CAPÍTULO 02

Christian merodeaba por el pasillo, delante de la sala de audiencias de la emperatriz. Sabía que Cordelia estaba allí, con la emperatriz y su tío. El palacio entero bullía en rumores. Los chismes corrían en boca de las sirvientas más rápido que una pantera persiguiendo a su presa, y el nombre de lady Cordelia estaba en boca de todas ellas. No se había dicho nada específico, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que la llegada de la delegación francesa repercutiría en el futuro de lady Cordelia tanto como en el de la archiduquesa.

Christian se mordisqueó una cutícula suelta, apoyado en la jamba de una ventana. Sabía que no podrían hablar abiertamente en el pasillo, a la vista de todos, pero se sentía demasiado aprensivo y curioso para esperar pacientemente que Cordelia fuera en su busca. Algo extraño había sucedido poco antes entre ella y el hombre de la galería. Quería saber qué había sido y si eso tenía alguna relación con lo que estaba sucediendo ahora, fuera lo que fuese.

La puerta de la sala de audiencias se abrió y salió un hombre alto vestido con un traje de montar oscuro. Por un momento se detuvo en el pasillo y su expresión, que había sido tranquila y neutral un segundo antes, cobró vida de repente. Christian no sabía de quién se trataba, pero el destello de sus ojos color avellana era tan atrayente que estuvo a punto de abandonar la jamba de la ventana para dirigirse hacia él. El extranjero frunció el ceño con aire perplejo y la luz de sus ojos se volvió de repente especulativa. Luego, sus labios tensos se relajaron, curvando las comisuras en una atractiva sonrisa. Sin dejar de sonreírse para sus adentros, avanzó por el pasillo, pasando por delante de Christian sin dedicarle una simple mirada, con su corta capa de montar escarlata oscilando a cada uno de sus largos pasos.

Christian se preguntó dónde debía residir el fuerte carisma del extranjero. Parecía poseer una cualidad curiosamente magnética. Luego, apartó esta cuestión de su mente y siguió montando guardia. La emperatriz estaba reteniendo a Cordelia mucho más tiempo de lo normal. El duque Franz Brandenburg fue el siguiente en salir de la estancia, apoyando todo el peso en su bastón, y con su habitual cara de pocos amigos afeando su semblante de fuerte mandíbula. Avanzó por el pasillo pesadamente, ignorando al músico. Una sirvienta pasó muy rápida, casi corriendo, pero Cordelia seguía sin aparecer.

Christian se dio la vuelta para contemplar el patio inferior desde la ventana. Estaba repleto de carros, carruajes y caballos, debido a los preparativos del palacio para entretener a quienes habían venido para escoltar a la archiduquesa hacia su vida futura.

El ligero tamborileo de unos pies calzados con chinelas le hizo girarse de nuevo hacia el pasillo. María Antonieta avanzaba bailando por el pasillo hacia la puerta de su madre. Toinette pocas veces se desplazaba caminando.

Christian torció el gesto cuando la archiduquesa fue admitida en la sala de audiencias. ¿De qué asunto se podía tratar para que la emperatriz hubiera llamado a las dos muchachas? ¿A lo mejor les habían visto, a Cordelia y a él, intercambiando susurros urgentes en cualquier rincón de los jardines? Preocupado y febril, empezó a caminar arriba y abajo del pasillo, ajeno a las miradas curiosas que suscitaba entre las atareadas sirvientas.

En la recámara privada de la emperatriz, contigua a la sala de audiencias, María Antonieta abrazaba a su amiga con lágrimas de alegría.

—No puedo creerlo, Cordelia. Vendrás conmigo. No estaré sola.

—El rey ha sido muy considerado, niña. —Su madre sonrió con benevolencia ante los dedos entrelazados de su hija y su amiga. Esta amistad la complacía, sobre todo porque Cordelia, un año mayor y mucho más sensata que la archiduquesa, ejercía a menudo sobre ella una influencia aleccionadora. Aunque era preciso reconocer que la vivacidad de Cordelia a veces las llevaba a ambas por mal camino, María Teresa confiaba en que el matrimonio y sus pesadas responsabilidades sociales, por no hablar de la maternidad, neutralizarían cualquier vivacidad indeseable en las dos muchachas.

