Quince

QUINCE

Cuando llegué a prepararme el desayuno, Meyer ya estaba tomando su segunda taza de café.

—¿Vas a presentarte a las elecciones? —preguntó.

—Pensé que sabías que era dueño de una camisa blanca y de una corbata.

—Creo que lo había olvidado.

—Quiero estar sólido y plausible.

—¿Ante quién?

Me serví mi jugo de naranja y elegí un puñado de huevos.

—¿Cinco huevos? —preguntó Meyer.

—Estos son los supersupremos extragrandes, lo que quiere decir que son sólo un poco más grandes que los de petirrojo. Basta de crítica inútil y mírame la cabeza por detrás, por favor. Me quité el vendaje.

Me senté sobre los talones. Meyer salió del compartimento, se detuvo detrás de mí y me volvió la cabeza hacia la luz.

—Umm. Se parece a la costura de una pelota de béisbol. Minuciosa y limpia, sin embargo. No veo irritación.

Volvió a su café. Casqué los huevos en una sartén, corté pedazos de queso Cheddar picante y lo agregué, piqué un poco de cebolla dulce y la agregué, uní la mezcla con un tenedor, le di un par de vueltas, y en un par de minutos estaba listo.

Cuando me senté a desayunar, Meyer dijo:

—¿Qué decías?

—Estoy diciendo algo nuevo ahora. Hemos estado jugando con una baraja incompleta. Si falta una carta, el truco no sale. Quizá sea una variación de tu teoría del planeta invisible. Te describiré la carta que nos faltaba. El avión de Van Harn viene revoloteando sus alas en el azul del cielo, y al atardecer ve el Bertram frente a la costa Norte de la Gran Bahama, como antes. Hay ocho o nueve bolsas de tela, envueltas en plástico para protegerlas de la humedad. Pesan alrededor de cincuenta kilos cada una. Van Harn hace un gran círculo a sesenta metros de altura. El círculo es grande de modo que cada vez que vuelve, Carrie tiene tiempo de arrastrar y luchar con una de las bolsas hasta la puerta y dejarla caer cuando él se lo indica. Esa sería la manera de hacerlo, ¿verdad? Nueve pasadas. Esperan tirarlas lo suficientemente cerca como para que las puedan recoger rápidamente con un par de maniobras y usando un arpón. Cal Birdsong y Jack Omaha están enganchando las bolsas y subiéndolas a bordo rápida y alegremente. Probablemente Birdsong controle el barco y Omaha haga el trabajo de estibador. Van Harn y Carrie también están pasando un momento agradable. Un poco de aventura, una buena cantidad de dinero, y han desaparecido todas las preocupaciones. La ganancia es grande. ¿Te imaginas la escena?

—Parece plausible. ¿Dónde quieres llegar?

—Cindy me dijo que una semana antes de morir. Cal tuvo una pesadilla sobre algo que caía del cielo y le mataba.

Vi que la expresión de la cara de Meyer cambiaba. Vi la mirada de entendimiento, el gesto de aprobación de la cabeza, el pliegue de los labios.

—Uno de los tiros fue demasiado bueno —dijo.

—Y Jack Omaha era descuidado. No estaba mirando. Quizá estuviese inclinado para enganchar una de las bolsas flotantes. Habrá sido un impacto brutal. Un buen cálculo sería que le pegó en la parte posterior de la cabeza y le partió el cuello. Y de pronto ya no era una fiesta. No era divertido.

Asintiendo, Meyer habló con tono monótono e introspectivo.

—Entonces Birdsong le ató pesos al cuerpo y lo tiro en las aguas profundas después que anocheció. Van Harn volvió al campo con Carrie. A la hora en que Birdsong debía llegar, ella estaba esperando aquí en el atracadero con una de las camionetas. Birdsong cargó las bolsas en la camioneta. Se pusieron de acuerdo en cuanto a las historias que iban a contar. Carrie fue a la Avenida Costanera, mil quinientos, donde descargaron la camioneta y Walter J. Demos le pagó. Condujo la camioneta hasta la Casa de Materiales de Construcción Superior. Probablemente había dejado su auto allí. Puso el dinero en la caja fuerte, y se llevó su parte porque sabía que el juego había terminado. Y le trajo su parte para que se la guardaras. Travis, ¿cómo interpretas la reacción de Van Harn?

—Total y repentino temor. No creo que el dinero le importara un bledo ya. Al casarse con Jane Schermer resolvería los problemas económicos para siempre. Se dio cuenta que había estado corriendo un riesgo estúpido, quizá rebelándose contra una carrera de testaferro de tío Jake y sus viejos compinches. Sabía que si esto se descubría, sería su fin. No era una travesura. Estaba involucrado en la muerte de un prominente ciudadano local mientras cometía un delito. El bueno de Jack Omaha del Rotary, de Kiwanis, de la Cámara Joven de Comercio. Ni siquiera podría conservar su licencia de abogado. Entonces creo que de pronto estuvo muy ansioso de complacer al tío Jake.

