Cuatro

CUATRO

Un buen atracadero (y no hay muchos en realidad) es una comodidad y una alegría. El canal privado que llevaba a Westway Harbor tenía unos 600 metros de largo. Era una dársena seminatural, dragada hasta la profundidad requerida, con la entrada angosta para protegerla de la rompiente, los embates de las tormentas y los virajes del viento. La escollera con los surtidores de gasolina estaba justo a la entrada, orientada hacia el extremo Sur. El atracadero de los buques pequeños estaba en el perímetro meridional de la dársena. Mientras atravesaba la entrada vi que tanto delante como a mi derecha había alrededor de 80 muelles para embarcaciones mayores.

Un joven bronceado, con shorts color caqui, salió de la oficina del encargado, me indicó que le siguiera con un movimiento de la mano y saltó a un carrito eléctrico de auxilio. Yo amainé un poco a estribor y le seguí al lugar indicado, luego viré y entré marcha atrás entre los delgados muelles en tanto que Meyer iba hacia la proa y colocaba las amarras en los norays a medida que pasábamos lentamente a su lado. Cuando el joven hizo el gesto de cortarse el cuello con el canto de la mano, Meyer ató los dos cables de proa a la cornamusa y yo apagué el encendido de los pequeños Diesel. El joven era amable. Ayudó con los cables. Pidió permiso para subir a bordo. Me entregó una hoja profusamente impresa con los reglamentos, precios, estatutos, servicios disponibles y horas de disponibilidad. Le pregunté si era Oliver y dijo que Oliver había ido a almorzar. Era Jason. Jason tenía cuerpo de deportista, cabeza de Cristo, y usaba gafas Franklin de finas patillas de oro.

Las instrucciones eran claras y precisas. Le ayudé a conectar la electricidad del atracadero. Leyó el contador. Le dije que nos gustaría tener servido telefónico, y dijo que iría a buscar un aparato. Probé el agua de la manguera y le dije a Meyer que llenara el tanque de agua mientras yo iba a la oficina del encargado a hacer los arreglos necesarios.

Mientras andaba admiré la construcción de los atracaderos. Malecones de hormigón y grandes vigas e inmensos pernos galvanizados que los mantenían unidos. Los cubos para desperdicios estaban en grandes recipientes de fibra de vidrio. Había estaciones de emergencia, con salvavidas y extintores de incendio. Las cañerías del agua y de la corriente eléctrica estaban sujetas debajo de los atracaderos, fuera de la vista. Tenían alrededor de 30 sitios libres. Los 50 barcos que se veían parecían sólidos y bien conservados, especialmente una hilera de una media docena de grandes cruceros a motor. Un gato moteado sentado en la proa de un gran Chris dejó de lavarse para mirarme fijamente cuando pasé a su lado.

Había una mujer alta y sólida detrás del mostrador de la oficina. Tenía pelo negro muy corto y rasgos marcados. No llevaba medias ni zapatos. Vestía shorts amarillos, un niki blanco y una alianza de oro. Medía aproximadamente un metro ochenta, y aunque la cara era lo suficientemente fuerte como para parecer ligeramente masculina, no había nada de masculino en las piernas o en el modo en que rellenaba el niki. Y estaba casi tan bronceada como yo. Esto hacía que sus fríos ojos azules aparecieran muy intensos, y le daba a sus dientes un aspecto muy blanco.

—¿Míster McGee?

—Sí. Tiene un atracadero magnífico.

—Gracias. Soy mistress Birdsong. Hoy hace dos años que abrimos.

—Felicitaciones.

—Gracias.

Su sonrisa era breve y formal. De las chicas que lo mantienen a uno a distancia. Muy a distancia. ¿Veintiocho años? Era difícil adivinarle la edad porque la cara tenía ese aspecto indio que no parece sufrir ningún desgaste desde los dieciocho hasta los cuarenta.

