22
Gregor sabe lo que son esos periodos de fiestas. Por bien pertrechado que esté, forrado de ropa y de buena voluntad, se le cuela el frío por los intersticios, aplanándole las neuronas. Aunque en esta ocasión lo tiene todo previsto, avezado al fenómeno y por tanto decidido a aguantar el tipo y a sobrellevar las cosas, cada vez se repite lo mismo y se ve impotente, es superior a sus fuerzas: no se encuentra bien.
Pierde el gusto por todo en esas fechas, incluso se siente incapaz de emitir una sola opinión firme. Si no nieva, lo lamenta y piensa que es una pena: por lo menos, ya puestos en esa tesitura, sería bonito. Pero si, respondiendo a sus lamentos, se pone a nevar, todavía es más lamentable porque la nieve se transforma en barro. Por no hablar de los regalos. Le hacen uno, es una birria. No se lo hacen, huelgan comentarios. No hablemos tampoco de las comidas que la gente se mata haciendo, dejándose las uñas para perfeccionar el menú: cuanto mejor aspecto ofrece y más apetitoso parece, más le sabe todo a cartón.
Con tan acerbo estado de ánimo se dirige, al salir del hotel, hacia el domicilio de los Axelrod, donde, sin más alternativa, es invitado a esa maldita velada. La calle, esa noche: flanqueados por miembros del Ejército de Salvación de uniforme y de papas Noel de todo jaez agitando campanas, orfeones maltratan himnos ya de por si tristes, corales entonan cánticos absurdos en las esquinas de las avenidas enguirnaldadas con espantos policromos, surcadas de tiros de caballos con cascabeles, las aceras desbordantes de una multitud excitada y con sombreros, mejillas violáceas y regalos empaquetados bajo todos los brazos. Gregor ha de abrirse un camino delirante entre los hombres prematuramente borrachos, las mujeres que reprenden a frenéticas chiquillerías, los landós, los carretones de mano y las sillas de ruedas.
Recibido por los sonrientes labios rojos de Ethel y por un Bloody Mary a juego que le alarga Norman, Gregor se frota primero las manos ante la chimenea como suele hacerse en tales casos antes de mostrar el regalo. Es una estrella de vidrio creada por él, de intensidad luminosa variable y colores cambiantes, que centellea misteriosamente sin cesar y sin conexión alguna. Encaramado a una silla y ante los aplausos de los Axelrod, fija la estrella en la copa del abeto ya cuajado de las clásicas bolas, angelotes y pequeñas palmatorias. A continuación pasan a la mesa para celebrar la clásica cena de fiesta —pasemos por alto el sempiterno menú—, y a los postres los Axelrod hacen sus regalos a Gregor, por parte de Norman una edición de Wordsworth encuadernada en piel de becerro, y de Ethel una corbata de crespón de China con reflejos tornasolados.
Aunque tiene ya un montón de corbatas y nada que hacer con Wordsworth, Gregor no exterioriza su malhumor durante la velada: el que no sonría nunca no tiene nada de excepcional, pero cuando es preciso, sabe mostrar una apariencia sociable antes de proceder, llegado el momento, a una delicada dosificación temporal, despidiéndose lo antes posible si bien demorándose lo suficiente para que los anfitriones no vayan a pensar que se aburre. Único momento que le levanta un poco el ánimo: al acompañarlo a la entrada mientras Norman, de espaldas, renueva sus horrendos digestivos, Ethel, quizá un poquito borracha, le anuda en plan de broma la corbata nueva en torno al cuello. Pese a su aversión, incluso con ella, a los contactos físicos —y pese al temor, brusco e irreprimible, que le asalta un instante de que le estrangule—, le sorprende encontrarlo excitante. ¿Una pequeña erección, Gregor? Bueno, por una vez.
De regreso en el Waldorf, encorbatado y con Wordsworth bajo el brazo, Gregor encuentra en el correo de la noche la respuesta de su carta a Morgan hijo. Se reduce a una factura de 684,17 dólares de intereses devengados por los préstamos concedidos por su padre, acompañada de la felicitación navideña del heredero. Así pues, nada que esperar por ese lado, el año entrante se anuncia delicado.
A la espera de que mejoren los tiempos, Gregor atravesará días casi vacíos, inhabitualmente estériles para un hombre a quien nunca se ha visto ocioso. Se acuesta más temprano, se levanta más tarde, pasa menos regularmente por el despacho, donde por lo demás, cuando va, apenas se levanta del canapé negro. En sus ratos perdidos —a decir verdad, todos se lo parecen— le vienen a la mente ideas desiguales referentes a la propulsión de los fluidos, e imagina diferentes proyectos al punto abandonados: un taquímetro automóvil, un desencadenador de maremotos o una aeronave sin alas. Esta última consiste en un paralelepípedo en forma de cocina de gas, que podría entrar y salir por una ventana en caso de necesidad. Semejante idea nos arrancaría una sonrisa de estar de humor para ello, pues a primera vista no parece tener derivación alguna. Y sin embargo haríamos mal sonriendo: quince años después conocerá un gran éxito en forma de avión con despegue y aterrizaje vertical, pero demasiado tarde para Gregor, por más que registre maquinalmente la patente.
Comoquiera que sea, Gregor no parece creer ya mucho en todo eso. No obstante su pequeña gloria y su éxito mundano, su sucesión de fracasos lo aboca por primera vez a no querer ya hacer nada, sin amargura ni resentimiento: ya sólo queda esperar y ver, y se acabó, la vida no es más que una larga sala de espera, ni siquiera provista de revistas arrugadas en una mesa baja ni de las miradas furtivas que intercambian los pacientes.