Cinco

CINCO

La casa de los Omaha estaba en un barrio bastante reciente llamado Carolridge. El urbanista había asolado el terreno en su intento de convertir la llanura en contornos ligeramente ondulados. Los nuevos árboles crecían tan rápido como les era posible. Dentro de unos veinte años, cuando las casas se estuviesen desmoronando, la sombra sería agradable e invitadora. Pero en el calor de la tarde, las casas estaban cociéndose al sol, y los aparatos de riego producían un arco iris contra las jóvenes plantas de jazmines.

Había dos autos en el garaje sin puerta de la casa de los Omaha, y un Oldsmobile color crema bastante reciente en el sendero. En un letrero de hierro forjado que estaba clavado en el césped seco se leía: LOS OMAHA.

Les ponen nombres a las casas de las nuevas urbanizaciones. Esta probablemente se llamaba El Ejecutivo o El Diplomático. Por el aspecto costaría entre 80.000 o 90.000 dólares. Era lo mejor del barrio. La compra garantizaba ser admitido en el club de golf de Carolridge y en el Country Club. Se podía ver la casa desde fuera. Tres dormitorios, tres baños y medio, cocina colonial, cuarto de juegos, techos artesonados, piscina, pantallas de fibra de vidrio.

Apreté el timbre y oí los lejanos repiqueteos dentro. Los insectos se volvían más voraces por el calor. Pasaron unas niñas haciendo chirriar y rechinar sus bicicletas Sears de diez velocidades, riendo tontamente. Unas tres casas más lejos alguien usaba algún tipo de maquinaria para césped. Había un cardenal sentado en un cable telefónico, cantando su canción. Apreté el timbre otra vez. Y al fin otra vez. Justo cuando iba a darme por vencido, una mujer abrió la puerta. Su cara era ancha, vulgar, bonita. Se acababa de pintar los labios y tenía una escultural peluca rubia, jeans desteñidos, y una blusa sin espalda ni mangas, blanca.

—¿Mistress Omaha?

—Sí. Estábamos en el fondo. Espero que no haya estado tocando el timbre mucho tiempo.

—No demasiado.

—No sabía que vendría tan rápido. Lo que ocurre es que da tono de ocupado continuamente, aun cuando estoy tratando de llamar a alguien.

Tenía una vocecita infantil y aguda. Tenía el aspecto sorprendido y vidrioso de alguien que se termina de despertar de un sueño profundo. La boca entumecida, los ojos pesados. La reciente pintura de labios había errado el blanco en un lado de la boca. La peluca escultural estaba ligeramente ladeada. Tenía una marca roja en el cuello, que desapareció lentamente mientras yo la miraba.

—No soy de la compañía de teléfonos —dije.

Su mirada se aguzó.

—¡Oh, caramba! Mejor que no intente decirme que está tratando de venderme algo. Mejor que no intente decirme eso.

—Mi nombre es McGee. Travis McGee, de Fort Lauderdale. Un amigo de Carrie Milligan.

Pareció perpleja.

—¿Y qué? ¿Qué busca aquí?

—¿Vine en mala hora?

—¡Si le parece!

—¿Qué le parece si vengo más tarde?

—¿Para qué? Carrie murió, ¿no? Jack se fue. Digamos que eran dos buenos amigos y que no me importaba un bledo.

—Estuve hablando con Harry en Junction Park. Carrie vino a Lauderdale a verme el dieciséis. Estaba nerviosa. Pensaba que la estaban siguiendo. Me dio un dinero para que se lo guardara.

—¿Cuánto?

—Quizá otra vez pudiéramos…

—Entre, míster McGee. Hace mucho calor esta tarde, ¿no?

La seguí a través del vestíbulo hasta el largo salón de estar. Mientras andaba estiró una mano y la pasó sobre la peluca. Las cortinas estaban corridas. La tamizada luz venía de la zona de la terraza exterior, donde, a través del tejido de la tela de la cortina, pude ver una piscina rodeada por una mampara, tan inmóvil en el blanco resplandor del sol como gelatina de lima.

Un hombre alto y delgado estaba de pie frente a un espejo, peinándose el cabello oscuro con los dedos abiertos. Vestía pantalones a cuadros de buen gusto y camisa blanca. La corbata de lazo le colgaba del cuello sin atar. Sobre el respaldo de una silla vi una chaqueta con botones plateados.

—Querida, me comunicaré contigo otra vez sobre… —me vio en el espejo. Giró sobre los talones—. ¿Quién diablos es usted?

—Este es míster Gee, Freddy.

—McGee —dije—. Travis McGee.

—Este es Fred Van Harn, mi abogado.

Extendí la mano. Dudó y luego me estrechó la mano y me sonrió agradablemente.

—Encantado de conocerle.

—Querido, le hice pasar porque dice que tiene parte del dinero. Quizá lo tenga todo. Dile que me lo tiene que dar a mí, querido. Míster McGee, es mi dinero.

La miré sorprendido.

—¡No tengo ningún dinero!

—¡Usted me dijo que Carrie se lo dio para que se lo guardara!

—Me lo dio, pero se lo devolví inmediatamente. No podía aceptar la responsabilidad.