Hicimos los arreglos. Pagué tres días por adelantado en efectivo y dije que quizá nos quedáramos algún tiempo más. Pregunté dónde podría alquilar un auto y me llevó hasta una de las ventanas laterales y señaló un cartel de Texaco que se veía por encima del techo del motel contiguo y dijo que allí podría alquilar un auto.

Justo en el momento en que nos alejábamos de la ventana se oyó un estrépito, un chillido de neumáticos, y un fuerte golpe sordo al tiempo que alguien entraba por un lado del edificio en un polvoriento sedán azul.

Un hombre grandote salió con dificultad de detrás del volante. Fue hacia la puerta con paso poco firme y se quedó allí, mirándonos fijamente a ella y a mí.

—¿Dónde has estado? ¿Dónde-has-estado? —preguntó la mujer. Sus ojos expresaban disgusto.

El hombre medía un metro noventa y era tan ancho como el umbral de la puerta. Tenía una espesa mata de pelo rubio grisáceo y cara rojiza, hinchada y con manchas. Vestía sucios pantalones caquis y una camisa que parecía tener huellas de vómito seco en la pechera. Tenía un moretón en la frente y los nudillos hinchados. Hizo flotar un vaho a mugre en la pequeña oficina. La miró con expresión estúpida y masculló:

—¿Siempre, dispuesta a ofrecerte a cualquiera que venga, eh. Cindy? Portuarios, clientes. Sé lo que eres, prostituta barata.

—¡Cal! ¡No sabes lo que dices!

Él se volvió pesadamente hacia mí.

—Te voy a enseñar a no meterte con la mujer de otro, perro desgraciado.

Cindy corrió hacia él desde un lado del cuarto, mientras extendía las manos y decía:

—No. Cal. No, querido. Por favor.

Él le dio un revés, un giro completo del brazo izquierdo. Ella lo vio venir y trató de evitarlo agachándose, pero la alcanzó en la parte superior de la cabeza, sobre la oreja. La derribó. Golpeó el suelo y rodó dislocadamente, con un ruido sordo a articulaciones, huesos y cráneo contra el suelo de vinílico, y terminó despatarrada, de bruces.

Cal no la miró. Vino hacia mí arrastrando los pies, blandiendo los grandes puños suavemente y con el hombro alzado para protegerse el mentón.

Si me hubiese dejado sitio suficiente como para deslizarme junto a él y salir a la carrera por la puerta, lo hubiese hecho. Estaba borracho como una cuba, pero era inmenso y parecía saber cómo moverse. Yo no quería verme enredado en ninguna rencilla conyugal. O en el asesinato de ninguna esposa. Ella estaba totalmente inconsciente, inmóvil.

Una cosa no iba a hacer, y era hacerle frente y cruzar puñetazos. No con éste. Era como si me estuviesen dando una buena dosis de adrenalina. Me sentí irritable, rápido y astuto. Extendí las manos, con las palmas hacia él, como si le rogara que no me pegara. Él parecía contento, de un modo algo desvaído, y me lanzó un gran derechazo al centro de la cara. Con fuerza apreté las palmas abiertas sobre esa pesada muñeca derecha y la hice girar violentamente de derecha a izquierda, dándole un tirón hacia abajo al mismo tiempo. La llave le hizo dar la vuelta, y la muñeca y el puño le quedaron entre los omóplatos. Le puse en movimiento y, con impulso creciente, le aplasté contra la pared de cemento. La golpeó, cayó de rodillas y luego de lado y se quedó sentado; de una nueva grieta en la frente le bajaba la sangre que se le metía en los ojos y le corría por las mejillas. Se sonrió en forma pensativa y luego se puso de pie con esfuerzo y se abalanzó sobre mí. Esta vez cerré la mano izquierda y le golpeé tan rápido y tan fuerte como me fue posible, izquierda-derecha, izquierda-derecha, en el cuello y el estómago. Sabía que le hacía daño, pero cuando traté de deslizarme a su lado, otra vez pensando en la salida, me golpeó justo en la frente. El golpe me hizo sonar el cuello, convirtió el brillante día en una vaga nebulosa y retardó mis movimientos. Mientras me caía, se me aclaró la cabeza. Enganché el pie izquierdo alrededor del tobillo derecho de Cal y le pegué una patada en la rodilla con el pie derecho. Se quejó y trató de patearme mientras yo rodaba hacia un lado.

