CAPÍTULO 14

—¿Dónde está Matilde? —se sorprendió Cordelia cuando vio a la ruborizada muchacha en su dormitorio, que le dedicaba repetidas reverencias, con las mejillas cada vez más encendidas.

—No lo sé, milady. Monsieur Brion ha dicho que tenía que venir a atenderos. ¿Os ayudo con el traje? —Nerviosa, se acercó a la princesa, que seguía mirándola fijamente como si se tratara de algún miembro desconocido del reino animal.

Cordelia giró sobre sus talones y regresó al salón, iluminado tan sólo por dos velas en la repisa de la chimenea.

—¡Monsieur Brion! —llamó a voz en cuello. Y al no materializarse al momento, volvió a gritar. Andaba de un lado a otro, por la alfombra turca, de la ventana a la puerta, apretando tan fuerte las manos en el regazo que sus nudillos estaban blancos.

—Princesa, ¿me habéis llamado? —Brion apareció procedente de la cocina. Seguía vestido de librea, que no se quitaría hasta que el príncipe se hubiera acostado. Miró ansioso a la princesa.

—¿Dónde está Matilde? ¿Qué está haciendo esa muchacha en mi habitación? —le espetó las preguntas, tan llena de temor que su voz parecía más bien un estertor agudo y entrecortado, apenas parecida a su verdadera voz.

El mayordomo tironeó nervioso su mentón.

—El príncipe me ha ordenado que llamara a Elsie para que se ocupara de Su Alteza —explicó.

—¿Dónde está Matilde? —Dio un paso adelante, y él, involuntariamente, retrocedió.

—El príncipe ha dicho que madame Matilde había tenido que ir a algún lugar. —Brion se retorcía las manos disculpándose, mientras la furia pálida y con fuego en los ojos avanzaba hacia él.

—¿Dónde? ¿Adonde ha ido?

Pesaroso, negó con la cabeza.

—El príncipe no me lo ha dicho, milady.

—Pero Matilde, ella sí debe haber dicho algo. —No podía creer que Matilde desapareciera sin decir palabra.

—Yo no la he visto, milady. Estaba en vuestra alcoba la última vez que la he visto, luego el príncipe ha subido antes del banquete y ha hablado con ella. Ya no la he visto más.

Cordelia empezaba a sentirse como si el mundo se hubiera girado por completo del revés. No podía ser verdad, no podía estar sucediendo.

—¿Y sus pertenencias? ¿Se las ha llevado?

—No creo, madame. —Aliviado, vio que la princesa empezaba a calmarse. El brillo de la locura empezaba a morir en sus ojos, y su voz había recuperado su tono y volumen normal.

—¿Te han dicho que las mandaras a algún lugar?

Negó con la cabeza.

—Todavía no, madame.

Cordelia asintió lentamente.

—Muy bien. Gracias. —Se giró y regresó a su habitación, cerrando la puerta en silencio a sus espaldas.

Elsie seguía allí donde la había dejado, en medio de la habitación, con la mirada ansiosa fija en la puerta por la que su señora había desaparecido y por donde ahora había vuelto a aparecer.

—¿Queréis que os ayude, ahora, milady?

Cordelia no pareció haberla oído. Empezó a dar vueltas de nuevo por la habitación, mordisqueando una uña rota. ¿Por qué la habría despedido Michael? ¿Cómo lo había hecho? Matilde no habría abandonado jamás a Cordelia voluntariamente o sin protestar. El príncipe debía de haber subido antes de que se iniciara el banquete, después de que ella le hubiera derrotado a las cartas. Y no le había dicho nada en toda la velada.

El banquete, en el teatro de la ópera, no se había iniciado hasta las diez y se había prolongado interminablemente hasta el amanecer. Michael había permanecido sentado a su lado, sin dirigirle la palabra, conversando tan sólo con los cortesanos de su alrededor. Eran todos desconocidos de Cordelia, y como su marido no se dirigía a ella, tampoco lo hacía ninguno de ellos, dejándola con la sensación de ser invisible, en un gélido vacío. Una vez el delfín y su esposa hubieron salido escoltados del teatro de la ópera, el príncipe le comunicó con frialdad que tenía su permiso para retirarse a sus aposentos, donde él iría a reunirse con ella en cuanto le apeteciera.

Cordelia no cometió el error de suponer que tenía alguna opción. Se había marchado simplemente con una reverencia y había subido a su habitación para descubrir la ausencia de Matilde, tal como Michael lo había planeado.

Empezó a dolerle la cabeza y el cansancio aguijoneó su cuerpo. Llevaba en pie, vestida para la corte, casi veinticuatro horas, y el peso del damasco y la opresión del corsé eran un tormento en su agotamiento. Estaba demasiado cansada, esta noche, para enfrentarse a esta situación. Necesitaba a Matilde. Y el temor de lo que Michael podía haberle hecho zumbaba en su cerebro como una atormentadora abeja. Jamás creyó que nadie pudiera derrotar a Matilde, obligarla a hacer algo que a ella no le pareciera justo. ¿Cómo había conseguido, pues, que se marchara?