—¿Cuánto era? —preguntó Chris Omaha urgentemente.

—Por supuesto que no tengo ni la más mínima idea. Dijo que era mucho. No dijo cuánto era. Lo que es mucho para una persona no es mucho para otra.

Chris dijo:

—¡Maldito sea todo! —se dejó caer en una mullida banqueta que se desinfló cuando se sentó.

Freddy dijo:

—¿Sabe quién consintió en guardarle el dinero?

—No dijo a quién iba a recurrir luego.

—¿Dónde pasó esto? ¿Y cuándo?

—El jueves, el dieciséis de mayo, a eso de las tres o cuatro de la mañana, a bordo de mi barco anclado en Bahía Mar en Fort Lauderdale.

—¿Por qué fue a verle a usted?

—Quizá porque tenía confianza en mí. Eramos viejos amigos. Le presté el barco para su luna de miel.

Freddy tenía pestañas largas, rasgos muy delicados, cutis mate. Sus ojos eran de color castaño; su trato, amistoso.

—¿Por qué vino aquí, míster McGee?

—Tuve una larga charla con míster Hascomb. Pensé que a mistress Omaha le gustaría tener información sobre la visita que me hizo mistress Milligan. Pensé que podría contestar algunas preguntas sobre su esposo.

—No me quisiste escuchar, ¿no es cierto? —la mujer le dijo a Freddy con voz quejosa e irritante—. Te dije que esa zorra de Milligan tenía que tener alguna participación en el asunto, pero no me quisiste escuchar. Sé con certeza que Jack tenía relaciones con ella desde hace años, aunque él no sabía que yo lo sabía, y…

—Tranquilízate, Chris.

—No me puedes decir que me tranquilice. ¿Sabes qué pienso? Él limpió el negocio e hipotecó todo lo que tenía a mano, esta casa y hasta el barco, y ella iba a irse con él, pero ella probablemente tenía un novio y pensaron que era más seguro y más fácil darle un golpe a mi marido en la cabeza y tirarlo en…

Él se le acercó.

—¡Basta, Chris!

—Sé cuántas son dos más dos, si tú no lo sabes, Freddie, y permíteme decirte algo…

No se lo dijo. Van Harn era un tipo muy rápido. Tenía manos nerviosas, brazos largos como látigos y un centro de rotación perfecto y exacto. La abofeteó tan rápido y tan fuerte que por un momento tuve la absurda idea de que había disparado con una pistola de pequeño calibre. El golpe la tiró de la banqueta. Cayó sobre la cadera, rodó sobre un hombro y terminó de bruces sobre la alfombra. Freddy fue hacia ella rápidamente, la dio la vuelta y la hizo sentar. Ella tenía los ojos bizcos. La zona del impacto estaba blanca como la leche. Yo sabía que se pondría rosa, luego roja y finalmente morada. Iba a estar torcida durante unos cuantos días. Un hilito de sangre le corría del lado de la boca hasta el mentón.

Él se sentó sobre los talones, le sostuvo la mano y dijo:

—Querida, cuando tu abogado te dice que te calles, podría haber una muy buena razón para ello. Entonces debes de aprender a quedarte callada cuando él te lo ordena.

—Freddy —dijo ella con voz quebrada.

La hizo ponerse en pie, la hizo girar en dirección a la puerta y le dio un empujoncito.

—Ve y acuéstate un rato, querida. Yo iré a saludarte dentro de un rato. Cierra la puerta, por favor.

Chris hizo lo que se le ordenó. Él se volvió hacia mí suavemente y dijo:

—Ahora vamos a ver dónde calza usted, míster McGee. ¿Simplemente quería entrometerse?

—Hacía mi deber de ciudadano.

—Su tipo me es conocido. El olor a dinero atrae a la gente como usted donde quiera que esté. No puedo imaginarme de qué modo podría urdir alguna estafa en esta situación. Así que dese por vencido y váyase a su casa.

—Usted también me es un tipo conocido. Vi la forma en que se anudaba la corbata. Muy rápida y minuciosa. Freddy el diligente atendiendo a otro cliente. Apuesto a que entra y sale de esa ropa con tanta frecuencia como una modelo.

Vi el relampagueo de ira en los ojos de Van Harn y tuve esperanzas de que me diera una oportunidad. Traté de parecer más pequeño y más lento de lo que soy. Finalmente sonrió y miró el delgadísimo reloj con pulsera de oro que le rodeaba la muñeca delgada y peluda.

—Con una audiencia a las cuatro no hay tiempo para juegos escolares, mi amigo.

—Ni lo habrá nunca, ¿verdad?

El súbito color que le subió a la cara le dio un aspecto más saludable, pero la consecuente palidez lo volvió verde-grisáceo.

—Creo que es mejor que se vaya, McGee. ¡Ahora!

Entonces me fui de ese sitio encantador. Felpa pálida, pantallas de seda, silloncitos de terciopelo, brocado, cristales de color imitación Tiffany, laca japonesa, dorados marcos de espejos. Algo así como una gran tienda exótica. Van Harn parecía tener alrededor de treinta, o apenas un poco menos. La mujer, bastante más. Eran adultos conscientes, consintiendo en juegos vespertinos en la cama desordenada, bajo la larga exhalación del acondicionador de aire.

