CAPÍTULO 20
Michael entró en su vestidor cuando acababan de dar las doce de la noche. Cerró la puerta por la que había entrado y la que comunicaba con el vestidor de su esposa.
Abrió el candado del cofre reforzado con herrajes y sacó el libro encuadernado de púrpura, en llamativo contraste con las sombrías encuadernaciones de los diarios cotidianos. Hizo girar el volumen en sus manos, pasando el dedo sobre las letras doradas en el dorso. El apotecario del diablo. Un libro sumamente útil. Si los accidentes fallaban, aquí podía encontrar algo para causar a su mujer una grave indisposición. Suficiente para poder alejarla de Versalles. Siempre era mejor hacer las cosas uno mismo, pensó. Estaba clara la futilidad de confiar en torpes idiotas para llevar a cabo incluso las instrucciones más sencillas.
Lo último que quería era una enfermedad que recordara a la de Elvira. Mejor algo como una intoxicación alimentaria, quizá. Que no fuera fatal, sólo claramente desagradable. Aunque tampoco debería ser algo que pudiera poner en peligro un posible embarazo.
Cerró el libro de golpe, volvió a guardarlo en el cofre y cerró el candado con llave. Luego abrió la puerta que daba al salón y llamó a su ayuda de cámara. El vestidor de su esposa estaba en silencio. Había insistido en que la escoltaran hasta el apartamento en cuanto la familia real había abandonado el concierto de la velada, por lo que sabía que ahora ya estaría acostada, tras ser asistida por las manos inexpertas de Elsie. Acostada y esperándole, sabedora de que le había ofendido horas antes. Sabedora de lo que le esperaba. Notó el despertar de sus entrañas.
—¡Coñac! —exigió chasqueando los dedos en cuanto apareció su ayuda de cámara.
Tomó un prolongado trago y la fuerte bebida alcohólica lo tranquilizó. Una vez alejara a Cordelia de Versalles, todo lo demás sería fácil. Tenía que separarla de todos sus amigos, todos los que la conocían de antes. Y sobre todo de la delfina. Podría censurar su correspondencia con la mayor facilidad, y cuando estuviera completamente aislada, podría hacer con ella lo que quisiera.
Torció el gesto de repente. Quizá Leo Beaumont presentara cierta dificultad. Podría hacer preguntas indiscretas si Cordelia quedaba súbitamente incomunicada. Pero ya se encargaría de Leo. En realidad, al vizconde sólo le interesaban las niñas. Michael le haría un par de concesiones en cuanto a ellas, para distraerle, y se aseguraría de que sólo viera a Cordelia en su compañía. Leo era un hombre crédulo; podría manejarlo.
Cordelia, acostada con los ojos muy abiertos y despiertos, oyó la campanilla de Michael y tuvo la sensación de que su piel se encogía sobre sus huesos. Estaría con su ayuda de cámara unos quince minutos, quizá veinte, y luego vendría hacia ella. Su mano temblaba ligeramente al abotonar el alto cuello de su camisón, en un gesto protector. Un gesto inútil, lo sabía, pero involuntario.
Cuando había visto a Matilde, la tarde anterior, su niñera le había dicho que el somnífero tardaría media hora, quizá tres cuartos de hora, en surtir efecto. Michael era un hombre corpulento.
Aunque media hora era más que suficiente para castigarla, se lamentó Cordelia. Pero si no podía evitarlo, tendría que soportarlo. Sólo podría asaltarla una vez esta noche, y si ella se concentraba en este hecho, podría soportarlo. No podía ser peor de lo que ya había sufrido.
Sin embargo, los temblores de su vientre se intensificaron mientras oía a su marido y su ayuda de cámara moviéndose en la habitación contigua. Las palmas de sus manos resbalaban de sudor, el corazón le latía con fuerza. Pero cuando la puerta de su alcoba se abrió y la corpulenta silueta de su marido se recortó por un momento en el umbral, iluminada por el rayo de luz de la otra habitación, se sintió invadida por una gran calma. Cerró los dedos alrededor del frasquito y lo destapó suavemente con el índice y el pulgar.
