CAPÍTULO 09
El príncipe Michael no estaba plenamente satisfecho con la suite que le habían adjudicado para que se alojara con su esposa en el Chateau de Compiégne. Sin embargo, teniendo en cuenta que los aposentos reservados para la delfina no estarían acabados hasta su llegada al día siguiente, porque los obreros no habían recibido su paga, decidió que sería una falta de tacto quejarse de los muebles algo deslucidos con los que estaba habilitada su propia suite.
El príncipe había acompañado al rey y al delfín para encontrarse con María Antonieta en Compiégne. La delfina estaba todavía a una jornada de distancia, pero Luis había decidido honrar a su nueva nieta yendo a su encuentro para darle la bienvenida. Estaba de muy buen humor y se sentía encantado consigo mismo porque se le había ocurrido que quizá el príncipe Michael desearía también ir en busca de su nueva esposa. El príncipe había aceptado con la debida gratitud lo que equivalía a una orden real disfrazada de invitación, aunque hubiera preferido dar la bienvenida a la princesa en su propio terreno. Apresurarse a su encuentro parecía indicar una ansiedad algo inadecuada. La muchacha sólo tenía dieciséis años, después de todo, y no había que darle motivo alguno para que esperara demasiada atención por parte de su marido.
A pesar de todo, aquí estaba, en Compiégne, y al día siguiente por la tarde cabalgaría con el rey y la corte durante unos catorce kilómetros hasta la linde del bosque, donde se encontraría con su segunda esposa.
Extrajo la miniatura de su bolsillo, examinándola con el ceño fruncido. Parecía muy joven, pero ahora, Michael distinguió en su mirada una audacia que le desagradó instintivamente. El porte de su cabeza era casi desafiante, mirándole desde su marco de nácar con aire decidido.
Michael frunció todavía más el ceño. Chasqueó irritado los dedos para llamar a su sirviente, que estaba desempaquetando el baúl de viaje del príncipe. El hombre se apresuró a colocar una copa de vino en la mano extendida de su amo.
Michael tomó un sorbo, sin apartar la vista de la miniatura. Cuando la había visto por vez primera, no le había encontrado parecido alguno con Elvira. Pero sólo había tenido en cuenta la coloración de su tez y la forma de su cara. Ahora, ya no estaba tan seguro. Había algo inquietantemente familiar en la expresión de la muchacha. Pero era mucho más joven que Elvira en el momento en que contrajeron matrimonio y venía de la estricta formalidad de la corte austríaca. ¿Cómo podía tener parecido alguno con la exuberante, sofisticada y coqueta dama inglesa que tanto había perturbado su paz?
Sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor del pie de la copa. No volvería a suceder. Se encargaría de esta pequeña inocente, inexperta y poco formada, para moldearla según sus propias necesidades. Si daba muestras de algún rasgo de carácter parecido a los de Elvira, lo borraría sin remordimientos. De todas formas, sería más fácil eliminarlo en esta jovencita que en Elvira. Tendría una esposa sumisa, fiel y cumplidora de sus deberes, que conocería sus obligaciones y aprendería rápidamente a complacer a su marido.
—¡Señor... señor, vuestra mano! —La voz del criado interrumpió su absorta concentración.
Michael bajó la vista hacia su mano. De alguna manera, el pie de la copa se había roto bajo sus contraídos dedos y un fragmento de cristal se le había clavado en la piel.
—¡Por la sangre de Cristo! —maldijo, lanzando la copa a la chimenea vacía—. ¡Tráeme una venda, hombre! ¡No te quedes ahí plantado como un pasmarote!
—Mañana llegaremos a Compiégne, donde el rey y el delfín estarán esperando a María Antonieta. —La expresión de Leo era un dechado de neutralidad. La procesión había llegado a Soissons, a treinta y ocho kilómetros de Compiégne, y él se encontraba ahora junto a Cordelia ante la puerta de la habitación de ella, en la posada a orillas del río donde se alojaba el séquito real para pasar la noche.
—Ya lo sé. —Con aire ausente, Cordelia se enroscó un bucle alrededor del dedo antes de metérselo en la boca. Estaban a una jornada de distancia del final del viaje y su exuberancia habitual se desvanecía rápidamente.
