CAPÍTULO 11

La noche todavía era joven cuando los últimos invitados a la boda abandonaron el palacio del príncipe en la rué du Bac. Había sido una fiesta muy decorosa y sobria, y los recelos de Cordelia, que había temido verse escoltada hasta la cámara nupcial entre escandalosas procacidades, se revelaron infundados.

Tres señoras de edad avanzada la acompañaron hasta la primera planta; eran familiares lejanas del príncipe, y no mostraron intención alguna de ofrecer a la joven desposada alguna palabra prudente, sabia o alentadora. Parloteaban entre ellas sobre los invitados a la boda, mientras realizaban los pasos necesarios para acostar a la novia, y Cordelia empezó a sentirse como un impedimento incómodo para sus chismorrees.

—Matilde puede ocuparse perfectamente de mí, señoras —se atrevió a decir, temblando en su ropa interior, puesto que su supuesta ayudante, que sostenía su camisón nupcial, parecía haber olvidado qué tenía que hacer con la prenda, tan absorta estaba en su detallado análisis del peinado de madame du Barry.

Matilde resopló y quitó hábilmente la prenda de las manos de la mujer, rezongando:

—La princesa está a punto de agarrar una pulmonía.

La condesa Lejeune parpadeó y pareció regresar a la realidad de su entorno con cierta sorpresa.

—¿Habéis dicho algo, querida? —preguntó benévolamente a Cordelia, que se estaba quitando la enagua.

—Sólo que estoy sumamente agradecida por tantas atenciones, señoras, pero mi doncella puede perfectamente ocuparse de todo a partir de ahora. Debéis estar ansiosas por volver a casa, antes de que sea realmente tarde —farfulló ella, a través de la cascada de su cabellera, que se había soltado al quitarse la enagua por la cabeza.

—¡Oh, tenemos que esperar hasta que estéis acostada! como debe querer el príncipe —declaró la condesa, inclinando la cabeza hacia sus acompañantes, que respondieron a su vez con vigorosos asentimientos—. Aunque supongo que vuestra doncella puede ayudaros mejor que nosotras, de manera que nos quedaremos aquí sentadas hasta que os hayáis acostado.

Cordelia hizo una mueca y cruzó su mirada con la de Matilde. Ésta sacudió la cabeza y arrugó los labios, mientras le pasaba el pesado camisón adornado de encajes por la cabeza. La charla de las tres mujeres junto a la chimenea subía y bajaba con un ritmo constante mientras Matilde cepillaba la cabellera de la novia, arreglaba los volantes del camisón y daba la espalda a la cama.

—Mi señora ya está acostada —declaró Matilde con voz muy alta, cruzando las manos sobre su delantal y fulminando a las mujeres con la mirada. En presencia del príncipe podía hacer el papel de sirvienta sumisa, pero no encontraba nada intimidante en tres ancianas chismosas.

—Oh, entonces ya hemos terminado nuestra tarea —declaró la condesa con ligereza, acercándose a la cama, donde Cordelia se había deslizado entre las sábanas—. Que paséis muy buena noche, querida.

—Señoras —Cordelia giró la cara para recibir los besos que le lanzaban, reunidas alrededor de la cama—. Estoy muy agradecida por vuestras amables atenciones.

La nota irónica en su voz les pasó desapercibida. Sonrieron, lanzaron más besos al aire y desaparecieron en un parlanchín zumbido.

—No necesitábamos para nada a esa panda de inútiles —declaró Matilde—. No sé qué pensaban estar haciendo en tu ayuda.

—Dudo de que pensaran siquiera. —La diversión había desaparecido ya de los ojos de Cordelia. Permanecía recostada contra las almohadas, con su cara muy pálida contra su blancura. —Ojalá no tuviera que sucederme esto, Matilde.

—Tonterías. Eres una mujer casada, y las mujeres casadas tienen relaciones con sus maridos —dijo la sirvienta en tono animoso. Acercó a Cordelia un pequeño recipiente de alabastro—. Utiliza este ungüento antes de que tu marido se te acerque. Facilitará la penetración.

Nada como esta frase, pronunciada con tanta naturalidad, para que Cordelia tomara plena conciencia de lo que estaba a punto de suceder. Desenroscó la tapa del tarro.

—¿Qué es?

—Un ungüento a base de hierbas. Preparará tu cuerpo para recibir a tu marido, y aliviará el dolor si él no es suficientemente considerado.

—¿Considerado? ¿Cómo? —Cordelia mojó un dedo en la pomada sin perfume. Los consejos de Matilde era importantes, lo sabía, pero sin embargo, sus palabras parecían existir en algún otro plano, como si le llegasen desde una gran distancia.

Matilde frunció los labios.

—Lo que sucedió entre tú y el vizconde habría hecho que la pérdida de tu virginidad fuera menos dolorosa, si la hubiera tomado en aquella ocasión —declaró—. Pero pocos hombres piensan en sus mujeres cuando se trata de este tipo de asuntos. O sea que aplícate pronto la pomada. Tu marido no tardará en llegar.

Cordelia obedeció y sus acciones parecían pertenecer a otra persona. Parecía incapaz de conectar con lo que estaba haciendo. La puerta se abrió cuando devolvió el tarro de alabastro a Matilde, quien lo dejó caer en el bolsillo de su delantal antes de girarse para saludar al príncipe con una profunda reverencia.

Cordelia podía ver a dos hombres situados detrás de su marido, en el pasillo; seguramente se trataba de la escolta ceremonial hacia la cámara nupcial. Michael se giró y dijo algo en voz baja por encima del hombro. Sonó una risa y la puerta se cerró desde el pasillo. Michael entró en la habitación. Llevaba un batín de elaborados brocados y cuando dirigió su mirada hacia la quieta y pálida figura en el gran lecho, Cordelia distinguió la luz depredadora en sus ojos y una mueca complaciente, casi triunfal, en sus labios.