Michael entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Cordelia se deslizó de la cama y se quedó de pie junto a ella con una sonrisa temerosa temblándole en los labios, en cuanto atravesó el cuarto con la copa de coñac en la mano.
—Bienvenido, marido mío.
Michael pareció sorprendido. Era un hombre de costumbres fijas y Cordelia debería estar esperándole en la cama. Luego, esbozó una retorcida sonrisa. Esta demostración de temor y arrepentimiento debía ser una súplica de clemencia. Una súplica condenada al fracaso, por supuesto, pero no por ello menos gratificante.
Se le acercó y bajó la cabeza para mirarla. Ella apartó la vista ante la fría y despiadada crueldad de su mirada. Le atravesó un estremecimiento y el silencio de la habitación se extendió hasta el infinito, mientras él observaba el creciente terror que la atenazaba. Dejó la copa en la mesilla de noche y la agarró por el cabello a ambos lados de la cabeza, enroscando dolorosamente sus bucles en sus dedos, aplastando su boca bajo la suya en una asfixiante y agresiva parodia de un beso.
Pero de momento, sólo le agarraba del pelo. Cordelia luchó para mantener la cabeza despejada mientras el calor y el olor almizclado del hombre la envolvían. Su mano se movió a un lado, avanzando a ciegas. Había registrado y guardado en su mente la posición de la copa en la mesa. Sus dedos localizaron el borde de la copa. Creyó verter tres gotas, pero no podía estar segura de cuántas habían caído. Matilde le había dicho que la poción era insípida e inodora, pero eso era con tres gotas. Si añadía demasiado, quizá él se diera cuenta. Pero no podía arriesgarse a administrarle menos de lo necesario. Sus dedos taparon a tientas el frasquito y enseguida volvió a bajar la mano con el frasco bien escondido entre los pliegues del camisón, mientras le daba por fin lo que él deseaba: resistencia. Se debatió por respirar, para librar su cabellera de los feroces tirones que le daba.
Cuando él levantó de repente la cabeza, la volteó y la lanzó boca abajo sobre la cama, ella aguantó la respiración. Michael le plantó la rodilla en la parte baja de la espalda, sujetándola, mientras vaciaba el contenido de su copa de un solo trago. La mano con el frasquito estaba atrapada bajo su cuerpo. Cuando él le arremangó el camisón de un manotazo y la penetró, ella cerró los ojos con fuerza y mordió un pliegue del cubrecama para acallar los gritos de dolor y mortificación. Pronto habría terminado...
Media hora más tarde, Cordelia yacía escuchando la respiración de su marido. La corpulencia del hombre hundía el colchón a su lado, de manera que tenía que aguantarse para no rodar hacia la profunda depresión y contra su cuerpo. Juraría que su respiración había cambiado. Antes había sido más ligera, y ahora era más profunda, estertórea. Notaba cierto cambio en su cuerpo, ahora más pesado, más inerte. Cautelosamente, le tocó. La piel estaba pegajosa. No se movió. Cordelia echó a un lado los cortinajes de la cama, que quedó iluminada con la luz de la luna que entraba por la ventana. Pero tampoco entonces el hombre se movió. Ella se apoyó en un codo y se inclinó sobre el durmiente, examinando su cara. Era una máscara, sin un parpadeo, sin un temblor. Le tocó la boca. Ninguna reacción.
Con el corazón en la boca, se deslizó de la cama. Él siguió inerte. Introdujo la mano con cuidado bajo el colchón de su lado de la cama, buscando a ciegas la llave del cofre. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía increíble que no rompiera el sueño de Michael. Pero Matilde había hecho bien su trabajo. Con la pequeña llave en la mano, Cordelia se bajó de la cama sin perder de vista la forma yacente en el colchón. De repente, Michael rodó de lado y hundió la cara en las almohadas. Cordelia sintió náuseas.