Durante todo el día, Leo había sido amable y atento, pero su tono había sido más paternal que otra cosa, y de alguna manera había conseguido no encontrarse en ningún momento a solas con ella, excepto cuando cabalgaban. Cualquier intento por parte de Cordelia para orientar la conversación hacia el tema de sus relaciones futuras había topado con su pétreo silencio y su precipitada marcha. Como la compañía de Leo era de importancia crucial para su bienestar, Cordelia había aprendido rápidamente a comportarse como él le ordenaba. Distraía a Leo con su animada y a menudo perspicaz charla, debatiendo temas de importancia con la seriedad adecuada, y se esforzaba al máximo para controlar la necesidad de declararle su amor entre frase y frase. Mientras la perspectiva de encontrarse con su marido había permanecido en el futuro, lo había conseguido bastante bien. Pero ahora, se le acababa el tiempo. Una vez Leo la hubiera entregado a su marido, y hubiera abandonado sus responsabilidades hacia ella, sólo podía distinguir la perspectiva de un paisaje terriblemente desconocido.
—¿Se te ha ocurrido pensar que quizá tu esposo también te esté esperando?
—Sí. —Mordisqueó la punta del bucle. Se le había ocurrido más de una vez en las últimas horas—. Pero creo que más bien me esperará en París.
—Quizá. Aunque yo tengo la sensación de que estará en Compiégne.
—No tendré que entrar en su cama hasta que se haya celebrado la boda formal —dijo ella casi para sus adentros, a través del pelo en su boca.
Pero Leo la oyó, y sus palabras entre dientes le recordaron hasta qué punto pertenecía a otro hombre.
—Éste es un hábito realmente desagradable. —Bruscamente, le apartó el mechón empapado de la boca.
—Sólo lo hago cuando me rondan pensamientos desagradables.
—Supongo que ni se te ocurre pensar que no debes expresar ese tipo de pensamiento en público —saltó él.
Cordelia inspiró profundamente. Era su última oportunidad.
—Leo, ya sé que no quieres tomarme como amante... no... no, escúchame, por favor —rogó, al ver que se disponía a hacerla callar—. Por favor, déjame hablar, sólo por esta vez.
—No, si vas a decir lo que creo que estás pensando —contestó cortante—. Te lo he dicho no sé cuantas veces, no pienso escuchar tus disparates...
—No, esto no es ningún disparate —le interrumpió ella ansiosa—. No estoy formalmente casada con el príncipe, sólo por poderes. El matrimonio no ha sido consumado todavía, ni nada parecido, por lo tanto podría ser anulado, ¿no es cierto?
—¿Cómo? —Se la quedó mirando con expresión incrédula. Era una nueva perspectiva, incluso para Cordelia.
—Podría explicarle que no quiero casarme con él. Que ha sido un gran error. Podría decirle que sin duda tampoco él querría estar casado con alguien que no soportara tenerle como...
—¿Te has vuelto completamente loca, muchacha? Tu matrimonio con Michael es tan firme como si el mismísimo papa os hubiera casado en Roma. Los contratos nupciales están firmados, tu dote ya está pagada... Dios mío, tienes la cabecita llena de cuentos de hadas. —Se mesó el pelo negro que esta noche llevaba descubierto y sin empolvar.
—Me niego a creer que sea imposible —porfió ella—. Me niego a creer que no puedo tenerte a ti como esposo en lugar de a él.
—Ahora, escúchame bien. —La agarró por los hombros, hablando a través de sus labios apretados—. Mételo de una vez en la cabeza: no me casaría contigo aunque fueras la única mujer en el mundo. —La sacudió, para recalcar su salvaje declaración y tuvo la dudosa satisfacción de ver sus ojos empañados de dolor, borrados por completo toda convicción, entusiasmo y determinación—. Pareces creer que te basta con desear algo para que todo se cumpla. Pero te olvidas, Cordelia, de que en estas fantasías tuyas también están involucradas otras personas. Personas con sus propias opiniones y deseos. No deseo formar parte de tus descabellados caprichos. ¿Me has comprendido? ¿He hablado suficientemente claro? —Volvió a sacudirla.
Cordelia estaba anonadada por la fuerza de sus palabras, la ferocidad de su rechazo.
—Creía... creía que te gustaba —dijo con la voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas.
Leo gritó, con una imprecación breve y cortante:
—Que me gustes o no, no tiene nada que ver con esto. Estoy harto de verme implicado en tus caprichosas ideas sobre cómo modificar tu destino.
—¿Ni siquiera quieres ser amigo mío? —Preguntó ella con mucho dolor—. ¿Ni siquiera podré hablar contigo, como lo hago con Christian?
—¿Le cuentas a Christian estas cosas?
—A Christian se lo cuento todo. Siempre hemos compartido todas nuestras confidencias.
Leo cerró los ojos por un instante.
—¿Y supongo que le habrás contado a tu amigo lo que sucedió en Melk? —No necesitaba su confirmación. El joven músico le miraba como si fuera Atila el Huno desde que habían cruzado el río Steyr.
Cordelia no respondió, pero siguió mirándole, con sus ojos del gris más oscuro a causa del dolor.
—¡Dios mío! —farfulló casi desesperadamente. No soportaba que lo mirara de esta forma.
