CAPÍTULO 16
Michael la estaba esperando cuando volvió a sus apartamentos.
—¿Pero, dónde te habías metido? —Su cara era sombría y notó la amenaza apenas disimulada tras sus palabras. No resultaba difícil hacer caso a la advertencia de Leo. Por muy preparada que se sintiera para desafiar a Michael, no podría soportar una nueva paliza.
Le hizo una cortés reverencia.
—La delfina ha solicitado mi presencia. Ya te lo he dicho.
—Saliste de los apartamentos reales hace más de una hora —declaró, avanzando hacia ella—. He mandado a un lacayo a buscarte y le han dicho que ya te habías ido.
Al parecer, tenía que sentirse vigilada sin cesar.
—Tras dejar a Su Alteza, he dado un paseo por los jardines. No tuve tiempo de verlos ayer.
Michael no sabía si creerla o no. Cordelia estaba un poco despeinada, llevaba el pelo más suelto de lo correcto y los volantes de sus mangas arremangados.
—Estás muy desaliñada, Cordelia. Mi orgullo no tolerará que mi esposa aparezca en público como si se hubiera acostado vestida.
Era una comparación tan maravillosamente acertada en aquellas circunstancias que Cordelia sintió ganas de reír involuntariamente. Pero la situación no tenía nada de divertido.
—Hacía mucho viento. Y cuando me he dado cuenta de que me había demorado demasiado en el paseo, he regresado corriendo. Supongo que por esto mi aspecto es algo desordenado.
A pesar de su tono cortés, de sus reverencias formales, Michael no estaba convencido de haberla dominado por fin. Algo, bajo la superficie de aquellos ojos azules y brillantes, le incomodaba.
Elvira le había enseñado a estar alerta ante todas las tretas y artimañas de una mujer hermosa. A saber que cuanto más inocentes parecían, más engaños tramaban.
—Si me disculpas, Michael, me retiraré a mi alcoba para arreglarme. —Ejecutó otra reverencia perfecta.
Michael la miró fríamente. Ella alzó la vista y le miró a los ojos con una mirada tan firme y penetrante como la suya, y él supo entonces que había acertado. No la había dominado, ni mucho menos.
—Vete. Salimos hacia la ópera dentro de media hora. —Le dio la espalda con un desdeñoso gesto de despedida. Cordelia entró en su dormitorio para llamar a la desventurada Elsie.
Cuando regresó al salón, el príncipe Michael estaba sentado a su secreter, escribiendo. Cordelia se detuvo en la puerta. No creía que él hubiera advertido ya su presencia, y se quedó observándole sin atreverse a respirar apenas. ¿Estaría escribiendo otra vez en su diario?
De repente, el príncipe se giró y su expresión era tan sombría como antes.
—¿Por qué andas con tanto sigilo?
—Por nada. Acabo de entrar en el salón. No quería molestarte.
Volvió a girarse hacia el escritorio para secar la página con arena y cerró el libro de golpe. Cordelia dio un paso adelante. Era un libro de contabilidad.
—¿Te ocupas de llevar la cuenta de los gastos de la casa? —Estaba tan sorprendida que la pregunta le surgió sin pensar.
—Cuando lo considero necesario —le contestó, y ella advirtió su fría furia, aunque por una vez no estuviera dirigida hacia ella—. Cuando intuyo alguna discrepancia en la cuenta de mi proveedor de vino. Cuando el vino que bebo no es el mismo vino que he comprado. —Agarró el libro de contabilidad, lo encerró en el cajón del secreter y se dirigió hacia su vestidor. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas.
¿Estaría monsieur Brion robando a su señor? Todos los criados lo hacían habitualmente. Unas botellas de más o de menos no se notarían en la mayor parte de los hogares aristocráticos. Pero sin duda, Brion no habría sido tan estúpido como para dejar indicios de su hurto. Quizá Michael sólo lo sospechara. En este caso, buscaría pruebas.
Michael regresó, con su expresión tan fría y remota como antes. Ofreció el brazo a su mujer, salieron de los apartamentos y se unieron a la multitud que se apresuraba hacia el teatro de la ópera, para estar en sus sitios antes de la llegada de la familia real.