—¿Os ayudo, madame? —Elsie se atrevió de nuevo. Sabía cuales eran sus tareas, pero no sabía cómo responder cuando le impedían llevarlas a cabo. La experiencia, sin embargo, le había enseñado que si no cumplía con dichas tareas, se la culparía a ella, fuera cual fuera el motivo.

—Sí... muy bien, sí, puedes ayudarme —dijo Cordelia distraídamente.

Aliviada, Elsie se apresuró a desabrochar, desabotonar y desatar su atuendo con manos reverentes. Cordelia permanecía inmóvil, sin colaborar demasiado en la tarea, demasiado absorta en sus pensamientos para ser realmente consciente de lo que sucedía. Pasó los brazos por las mangas del salto de cama de terciopelo blanco que Elsie le sostenía y se sentó a su mesilla de tocador, empezando a soltarse el pelo.

—¡Oh, esto debo hacerlo yo, madame! —Saltó Elsie—. No he sido nunca la doncella privada de una señora —confesó, arrancando rápida las horquillas—. O sea que espero estar haciéndolo bien. —Tomó el cepillo con el dorso de marfil y empezó a pasarlo por la cascada de rizos negros y azules que le caía por la espalda.

Cordelia no respondió. Estaba pensando intensamente. Matilde regresaría. Volvería a ella aunque el príncipe se lo hubiera prohibido. Si era físicamente capaz de hacerlo.

La puerta se abrió a sus espaldas y el corazón le saltó a la garganta. Miró el reflejo de su marido en el espejo que tenía enfrente. Estaba en el dintel. Se había quitado la espada, pero, aparte de eso, seguía vestido con el traje de gala de la boda, con el emblema dorado de Prusia prendido en su fajín.

Cordelia se levantó para plantarle cara, envolviéndose más estrechamente en el salto de cama.

—¿Dónde está Matilde?—. Hablaba con voz neutra, pero sus ojos estaban llenos de ira y desdén. No había ni una sombra de miedo. Había ido más allá del miedo.

—Ha sido sustituida por otra doncella. —Le dedicó su sonrisa viperina—. Ya te dije que en Versalles necesitarías una mujer con más experiencia en los deberes de la doncella de una señora de tu categoría que una vieja ama de cría.

—Comprendo —Su voz seguía siendo neutra—. Elsie me ha informado de que no tiene experiencia alguna en el trabajo de una doncella, ni en Versalles ni en ningún otro lugar. Pero debes suponer, imagino, que debe haber adquirido esos conocimientos de alguna otra manera, respirando, quizá, o en sueños mientras dormía.

Los ojos claros de Michael se volvieron opacos. Por un momento, se negó a creer lo que estaba oyendo. Ese sarcasmo frío y burlón expresado por una mera jovencita, y por ende, delante de una sirvienta. Luego, se contrajo un músculo en su mejilla, empezó a latir el pulso en su frente y sus ojos se volvieron fríos y letales.

Cordelia sabía que nunca había provocado tanto su ira hasta entonces, y a pesar de la desesperación que exacerbaba su desafío, angustiosos temblores de terror empezaron a surgir en su vientre. Luchó contra ellos, obligándose a enfrentarse a la amenaza de aquellos ojos terribles. ¿Qué podía hacerle, que fuera peor de lo que ya le había hecho?

—¡Fuera de aquí! —Michael se giró hacia la petrificada Elsie, que con un gritito ahogado soltó el cepillo y huyó de la habitación, esquivando al príncipe todavía de pie en la puerta.

Michael cerró la puerta de un golpe. Atravesó la habitación hacia ella y Cordelia se mantuvo firme, sin dejar de mirarle a los ojos, ni bajar la cabeza.

—Juro por Dios —dijo suavemente—que terminaré doblegándote, Cordelia. Te domaré para poder ensillarte, como a cualquier potrilla desobediente. —Abrió de un manotazo el salto de cama de terciopelo. Su mirada cayó sobre su cuerpo, blanco, desnudo, su perfección sólo estaba deslucida por las huellas de sus posesiones previas.

No la abandonó hasta una hora más tarde. Canturreaba para sus adentros, al entrar en el vestidor, donde su ayuda de cámara seguía esperándole para acostarle. Sólo se había quitado las prendas que le estorbaban para cumplir su propósito, y ahora, todavía canturreando, permitió que el sirviente le desvistiera del todo y colgara su traje en el armario. Luego le ayudó a ponerse su batín y se quedó esperando, con las manos juntas, por si su señor todavía tenía alguna orden que darle.

—Tráeme una copa de coñac, y vete.