—¿No querrás ser mi amigo? —Repitió con repentina urgencia, depositando la mano en su antebrazo—. Necesito amigos, Leo.
Necesitaría amigos, tanto en su matrimonio como para abrirse camino a través de los obstáculos de la vida versallesca. Eso no podía negárselo, aunque quisiera.
—Seré tu amigo —declaró con una voz sin inflexión. Luego se hizo a un lado para abrir la puerta de la habitación de Cordelia—. Buenas noches, Cordelia.
—Buenas noches, milord. —Se deslizó a su lado apartando la cara.
Nada pasaba desapercibido a la mirada inquisitiva de Matilde. Su niña estaba muy pálida, con los ojos ensombrecidos.
—Pronto nos encontraremos con el príncipe, supongo —observó con aparente indiferencia, mientras desabrochaba y desataba su atuendo.
—Probablemente, mañana. —Cordelia se sacaba las horquillas del pelo. Su voz estaba tensa de lágrimas reprimidas—. Pero no tendré que acudir a su cama hasta que se haya formalizado solemnemente el matrimonio.
—Así es —se contentó con afirmar Matilde. Algo había sucedido para que su niña estuviera ahora tan frágil, y no resultaba muy difícil adivinar qué podía haber sido. El vizconde seguramente había asestado el golpe de gracia a las esperanzas de Cordelia, y Matilde no tenía la intención de contrarrestarlo ofreciendo su simpatía y su consuelo. Su tarea ahora era preparar a Cordelia para la noche de bodas. Se había asegurado de que la muchacha no ignorara el aspecto carnal del matrimonio. El vizconde Kierston había ampliado esa educación más allá de los límites que Matilde consideraba necesarios, pero no servía de nada lamentar lo que ya no tenía remedio. Impartiría a su niña algunos sabios consejos más en la noche de bodas, cuando Cordelia estuviera más receptiva.
Arropó a Cordelia en su cama como si fuera otra vez una niñita en la cuna, le dio un beso de buenas noches, sopló las velas y salió en silencio de la habitación.
Sola, Cordelia se cubrió la cabeza con las mantas, hundiéndose en la oscuridad. Solía hacerlo de pequeña, cuando había sucedido algo malo y quería instintivamente desconectar del mundo, como si al no verlo, pudiera borrar todo lo malo. Ahora, sin embargo, ya no era una niña, y las defensas de la infancia no parecían funcionarle. Incluso en su escondite, sus pensamientos desdichados la acosaban, adoptaban casi una forma concreta, cristalizando su desesperación.
No quería estar casada con otro que no fuera Leo. La idea de que la tocara alguien que no fuera el vizconde la llenaba de repugnancia y horror. ¿Cómo iba a poder soportar lo que debía soportar?
Resueltamente, apartó las mantas de su cara y se quedó tumbada de espaldas. No conseguiría nada compadeciéndose de sí misma. Tenía que pensar en lo que tanto temía y enfrentarse a ello.
A Leo no le gustaba su cuñado. Con este reconocimiento, perdió el hilo de sus ideas. ¿Cómo lo sabía ella? El vizconde nunca le había dicho nada, pero algo habían reflejado sus ojos en cuanto se mencionaba al príncipe, una mirada oscura e inquietante, aunque desaparecía tan rápido que a veces ella creía haberla imaginado.
¿Tendría quizá algo que ver con la hermana de Leo? ¿Había sido el príncipe tiránico con su esposa?
¿Debería temer algo más que el acto físico del matrimonio? ¿Debería temer al hombre en sí?
Esa idea era tan sorprendente que Cordelia se incorporó y se sentó en la cama. Pero sin lugar a dudas, Leo la habría avisado, si hubiera sabido algo malo sobre su marido. Sin lugar a dudas, no habría auspiciado este enlace, ni habría tomado parte en él como lo había hecho. Leo era un hombre demasiado honorable para hacer algo que repugnara a su conciencia, como ella sabía demasiado bien.
Cordelia volvió a tumbarse, acurrucándose bajo el edredón de plumas contra el frío de la noche. Ahora se daba cuenta de que ignoraba muchísimas cosas que necesitaba saber.
Había iniciado su viaje como en un sueño encantado. Las maravillas del amor lo habían bañado todo en una suave luz rosada. Le esperaba el dorado palacio de Versalles y una nueva vida de libertad y placer. Pero este ensueño se veía ahora roto en mil pedazos por el inminente amanecer. Su amor nunca se convertiría en realidad mientras estuviera casada con un anciano desconocido. Ya no navegaba sin rumbo en un mar de ricas promesas, estaba helada y asustada, temblando a orillas de un lago de neblinas, y por primera vez desde que abandonara Viena veía claramente la realidad de su situación.
