía viajar dentro era Josefa. Pero Tamsyn no podía discutir las medidas de defensa del coronel cuando tenían que atravesar una región salvaje y peligrosa; se acurrucó en un rincón dejando todo el espacio posible para la voluminosa Josefa y controló que sus dos pistolas estuviesen preparadas para disparar. Josefa las recargaría en caso de que fuesen atacados.
Gabriel metió la cabeza por la ventanilla.
—Ya partimos. ¿Están bien ahí dentro?
—¿Es muy largo el trayecto por el páramo? —preguntó Tamsyn.
—No lo sé —sacó su cabeza—. Coronel, la pequeña quiere saber cuánto tiempo tendrá que viajar dentro del coche.
—Bodmin tiene unos treinta y tres kilómetros —respondió Julian, montando a caballo—. Después, puedes cabalgar, si quieres. Desde allí hasta Tregarthan sólo hay diecinueve kilómetros.
Satisfecha, Tamsyn hizo un gesto afirmativo. Apenas había amanecido y hacia el anochecer sin duda habrían cubierto los treinta y tres kilómetros; habían estado haciendo un promedio de sesenta y cuatro por día desde que salieron de Londres, viajando por los caminos empedrados que utilizaban las diligencias haciendo frecuentes cambios.
De todos modos, cuando se marcharon dejando atrás el ruinoso castillo de Launceston y su torre, se hizo evidente que la huella estrecha e irregular que atravesaba Bodmin Moor no era precisamente un camino de diligencias. Era un camino viejo conocido como Tinners Way, que se empleaba para transportar estaño y arcilla desde las minas de Fowey a través de Bodmin, atravesando el páramo en dirección al sur de Inglaterra. A ambos lados, hasta el horizonte, se extendía un territorio oscuro y lluvioso, con árboles esqueléticos doblados por la fuerza del viento y enredadas matas de retama y aulaga que se aferraban a la tierra de turba. El cochero imprimía a sus caballos un trote cómodo y el camino trepaba abruptas lomas y se sumía otra vez en el llano páramo. Las ruedas de hierro batían la tierra mojada convirtiéndola en un mar de cieno y, cada tanto, la calesa daba una sacudida hasta casi detenerse mientras las ruedas zafaban del lodo.
Cada vez que esto sucedía, el cochero maldecía y descargaba su látigo sobre los caballos, echando ansiosas miradas en derredor, con su trabuco sobre las rodillas. Gabriel y Julian cabalgaban uno a cada lado del coche, con sus mosquetes atravesados en los pomos de sus monturas, pistolas a la cintura, bajas las alas de los sombreros, y los cuellos vueltos hacia arriba para poder enfrentar la lluvia punzante que el viento arremolinaba.
Viajaban en torvo silencio, siempre vigilantes, hasta que, por fin, llegaron al final del páramo después de cinco tensas horas sin haber divisado ni la sombra de posibles asaltantes de caminos ni a otros viajeros, en ese crudo día de comienzos del verano.
Fatigados, los caballos bajaban al trote la abrupta cuesta de la colina hacia el centro de Bodmin. Tamsyn saltó del coche con un suspiro de alivio cuando se detuvieron en el patio de la posada. El movimiento le había provocado náuseas y sentía una ominosa tensión en las sienes. Echó una mirada alrededor, a través de la continua llovizna, observando la ciudad que era un conjunto de tejados de pizarra gris y piedra igualmente gris trepando la ladera.
El coronel desmontó y se acercó a ella. Con ojos penetrantes, observó su rostro y notó la palidez que se distinguía debajo del bronceado y las sombras bajo los ojos almendrados.
—¿Cansada?
—No mucho. Tengo la sensación de que voy a vomitar. Es por culpa de ese coche: no tolero viajar de ese modo.
—Era necesario.
Ella se alzó de hombros.
—Yo no he visto a ninguno de sus salteadores de caminos, coronel.
—Era una precaución necesaria —respondió él con indiferencia—. Entra en la posada y reserva un salón privado y una comida para nosotros. Yo me ocuparé de los caballos de refresco.
