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Sus acreedores también esperan. Gregor ha tendido siempre a olvidarlos como si no existieran, y llevan tanto tiempo esperando que ellos mismos tampoco están muy seguros de su propia existencia. Como si, aun controvertida, una personalidad famosa tan mundialmente pública redujera a poca cosa sus miserables personas privadas, impidiéndoles osar manifestarse para reclamar lo que se les debe.

Por un efecto de inversión, poseído por la idea de su grandeza al margen de todas las leyes, tal vez Gregor ha acabado considerándolos como si en el fondo hubieran pasado a ser sus deudores, habiéndose transformado a sus ojos los pagarés en título de nobleza, en un honor tal que le resarce ampliamente de sus deudas. Visto bajo ese ángulo resultaría incluso mezquino, y aun deshonesto, que los acreedores esgrimieran su derecho a cobrar. Las deudas, con todo, se acumulan y se agrandan. Los acreedores, con todo, siguen en sus trece, cada vez más en sus trece: tan sólo falta un leve desencadenante para que las cosas se inviertan en sentido contrario.

Será un miserable asunto de impuestos locales, una cantidad minúscula y que sin duda Gregor considera indigna de él, la que produzca el fatal desencadenante: la mecánica de los procedimientos lo lleva a ser llamado a juicio como todo hijo de vecino. Y al intervenir el fisco, que no es una persona física, la ley parece imbuir a los particulares la idea, el ejemplo y la autorización de manifestarse. A partir de entonces todo se condensa a velocidad galopante, todo se acelera y nada se arregla: sale a la luz que Gregor está bastante más arruinado de lo que se pensaba, de lo que se imaginaba él mismo, toda vez que su contable nunca se había aventurado a notificárselo. Se ve obligado a admitir que no sólo no tiene ya nada, sino que debe una enormidad de dinero a una enormidad de personas, entre las cuales numerosos sastres, boteros, camiseros, restauradores, floristas y otros proveedores, por no hablar de una legión de subcontratistas ni sobre todo del Waldorf Astoria, donde lleva años viviendo, a crédito, por todo lo alto.

Ya sé que Gregor es antipático y desagradable y que ello induce a pensar que lo tiene bien merecido, pero aun así. Lo tenemos sin un céntimo y amenazado con la cárcel en un momento en que Edison, Westinghouse, Marconi y compañía, beneficiándose de sus ideas adquiridas a bajo precio, si no abiertamente robadas, prosperan en sus negocios y ganan dinero a espuertas. No solamente expoliado, ve con amargura cómo numerosas empresas que viven exclusivamente de sus propios inventos, se expanden fructíferamente sin que él reciba un mísero dólar. Es una total deslealtad, pero Gregor, con el talento que le conocemos para sacarse milagros de la manga, logrará salir adelante rondando a los multimillonarios. Cien mil dólares por aquí, cincuenta mil por allá, consigue saldar la mayoría de sus deudas y, para enjugar el resto, vende el terreno de Long Island donde se alza su torre inconclusa. Asimismo se ve obligado a replantearse su tren de vida a la baja y abandonar el Waldorf por el Hotel Saint Regis, donde se instala en la planta catorce —que no es divisible por tres, ya ni siquiera puede imponer todos sus caprichos—, pero que tampoco está nada mal.

La torre de Long Island, no obstante, está lo bastante avanzada como para resultar sospechosa a ojos del ejército, que ordena derruirla seis meses después, viendo en ella una posible base de espionaje en un momento en que Estados Unidos acaba de entrar en guerra y no en una guerra cualquiera, como el jueguecito con España de veinte años atrás. Una guerra pura y simplemente mundial, mortífera por demás y que, si bien todavía no ha llegado el momento —aunque se acerca— de los bombardeos aéreos, se desarrolla especialmente en el mar: los submarinos alemanes, que hunden a diario treinta y cinco mil toneladas de flota aliada, comienzan a plantear un auténtico problema.

Leyendo en los periódicos que el estado mayor de la marina las pasa moradas para detectar esos sumergibles, Gregor, siempre ojo avizor, recuerda una vieja idea suya. Una oscura historia de ondas estacionarias, de impulsión atmosférica, de irradiación y de fluorescencia que a su entender resuelve el auténtico problema y que corre a someter al estado mayor. Alzando unánimemente los ojos al cielo al verlo aparecer, el estado mayor le sonríe cortésmente asegurándole que le escribirán. No bien desaparece Gregor, todos coinciden en rechazar la nueva chifladura de ese iluminado, prefiriendo echarla en saco roto. Esperarán a que se produzca una segunda guerra mundial para concluir que en el fondo la idea no es tan mala puesto que se convertirá en un instrumento de defensa universal, y que es ni más ni menos que la del radar.

Por cierto, dice Gregor regresando a la mañana siguiente, si lo desean tengo una o dos más. Los hombros de los oficiales del estado mayor, agobiados, se encorvan a su llegada para de inmediato erguirse al oírlo. El proyecto es de primera. Es un artefacto no tripulado, sin alas ni motor, que podría dirigirse a distancia para enviarlo a soltar explosivos a un punto cualquiera del mundo, a la distancia que se quisiera. No está mal, ¿no? Las caras se alargan al unísono ante la exposición de ese objeto disparatado, inverosímil y sin futuro, aunque habría de convertirse en lo que actualmente denominamos misil y cuyo uso nos es más que familiar. Hemos de meditarlo, le dicen, le mantendremos al corriente. Bien, dice Gregor, tengo también un modelo de nave-robot si les parece, ¿no les tienta? Pero ya no le escuchan, miran hacia otro lado, se masajean el cráneo encendiendo puros, a la espera de que se canse y esfume de una vez.

Es antipático, tiene muchos defectos pero tonto no es. Advirtiendo que han dejado de escucharle, que ya no le escucharán, parece incluso abdicar de su entusiasmo. Sus ayudantes lo ven cambiar gradualmente de vida cotidiana, como si se resignara a la ociosidad, además muy pronto no podrá pagarles. Menos asiduo del despacho y del laboratorio, deambula con frecuencia por la estación de Grand Central, por más que no tenga que tomar tren alguno. Y más regularmente, en realidad ya a diario, regresa a Bryant Park a alimentar a sus eternos bichos, echando mano, para sustituirle en caso de impedimento, de los servicios gratuitos de un recadero de la Western Union con quien simpatiza porque, en sus ratos perdidos, cría él mismo palomas mensajeras.