En cada saliente del teatro rodeado de columnas colgaba media araña de cristal contra la superficie de un espejo posterior, por lo que sus reflejos iluminaban por completo la sala. El auditorio resplandecía bajo la luz de catorce arañas de cristal enormes, suspendidas de cuerdas azules a juego con el color azul cobalto de las cortinas del teatro. Cordelia estaba acostumbrada a la magnificencia, pero le faltaban palabras para describir esa escena. Los cortesanos de ambos sexos parecían centellear cuando su enjoyada vestimenta y ricos adornos captaban la luz. El zumbido de las conversaciones se elevaba hacia el techo cubierto de exquisitas pinturas, ahogando el rosario de notas que salían del foso orquestal, donde los músicos afinaban sus instrumentos.
El príncipe respondía a los saludos mientras avanzaba lentamente hacia su propio palco. Cordelia se inclinaba, saludaba a su vez en un murmullo, pero sin perderse nada de la escena.
Los demás ocupantes del palco ya estaban sentados, pero habían reservado los dos asientos delanteros para el príncipe y la princesa. Cordelia se sentó en el cojín del taburete bajo especialmente diseñado para acomodar su voluminoso miriñaque, arregló sus faldas, abrió su abanico y miró a su alrededor. Michael estaba ocupado conversando con sus compañeros de palco, por lo que, de momento, había dejado de observarla.
Vio a Christian atravesando el foso de la orquesta y su corazón le dio un vuelco. Se inclinó sobre la barandilla forrada de terciopelo del palco, abanicándose indolente, con el lado del abanico de piel de gallina pintada hacia su marido, para que no pudiera verle la cara. Christian alzó la mirada y ella empezó a hacerle señas frenéticamente con los ojos. Los de Christian se iluminaron y empezó a abrirse camino hacia el palco. Justo a tiempo, se acordó y se detuvo de repente. Su mirada, llena de rabia y frustración, se dirigió hacia el príncipe. Cordelia se sobresaltó al darse cuenta de que su pacífico amigo, pesimista y fatalista, parecía capaz de cometer un asesinato. Posiblemente supiera ya la verdad, si compartía el mismo techo con Matilde.
Se sintió de repente muy avergonzada. ¿Cómo podría soportar que la gente supiera de sus humillaciones nocturnas? Ella, que siempre había sido tan indefectiblemente optimista, tan segura, siempre la más fuerte en todas sus amistades. Pero Christian no era una persona cualquiera, se recordó a sí misma. Toinette no era una persona cualquiera. Eran sus amigos, y no había nada vergonzoso en tener que recurrir a su amistad en busca de apoyo y consuelo. No tenía por qué ser siempre la más fuerte; también podía dar muestras de debilidad.
Articulando las palabras para que las leyera en sus labios, le mandó un mensaje a Christian, y éste asintió con una ligera y rápida inclinación de la cabeza. Luego dio la vuelta y regresó al foso de la orquesta.
Leo Beaumont entró en el palco de enfrente. Se giró para decirle algo a una señora ataviada con un turbante carmesí y plumas de pavo real con diamantes y turquesas en los ojos. Se echó a reír y Cordelia pudo oír su risa aguda como un relincho, mientras golpeaba la muñeca del vizconde con su abanico. Leo se contentó con sonreír y acomodarse en su asiento. Puntilloso, se inclinó hacia el palco de Michael, y éste le devolvió el saludo; Cordelia inclinó la cabeza. Notaba la tensión de Leo en cada corriente de aire que cruzaba el espacio entre ellos.
Michael, sin embargo, parecía ignorar por completo la presencia en el teatro de la ópera de dos hombres dispuestos a retarle a muerte. Con aire despreocupado, extrajo una cajita de rapé del bolsillo. Cordelia había pasado toda su vida en una corte y sabía que las reglas cortesanas impedían las muestras públicas de enemistad entre dos de sus miembros. Sería un insulto hacia el rey. Los hombres se relacionaban socialmente, eran siempre un dechado de cortesía, mientras un odio asesino estaba a menudo a punto de estallar bajo la afable superficie.
La llegada de la familia real puso fin a estas reflexiones y Cordelia se levantó como el resto del público. El soberano y su familia ocuparon sus puestos en el palco real, la corte volvió a sentarse y entonces empezó a sonar la música.
Era una ópera tediosa, la música era pesada y aburrida. Las arañas se mantuvieron encendidas durante toda la función, de manera que los cortesanos se entretuvieron sobre todo observándose entre sí disimuladamente, mientras la acción se desarrollaba cansinamente en el escenario. Toinette parecía muy aburrida, rebullía en su asiento, hablando en susurros sin cesar con sus acompañantes.
