Capítulo 17
Me despierto y oigo el zumbido. Me incorporo y de inmediato aparecen las náuseas, así que vuelvo a tumbarme con un gemido. Me doy cuenta de mi error cuando se me revuelve el estómago. No tengo tiempo para evaluar lo mal que me encuentro. Voy a vomitar.
Salto de la cama y corro al cuarto de baño. Casi no consigo llegar a nuestro encantador lavabo para decorar la taza con la cena de anoche.
—No —lloriqueo cortando un trozo de papel higiénico.
Ahora nada está bien. Mi cuerpo rechaza mis felices pensamientos. Me quedo abrazada al váter una eternidad, con la cabeza apoyada en los brazos, luchando contra los sudores fríos y gimoteando en el gigantesco cuarto de baño.
—Mierda —refunfuño—. ¿Por qué me haces esto? —le pregunto a mi vientre—. Eres tan imposible como tu padre.
Suspiro, me levanto, vuelvo a la habitación y me pongo lo primero que pillo: la camisa que Jesse llevaba ayer. No intento arreglarme porque quiero que me vea sufrir. Bajo la escalera y lo encuentro saliendo del gimnasio, espectacular en pantalón corto y con una toalla sobre sus magníficos hombros. El pelo es un amasijo de mechones húmedos sobre su frente resplandeciente. Me pone mala.
—Ay, nena —susurra con cariño—. ¿Te encuentras muy mal?
—Fatal. —Intento poner morritos, pero mi cuerpo exhausto no me deja. Estoy de pie delante de él, con los brazos caídos y sin vida. Me compadezco de mí misma.
Me coge en volandas y me lleva a la cocina.
—Iba a preguntarte por qué no estás desnuda.
—Ni te molestes —gruño—. Te vomitaré encima.
Se ríe, me sienta en la encimera y me aparta el pelo de la cara macilenta.
—Estás preciosa.
—No mientas, Ward. Estoy horrible.
—Ava… —me regaña con dulzura.
No pido perdón, más que nada porque apenas tengo fuerzas para hablar.
—Debes comer.
Tengo arcadas sólo de pensar en echarle comida a mi estómago. Niego con la cabeza, suplicante. Sé que es una batalla perdida. No me dejará en paz hasta que haya desayunado.
Oigo la puerta principal y a Cathy, que canturrea alegremente. Sólo llevo puesta la camisa de Jesse, pero ni siquiera puedo preocuparme por eso. Me quedo donde estoy, tranquila, sin moverme y con unas náuseas espantosas.
—¡Buenos días! —nos saluda dejando su enorme bolsa de tela en la encimera—. Ay, cielo, ¿qué te pasa?
Jesse contesta por mí, cosa que está muy bien porque yo he perdido el habla.
—Ava está algo indispuesta.
Doy un respingo. Se ha quedado muy corto. Pego la frente contra su pecho. Es como si estuviera muerta.
—¿Las temidas náuseas matutinas? Se te pasará —anuncia Cathy como si no pareciera que estoy lista para entregar mi alma a Dios. Por lo visto, ella también está enterada.
—¿De verdad? —balbuceo pegada a Jesse—. ¿Cuándo?
Me acaricia la espalda y me besa el pelo pero no dice nada. Es buena señal, él también quiere oír la respuesta.
—Depende. Chico, chica, mamá, papá —dice la mujer poniendo la tetera al fuego—. Algunas mujeres dejan atrás las náuseas a las pocas semanas. Otras lo pasan fatal durante todo el embarazo.
—Ay, Dios —aúllo—. No me digas eso.
—Chitón. —Jesse me hace callar y me masajea la espalda con más fuerza. Ni siquiera estoy haciéndome la blanda. Esto es mucho peor de lo que parece.
—¡Jengibre! —exclama entonces Cathy.
La extraña palabra que no tiene relación con nada me hace levantar la cabeza del torso de mi marido.
—¿Qué?
—¡Jengibre! —repite rebuscando en su bolsa.
Miro a Jesse, que parece igual de perdido.
—Necesitas jengibre, querida —explica sacando un paquete de galletas de jengibre—. He venido preparada. —Aparta a Jesse, abre el paquete y me ofrece una galleta—. Tómate una todas las mañanas nada más levantarte. ¡Hace milagros! Verás, come.
Con Jesse vigilante y Cathy haciendo de madre no tiene sentido rechazar la galleta. La agarro y le doy un pequeño mordisco.