Sus ronquidos volvieron a hacerse más profundos, reverberando por toda la habitación. Ella permaneció inmóvil junto a la cama, dando vueltas a la llave en su mano y mirando a Michael con la cara todavía hundida en la almohada. Incluso ahogados, sus ronquidos resonaban en la habitación. No se despertaría hasta dentro de unas horas.
Si quería hacerlo, tenía que ser ahora. Cordelia corrió al otro lado de la estancia, atravesó su vestidor y entró en el de Michael. Cerró la puerta y encendió la lámpara, reduciendo la mecha al máximo, antes de caer de rodillas junto al cofre. La llave entró en el candado con aceitosa facilidad, luego hizo girar la llave y oyó el ruidito seco del candado al abrirse. Levantó la tapa. El contenido del cofre aparecía exactamente igual que la última vez, con el libro de venenos encima de la serie de diarios.
Su mano encontró enseguida el diario de 1764, el año anterior a la muerte de Elvira. Con dedos temblorosos, lo abrió por la primera página.
El libro cayó al suelo con un fuerte golpe; de su habitación surgía un rugido, un aullido de animal herido. Lo sabía. Sabía que había profanado su cofre. Pero ¿cómo podía saberlo?
¡Dios mío! Esperó, paralizada, que irrumpiera en la habitación para encararse con ella. La mataría. Otro bramido le estalló en el oído, pero Michael no vino.
Lentamente, consiguió moverse. Consiguió levantarse, aunque le temblaran tanto las piernas que apenas podían sostenerla mientras se dirigía hacia su dormitorio, abría la puerta y miraba por la rendija con un terror tan profundo que por un momento temió que se le parara el corazón.
Michael estaba sentado en la cama, con el torso desnudo, su batín abierto y caído a ambos lados. Tenía los ojos abiertos de par en par. Miraban fijamente a la puerta, parecían querer atravesar a Cordelia con los puntos oscuros de sus pupilas. Cordelia temblaba, le castañeteaban los dientes, las náuseas se apoderaban de su vientre mientras esperaba que Michael hiciera algo. Pero sólo estaba allí sentado, mirando. Y lenta, muy lentamente, ella cayó en la cuenta de que no la veía. Sus ojos estaban abiertos, pero no podía verla. No estaba despierto, estaba sumido en una horrenda pesadilla.
Su alivio fue tal que casi cayó redonda al suelo. Obviamente, la poción de Matilde no se limitaba a ser un somnífero. También debía soliviantar los demonios del alma del durmiente. Y Matilde había elegido precisamente esta clase de bebedizo para esta clase de hombre.
Cordelia volvió a estremecerse. Matilde tenía muchos poderes y un instinto extraordinario para encontrar el castigo adecuado.
Regresó al vestidor de Michael, recogió el diario del suelo y se sentó en la alfombra, apoyada contra el cofre abierto para leerlo. El tictac del reloj, el crujido de las páginas eran los únicos sonidos en la habitación. Lentamente, y cada vez más horrorizada, leyó la relación de los acontecimientos de 1764.
La documentación de su marido era meticulosa. En febrero de 1764 había empezado a sospechar que Elvira le era infiel. Había apuntado el más nimio detalle, cada sospecha, cada momento de convicción. Sus esfuerzos nocturnos por dominar a su esposa estaban descritos con el mismo nauseabundo detallismo que Cordelia recordaba haber leído en la descripción de su propio tormento. Elvira había sufrido, pero según las entradas del diario de Michael, se había vengado tomando un amante.
Los argumentos de la acusación habían ido acumulándose, poco a poco, día a día. La lectura del diario era una horripilante excursión en la mente de un hombre obsesionado hasta la demencia por la convicción de que su mujer le estaba dejando en ridículo como marido engañado. Y sin embargo, Cordelia no encontraba ninguna prueba realmente incontrovertible. ¿Lo había visto Michael... o se lo había inventado en el paroxismo de los celos?