Se tumbó de lado, levantando las rodillas, intentando relajarse. Necesitaba dormir. Pero el sueño se le escapaba. Dio mil vueltas en la cama, tenía la mente llena de pensamientos inconexos y temores indefinidos. Se preguntó si Toinette estaría sufriendo la misma angustiosa desazón, y deseó haber pasado la noche junto a ella, como tantas otras noches de su infancia, acurrucadas en la misma cama, intercambiando secretos y sueños.
Finalmente cayó en un profundo sueño justo antes del alba, y se despertó sin haber descansado, sintiéndose sombría y desgraciada cuando Matilde apartó los ropajes de la cama.
—Prepárame mi traje de montar, Matilde, por favor. Creo que el aire fresco me hará bien. Quizá así me despierte. —Bostezó sentada al borde del lecho, con el cuerpo dolorido y cansado.
Matilde le echó una ojeada cómplice.
—¿Una mala noche?
—Estoy agotada y no me encuentro muy bien, Matilde. —Cordelia saltó de la cama y hundió la cabeza en el reconfortante regazo de Matilde, abrazando firmemente la cintura de su sirvienta—. Tengo miedo y me siento desgraciada.
Matilde la abrazó y le acarició el pelo.
—Vamos, vamos, mi querida.
Cordelia se aferraba a ella como tantas veces durante su infancia, y como siempre, Matilde conseguía transmitirle su fuerza. Al cabo de unos minutos, se incorporó y le dirigió una sonrisa algo desvaída:
—Ya me encuentro mejor.
Matilde asintió y le palmoteo la mejilla.
—Las cosas no son nunca tan malas como esperas que sean. Te traeré un poco de hamamelis para los ojos. —Sacó un trapo empapado en solución de hamamelis, y Cordelia se tumbó en la cama, presionando el trapo calmante contra sus ojos doloridos, mientras Matilde cepillaba su traje de montar de terciopelo azul ribeteado de encaje plateado.
Todavía se sentía débil cuando salió de su habitación, pero por lo menos sabía que no se la veía tan mal como en realidad se sentía. Leo estaba en el patio de las cuadras, observando al palafrenero que ensillaba sus caballos. Se giró al verla acercarse y la saludó con una inclinación de cabeza. Su rápido examen encubierto le dijo que el vizconde no había dormido mucho mejor que ella. Parecía pálido y demacrado. Quizá no fuera un día tan alegre para él, al fin y al cabo. Pero después de lo que le había dicho, ¿cómo podía ella pensar eso? Tenía que olvidarse de una vez de esas fantasías.
—No hay motivo alguno para que no monte a caballo hoy ¿verdad? —Se golpeó las botas con la fusta. Había decidido tratarle con naturalidad, hablar con él como si aquella espantosa escena no hubiera tenido lugar, como si nunca hubiera pronunciado aquellas palabras terribles. Pero su voz surgía tensa, las lágrimas formaban un duro nudo en su garganta y le era imposible mirar al vizconde a los ojos.
—Puedes cabalgar esta mañana. Pero después del almuerzo debes viajar en el carruaje. Tu marido espera sin duda que viajes con la debida solemnidad —le informó con una voz neutra.
—Porque, si no lo hiciera así, ¿no sería un comportamiento acorde con mi posición? —Si no pensaba en Leo, si sólo se concentraba en temas neutros, el nudo de lágrimas se disolvería y su voz volvería a sonar normal de nuevo.
—Posiblemente. —Leo tuvo que domeñar su impulso que le empujaba a acariciarle la mejilla, a alisar la tirantez de su preciosa boca y a borrar su evidente dolor desmintiendo lo que le había dicho. Pero si lo hacía, iban directos a la locura. Debía mantenerse firme, o toda su crueldad habría sido en vano.
—¿Se preocupa mucho el príncipe por el prestigio y el estatus y todo lo que los acompaña? —observó a su alrededor los preparativos del séquito para salir de Soissons.
—En Versalles preocupan mucho.
¿Rehuía deliberadamente la pregunta?
—Pero ¿a mi marido le preocupan? —insistió.
—Creo que sí —le respondió él, montando de un salto en su caballo—. Pero, como te he dicho, en Versalles es crucial todo lo que tiene que ver con el protocolo.
Cordelia entregó su pie al mozo de cuadra que esperaba para ayudarla a montar a Lucette.
—Y el príncipe ¿está más preocupado por el protocolo de lo normal? —Cordelia recogió las riendas y guió a su montura para salir al paso del patio, junto al caballo del vizconde.