—¿Es su retrato? ¡Oh, déjame ver! —Toinette tomó la miniatura y la examinó con aire crítico—. Es muy viejo.

—¡Tonterías! —Reprendió la emperatriz—. El príncipe está en la flor de la vida. Es un hombre de gran riqueza y muchas influencias en la corte.

—¿Cómo es posible que el vizconde sea el cuñado del príncipe Michael, madame? ¿Acaso está casado con la hermana del príncipe? —Cordelia se dijo a sí misma que era una pregunta perfectamente razonable, y que su interés en la cuestión era puramente periférico.

—El príncipe Michael estuvo casado con la hermana del vizconde —le informó la emperatriz—. Lamentablemente, ella murió hace unos años, dejando unas hijas gemelas, creo.

Pero podía estar casado con otra. ¿Por qué no conseguía quitarse al vizconde Kierston de la cabeza? ¿En qué podía afectarla a ella, si estaba casado o no? Cordelia se reprendió a sí misma, pero con cierta falta de convicción.

—¡Oh, entonces serás mamá inmediatamente —exclamó Toinette, haciendo una pirueta—. ¿Te gustará, Cordelia?

Otro detalle que nadie había pensado en comunicarle, reflexionó Cordelia, sobresaltada por esta información. ¿Cómo podía ella saber si sería capaz de asumir el papel de madre para dos niñitas desconocidas? No estaba preparada para ser la madre de nadie, apenas estaba empezando a probar sus propias alas.

—Eso espero —dijo, sabiendo que ésta era la única respuesta aceptable para la emperatriz.

—Debes prenderte la miniatura en el traje —dijo Toinette—. Como la mía —e indicó con un gesto el retrato del delfín que ahora llevaba encima. Hábilmente, prendió la miniatura del príncipe al corpiño de muselina de Cordelia. Dio un paso atrás, examinando su obra, y asintió levemente con la cabeza, en señal de satisfacción.

—Ahora ya estás prometida como es debido, como yo.

—Bueno, ahora debéis daros prisa y vestiros para el baile de esta noche —les instruyó María Teresa con otra sonrisa cariñosa—. Estaréis tan bellas las dos... dos novias exquisitas. —Con una ligera palmadita en la cabecita rubia y en la morena, les dio un beso a ambas—. Ahora, dejadme. Debo leer ciertos documentos antes de la cena.

Toinette cogió del brazo a Cordelia y se la llevó bailando de la presencia imperial.

—¡Es tan excitante! —dijo atropelladamente—. ¡Soy tan feliz! Tenía tanto miedo, aunque no me atrevía a admitirlo, pero ahora ya no me asusta en absoluto irme. Cautivaremos la corte de Versalles, todo el mundo caerá a los pies de las dos bellísimas novias de Viena. —Riendo, soltó el brazo de Cordelia y avanzó revoleando por el pasillo. La mente de Cordelia estaba demasiado ocupada con su propia confusión para poder compartir la exuberante animación de Toinette, y la siguió a paso más lento.

—¡Cordelia!

Christian la agarró del brazo al pasar junto a la ventana, y tirando de ella se la llevó hacia el exiguo espacio.

—¿Qué sucede? ¿Qué está pasando? ¿Quién era el hombre con quien estabas en la galería?

Cordelia echó un vistazo por encima del hombro. Un mayordomo había aparecido doblando la esquina del pasillo y avanzaba engreído hacia la puerta de la emperatriz.

—Voy a casarme —susurró—. Y aquel hombre es el vizconde Kierston; será mi esposo por poderes. Pero no podemos hablar aquí. Ven al invernadero, como siempre, a medianoche. A esa hora podré escabullirme del baile. He tenido una idea absolutamente genial, que resolverá todos tus problemas.

Cuando parecía estar a punto de protestar, ella le tocó los labios con un dedo, lanzó otra rápida ojeada al mayordomo que se acercaba, saltó de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Luego se escabulló, para marcharse andando pausadamente por el pasillo. Christian oyó su cortés saludo al funcionario mientras esperaba que éste pasara antes de abandonar la jamba de la ventana.