Cordelia había olvidado la hora, el lugar, y cualquier sensación de peligro. Devolvió el volumen de 1764 a su sitio y extrajo el del año siguiente. Y leyó las circunstancias de la muerte de Elvira. La incredulidad y luego el horror se filtraron, fríos y terribles, hasta el tuétano de sus huesos. Michael había registrado cada etapa de la decadencia de Elvira, los vómitos, la debilidad, la pérdida de su hermosa cabellera, la vista enturbiada, los horribles dolores que atenazaban su cuerpo, tan terribles que ni el efecto del láudano conseguían calmar. La descripción de los síntomas era tan fría y carente de emoción como la descripción de lo que los había causado: el veneno y su administración constante.
Estaba registrada cada dosis que Michael había dado a su esposa. Tres veces al día, hasta una hora antes de su muerte. Su fallecimiento constaba con una sencilla frase: A las 6.30 de esta tarde, Elvira ha pagado por su infidelidad.
Cordelia cerró el libro y se quedó mirando, sin verla, la chimenea vacía. La mecha de la lámpara parpadeó ligeramente, casi agotado el aceite. Devolvió el diario a su lugar y sacó el libro de venenos. Lo hojeó con creciente repulsión, buscando y a la vez temiendo encontrar una descripción del veneno que había matado a Elvira. Pero la repugnancia pudo más que ella. Cerró el libro con otro estremecimiento de horror. Tenía la sensación de haberse mancillado las manos con su contacto. Se sentía completamente sucia tras ese viaje por la mente lúgubre y vengativa de un asesino.
Con un solo pensamiento en la conciencia, dejó el libro en su lugar, comprobó con frío pragmatismo que todo estuviera como antes y cerró el cofre con la llave. Las niñas y ella debían huir, salvarse de Michael. Por muchos peligros que corrieran en su huida, no podía compararse con el peligro que corrían a cada minuto que permanecieran bajo el techo del príncipe. Y todos los escrúpulos de Leo sobre el futuro que les esperaría se quedaban en nada si se comparaban con la perspectiva de carecer por completo de futuro.
Echó una ojeada alrededor antes de apagar la lámpara moribunda y salir del vestidor hacia su propio dormitorio. Michael estaba otra vez tumbado, de espaldas, pero por suerte con los ojos cerrados de nuevo. Cordelia volvió a esconder la llave bajo el colchón y cerró los cortinajes alrededor de la cama.
Ya amanecía. Leo y los miembros masculinos de la corte debían estar saliendo hacia el bosque para una cacería de jabalíes. Michael le había comunicado su deseo de reunirse con ellos, pero Cordelia no tenía la intención de despertarle. En parte, deseaba incluso haberle dado una dosis excesiva de la poción, una dosis que le impidiera volver a despertarse nunca más. Pero su sueño era demasiado ruidoso como para que estuviera en las puertas de la muerte.
Se envolvió en un salto de cama y se acurrucó en una butaca, esperando hasta una hora razonable para llamar a Elsie y al ayuda de cámara de Michael. Su cabeza estaba ahora tan fría y clara como el mármol, el mármol de una tablilla grabada con cada palabra que había leído. Y su problema era sencillo. ¿Cómo podría encararse con su marido cuando éste despertara? ¿Cómo podría actuar como si no supiera lo que ahora sabía? A la más mínima sospecha, la mataría también a ella.
Michael despertó con un sol resplandeciente. Sentía el cuerpo pesado y sudoroso, la cabeza abotargada como si hubiera bebido demasiado la noche anterior. Por un momento, no supo dónde estaba. Parpadeó ante la brillante luz y luego se dio cuenta de que estaba en la cama de su mujer. Debía haber pasado toda la noche con ella. Giró la cabeza. La almohada a su lado estaba vacía. Estaba solo en la cama.
Se sentó... demasiado rápido para su cabeza, que notaba hinchada, agredida, como si fuera una roca atacada por picos y palas. Los ojos le escocían, tenía la boca seca y con mal sabor. Había bebido bastante brandy antes de acostarse. Pero no más que de costumbre, eso seguro. Hundió la cabeza en las manos, intentando pensar.
