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Diez años después, Gregor se está enfundando los calcetines antes de buscar los zapatos debajo de la cama. Lentamente, se los calza con esa cara seria que ponen a veces los hombres de su edad cuando se enfrascan en tales actividades, una expresión grave de niño viejo solitario, al margen del mundo y concentrado en su tarea.

Cierto que su cuerpo y el entorno han cambiado. El espacio hotelero ha menguado a su alrededor, pues tan sólo dispone ya de un cuchitril abierto a un patio y, aparte de que sus manías no han hecho sino acentuarse con la edad, sus gestos son más lentos y un poco más atropellados, a ratos levemente temblequeantes. Cuando echa un vistazo por la ventana, sus ojos no pueden ya posarse en la inmensidad neoyorquina como era aún posible desde su planta catorce del Saint Regis, que cubría toda la ciudad hasta el río. Se acabó el gran cielo poblado de relámpagos por encima del skyline. A través de los cristales del Hotel New Yorker, donde reside ahora, no tiene más que una pared ciega enfrente y, tras él, fijada en un trípode, la paloma disecada.

Cuando murió, primero la hizo enterrar con gran pompa. Al poco se arrepintió, la mandó exhumar y puso sus despojos en manos de un taxidermista. Pero el animal, aun embalsamado, continuaba según la exasperada dirección del Saint Regis atrayendo a los parásitos, puro pretexto, las molestias más preocupantes eran los impagos que acabaron llevándolos a poner a Gregor en la calle.

Y así, de un año para otro, fue mudando de hotel en hotel, todos ellos situados más o menos en el mismo perímetro pero cada vez de inferior categoría a tenor del derrumbe de sus ingresos. Alojado primero en el Pennsylvania, hubo de conformarse después con el Governor Clinton, para finalmente ir a parar al New Yorker, de mucho menos relumbrón pero mucho más barato y, lo más importante, donde se avienen a cerrar los ojos respecto a sus aves, que están allí por decenas.

A los setenta años, solo como siempre en su habitación, esta mañana acaba de vestirse. Aunque su ropa sigue concienzudamente limpia y planchada, ya no la cosen los mismos sastres que tiempo atrás, aun cuando Gregor ha conservado algunas prendas de sus tiempos de esplendor, mimadas con esmero para no usarlas más que en las grandes ocasiones, cada vez más infrecuentes. De sus doscientas camisas sólo le quedan por ejemplo media docena, y el resto de su ropa se ha reducido en la misma proporción. Algunas de sus camisas, gastadas en los puños, presentan también cierto roce en torno al cuello, Gregor se ha visto obligado a aprender a coser un botón caído, a reforzar un dobladillo, y a llevar una camisa a la costurera de la esquina para que le dé la vuelta al cuello cuando lo impone el desgaste. Por otra parte, le ha parecido detectar un extraño olor en la que acaba de ponerse, leve perfume amalgama de polvo agrio y mantequilla un pelín rancia. Dado que, pese a haber vivido lo suyo, esa camisa está como cada día impecablemente limpia, Gregor suspira resignándose a pensar que ese fenómeno proviene de su propio cuerpo, de su hastío y de su alteración.

Se embute meticulosamente los calcetines. Son calcetines largos, casi medias que trepan hasta la rodilla y que requieren determinada técnica una vez se ha remangado el pantalón. Gregor centra con precisión su extremo a la altura de la línea de los dedos para que después se ajusten perfectamente al talón. A continuación hay que estirarlos con esmero a lo largo de la pierna sin que formen arrugas. Luego calzarse, atándose con lentitud y método los cordones en forma de trencilla y haciendo doble nudo. No es muy elegante doblar la trencilla, Gregor no lo hacía antes, pero aunque no sea elegante, es más seguro. De ese modo se evita que se desate un cordón a lo largo del día, obligándole a agacharse para atarlo.

Tales movimientos, cada vez es más consciente, lo dejan exhausto.

Con el pelo ya más escaso y gris, ha acabado afeitándose el bigote al comprobar que se mantenía negro como sus cejas, que no piensa tener la coquetería de teñirse. Con todo, sigue igual de delgado, despierto, ágil aunque menos flexible, pero su morfología va ligada sin duda con un régimen alimenticio bastante estricto. Porque si bien es cierto que el restaurante del New Yorker es de inferior calidad que los de los hoteles anteriores, la cuestión ya no se plantea en esos términos puesto que Gregor no puede permitirse ir allí. Al no disponer de fondos suficientes para alimentarse normalmente, tan sólo se nutre de leche caliente y pastas, procurándose éstas en cajas metálicas esmaltadas, siempre de la misma marca y que conserva una vez vacías. Tras aceptar los gerentes del hotel que un carpintero instale estanterías en una pared de su habitación, ha depositado el resto de sus posesiones en esas cajas escrupulosamente numeradas. Ocupan la pared de enfrente las jaulas que albergan a sus huéspedes, igualmente elaboradas por ese artesano, que incluso ha confeccionado, según los planos de Gregor, una pequeña ducha equipada con cortinas de la que disfruta cada paloma tres veces por semana.