Cordelia siempre estaba llena de ideas geniales, pero ¿cómo podía el hecho de casarse y seguramente abandonar Viena resolver alguno de sus propios problemas? Sólo significaría, simplemente, que él perdería a su mejor amiga.

La recepción de gala que iniciaba la semana de festividades para celebrar el matrimonio de la archiduquesa con el delfín de Francia tenía lugar en la Gran Galería. Las altas ventanas se abrían a la extensión de jardines iluminados por las antorchas, en los que jugaban fuentes de colores con sus delicadas cascadas reflejándose en los espejos de cristal, enmarcados de oro, que adornaban la galería.

Cordelia no dejaba de consultar el reloj, ni siquiera cuando los jóvenes acalorados, con sus pelucas empolvadas y el carmín de las mejillas corriéndose bajo los esfuerzos de la danza y el calor de las cuatro mil velas, la hacían girar siguiendo los pasos de la línea de danzantes. Normalmente, le gustaba bailar, pero esta noche estaba trastornada. Horas antes, Christian había dado un recital, y su música exquisita había embelesado a su público. Poligny había asentido benévolamente durante todo el concierto, atribuyéndose descaradamente el mérito de la composición y de la actuación de su discípulo. Al final, la emperatriz había entregado a Poligny un pesado portamonedas, satisfecha por la impresión que sus músicos habían causado a sus invitados. El mecenazgo de artistas y genios era una obligación real, pero resultaba muy satisfactorio cosechar tal reconocimiento. Daba por supuesto que Poligny compartiría el portamonedas con Christian, pero Cordelia sabía tan bien como éste que debería considerarse afortunado si veía una simple guinea.

Christian circulaba ahora alrededor de la galería, bailando cuando se veía obligado a hacerlo, aceptando cumplidos cuando era necesario, comportándose de la forma más agradable posible, como debía hacerlo alguien que vivía del mecenazgo imperial. Ocultó su pena y su ira por la actitud de Poligny ante todo el mundo.

El palacio entero sabía ya que lady Cordelia Brandenburg iba a casarse con un príncipe prusiano, embajador en la corte de Versalles, y que la archiduquesa María Antonieta no se vería obligada a viajar sola hacia su nueva vida. Pero Christian estaba desolado. París estaba en el otro extremo del mundo. Desde el momento en que se había topado con una niñita que lloraba furiosamente en el invernadero de los naranjos, cinco años atrás, Cordelia había sido su mejor amiga. Él la había consolado, en aquella ocasión y en muchas otras desde entonces, de la misma manera que ella le había apoyado, alentando su confianza en sí mismo, creyendo siempre en él, por mucho que Poligny lo ridiculizara, se burlara de él o lo utilizara. Sólo cuando estaba con Cordelia, Christian creía de veras en su propio genio.

Cordelia evitaba a Christian, como hacía siempre en público, pero no parecía ser capaz de guardar la misma discreción cuando se trataba del vizconde Kierston. Sus ojos no dejaban de escrutar la sala en su búsqueda. Él no estaba nunca en la pista de baile, prefería mantenerse al margen, conversando con algún cortesano francés o austríaco de alto rango. Cordelia comprobó que él no parecía mirar mucho a las mujeres, las cuales, por su parte, no podían quitarle la vista de encima, tan distinguido, en un traje de seda color gris claro, un chaleco de listas negras y un pañuelo de volantes al cuello, su pelo negro sin empolvar recogido en la nuca con un lazo de terciopelo gris...

¿Estaría casado? ¿Tendría una amante? No podía dejar de pensar en él... ni dejar de mirarle. Su imagen la atormentaba, las preguntas acosaban su mente. Tenía la sensación de haber contraído una fiebre cerebral, con oleadas alternativas de calor y frío, y plena incapacidad para concentrarse en nada. Sus parejas de baile la encontraban distraída y casi brusca, y pocas veces le pedían un segundo baile.

Cordelia no era consciente de que el vizconde la estaba observando con tanta atención como ella a él. Leo estaba pensando en que ella no tenía ningún parecido físico con Elvira, que era rubia y escultural, muy distinta del duende de esa belleza oscura con cutis de crema y ojos profundos, a veces azules como turquesas y a veces grises como el carbón. Sin embargo, estaba convencido de que ambas mujeres compartían algo peculiar: pasión y un apetito sensual que podía enloquecer a un hombre. Había observado a Elvira antes de su boda ejerciendo su magia con su risa desbordante de placer y el gesto despreocupado con el que echaba hacia atrás su cabellera rubia.