Leo torció el gesto. Elvira se había quejado una vez de las rígidas actitudes de Michael. Odiaba cualquier desviación de lo que él consideraba procedimientos correctos. Tenía ciertos rituales invariables. Cuando Leo le había presionado para que fuera más específica, Elvira se había reído y había cambiado de tema. Pero Leo recordaba el ligero malestar que le había producido aquella conversación. De hecho, era un malestar recurrente ante muchas de las conversaciones que había mantenido con su hermana en aquella época. Tanto por lo que Elvira le había dicho como por lo que había callado.
—¿Vizconde? —le apremió Cordelia.
Sacudió la cabeza para espantar las sombras y habló con brusquedad.
—No lo sé. Michael es un diplomático, un político. Sigue las reglas de todos los juegos. Le preocupan las apariencias, pero como todo el mundo en Ver salles. Lo verás por ti misma.
Cordelia no tuvo ánimos para seguir preguntando, y siguieron cabalgando en tenso silencio toda la mañana, deteniéndose para el refrigerio de mediodía en la orilla derecha del río Aisne. Los habitantes de la zona acudieron en tropel alrededor de las mesas dispuestas como para un picnic, boquiabiertos ante la delfina y su séquito. María Antonieta estaba encantada con aquel rústico entorno y con lo informal de la ocasión. Solicitó la presencia de Cordelia en su mesa y charló con ella como una cotorra.
Obviamente, Toinette no se sentía aprensiva ni tenía en absoluto el aspecto de haber pasado la noche en vela. Cordelia se dio cuenta de que la angustiada muchacha que extrañaba a su familia y a su país se había desvanecido y se había transformado en esta encantadora y encantada princesa, que se deleitaba con las atenciones y los homenajes, con el evidente placer de un niño mezclado con la altanería de alguien que sabe que le son debidos.
—Ven, vamos a pasear entre el pueblo. —Toinette se levantó en una nube de seda color paja. Tomó a Cordelia del brazo—. Pasearemos entre los aldeanos y les saludaremos. Ahora son mis súbditos, y deseo tanto que me quieran...
Los lugareños parecían sin duda muy bien dispuestos hacia su futura reina y poco deseosos de dejarla ir cuando llegó el momento de regresar a los carruajes.
Lucette ya estaba desensillada y había regresado a la cola de la procesión, y el carruaje con las armas de Von Sachsen en sus paneles laterales estaba preparado. Leo la esperaba junto al estribo. Mientras Cordelia avanzaba hacia él, Christian salió de la muchedumbre, con las riendas de su caballo en la mano.
La cara de Cordelia se iluminó. Con Christian, siempre estaba segura de ser bien recibida. La cálida amistad de Christian no era ninguna fantasía. Recogiendo sus voluminosas faldas, corrió hacia él.
—Christian, ¿cómo estás? —Se alzó de puntillas para besarle, olvidándose de que estaban en público—. He estado pensando en dónde te alojarás en París.
—Cordelia, deberías saber que no es correcto dar muestras de afecto en público —le reprendió severamente Leo, al llegar a su lado—. Y tú también, Christian. Sabes tan bien como cualquiera que la intimidad de vuestra amistad debe permanecer oculta a la atención pública.
Christian se ruborizó.
—Conozco los límites de la amistad, milord —le contestó lanzándole una clara indirecta.
—Leo, ¿tienes alguna idea sobre adonde debería ir Christian cuando lleguemos a París? —preguntó rápidamente Cordelia.
—No necesito la ayuda del vizconde, Cordelia —protestó Christian con frialdad—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí mismo.
—Pero es una ciudad desconocida, y lord Kierston es tu protector. Por supuesto que va a ayudarte, ¿no es cierto? —Dirigió la mirada de sus grandes ojos turquesa hacia él—. ¿No faltarás a tu promesa, supongo?
Era casi un alivio, pensó Leo, ver sus ojos ahora llenos de un airado reto, en lugar del inquietante impacto de alguien cuya confianza ha sido abruptamente aniquilada. Ignoró el desafío y le dijo tranquilamente a Christian:
—Te daré la dirección de una casa de huéspedes respetable y asequible. Allí estarás muy cómodo hasta que puedas instalarte mejor.
Leo abrió la puerta del carruaje.
—Vamos, la procesión empieza a moverse. —Ayudó a subir a Cordelia y trepó tras ella.
Cordelia se asomó a la ventana.
—Ya lo discutiremos cuando lleguemos a Compiégne, Christian. —Se quedó observándole mientras cabalgaba hacia la cola de la columna, y luego se recostó en los mullidos cojines.
—¿Le ayudarás, verdad?