—Los testigos eran Carrie Milligan y Cal Birdsong.

—Exactamente, Meyer. Una buscavidas y un borracho. Pensé en algo más: esa sesión de Freddy con Chris Omaha. Probablemente no haya mejor modo de averiguar cuánto sabe una mujer sobre algo. Quería saber cuánto le había contado Jack sobre el contrabando, o si no le había dicho nada. Evidentemente no lo había hecho.

—¿Y el robo en el apartamento? —dijo Meyer.

—La misma razón. Encontrar y suprimir cualquier evidencia escrita.

—¿Y qué de Joanna y la bomba?

—Eso no tendrá sentido hasta que no sepamos más.

—Si alguna vez puedes encontrarle sentido a una bomba. Los irlandeses trataron. Si no fuera por la gente que muere, se habría convertido en una farsa para divertir al mundo. Los irlandeses han olvidado por qué ponen bombas, si es que alguna vez lo supieron. Probablemente es porque tienen tan endiabladamente poco que hacer en ese triste país.

—No serás muy popular en Irlanda.

—Nunca sentí el deseo de volver, gracias.

—Joanna vino a bordo trayendo golosinas. Una fiesta que alguien le dejó en casa. Meyer, los dos nos estábamos moviendo en dirección a ella cuando empezó a abrir esa caja. Si hubiera sido de las que guardan la cuerda, que desatan los nudos cuidadosamente, estaríamos los dos muertos. Pero era del tipo que rompe y rasga. Dios, todavía puedo oler el hedor de la explosión.

—Lo sé. Un poco menos cada día.

Después que terminé los huevos contesté su primera pregunta.

—Voy a visitar a ese brillante abogado en su oficina. Y puedo tener que visitar al juez Schermer. Y puedo tener que visitar a la sobrina del juez.

—¿Con qué propósito?

—Ejercer presión.

—¿Qué quieres que haga?

—Quédate aquí mismo, donde pueda encontrarte cuando te necesite.

Cindy Birdsong estaba sola en la oficina cuando me dirigí en esa dirección desde los muelles. Se levantó del escritorio y dio la vuelta al mostrador rápidamente; luego dirigió una rápida mirada culpable hacia cada una de las ventanas antes de ponerse de puntillas para que la besara. Un beso breve, pero muy personal y enfático.

—Te escapaste —dijo.

—Como un ladrón nocturno.

—Dormí como un tronco. Me desperté y no sabía dónde estaba ni quién era, querido.

—Trataré de no perderte de vista.

Su comportamiento fue más enérgico y formal.

—Pasa algo extraño, Travis. Se suponía que Jason iba a atender la oficina esta mañana. Ollie dice que no está por ningún lado. Y Ritchie tiene algún tipo de microbio.

—¿Dónde se aloja Jason?

—Él y Ollie han estado viviendo a bordo del «Wanderer». Está allá al final. Es nuestro…; mío, quiero decir. Pero necesita motores nuevos y cantidad de otras cosas.

Vi que el «Wanderer» era un viejo Egg Harbor, un velero cerrado muy veloz. Tenía casco blanco y gavias de una gama de verde poco afortunada, algo menos de 12 metros de eslora.

Ollie entró en la oficina, redondo, bronceado y brillante de sudor, me dijo los buenos días y entregó a Cindy un impreso, diciendo:

—Puse ese Hatteras de Jacksonville en el treinta y tres en lugar de en el veintiséis. Es nuevo y no tiene ni idea de cómo manejarlo. Es más fácil salir y entrar del treinta y tres. ¿Está bien?

—Por supuesto.

—Vendrán a registrarse personalmente cuando lo tengan conectado. Son gordos los dos. No realmente viejos. Simplemente gordos.

—Oliver —dije—. ¿Cree que Jason se fue para siempre?

Se quedó mirándome.

—¿Por qué habría de hacer eso?

—No sé. Falta. Es una posibilidad, ¿no?

—No pensé exactamente que faltara, míster McGee.

—¿Se fijó si están sus efectos personales?

—Ni se me ocurrió mirar.

—¿Podríamos echar un vistazo ahora?

Miró a Cindy y cuando ella asintió con la cabeza, dijo:

—Por supuesto.

Subimos a bordo del «Wanderer» los dos al mismo tiempo, haciéndole rozar y crujir contra los flotadores. Cuando bajamos, Oliver dijo:

—Dormimos aquí, en el camarote principal; Jason, en la litera del ojo de buey, y yo, allí. Si alguno de los dos tenía visitas, el otro dormía en la popa. Hay dos literas allí. Puede ver que durmió en su sitio durante un rato y… ¿sabe algo? No veo su guitarra por ningún lado.

Examinaron el armario y la bodega. Sus efectos personales no estaban.

—¿Qué tipo de auto tiene?