El príncipe Michael no había sido el primero en su cama, pero eso era algo previsible cuando una mujer tan vivaz y sofisticada como Elvira había esperado hasta cumplir los veinte años antes de aceptar a un marido. Ella había insistido en que Michael no le había preguntado nunca por su pasado. Era un hombre mundano, no podía esperar que una mujer mundana fuera virgen. Pero a veces Leo se preguntaba si eso era realmente cierto. Michael cultivaba una cortesía diplomática sin fisuras, que Leo nunca había visto resquebrajarse, pero costaba creer que no existieran otras corrientes bajo esa lisa superficie.

Leo tomó un sorbo de champán y observó a la futura segunda esposa del príncipe realizando los movimientos del minuet con elegancia pero sin entusiasmo. Su pareja parecía aburrirse. Lady Cordelia giró sobre sí misma y una vez más sus ojos se encontraron con los del vizconde. Un rubor encendió sus mejillas, sus labios se entreabrieron, sus ojos resplandecieron.

Leo le dio la espalda con un revuelo. Santa madre de Dios, ¿qué estaba haciendo esa mujer? Primero, algún desgraciado detrás del biombo, y ahora, estaba utilizando su magia contra él, ¡que Dios le protegiera!

Los relojes de palacio dieron las doce y los invitados abandonaron la galería hacia los comedores para cenar, donde les esperaban champán quemado, ocas verdes, perdices en galantina, lenguas de alondra, mousse de salmón, barquillos de ostras y empanadillas de cangrejo.

Leo permaneció en la galería, mirando melancólicamente los jardines, cuyos céspedes y caminitos de gravilla aparecían iluminados por la luz de los ventanales. Tomó otro sorbo de su copa, escanciada de nuevo. A sus espaldas, los músicos seguían tocando suavemente, y desde los comedores se filtraban las risas y el tintineo del cristal y la porcelana.

Una silueta apareció a sus pies, en la escalinata curvilínea de piedra que llevaba al jardín. Pasó bajo la hilera de llameantes antorchas que bordeaban la terraza enlosada de piedra, y su pelo negro refulgió con destellos azules. Su traje de fiesta de gasa color marfil se onduló y le ciñó con gracia el cuerpo al adentrarse en un caminito de gravilla entre los parterres y alejarse rápidamente hacia el invernadero.

Y ahora, ¿adonde demonios iría, escabullándose de tal manera, en plena noche? Leo dejó su copa en el alféizar de la ventana y atravesó la galería hasta la gran escalinata que bajaba hasta las puertas de la escalera de piedra. Si eso era otro escarceo amoroso, tenía la obligación, como representante de Michael, de ponerle fin. Ahora estaba prometida y ya no podía seguir correteando a sus anchas, como una niña que persigue mariposas.

Alcanzó a ver un atisbo de marfil desapareciendo en la oscuridad del invernadero, y apretó el paso.

En el interior del edificio de cristal, lleno de dulces fragancias, Cordelia avanzó sin dudar por el tercer pasillo, taconeando en el suelo de piedra. Incluso en una noche tan templada se habían encendido los braseros para mimar las orquídeas raras, los exóticos árboles frutales, las exuberantes parras de la pérgola.

—¿Christian? ¿Estás aquí? —Su voz sonó exageradamente alta en el silencio, al llegar al final del pasillo y escrutar la oscuridad a su alrededor.

—Aquí. —Christian salió de detrás de una palmera. Su cara estaba pálida en la penumbra—. ¿Es cierto? ¿Te marchas a Francia para casarte con un príncipe prusiano?

—Sí —le respondió ella dulcemente—, pero escucha. ¿Por qué no me acompañas? Puedes encontrar un nuevo mecenas en Versalles y ser tu propio maestro, no un discípulo. Si consigo persuadir a la emperatriz para que te libere, como una especie de regalo de boda, podrás librarte de Poligny.

—Pero aunque la emperatriz me libere, no tengo dinero. ¿Cómo haría el viaje?