—Si él lo acepta. —Leo se giró para mirar por la ventana. Lamentaba la necesaria crueldad de la noche anterior, pero en aquellos momentos sus sentimientos iban mucho más allá. No había previsto sentirse de aquella forma. Triste y afligido. Había cumplido con su deber hacia Cordelia y hacia Michael. Había resistido a la tentación, con una sola excepción, aunque hubiera sido lo más difícil que le había ocurrido en la vida. Ahora ya no caería en ninguna tentación. En cuanto la presentara a su marido, Cordelia pertenecería a Michael en cuerpo y alma. Pero este hecho le llenaba de sombrío pesar.
Llegaron al pueblo de Berneuil, en el linde del bosque de Compiégne, a las tres de la tarde. Dos escoltas del cortejo real les esperaban con la noticia de que el rey había decidido acompañar en persona a su nueva nieta hasta Compiégne. Él y el delfín sólo estaban a cinco minutos de distancia.
—Un honor inesperado —observó Leo—. El rey no suele tomarse tantas molestias.
Viendo que Cordelia no respondía, Leo bajó del carruaje.
—Ven. —Le ofreció su mano.
La mano de Cordelia sólo rozó la suya al bajar. Inconscientemente, alzó la cabeza mientras miraba a su alrededor.
Era tan obvio que estaba intentando armarse de valor que Leo se sintió profundamente conmovido.
—Anímate. Las cosas no son nunca tan malas como esperas. —Intentó animarla con una sonrisa.
—No quiero casarme con él —dijo ella en voz baja e intensa—. Te quiero a ti, Leo.
—¡Basta! —le ordenó bruscamente—. Sólo te harás daño diciendo cosas como ésa.
Cordelia se mordió el labio con fuerza. Alcanzaron a la delfina y su séquito, de pie al lado de sus vehículos, esperando al rey. Toinette miró por encima del hombro y se encontró con la mirada de Cordelia. Hizo una mueca, y por un momento pareció que su antigua relación llena de travesuras quedara reinstaurada, aunque Cordelia no consiguió animarse a responder. Luego, el aire resonó con el sonido de los cascos y ruedas de hierro en la calzada sin pavimentar, y la delfina se giró de nuevo apresuradamente, enderezando la espalda.
La cabalgata real entró en la placita del pueblo con el sonido triunfal de tambores, trompetas, timbales y oboes. Era una nutrida tropa de guardias, soldados, caballeros y carros.
El rey descendió del primer carruaje, acompañado por un joven que miraba a su alrededor con aire constreñido y nervioso.
—¿Es el delfín? —susurró Cordelia a Leo, desviando su atención por un momento de su propia desgracia.
—Sí, es muy tímido.
Cordelia quería comentar la falta de atractivo del joven, pero se guardó su comentario, mientras veía cómo Toinette caía de rodillas ante el rey, quien volvió a alzarla y la besó afectuosamente antes de empujar a su nieto hacia ella. Louis Auguste besó tímidamente a su esposa, bajo los aplausos y vítores de los espectadores.
El príncipe Michael von Sachsen se dirigió hacia su cuñado abriéndose paso entre la muchedumbre. Durante unos minutos, se había dedicado a observar a la joven que estaba al lado del vizconde. Iba vestida con la máxima elegancia, como era de esperar. Su expresión era de gran seriedad, parecía casi huraña. Había sufrido suficiente frivolidad en su vida de casado para que le durara durante varios matrimonios, se dijo a sí mismo, más bien complacido por la sombría compostura de la muchacha. Con suerte, neutralizaría la tendencia veleidosa de sus hijas, denunciada por Louise de Nevry. En realidad, le costaba imaginar que una u otra de las niñas fueran capaces siquiera de esbozar una simple sonrisa, pero probablemente su institutriz las conocía mejor que él.
—Vizconde Kierston. —Saludó a su cuñado con formalidad.
Leo había estado observándolo mientras se acercaba. Inclinó la cabeza.
—Príncipe von Sachsen. Permíteme que te presente a la princesa von Sachsen.
Cordelia hizo una reverencia. Su marido la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. Besó su mano, luego rozó ligeramente su mejilla con los labios.
—Madame, os doy la bienvenida.
—Gracias, señor. —Cordelia no encontró nada más que decir. El príncipe era muy parecido a su miniatura. No carecía totalmente de atractivo. Su pelo estaba oculto bajo una peluca, pero sus cejas eran grises. Su figura era algo corpulenta, pero no en demasía, al menos en comparación a la ya acostumbrada delgadez y atlética musculatura de Leo Beaumont.
Hizo un esfuerzo por sonreír, para mirarle a sus ojos claros. Leo, a su lado, tenía la vista fija en algún punto indefinido. El príncipe torció de repente el gesto y una sombra bailó por un momento a través de la lisa superficie de sus ojos. Como si no le gustara lo que había visto.