—No tiene auto. Una bicicleta. Diez velocidades. Schwinn Sports Tourer. Azul. La tiene atada a un poste detrás de la oficina debajo del alero. Sus mochilas son de ésas que cuelgan del portaequipaje de la bicicleta. Cestos las llaman. La guitarra tiene una correa larga de manera que puede enganchársela en el hombro y llevarla colgada sobre la espalda. Está enamorado de esa bicicleta. Hace de todo. Tiene pedales para la punta de los pies. Asiento de carrera. Recorre ciento cincuenta kilómetros al día; por eso tiene esos fantásticos músculos en las piernas.

Me senté en la litera de Jason y dije:

—Ni siquiera sé su apellido.

—Breen. Jason Breen —dijo, sentándose frente a mí.

—¿Buen compañero de trabajo?

—Seguro que sí. ¿Por qué? —su aire era desafiante.

—¿Cuánto sabe sobre él?

—¿A usted qué le importa?

—La dueña ha tenido bastantes problemas, ¿no le parece?

Su cara reflejó incertidumbre.

—Lo sé. Pero ¿qué tiene eso que…?

—Jason pudo haber cometido algo muy malo y muy estúpido, porque pensaba que estaba ayudando a mistress Birdsong. Quisiera saber su opinión sobre la capacidad de Jason. Usted me impresiona como una persona muy brillante y observadora, Ollie.

Se sonrojó.

—Bueno, no tan brillante como Jason. Lee cosas muy profundas y tiene pensamientos muy profundos.

—¿Sobre qué?

—El libre albedrío, el destino, la reencarnación. Cosas así.

—¿Qué clase de persona es Jason?

Oliver meditó, el entrecejo arrugado.

—Bueno, es una mezcla. Le gusta estar con la gente. A la gente le cae bien. Cuando hay un grupo, la gente termina haciendo lo que él quiere sin que tenga que forzarlos. Cuando él lo está pasando bien, todo el mundo lo pasa bien, y cuando no lo está, nadie lo está. Al mismo tiempo es un solitario. De verdad nunca se sabe qué está pensando. Hace cosas amables por la gente sin hacer grandes alharacas por ello. A las mujeres les gusta muchísimo. Vio cómo en cierta forma se adelantó y tomó a su cargo a la hermana de Carrie, a Susan. La llevó hasta el avión y todo lo demás. Sobre que hiciese algo malo, no creo que hiciera nada que él creyera que está mal. Pero no había ninguna manera en este mundo de Dios de evitar que hiciera algo si creía que estaba bien.

—¿Sentía cierta atracción hacia mistress Birdsong?

Oliver se sonrojó aún más.

—No más que… cualquiera. Quiero decir que ella es una persona muy decente y tiene un físico… tan fantástico. Y Cal era tan desgraciado con ella. Realmente mezquino. Nadie siente su ausencia.

—Excepto ella. Le echa de menos.

—Esa es ella, sin duda. Es el tipo de persona que podría perdonar incluso hasta a ese desgraciado. Mire, sé lo que ha estado pasando entre ustedes. Si usted le hace una mala pasada, no me va a fallar el tiro.

—Creo que realmente lo haría.

—Créame.

—¿Qué cree que está pasando de todos modos?

—Jason me habló. Él nunca se equivoca sobre esas cosas. Él duerme sólo un par de horas cada vez. Anda siempre rondando por ahí. Siempre sabe qué pasa en la casa de las chicas, en los barcos, en el motel y en todo el barrio.

—¿Cuál fue la reacción de él cuando se lo contó? Exactamente, ¿cómo se lo contó? ¿Puede recordar las palabras?

—Bastante aproximado. Entré la otra noche y él estaba en la litera leyendo, levantó la vista y dijo: McGee está en la cama con Cindy. Estaba anunciando un hecho real. Me dolió, sabe. Dije que usted era un desgraciado, por estar haciéndole el amor tan pronto después de la muerte de Cal, y me dijo que esa era una actitud sentimental y estúpida. No pude darme cuenta qué pensaba sobre el asunto.

—¿Novia actual?

—No tiene ninguna en especial en este momento, que yo sepa. Va a visitarle a Betty Joller. Usted sabe que está sola en la casa ahora. A menos que pueda conseguir que vaya alguien a vivir con ella, un par de chicas, no puede pagar ni el alquiler ni el mantenimiento.

—¿No había otra chica allí?

—Dos. Nat Weiss y Flossie Speck. Después de la bomba, Nat se volvió a Miami y Floss decidió ver cómo le iba en California. Estaba aburrida del trabajo que tenía aquí, de todos modos. Trabajaba para la compañía de teléfonos.

—¿No había algo entre Jason y Carrie y Jason y Joanna?

—Probablemente. Seguro que sí. No sería nada muy especial para ninguno. Simplemente tendría que ser el momento oportuno y el sitio oportuno, eso es todo, y entonces pasaría.

—¿Cree que Carrie había confiado en él?

—¿Sobre qué?

—Cualquier cosa que la hubiera preocupado.