—Puedes marcharte, mujer. —Su voz nasal sonaba algo ronca.

Matilde echó una última ojeada hacia la cama. Por un momento, su concentrada mirada sostuvo la de Cordelia, luego, casi imperceptiblemente, asintió con decisión antes de apresurarse a salir de la habitación y cerrar silenciosamente la puerta a sus espaldas. Una vez en el pasillo, sin embargo, se dirigió hacia las sombras de la pared cubierta de tapices y se dispuso a esperar. Ya no podía hacer nada más para ayudar a su niña, sólo quedarse cerca de ella.

Atemorizada, Cordelia vio como su marido se acercaba a la cama. El príncipe no dijo nada, sólo se inclinó y sopló las velas que había junto al lecho. Luego alzó los brazos y dejó caer los pesados cortinajes alrededor de la cama, de manera que quedaron los dos encerrados en una oscura caverna. El pequeño suspiro de alivio de Cordelia, en el silencio negro, se perdió bajo el crujido de las cinchas de la cama, cuando notó que su marido se acostaba a su lado. Todavía llevaba puesto su batín.

Durante los siguientes y espantosos minutos, nadie pronunció una palabra. Su temor y su repulsión eran tan fuertes que el cuerpo de Cordelia se cerraba por completo contra el de su marido, a pesar de la pomada lubricante de Matilde. Su resistencia, sin embargo, parecía agradar a Michael. Oyó su risa en la oscuridad mientras la forzaba, penetrando el cuerpo que le rechazaba con una ferocidad que le hacía gritar. Su embestida parecía alcanzar el límite de sus entrañas, hundiéndose profundamente y volviendo a salir, una fuerza extraña que la violaba hasta el alma. Notó el chorro de su simiente y oyó su gruñido de satisfacción; luego, se retiró de ella y cayó pesadamente a un lado.

Cordelia temblaba de forma incontrolada bajo el shock físico. Tenía el camisón arremangado hasta la cintura y con un pequeño sollozo se lo bajó para cubrirse. El pegajoso flujo que se escapaba de entre sus piernas le asqueaba, pero no se atrevía a moverse, aterrorizada por la posibilidad de despertarle. Se quedo tumbada, intentando detener el temblor, volver a respirar con normalidad, tragarse los sollozos que atascaban su garganta.

El horrendo ataque se repitió varias veces durante aquella noche interminable. Primero se debatió desesperadamente, empujándole, retorciéndose, intentando mantener los muslos apretados. Pero sus esfuerzos sólo parecían excitarle todavía más. Ahogó sus gritos con la mano, duramente apretada contra la boca, y utilizó su propio cuerpo como un ariete mientras sujetaba las muñecas de Cordelia encima de su cabeza, en un puño de hierro. Enloquecida, ella intentó morderle la palma de la mano, y con una salvaje imprecación él la obligó a darse la vuelta hasta que su cara se hundió en las almohadas y él tuvo las dos manos libres para abrirle las piernas y volver a penetrarla.

En el siguiente ataque, ella había aprendido la lección y se quedó quieta, rígida bajo su cuerpo, inmóvil hasta que todo hubo terminado. Una vez más, aparte de sus cortas y brutales exclamaciones, él no le dijo ni una sola palabra. Resoplaba, roncaba en los momentos en que se dormía, volvía a montarla en cuanto estaba dispuesto de nuevo. Cordelia permanecía despierta, temblando, presa de las náuseas, pero llena ahora de una profunda y enfurecida repugnancia, tanto hacia el hombre capaz de tratarla con semejante desprecio, como por su propia debilidad, que la obligaba a someterse.

El recuerdo de los momentos de gloria con Leo en Melk pertenecían a otra vida, a otra persona. Y ella no conocería jamás las maravillas de sensualidad que le esperaban tras aquella explosión de placer, no sabría jamás cómo sería compartir su cuerpo enamorado con otro.

Cuando rompió el alba, Cordelia sabía que de alguna manera tenía que escapar a este matrimonio. Aunque oficialmente tuviera que seguir siendo la esposa de Michael, tenía que conservar de algún modo su propia conciencia de quién era, mantenerla separada de la violación de su cuerpo. Tenía que apartarse de esa ecuación. Tenía que elevarse por encima de los despreciables y despreciativos actos de posesión de su marido y conservar su propia integridad. Sólo así conseguiría salvaguardar su autoestima, algo que era mucho más importante que la brutalidad con la que atacaba su cuerpo.

Michael dormía ahora profundamente. De un salto, Cordelia se levantó de la cama, abriendo las cortinas para dejar pasar la luz gris de la mañana. La sangre manchaba las sábanas, su camisón y ensuciaba sus muslos. Sentía el cuerpo roto y desgarrado; andando rígida como una anciana, se acercó al lavamanos.

—¿Cordelia? ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estás? —Michael se sentó en la cama, parpadeando con cara de sueño. Apartó a un lado los cortinajes de la cama, abriéndolos del todo, y luego dirigió su mirada hacia la ropa del lecho. La misma mueca satisfecha y triunfal deformó sus labios. Miró a Cordelia, de pie con una toallita en la mano. Vio el camisón manchado de sangre. Observó la inquietud en sus ojos, mientras ella se preguntaba si iba a violarla de nuevo.

—Supongo que necesitas a tu doncella —dijo él, saliendo de la cama, estirándose con delectación. El batín que todavía llevaba puesto estaba desatado y se abrió cuando él alzó los brazos. Cordelia apartó rápidamente la mirada.