El hombre obedeció, le deseó buenas noches con una reverencia y salió de la habitación sin un ruido, contento de que el príncipe le despidiera. Le había sido imposible no oír los terribles sonidos que salían del dormitorio de la princesa.

Michael se bebió el coñac de un trago. Sacándose del bolsillo la llave que había trasladado automáticamente del bolsillo de su traje, se inclinó sobre el cofre, lo abrió y sacó el diario más reciente. Volvió a llenarse la copa y empezó a hojear las entradas diarias. Bebió a pequeños sorbos con la boca tensa. ¿Alguien habría abierto deliberadamente el candado aquella mañana? No podía creer que hubiera sido otra cosa que un simple accidente. Nada parecía fuera de lugar, en cualquier caso. Su posible descuido le parecía extraordinario, pero parecía ser la única explicación; no debía haber cerrado perfectamente el candado la noche anterior. Quizá se había sentido demasiado ansioso de reunirse con su esposa.

Entró en la alcoba contigua y colocó el diario en el secreter. Luego, volvió al cofre y extrajo el volumen correspondiente a 1765. Sus labios se tensaron todavía más y su ceño se frunció más profundamente al ir leyendo las entradas de aquel año. De todas ellas se desprendía que Elvira florecía, que su belleza aumentaba día a día. ¿Hasta qué punto se debía esta belleza al hecho de que hubiera conseguido engañar a su marido?

Cerró el libro de un golpe y volvió a vaciar su copa. Guardó de nuevo el diario en el cofre y regresó hacia el secreter. Mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir meticulosamente la entrada del día. Era larga, puesto que contenía una detallada descripción de la boda del delfín, el comportamiento del séquito real y las celebraciones posteriores. Sólo cuando lo hubo reseñado todo pasó a describir la última hora con su mujer.

Colocó su pluma sobre el secante y se quedó contemplando, sin verlo, el garabato que las gotas de tinta dejaban en el papel. Cordelia prometía convertirse en una esposa tan insatisfactoria como Elvira. Pero con Elvira había fracasado. Y con ésta no fracasaría. La dominaría en vida.

Cordelia permanecía acostada, desnuda, acurrucada en un ovillo, con su cuerpo convulsionado por violentos estremecimientos, sollozos secos que se congregaban en su garganta. Había sido peor... mucho, mucho peor que de costumbre. Si le hubiera lastimado en un ataque de furia, pensó, le habría resultado más fácil de soportar. Pero la había utilizado, la había torturado con una gélida deliberación que le negaba su propio ser, la había reducido a un animal, sin alma ni espíritu, ni más valor que un terrón de tierra.

Sabía que había gritado en los peores momentos, aunque se hubiera prometido a sí misma permanecer en silencio. Ahora, se sentía indignada consigo misma por su debilidad. Quizá mereciera semejante trato. Quizá se lo buscara, con su rastrera cobardía. Le alcanzó una oleada de náuseas invencible, y rodó de la cama con un gemido, buscando la bacinilla. Era como si se estuviera viendo a sí misma, acurrucada en el suelo, vomitando desamparada, en estado de shock y asqueada consigo misma, como un animal apaleado, tembloroso y aterrorizado.

Pero cuando las arcadas fueron disminuyendo y un sudor frío empezó a perlarle la frente, su mente pareció despejarse. De alguna manera, el vómito la había purgado tanto espiritual como físicamente. Se levantó vacilante, mirando a su alrededor en busca de alguna prenda con que cubrir su helada desnudez. La bata que él le había arrancado estaba en el suelo, y se envolvió en ella, ciñéndosela al máximo. Escudriñó la oscura estancia, donde las formas de los muebles destacaban en gris contra la penumbra. La ventana era un cuadrado negro, pero más allá podía distinguir un atisbo de luz bordeando la oscuridad.

No podía dormir. No podía regresar a aquella cama. Necesitaba a Matilde, con la profunda, irresistible, inenarrable necesidad que una niña herida tendría de su madre.

Sin un propósito concreto, salió del dormitorio, cruzó el salón y abrió la puerta que daba al pasillo. El espacio desierto estaba iluminado por las velas encendidas en los apliques de la pared, y cuando la puerta del apartamento se cerró tras ella, se sintió invadida por una oleada de alivio y liberación. Era libre. Había salido de la asfixiante, la encadenante oscuridad de su prisión. Adonde iba o qué pensaba hacer eran preguntas que ni siquiera se planteaba. Trepó dolorida al amplio alféizar de una ventana que daba a un patio interior, se arropó con el salto de cama, reclinó la cabeza sobre las rodillas levantadas y esperó la luz del día. Esperó a Matilde.

