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Con toda esa serie de cosas, que han transcurrido velozmente al igual que toda su vida, Gregor anda por los cincuenta y cinco años. Nunca se percata uno de lo rápido que pasa todo, siendo así que los días se hacen larguísimos y las tardes se eternizan. De pronto se ve uno de mediana edad sin entender muy bien cómo ha sido, aunque, como Gregor, se consulte de continuo el reloj, y aunque éste tan sólo proporcione una idea imperfecta, tendenciosa y en definitiva falsa del tiempo.
Tras tanto afanarse sin cesar, pero sobre todo tras esos reveses y fracasos —las bribonadas que cree, sabe o ignora que le han hecho—, quizá debería preocuparle su persona, replantearse sus métodos y enmendar su relación con el mundo. Razones para hacerlo no le faltan, pero no parece tomarlas en cuenta. Arrogante, seguro de sí mismo, Gregor no ha cambiado un ápice sus costumbres, viste más que nunca según los cánones que marcan las revistas de moda y conserva su suite en el Waldorf. Desde el maître hasta el último botones, va largando propinas tan suntuosas como su autoestima, comprando en la prensa amplios espacios publicitarios donde se justifica punto por punto, atribuyéndose la paternidad de todo nuevo descubrimiento, formulando ideas apenas imaginadas sin haberlas sometido a la menor comprobación experimental, aplastando con su desprecio a sus competidores y a sus contemporáneos en general. En resumidas cuentas, se hace cada vez más antipático.
Y todo eso cuesta lo suyo ahora que está arruinado, endeudado, viviendo inmensamente por encima de sus posibilidades y llevando ese tren de vida a crédito. Procurando no abandonarlo del todo a su suerte, Morgan suelta de cuando en cuando algún dinero por caridad, desgraciadamente nunca lo bastante para cubrir todos los gastos pero sobre todo —uno no cambia así como así— en concepto exclusivo de préstamo. Para intentar conseguir más, Gregor comienza a organizar en el laboratorio alguna que otra demostración espectacular ante los contados magnates que puede encontrar en el mercado, intentando seducirlos para sacarles fondos. No obstante, recelo: escasa proclividad a asumir riesgos por parte de un público exclusivamente muy rico, demasiado ignorante para robarle las ideas: ningún sabio, por prudencia, es invitado ya a tales eventos.
Al margen de eso, cada día a las doce en punto del mediodía acude a la sede de su sociedad. Sus dos ayudantes lo reciben a la entrada para ayudarle a quitarse el sombrero, los guantes y el bastón, para dirigirse acto seguido a su despacho, donde se han cuidado de bajar las persianas y correr las cortinas, pues Gregor necesita que reine total oscuridad para concentrarse. Únicamente dejan entrar luz en caso de tormenta, durante la cual, repantigado en su canapé, contempla el cielo y los relámpagos que descargan sobre Nueva York. Pero, aparte de que cada vez es menos amable, de que su carácter tiende a agriarse, se diría que también pierde un poco de equilibrio mental, toda vez que aparecen indicios sospechosos. Aunque siempre ha hablado a solas, monologando sin cesar en el transcurso de sus trabajos, los ayudantes, inquietos, pueden oírlo a través de la puerta, pese a estar acolchada, perorar más que nunca en esos momentos de tormenta. Parece dirigirse a los propios relámpagos como si de niños, de alumnos o de colegas se tratara, con sorprendente variedad de tonos: consolador, severo, quejoso, afectuoso o amenazador, burlón o grandilocuente, humilde o megalómano.
Lo que es peor, incluso pasada la tormenta y cualquiera que sea el humor del cielo, Gregor comienza al poco a realizar en la circunstancia que sea comentarios cada vez más desmedidos, expresando ideas de grandeza a tal punto inmoderadas y frecuentes que sus amigos, o los pocos que empiezan a quedarle, intentan protegerlo contra sus propias declaraciones.
Megalómano o no, precisamente por entonces inventa una turbina. Una turbina, dirán ustedes, no es más que una turbina, pero no podemos sino reconocer que se trata en esta ocasión de una turbina excepcional. Indiscutiblemente más ligera y potente que las demás, posee todos los elementos para relanzar a su inventor a la primera fila, conferir a Gregor un nuevo esplendor. El, fiel a su sentido de la matización, declara con toda modestia no ver límite alguno a las aplicaciones de su turbina, que accionará en lo sucesivo todo tipo de automóviles, camiones, aviones y trenes, incluso los paquebotes que, gracias a ella, atravesarán sin dificultad el Atlántico en tres días. Funcionando indistintamente con vapor o con gasolina, de fabricación menos costosa que los turbomotores tradicionales, resultará asimismo insustituible en ámbitos tan diversos como la agricultura, la irrigación, las minas, las transmisiones hidráulicas y la refrigeración. Exclamaciones, ovaciones, gloria y nuevas esperanzas, vemos a Gregor más enfatuado que nunca a la vista de las primeras aplicaciones de su turbina, que produce al principio excelentes prestaciones, para mostrar muy pronto sus límites.
Indicio de final, quizá, del genio científico de Gregor: al ver errados sus cálculos, se ve obligado a reconocer que la fabricación de la turbina es más costosa de lo que había previsto. Cosa en la que tampoco había pensado, su alta velocidad de rotación presenta sobre todo el defecto de su calidad: por más que no exista en efecto comparación alguna con la de las máquinas anteriores, es tan potente que no hay metal que la resista mucho tiempo. Por consiguiente final de la turbina.
Final también de John Pierpont Morgan, que muere a la sazón. Tras ser hasta entonces, aun a regañadientes, el principal proveedor de fondos de Gregor, deja la sucesión de sus negocios a su hijo, que no tardará en verse solicitado.
Final del año, en cualquier caso. Con ocasión de las fiestas, y para felicitárselas, Gregor escribe a Morgan hijo. Corren tiempos duros —le señala al final de la carta—, y a decir verdad estoy desesperado. Necesito apremiantemente dinero, no consigo encontrarlo en ningún sitio. Es usted el único que puede socorrerme y, al tiempo que imploro su ayuda, aprovecho para desearle una feliz Navidad.
Después se consuela yendo a dar de comer a las palomas de Reservoir Park, que ni siquiera se llama ya así, lo han rebautizado como Bryant Park antes de construir cerca de su casa la gran biblioteca pública, ahora acude allí a diario. Restringiendo cada vez más su vida mundana, parece haberla trasladado a esas innobles aves, sin haber perdido su afecto por ellas.
Entra en el jardín y, antes de que haya extraído de los bolsillos las bolsitas de grano que habían de ser su regalo de fin de año, los abyectos volátiles, que lo han reconocido al momento, se ciernen sobre él, zureando espantosamente por decenas, tan rapaces como rapaces y, cubriéndolo totalmente con su sucio color gris, picotean convulsivamente en sus bolsillos descosidos. Envuelto de la cabeza a los pies por su manto de bicharracos, respirando apenas para no alarmarlos, Gregor permanece inmóvil junto a la verja del jardín a través de la cual unos transeúntes detenidos en la penumbra, cargados con gruesos paquetes ornados con cintas, lo observan moviendo la cabeza.