Michael se echó a reír, muy contento de su noche de bodas. Avanzó una mano y le dio una palmadita en la barbilla. Ella retrocedió para evitarle y él rió de nuevo con evidente satisfacción.

—Aprenderás a no ofrecerme resistencia, Cordelia. Y muy pronto aprenderás a complacerme.

—¿No te he complacido esta noche, acaso? —A pesar de su agotamiento, su voz sonó con cierta brusquedad, pero Michael estaba tan inmerso en su propia satisfacción que sólo oyó lo que quería oír.

—Tanto como una virgen puede complacer a un hombre —dijo displicente—. No te exigiré que tomes la iniciativa en esos asuntos, pero aprenderás a entregarte de buena gana. Entonces me complacerás perfectamente. —Se dirigió brioso hacia la puerta—. Llama a tu doncella. Necesitas que te atiendan. —Sonaba sumamente contento consigo mismo ante su evidente potencia.

Cordelia se quedó mirando la puerta cerrada, luchando por recuperar la compostura. Luego se arrancó el camisón sucio y empezó a limpiarse frotando, frotando como si quisiera arrancarse la capa de piel que él había mancillado.

Matilde había permanecido en vela toda la noche y en cuanto el príncipe apareció por el pasillo, se adelantó a su encuentro.

—¿Debo ir ahora con mi señora, milord?

—¡Santo cielo, mujer! ¿De dónde has salido? Acabo de decirle a la princesa que te llamara.

—He estado esperando aquí fuera desde hace una hora, milord.

—Mm. Bueno, por lo menos eres una asistente fiel. Sí, ve con ella. Necesita ayuda. —Hizo un gesto con la mano hacia la puerta, con otra sonrisa de suficiencia. Su mujer había encontrado en él a un marido sumamente ferviente, y no recordaba la última vez que se había sentido tan excitado, tan lleno de potente energía. Sin duda, no desde que había empezado a sospechar la infidelidad de Elvira.

Pero eso era algo del pasado. Tenía una nueva esposa, una nueva vida. Cordelia no le decepcionaría, él se encargaría de eso.

Matilde se apresuró a entrar en la habitación sumida en la penumbra.

—El príncipe parecía estar muy contento consigo mismo.

—Es odioso —dijo Cordelia en voz baja pero intensa—. No soporto la idea de que vuelva a tocarme nunca más.

Matilde se le acercó. Su penetrante mirada observó la cara pálida, la conmoción que todavía se reflejaba en los ojos grises y azules.

—Vamos, no digas semejante cosa. Para bien o para mal, es tu marido y tiene sus derechos. Aprenderás a soportarlo, como millones de mujeres lo han hecho antes que tú, y millones lo harán en el futuro.

—¿Pero, cómo? —Cordelia se apartó el pelo revuelto de la cara—. ¿Cómo se aprende a soportar esto?

Matilde vio la magulladura en la muñeca de Cordelia y su expresión cambió de repente.

—Déjame que te vea.

—Estoy bien —dijo Cordelia—. Sólo me siento sucia. Necesito un baño.

—Mandaré que te preparen uno en cuanto te haya visto bien —dijo Matilde en tono grave. Cordelia se sometió a un minucioso examen, a lo largo del cual la expresión de Matilde fue oscureciéndose a cada moratón, a cada rasguño.

—Ya, entonces, por si fuera poco, es un bruto —rezongó Matilde finalmente, tirando de la campanilla junto a la puerta—. Sabía que ocultaba algo oscuro.

—Me ha lastimado porque he intentado resistirme —explicó Cordelia cansinamente.

—Ya, no esperaría otra cosa de ti. Pero hay otras maneras —añadió Matilde, casi para sus adentros. Se giró para dar órdenes a la sirvienta que había contestado a la llamada—. Prepara un baño para tu señora... y tráele el desayuno —añadió mientras la doncella hacía una reverencia y salía de la habitación.

—No puedo comer. Se me revuelve el estómago sólo de pensar en la comida.

—Tonterías. Necesitarás todas tus fuerzas. No es propio de ti regodearte en la autocompasión —Matilde no estaba dispuesta a permitirle debilidad alguna, por excepcional y justificada que estuviera. Cordelia necesitaría toda la fuerza de su carácter para sobrevivir intacta ante el tratamiento que le infligía su marido—. Ahora, tomarás un baño y un buen desayuno, y luego será mejor que empieces a hacerte con las riendas de la casa. Hay un mayordomo, un tal monsieur Brion, que al parecer es un personaje a tener en cuenta. Y luego, una institutriz.

—¿Y qué sabes de la institutriz? —Cordelia, como siempre, reaccionó al momento a las animosas palabras de Matilde. No era tan timorata como para dejarse aplastar por una noche de bodas. Esta nueva vida comportaba muchas más cosas que el sexo conyugal. Tiempo habría para preocuparse de nuevo esta noche, cuando seguramente se repetirían los abusos. Estremeciéndose, apartó ese pensamiento de su mente. No debía permitir que el miedo a la noche la persiguiera durante el día.

Matilde se giró desde el armario, donde estaba seleccionando un vestido.

—Una vieja solterona, según dice el ama de llaves. Está casi siempre sola, se considera demasiado importante para tener tratos con el servicio. Está emparentada de lejos con el príncipe.

—¿Y las niñas? —A Cordelia le flojeaban las piernas. Se sentó al borde de la cama.

—Casi nadie las ve. La institutriz es prácticamente la única que se ocupa de ellas. —Matilde se acercó a la cama, con una bata en la mano.