Leo abandonó una partida de cartas justo antes de que el alba empezara a colorear el cielo. Se encontraba algo mareado por el coñac. Cartas, coñac y compañía, lo único al parecer que podía distraerle de la constante inquietud que le negaba el sueño. Por algún motivo, no podía separar a Cordelia de Elvira. Se sentía unido a ambas por lazos cuya similaridad ni siquiera podía explicarse a sí mismo. Elvira era su hermana, su gemela. La quería incondicionalmente. Había sido responsable del bienestar de su hermana. Y ahora le atormentaba la idea de que quizá no hubiera sido capaz de cumplir con esta responsabilidad.

Cordelia era una muchacha cuya vida había coincidido con la suya por casualidad, unas semanas antes. La deseaba. No le quedaba más remedio que reconocérselo a sí mismo, si quería ser totalmente sincero. Pero el puro deseo y un sentido temporal de la responsabilidad no bastaban para describir sus sentimientos hacia Cordelia.

Sus pensamientos confusos y a pesar de todo obsesivos siguieron dando tumbos en su cabeza, en medio de los vapores del coñac, mientras se dirigía hacia su humilde habitación, en una escalera exterior del ala norte. Siguiendo un inexplicable impulso, se desvió de su camino y subió por una escalera lateral que llevaba hasta el pasillo que había enfrente de los aposentos de Von Sachsen. Cuanto más se acercaba a la puerta, más profundo era su malestar. Era casi como un miasma llenando el pasillo embaldosado de mármol.

Pasó por delante de la puerta doble. Se dio la vuelta y volvió a pasar. Luego, con un gesto de impaciencia, giró sobre sus talones y se dispuso a marcharse por donde había venido. Pero de repente, se detuvo. Lentamente, volvió sobre sus pasos. Una figura agachada se refugiaba en el ancho alféizar de la ventana. Estaba tan quieta que en un primer momento le había pasado desapercibida.

El lustroso río negro y azul le caía en cascada por la espalda. Su cara estaba oculta y la cabeza se apoyaba en las rodillas.

—¿Cordelia? —Le puso una mano en el hombro.

Con un sobresalto, ella giró la cabeza. Sus ojos parecían casi vacíos, agujeros oscuros en una cara más blanca que el salto de cama.

—Estoy esperando a Matilde.

Leo frunció el ceño.

—¿En el pasillo? ¿Dónde está ella?

—No lo sé. Michael la ha despedido. Pero ella no me abandonará. Sé que no lo hará.

Vio la sombra del moretón emergente en el pómulo. Y entonces supo lo que había intentado negar con todas sus fuerzas.

Con delicadeza, apartó el cuello de la bata. Las marcas de dedos resaltaban sobre la piel lisa y blanca. La rabia que lo invadía no tenía límites. Desbordaba a oleadas su alma. Vio a Elvira, vio la sombra en sus ojos. Vio a Cordelia, desgarrada, derrotado todo su espíritu, su valentía, su alegría.

Inclinándose, la levantó de la ventana, sosteniéndola en sus brazos. Ella no dijo nada cuando empezó a andar para llevársela de allí.

Se la llevó a través de los silenciosos pasillos y desiertas escaleras con el corazón desbordante de rabia. Ella se acurrucaba contra su pecho, le rodeaba el cuello con los brazos. Tenía los ojos cerrados, sus densas pestañas eran como medias lunas oscuras contra la palidez mortal de sus mejillas, y él pensó que dormía. Su respiración era profunda y regular, y notaba el latido del corazón contra su mano.

Al final de una empinada escalera de piedra, abrió la estrecha puerta de madera de una pequeña estancia. Estaba amueblada con sencillez, con una cama, un armario, un lavabo, dos sillas y una mesa redonda bajo la estrecha ventana que daba a la Cour de Marbre. Era un inconfundible aposento de soltero.

Leo acostó a Cordelia en la cama y ella abrió los ojos. Estaban sorprendidos, luego asustados, pero se fueron despejando poco a poco y Leo comprobó aliviado que estaba totalmente consciente, a pesar de la mirada ausente de sus ojos, desplazada por la inteligencia y el reconocimiento.

Se inclinó sobre ella y aflojó el salto de cama, deslizando una mano bajo su cuerpo para quitárselo. Su boca estaba tensa y sus ojos eran sombríos mientras la examinaba de cerca, evaluando hasta qué punto la había lastimado Michael. Las marcas de su cuerpo no eran graves, pero sabía que las verdaderas heridas estaban en lo más profundo de su ser, en el espíritu decidido, valiente y efervescente que hacían de ella quien era.

Cordelia permaneció quieta bajo su mirada, mirándolo a su vez pero ahora sin miedo en sus propios ojos. Por fin había entrado en calor y el terrible temblor se había calmado. La rabia y el dolor de Leo, sin embargo, eran una presencia palpable en la habitación. Sus manos, al levantarle los brazos y las piernas, al darle la vuelta, eran tan suaves como las alas de una paloma, pero sus ojos eran aterradores.