Cuando me puse de pie vi que no le era fácil hacer que la pierna derecha le sostuviese. Y la sangre le oscurecía la visión. Tenía náuseas y respiraba con dificultad. Pero se me venía encima y traté de eludirlo. Mis reflejos habían perdido velocidad. Apenas vislumbré las luces azules giratorias del auto patrulla de la policía que estaba fuera, y los hombres que entraban rápidamente.

—¡Cal! —gritó alguien—. ¡Cal, maldito seas!

Luego le pegaron un golpe en la parte de detrás de la cabeza con un bastón de nogal. La madera dura resonó contra el cráneo. Él vaciló, se dio la vuelta y les largó un puñetazo, y ellos se movieron a un lado y le pegaron otra vez. Se cayó despacio, aún sonriéndose, con el ojo limpio de sangre girando hacia arriba hasta que sólo se vio lo blanco.

Uno de los agentes hizo rodar el fláccido cuerpo boca abajo, le puso tas manos en la espalda y le apretó tas esposas en las muñecas. Dijo:

—Eh, Ralph, Este tipo apesta. ¿Lo llevamos en el auto?

—No, después de la última vez no.

Jason, el que nos había ayudado a atracar, estaba arrodillado en el suelo. Había sentado a mistress Birdsong. La cabeza le caía a un lado y los ojos no tenían expresión, Jason era dulce con ella y le murmuraba palabras de consuelo.

—¿Ella está bien, Jason? —preguntó uno de los agentes.

—Creo… creo que estoy bien —contestó ella.

—¿Y usted? —me preguntó.

Moví los brazos, me di masaje en la nuca. Se me estaba terminando de aclarar la cabeza, estaba saliendo del letargo. Me toqué la frente. Estaba empezando a hincharse.

—Me dio una buena paliza.

—¿Por qué?

—No tengo la más mínima idea. Estaba pagando.

—Amarró su barco hace unos minutos —dijo Jason.

Ayudó a Cindy Birdsong a ponerse de pie. Ella se soltó de él y fue hacia una silla de lona y se sentó. Debajo del pronunciado bronceado su cara estaba verde-grisácea.

—¿Quiere hacer una acusación? —preguntó el oficial.

Miré a Cindy. Ella levantó la cabeza y la sacudió.

—Creo que no.

El policía llamado Ralph suspiró. Era joven y pesado, con un bigote espeso.

—Arthur y yo nos imaginamos que podía venir hacia aquí. Hace dos horas que estamos tratando de agarrarlo, Cindy. Tenemos los cargos que necesitamos. Sacó dos autos de la carretera. Destrozó la pizzería de Dewey y le rompió el brazo a Dewey además.

—¡Oh Dios!

—Antes de esto estuvo en el bar Gateway en la autopista 787 y les rompió el alma a tres camioneros. Están en el hospital. Lo siento, Cindy. Desde que se dio al trago es así. Y estando en libertad condicional desde la última vez… mire, va a tener que pasar algún tiempo en la cárcel del distrito. Lo siento, pero es así.

Ella cerró los ojos. Tembló. De pronto Cal Birdsong empezó a roncar. Había un charquito de sangre debajo de su cara. Llegó la ambulancia. Le quitaron las esposas. Los enfermeros le manejaron con menos dificultad de la que yo había anticipado. Cindy buscó una chaqueta y su bolso y se fue con el gigante borracho y roncando, después de pedirle a Jason que se hiciera cargo de todo.