Cordelia pasó los brazos por las mangas de la prenda limpia.

—¿Dicen si el príncipe tiene mucho que ver con sus hijas?

Matilde se inclinó para recoger el camisón manchado de sangre.

—Apenas las ve. Pero incluso así, es él quien manda en las niñas. Esa institutriz, esa tal madame de Nevry, está aterrorizada por el príncipe. Al menos, eso dice el ama de llaves. —Lanzó una penetrante mirada a Cordelia—. Hay una sensación negativa en esta casa. Todos temen al príncipe.

—Con motivo, supongo —dijo Cordelia, y frunció el ceño—. Me pregunto por qué el vizconde no me dijo nada cuando le pregunté por mi marido. Le di todas las oportunidades posibles para que me contara lo peor.

—Quizá no lo sepa. Hay gente que presenta una cara hacia afuera y otra muy distinta hacia adentro. Y hay que vivir en una casa para conocer su espíritu.

—Pero ¿y la hermana de Leo, Elvira? Ella vivió aquí, debe haber sabido estas cosas. ¿No se las contó a su hermano?

—¿Cómo quieres que lo sepamos? —Matilde sacudió la cabeza, desechando enérgicamente este tema—. Nos ocupamos de nuestros asuntos, querida.

Cordelia siempre había confiado por completo en la capacidad de Matilde para ocuparse de cualquier tipo de asunto. No siempre comprendía cómo lo hacía, pero todavía no se había encontrado con una situación que dejara fuera de juego a su antigua ama de cría. Con esta convicción, recuperó su fuerza y su coraje.

—Iré a visitar a las niñas en cuanto esté vestida. —Olvidando su anterior sensación de náuseas, partió un humeante bollo de la bandeja que la doncella había dejado sobre la mesa. En el pequeño cuarto de baño contiguo a su alcoba, unos lacayos llenaban la bañera de cobre con jarras de agua que habían subido trabajosamente los limpiabotas.

—¿Qué podría ponerme, según tú? Algo claro y alegre. Quiero que me vean como una persona alegre, nada estirada.

Matilde no pudo reprimir la sonrisa ante la peregrina idea de que alguien pudiera considerar estirada a Cordelia.

Cordelia se dejó caer con cuidado en el agua caliente, con un gemido de alivio. Matilde había esparcido hierbas por la superficie y había vaciado el aromático contenido de un frasquito en el agua. Inmediatamente, Cordelia notó cómo el dolor y la rigidez se desvanecían con el pulso de sus magulladuras. Dejó descansar la cabeza contra el borde de cobre de la bañera y cerró los ojos, inhalando el delicado y a la vez vivificante efluvio de las hierbas.

Matilde colocó la bandeja del desayuno junto a la bañera y al cabo de un momento Cordelia mordisqueó el bollo y tomó un sorbo del chocolate caliente, envuelta en la nube de vapor de agua que flotaba a su alrededor. Su optimismo habitual consiguió por fin apartar el recuerdo del horror de la noche. Había sido un infierno, pero lo peor ya había pasado, porque ahora ella ya conocía lo peor. Y además, ahora había dos niñas pequeñas en una sala esperando conocerla. ¿Estarían asustadas? se preguntó.

Madame de Nevry estaba de muy mal humor. Amelia y Sylvie, expertas en los cambios de humor de su institutriz, sabían que les esperaba un día nefasto en cuanto entró en la sala poco después del amanecer y ordenó a su niñera que preparara baños fríos para las niñas.

—Pero es que ya tengo mucho frío —lloriqueó Sylvie, de pie en el suelo desnudo, temblando en su camisón. Era demasiado temprano para que el sol disolviera el frío del aire nocturno que llenaba la sala a través de la ventana siempre abierta.

—Vuestro padre desea que aprendáis a soportar las incomodidades —manifestó Louise, recogiendo el cabello de la niña en un apretado moño en lo alto del cráneo. En realidad, el príncipe sólo había dicho que no debía mimar a sus hijas, pero la institutriz prefería interpretar esas instrucciones según su criterio.

Sylvie lloriqueó de nuevo cuando le despejó la cara tirando del pelo y le hundió las horquillas en el cuero cabelludo. La niñera, con cara de desaprobación, la levantó y dejó caer su flaco cuerpecito en la bañera de agua helada. Sylvie se echó a llorar a pleno pulmón y la institutriz la recompensó con un bofetón. Amelia contemplaba la escena, esperando su turno con algo más de estoicismo que su hermana.

La noche anterior habían oído el runrún de la fiesta, acostadas en la cama y escuchando los confusos ruidos de las ruedas de los carruajes, los gritos de los pajes de hacha, las puertas que se abrían y cerraban en la casa, muy por debajo de la habitación, los tenues ecos de la música a lo lejos. Habían intentado imaginar los platos del banquete, pero como su propia dieta era insípida de tan sencilla, y nunca habían probado otra cosa, sólo podían figurarse una mesa llena de fresas y chocolates, únicos lujos que a veces les había traído monsieur Leo cuando podía introducirlos en la sala de estudios sin que nadie lo advirtiera.

—Vamos, Amelia. —Madame de Nevry chasqueó los dedos impaciente mientras la niñera levantaba a Sylvie, todavía berreando, del agua helada y la envolvía en una gruesa toalla. La institutriz tenía muy mala cara, con los labios y la punta de la nariz de un matiz azulado, como si se lo hubieran pintado con pluma y tinta. En sus mejillas ardían dos manchas de color bermellón. Parecía una paleta de pintor, pensó Amelia, alzando los brazos dócilmente para que la niñera le quitara el camisón por la cabeza.