Cordelia dio rienda suelta a sus pensamientos hasta el interludio de ballet, al final del primer acto. Toinette, que adoraba la danza, también se enderezó en su asiento y se inclinó hacia delante, para observar con atención.
Era una pieza llena de encanto, pero a Cordelia le llamó especialmente la atención el solo de una joven artista. Era una muchacha exquisita, elegante y excelente bailarina. Cordelia se inclinó sobre la barandilla del palco. Christian estaba sentado, extasiado, en la primera fila del foso, justo detrás de la orquesta. Cordelia reconoció la postura inclinada de su cabeza y supo que había abandonado este mundo, que todas las fibras de su ser estaban concentradas en la música... y quizá también en el escenario.
¿Le habría llamado también la atención la joven bailarina?, se preguntó Cordelia, con repentino interés. Sería una maravillosa combinación. La música de Christian y la inspirada danza de la muchacha. Quizá incluso más que una colaboración artística, se le ocurrió de repente. Christian necesitaba que alguien se ocupara de él, le quisiera por su genio y su dulzura, y le arrancara de su melancólico pesimismo. Y ella misma no estaría siempre a su lado para hacerlo. Sobre todo si Leo se la llevaba muy lejos... Apretó los puños y respiró profundamente durante un momento.
—¿No os parece que esa bailarina tiene mucho talento, señor? —Observó al cortesano que se sentaba a su lado—. ¿Baila a menudo para la corte?
—Ha tenido la suerte de llamar la atención del rey —le contestó el duque de Fevre.
La duquesa dejó escapar una risita detrás del abanico. —Y todos sabemos qué significa eso. La pequeña Clothilde está bien encaminada para conseguir un coqueto apartamento en el Pare aux Cerfs.
El burdel privado del rey; eso no sería compatible en absoluto con los planes proyectados por Cordelia.
—Viene de una familia de mercaderes muy respetable y devota —señaló el príncipe Michael—. Tengo entendido que su padre es absolutamente contrario a su aparición en el escenario, y no cuesta imaginar qué le parecería que su hija residiera en el Pare aux Cerfs, aunque su amante fuera el rey.
—Pero, ¿quién se atrevería a desafiar a su soberano? —Dijo el duque—. Droit de seigneur... —Su risita ahogada, más bien chillona, era muy desagradable.
—¿No es madame du Barry quien se ocupa de seleccionar a las muchachas? —preguntó Cordelia, abriendo mucho los ojos tras su abanico.
—El rey suele expresar su preferencia, madame —le informó la duquesa.
Cordelia se dio cuenta de que Michael no se sentía cómodo con la conversación. Rebullía en su asiento, con la boca apretada y tensa.
—¿Estás disfrutando del ballet? —le preguntó, esbozando una recatada sonrisita.
—Creo que prefiero la ópera —le contestó con tanta urbanidad como correspondía a un hombre consciente de la necesidad de guardar las apariencias.
—¿Perseo en particular, o la ópera en general? —Plegó su abanico.
La respuesta de Michael se perdió con la llegada al palco de un lacayo.
—Su Alteza la delfina solicita el placer de la compañía del príncipe y la princesa von Sachsen.
Por una vez, Michael pareció contento. Cordelia se levantó, deleitándose con la idea de que por mucho que su marido aprobara la influencia de su mujer ante la delfina, no estaría tan contento cuando descubriera sus intenciones. Además, no podría culparla a ella.
Colocó su mano en el brazo que él le ofrecía y se dirigieron hacia el palco real, tras el lacayo que les abría paso con altisonantes advertencias:
—¡Abran paso al príncipe y la princesa von Sachsen!
El rey saludó amablemente a Michael y ofreció su mano a Cordelia, con un alegre:
—¡Ah, la otra pequeña vienesa! La princesa von Sachsen, jugadora de cartas por excelencia. Quiero que sepáis que me siento muy satisfecho con las recién llegadas de Schonbrunn. —Cordelia le hizo una reverencia y le besó la mano. El delfín la saludó con una rígida inclinación de cabeza que reflejaba más timidez que arrogancia. Toinette avanzó su mano para que se la besara.
—He oído decir que arrasasteis jugando al sacanete la otra tarde, mi querida amiga. Debéis enseñarme algunas de vuestras habilidades. —Sus ojos chispeaban.