Jason se apoyó sobre el mostrador y dijo:

—Era un buen tipo. ¿Sabe? Un buen tipo hasta hace aproximadamente un año. Trabajo aquí desde que abrieron. Bebía, pero como cualquier persona. Luego empezó a beber más y más. Ahora lo enloquece. Cindy es realmente fantástica. La está destrozando, ¿sabe?

—El alcohol se apodera de la gente poco a poco.

—Le ha vuelto loco. Las cosas que le grita.

—Oí algunas.

La parte de la cara que no estaba cubierta por la barba tipo Cristo se puso aún más roja.

—Ella no es así en absoluto. No sé qué le pasa a Cal.

—¿Dónde viven?

—Oh ahí mismo, en este último apartamento del motel. Construyeron el motel al mismo tiempo que el atracadero y lo dieron en concesión: por contrato pueden usar el apartamento de este lado, es un poco más grande que los otros. Cal heredó un dinero y compraron este pedazo de costa y levantaron el atracadero y el motel. Pero pueden perderlo si las cosas siguen así.

Fue a buscar un estropajo y un cubo y limpió la sangre. Ya que estaba en eso limpió el resto del sucio. Un buen hombre.

Yo me fui tratando de no pisar las zonas mojadas y volví al «Flush», Meyer estaba enfadado. ¿Dónde había estado yo? ¿Qué le había pasado a mi frente? ¿Qué íbamos a hacer respecto al almuerzo?

Le conté de qué manera había conocido a los Birdsong. Adorable pareja.

Cuando salimos para alquilar un auto y almorzar, vimos que había un tipo distinto en la oficina. No tenía barba y era más pequeño y redondo, pero igualmente musculoso.

—¿Está Jason?

—Fue a almorzar. ¿Puedo serle útil?

—Soy McGee. Estoy en el muelle sesenta.

—Oh, claro que sí. Hablamos por teléfono. Soy Oliver Tarbeck. Creo que usted y Cal tuvieron un encuentro.

—Algo así. Si puedo conseguir un auto para alquilar, ¿donde puedo estacionarlo?

—En esa fila, allí donde dice sólo atracadero. Si está lleno, venga a la oficina y arreglaremos algo.

—¿Un sitio para comer?

—Una manzana a la izquierda, por esta mano. La Cocina de Gil. Está bien para almorzar.

Almorzamos primero. El sitio no estaba bien para almorzar. Gil tenía una cocina sucia. Un emparedado de huevo frito probablemente fuera lo más seguro. De allí fuimos a Texaco, que tenía una oferta económica, y probé a ver si podía meter las rodillas debajo del volante del Gremlin amarillo antes de darle mi tarjeta del Diner’s. Ya nadie acepta depósitos en efectivo sobre autos. Lo que obliga a todos a tener tarjetas de crédito. A medida que el mundo crece se hace más aburrido.

Le pregunté si podría indicarme cómo llegar a Junction Park. Me dio un plano de la ciudad y marcó el camino.

El Gremlin no tenía aire acondicionado, pero tenía grandes ventanas. Meyer leía el plano y gritaba las instrucciones. Era fácil ver la forma y la historia de Bayside, Florida. Había existido un pueblo en la costa de la bahía, un centenar de personas, un centro somnoliento con robles perennes y musgo de Florida. Luego, International Amalgamated Development había entrado en acción, comprando alrededor de ocho hectáreas y construido centros comerciales, casas completas, complejos habitacionales y apartamentos para alquilar, al Sur de la ciudad. Luego había llegado Consolidated Construction Enterprises y había hecho lo mismo en el Norte. Varias compañías pequeñas habían hecho lo mismo en menor escala al Oeste. Cuando el centro decayó, los padres de la ciudad ensancharon las avenidas y cortaron los árboles de sombra con la intención de que se pareciera a un centro comercial. No resultó. Nunca resulta. Esta era la Florida instantánea, sucia, sofocante y llena de actividades mezquinas y espurias. Tenían sucursales de cuantas cadenas de productos alimenticios se conozcan, mezcladas con ventas de automóviles usados y muebles.