Los sollozos de Sylvie fueron apagándose, mientras se arrebujaba en la toalla. Desapareció la carne de gallina de su piel y sus escalofríos disminuyeron de intensidad, mientras restregaban y enjabonaban, y volvían a restregar, a su hermana gemela, con los labios ya azules de frío y castañeteando los dientes.

Ni siquiera ya vestidas conseguían entrar de nuevo en calor, y un exiguo desayuno de pan con mantequilla y té aguado no ayudó mucho a mejorar las cosas. La nariz azulada de madame de Nevry viró al rosado al tomarse su propia taza de té. Las niñas se habían dado cuenta de que siempre sucedía lo mismo cuando vertía en la taza un líquido que traía en un frasquito. Y sus mejillas se enrojecieron todavía más.

—Esta mañana estudiaremos el globo. —Louise indicó con su puntero el gran globo terráqueo—. Sylvie, quiero que me indiques dónde está Inglaterra y me digas el nombre de su capital.

Sylvie contempló la extensión de protuberancias, líneas y garabatos. Todo le parecía lo mismo. Cerró los ojos y señaló con el índice algún lugar.

Louise se puso los anteojos y examinó aquel punto. Si a ella le hubieran preguntado lo que ella le estaba pidiendo a Sylvie, se hubiera visto en un aprieto. Sin embargo, Sylvie había señalado lo que parecía ser una cordillera, y Louise estaba bastante convencida de que Inglaterra no era un país montañoso.

Fue precisamente en aquel momento cuando se abrió la puerta para dar paso a una visión asombrosa, fulgurante y resplandeciente de color en la sombría sala.

—Buenos días. Me llamo Cordelia, y he venido a conoceros.

Las niñas se quedaron boquiabiertas ante una muchacha de pelo negro, vestida con un traje de seda color turquesa, que entraba en la sala, con sus tacones enjoyados repiqueteando en las tablas de roble del suelo. Sonreía, su boca era roja y cálida, y sus ojos eran tan grandes y azules que parecían estar a punto de tragárselas.

Se inclinó y avanzó la mano hacia Sylvie. Leo había dicho algo sobre unas cintas para el pelo, pero no recordaba cuál era cuál.

—¿Eres Sylvie, o Amelia?

—Sylvie. Ella es Amelia.

Cordelia tomó las manos de ambas en las suyas, intimidada ante lo pequeñas que realmente eran. Nunca había prestado demasiada atención a los niños hasta entonces, pero esas dos niñas, que la contemplaban con tanta solemnidad, la sobrecogían extrañamente.

—Princesa, no os estábamos esperando. —La gélida voz hizo incorporarse a Cordelia.

—Usted debe ser la institutriz de las niñas. ¿Madame de Nevry, tengo entendido? —Le dedicó una cálida sonrisa, diciéndose que no ganaría nada enemistándose con esa mujer de aspecto tan desagradable.

—Así es, princesa. Como os he dicho, no esperábamos vuestra visita. El príncipe no me ha dado instrucciones para recibiros. —Se esforzó en disimular su consternación ante una visión que no presentaba parecido alguno con la nueva princesa von Sachsen que ella había imaginado. Era una muchacha apenas salida de la sala de estudios, y muy hermosa. Hasta para el ojo negativo de Louise, la vibrante belleza que irradiaba la princesa era innegable.

—No, bueno, supongo que eso es debido a que no sabe que estoy aquí —repuso alegre Cordelia—. He pensado que sería mucho más agradable conocer a Sylvie y Amelia sin preocuparnos demasiado por las formalidades. —Se giró de nuevo hacia las niñas, que seguían mirándola con boquiabierta incredulidad—. ¿Queréis que seamos amigas?, ¿qué os parece? Yo realmente así lo espero. —Volvió a tomar sus manos, apretándolas cálidamente en las suyas.

—¡Oh, sí! —Dijeron ambas al unísono, con un gritito ahogado de deleite—. ¿Conoces a monsieur Leo? Él también es amigo nuestro.

—Sí, le conozco —contestó, ignorando las frases preparatorias que rezongaba la institutriz—. Le conozco muy bien, o sea que así seremos todos muy amigos. —Se incorporó para incluir a la gobernanta en la conversación—. Tengo entendido, según me ha dicho el príncipe y el propio vizconde, que visita a menudo a sus sobrinas.

—Es posible —concedió Louise, sin mover un solo músculo—. Sin embargo, y con el permiso de la princesa, las niñas deben seguir con sus clases.

—¡Oh, qué fastidio, que tengan que estudiar el día de mi llegada! —Cordelia arrugó la nariz y se acercó más a la institutriz, con el pretexto de estudiar el globo—. ¿Estaban estudiando geografía?

—Estábamos —le respondió Louise, lanzándole una clara indirecta.

Cordelia asintió, sus sospechas se confirmaban. La mujer olía como un arenque en escabeche, y no eran todavía las nueve de la mañana. Sin duda, Michael no debía saber que la institutriz de sus hijas le daba a la bebida. Pero de momento, se guardaría esta información. Tenía todavía mucho que aprender sobre el funcionamiento de esta casa.

—Entonces, os dejaré de momento —dijo conciliadora—. Pero me gustaría que las niñas me visitaran en mi tocador antes de comer. No es preciso que las acompañe. —Dedicó una deslumbrante sonrisa a la institutriz—. A la una de la tarde, por ejemplo. —Inclinándose, besó rápidamente a las niñas—. Pronto nos conoceremos mejor. —Y desapareció, dejando a Sylvie y Amelia en una cálida nube y a su gobernanta tan rígida y congelada como una estalagmita.

—Practicad vuestra caligrafía —ordenó, indicando con un gesto la mesa, las plumas y el pergamino.