—Creo que sois tan hábil como yo, madame —dijo Cordelia, ocultando su sonrisa.
Toinette dirigió significativamente la mirada hacia la retícula de seda que colgaba de la muñeca de Cordelia con una cinta. Cordelia asintió. Ambas sabían que contenía un diminuto espejo. Un espejo que podía ocultarse en la palma de la mano, apoyada quizá informalmente en el reposabrazos de la butaca de otro jugador.
—¿Os gusta la ópera? —Toinette cambió de conversación.
—Es una pieza muy solemne y de mucho peso, madame —respondió gravemente Cordelia con los ojos danzarines.
—Peregrina respuesta a la pregunta de madame la delfina —dijo el rey con una carcajada—. ¿La encontráis tan tediosa como todo el mundo, según parece?
—Quizá no sea la persona adecuada para juzgar, majestad —Cordelia se inclinó de nuevo y fue recompensada con otra sonora carcajada—. Leo en vuestros ojos, madame, que os estáis burlando de mí. Deberíais avergonzaros. Príncipe Michael, ¿sabíais que os habíais casado con una esposa tan bromista?
—La princesa tiene un sentido del humor muy agradable, señor.
Debía haberle costado un esfuerzo enorme pronunciar esta frase, pensó Cordelia. Seguramente, las palabras le abrasaban la garganta. Le sonrió por encima del abanico.
—Mi marido es demasiado amable.
—Príncipe, habladme sobre vuestras hijas —pidió Toinette con su voz cristalina como una campanilla—. Antes de salir de Viena, Cordelia y yo hablamos a menudo de su papel de madre. ¿Están contentas de tener una nueva madre?
Michael se inclinó, obviamente desconcertado por este inesperado tema.
—Mis hijas son conscientes de sus deberes, madame. Respetarán a su madrastra.
—Me gustaría muchísimo conocerlas —dijo Toinette ingenuamente—. ¿Sería posible que vinieran a Versalles para el resto de las celebraciones nupciales? —Se giró rápidamente hacia el rey, antes de que Michael pudiera poner en orden sus ideas—. ¿Puedo invitarlas, majestad? Serían mis primeras invitadas particulares al palacio.
El rey estaba cada vez más seducido por su nueva nieta política. Le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Sí, por supuesto. Una idea estupenda. No hay nada como unos niños en la corte. Mandad a buscarlas inmediatamente, príncipe. Estaríamos encantados de conocerlas.
El reconocimiento del rey era un honor tanto para el padre como para sus hijas. Michael se inclinó y murmuró su gratitud. Cordelia intercambió un guiño con Toinette.
—Debéis mandar a buscarlas ahora mismo, príncipe —declaró Toinette—. De hecho, quizá sería mejor que fuerais vos mismo a buscarlas. Cuidaremos de vuestra esposa en vuestra ausencia. —Le sonrió radiante, con el aspecto de alguien consciente de ser maravillosamente generoso—. ¿No es una gran idea, majestad?
—Como queráis, querida —dijo el rey con una sonrisa abierta y benigna—. Y me alegraré de tener así la ocasión de conocer mejor a la princesa von Sachsen. Debéis contar más a menudo con su compañía.
—Sería un placer para ambos —contestó Toinette.
—Y el mío sería inconmensurable, madame —Cordelia hizo una reverencia. A su lado, Michael se esforzaba por ocultar sus sentimientos. De alguna manera, en cinco minutos había sido despedido temporalmente de la corte y su esposa había sido elevada al lado de la delfina y se había ganado la atención especial del rey. El honor concedido a su esposa repercutía también en él, pero de alguna manera se sintió manipulado. Observó suspicazmente a la delfina y a su esposa, y captó el intercambio de una sonrisa cómplice.
Si Cordelia se convertía en íntima de la casa de la delfina, escaparía a su control durante prolongados lapsos de tiempo. Él no podría entrar con ella en estos círculos y tampoco podría prohibirle que obedeciera las órdenes reales. A todos los efectos, escaparía a su jurisdicción, excepto por las noches.
¿Sería esta joven esposa más inteligente de lo que había podido imaginar? ¿Incluso más que Elvira? Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
La llegada de otros visitantes al palco real fue la señal para su despedida. Toinette apretó la mano de Cordelia sin que nadie la viera, mientras decía amablemente en voz alta, para que el príncipe la oyera:
—Os ruego que vengáis a verme mañana por la mañana, Cordelia. Podemos pensar en algunos entretenimientos para vuestras hijastras, cuando vuestro marido nos las traiga.