—Te asentará el estómago. —Me dedica una cálida sonrisa y me coge la mejilla—. Estoy muy emocionada.
No comparto su entusiasmo, no cuando me encuentro así de mal. Sonrío débilmente y dejo que Jesse me siente en el taburete.
—El nuevo me ha dado esto —dice entonces ella al tiempo que le entrega a Jesse el correo—. Es un joven muy guapo, ¿verdad?
Eso me hace reír, y más cuando Jesse da un respingo de disgusto y le arrebata los sobres de entre los dedos arrugados.
—Sí, es muy majo —confirmo. De repente soy capaz de articular una frase entera—. Pero yo creo que vas a echar de menos a Clive, ¿no, Cathy?
—¡Para nada! —Saca los bagels y nos los enseña. Jesse y yo asentimos—. Voy a salir con él esta noche.
Le doy un codazo a mi hombre mientras mordisqueo los bordes de mi galleta, pero él me ignora. En vez de darle gusto a mi mente curiosa, se dedica a abrir el correo.
—¡Seguro que lo pasáis bien! —digo. Esto me interesa.
—Seguro que sí —afirma ella metiendo los bagels en la tostadora. Saca los huevos de la nevera.
Estoy charlando con Cathy la mar de contenta, desayunando, escuchando adónde la va a llevar Clive y contándoselo todo sobre mis náuseas matutinas. De repente me doy cuenta de que Jesse lleva mucho rato callado. De hecho, ni siquiera se ha movido. Tampoco ha tocado su bagel. Le acerco el plato.
—Cómete el desayuno.
No se mueve, y parece que no me ha visto.
—¿Jesse? —inquiero. Es como si estuviera en trance—. Jesse, ¿estás bien?
Le da la vuelta a un sobre y lo mira. Yo también.
Jesse Ward
Confidencial
—¿Qué es eso? —pregunto.
Me mira. Tiene los ojos opacos y recelosos. No me gusta.
—Sube al dormitorio —me ordena.
Frunzo el ceño.
—¿Por qué?
—No me obligues a repetírtelo, Ava.
Me callo intentando adivinar qué le pasa, pero lo único que saco en claro es que está mosca conmigo. Aun así, sé que tengo que subir al dormitorio antes de que me lo diga dos veces. Es uno de esos momentos en los que sé que no debo discutir. Está empezando a temblar y, aunque no tengo ni idea de por qué, estoy segura de que no es apto para los oídos de Cathy. Me bajo del taburete y me retiro. Salgo de la cocina y subo la escalera que lleva al dormitorio principal. Me pregunto qué le pasa. No me da mucho tiempo para pensarlo, porque entra a grandes zancadas en la habitación con el sobre y la carta en la mano.
Le hierve la sangre; lo noto por cómo le tiemblan las manos y en lo turbio de sus ojos. Me deja clavada en el sitio con una mirada asesina.
—¿Qué coño es esto?
Miro el papel que sostiene en la mano pero no tengo ni idea de lo que es.
—¿Qué es? —pregunto, aprensiva.
Arroja el papel al espacio que hay entre nosotros.
—¿Ibas a matar a nuestro bebé? —inquiere despacio.
La tierra se abre bajo mis pies y siento que me precipito al vacío. No puedo mirarlo. Tengo los ojos llenos de lágrimas y no sé adónde mirar. Mi cerebro no responde, pero aunque me diera alguna pista y pusiera las palabras adecuadas en mi boca, le estaría mintiendo y él lo sabría.
—¡Contéstame! —ruge.
Doy un brinco, sobresaltada, pero sigo sin poder mirarlo. Estoy muy avergonzada, y después de pasar estos días con Jesse, de verlo tan feliz, de ver cómo me cuida y lo atento que es, la culpa me corroe. No puede ser peor. Pensé en poner fin a mi embarazo. Pensé en librar a mi cuerpo de este bebé. Su bebé. Nuestro bebé. No tengo excusa.
—¡Ava, por el amor de Dios!
Antes de que pueda pensar en algo que decir, me coge por los antebrazos y se agacha para que nuestras caras queden a la misma altura. Aun así, me niego a mirar sus ojos verdes. No puedo enfrentarme a lo que sé que voy a encontrarme. Desprecio… Asco… Desconfianza.
—¡Maldita sea, mírame!