Se sentó de golpe junto a la chimenea vacía y contempló su reflejo en la brillante rejilla. A escondidas, se sacó del bolsillo el frasquito de plata y engulló un rápido trago. Le parecía imposible que el príncipe hubiera aprobado la visita sorpresa de su esposa a sus hijas. Vivía su vida siguiendo unas pautas intocables, y sus órdenes eran tan estrictas para la sala de estudios como para el resto de la casa. Pero ¿qué estaba haciendo el príncipe Michael con una esposa tan joven, frívola, volátil, vibrante y poco ortodoxa?

Louise tomó otro trago. Por lo que sabía de su pariente, no toleraría esas cualidades en la muchacha por mucho tiempo.

Cordelia regresó a la zona principal de palacio y descendió por la curvilínea escalinata hasta el grande y tenebroso vestíbulo con sus pilares de mármol y su vasta extensión de marmóreo pavimento.

Monsieur Brion apareció de la nada y se acercó a las escaleras con paso majestuoso, inclinándose profundamente al llegar al pie de la escalinata.

—¿Puedo hacer algo para serviros, princesa?

—Sí, me gustaría que me enseñaran todo el palacio, por favor. Y me gustaría hablar con el ama de llaves y la cocinera. —La sonrisa de Cordelia era cálida, pero el mayordomo tuvo la sorprendente sensación de que su nueva señora, por joven que fuera, no sería fácil de manejar.

—Si tenéis alguna instrucción para la cocinera o el ama de llaves, madame, me encargaré con mucho placer de transmitírselas.

Cordelia negó con la cabeza.

—Oh, no creo que sea necesario, monsieur Brion. Soy perfectamente capaz de dar mis propias instrucciones. Por favor, pídales que vengan a verme a mi tocador a mediodía. Y ahora, quizá quiera enseñarme el palacio.

—Cordelia, ¿deseas alguna cosa?

Se giró al oír la voz de su marido. Estaba en el umbral de la puerta a la izquierda del vestíbulo, y a juzgar por la servilleta que llevaba en la mano, estaba seguramente en pleno desayuno. Los ojos de Cordelia se fijaron en sus manos. Eran cuadradas, de gruesos dedos, con matas de pelos grises en los nudillos. La piel de Cordelia pareció encogérsele sobre los huesos con el horrendo recuerdo de esas manos marcando su cuerpo. Sólo con la mayor dificultad evitó dar un paso atrás, alejándose de él.

—Estaba pidiéndole a monsieur Brion que me acompañara para visitar el palacio, Michael.

El príncipe se quedó reflexionando sobre esta perspectiva, y no encontró nada malo en ello.

—Por supuesto —asintió, con un gesto de la cabeza dirigido a Brion—. Estaré en la biblioteca dentro de una hora. Quizá tengas a bien venir a reunirte conmigo, Cordelia.

Cordelia aceptó con una reverencia y esperó hasta que su marido hubo regresado a su desayuno para volverse hacia el mayordomo.

—¿Vamos, pues?

Monsieur Brion se inclinó. Era una señora muy distinta de su antecesora, no tan sofisticada, menos astuta, y sin embargo, creyó detectar en ella cierta fuerza indomable. En esta casa no había que perder una oportunidad para establecer alianzas.

—¿Por dónde quiere empezar, madame?

Una hora más tarde, monsieur Brion hizo pasar a su nueva señora a la biblioteca. Se sentía todavía lleno de dudas acerca de la princesa. Ésta se había comportado de una forma escandalosamente informal con los miembros del servicio que habían encontrado a su paso, pero las preguntas que le había hecho sobre el funcionamiento de la casa habían sido incómodamente perspicaces, y estaba convencido de que su primera impresión había sido correcta: bajo la superficie, había notado una fuerza de voluntad fuera de lo común.

Michael secó cuidadosamente la punta de la pluma y la colocó perfectamente alineada con el borde del secante, antes de levantarse del secreter, al entrar su esposa.

—Espero que te haya gustado todo lo que has visto, Cordelia.

A Cordelia le repugnaba dar un paso más en la habitación, un paso que la acercaría más a su marido.

—Tu palacio es realmente hermoso. He admirado especialmente los paneles de Boucher del saloncito. —Tenía que aprender a conversar normalmente con este hombre. Debía empezar a separar el marido diurno del violador nocturno. Si no lo conseguía, éste la aplastaría como a una hormiga bajo su bota.

Michael se había girado hacia su secreter. Con gestos breves y precisos, echó arena secante sobre la página en la que había estado escribiendo, y cerró el libro encuadernado de cuero.

—¿Has observado los Rembrandts de la galería?

—Sí, pero me ha gustado más el Canaletto. —Se lo quedó mirando mientras se dirigía con el libro hacia un cofre con herrajes que había bajo la ventana. Se sacó una llave del bolsillo, abrió el cofre y, con la misma precisión, introdujo el libro en él, luego dejó caer la tapa y lo cerró. Cordelia no pudo ver el contenido del cofre, pero le pareció extraño que tuviera que encerrar a cal y canto sus escritos. Sin embargo, se dijo que quizá se tratara de observaciones y secretos diplomáticos. El papel de un embajador, además de diplomático, era también el de un espía para su monarca.

—El Canaletto es excelente, pero el tema del cuadro es mucho más frívolo que los de Rembrandt.

Cordelia no intentó llevarle la contraria. Sus ojos seguían vagando por la habitación hasta que cayeron sobre el retrato de encima de la repisa de la chimenea. Supo inmediatamente de quién se trataba. El parecido físico entre aquella mujer y Leo Beaumont era inconfundible. Aunque los ojos de ella fueran azules, en lugar de castaños, la semejanza se concentraba en la expresión, en la nariz, en el rictus de aquella boca sensual.