—Te has despertado ya, Michael. —La voz de Cordelia le arrancó de sus desesperadas cavilaciones—. ¿Estás enfermo? Tienes muy mal aspecto. —Ni rastro de preocupación en su voz.
Alzó la cabeza dolorida. Cordelia, en un salto de cama claro, con la cabellera suelta, estaba al pie de la cama.
—¿Qué hora es?
—Más de las nueve. Has dormido mucho.
—¿Más de las nueve? —Nunca había dormido hasta tan tarde.
—Quizá estés enfermo. —Cordelia le miró con expresión impasible—. ¿Te habrás resfriado, quizá?
—No digas tonterías, mujer. No he estado enfermo ni un solo día de mi vida. —Lanzó las mantas a un lado y se levantó. Inmediatamente, la habitación empezó a darle vueltas con violencia y sus piernas se negaron a sostenerle. Se dejó caer al borde de la cama y pensó que quizá Cordelia tuviera razón. ¿Estaría enfermo?
—Llamaré a tu ayuda de cámara. —Cordelia tiró de la campanilla.
—¿Qué pasó? —preguntó Michael con la voz espesa—. ¿Anoche? ¿Qué pasó anoche? —Se sentía presa de cierta sensación de temor. Ignoraba cual podía ser la causa, pero tenía la sensación de que había ocurrido algo espantoso, dejándole envuelto en pegajosas y frías hebras de aprensión.
—Nada fuera de lo normal —Cordelia se acercó a la cama—. Excepto que te dormiste luego. —No conseguía eliminar el desprecio de su voz, pero de alguna manera, sabía que en aquellos momentos su insolencia quedaría impune. Michael estaba demasiado preocupado con sus propias dolencias para detectar el tono de su voz.
Sacudió lentamente la cabeza. Algo andaba mal. Pero que muy mal. Su ayuda de cámara llamó a la puerta y entró.
—¿Os sucede algo, milord? Debíais salir de caza esta mañana, pero no me habéis llamado.
La cacería. ¿Cómo demonios había podido dormirse de esta forma? ¿Perderse una cacería real? No le había pasado nada parecido en toda su vida.
—Dame tu brazo —ordenó con dureza. Se levantó, apoyado en el robusto brazo de su ayuda de cámara, con los rasgos de la cara marcados por la sombría determinación de superar esta insultante debilidad—. Tomaré un ponche de leche caliente y un plato de filete. Luego tráeme las sanguijuelas para sangrarme. —Se envolvió en su batín. Echó una ojeada de desconcertada frustración a su mujer y salió tambaleándose de la habitación de Cordelia, apoyado en su criado.
Cordelia sonrió tristemente. Tenía que preguntarle a Matilde cuánto duraría la debilidad de Michael. Si se veía obligado a permanecer en cama durante cierto tiempo, todo sería mucho más fácil.
Cuando llamó a Elsie, el reloj en la repisa de la chimenea dio las nueve y media. Los hombres regresarían de la caza de jabalíes hacia las diez. Cuatro horas de aquel deporte brutal eran suficientes incluso para el rey, que se desvivía por salir a cazar.
—Prepárame el traje gris, Elsie —ordenó a la apresurada muchacha, que entró en la habitación con su apariencia habitual de haber corrido una maratón. El rubor de sus mejillas era color escarlata, y la cofia no conseguía retener del todo el pelo encrespado. Hizo una reverencia y sonrió nerviosa mientras depositaba el desayuno de Cordelia en la mesa.
—¿Se trata quizá del traje con la combinación de color rosado, milady?
—Sí, el que cosiste ayer —dijo Cordelia pacientemente, mojando su bollo en el cuenco ancho y poco profundo de café.
—Y os lo pondréis con los zapatos azules de seda —anunció Elsie con tono triunfal.
Cordelia no pudo evitar una sonrisa.
—Exactamente.
Radiante de satisfacción, Elsie vertió el aguamanil de agua caliente en el lavamanos y se apresuró a ayudar a su señora a quitarse el camisón, preguntando con aires de importancia
—¿Cómo queréis peinaros hoy, milady? ¿Queréis que caliente las tenacillas?