—Esta noche pernoctaremos en Compiégne —anunció el príncipe con una voz monótona y ligeramente nasal, sin el más mínimo atisbo de calidez—. He ordenado que la boda sea formalmente solemnizada cuando lleguemos a París mañana por la noche. Será una ceremonia discreta, pero confío, Leo, en que nos honres con tu presencia. —Se giró para sonreír a su cuñado. Una sonrisa fina y rápida que a Cordelia le recordó desagradablemente la lengua de una víbora. Echó una ojeada a Leo. Su expresión era gélida, pero se inclinó y dijo en un murmullo que se sentía honrado por la invitación.
Una vez más, Cordelia estaba profundamente impresionada por el evidente desagrado que Leo sentía hacia el príncipe. No por lo que dijera, sino por su mirada. Notaba una especie de rabia que emanaba del vizconde. ¿Qué debía ser? Miró a los dos hombres. El príncipe Michael estaba ofreciendo su cajita de rapé. Leo tomó un pellizco con una frase de agradecimiento. Superficialmente, ni la escena ni su comportamiento tenían nada de especial, pero bajo esta superficie Cordelia juraría que corrían profundas corrientes de antagonismo.
¿Por qué? Seguro que debía de tener algo que ver con Elvira. Pero ¿qué?
Leo luchaba como siempre con la vorágine de emociones que la presencia de su cuñado siempre le evocaba. Michael estaba vivo. Elvira había muerto. Leo no había estado junto al lecho de muerte de su hermana, no había tenido noticia de su enfermedad hasta después de su muerte. Pero ¿había hecho Michael todo lo posible para salvarla? El interrogante le atormentaba como sólo lo había hecho la rapidez de la defunción. Tan rápida, tan repentina. Un día ella estaba bajo el sol, alborozada, radiante y llena de vida. Y al día siguiente no era más que un cuerpo consumido en un ataúd. Y él no había estado allí para salvarla, o para sufrir a su lado. Y nunca sabría ya si se había hecho todo lo que se podía hacer.
—Vamos, debemos regresar al carruaje. —El príncipe señaló el séquito real, que montaba de nuevo en sus vehículos—. Viajaré con vosotros. ¿Hay suficiente espacio, supongo? —Dirigió esta cortés pregunta a Leo.
Leo apartó de su mente los fantasmas del dolor y la ira y se esforzó en volver a aquella soleada tarde. —Os dejaré a solas para que conozcas mejor a tu esposa, Michael. Cabalgaré gustoso.
—Adiós, Cordelia. —Se inclinó y alargó la mano hacia la silenciosa y atenta Cordelia, que se dio cuenta, con angustiado sobresalto, de que realmente iba a abandonarla allí.
Cordelia le dedicó una reverencia y le dio la mano. Sus ojos estaban muy abiertos y vulnerables, y su voz tenía una tristeza desconocida.
—Estoy tan acostumbrada a tu compañía, que no sé cómo podré pasar sin ella. ¿Te veremos en Compiégne?
—No. Creo que regresaré directamente a París. Ahora ya tienes la compañía de tu marido y no necesitas la mía. —Fijó intensamente la mirada en la de ella, deseando que perdiera su aire desolado. Sin duda, terminaría llamando la atención de Michael.
—Entonces, permíteme que te agradezca todos tus cuidados. —Cordelia parecía haber recuperado el ánimo. Su sonrisa era frágil, pero era, a pesar de todo, una sonrisa.
—El placer ha sido mío. —Alzó la mano de Cordelia hasta sus labios y la besó.
El contacto de sus labios le abrasó la piel a través de los guantes y, por un revelador instante, el amor brilló en sus ojos con una intensidad tan penetrante que casi le obligó a apartar la mirada. Luego, tomó a su esposo del brazo y le dio la espalda.
Leo permaneció contemplándolos mientras desaparecían entre la bulliciosa muchedumbre, luego giró sobre sus talones para marcharse. Se sentía vacío. De repente, la idea de ver a Cordelia con Michael le resultaba insoportable. Pensar que las manos del príncipe tocarían esta piel fresca y despertarían aquella sensualidad tan candida y maravillosa le llenó de cólera amarga. Elvira no le había confesado nunca cómo era Michael en la cama, y él había respetado su delicadeza, aunque fuera una reticencia poco habitual en una persona tan natural y sincera como su hermana. Ahora le atormentaba una curiosidad obsesiva que le resultaba tan dolorosa como aparentemente voyeurista.
—Lord Kierston.
Se detuvo y se dio la vuelta ante el saludo de Christian Percossi. Su expresión no era alentadora. No necesitaba los comentarios acusadores del joven músico en aquellos momentos. Pero Christian parecía sentirse tan desconsolado y desgraciado como Leo.
—¿Estará bien? —Christian estaba sofocado, despeinado, con una mirada perdida en sus expresivos ojos castaños.