—¿Es tu difunta esposa? —Examinó la rica y voluptuosa figura con profunda curiosidad y un ligero y extraño estremecimiento que supo achacar al hecho de que la visión de la hermana gemela de Leo, de alguna manera, le conectaba con él.

—Sí. Es un Fragonard especialmente conseguido. —El tono de voz del príncipe no parecía alentar este tema como tópico de conversación, pero Cordelia no se apartó. Quería tocar aquel brazo blanco y suavemente curvado, el brillante pelo rubio, de tan fuerte como transmitía el cuadro la personalidad de la mujer. ¿Habría sufrido también, quizá, noches infernales como la anterior?

—Lleva mi brazalete —dijo conmocionada por el reconocimiento, alzando la muñeca demostrativamente.

—Le regalé ese brazalete a Elvira cuando nacieron nuestras hijas —dijo Michael, y su tono de voz era ahora completamente gélido—. Es una obra de arte de un valor incalculable, y me pareció muy adecuada como regalo de compromiso. No hay necesidad alguna de seguir hablando de este tema.

Cordelia no respondió al momento. Examinó la pulsera que había en su muñeca y la que llevaba Elvira en la suya.

—Ella lleva otro dije —señaló—. Un corazón. ¿Es de jade?

Michael apretó las mandíbulas. ¿Era estúpida, o testaruda, para seguir insistiendo de esta forma sobre un tema que le había dicho claramente que quería dejar de lado?

—Tienes tu propio colgante. Ahora, el brazalete te pertenece. Bien, deseo estudiar contigo las disposiciones necesarias para nuestra estancia en Versalles durante la boda del delfín.

Cordelia tocó el delicado zapatito de cristal. Supuso que al retirar el dije dedicado a Elvira y sustituirlo con otro dedicado a su nueva propietaria, su marido consideraba haber actuado con toda la consideración debida. De todas formas, le parecía un poco peculiar llevar una joya de la difunta, por hermosa que fuera dicha joya.

—El vizconde Kierston me ha dicho que tienes un apartamento en Versalles. —Se volvió hacia la habitación, mientras su dedo recorría inconscientemente la forma de la serpiente alrededor de su muñeca.

—Sí, el rey ha tenido la gentileza de otorgarme una suite de habitaciones en la tercera escalera. Estoy seguro de que las encontrarás suficientemente cómodas.

Cordelia sabía que los apartamentos en Versalles, a treinta millas de París, eran un bien muy preciado y sólo adjudicado a los favoritos del rey o los personajes especialmente influyentes.

—¿Y el vizconde Kierston también tiene algún apartamento en Versalles?

—Está muy bien visto por madame du Barry. Dispone de una pequeña estancia en la escalera exterior, gracias a su influencia.

No sonaba demasiado confortable, pero seguramente se consideraba suficiente para un hombre soltero. Su corazón se ensanchó. Por lo menos, también él estaría en Versalles. Había prometido seguir siendo su amigo.

—Tengo la intención de pedirle a la institutriz de mis hijas que las traiga al salón antes de comer para que te presenten sus respetos. —Michael cambió de tema, impaciente con esta sesión de preguntas y respuestas que no tenía nada que ver con los asuntos del momento.

—¡Oh, si ya las conozco! —Exclamó alegremente Cordelia—. Esta mañana he visitado la sala de estudios. Son unas niñas preciosas.

—¿Qué dices que has hecho? —Michael se la quedó mirando asombrado.

Cordelia tragó saliva. Obviamente, había cometido un error.

—No creía desagradarte con ello, Michael. Tenía muchas ganas de conocerlas.

Michael se dirigió hacia ella, y ella se mantuvo firme a duras penas.

—No tomarás la iniciativa jamás en estos asuntos, ¿me has entendido, Cordelia? Yo mando en esta casa, y tú no intentarás jamás usurparme ese papel.

—Pero... pero ¿cómo puede mi visita a la sala de estudios considerarse una usurpación de tu autoridad? —protestó ella, olvidando en su indignación cuánto le temía.

—No harás nada, he dicho nada, sin mi permiso ¿me has oído? Nadie en esta casa da un solo paso sin mi permiso. —Ahora le había puesto las manos encima, y notó un profundo estremecimiento que nacía en sus entrañas.

—Pero los demás son sirvientes, y yo soy tu esposa. —No pensaba dar marcha atrás. No quería demostrar su terror.

Los dedos del príncipe apretaron sus brazos, conjurando un tropel de recuerdos físicos de la noche pasada. Cordelia podía oler el aroma almizclado de su piel, que casi la asfixiaba al igual que lo había hecho durante las horrendas horas de oscuridad. Y ahora volvía a hacerle daño.

—Estás tan sujeta a mi autoridad como cualquier sirviente, querida. —Su voz era baja pero intensa—. Si lo olvidas, atente a las consecuencias. ¿Lo has comprendido?

Cordelia cerró con fuerza los labios. Apartó la cara de la de él, tan cercana ahora, que creyó desvanecerse de aversión.

—¡Contéstame! —le exigió.

—Me estás lastimando. —Era la única respuesta que pensaba darle.

—¡Contéstame!

—Para comprenderte mejor, Michael, te ruego que me expliques exactamente hasta qué punto deseas que me involucre con tus hijas. —Ignoró el dolor en sus brazos. Había tenido confrontaciones parecidas con su tío. Y no se había rendido; tampoco se rendiría ante su marido.