—No creo que le hiciera lo mismo a Elvira —dijo en voz baja—. Ella era muy distinta. Quizá no le provocara como yo. Yo le provoco siempre, al parecer no puedo evitarlo.

No le sorprendió que Cordelia hubiera adivinado el motivo de su agonía mental. Ya había advertido cuan perspicaz era cuando se trataba de sus amigos. Le tocó la mejilla con la punta del dedo y ella le sonrió.

—Ha sido porque le he ganado a las cartas —dijo, tornándole de la muñeca y sosteniéndole la mano contra su cara—. Ha despedido a Matilde porque se han reído de él por mi culpa. —Giró la cara contra su mano y le besó en la palma—. Por favor, abrázame.

Leo se sentó y la tomó en sus brazos. Era un ser frágil, casi incorpóreo, le recordaba el esqueleto de una hoja. Su piel desnuda era suave y cálida bajo sus manos y deslizó una mano alrededor de su cuerpo hasta sostener la redondez de su pecho. Ella se apretó contra él, alzando un dedo para deshacer el pañuelo que llevaba al cuello. Cordelia le besó el pulso en el cuello y su aliento era un dulce susurro de deseo y añoranza contra su piel.

—Necesito que me enseñes cómo puede ser —le murmuró con suave apremio—. Necesito saber que no tiene por qué ser algo destructivo. Que no tiene que ser algo repugnante. Una vez me dejaste ver un atisbo de cómo podía ser. Enséñamelo ahora, Leo. Por favor. —Era un ruego sincero, sin indicio alguno de malicia ni seducción—. Devuélveme mi integridad —susurró, alzando la cabeza para besarle en la boca, estirando ligeramente el cuerpo en su regazo. Las manos de Leo parecían moverse sobre su cuerpo por decisión propia, trazando los contornos de su forma, la finura de su caja torácica, la curva de sus senos, el vientre liso.

Cordelia parecía resucitar bajo sus manos; su cuerpo se llenaba de nuevo con el espíritu vital que le daba todo su carácter, se abría de nuevo como un capullo derribado por la tormenta, bajo los repentinos rayos de sol.

Liberando sus manos, le rodeó suavemente el cuello, sus dedos ligeros como el plumón borraban con sus caricias las toscas marcas de las huellas de Michael. Sabía que lo que estaba haciendo era correcto. Sólo venciendo las huellas de Michael en su cuerpo podría curarla.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo ahora, cariño? —Preguntó en voz baja—. Hace tan poco que te ha lastimado... ¿Seguro que estás preparada?

Ella podía sentir su propio pulso latiendo desbocado contra los dedos de Leo. Sus ojos estaban ahora oscuros y herméticos, pero parecían tragársela entera.

—Por favor —dijo de nuevo. Su voz era un ruego, todavía teñido por los residuos de su dolor y su miedo, pero la necesidad en sus ojos era innegable. Era una necesidad, no de pasión sino de ternura, del toque sanador que cerraría las heridas de la violación.

Le tomó la cara en las manos ahuecadas, trazando la curva de sus pómulos, la línea de su mandíbula. Le aterrorizaba la idea de causarle dolor, de hacer un movimiento equivocado, de atemorizarla. Le pasaba la mano por encima en una delicada caricia, rozando los pezones con la punta de los dedos, casi vacilante, mirándola a los ojos al acecho de la primera señal de sufrimiento o rechazo. Y al no ver ninguna, inclinó la cabeza para besarle los pechos, tomando el pezón en la boca, chupando, lamiendo, hasta que sintió cómo se endurecían bajo su lengua.

La cabeza de Cordelia cayó hacia atrás contra su hombro y su cuerpo desnudo se atravesó en el regazo del hombre. Se sentía abierta y vulnerable, una ofrenda para sus ojos, su boca, sus manos, y a pesar de todo sabía que aunque se sintiera abierta y vulnerable aquí, con Leo, estaba a salvo, y ésa era una parte esencial de la maravilla del amor. Sólo una vez había estado a punto de entender esa maravilla, pero sabía con cada respiración que en manos de Leo, esta noche, iba a comprenderlo por completo.

Leo desplazó la boca de sus pechos hasta el hueco de su garganta.

—Tengo tanto miedo de lastimarte. Quiero tocarte, cariño, pero necesito que me digas si puedo hacerlo.

—Por favor —susurró ella—. Por favor, tócame. —Parecía incapaz de moverse, su cuerpo era tan lánguido como el de un gato al sol, y sin embargo, bajo la superficie, su sangre corría desbocada.

