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Para Angus Napier, la mañana de ese martes se presenta sumamente apretada.
Tiene que asistir sucesivamente a una reunión patronal, a un cóctel de empresa y a un almuerzo mundano, en tres lugares diferentes de Nueva York pero por fortuna no muy distantes entre sí. En vista de lo cual, esa mañana, ante su guardarropa, se pertrecha con una indumentaria adaptada por igual a tales reuniones, combinando la austeridad administrativa —traje de tres piezas y corbata negra— con el confort más informal aunque también estricto de un cóctel —pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta y corbata de color—, salpimentados con una chispa de elegancia mundana —flor en el ojal y corbata de fantasía— de cara al almuerzo. Fácil no es, pero lo logra, pues tiene previsto cambiar dos veces de corbata durante sus trayectos en taxi incorporando, en el último, la flor.
La reunión de directores de empresa se celebra en la sede de la General Electric, entidad anfitriona. Participan distintos empresarios que explotan las fuentes energéticas —petróleo, carbón, gas, madera—, los medios de transporte —ferroviarios y marítimos—, las redes de comunicación y los bienes inmuebles —gestión de patrimonio y construcción—, entre los cuales el propio Thomas Edison a la cabeza, por supuesto, que los ha convocado a todos. Como Angus ya había previsto, las conversaciones se centran casi exclusivamente en las recientes declaraciones de Gregor. A la sola mención de dicho asunto, los ceños se fruncen tanto más acerados y las voces suenan tanto más altas cuanto que esa historia de la energía libre suscita vivas divergencias de opinión. Si bien algunos siguen considerando a Gregor un histrión iluminado —a su juicio el supuesto descubrimiento anunciado no tiene pies ni cabeza—, otros opinan que su éxito imprevisto en la Western Union resulta no poco alarmante: el individuo ha dado prueba de su inventiva, ha obtenido resultados innegables y esa idea insensata, peligrosa, de abaratar la energía podría acabar haciéndose realidad. En medio de la agitación general, Angus Napier alcanza a deslizarse abriéndose paso con los codos hasta Thomas Edison.
Al principio éste no le dedica ni una mirada, pero Angus consigue captar su atención y hablarle, aunque obligado a repetirle lo mismo varias veces dada la sordera del inventor, al tiempo que evita que llegue a oídos de otros. En definitiva, todo un engorro, mucho más complicado que la elección de vestimenta de la mañana. Pero, una vez captada la atención de Edison, éste se inclina hacia Angus y se deja llevar hacia un rincón más tranquilo de la sala de conferencias. Tras un breve parlamento, Edison pronuncia unas palabras inaudibles en medio del bullicio pero que parecen indicar un asentimiento. Asentimiento evasivo, enmendado por un gesto de repliegue como quien quiere dejar claro que se inhibe del asunto, que delega y que se lava las manos, y se aleja rápidamente. Pero al parecer ese gesto y esas palabras parecen bastar a Angus, quien, tras inclinarse, no viendo mayores motivos para entretenerse, abandona discretamente la reunión para llamar un cabriolé al pie del edificio.
En el cóctel de empresa organizado por Westinghouse reina un ambiente totalmente distinto. Allí apenas se menciona a Gregor, salvo para entonar alguna que otra vez alabanzas por su aportación capital a los beneficios de la empresa. Por lo demás, se le otorga entera libertad para contar lo que le venga en gana. Antes bien, se entregan a la alegría de verse conceder cada vez más extensas redes eléctricas, construir unidades de producción cada vez mayores, desarrollar con éxito nuevas técnicas de turbinas de vapor y encarar la exclusividad de propulsión de cargueros, paquebotes y otros voluminosos barcos. Hacen brindis tras brindis, Angus no se entretiene más.
Ha llegado el momento del almuerzo, semejante a los que se organizan frecuentemente en salones privados o restaurantes de grandes hoteles en torno a Gregor, circundado de estrellas renovadas con regularidad —MarkTwain, por ejemplo, en esa ocasión—, pero siempre rodeado de sus íntimos, guardia cercana reducida a los Axelrod, hacia quienes Angus se dirige directamente. Una quincena de personas conversan entre sí aunque vueltas sobre todo hacia Gregor, que atrae por sí solo la atención general, aun siendo su arte de agradar contradictorio: tan vivo y brillante, incluso agitado, como sobrio y reservado, incluso cortante, o sombrío y misterioso, incluso abstruso, capaz de seducir a todo el mundo pero viviendo solo, atrae a las personas más diversas, hombres y mujeres por igual.
Precisamente están presentes bastantes mujeres: numerosas esposas pero también solteras que, hallando atractivo a Gregor, le lanzan miradas acariciantes, contenidas pero postulantes. Las miradas de las esposas suenan en la misma clave pero con un vibrato menor. Desdichadamente para todas ellas, entre otras tortuosidades de su carácter, Gregor parece poco proclive al contacto físico, evitándolo no tanto por higiene cuanto por temor, sin que nada le inspire tanto pavor como el roce con los cabellos, tan temibles para él como —para todo el mundo menos para él— el de los cables eléctricos desnudos. A lo cual debemos agregar su odio absoluto a las joyas, cuyo tintineo le irrita, cuyo brillo le deslumbra y cuyo precio le consterna. Le horrorizan de modo especial los pendientes, cuyo anzuelo clavado en la carne le estremece, y más si cabe las perlas, que por su origen ostrero y su consistencia lechosa le repugnan sin remedio. Pero las del sexo contrario, como no entienden nada y rivalizan en aderezos para seducirle, trabajan cada vez un poco más contra sí mismas hasta que se marchan de vacío, ocultando su desconcierto con guiños cómplices aunque apagados, con risas de lentejuelas pero sin timbre.
Sólo Ethel Axelrod agrada a Gregor: sobriamente elegante —asidua lectora del Harper's Bazaar— y apenas maquillada, nunca luce, lástima, más que su alianza, que lo complica todo, pues la amistad del excelente Norman impide a Gregor el menor desliz. Tal vez en otras circunstancias se permitiría conquistar a la esposa de otro hombre, pero en ese caso, con ese marido, no. Y aunque él mismo encarna también, y presiente que encarna para ella al hombre ideal, Ethel se ve incapaz de plantearse, en posesión de tal marido, etcétera.
Dicho marido acaba de intercambiar con Mark Twain unas palabras sobre la actualidad de ese año, indignándole principalmente la guerra con España. Mark Twain clama por sumarse, como William James, a una liga antiimperialista, mientras que Norman ironiza por lo bajo sobre la penuria del ejército americano en materia de equipamiento sanitario, pues han caído menos de cuatrocientos soldados en combate mientras que se han producido más de cinco mil muertes de fiebre amarilla, disentería e intoxicaciones alimentarias. Angus, que intenta inmiscuirse en la conversación, no alienta por supuesto más objetivo que deslizarse en la esfera del matrimonio Axelrod para luego abordar a Ethel, pero en vano, pues ésta se mantiene obstinadamente vuelta hacia Gregor como la aguja arrebatada de una brújula.
Minusvalorado, reducido a poca cosa, intentando reprimir su amargura y su humillación, Angus abandona la mesa antes de que concluya la comida, aduciendo un pretexto que nadie le pide. Parando un nuevo cabriolé, se hace conducir resueltamente a las oficinas de la General Electric para proseguir su trabajo de informador, mientras después de los postres, el café y los licores, de los que como siempre se ha abstenido, Gregor, por su parte, marcha obstinadamente solo hacia su laboratorio.