Niego débilmente con la cabeza, como la cobarde patética que soy. Se merece una explicación pero no sé por dónde empezar. Mi cerebro ha echado el cierre, como si me estuviera protegiendo de lo inevitable: Jesse va a perder el control. Ya está al límite.
Me coge bruscamente de la barbilla y la levanta para obligarme a mirarlo. Tengo los ojos llenos de lágrimas pero veo con claridad meridiana su expresión de dolor.
—Lo siento —sollozo. Es lo único que se me ocurre. Es lo único que debería decir. Siento mucho haber pensado hacer una cosa tan horrible.
Se derrumba delante de mí y me siento aún más culpable.
—Me has roto el corazón, Ava.
Me suelta y se mete en el vestidor. Me deja hecha un trozo de carne patético y tembloroso. Las náuseas matutinas han desaparecido, pero la vergüenza no me deja ni respirar. De repente me doy asco, así que me hago una idea de lo que Jesse opina de mí.
Reaparece con un puñado de ropa pero no la mete en una maleta ni va al baño a coger nada más, sino que sale de la habitación vestido únicamente con los pantalones de deporte.
Tengo tal nudo en la garganta que ni siquiera puedo gritarle que se quede. Estoy paralizada. Lo único que funciona son mis ojos, que sueltan un chorro imparable de lágrimas. La puerta principal se cierra entonces de un portazo. Me quedo llorando en silencio, hecha un ovillo en el suelo.
—¿Ava, cielo? —La voz suave y cálida de Cathy apenas es audible entre mis sollozos—. Dios mío, Ava, ¿qué ha pasado?
Es evidente que esto no son náuseas matutinas y que ha oído los gritos de Jesse.
Me aprieta contra su cuerpo mullido e instintivamente me abrazo a ella.
—No llores, cariño, no llores… —Me acuna con cuidado, intentando que me calme y susurrándome palabras de consuelo al oído—. Ay, Ava. Vamos, cariño. Dime qué ha pasado.
Intento hablar pero sólo consigo llorar con más fuerza. La necesidad que siento de compartir mi culpa, mis remordimientos, no sirve más que para que me dé cuenta de lo egoísta que he sido.
—Ya, ya… Voy a prepararte una taza de té —me conforta Cathy.
Levanta su cuerpo rechoncho del suelo del dormitorio y me coge del brazo para intentar que me mueva. Lo consigo, a duras penas, y me acuna bajo su brazo y me lleva a la cocina.
Saca un pañuelo del bolsillo del delantal, me lo ofrece y se dispone a preparar el té. La observo en silencio, salvo cuando se me escapa un hipido mientras trato de controlar mi cuerpo tembloroso y mi respiración errática. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas, pero no puedo dejar de pensar en todas las veces que lo he visto enloquecer de ira, sólo que esta vez parecía trastornado de verdad. Esta vez lo he vuelto loco de verdad.
Cathy deja la tetera en la isleta y sirve dos tazas. Pone un par de azucarillos en la mía, aunque no me lo ha preguntado y yo tampoco se los he pedido.
—Necesitas energía —dice removiendo la taza de té que a continuación me coloca entre las manos—. Bebe, querida. No hay nada que no cure una taza de té.
Coge la suya, sopla, y una oleada de vapor se desintegra delante de mí. Me quedo mirándola hasta que ya no está. Entonces me quedo mirando a la nada.
—Cuéntame por qué mi chico está de tan mal humor y tú en este estado.
—Pensé en abortar. —Miro al frente, no quiero ver la cara de horror que sin duda tendrá en estos momentos la buena, dulce e inocente asistenta.
Su silencio y la taza de té que veo suspendida delante de sus labios me confirman mis sospechas. Se ha quedado de piedra y, después de oírlo en voz alta, yo también. Estoy aún más avergonzada que antes.
—Ah —se limita a decir. ¿Qué otra cosa puede añadir?
Sé lo que debería decir yo. Debería explicarme y darle mis razones, pero no sólo siento que he decepcionado a Jesse y que le he fastidiado su felicidad, sino que me parece que debo protegerlo. No quiero que Cathy lo juzgue por cómo se las apañó para dejarme embarazada, que es de traca. Es la única razón por la que consideré el aborto. Eso y el hecho de que pensaba que no estaba preparada. Sin embargo, estos últimos días me han demostrado lo contrario. Jesse ha desenterrado un profundo sentimiento de esperanza, de felicidad y de amor hacia este bebé que crece dentro de mí, parte de él y parte de mí que se ha combinado para crear una vida. Nuestro bebé. Ahora, la idea de deshacerme de él me parece una aberración. Me doy asco.