Los dedos de Leo se introdujeron entre sus muslos abiertos. De nuevo, vaciló, esperando que el cuerpo de Cordelia se tensara contra el suyo, pero ella permaneció abierta, pasiva, y sin embargo no tenían nada de pasivo ni el calor de su cuerpo ni el rápido bombeo de su pecho, ni el repentino endurecimiento del sensible capullo que se erguía bajo el baile de sus dedos. Estudió su cara. Sus ojos estaban muy cerrados, pero sus labios estaban cálidos y encendidos y sus mejillas resplandecían translúcidas. —¿Cariño?

Ella abrió los ojos. Se estremeció bajo su excitante caricia. —Te quiero, Leo.

Leo sonrió, desplazó su mano húmeda hacia el vientre de Cordelia, la acomodó mejor en su regazo, para que la cabeza reposara en su brazo doblado y la besó, esta vez con un toque de su propia premura, presionando la lengua contra la barrera de sus labios, pidiendo, no exigiendo, que le diera paso. Los labios de ella se abrieron inmediatamente y la lengua de Leo pudo explorar la dulce caverna de su boca. Ahora ella se movía bajo su cuerpo, y su propia lengua buscaba con cautela unirse a la del hombre.

Cordelia tenía la sensación de haber renunciado por completo a la responsabilidad de su propio cuerpo. Éste parecía saber por sí mismo lo que debía hacer, cómo responder. Notaba algo que crecía en lo más profundo de su vientre, una líquida plenitud que se expandía en sus entrañas y entonces se giró entre sus brazos para apretar su desnudez contra el hombre.

Leo se levantó, alzándola con él. Ella levantó la vista y le sonrió lentamente.

—¿Ha llegado el momento?

—Sólo si tú quieres —le respondió con suavidad, sosteniéndola en sus brazos, escudriñando su expresión. Ella alzó la mano para tocar su boca con el pulgar, recorriendo los labios con un gesto de una sensualidad tan inconsciente que no necesitó otra respuesta.

Leo volvió a reclinarla en la cama, luego se quitó rápidamente la ropa. Cordelia no había visto nunca a un hombre desnudo. Contempló la figura delgada y fuerte, el vientre plano y las caderas estrechas, el miembro erecto saliendo del nido de vello negro y rizado, los muslos alargados y duros. Y por un instante su cuerpo se cerró por completo, encogiéndose como para defenderse de la intromisión de un violento intruso.

Leo se sentó en la cama, acariciándole el vientre hasta que notó cómo se tranquilizaba de nuevo y su cuerpo se relajaba bajo sus caricias. Estaba esperando una señal y ella se la dio. Avanzó la mano para tocar su carne erecta con los ojos entrecerrados, sintiéndole, aprendiendo su forma, su textura. Haciendo de esta carne extraña algo conocido y comprensible. Cuando le guió hacia el húmedo portal entre sus muslos, Cordelia sabía que quería sentir a ese hombre en su interior, devolviéndole su integridad al unirse a ella en carne y en espíritu.

La miró fijamente a los ojos, con una mirada que le llegaba hasta el alma, mientras se mantenía al mismísimo borde de su cuerpo.

—Dime cómo te sientes, cariño.

Cordelia sabía que quería arrancarle algo, algo más que las respuestas de su cuerpo. Quería oírle decir cuánto deseaba esto. Cuánto lo necesitaba. Que sin eso, nunca podría curarse, nunca estaría de nuevo entera.

—Te necesito tanto. Te quiero tanto —repuso ella, con los ojos sinceros y humedeciéndose con la lengua los labios, resecos de repente—. Quiero que entres en mí, Leo.

Le levantó las piernas hasta sus propios hombros, acariciando la parte trasera de los muslos, ahuecando las manos para abarcar la curva de sus nalgas. Luego la penetró con un solo movimiento prolongado, pausado y profundo.

Al sentirlo moviéndose en su interior, Cordelia cayó desde lo más alto de una cumbre milagrosa. Cayó dando tumbos y más tumbos, ligera como un hilo de seda, a través de un éter dorado. Tenía la boca seca y podía oír los pequeños sollozos que de alguna manera sabía que eran suyos, y cuando aterrizó y notó el torrente líquido de su placer que surgía de sus entrañas, se aferró a su amante y éste volvió a moverse dentro de ella, una y otra vez, buscando ahora su propio placer, saboreando el glorioso abrazo de su melosa vaina, hasta que se retiró de ella y se dejó inundar por la cascada de su propio clímax, su simiente derramándose cálida y húmeda sobre el vientre y los muslos de Cordelia.

Le acarició la espalda mientras él permanecía jadeando sobre ella. Las piernas de Cordelia habían vuelto a caer desmadejadas y abiertas, su corazón latía con fuerza, su cuerpo estaba tan relajado como el de un gatito recién nacido.

Finalmente, Leo se dejó caer a un lado, aliviándola de su peso. Se quedó tumbado de espaldas, con una mano sobre el vientre de Cordelia, y cubriéndose los ojos con la otra. Esperaba la sensación de culpabilidad, de amargo arrepentimiento, el mordaz desprecio hacia sí mismo, pero sólo sentía una alegría extraordinaria, como si acabara de entregar y recibir a la vez un regalo de incalculable valor.