—El vizconde Kierston me ha dado a entender que se esperaba de mí que fuera una madre para ellas. No podré hacerlo si sólo puedo verlas cuando tú lo ordenes.

Impactado, Michael se dio cuenta de que Cordelia no estaba intimidada.

—No necesitan los cuidados de una madre —dijo con tono tirante—. Su institutriz supervisará su educación y sus cuidados cotidianos. Sin embargo, ella carece de experiencia sobre los círculos cortesanos. Tú serás responsable de prepararlas para sus futuros compromisos de matrimonio. No hay necesidad alguna para que te preocupes por su bienestar general. ¿Me has comprendido?

—¡Pero si son demasiado pequeñas para estar pensando ya en casarlas! —exclamó Cordelia.

—Eso no es asunto tuyo. —La sacudió duramente, para subrayar sus palabras—. Te guardarás tus opiniones para ti. —Pero no pudo evitarlo, y añadió con frío orgullo—: Tengo grandes esperanzas de concertarles las conexiones más ventajosas e influyentes. No sería imposible que alcanzaran las cortes más altas de Europa. Hay numerosos vástagos reales que no desdeñarían emparentarse con los Von Sachsen.

Cordelia había sido sacrificada por intereses dinásticos. ¿Podría ayudar a esas pobres niñas para que escaparan a un destino parecido? Quizá; pero no oponiéndose abiertamente a su esposo. Era la hora de iniciar una retirada estratégica.

—Por supuesto, eso sólo puede decidirlo su padre. —Bajó la vista.

El príncipe declaró fríamente:

—Estas demostraciones de desafío no te convienen en absoluto, querida. ¿Me comprendes? —Estaba decidido a oír su sumisión. Recordó la sensación de grácil fragilidad bajo su cuerpo durante la noche anterior. Su resistencia, tan fácil de quebrar. Era joven. Cometería errores. Le correspondería a él corregirlos.

Ella no quería decirlo. El tenso silencio estaba tan cargado y palpable como un banco de niebla.

Ambos se sobresaltaron al oír un golpe en la puerta. Él soltó sus brazos y se giró sobre sus talones con un violento:

—¿Qué pasa?

—El vizconde Kierston, milord —anunció monsieur Brion. Leo entró en la biblioteca tras ser anunciado, con toda la informalidad de un viejo amigo de la familia. Iba vestido de negro, excepto por su corta capa de equitación, que esta vez estaba forrada de color azul eléctrico. Llevaba sus guantes ribeteados de encaje en una mano, la otra apoyada de forma casi inconsciente en la empuñadura de su espada. Sus ojos eran tan fríos y penetrantes como carámbanos de hielo.

El corazón de Cordelia aceleró sus latidos y las palmas de sus manos se humedecieron de repente. ¿Llegaría a ver las marcas que Michael había dejado en ella? ¿Vería alguna señal de los horrores sufridos con aquella posesión? No debía enterarse. No soportaba la idea de que él lo supiera.

—Príncipe Michael. Princesa von Sachsen. A vuestras órdenes. —Se inclinó en una reverencia que Cordelia recibió con otra. La tomó de la mano, y Cordelia notó su piel ardiendo bajo su tacto. Alzó la vista por un segundo y la clavó profundamente en sus ojos. Leyó la pregunta que contenía su firme mirada, pero no pudo contestarla. Con una sonrisa cortés, ella retiró su mano y dio un paso atrás, apartando la vista.

—Bienvenido, Leo. Brindarás por nuestra boda, ya que no pudiste hacerlo anoche. —Michael tomó una botella de vino del Rhin de una mesita auxiliar—. Cordelia, tomarás una copa con nosotros.

No era una sugerencia. Cordelia tomó la copa de vino blanco. Se produjo un expectante silencio, luego Leo alzó su copa y dijo suavemente:

—Por vuestra felicidad.

Cordelia bebió este brindis, sus labios fijos en la misma sonrisa cortés. Sabía que Leo era sincero. No deseaba otra cosa que su felicidad, por mucho que se interpusiera entre ellos.

Michael sonrió y tomó un buen trago.

—Gracias, querido amigo.

Cordelia no pudo soportarlo ni un minuto más. Dejó su copa apenas tocada y dijo:

—Si me perdonáis los dos, he pedido a la cocinera y el ama de casa que vinieran a verme a mi tocador a las doce.

—No necesitas involucrarte en el funcionamiento cotidiano de esta casa, Cordelia —le espetó Michael—. Ya te he explicado cuáles son tus deberes. Y no incluyen tener tratos con el servicio, que saben ocuparse de sus obligaciones perfectamente bien.

—¿No te parece necesario que los sirvientes conozcan a su señora?

¡Le estaba desafiando de nuevo! Michael no podía creer sus propios oídos. Pero no podía hacer nada en presencia de Leo. Amenazante, avanzó un paso hacia ella, sus ojos eran un par de ascuas.

—Ya te he dicho lo que considero necesario.

Leo advirtió la mirada en sus ojos, mientras Cordelia parecía encogerse, hurtar el cuerpo al exterior. Elvira había mostrado la misma sombra en sus ojos. La sombra que había aparecido al mismo momento en que sus cantarinas risas habían dejado de oírse tan a menudo. Pero siempre que la había interrogado al respecto, ella le había dado largas, cambiando de tema, y la sombra había desaparecido con la misma rapidez con la que se había insinuado, por lo que nunca estuvo totalmente seguro de haberla visto. Ahora sabía que sí. Cordelia no era tan hábil a la hora de ocultar sus sentimientos.

—Será como tú digas —dijo Cordelia con voz tensa, haciendo una venia—. Que pases un buen día, vizconde Kierston.

La puerta se cerró silenciosamente tras ella.