Cordelia negó rápidamente con la cabeza. La última tentativa de Elsie con las tenacillas se había saldado con algunos rizos chamuscados.
—Lo llevaré suelto, con una cinta.
A las diez en punto entró en el salón, donde monsieur Brion estaba disponiendo los últimos periódicos encima de una consola.
—¿Cómo se encuentra el príncipe? —preguntó con naturalidad, echando una ojeada a su reflejo en el espejo situado encima de la chimenea.
—He llamado al doctor, milady. Permanece acostado, según tengo entendido —replicó impertérrito Brion.
—Si preguntara por mí, quizá puedas informarle de que me ha llamado la delfina. Quiere que lleve a las niñas ante su presencia a última hora de esta mañana.
—A vuestras órdenes, madame. —Se inclinó. Cordelia sonrió. Ambos inclinaron levemente la cabeza y el mayordomo abrió la puerta para su señora.
Cordelia bajó por las escaleras principales con toda la velocidad que le permitían sus altos tacones y su ancho miriñaque, y salió al jardín. Recorrió los caminos de gravilla y entró en el patio de los establos por una puerta lateral. Era aquí adonde regresarían los participantes en la cacería.
Al cabo de cinco minutos, los cascos de los primeros cazadores, encabezados por el rey, chacolotearon en el patio empedrado. Iban cubiertos de barro y de sangre. Sangre que ensuciaba sus pantalones y sus guantes, incluso manchaba sus caras, Los mozos de cuadra que les acompañaban llevaban las armas, los cuchillos y las lanzas que habían utilizado en el último y fiero encuentro con el jabalí. Una lucha a muerte y cuerpo a cuerpo con el animal enfurecido acorralado por perros y hombres, todos sedientos de su sangre.
Las mujeres no participaban en la caza de jabalíes, que se consideraba demasiado peligrosa, demasiado sangrienta. La cantidad de bajas mortales, entre perros y caballos, era a menudo escalofriante, y más de un cazador había quedado inválido por el desgarro de un colmillo.
La mañana había sido claramente satisfactoria. Un grupo de porteadores llevaba un enorme jabalí colgando de dos pértigas, y la sangre de su garganta abierta regaba el suelo. A su alrededor, los perros cojeaban y babeaban esperando su parte de la presa. El olor de la sangre lo inundaba todo, e incluso Cordelia, que había cazado con jauría desde que aprendió a andar, se sintió asqueada.
Leo regresó con el segundo grupo. También él estaba bañado de sangre, y sus botas de cuero estaban cubiertas de barro. Seguramente, había sido uno de los cazadores que habían acosado a la bestia, cara a cara, mirándola a los ojos. No la sorprendía. Lo que sí la sorprendía de ella misma era su deseo de que Leo dejara para otros este tipo de arriesgada y temeraria hazaña, y permaneciera a salvo montado en su caballo.
—Princesa von Sachsen —Se giró rápidamente al oír la inconfundible llamada del rey, y le hizo una profunda reverencia. El soberano le dedicaba una radiante sonrisa desde lo alto de su caballo—. Qué fantástica mañana hemos tenido. Pero esperábamos a vuestro marido. —Alzó una ceja en señal de interrogación.
Cordelia abandonó su reverencial postura con la gracia de un cisne.
—Mi marido se encuentra indispuesto, majestad. Os manda su más profundo pesar.
El rey frunció el ceño.
—¿Indispuesto? Nada grave, espero.
—No, por supuesto que no, señor —respondió presta. En presencia del rey, la indisposición no estaba bien vista, la muerte estaba prohibida. Una regla absoluta establecía que jamás permaneciera una persona fallecida bajo el mismo techo que albergaba al monarca, y si alguien tenía el mal gusto de morir durante la noche, su cadáver se quitaba de en medio con indecorosa urgencia antes de que su fallecimiento llegara a oídas del rey.
—En este caso, espero verle esta noche —declaró el rey, aceptando la mano de un secretario privado para desmontar de su caballo.