—Sí, milord coronel —dijo ella, tocándose la frente con aire burlón.
—Debes aprender a hacer una reverencia, ranúnculo —dijo él, con la misma despreocupación que antes—. El saludo que has hecho sólo lo hacen los mozos, los palafreneros y los peones de granja. Las doncellas hacen reverencias.
—Yo no soy una doncella.
—No —acordó él—. No lo eres, en ningún sentido de la palabra.
Él dio media vuelta, sin hacer caso del brillo amenazador de los ojos de la muchacha.
Irritada, Tamsyn se mordió el labio y se quedó mirando cómo él se alejaba, para luego entrar en la reconfortante tibieza y la luz de lámpara del interior de la posada.
El posadero no intentó disimular su estupefacción ante los recién llegados. La rotunda dama española envuelta en sus chales y mantillas que soltó una retahíla de lamentos incomprensibles a los que respondió un hombrón grande como un roble que cargaba una maciza espada escocesa metida dentro de una faja escarlata en la cintura. La pequeña acompañante que, para su alivio, hablaba un correcto inglés y que hacía un ordinario pedido de un salón y un refrigerio. Sin embargo, ella también tenía algo de exótico. El sujeto no sabía si se debía a su pelo corto, al modo en que caminaba, con paso decidido y llano, tan diferente al modo de caminar de las mujeres. Su traje de montar parecía convencional, pero había algo en el modo en que lo llevaba que se salía de lo común aunque, por su vida, él no hubiese podido discernir de qué se trataba.
A continuación, entró lord St. Simon en la posada y el patrón dio por terminadas todas sus especulaciones. Corrió a saludar a uno de los mayores propietarios del condado, haciendo reverencias y dándole una efusiva bienvenida.
Julian se quitó los guantes y respondió al saludo del posadero con paciente cortesía.
—Condúzcanos a la sala, Sawyer —interrumpió, al fin—. El cruce del páramo ha sido algo infernal, y estamos hambrientos.
—Sí, por supuesto, milord —el posadero abrió la marcha—. Y haré traer de inmediato una botella de borgoña. Tengo un Aloxe Corton de la última cosecha de los Gentleman. ¿Las damas... —vaciló-... querrán un poco de té, tal vez?
—Yo beberé un pichel de ron —afirmó Gabriel, antes de que Julian pudiese responder—. Y las mujeres también. Tengo en el garguero un agujero del tamaño de una bala de cañón. ¿Y tú, niña?
—Té —respondió Tamsyn—. Y tal vez beba un vaso del vino del coronel, si él no tiene inconvenientes —Sonrió con dulzura al confuso posadero, que ya abría la puerta franqueando la entrada a una alegre sala que daba a la calle—. Puede que así se me asiente el estómago. Me siento descompuesta. Qué camino tan malo el que cruza su páramo olvidado de Dios.
El posadero se quedó boquiabierto y su mirada escandalizada se dirigió a lord St. Simon, quien dijo con brusquedad:
—Somos un grupo recio, Sawyer. Tráiganos una fuente con pasteles para acompañar la bebida.
—Sí, milord, de inmediato.
El patrón hizo una reverencia mientras salía de la sala; sus ojos estaban redondos como platos entre los pliegues rosados de su cara.
—Felicitaciones, Tamsyn. No cabe duda de que has logrado que Sawyer se mueva —comentó Julian con mueca irónica—. Si querías destacarte y dar pábulo a una oleada de rumores, has tenido un éxito que supera el más alocado de tus sueños.
—Deduzco que las damas inglesas no dicen cosas semejantes —admitió Tamsyn, arrepentida.
—En general, no —convino Julian, al tiempo que arrojaba sus guantes sobre un banco de madera junto al fuego y se quitaba la capa—. Pero, como solía decir mi madre, no se puede hacer un bolso de seda con una oreja de puerco.
—¡Oh! —exclamó Tamsyn, ahora más indignada que arrepentida—. Yo no soy una oreja de puerco.