El complejo comercial Junction Park estaba lejos de la costa y cerca de un acceso a la autopista de peaje. Lo habían planeado teniendo bastante en cuenta las necesidades del transporte y la simetría del diseño. Grandes edificios de acero colocados siguiendo el esquema de un espinazo de pescado, con grandes entradas para camiones y zonas de estacionamiento. Un alto cartel indicaba que la Casa de Materiales de Construcción Superior ocupaba el cuarto edificio a la derecha.

Estacioné y le dije a Meyer que viera qué podía averiguar en los establecimientos vecinos, una casa de calefacciones y acondicionadores de aire, una fábrica de escaleras, un armador de barcos.

Me encaminé a la oficina de delante. Una chica delgada y guapa con un vestido de brin estaba sacando carpetas de un archivo de metal y poniéndolas en una caja de cartón. Se enderezó un poco, me miró y dijo con voz nasal:

—No es hasta el lunes.

—¿Qué no es hasta el lunes?

—La liquidación especial de todo. Harán el inventario durante el fin de semana. Y ahora mismo.

—¿Cierran?

Fue hasta el escritorio, cogió una botella de Coca-Cola y bebió varios tragos. Me echó una larga mirada de aprobación.

—Seguro que sí —dijo finalmente. Se echó el pelo color jengibre hacia atrás y se limpió la bonita boca con el dorso de la mano; luego eructó como cualquier chiquillo de quinto grado.

Un hombre entró por la puerta que llevaba a la sección depósito. Tenía un sujetapapeles en la mano. Estaba sudando y tenía una mancha de grasa en la frente. Mucho pelo castaño rojizo cuidadosamente mantenido en posición con fijador. Alrededor de los treinta. Tipo deportivo. Camisa vaquera con un montón de ganchos y cierres. Pantalones de pana. Botas. Mirada y modales nerviosos y preocupados.

—No estamos abiertos al comercio, amigo. Lo siento. Joanna, búscame los recibos de esas empalizadas de pino de California, precortadas, ¿eh?

—Diablos, te digo y te repito que era Carrie quien sabía dónde estaba todo eso…

—Carrie no está aquí para ayudarnos, maldición. Así que muévete un poco y empieza a buscar.

—Mira, Harry, ni siquiera sé si me van a pagar por el tiempo extra que estoy trabajando, ¿verdad?

—Joanna, querida, por supuesto que se te va a pagar. Vamos, querida. Por favor, búscame los recibos.

Ella le dirigió una larga mirada hosca, con el labio inferior hacia fuera.

—Vaquero, has estado hablando demasiado. Un poco demasiado. Y te has estado poniendo malo conmigo demasiadas veces, ¿entiendes? Pienso que mejor vas y te ahorcas. Me voy a hacer peinar. Quizá vuelva o quizá me vaya a casa. ¿Quién sabe?

Se tiró el bolso de cuero por encima del hombro. Él trató de cerrarle el paso hacia la puerta. Le rogaba, suplicaba, insistía. Ella no le prestó atención. No había ninguna expresión en su cara. Cuando él la tomó de un brazo, se soltó y se fue; la puerta de cristal se cerró tras ella.

Harry se dirigió hacia un gran escritorio y se sentó en la inmensa silla de cuero rojo. Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Suspiró, me miró y frunció el entrecejo.

—Amigo, todavía no estamos abiertos al comercio. Estamos menos abiertos de lo que estábamos. Permítame darle un consejo sano. Nunca se meta con sus empleadas. Se ponen pretenciosas. Se aprovechan.

—Vine para preguntar sobre Carrie Milligan.

—Trabajaba aquí. Está muerta. ¿Qué interés le trae?

—Oí que había muerto. Soy un amigo de ella de Fort Lauderdale.

—¿No vivía allí antes?