—Está con su marido.
—Sí, pero ¿qué clase de hombre es él? —Christian se retorcía las largas y elegantes manos—. ¿Sabe lo especial que es Cordelia? ¿Será capaz de apreciarla?
Leo expiró lentamente.
—Eso espero —dijo finalmente, volviéndose de nuevo para marcharse, antes de acordarse de que el joven dependía hasta cierto punto de él—. Cuando llegues a París, dirígete hacia la Belle Étoile en la rué Saint Honoré. Menciona mi nombre. Vendré a buscarte en un par de días.
—¿Os vais a Compiégne, ahora?
—No. Me marcho directamente a París. Hasta luego, Christian. —Saludó con ademán displicente al muchacho y se marchó, dejando a Christian incómodamente solo en la plaza del pueblo, que ahora se vaciaba con rapidez. Al cabo de un minuto fue en busca de su caballo. Seguiría la procesión hasta Compiégne. Aunque no pudiera hablar con Cordelia, por lo menos estaría cerca de ella. Le pareció muy desconsiderado por parte del vizconde que la abandonara de aquella forma cuando probablemente necesitara caras amigas a su alrededor.
Leo empujó la puerta y entró en una taberna de bajos techos.
—¡Vino, mozo!
El mozo de taberna salió disparado hacia la barra del bar y regresó con una jarra de vino tinto y un recipiente de peltre. Leo lo agradeció con una sombría inclinación de cabeza y llenó el vaso. Bebió un prolongado trago y se dispuso a pasar una larga tarde en compañía de Baco. Al día siguiente sería la boda de Cordelia, y tenía la intención de atenderla con un dolor de cabeza demoledor y los sentidos anestesiados por el vino.
El príncipe Michael había ofrecido su mano a Cordelia para que subiera al carruaje y había entrado tras ella. Se sentó, arreglando los pliegues de los largos faldones de su gabán de brocado, y ajustándose la espada.
«Cuántos gestos maniáticos», pensó Cordelia. Un hombre preocupado por los detalles, que necesitaba que todo estuviera perfectamente ordenado. La antítesis de ella misma.
—Me siento honrada de que hayas venido a buscarme —aventuró Cordelia. Tenía que romper el hielo, de alguna manera.
—No tienes por qué —le respondió él, finalmente satisfecho con su traje y alzando la mirada hacia ella—. En circunstancias normales, por supuesto, te habría esperado en París. Pero como el rey parecía complacido por este viaje, me pareció apropiado acompañarle para ocuparme de mis propios asuntos.
Qué aridez, pensó Cordelia. Sin duda, podía haberle dicho algo más cálido, más alentador. Fijó la mirada en sus manos, que reposaban en su regazo. Un rayo de sol encendió el brazalete de serpiente en su muñeca. Lo tocó, y probó de nuevo.
—Y te agradezco mucho este regalo de compromiso. El zapatito de cristal y diamantes es exquisito. —El pequeño dije bailaba con sus movimientos—. Me intrigan los demás colgantes.
—No tengo ni idea de su historia. Ya estaban ahí cuando compré la pulsera para mi... —Se detuvo en seco, pensando que quizá fuera poco diplomático mencionar a su propietaria original. La verdad, era una joya demasiado valiosa para desperdiciarla, y no creía en gastos innecesarios.
Elvira había sabido llevar el brazalete. Su compra, al nacer las gemelas, había sido un gesto extravagante y caprichoso que ahora lamentaba. Le había parecido que su intrincado diseño era perfectamente adecuado para aquella mujer, y cuánta razón le habían dado los acontecimientos posteriores. El brazalete, con su interpretación de la serpiente y la manzana, estaba hecho para Elvira: tentadora, engañosa, mentirosa, una meretriz. Se había comportado como una meretriz la primera vez que había entrado en su cama, y había sido una meretriz hasta su lecho de muerte.
La antigua rabia encarnizada le atravesó las venas, y cerró los ojos hasta conseguir controlarla. Se había acabado. Elvira había pagado el precio. Tenía una nueva esposa.
Abrió de nuevo los ojos, estudiándola. También en ella intuía cierto atrevimiento. Lo había advertido cuando le había mirado a los ojos, hacía un momento. Debería haber bajado la vista ante su marido, pero le había devuelto la mirada con un aire desafiante que no le había gustado en absoluto. Sin embargo, era joven e inocente. La antítesis de Elvira. Pronto le arrancaría cualquier bravura indeseable.
Cordelia se preguntó por qué no había terminado la frase, pero no insistió para que lo hiciera. La cara del príncipe estaba cerrada y sombría. ¿Qué tipo de hombre era ese esposo suyo? Demasiado pronto lo descubriría.