—No veo por qué no. La gente le habla a Jason de las cosas más íntimas. Él no lo repite. Uno sabe que puede confiar en él. Cómico, ahora que lo pienso, él nunca cuenta a los demás nada sobre él. Creo que ha tenido una vida muy difícil. Estuvo en asilos para huérfanos. Se lo quitaron a los padres porque casi lo matan a golpes. No tenía ni siquiera dos años de edad. Es lo único que me contó. Tenía como seis huesos rotos. Quizá más. Me olvidé.

—¿Se despertó usted con la tormenta de anoche?

—¡Diablos, sí!

—¿Estaba Jason en su litera?

—Déjeme pensarlo. No, no estaba. Podía ver a la luz de los relámpagos. Quiero decir, no era nada extraño. Siempre estaba vagando por ahí. O visitando gente. Es muy inquieto.

—Pero ha estado aquí dos años, desde que abrieron.

—No quiero decir inquieto de ese modo. Hemos hablado de irnos, pero nunca lo hicimos. Este trabajo lo engancha a uno. Los barcos y el agua y trabajar casi siempre al aire libre.

—Pero ha cogido sus cosas y se ha ido.

—No puedo creer que se haya ido sin decir una palabra. Pero tal vez lo haya hecho. Sí, tal vez lo hiciera. Tenía que cobrar el sueldo. No sé por qué se iría sin cobrar su sueldo. Quizá piense enviar a alguien a buscarlo. O quizá no se fue. Quizá se mudó a la casa de las chicas.

—¿Podría hacerme el favor de comprobar eso?

—Por mí también, seguro.

Mientras andaba lentamente hacia la oficina, solo, pude adivinar qué fue lo que había convencido a Jason que era hora de coger sus cosas e irse. Si había estado debajo de la marquesina de las ventanas abiertas, agazapado a unos metros de la cama, habría oído una conversación sobre el asesinato de Cal. Una pequeña gratificación para el inquieto voyeur del atracadero. Un poco de ventaja en su bicicleta azul. Me pregunté si habría envuelto la guitarra en plástico para protegerla.

Puse a Cindy al tanto y esperamos a Ollie. Volvió muy agitado y acalorado.

—Allí no —dijo—. Betty no se ha… ido a trabajar aún. Dice… que no ha., visto a Jason.

Después que Oliver se fue, Cindy dijo:

—Tú no crees que Jason… pudiera haber oído, ¿verdad?

—Podría ser. Sabría que tú le ibas a hablar a Scorf.

—Pero una persona… ¿huye en una bicicleta?

—Una persona huye en lo que sea que tenga a mano, si está ansiosa de huir.

—Me hace sentir… muy mal pensar que alguien haya estado escuchando.

—Ollie dice que Jason estaba siempre rondando.

—¡Pero parecía tan agradable!

—Nos gusta la gente a quienes les gustamos.

—Supongo que sí. ¡Maldición! ¿El teléfono? Seguro que sí. Aquí está la guía.

Llamé a las oficinas de Frederick Van Harn, procurador público, en el edificio Kaufman. Una muchacha de voz suave me contestó diciendo el número que yo había marcado.

—¿Puedo hablar con míster Van Harn, por favor?

—¿Quién llama?

—Un tal míster McGee, querida.

—¿Es una llamada de negocios o personal?

—Digamos que es de negocios.

—No va a venir a la oficina hoy.

—¿Está fuera de la ciudad?

—No, señor. No vendrá a la oficina hoy.

—¿Dónde puedo comunicarme con él?

—Podría llamar aquí mañana, míster McGee.

—¿Qué pasa si digo que es personal y no de negocios?

—Ya eligió una, señor.

—¿Está en el campo? ¿Cuál es el número de allí, por favor?

—Lo siento. Ese es un número que no figura en guía. Le puede llamar aquí mañana.

Le di las gracias. Me pregunté vagamente si Freddy sería lo bastante estúpido como para darse otra corrida a Jamaica, pero llegué a la conclusión de que no. Pregunté a Cindy si me podía orientar hasta la propiedad de Van Harn. No tenía ni idea, pero sabía qué carretera tomar para ir al campo de Jane Schermer, entre pomelos, y Meyer me había dicho que estaban pegados.