Gabriel, que se calentaba la espalda ante el fuego, asistía a esa discusión con expresión de moderado interés. Ya hacía mucho que había llegado a la conclusión de que no era necesario saltar a la defensa de la pequeña en relación a la lengua frecuentemente aguzada del coronel. Además, comprendía el punto de vista de éste. Si él no estaba ligado en cuerpo y alma a la familia de El Barón, tenía legítimo derecho a presentar objeciones cuando se quería obligarlo a formar parte de esta aventura.
—También estás muy lejos de ser un bolso de seda —replicó Julian con frialdad.
—Bueno; ésa es tu tarea, ¿no? —replicó ella.
El asintió:
—Mi tarea consiste en intentarlo. No olvides que jamás di garantías de éxito.
En ese instante llegó el paradero; Tamsyn se ahorró la réplica. Retrocedió hasta el asiento de la ventana, se sentó y se puso a mirar a través del cristal empañado de la ventana, observando a las personas que circulaban por la estrecha calle, más abajo. Daba la impresión de que la.lluvia no les afectaba; dedujo que uno terminaría por acostumbrarse a ella ya que ésta parecía formar parte de la vida.
Aún estaba mirando cuando un jinete se detuvo ante la puerta del frente de la posada, un hombre corpulento envuelto en una pesada capa. Sin duda, en la posada lo conocían bien, porque dos lacayos de librea salieron a la lluvia para sujetar su caballo antes aún de que él tuviera tiempo de desmontar. Por un instante, el sujeto permaneció bajo la lluvia mirando a uno y otro lado de la calle y Tamsyn sintió un extraño cosquilleo en la nuca. Del hombre emanaba un aura inconfundible de poder y autoridad. Se volvió y entró en la posada quitándose el chorreante sombrero y revelando durante un instante una abundante melena de color acero; luego desapareció de la vista.
El extraño cosquilleo aumentó, y Tamsyn supuso que sería de frío. Se volvió instintivamente hacia la acogedora habitación y dio la espalda al día húmedo y oscuro que se veía fuera. El señor Sawyer descorchó la botella de vino mientras una criada se apresuraba a preparar la mesa redonda que había ante el fuego. Gabriel metió la nariz en su pichel de ron exhalando un gruñido de satisfacción. Si bien no era tan bueno como el grog que se había acostumbrado a beber en la Isabelle, le calentaba el estómago y eso era bueno para un hombre. Echó un vistazo a Josefa, que estaba sentada en el banco de madera y rodeaba con sus manos su propio jarro. Parecía un poco más contenta, ahora que ya no se veía obligada a andar bajo la lluvia; su mirada se posaba, ansiosa, sobre la fuente de dorados pasteles cornualleses que se mantenían calientes sobre una repisa frente al fuego.
En líneas generales, fue una comida silenciosa. El único intento de Tamsyn de iniciar una conversación no logró más que un monosílabo por respuesta; entonces, ella se sumió en sus propios pensamientos. Tenía que encontrar el modo de suavizar la irritación del coronel, que había aumentado al pisar suelo inglés como si a la larga se hubiera convencido de que no tenía modo de escapar de una situación que detestaba. Pero él no tenía por qué detestarla. Seguramente, ella podría encontrar la forma de que fuera grata para él. Posó su mirada en él, que estaba al otro lado de la mesa. La luz del fuego titilaba sobre sus facciones fuertes pero no hacía nada por suavizar la dura expresión de su boca y la tensión de su mandíbula. Evocó cómo era él cuando reía con auténtico humor y no con esa sonrisa sardónica que era lo único que le mostraba últimamente. Recordó su asombrosa ternura cuando la había cuidado en la Isabelle; allí tenía que haber algo que ella podía aprovechar.
—Si habeis terminado, me gustaría ponerme en camino otra vez —la voz del coronel, dura y abrupta, rompió el silencio; Tamsyn se sobresaltó, preguntándose si él habría notado que ella lo observaba—. Ordenaré que enganchen los caballos —movió su silla hacia atrás y se puso de pie—. Bajad en cuanto estéis listos.