Cordelia hizo una reverencia y se escabulló de la atención del monarca. Leo estaba a un lado, respetuosamente descubierto ante la presencia del rey, golpeando la palma de su mano con el látigo.
—¿Qué le sucede a Michael? —preguntó en voz baja cuando ella llegó a su lado.
—La poción de Matilde. Pero tengo que hablar contigo enseguida. Es terriblemente urgente, Leo. —Intentó mantener la mirada fija en algún punto distante al otro lado del patio, intentó filtrar el pánico de su voz, intentó parecer tranquila y despreocupada.
Pero Leo no se llamó a engaño, el corazón se le contrajo en un nudo de aprensión. No era propio de Cordelia dejarse llevar por el pánico. Miró a su alrededor y dijo:
—Dirígete hacia el laberinto de laurel; iré a encontrarme contigo.
—Pero pronto, Leo. Tienes que venir enseguida. —Cordelia se marchó presurosa, dejándole sumido en la ansiedad. Bajó la vista hacia sus manos ensangrentadas, su traje desgarrado y sangriento. Las salpicaduras de barro se le habían secado y endurecido en la cara. Tenía que cambiarse. Llamaría demasiado la atención si aparecía en los jardines en semejante estado.
Cordelia esperó media hora en la entrada del laberinto de laurel. Estaba situado en una zona apartada y no cultivada del parque, en una verde loma desde la que se divisaban buenas vistas de los parterres y fuentes de los jardines formales a sus pies. Podrían ver a cualquiera que se acercara mientras permanecían ocultos en el laberinto.
Pero ¿dónde estaba Leo? ¿Y cómo iba a contarle lo que acababa de descubrir? ¿Cómo iba a decirle que su adorada hermana gemela había sido asesinada? ¿Cómo podría soportar esta noticia, soportar la idea de que no había hecho nada para ayudarla?
Cordelia le vio subir la loma para ir en su encuentro. Iba vestido de satén color marfil y el forro de su chaqueta era de color azul eléctrico. Llevaba la cabeza, descubierta, sin peluca, y no se había empolvado el pelo. Y a pesar del horrendo asunto que les había traído aquí, una corriente de deseo sacudió sus entrañas, le tensó los dedos de los pies. Era tan apuesto. Y la quería. Retrocedió para ocultarse en el laberinto, fuera de la vista de cualquiera que alzara casualmente la vista desde los jardines. Estaba demasiado lejos para que la identificaran al momento, pero había que evitar cualquier riesgo, por pequeño que fuera.
Leo alcanzó el punto más alto de la loma y miró a su alrededor, protegiéndose los ojos del sol con una mano, como si estuviera haciendo un balance de su entorno. Luego, entró sin prisas en el laberinto.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja. Su cara estaba pálida y sus ojos fijos, su voz acompasada.
Cordelia se retorció las manos, como si hiciera nudos imposibles. Por mucho que lo hubiera intentado, no había sido capaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Michael envenenó a Elvira —le espetó finalmente—. Lo siento, no quería decírtelo así.
La cara de Leo era una máscara terrible, sus ojos eran cavernas oscuras, y las superficies y contornos de su cráneo se veían recortados de repente en duro relieve.
—¿Qué has dicho?
Cordelia se humedeció los labios. Buscó sus manos, pero él las apartó de golpe, con un rechazo impaciente que le dolió, por mucho que lo comprendiera.
—Anoche leí los diarios de Michael. Es muy meticuloso con sus entradas diarias. Creo que guarda un volumen para cada año de su vida adulta. Leí lo que pasó con Elvira... —Se detuvo, tenía las manos extendidas con las palmas hacia arriba en un gesto de impotencia.
—Cuéntame —dijo con aspereza—todo lo que puedas recordar.
—Lo recuerdo todo —contestó ella con voz dolorida—. Tengo una de esas memorias que recuerdan todo lo que leo en una página. Es... es... es muy útil para estudiar. —Tragó saliva, consciente de cuan estúpidas sonaban sus atropelladas palabras.