Tiré la chaqueta y la corbata en el asiento de atrás del horno brillante, abrí las ventanillas, me dirigí un poco hacia el Sur y luego viré al Oeste para tomar la avenida central. Al principio, era una avenida de seis carriles, orlada de moteles, uno de los restaurantes Colonel, parrillas, tiendas de regalos, tiendas de vestidos, Bancos de ahorro y préstamos y pequeños edificios de oficinas. Después de unas cuantas manzanas entré en el reino del auto usado matizado con viejos centros comerciales, lavanderías y demás. Después de uno o dos kilómetros la carretera se dividía y recorrí una larga extensión de casas residenciales venidas a menos. Las viejas casas de madera, imitación estilo árabe, habían sido impresionantes alguna vez (y caras). Estaban divididas en apartamentos y casas de pensión. Los patios estaban sucios y llenos de basura, y las palmeras en la calzada central parecían enfermas. La carretera se estrechó a dos carriles, y recorrí una zona de enormes centros comerciales nuevos y pequeños centros urbanizados de aspecto triste, donde, en el llano, los urbanistas habían pelado todos los árboles y habían hecho grandes fogatas antes de insertar las casas pequeñas como cajas. A medida que éstas desaparecían, vi carteles de En venta en unos campos vírgenes, y a unos 13 kilómetros de donde había girado, llegué a los primeros campos de pastoreo con algunos Brahman, algunos Black Angus, algunos Charolais. Los molinos de viento aleteaban cerca de los pozos de agua. Había cubos de sal en pequeños cobertizos abiertos. Donde había árboles, el ganado se había comido la parte inferior de las ramas en línea recta, de modo que desde cierta distancia tenía el aspecto de un paisaje africano.

Los campos a la derecha de la carretera tenían contornos más marcados y la mayoría se usaban para plantaciones geométricas, proyectadas con laboriosa precisión. Vi algunos camiones pulverizadores en acción en las plantaciones, altos chorros que se alzaban blancos sobre los árboles, agitando las hojas y los nuevos frutos.

Camiones inmensos usaban el estrecho camino, y lo usaban a gran velocidad. La fuerte estela de viento que dejaban tras ellos se estrellaba contra mi pequeño auto alquilado. El paisaje se estaba tornando de un rico y glorioso verde con las fuertes lluvias. Había martines pescadores sentados en los altos alambres, mirando con optimismo los canales de desagüe que estaban abajo. Gordos mosquitos se estrellaban contra el parabrisas.

La entrada era tan poco notoria que casi sigo de largo. El estrecho camino estaba marcado por dos postes grises. Un cartel barnizado, no mucho más grande que la matrícula de un auto, estaba clavado en uno de los postes; decía Propiedad V. H. El camino de entrada estaba lleno de baches y de barro. La alambrada colocada sobre el borde mismo del camino. Delante, a lo lejos, había una plantación de pinos. A ambos lados una enorme cantidad de terreno sin usar, liso como una mesa de billar, con algunos lejanos grupos de ganado que parecían ondear en el vaho que producía el calor. La alambrada a ambos lados del camino se alejaba de éste delante dé donde empezaba la plantación. Esta era un enorme sector de seculares pinos sureños, hogar de halcones, cuervos y arrendajos y algunas inmensas ardillas negras del Sur, que me amenazaban con los dientes, con gestos y charla profana. Una vez que atravesé la plantación pude ver la casa unos 200 metros más adelante, claramente visible en medio de gigantescas encinas perennes cubiertas de musgo.

La casa era cuadrada, de dos pisos, con dos anchas galerías que la rodeaban completamente, una en cada nivel. Empinado techo de cinc, gran alero. Muebles en el porche. Parecía fuerte y cómoda. Un par de perros vino desde detrás de la casa a gran velocidad, dirigiéndose hacia mí. Eran cruce con ovejero alemán, pero más anchos de pecho y frente. Uno puso sus grandes patas sobre un lado del Gremlin amarillo y me mostró los dientes, con la lengua colgando. Abrió más la boca para mostrarme más dientes e hizo un ruido como un generador grande en un sótano profundo. Cerré mi ventanilla antes de que él pudiese respirar.

Un viejo apareció en el porche, se puso las manos sobre los ojos para protegerse del sol, luego se puso los dedos en la boca y lanzó un penetrante silbido que silenció los pájaros, los perros y posiblemente hubiera detenido el tránsito en la lejana carretera. Los perros se echaron para atrás y se arrastraron. Andaban de lado, con las rodillas flexionadas, los rabos entre las piernas. Tragaron, se pasaron la lengua por los carrillos y pusieron caras de arrepentidos.

—¡Pa’trás! —vociferó el hombre, y se fueron pa’trás, corriendo.

Luego se quedó en el porche, con los pies bien plantados, los brazos cruzados, y esperó a que me acercara y que fuera yo quien dijese la primera palabra. Era un viejo alto, fuerte y pelado, con matas de pelo blanco sobre las orejas. Era muy delgado, salvo por la barriga, como un melón; vestía impecables pantalones caquis y zapatillas de goma azules y nuevas.

—Es agradable ver que los animales le hacen caso —dije.

—Saben que les doy una buena patada si no lo hacen. Diga a qué viene.

—Me gustaría ver a míster Van Harn.

—Lo siento.

—¿No está aquí?

—No dije eso, ¿no?

—Entonces ¿está aquí?

—Podría estar.

—Mi nombre es Travis McGee. ¿Con quién hablo?

—Soy míster Smith.

—Míster Smith, su lealtad es admirable. Me gustaría que le llevara un breve mensaje a míster Van Harn. Creo que querrá verme.