Cordelia hizo una venia y murmuró su conformidad. Toinette había ido un paso más allá de lo que habían planeado, pero no encontraba nada que objetar ante la perspectiva de quedarse sin marido durante una noche, o quizá dos.
Michael la acompañó rígidamente hasta su palco, mientras la orquesta empezaba a prepararse para el segundo acto.
—¿Puedes disculparme un momento, por favor? Necesito ir al tocador de señoras —murmuró ella al llegar al palco, retirando la mano de su brazo.
Michael parecía a punto de explotar, pero resultaba inimaginable que pudiera culparla a ella de las órdenes de la delfina, apoyadas por la risueña aprobación del rey. Aunque sospechara su implicación, nunca podría estar seguro, y no podía oponerse abiertamente. No respondió a su cortés excusa, entró simplemente en el palco, dejándola sola.
Ella se abrió paso por el atestado pasillo del teatro, donde los asistentes permanecían charlando, prefiriendo claramente este entretenimiento al que se ofrecía en el escenario. Christian la esperaba al lado del biombo cubierto de tapices que ocultaba a medias la entrada al tocador de señoras.
Llegó a su lado sin dedicarle una sola ojeada y empezó a examinar los bordados del biombo, aparentando un inmenso interés.
—¿Cómo estás? —Susurró Christian con la mirada perdida por encima del gentío, y los labios moviéndose apenas—. Ese mal nacido... No puedo ni pensarlo, Cordelia.
—Podré soportarlo —le aseguró ella—. Mientras tenga a mis amigos, puedo soportarlo todo. Tú, y Leo, y Matilde. —Su voz tembló por primera vez—. Quitarme a Matilde, eso ha sido lo peor, Christian. Sin ella me siento tan sola en aquel infierno...
—Te ha mandado una carta —La mano de Christian desapareció a su espalda—. Y esto.
Cordelia desplazó su propia mano y recibió un pequeño objeto de cristal y una hoja plegada de pergamino. Algo duro estaba insertado entre los pliegues.
—¿Qué es?
—No lo sé. Supongo que debe de explicarlo en la carta. ¿Qué puedo hacer yo, Cordelia? —Su susurro estaba lleno de angustia.
—No te preocupes. Estoy tan contenta de tenerte cerca. —Con deliberada animación, cambió de tema—. ¿Qué te ha parecido la bailarina del solo?
—Divina —respondió al momento Christian, y sus grandes ojos castaños perdieron por un momento su melancólica dulzura.
—Se llama Clothilde. Su padre es un mercader de la ciudad. ¿Por qué no intentas encontrar a alguien que te la presente? Estoy segura de que alguien, en la comunidad musical, debe conocerla.
—Pero ¿qué interés puede tener ella en conocerme a mí? Ella es exquisita y yo no soy más que un músico bajo mecenazgo. Le aburriría.
—¡Tonto! —se burló Cordelia con una sonrisa afectuosa—. Tienes más que ofrecerle que nadie a quien conozca y...
—¡Entra en el tocador! —su susurro urgente la interrumpió y sin dudar un instante se deslizó tras el biombo y desapareció entre el parloteante grupo de mujeres.
Christian se agachó para apartarse a un lado y perderse entre un grupo de cortesanos. El príncipe Michael estaba en la entrada del pasillo dando la espalda al teatro de la ópera. Fruncía el ceño y escrutaba el gentío. Cordelia se estaba ausentado demasiado tiempo para una simple visita al tocador de señoras. El príncipe cruzó los brazos y se apoyó en un pilar, buscándola con la vista.
Cordelia se abrió paso a través del grupo de mujeres que esperaban su turno para utilizar uno de los dos inodoros ocultos tras unos biombos, y encontró un rincón tranquilo en el salón lujosamente amueblado, cuyas paredes cubiertas de espejos multiplicaban el número de sus ocupantes. Desdobló la nota de Matilde y, como había sospechado a juzgar por el tacto, una pequeña llave de candado le cayó en la mano. La dejó caer en su retícula con un pequeño estremecimiento de excitación. Ahora, sólo necesitaba encontrar la oportunidad. Echó una ojeada al contenido de la nota. Debía verter tres gotas del líquido que contenía el frasquito de cristal en el coñac de su esposo antes de que se acercara a su cama. Se dormiría pronto y con un sueño muy profundo.