Los primeros meses siguientes a su instalación en el New Yorker, Ethel acudía a verlo de vez en cuando, pero enseguida, demasiado orgulloso para soportar que ella viera de cerca los progresos de su declive, Gregor dejó de aceptar sus visitas. Sólo se ven ya fuera, concretamente en los jardines adonde lo acompaña, y se encarga ella misma de comprar las bolsitas de grano al tiempo que la conversación decae.

Esta únicamente fenece en el registro amoroso —sin que por lo demás haya llegado explícitamente a surgir—, ya que Gregor sigue inagotable en lo tocante a sus proyectos, volviendo a su vieja historia de la nueva energía, en la que ya nadie quiere ni pensar. Le asegura cada dos por tres, a ella y a todo aquel que quiera oírle —aunque cada vez menos gente parece tener ganas de escucharle—, que ha desarrollado esa idea de la fuente energética inédita, disponible día y noche en cualquier época del año, de cuya fabricación y transformación se encargaría un aparato de lo más sencillo. Ethel, que es ya una anciana, lo deja hablar, todo el mundo lo deja hablar, como lo dejan publicar por indulgencia en revistas de poca monta, a cargo del autor y tras una discreta intervención de Norman, los esquemas de dos proyectos más: un sistema de extracción de electricidad en el interior del mar y una central geotérmica a vapor.

Así y todo, y Gregor es consciente de ello, esas ideas no son sino recuperaciones de antiguos esbozos, comienzan a quedar un poco ancladas en el tiempo, sería conveniente encontrar una nueva. Gregor la encuentra. En esos tiempos en que la guerra comienza a amenazar en casi todo el mundo, se le ocurre una de la que está bastante ufano. Se trata en este caso de un arma invisible de gran potencia, un haz de partículas aniquilador y arrogantemente bautizado Rayo de la Muerte. El arma total.

Basada en el principio de la aceleración de partículas —tan rápidas que, para hacer daño, no necesitan ser voluminosas—, esa arma sería susceptible de detener un coche en plena carrera, un barco surcando el agua o un avión en vuelo, disolviéndolos pura y simplemente. Semejante dispositivo defensivo no sólo permitiría a todo país, grande o pequeño, débil o fuerte, asumir su propia protección, sino que lo haría indestructible de cara a las fuerzas enemigas, ya fueran aéreas, terrestres o marítimas. Su capacidad disuasoria sería tal que la posibilidad de la guerra resultaría descabellada, impensable. El arma total, en definitiva, traería consigo la armonía mundial. Cuarenta y cinco años antes, había sido ya la idea —con el valor que cada cual le quiera dar— de Alfred Nobel con sus explosivos.

Cuando el New York Times da cuenta caritativamente del nuevo invento del sabio, por más que suscite una honda impresión entre los lectores del diario, toda la comunidad científica se encoge de hombros a una, como de costumbre, y únicamente en Hollywood se comenta que podrían rodarse preciosas escenas, sin escatimar los efectos especiales. En definitiva, siguen dejándolo hablar, y más porque, sobre este punto, pasado el efecto del anuncio, Gregor se explaya muy poco en realidad. El que se abstenga con cautela de difundir el conjunto del proyecto, mostrándose discreto por una vez, obedece a que desconfía por partida doble. Para empezar, teme que, como ha sucedido siempre en su vida y en la historia de las ciencias, esa idea nazca en el mismo momento en otros cerebros que el suyo y que acaben robándosela una vez más. Se lo han hecho con frecuencia, está casi acostumbrado, y no quiere que vuelvan a pillarlo. Pero sobre todo teme que la explotación de su idea beneficie a un solo país, aunque sea el suyo, lo cual desequilibraría su objetivo de paz universal.

Decidiendo hacerla inaccesible para una sola potencia, una noche reúne todos los planos, los extiende sobre la mesa provisto de un bote de cola y de un par de tijeras, y los recorta en seis partes interdependientes, de modo que cada una de ellas suministre suficiente información pero sea inutilizable por sí sola y, como una pieza de puzzle, no cobre sentido sino a la luz de las otras cinco. Esa tarea le lleva toda la noche. Al amanecer, todo está solventado. Falta meter cada parte en un sobre y aguardar a que abran las oficinas de correos. Llegada esa hora, Gregor sale a enviar sus sobres, cada uno de ellos dirigido al Ministerio de la Guerra de seis potencias mundiales.

Sale un poco caro en sellos, pero hay que hacerlo y sanseacabó. Porque así, ante esos seis fragmentos dependientes entre sí, los seis gobiernos se verán forzosamente obligados a conferenciar y a alcanzar un pacto conjunto para obtener una visión total del proyecto. Es una idea excelente, a decir verdad la única, es el único modo de que esto funcione, salvo que los ministerios no contestarán nunca.