—No sé si debo hacer eso. Está de muy mal humor esta mañana. Tuvo que matar a «Sultán». Se rompió una pata. Un caballo de quince mil dólares. No quiere que nadie le ayude con eso. Tiene una excavadora y un jeep y está enterrando ese caballo sin ayuda. Mandó a Rowdy y los muchachos a extender alambradas. Quiere estar solo con el caballo muerto. No quiero meterme en eso, míster McGee.

—El mensaje es muy importante para él.

Smith me estudió durante un buen rato. Análisis de carácter.

—Dígale que se coló por ahí después que le eché.

—Estacioné el auto detrás de los pinos y me colé. ¿Dónde fui cuando me colé, míster Smith?

—Siguió las huellas esas junto a la casa. A unos doscientos metros llegan a un puente de madera. Crúcelo y gire a la izquierda, pase un sector de encinas perennes y puede ver los establos y algunos cobertizos de depósito, y más allá, el hangar y la pista de aterrizaje. Él estará en una loma exactamente enfrente de los establos. Verá la excavadora y el jeep antes de distinguirle.

—¿Míster Smith?

—¿Qué?

—¿Qué pasa con los perros?

Me llevó detrás de la casa. Los perros se arrastraron hacia nosotros y yo extendí la mano. Ambos la olieron.

—Le dejan en paz, ¿oyen? —rugió Smith. Los perros asintieron—. No le van a molestar para nada —dijo.

Smith tenía razón. Vi primero los vehículos. El jeep amarillo con una cuchilla frontal marchaba lentamente a través del desigual terreno arado, arrastrando el brillante cuerpo castaño-rojizo hacia la pequeña cuesta y las palmeras del otro lado, donde la excavadora estaba cerca de un gran montón de tierra. Van Harn me vio venir hacia él y detuvo el jeep.

—¿Qué está haciendo aquí, McGee? ¿Cómo logró pasar la casa?

—Smith me dijo que desapareciera. Estacioné en los pinos y me colé. Siento lo de su caballo.

Había atado cadenas alrededor de las patas traseras y las había sujetado al gancho del remolque de la parte trasera del jeep. La cabezota del caballo descansaba. La había visto saltando torpemente sobre el rastrojo. El ojo visible sobresalía de la órbita. El disparo había sido dirigido perfectamente, hacia arriba y entre los ojos, haciendo una costra desigual sobre el brillo marrón. Un enjambre de moscardones se posó sobre el caballo cuando el jeep se detuvo. Parecía la grotesca parodia de un caballo en plena carrera, con las patas delanteras hacia delante, las patas traseras extendidas, la cabeza alta.

—¿Qué quiere?

—Traté de verle en la oficina primero.

—¿Qué quiere?

—¿Por qué no sigue hacia delante y entierra ese caballo y entonces…?

—¿Qué quiere?

Quería las aclaraciones inmediatamente, bajo el resplandeciente sol matinal en medio de ese pequeño sector recién arado. Llevaba grandes gafas de sol ovaladas, estilo aviador, y una gorra blanca de lona. Estaba desnudo hasta la cintura. Vestía pantalones caqui sucios y viejas botas blancas. Me sorprendió ver qué bronceado era su cuerpo, y lo atlético que parecía. La musculatura, delgada y fuerte, formaba líneas y nudos debajo de la bronceada piel al menor movimiento. Tenía un medallón de pelo negro en medio del pecho, grande como un plato, que terminaba en una delgada línea de pelo negro debajo de la hebilla metálica del cinturón.

Lo importante era parecer plausible. Dije:

—Cuando charlamos en la limousine, hubo un tema que no tocamos.

—¿Qué?

—Tío Jake me ofreció veinticinco mil dólares por hacer las maletas e irme. Quería hablar con usted para ver si era todo lo que se podía sacar.

—Me parece demasiado. ¿Qué es lo que usted me puede hacer?

—Puedo armar el rompecabezas. Carrie me dio bastantes datos para poder seguir. Es un caso de llenar los espacios en blanco.

—¿Espacios en blanco?

—Tales como, por ejemplo, quién decidió atarle lastre al cuerpo de Jack Omaha y tirarlo al mar después que la bolsa de yerba le golpeó cuando usted y Carrie estaban tirando la mercancía desde el avión a Cal y Jack a bordo del «Christina III».

Abrió la boca y la cerró: la volvió a abrir y dijo:

—Me perdió en la primera curva, McGee.

—Creo que esperó demasiado.

—Quizá sí. Debo enterrar a «Sultán».

Arrancó el jeep y otra vez la cabezota rebotó contra el suelo; la lengua asomaba entre los grandes dientes cuadrados. Le seguía a buen paso. Se dirigió hacia la izquierda de un gran foso, tan cerca de él como le fue posible, y dobló a la derecha en cuanto lo pasó. Cuando se detuvo, el caballo yacía con el lomo en el borde del foso. Dio marcha atrás para aflojar la tensión de la cadena, se bajó, la soltó del jeep y de las patas del caballo y la echó dentro del jeep. Luego se inclinó, levantó las patas traseras y tiró de ellas, haciendo rodar el caballo sobre el lomo. El cuerpo se deslizó por encima del borde del foso y cayó a un metro veinte, dando una voltereta.