—Puedo soportar cualquier cosa, si me quieres —le susurró Cordelia, acariciando la mano que descansaba con todo su peso sobre su vientre—. Me has devuelto las fuerzas, Leo. Me has devuelto a mí misma.

Se quedó boca arriba mirando las molduras del techo. Su alegría y confianza manaban de él como la sangre de la vida mana de una herida. Si la amaba, ¿cómo podría tolerar que regresara con Michael?

—Te rescataré de Michael —dijo—. Pero tengo que planificarlo. Si actuamos precipitadamente, no lo conseguiremos. Sería demasiado fácil que nos persiguiera y Michael tiene todos los derechos legales de hacer lo que le plazca con una esposa fugitiva. ¿Me comprendes, Cordelia? —Se sentó en la cama, la agarró por las axilas y la alzó para mirarla cara a cara. Le tomó la cara con ambas manos—. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Cordelia asintió y sonrió confiadamente.

—Sí. Esperaré. Y lo soportaré—. Le tocó la cara. —Te juro que ya no será tan horrible ahora que te tengo, que sé que me quieres. Ahora nada puede hacerme daño, Leo. Nada.

Leo sacudió la cabeza con cierta impaciencia. No confiaba tanto como Cordelia en las simples emociones como escudo y armadura.

—Ahora tienes que regresar —dijo pesaroso—. Me apresuraré tanto como pueda para liberarte, pero de momento...

—Sí, lo comprendo. —Sonrió con la misma sonrisa vibrante con la que había aprendido a amar, aunque con tanto recelo—. Si sólo pudiera averiguar qué le ha sucedido a Matilde. —La sonrisa de Cordelia se borró de repente de su cara y dijo horrorizada—: ¿No puede haberla asesinado... o ... o encarcelado, verdad?

—Pues claro que no —repuso Leo con una confianza que no sentía. Michael no recurriría al asesinato, estaba seguro, pero una mazmorra en alguna oscura cárcel francesa no era un destino imposible para una sirvienta infiel.

Rápidamente, Leo se vistió mientras Cordelia pasaba los brazos por su salto de cama. Su cara había recuperado el color y el terciopelo blanco realzaba ahora su radiante belleza en lugar de demacrar su mortal palidez.

—Déjame que te lleve. Se te helarán los pies. —El mármol y la piedra eran muy duros para los pies descalzos, y Cordelia no protestó cuando él la levantó fácilmente en brazos. Esta vez se sentía muy distinta. Más fuerte, más firme, más flexible, desaparecida toda semejanza con una frágil hoja.

—Puedo vencer a Michael —le susurró Cordelia al oído—. Soy más fuerte que él. No necesito aprovecharme de los demás para sentirme poderosa. Le derrotaré en su propio juego, Leo.

—¿Y qué sucedió la última vez que lo intentaste? —le preguntó en tono grave. Por mucho que le encantara el regreso de aquella Cordelia tan vital, era dolorosamente consciente de los peligros que corría.

—Seré precavida —contestó ella al cabo de un momento—. No volveré a cometer el error de regodearme con su derrota.

Giraron por el pasillo que llevaba a los aposentos de Von Sachsen, y Leo notó cómo Cordelia se tensaba en sus brazos. Apretó la mandíbula. La idea de devolverla a aquel lugar infernal le llenaba de repugnancia, pero no veía ninguna otra alternativa. No en un inmediato futuro.

Al acercarse a la puerta, una figura emergió de una esquina sumida en las sombras, que las primeras luces del día todavía no habían atravesado.

—¿Matilde? —susurró Cordelia, con voz casi incrédula. Luego empezó a retorcerse en los brazos de Leo hasta que éste la depositó en el suelo y pudo correr descalza hacia la mujer que abría los brazos para recibirla.

—Vamos, niña, vamos, niña —entonaba dulcemente Matilde, acariciándole el pelo y la espalda. Sus ojos, agudos y luminosos y penetrantes, miraron al vizconde por encima de la cabeza de Cordelia. Pareció leer en su cara todo lo que necesitaba saber, porque asintió con una pequeña sonrisa en los labios.

—¿Qué te ha hecho, Matilde? —Cordelia se incorporó, apartándose el pelo de la cara, superado ya su refugio en la infancia—. ¿Te ha hecho daño?

—Por Dios, no, querida niña —dijo Matilde con brío—. Pero me ha despedido sin una nota, sin una moneda, sólo la ropa que llevo encima. Pero no te preocupes, Cordelia, no conseguirá alejarme de ti.

—Pero ¿qué vas a hacer? ¿Adonde vas a ir? Puedo darte dinero, por supuesto, pero...