—¿Por qué piensas siempre en las dificultades? —Replicó Cordelia, impaciente, golpeándole el brazo con su pequeño puño—. Ya encontraremos la manera.

Christian seguía dubitativo, pero volvió al asunto que atañía a Cordelia.

—¿Es él? —Rozó la miniatura prendida a su vestido con la punta del dedo, como si fuera algo repugnante o dañino.

—Sí. Tengo que llevarlo. —Levantó el retrato hacia ella y se quedó mirándolo—. ¿Crees que me gustará el príncipe?

Christian examinó la miniatura más de cerca.

—Parece severo. Pero quizá sea sólo el retrato —añadió rápidamente, ansioso por tranquilizarla—. La gente siempre parece demasiado estirada en los retratos.

—Mmm. —Ahora le tocaba a Cordelia parecer dubitativa—. A saber si le gustaré yo a él.

—Pues claro que sí. ¿Cómo podrías no gustarle a alguien? —La abrazó con fuerza—. Te echaré tanto de menos.

—No, no lo harás —murmuró ella contra su pecho—. Porque vendrás conmigo.

—¿Estáis locos los dos?

Christian dio un salto atrás con un grito de sobresalto, y soltó a Cordelia. Por encima de su cabeza, se quedó mirando estupefacto la pálida mancha de la cara del vizconde Kierston.

—Eso es lo más estúpido, lo más insensato que haya oído jamás. Lady Cordelia está comprometida; el palacio está lleno de guardias, oficiales, invitados. ¡Y vosotros dos os besáis y abrazáis entre los naranjos, como un par de estúpidos aldeanos!

Cordelia se quedó mirándolo, y olvidó el extraño efecto que tenía sobre ella en su resentimiento ante esta furiosa y apabullante censura.

—No estábamos haciendo nada de eso, casualmente. Aparte de que no es asunto tuyo lo que yo haga o deje de hacer —afirmó, mientras Christian seguía intentando recuperarse.

—Te olvidas de algo. Seré el representante de tu esposo —contestó Leo secamente—. Y por lo tanto, tu comportamiento es asunto mío en alto grado, milady. Y sobre todo, tratándose de semejante estupidez caprichosa. ¿Has tenido en cuenta qué pasaría si os descubrieran? —Les retó con la mirada, su ira convirtiéndose lentamente en exasperación—. No sois más que un par de niños insensatos.

Se volvió hacia Christian, todavía mudo, y le dijo con un tono algo más suave: —Márchate ya. No tienes nada más que hacer aquí. Si deseas hacerle un favor a Cordelia, apártate de ella hasta su partida. Será más fácil para los dos. —Una sonrisa resplandeció en la penumbra, y dio una palmadita en el hombro de Christian—. El primer amor duele, ya lo sé. Pero el dolor se calma.

Christian miraba perplejo al hombre que suponía ser el vizconde Kierston, puesto que había dicho que sería el esposo por poderes de Cordelia. Y que, al parecer, estaba completamente equivocado. Carraspeó, y dijo:

—Pues claro que quiero a Cordelia, señor, es mi mejor amiga. Pero no estamos enamorados, si es eso lo que insinuáis.

—No —confirmó Cordelia de manera cortante—. Sólo estábamos conversando entre amigos.

—¡Una conversación entre amigos en plena noche, estrechamente abrazados en un solitario invernadero! —ironizó Leo ¿Por qué clase de idiota me tomas?

—Por uno tan ciego como un murciélago —replicó Cordelia—. Christian sólo me daba un abrazo de amigo.

—Será mejor que me marche —dijo Christian, comprendiendo fácilmente la incredulidad de Leo—. No era una cita amorosa, señor, pero es cierto que Cordelia no debería estar aquí conmigo. No está bien que la ahijada de la emperatriz mantenga una amistad con un simple músico. —Habló con contenida dignidad, hizo una rígida reverencia y se marchó.

La exasperación de Leo se desvaneció poco a poco. La compostura del muchacho era convincente. Quizá había llegado a una conclusión errónea, pero eso no alteraba en absoluto el hecho de que la prometida de Michael no tenía derecho alguno de comportarse de aquella forma, por inocente que fuera su intención. Se volvió hacia Cordelia, que permanecía quieta y callada en la sombra. Le hizo señas con el dedo.