Me aparté del camino cuando, después de colocar la cuchilla en posición baja, volvió a subir al jeep y empezó a tapar el agujero. Era tierra pálida, una mezcla de arena, tierra superficial y piedra caliza, que contenía billones de pequeñas conchillas.

Un gavilán empezó un gran círculo perezoso sobre nuestras cabezas. Le miré con ojos entrecerrados, contra el azul del cielo, y me pregunté cómo sabría. La cuchilla arremetía contra mí y estaba a menos de un metro de mis piernas cuando di un desesperado salto hacia un lado. Con brazos y piernas extendidos rodé y volví a ponerme en pie con el jeep pisándome los talones. Simulé saltar en una dirección y lo hice en la otra; me volví a poner en pie y corrí en círculo hasta estar al otro lado de la tumba del caballo.

Redujo la velocidad y detuvo el jeep. Las gafas ovaladas me miraron por debajo de la rígida visera de la gorra blanca.

—Se mueve muy bien para su tamaño —dijo.

—Gracias. ¿Y qué importa un muerto más?

—En este momento no mucho.

—Pero no puede hacerlo; no del modo en que ha tratado de hacerlo, Freddy. Tiró la piedra al agua y no puede moverse lo suficientemente rápido como para hacer desaparecer las ondas.

—Puedo intentarlo con todas mis fuerzas. No sabía si tenía una pistola. Calculo que no tiene.

—Debí de haber traído una. Un descuido.

—Error mortal.

—¿Cuál fue el error mortal de Carrie?

Pareció sorprendido.

—¿Error? Meterse debajo de un camión.

—¿No le cerró la boca para siempre?

—No tenía por qué hacerlo. Carrie era lista. Estaba enredada en la muerte de Jack también. Y tenía menos palanca que yo.

Era convincente. Me sentí confundido. No le veía como el asesino de Cal Birdsong o como el que había armado la bomba que mató a Joanna. Entonces, ¿por qué estaba tan obviamente decidido a matarme?

—Creo que debemos hablar —dije.

—Muévase.

—¿Dónde? ¿Correr? ¿Hasta dónde llegaría?

Apuntó el jeep hacia la derecha. Me abalancé hacia la izquierda, agachándome para coger del montón de tierra un puñado de las fósiles conchillas de ostras. Eran gruesas, calcinadas y pesadas; databan de la época en que la finca V.-H. había estado en el fondo de un mar poco profundo. Viré con rapidez. Levanté una pierna en el aire, tiré una conchilla con tal fuerza que los nudillos me quedaron a un par de centímetros del suelo. Realmente la hice silbar, pero se desvió hacia abajo y fuera, y le pasó casi raspando el hombro derecho. Se tiró hacia detrás rápidamente y fuera de mi alcance, se puso en pie, levantó el parabrisas y lo aseguró antes de sentarse.

—Eso estuvo muy bien —dijo.

—Freddy, hablé con mucha gente sobre usted.

—Lo siento. Pero no cambia absolutamente nada.

—Sus probabilidades son mínimas.

—No se imagina cuán malas son, McGee. Pero son las únicas que tengo, y es el único juego que hay.

Tiré a un lado las otras conchillas. No me iban a ayudar. Podía adivinar lo que iba a hacer. Empezaría a girar alrededor de esa tumba tan rápido como le fuera posible. Yo no podría mantenerme delante durante mucho tiempo; no con este calor. Y tan pronto como yo aminorara la marcha o me dirigiera hacia los árboles o los establos, me tendría a su merced. No tenía mucho tiempo para planear algo.

En una situación como ésta es difícil pensar que es totalmente serio. Un jeep amarillo es un vehículo alegre. Los campos de pastoreo no son amenazadores. La hora anterior al mediodía no es una hora propicia para morir. Era algún extraño juego, y cuando terminara, el que perdiera felicitaría al ganador. Hagámoslo alguna otra vez, socio.

Pero era real. Un jeep con o sin cuchilla es un arma mortal. Por las huellas que dejaba podía darme cuenta que tenía tracción en las cuatro ruedas. Era diestro y el jeep era ágil. Pensé en varias alternativas, pero las descarté con tanta rapidez como las imaginé. Podría cruzar el campo y tratar de que cayera en la trampa de dar vueltas en campo abierto. Podía hacer un círculo más pequeño que el de él y quizá acercarme lo suficiente al jeep para saltar encima. No había posibilidad. Se daría cuenta, aceleraría saliéndose del círculo, daría la vuelta y volvería en mi dirección. O podría hacer que aminorara la marcha quizá, para subir por encima de la cuchilla y el capó y caer sobre él. ¿Pero cómo hago para hacerlo aminorar tanto?