Un joven sin camisa y con un par de jeans salió del sector del depósito y mostró dos grandes tornillos.

—Míster Hascomb, ¿quiere que cuente cada uno de estos malditos tornillos? Hay miles.

—Cientos. Cuenta cuántos hay en un kilo y luego pesa todos los que tenemos. Eso será bastante aproximado.

El joven se fue, y Harry Hascomb sacudió la cabeza y dijo:

—Es difícil creer que esté muerta. Trabajó hasta anteayer. Aquél era su escritorio. Pasó tan repentinamente. Era realmente la que organizaba todo. Era una buena empleada Carrie, lo era. ¿Qué dijo que quería?

—Vino a verme hace dos semanas. A Fort Lauderdale.

Estaba tan inmóvil que me pregunte si estaría aguantando la respiración. Se pasó la lengua por los labios, tragó y dijo:

—¿Hace dos semanas?

—¿Quiere decir algo eso?

—¿Por qué querría decir algo?

No sabía cómo seguir. El préstamo de dinero parecía de pronto demasiado frágil e increíble. Necesitaba algo mejor.

—Vino a verme porque tenía problemas.

—¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?

—Quería dejarme algo para que se lo cuidara. Pero ocurrió que no era el mejor momento para que yo tratase de cuidarle nada a nadie. Hay veces en que se puede y a veces en que no se debe. Lamenté tener que decirle que no podía. Tenía mucho afecto a Carrie Milligan.

—Todos se lo teníamos. ¿Qué quería dejarle?

—Dinero.

—¿Cuánto?

—No dijo. Dijo que era mucho. Cuando me enteré de que había muerte en ese accidente empecé a preguntarme si habría encontrado alguien que le guardara el dinero. ¿Podría usted saber algo sobre eso?

Otra vez Harry cayó en su trance inmóvil, mirando por encima de mi hombro y a lo lejos. Le llevó un largo rato. Me pregunté qué estaría seleccionando, pesando, valorando.

Al final sacudió la cabeza lentamente.

—¡Por Dios! No lo hubiese creído. Debió de haber estado enredada en esto.

—¿Enredada en qué?

Abrió uno de los broches y corrió un cierre y sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo golpeó contra la uña del pulgar, lo encendió y largó una gran estela de humo.

—¡Oh diablos! Es una vieja historia. Pasa siempre. Pero nunca se piensa que le va a ocurrir a uno.

—¿Qué pasó?

—¿Cuál es su nombre?

—McGee. Travis McGee.

—Nunca entre en sociedad con nadie, McGee. Ese es mi segundo consejo para usted hoy. Jack y yo teníamos un buen negocio aquí. Mi buen socio Jack Omaha. No era exactamente una fantástica mina de oro, pero vivimos bien durante muchos años. Y luego vino una época mala para la construcción. Tuvimos que reducirnos. Reducirnos mucho. Tratando de aguantar hasta que las condiciones mejoraran. Y pienso que pudimos haberlo hecho. Las cosas están empezando a ir mejor. Yo siempre he sido el encargado de las ventas y Jack el de la oficina. De cualquier modo, se marchó hace dos semanas el jueves pasado. El 14 de mayo. ¿Sabe qué estaba haciendo antes de irse? Vendiendo mercancía al por mayor a menos del costo. Dejando que las cuentas se amontonaran. Convirtiendo cada maldita cosa en dinero. Los auditores están tratando de determinar la cifra total. Estoy en quiebra. Mi buen amigo Jack. Ahora que pienso en ello, creo que la ayuda de Carrie le era indispensable para limpiar el sitio. Ella trabajó sólo dos días esa semana. El lunes y el viernes. Tomó permiso por enfermedad el lunes por la tarde. Volvió el viernes. Ese día por fin decidí que Jack no se había ido a pescar simplemente, que se había ido para siempre. ¿Cuándo vio a Carrie?

—El jueves.