Miro a Cathy.
—Nunca lo habría hecho. No tardé en darme cuenta de que me estaba comportando como una estúpida. Sólo que no me lo esperaba. No sé cómo se ha enterado.
Ahora que estoy más tranquila, me pregunto cómo lo ha descubierto.
El papel. El sobre.
—Ava, es evidente que se ha escandalizado. Dale tiempo. Sigues embarazada, y eso es lo que importa.
Sonrío, pero sus palabras no hacen que me sienta mejor. No sabe lo que pasó la última vez que se marchó con viento fresco.
—Gracias por el té, Cathy —digo bajando del taburete—. Voy a vestirme para ir a trabajar.
Frunce el ceño y mira mi taza.
—Si no lo has tocado.
—Ah.
Cojo el té y le doy varios tragos al líquido caliente. Me quemo el velo del paladar en el proceso, pero hay un papel en el suelo del dormitorio principal que me está llamando a gritos para que lo lea. Le doy a Cathy un beso rápido en la mejilla. Ella me frota el brazo con mucho cariño antes de que me escape de la cocina.
Subo la escalera corriendo y cojo el papel. Lleva un montón de folletos grapados en la esquina. La carta es una cita para hacerme una ecografía. Los folletos dan información sobre el aborto. Lo asimilo todo muy de prisa. Miro la cabecera de la carta: lleva mi nombre y mi dirección. No, no es mi dirección. Es la de Matt.
Trago saliva, arrugo el papel y lo tiro contra la pared gritando de frustración. Cómo puedo ser tan tonta. No he dado mi nueva dirección en la consulta del médico. No le he dado a nadie mi nueva dirección. Matt recibe toda mi correspondencia y el maldito hijo de perra la ha abierto. Seguro que esta carta le alegró el día. ¿Qué problema tiene? Es una sabandija. Me desbordan las emociones. Estoy triste, estoy dolida, estoy roja de la rabia.
Para no pagarlo con la puerta, con la pared o con lo primero que pille, me meto en la ducha.
Sigo temblando de ira cuando cruzo el vestíbulo del ático media hora después. Llego tarde pero, por primera vez, mi trabajo ocupa el último lugar entre mis prioridades. Es una suerte, porque estoy mirando con cara de pava el teclado numérico del ascensor porque no sé el código. Puedo volver a casa y preguntárselo a Cathy, pero decido usar la escalera de incendios. Necesito ventilar parte de la furia que siento antes de ver a nadie. Podría arrancarle a alguien la cabeza y quiero reservarme la mala leche para cuando vea a Matt.
—Buenos días, señora Ward. —La voz amable de Casey es lo primero que oigo al salir de la escalera, jadeando por el esfuerzo y no por el enfado.
—Casey —resoplo poniéndome los tacones.
Me mira de cabo a rabo. A saber qué pinta llevo. Ni siquiera he usado un espejo. Me he puesto cuatro horquillas en el pelo a ciegas.
—¿Se encuentra bien? —pregunta.
—Sí.
—Enhorabuena —dice.
Lo miro, espantada. Jesse no le contaría la buena nueva al joven conserje. Le cae de pena.
—Por su boda —añade Casey—. No me había enterado.
Frunzo el ceño. ¿Se lo habrá dicho Jesse? Es probable. Estaría marcando su territorio, sus pertenencias.
—Gracias.
Sigo andando y me pongo las gafas antes de salir a la luz del sol. Espero que oculten los ojos hinchados y mi cara de pena. John está aquí. Se encoge de hombros y niego con la cabeza.
—No voy a irme contigo, John.
Aprieto el llavero y camino hacia mi Mini.
—Vamos, muchacha. No tientes tu suerte. —Su voz es un gruñido grave, pese a que me lo está rogando.
—Lo siento, John, pero hoy conduzco yo —insisto en el tono más tajante de que soy capaz.
Me cuesta. Sólo quiero llorar. Está muy cabreado conmigo pero aun así ha enviado a John para que me lleve al trabajo. Como de costumbre, no puede evitarlo. Me paro y me vuelvo para mirar al gigante bonachón. Está delante del capó de su Range Rover, con sus enormes brazos extendidos, suplicantes.