—Ven aquí, milady.

Cordelia avanzó hacia la tenue luz y le devolvió su mirada escrutadora. Todo su enfado se había evaporado y volvía a sentirse presa de aquella extraña sensación. Estaban solos, en este lugar oscuro y fragante, y sólo se le ocurría una manera de disipar la confusión que bullía en su cerebro, vertiéndose en sus venas con cada latido de su corazón.

—¿Puedes besarme como lo has hecho esta tarde?

—¿Si puedo qué?

—Por favor, bésame —repitió ella lentamente—. Es muy importante.

—¡Por Dios, eres increíble!

Cordelia no dijo nada, simplemente se le acercó. Él quería apartarse, pero no podía, era como si ella lo hubiera envuelto en una maraña invisible. Sentía el calor de su cuerpo, la fragancia de su piel y de su pelo. Ella levantó silenciosa la mirada, los ojos luminosos y muy abiertos.

—Por favor. —Cordelia alzó las manos para capturar su cara y la atrajo hacia la suya.

¿Por qué no podía moverse? ¿Por qué no podía detenerla? Era incapaz de resistirse al poder de su pasión y de evitar el surgimiento de la suya propia. Le rodeó el cuello con ambas manos, sintiendo el pulso que latía desbocado contra su pulgar. La boca de Cordelia se abrió bajo la suya, la lengua penetró en busca de la suya, saboreando la carne de sus mejillas, el húmedo reverso de su lengua, recorriéndole los labios. Los pechos de Cordelia, desbordándose del pronunciado escote, pedían a gritos ser tocados. Las manos de él bajaron por la columna de su cuello y llegaron a los suaves relieves carnosos. Un dedo se hundió en el escote hasta el pezón, que se puso duro y erecto a su tacto. Mientras tanto, la boca hambrienta de ella no dejaba de envolverle, como si quisiera sacarle del núcleo de su cuerpo, con su exigente dulzura embriagándole la lengua.

Con un esfuerzo supremo, se arrancó la red que el cuerpo de ella estaba tejiendo a su alrededor, una telaraña cuyos sutiles hilos estaban hechos con su aroma, su sabor y la levedad de aquel cuerpo bajo sus manos.

—¡Santa madre de Dios! ¡Basta! —La apartó bruscamente, y se pasó las manos por la cara y la boca, recorriendo las huellas que había dejado en su carne—. ¿Qué clase de hechicera eres?

Cordelia negó con la cabeza, diciendo con dulce asombro:

—No soy una hechicera. Pero te quiero.

—No seas absurda. —Se esforzó por recuperar la compostura—. Eres una niña mimada y testaruda.

—No —volvió a negar con la cabeza—. No, no lo soy. Nunca había querido a nadie de esta manera. Oh, una vez, Christian y yo creímos que nos amábamos de esta forma, pero no duró ni una semana. Nunca deseé que me besara de la manera que necesito que me beses tú. Yo sé lo que siento.

Había una convicción tan serena en su voz, en sus ojos, en su sonrisa... Parecía tan petulante, satisfecha y segura de sí misma como un gato ante un cuenco de leche.

Leo se echó a reír, pensando desesperadamente que quizá si reaccionaba con una actitud tolerante y divertida podría quebrantar su intimidante confianza en sí misma.

—No sabes nada, querida niña. Nada de nada. Estás presa en un torbellino de emociones que todavía no comprendes. Unas emociones que pertenecen a la cámara nupcial y que pronto entenderás. Me siento culpable. No debería haberte besado nunca.

—He sido yo quien te ha besado a ti —corrigió ella con sencillez—. Porque lo necesitaba.

Se mesó el pelo, alborotando los mechones negros que le caían sobre la amplia frente.

—Escúchame bien, Cordelia. Todo ha sido culpa mía. No debería haberte provocado de aquella forma en la galería, esta tarde. No me daba cuenta, por Dios, de que estaba jugando con fuego. Pero ahora debes olvidarte de todas esas tonterías sobre el amor. Vas a ser la esposa del príncipe Michael von Sachsen. Es tu destino. Y si no lo aceptas, sólo conseguirás hacerte daño.