—Lo suponía. Nunca me imaginé nada parecido sobre ella. Aunque había algo entre ella y Jack. Nada muy importante. Hacía quizá tres años que duraba, casi desde que ella empezó a trabajar con nosotros. Simplemente algo extra de vez en cuando. Durante una noche. Solíamos mandar a las chicas. Carrie y Joanna, en otro vuelo a Atlanta, y luego Jack y yo íbamos en los Falcon y nos quedábamos en el Howard Johnson próximo al estadio. Sólo por diversión.

—¿Y cree que ése era el dinero que Carrie quería que le guardara?

—¿De dónde más podría sacarlo? Quizá Jack quiso que ella huyera con él. Él estaba más entusiasmado que ella, sabe. Véalo de este modo. Ella le ayuda y se queda con una buena parte, y todos creen que Jack se llevó todo. Cuando se calma la tormenta, puede ir a buscar el dinero y ¿quien sabe qué pasó?

—Excepto que está muerta.

—Sí, está eso. Quiero aclarar otra cosa. McGee, Si llega a localizar ese dinero, pertenece a este negocio. Fue robado de este negocio. Me lo robaron a mí, y si lo encuentra, pertenece exactamente a este negocio.

—Lo recordaré.

Aplastó el cigarrillo.

—No tendría que haber ocurrido nada de esto —dijo con suavidad—. Me despierto por la noche y pienso en esto. Si hubiese tenido sentido común, cuando el dinero entraba a raudales lo hubiese puesto en algún lugar seguro. En cambio lo malgasté en barcos, autos y casas. Si lo hubiese guardado le hubiera podido comprar su parte a Jack cuando el negocio empeoró. Pude haber aguantado. Por la noche pienso en esto y sudo y siento el estómago lleno de piedras afiladas.

—¿Qué ocurrirá?

—Tengo que liquidar todo lo que nos quedó y ponerlo en el pozo común. Se divide entre los acreedores. Creo que también voy a perder la casa, quizá los autos. Luego empezaré a fastidiar a los amigos para conseguir un trabajo. Ese desgraciado dijo que se iba a ir a pescar el martes y que volvería el miércoles, y dijo que tenía una suma de dinero ahorrada que nos sacaría del aprieto. Quería creerle. El viernes empecé a preocuparme. Recibí llamadas telefónicas por facturas que creía que estaban pagadas. Llamé a Chris. La mujer de Jack. No tenía ni idea de dónde diablos estaba él. Creía que había ido a algún lado con el barco. Llamé por teléfono al atracadero, y el barco estaba anclado allí, sin nadie a bordo. ¿Sabe qué? Me acabo de acordar. Le pedí a Carrie que controlara las cuentas bancarias. Actuó como si realmente no quisiera decirme que él las había limpiado. Había dejado diez dólares en cada una. Lo busca la policía. Lo denuncié. Firmé papeles. Salió en los diarios. Espero que cuando encuentren al desgraciado, aún tenga bastante dinero.

—¿Nunca pensó que Carrie estuviese mezclada?

—No hasta que usted me dijo que estuvo en Lauderdale cuando yo pensaba que estaba enferma en cama. No hasta que usted me dijo que quería que le guardara una gran cantidad de dinero. Lo juro. Quiero decir que pensé que Jack era suficientemente vivo como para no mezclar a una chica en algo así. Yo nunca le daría a Joanna ningún tipo de ventaja. Pienso que simplemente era porque ella controlaba los libros muy de cerca, y él no pudo hacerlo sin su ayuda. Y, sabiéndolo, ella se guardó una tajada muy buena. Quizá temiera que Jack pudiera volver a pedirle el dinero.

—¿La denunció por ladrona?

—¿A ella? Pensé que estaba rodeado de amigos. Creo que decidieron que ya que el negocio se iba a cerrar no importaba lo que se hiciera, el asunto era agarrar los dulces y salir corriendo, Quizá como entrar corriendo en un motel que se está quemando y coger una cartera. Diablos, quizá yo hubiese limpiado el sitio primero si lo hubiese pensado antes que Jack. Y si supiera cómo. Me pregunto dónde está Jack ahora. ¿Brasil?