—Hay cantidad de lugares donde puede ocultarse una persona en este palacio —le dijo Matilde—. Es como una pequeña ciudad, con escaleras y recovecos y rincones por todas partes. Estaré por aquí, querida. Te estaré vigilando aunque tú no me veas a menudo. —No le dijo que el príncipe le había dado a elegir entre marcharse sin causar problemas o ser detenida, acusada de haber robado, para pasar el resto de su vida natural en la Bastilla, y perder para siempre a su niña querida. La amenaza seguía cerniéndose sobre ella, si el príncipe volvía a verla.

No lo dijo, pero Cordelia lo adivinó. Miró a Leo, con un interrogante en los ojos.

—Yo me encargaré de Matilde —dijo, girándose hacia la anciana—. Cordelia te necesitará hasta que pueda rescatarla de su marido. Te esconderé y encontraremos la manera de que puedas ver a Cordelia a menudo.

Matilde echó una penetrante ojeada a Cordelia, y luego, otra vez al vizconde. Luego asintió con la cabeza, pero esta vez con animosa satisfacción.

—Bueno, todo es como debe ser —dijo con ambigüedad—. Siempre he sabido que debía ser así. Mi niña sólo puede amar una vez. Igual que su madre.

Volvió a atraer a Cordelia hacia sí y la besó.

—Te daré algo para que puedas descansar un poco del animal de tu marido, no te preocupes.

—¿Qué clase de remedio? —Cordelia sintió inmediatamente curiosidad. Matilde era tan taimada como inteligente, y era experta en muchas artes extrañas. Enfrentada a Michael, Cordelia apostaría sin dudar por la victoria de su ama de cría.

—No te preocupes por eso.

—Escúchame, Cordelia —apremió Leo. Él no tenía la fe de Cordelia en las capacidades de Matilde para neutralizar a Michael, y aunque la tuviera, la mujer tampoco ofrecía una solución inmediata—. Tienes que prometerme que no volverás a provocarle.

—No puedo dejarle creer que me ha derrotado —respondió con fiereza.

—Trágate tu orgullo durante un tiempo. Sólo hasta que yo haya encontrado la manera. —La tomó por la barbilla, alzándola para que le mirara a la cara.

—Iré con mucho cuidado —admitió.

—¡Con eso no me basta! ¿Me quieres?

—Sabes muy bien que sí.

—Y has puesto en mis manos esa horrible situación. ¿No es cierto?

—Sí, pero...

—Por lo tanto, harás lo que yo te diga. No puedo ayudarte si no haces lo que te diga. ¿Está claro, Cordelia?

Ella dudó, deseosa de asentir, pero consciente dé que su espíritu le impediría permitir que Michael se hiciera siquiera la ilusión de la victoria. Luego, resonaron unos pasos en el pasillo, a sus espaldas. Tacones repiqueteando en el mármol y unas voces acercándose. Una de ellas pertenecía a un cortesano, conocido de Michael. Cordelia desapareció como una blanca aparición por la puerta de sus aposentos y Matilde se fundió con las sombras antes de que Leo fuera capaz de moverse.

Leo maldijo en voz baja. No se lo había prometido. ¿No se daba cuenta de que había depositado en sus manos la carga más pesada que un hombre pudiera soportar, su confianza y su amor? También había cargado con esas responsabilidades en el caso de Elvira, pero se le habían escapado de las manos. No iba a fallarle a Cordelia de la misma manera. Pero por todos los santos, ¿cómo sería capaz de protegerla si ella se exponía deliberadamente al peligro?

Cordelia cerró la puerta del salón. Monsieur Brion estaba en la puerta de la cocina, contemplando asombrado a la princesa descalza en su salto de cama. Cordelia no apartó sus ojos, sosteniéndole la mirada desde el otro lado del salón. Sabía que tanto él como el resto del servicio estaban al corriente de lo que sucedía por la noche detrás de la puerta de su alcoba. De la misma manera que también sabía cómo Michael abusaba de sus criados cuando se le antojaba. Ahora, con su mirada de ojos claros, ofreció al mayordomo una alianza.

Monsieur Brion se inclinó

—Buenos días, madame. —Con fingida naturalidad, arregló un adorno encima de una mesita auxiliar, antes de decir—: Su Alteza todavía no ha llamado para pedir su café.

Cordelia sonrió.

—Gracias. Puedes mandarme a Elsie para que me despierte con mi chocolate caliente dentro de diez minutos.

Monsieur Brion volvió a inclinarse, y Cordelia entró en su dormitorio. Se quitó la bata de un manotazo y se metió en la cama. Las sábanas estaban frías. Tiró del cubrecama y sonrió. No se desmoronaría. Ahora no se desmoronaría. Tenía el amor de su vida. Ya había conocido el amor. Y conocimiento equivalía a poder. El conocimiento del amor la protegería.