Cordelia dejó caer el frasquito en su retícula junto con la llave y con aparente tranquilidad acercó la nota a la llama de una vela. El papel se encendió, se retorció y cayó sobre la encimera esparciéndose en un puñado de ceniza gris. Su acción suscitó varias miradas curiosas pero ella esbozó una serena sonrisa, como si tuviera un motivo perfectamente plausible para jugar con una vela, y salió del tocador.
Vio a Michael en cuanto cruzó la puerta. Notó el horrible temblequeo que volvía a surgir en su vientre. ¿Había conseguido Christian avisarla a tiempo? Esforzándose por esbozar una sonrisa social, se dirigió hacia él.
—Había muchas mujeres esperando para tan sólo dos excusados.
Una chispa de desagrado cruzó los ojos del príncipe ante la falta de delicadeza de una frase tan directa.
—Ven —espetó—. Es muy descortés dejar a nuestros acompañantes solos en el palco.
Durante el resto de la tarde, los dedos de Cordelia jugaron con su retícula, notando la dura forma del frasquito. Si con su contenido Michael se dormía, no tendría que soportar más que un asalto cada noche. Y también tenía la llave. Por primera vez en varios días, tuvo la sensación de recuperar el control de su propia vida. Ahora disponía de la fuerza necesaria para dominar la situación; no necesitaba ser una víctima indefensa.
Y Leo y ella se irían de Versalles...
¿Pero cómo? Ella no era una ciudadana normal y corriente, que pudiera hacer el equipaje y desaparecer sin más explicación. Necesitarían pasaportes para atravesar Francia, a menos que se desplazaran furtivamente, como ladrones en la noche. Pero podían perseguirles. El adulterio era un delito. Cometía un delito la mujer que abandonaba a su marido, y cometía un delito quienquiera la ayudara o secundara. Si les daba alcance, Michael podía matarlos a ambos impunemente. O podría matar a Leo y encontrar un castigo todavía más horrendo para su esposa fugitiva.
Esos pensamientos siguieron rondándole durante el resto del aburrido espectáculo, y en cuanto se hubo apagado el último acorde se levantó con la misma presteza que los espectadores de su alrededor.
—Te acompañaré hasta tus apartamentos y luego me iré, pues me he comprometido con algunos amigos —declaró fríamente Michael.
—Puedo encontrar el camino sin escolta, no necesitas molestarte —le respondió Cordelia, quizá con demasiada prontitud.
—No será ninguna molestia —dijo distante—. No me parece bien que te pasees por el palacio sin escolta. No se repetirá lo de esta mañana.
Cordelia se mordió el labio. Equivalía prácticamente a una promesa de adjudicarle una guardia personal. No dijo nada, sin embargo, y en cuanto hubo entrado en sus apartamentos, él se marchó tras una escueta orden de que permaneciera allí hasta su regreso al cabo de una hora.
Cordelia llamó a monsieur Brion, que apareció casi al momento.
—¿Puedo hacer algo para servirla, milady?
Cordelia dio la espalda a la ventana por la que había estado mirando con cierta nostalgia. Era una tarde templada y agradable, y el aspecto de los jardines era sumamente tentador.
—Sí, tráeme un té, por favor.
—Inmediatamente, madame. —Con una venia, se volvió hacia la cocina.
—Ah, y ¿monsieur Brion?
—¿Madame?
—Creo que te convendría comprobar tus inventarios y tus cuentas —dijo ella displicente—. Tan pronto como puedas. Especialmente los que hacen referencia a las bodegas de vino.
Le dirigió una aguda mirada, apareció un toque de color en su mejilla, una sombra de temor en sus ojos. Ella se contentó con sonreír. El mayordomo carraspeó.
—Me encargaré al momento. —Una corta pausa. Luego, se inclinó—. Gracias, milady.
—Favor con favor se paga, monsieur Brion —le contestó serena, volviéndose de nuevo hacia la ventana.
—En efecto, madame. Os traeré el té enseguida. —La puerta se cerró a sus espaldas.
Cordelia sonrió para sus adentros. Trabar alianzas era mucho más satisfactorio que buscarse enemistades. Y bajo el tiránico mandato del príncipe Michael, cada miembro de esta casa debía saber quiénes eran sus aliados.