De pronto pensé en una lejana posibilidad. Si no resultaba no iba a estar peor. Iba a estar muerto. Y si no la probaba, iba a estar muerto. Un avecilla pasó por encima de mi cabeza, cantando mientras volaba, una melodía tan penosamente dulce, que me llegó al corazón. No quiero dejar el mundo de pardillos, barcos, playas, mujeres, amor y mantequilla de cacahuete de Deaf Smith County. Especialmente no quiero dejarlo de la mano de un tonto, a manos de este Van Harn que pensaba que podía borrar un acontecimiento asesinando a todos los que supieran algo de él. Ya lo han intentado. Nunca resulta. Cualquier abogado debiera de saber eso.

Tenía que lograr que se moviera en dirección contraria alrededor de la tumba del caballo. Así que me moví a la izquierda y él apuntó el jeep y se tragó el anzuelo. Se me vino encima tan rápido que me hizo pasar un mal momento. El foso era un rectángulo enlodado, tres metros por dos y medio. Antes de que pudiera desenterrar los pies y dar la vuelta a la primera esquina, casi me corta en dos. Había echado una, tres cargas de la paleta sobre el caballo muerto, así que ese lado estaba lleno hasta menos de 60 centímetros del nivel original del terreno; toda la parte frontal del caballo estaba aún sin cubrir.

Me apremió. Tenía que andar al galope, con un constante miedo de resbalarme y caerme al dar la vuelta a las esquinas. Hacía que el jeep se deslizase de modo continuo y controlado, las ruedas posteriores más lejos del foso que las delanteras. Su razonamiento era obvio. Con aquel calor sólo podría dar un número determinado de vueltas. Tenía que dar los suficientes como para tranquilizarle.

Me caía el sudor sobre los ojos. Cada vez que pasaba el punto decisivo ensayaba mentalmente cómo lo haría exactamente. Y tenía que hacerlo pronto antes de caer exhausto.

Al fin sentí que estaba listo. Di la vuelta a la esquina, me dejé caer unos 60 centímetros sobre la tierra removida, rodé rápidamente y de un salto quedé junto al jeep y me tiré sobre la parte superior de la rueda. Él trató de acelerar, pero me pude estirar los centímetros necesarios para alcanzarla. Calcé la mano derecha sobre la parte superior de la rueda y tiré de ella fuertemente hacia mí. El jeep se desvió hacia la tumba del caballo, se hundió y frenó contra la pared del foso, donde éste era más profundo.

El guardabarros posterior izquierdo me había golpeado un muslo, tirándome a un hondo rincón del foso, con mucho dolor. Subí gateando y me erguí y vi a Van Harn doblarse lentamente para salir del jeep. Las cuatro ruedas estaban todavía girando, hundiéndose cada vez más, y luego el motor se detuvo.

Van Harn tenía aún las piernas colgando del jeep; tenía un ojo medio abierto; el otro, cerrado. Un chichón blanco en medio de la frente que crecía a ojos vista. Fui renqueando y me incliné sobre él. Me dio en la boca y me mandó de vuelta al mismo rincón del foso. Antes de que pudiera ponerme en pie, de un salto salió del foso y corrió hacia la excavadora. Yo le seguí trabajosamente, sin esperanzas de poder acortar la distancia.

Fue a la parte posterior de la excavadora y de un tirón arrancó una pala de la abrazadera de resortes; una pala con el filo hacia fuera, hacia mi cintura. Frené de golpe y logré hundir la barriga y sacarla del paso de la hoja. Él la blandió en dirección contraria, de izquierda a derecha, apuntándome a la cabeza. No podía retroceder a tiempo. Me tiré debajo de ella, me dejé caer sobre las manos y las rodillas y la sentí pasar rozándome el pelo de la coronilla. Eso hizo que todo pareciera real y mortal. Una décima de segundo más rápido y me hubiese partido el cráneo.

Desde donde estaba, apoyado en nudillos y rodillas, me arrojé hacia delante, asegurando un pie debajo de mí, saltando sobre él desde abajo, como un guardia submarino, clavándole un hombro en el estómago, rodeándole los talones con un brazo mientras trataba de ir hacia atrás. Cayó ruidosamente y perdió la pala. Me arrastré y me senté a horcajadas sobre él. Aullaba, corcoveaba, se retorcía. No quería romperme las manos contra los huesos de su cara o cráneo. Le golpeé en el cuello con el antebrazo, con la otra mano apretando la muñeca para darle más fuerza. Apoyé la cara en la curva del brazo para protegerme de sus manotazos. Tras un desesperado espasmo se movió un poco y se quedó quieto. Mantuve la presión hasta asegurarme. Luego rodé de lado, me puse de rodillas y me senté en los talones, respirando fuerte. La gorra blanca de Van Harn estaba tirada cerca. La recogí y me saqué el sudor de la cara y de los ojos.

Él tenía la cara hinchada y morada. El pecho se le movía. Todo parecía estar en calma en los campos de pastoreo. Escuché el canto de los insectos del mediodía y la fluida llamada de una lejana alondra. Era hora de envolverle y entregarle.