—¿Jesse está bien? —pregunto.
—No, se ha vuelto loco del todo, muchacha. ¿Qué ha pasado?
—Nada —digo en voz baja. Doy gracias de que John no sepa por qué Jesse ha perdido la chaveta. Probablemente se avergüenza demasiado de mí como para contárselo a nadie. Está en su derecho.
—¿Nada? —Se echa a reír y a continuación se pone muy serio—. ¿No tiene nada que ver con ese hijo de puta danés?
—No. —Niego con la cabeza y pienso que Mikael podría ser otro motivo para que Jesse pierda el control.
—¿Estás bien? —Lleva las gafas de sol puestas pero sé que me está mirando el vientre. Piensa que le ha pasado algo al bebé.
Asiento y deslizo la mano por mi vestido azul claro hasta el ombligo.
—Estoy bien, John.
—Ava, muchacha, deja que te lleve al trabajo para que al menos pueda volver a La Mansión y decirle que has llegado sana y salva —dice señalando su mole de metal negro.
Me cuesta decirle que no a John. Piensa en Jesse y sé que también se preocupa por mí. En otras circunstancias, le diría que sí, pero tengo un ex con el que tratar y no puedo esperar para arrancarle la piel a tiras.
—Lo siento, John.
Me subo en mi coche y llamo a Casey para que me abra las puertas. Ni código ni dispositivo de apertura. Cualquiera pensaría que intenta mantenerme presa. Dejo a John, no muy contento, en el aparcamiento del Lusso y me voy al despacho.
La mirada que les lanzo a mis compañeros de trabajo en cuanto pongo el pie en la oficina hace que agachen la cabeza y vuelvan a sus quehaceres cautelosamente. Hoy no estoy para chácharas ni para fingir que la vida es un cuento de hadas. Tengo que centrarme en acabar la jornada laboral cuanto antes. No puedo arriesgarme a interactuar con nadie. Podría explotar y eso sería malgastar mi ira.
Me dejan trabajar en paz. Mi única distracción es mi imaginación, que vuela de qué estará haciendo Jesse a qué le voy a hacer yo a Matt. Sobrevivo sin problemas hasta que Patrick se sienta en el borde de mi mesa nueva. Lo veo antes de oírlo, cosa que no había pasado nunca. Ya no hay crujido de advertencia, lo que me entristece un poco. Le había cogido cariño al sonido de mi jefe aposentándose sobre mi mesa, aunque me hiciera contener el aliento y desear que estuviera hecha de madera reforzada.
—Flor, cuéntame cosas. Hace días que no hablamos. Es culpa mía, lo sé.
No necesito esto. Tengo mil cosas en la cabeza, el trabajo no es una de ellas, y temo que me pregunte por Mikael. Estoy en el tiempo de descuento, soy consciente, pero ahora no es el momento.
—No hay mucho que contar, la verdad —digo, y sigo con el correo electrónico en el que llevo trabajando una hora. Únicamente he escrito dos líneas, y sólo es una solicitud de muestras a un proveedor.
—Entonces ¿todo bien?
—Sí —asiento. Mis respuestas son cortas y secas, pero intento no ser borde.
—¿Te encuentras bien, flor? —Salta a la vista que Patrick está preocupado, pero lo que debería decirme es que me anime y que conteste en condiciones.
Dejo de teclear y miro al oso de peluche que tengo por jefe.
—Perdona. Sí, estoy bien, pero tengo que terminar un montón de cosas hoy. —Me aplaudo mentalmente a mí misma por haber terminado con profesionalidad mi pequeño discurso. Se me oía bien y con ganas de seguir trabajando, cosa a la que Patrick nunca se opondría.
—¡Excelente! —se ríe—. Te dejo, pues. Estaré en mi despacho.
Se levanta de mi mesa y, por primera vez en años, no cruje. Aun así, hago una mueca.
—Ava, perdona que te moleste. —La voz temerosa de Sally hace que casi me sienta culpable.
—¿Qué pasa, Sal? —Miro a nuestra chica del montón transformada en sirena de oficina y me obligo a sonreír hasta que veo la falda escocesa. Ha vuelto, y yo estaba tan ocupada lanzando miradas de advertencia cuando he llegado esta mañana que ni siquiera me había dado cuenta. Tampoco me había dado cuenta de que no hay ni rastro de las uñas pintadas ni de las camisetas escotadas. Por la cara que tiene, parece que le han dado la peor noticia posible: la han dejado.