Por una vez Meyer siguió mis instrucciones al pie de la letra. Entró, cruzó los brazos y se apoyó contra la pared junto a la puerta. No dijo una palabra.

—Está cerrado —le dijo Harry.

—Viene conmigo —le dije.

Harry le miró. Meyer le devolvió la mirada, dejando que el labio inferior y las pestañas se le aflojasen. Con todo ese pelo y con esa angosta frente de simio tenía un aspecto tan maligno que casi ni parecía humano. Por supuesto que estropea el efecto si abre la boca con aire doctoral.

Harry tragó y dijo:

—Oh. Eh… ¿cuál es su trabajo, míster McGee?

Hacía rodar un lápiz amarillo debajo de la palma de la mano y los bordes planos sonaban contra la tapa del escritorio. Dejé que lo hiciera rodar cuatro veces antes de decirle:

—Oh, creo que podría llamarlo inversiones.

Se sonrió demasiado brillantemente.

—¿Quiere comprar un buen negocio de venta de materiales de construcción?

Conté lentamente hasta cuatro mientras la sonrisa se le desvanecía.

—No.

El muchacho salió del depósito otra vez.

—Por Dios, se supone que hay dos docenas de carretillas y no puedo encontrar ni una que sirva entre esas porquerías de ahí fuera.

—Espera un segundo —dijo Harry.

Cogió una hoja de papel con membrete, la dio la vuelta y con un rotulador escribió C-E-R-R-A-D-O y le puso pedacitos de cinta adhesiva en las esquinas. Se puso en pie y me dijo:

—Encantado de haberle conocido, míster McGee.

—Me mantendré en contacto con usted —dije, Eso no pareció hacerle muy feliz.

Cuando nos fuimos me di la vuelta y le vi pegando el cartel en la parte inferior de la puerta de cristal.

Meyer dijo:

—¿Qué clase de fantasía estuviste vendiendo ahí dentro?

—Fui improvisando. Le di pie para que siguiera hablando Abandoné la idea del préstamo.

Mientras conducía lentamente hacia la ciudad le resumí a Meyer lo que había averiguado. Luego fue su turno. Hizo una dramática pausa, tan larga que supe que le había ido bien. ¿Por qué no le iba a ir bien? Me he matado tratando de aprender cómo hacer para que la gente hable. En Meyer es innato. Una cordial simpatía se refleja en esos pequeños ojos azules y brillantes. Desconocidas le cuentan cosas que no le han contado nunca ni a sus esposos ni al cura.

Dijo que la secretaria del presidente de Bayside Ladder Company. Inc., era una tal Betty Joller, y por ser la mejor amiga de Carrie estaba muy impresionada por el accidente. Hace tiempo Betty y Carrie y unas chicas llamadas Flossie Speck y Joanna Freeler habían compartido una vieja casa de madera sobre la costa, en la calle Mangrove, número 28. Cuando Carrie se mudó, habían conseguido otra chica para que compartiera el alquiler y los gastos. Meyer no podía recordar el nombre de la chica nueva.

De todos modos. Carrie Milligan estaba en la funeraria Rucker, en la avenida Florida, e iba a haber un servicio en memoria suya mañana, sábado, a las once. La hermana, Susan Dobrovsky, estaba aquí. Había llegado a Nutfield anoche tarde. Betty Joller la había ido a buscar al aeropuerto y la había llevado al Holiday Inn.

—Te portaste bien —le dije—. Muy bien.

Esto le llenó de placer.

Encontré la avenida Costanera. 1.500. Le recordé que Carrie había vivido en el 38-B. Lo dejé allí y le dije que viera qué podía sacarle a los vecinos, y que luego volviera andando hasta Westway Harbor, y me esperara allí si yo no había vuelto aún.