—Vamos, cuenta. —Leo empezó a recorrer el estrecho pasillo de arriba para abajo, mientras ella recitaba palabra por palabra las páginas del diario de Michael. Y cuando ella calló por fin, siguió andando, y el profundo silencio pareció un negro abismo en el que ambos se sumían lentamente.
—¿Crees... crees que Elvira le había sido infiel? —Cordelia no pudo soportar el silencio un segundo más.
Los ojos ausentes de Leo volvieron de golpe a la vida.
—Es posible —cortó—. Pero ¿qué tiene eso que ver con el asesinato?
—Nada... nada, por supuesto. Lo siento.
—¡Veneno! —Espetó de repente—. El más vil de todos los instrumentos. ¡Un arma débil, cobarde, de mujeres!
Cordelia no se sintió con ánimos de defender a su sexo en aquellos momentos. No sabía qué hacer ni decir. Leo estaba totalmente inaccesible. Cada línea de su cuerpo la mantenía a distancia. Ella había sido la mensajera de tan funesta noticia y los mensajeros siempre sufrían. Pero se le rompía el corazón por él, y deseaba tocarle, ofrecerle consuelo, aunque sabía que nada en su poder tendría la fuerza suficiente para calmar su dolor y su ira. Ni siquiera el poder del amor.
—¡Vete! —Era una orden cortante, y ni siquiera la miró al dársela.
Cordelia se deslizó loma abajo, fundiéndose con las brillantes mariposas de la corte que paseaban bajo el sol, entre los surtidores.
Leo giró sobre sus talones, con los ojos ciegos de lágrimas, y se refugió en la fresca soledad del laberinto. Quería gritar su rabia y su dolor al cielo, pero en lugar de ello recorrió impaciente los estrechos callejones entre los altos setos de laureles, golpeándose la palma de una mano con la otra, en una inútil expresión de desesperación.
Se culpaba a sí mismo. Debería haberlo sabido. Durante toda su vida, su hermana gemela y él habían estado inextricablemente unidos. Habían comprendido lo que el otro pensaba antes de que lo hubiera formulado con palabras. Cuando eran pequeños, incluso estando separados, habían sabido a veces, misteriosamente, lo que el otro o la otra estaba haciendo o sintiendo. Cuando Elvira había contraído la escarlatina, Leo estaba en la escuela, pero la noche en que la fiebre alcanzó su punto álgido, el momento en que su hermana gemela había oscilado entre la vida y la muerte, se había despertado y se había encontrado contemplando un extraño paisaje interior. Un túnel oscuro, con una luz cálida y suave al fondo. Se había debatido, con dificultades para respirar, luchando para rechazar la invitación de aquella luz. Su cuerpo entero parecía estar en guerra, sacudido de un lado a otro por fuerzas opuestas, hasta que la luz se había desvanecido y él despertó completamente empapado en sudor, tan exhausto como si hubiera estado librando una encarnizada batalla durante muchas horas.
Había librado esta batalla contra la muerte, mano a mano con Elvira, a través de la distancia que los separaba. Pero cuando ella agonizaba, víctima de su marido, él se había dedicado a retozar en Roma, sin experimentar el más mínimo atisbo de malestar.
¿Cómo había podido abandonarla? ¿Cómo y cuándo había sucedido eso, cómo se había soltado y desintegrado el vínculo espiritual que les unía?
Las lágrimas corrían incontroladas por sus mejillas, mientras iba penetrando cada vez más en el laberinto. Lágrimas de culpabilidad y de un dolor indecible. Ambos habían sabido que se estaban separando, que las conexiones que les unían por ser gemelos iban dejando paso a la independencia de sus vidas separadas y adultas. Lo habían aceptado, lo habían reconocido. Pero ahora Leo volvió a sentir, por primera vez desde la muerte de Elvira, esta antigua conexión espiritual. Ahora sabía que realmente había perdido una parte de sí mismo, y sentía esta pérdida en su sangre, en sus huesos, en sus nervios.