—Patrick me ha pedido que actualice todas las facturas pendientes de pago. Aquí tienes la lista —dice pasándome un listado impreso de mis clientes—. Las que están subrayadas vencen dentro de una semana, y Patrick quiere que se lo recuerdes a tus clientes para que recibamos los pagos a tiempo.
Frunzo el ceño y reviso la hoja de cálculo.
—Pero no han vencido aún. No puedo recordarles algo que no han olvidado —replico. Ya paso bastante apuro persiguiendo a los que no pagan a tiempo.
Se encoge de hombros.
—Yo sólo soy el mensajero.
—Nunca nos había pedido algo así antes.
—¡Yo sólo soy el mensajero! —salta, y retrocedo en mi silla.
Luego se echa a llorar y sé que debería correr a consolarla, pero me quedo sentada viendo cómo solloza en mi mesa. Se sorbe los mocos, hipa, solloza y llama la atención de todo el mundo, incluido Patrick, que ha salido de su despacho para ver a qué venía tanto alboroto. Se retira a toda velocidad cuando ve a Sal hecha un mar de lágrimas. Tom y Victoria tamborilean con sus bolígrafos y ninguno de los dos acude a sacarme del apuro. Y estoy en un apuro. No sé qué hacer con ella, pero como nadie parece dispuesto a hacer nada, sólo quedo yo. Guardo la hoja de cálculo en mi bandeja, me levanto, cojo a Sal y me la llevo al servicio. Le lleno las manos de papel higiénico y aguardo en silencio a que se le pase.
Tras cinco minutos eternos, por fin abre la boca.
—Odio a los hombres —es todo cuanto dice.
Me hace sonreír. Creo que todas las mujeres del planeta han dicho lo mismo alguna vez.
—¿Las cosas no van bien con…?
—¡No pronuncies su nombre! —salta—. No quiero volver a oírlo en mi vida.
Genial, porque no me acuerdo.
—¿Quieres hablar de ello?
—No —espeta limpiándose la cara con un pañuelo de papel. No se mancha de maquillaje. Vuelve a ser la Sal aburrida—. ¡Ni de coña! —añade con una mirada de odio.
Qué alivio. Mi cerebro no está en condiciones. Podría escucharla, pero poco más.
—Bien —asiento al tiempo que le paso la mano por el brazo para darle a entender que la comprendo, cuando en realidad lo que siento es alivio.
—Hoy está, mañana no está. Un día llama, al otro se le olvida. ¿Qué significa? —dice, y me mira expectante, como si yo tuviera la respuesta.
—¿Quieres decir que está jugando contigo? —Estoy participando en la conversación.
—Sí, sólo me llama cuando le apetece. Me paso la vida esperando que me telefonee y cuando quiere verme es estupendo, pero todo cuanto quiere hacer es hablar de mí, de mis amigos, de mi trabajo… —Se sorbe los mocos—. ¿Cuándo querrá acostarse conmigo?
Me atraganto de la risa.
—¿Te preocupa que no haya intentado llevarte al huerto? —Eso es poco frecuente. Debería estar encantada.
—¡Sí! —contesta desplomándose contra la pared—. ¡Ya no sé de qué hablar!
—Es bonito que quiera conocerte, Sal. Hay demasiados hombres que sólo piensan en una cosa.
¿Está frustrada sexualmente? ¿O es que es un cero a la izquierda en la cama? ¿Se ha acostado con alguien alguna vez? No me lo imagino y, a juzgar por lo mucho que se ha ruborizado, yo diría que no. ¿Sal es virgen? ¡La leche! ¿Qué edad tiene?
De repente tengo muchas ganas de seguir hablando, pero Victoria asoma la cabeza y pone fin a mi futuro interrogatorio.
—Ava, tu móvil no para de sonar —anuncia. No puede evitar mirarse al espejo antes de irse.
—Sal, tengo que atender el teléfono. —Podría ser Jesse, y se estará mordiendo los muñones—. ¿Seguro que estás mejor?
Asiente, hipa, se suena la nariz y me mira con ojos llorosos.
—¿Tú también estás mejor?
—Sí —respondo. Frunzo el ceño y no digo nada por haber faltado al trabajo estos días. No estoy preparada para darles la noticia.
—No lo parece. ¿Qué te pasa?