Al salir, cerró de un portazo, todos oyeron resonar sus botas sobre los peldaños con la energía que caracterizaba sus movimientos. Gabriel y Josefa lo siguieron, mientras que Tamsyn fue en busca del excusado. Cinco minutos después, mientras ella bajaba la escalera, oyó la voz de Julian que llegaba desde abajo.
Tamsyn se detuvo en mitad del descenso y presto oídos. Captó en la voz de él una veta que no había oído antes. Una helada cortesía que le hizo pensar en la helada tundra. Bajó otro escalón y advirtió que estaba andando de puntillas, casi reteniendo el aliento aunque no sabía por qué. Se detuvo otra vez en el rellano, desde donde tenía una clara visión del vestíbulo de abajo. Era una habitación oscura, decorada con paneles de madera y alumbrada por una única lámpara de aceite que colgaba de una viga del techo.
Julian estaba hablando con el individuo que ella había visto desde la ventana. Sin su capa, parecía más macizo aún. Su vientre tensaba el chaleco, sus muslos, los pantalones de piel de cuero blando, sus hombros abultaban su chaqueta de montar. Sin embargo, no daba la impresión de ser un hombre grueso sino una masa corpulenta que rezumaba poder. Hasta el mismo St. Simon parecía disminuido junto a él, y Julian no era ningún peso ligero. Pero era esbelto y musculoso y no le sobraba un gramo de carne...
La muchacha reprimió las imágenes que había evocado esa observación y se inclinó hacia delante para captar lo que decían. Entonces, el hombre de pelo gris levantó la mirada y la vio.
Sus ojos negros se empequeñecieron hasta convertirse en puntas de alfiler y Tamsyn volvió a sentir ese extraño escozor en la nuca. Permaneció inmóvil como una mosca atrapada en una tela de una araña, mientras la araña la miraba fijamente.
Cedric Penhallan vio a Celia en la penumbra de la escalera. Cabello platinado, grandes ojos oscuros, la boca sensual y llena, labios entreabiertos, cuerpo esbelto y gracioso. Pero Celia había muerto. Hacía veinte años que Celia había muerto.
Julian se volvió hacia la escalera y sus ojos siguieron involuntariamente la mirada extática de Cedric. Tamsyn estaba en el rellano de la escalera, con una mano sobre la baranda y la otra levantando su falda y un pie en el aire como para continuar el descenso. El aire pareció restallar y Julian tuvo la absurda fantasía de que entre Tamsyn y el hombre con quien hablaba había habido un relámpago.
Por supuesto que eso era absurdo. Tamsyn, con su pelo corto y aire exótico, era una persona poco común en ese rincón apartado en medio del campo, y eso había despertado el interés de lord Penhallan. Julian decidió que no era necesario hacer las presentaciones.
—A servidor, Penhallan —dijo, haciendo una fría reverencia para luego girar hacia la puerta abierta que daba al patio.
—St. Simon —con esfuerzo, Cedric apartó su mirada de la aparición que había visto en la escalera. Su rostro había perdido parte de su rubicundez—. Yo diría que nos encontraremos otra vez si es que piensa quedarse un tiempo en Tregarthan.
—Yo también diría lo mismo —dijo Julian en el mismo tono helado. Hizo una pausa y luego agregó, en voz baja, por encima del hombro—: Mantenga a sus sobrinos lejos de mis tierras, Penhallan. Si llegan a poner un pie, no respondo de las consecuencias.
Y se marchó sin aguardar respuesta.
En realidad, Cedric casi no lo había oído. Su mirada había vuelto a la figura de la escalera. Entonces, ella se movió, avanzó saltando ligeramente hacia el vestíbulo, ignorando los dos últimos peldaños. Pasó junto a el y salió al patio tras St. Simon.
Cedric fue hacia la puerta. Vio cómo St. Simon la sentaba sobre un magnífico potro árabe de un blanco cremoso, después se volvió y regresó a la posada.
Celia había regresado a Cornwall. O el fantasma de Celia.
Tamsyn dio vuelta la cabeza para mirar hacia la posada mientras salían del patio. No había señales de su tío pero su sangre se agitó. Cedric Penhallan aún estaba vivo, y las líneas de la batalla estaban trazadas.