Busco en mi cerebro una excusa plausible para las frecuentes visitas al baño y los cambios de humor.
—Gripe intestinal —digo. Es lo mejor que se me ocurre.
—¿Y la vida de casada? ¿Bien? ¿Habrá luna de miel?
Guardo silencio unos instantes y me pregunto cómo es que hemos acabado hablando de mí.
—Todo bien —miento—. Tal vez vayamos de vacaciones pronto, Jesse está ocupado. —Otra trola, pero Sal es una de las pocas personas de mi vida que no se han dado cuenta de mi mala costumbre, así que estoy segura de que no me ha pillado.
La dejo antes de que me haga más preguntas y me apresuro a volver a mi mesa. Espero encontrar muchas llamadas perdidas de Jesse. Qué decepción: son de Ruth Quinn. No he hablado con ella desde que me fui de nuestra reunión y no sé si me apetece llamarla. Pero entonces el móvil vuelve a sonar. No necesito llamarla. Va a seguir insistiendo hasta que se lo coja, y no puedo evitarla toda la vida.
—Hola, Ruth. —La saludo en un tono normal.
—Ava, ¿cómo estás? —Ella también suena normal.
—Bien, gracias.
—Esperaba tu llamada. ¿Te habías olvidado de mí? —Se ríe.
La verdad es que sí. Su enamoramiento lésbico les ha cedido el puesto a cosas más importantes.
—Para nada, Ruth. Iba a llamarte más tarde —miento como una bellaca.
—Yo te he llamado primero. ¿Podemos reunirnos mañana?
Me hundo en mi silla. Mi mente elabora mil excusas para decirle que no, pero sé que tengo que coger el toro por los cuernos. Puedo ser profesional.
—Claro, ¿a la una, más o menos?
—Perfecto. Te estaré esperando. ¡Adiós!
Dejo la cabeza colgando. Genial… Me estará esperando. Mañana me pondré pantalones y no pienso arreglarme en absoluto.
Tom se baja las gafas de moderno hasta la punta de la nariz.
—¿Dejada? —pregunta.
No necesito que elabore su pregunta de una palabra.
—Es complicado —digo para quitármelo de encima, y empiezo a hacer anotaciones en unos dibujos, pero entonces algo llama mi atención fuera del despacho.
Mi hermano.
Está en la acera, intentando divisar el interior de la oficina, y nos tiramos un buen rato mirándonos. Abre la puerta y entra.
—Hola —sonríe.
Lo saludo con un gesto de la mano.
—Hola —susurro.
Estamos otra vez a malas.
—¿Comemos juntos? —pregunta, esperanzado.
Sonrío, cojo mi bolso y me reúno con él. Se me ha pasado un poco el cabreo pero ya lo avivaré luego. Ahora mismo quiero arreglar las cosas con Dan antes de que se vuelva a Australia. Ha sido un capullo integral, pero no puedo guardarle rencor. Es mi hermano.
—Tom, regresaré dentro de una hora.
—Mmm —contesta. Me vuelvo y veo que le está poniendo ojos golosos a Dan—. Adiós, hermano de Ava —canturrea despidiéndolo con la mano al tiempo que le dedica una caída de ojos.
Me muerdo el labio y niego con la cabeza, especialmente cuando Dan pone cara de susto y empieza a andar hacia atrás.
—Sí, eso… —Se aclara la garganta y se pone derecho para parecer más masculino—. Ya nos vemos —añade. Ha bajado la voz una octava.
Me echo a reír.
—Vamos. —Empujo a Dan para que salga—. Tienes un admirador.
—Genial —bromea él—. No es que sea homófobo, ya sabes… Cada cual tiene sus gustos.
—Pues yo creo que a Tom le gustas tú.
—¡Ava! —Me mira horrorizado pero luego sonríe—. Es evidente que tiene buen gusto.
—No quiero bajarte de tu nube, pero se porta así con casi todos los hombres. No eres nada especial.
Empezamos a andar por Bruton Street, en dirección a Starbucks.
—Gracias —sonríe, y me da un codazo.
Se lo devuelvo y le sonrío a mi vez. Tengo la impresión de que todo irá bien.
Dan deja los cafés y su sándwich en la mesa y de inmediato me echo tres sobres de azúcar en mi capuchino. Se me olvida que es algo que no suelo hacer hasta que levanto la vista y veo que Dan me observa removerlo con el ceño fruncido.
—¿Desde cuándo tomas azúcar con el café?
Dejo de remover en busca de una excusa plausible. No hemos hablado, pero estamos a gusto. Si le digo que estoy embarazada todo volverá a ser raro. Voy a ser una cerda y a esperar a que esté de vuelta en Australia. Luego convenceré a mi madre para que se lo cuente ella.
—Estoy hecha polvo. Necesito un subidón de azúcar —digo. Es lo mejor que se me ocurre.
—Pareces cansada. —Se sienta y me estudia detenidamente.
—Es que lo estoy. —Es la verdad. No necesito retorcerme el pelo.
—¿Por qué?
—Mucho estrés en el trabajo. —Es una media verdad, y tengo que esforzarme para mantener las manos sobre la mesa—. ¿Y tú estás bien?
—Kate me mandó a paseo, pero imagino que ya estás al tanto. —Desenvuelve su sándwich y le da un mordisco.
Lo estoy, pero no se lo voy a confirmar.
—No deberías haberte metido en berenjenales, y mucho menos el día de mi boda.
—Sí, se me fue la pinza. Lo siento. —Me coge la mano—. Nunca antes nos habíamos peleado.
—Lo sé. Fue horrible.
—Fue culpa mía.
—Es verdad —sonrío.
Él mete el dedo en la espuma de mi café y me mancha la nariz.
—¡Oye!
—Enhorabuena —sonríe.
—¿Cómo? —salto.
—No te felicité el día de tu boda. Estaba muy ocupado haciendo el capullo.
—Gracias. —Qué alivio.
Me relajo en la silla pero al instante estoy tensa otra vez. Matt lo sabe y ha hecho un trabajo fantástico manteniendo a mis padres al tanto de mi vida amorosa. Debe de estar más contento que unas castañuelas. El cabreo se ha convertido en pánico. Llego a la conclusión de que no les ha ido a mis padres con el cuento porque Dan no lo sabe, y si lo supiera no estaría aquí conmigo, comiéndose un sándwich de atún la mar de tranquilo. Es un problemón. Tengo que hablar con Matt antes de que llame a mis padres. O también podría llamarlos y contárselo yo misma. Eso sería lo correcto, pero preferiría ir a verlos con Jesse. Quiero hacer esto bien, lo cual es ridículo, después de cómo se enteraron de mi relación con él y de la sorpresa que se llevaron con la boda exprés. Quiero que esto sea especial.
—¿Estás bien? —El tono de preocupación de mi hermano me libra del ataque de nervios.
—Sí; ¿cuándo vuelves a Australia?
—Cuando regrese a casa de Harvey me meteré en internet a buscar billete. —Se limpia la boca con la servilleta y me pide disculpas como Dios manda.
Me paso media hora escuchando, asintiendo y negando, aunque tengo la cabeza en otra parte. No sé qué hacer. ¿Cómo es que Matt no los ha llamado aún?
—Te van a despedir.
—¿Eh? —Miro la hora en mi Rolex. Son las dos y cuarto. Llego tarde pero no tengo prisa por volver a la oficina. Lo único urgente es resolver mi pequeño problema con Matt de una vez por todas—. Sí, será mejor que me vaya.
—Bonito reloj —añade señalando mi muñeca con la cabeza.
—Regalo de boda —explico. Me pongo de pie y me aliso el vestido—. ¿En qué dirección vas?
—De vuelta a casa de Harvey.
—Vale. ¿Me llamarás? Quiero decir que no te irás sin despedirte, ¿verdad?
Se le enternece la mirada y me da un superabrazo de hermano.
—No iría a ninguna parte sin despedirme de mi hermana pequeña. —Me besa en la coronilla—. No nos enfademos nunca más, ¿vale?
—Hecho. Pero mantén al canario encerrado en la jaula. E intenta ser cordial con mi marido si alguna vez volvéis a coincidir.
—Te lo prometo —me asegura. Me sorprende que no saque el hecho de que Jesse también fue muy descortés, porque lo fue—. Cuídate mucho.
—Tú también.
Me despido de Dan pero, en vez de volver a la oficina, llamo diciendo que estoy indispuesta y me dirijo al coche. Me estoy metiendo en terreno pantanoso pero esto no puede esperar. Matt no estará en casa. Estará en la oficina. Por mí, bien: yo sólo quiero echarle la bronca.