Mientras daba marcha atrás llegó un camión de la compañía de teléfonos. Sonreí, lo saludé con la mano y me pregunté qué clase de recibimiento le harían. Suerte, socio. Debe de ser una línea de trabajo muy interesante.

Eran las cuatro menos cuarto. El Gremlin amarillo estaba suficientemente caliente como para cocer esmalte sobre cerámica. El volante estaba casi demasiado caliente para tocarlo. Dejé de preguntarme qué hacer después y anduve un par de kilómetros tratando de obtener un poco de fresco del viento caliente.

Encontré un centro comercial y descubrí que habían dejado algunos robles gigantes en el estacionamiento. Esto contraviene el juramento de todos los urbanistas de los centros comerciales. No le quitarás a tu proyecto ni siquiera un sitio de estacionamiento. Y aún más maravilloso, había un sitio desocupado debajo de un árbol, a la sombra. Mientras me bajaba del Gremlin, una abuela me sonrió desde las profundidades azules de su Continental blanco con aire acondicionado.

Encontré teléfonos, públicos en una gran farmacia Eckerd; los teléfonos estaban medio escondidos detrás de enormes pilas de mercancías.

En el Holiday Inn tenían una Susana Dobrovsky registrada en la habitación número 30, pero no contestó al teléfono. Busqué en la guía a Webbel, que había conducido el camión. Había alrededor de quince, pero ningún Roderick. Me pregunté por qué Susan Dobrovsky se alojaría en el Holiday Inn y no en el apartamento de Carrie. Recelosa, quizá. Pero más tarde o más temprano tendría que decidir qué hacer con las pertenencias personales de Carrie. Eso me hizo pensar en arreglos personales; entonces busqué el número de la empresa fúnebre Rucker y pedí hablar con miss Susan Dobrovsky. Después de una larga espera el hombre volvió al teléfono y me dijo que miss Dobrovsky estaba ocupada con míster Rucker padre. Le dije que le dijera que me esperara allí. Que esperara a McGee allí mismo.

La empresa fúnebre Rucker pertenecía a la era del yeso naranja y los ladrillos de cristal. Tenía arcadas y falsos arabescos a lo largo del borde del techo plano. Un hombrecito negro limpiaba desganadamente un coche fúnebre estacionado en la entrada lateral. Había una gran extensión de cemento al lado donde sin duda se alineaban los cortejos. Vi el brillante Datsun naranja de Carrie en el estacionamiento al otro lado del edificio. A un lado de la funeraria había un Banco de ahorro y préstamos, y del otro, un lavadero de autos, cerrado. Estacioné mi Gremlin amarillo junto al Datsun naranja, preguntándome si el abrasivo industrial estaría aún en el portaequipajes. Los brillantes colores se gritaban el uno al otro.

Susan estaba sentada en un banco de mármol en el salón junto a la puerta de entrada. Se parecía lo bastante a Carrie como para que la pudiese identificar en seguida. Era una versión de Carrie más alta, más joven y suave. Vestía un traje sastre gris oscuro, un sombrerito redondo. Llevaba bolso y guantes blancos. Tenía los ojos hinchados y rojos. Se la veía deprimida y exhausta. Pero era una mujer extraordinariamente atractiva.

—Me alegra conocerle, míster McGee.

—¿Le escribió Carrie sobre mí?

—No. Sólo… me llamó por teléfono hace más de una semana, una noche a eso de las diez. Iba a irme a dormir. Habló durante una hora entera. Le debió de costar una fortuna. Estaba rara. No hacía más que reírse y decir tonterías. Quizá estuviese bebiendo. De todos modos me hizo buscar lápiz y papel y anotar lo que debía de hacer para comunicarme con usted. Dijo que si le pasaba cualquier cosa a ella, era importante que me pusiera en comunicación con usted, que podía confiar en usted, que usted era una buena persona.

—Carrie pertenecía a una minoría leal, miss Susan.

—No… no sé qué hacer con respecto a esto —dijo.

Sacó de su oscuro bolso de plástico una hoja de papel con membrete y me la dio. Era papel pesado de color crema, y el detalle de la cuenta había sido impreso impecablemente con máquina eléctrica de cinta carbónica. Sumaba 1.677,90 dólares. Incluía toda clase de honorarios por preparativos y honorarios por servicios y excesivos honorarios por el depósito del cadáver. Incluía un ataúd de 416 dólares, con impuestos, e incluía honorarios por embalsamamiento, honorarios por cremación, honorarios por certificado de defunción.

—Carrie quería ser cremada. Hasta consta en su testamento. No puedo pagar todo esto. Míster Rucke tiene una especie de solicitud de crédito que quiere que firme. Parece muy amable… pero…

Comportándome en forma muy enérgica con un tipo de cara gorda y pálida conseguí una audiencia con míster Rucker padre. Si uno afeitara a Abe Lincoln y le pusiera un espeso postizo blanco a lo César, y le dejara las cejas negras, se conseguiría un duplicado bastante aproximado de Rucker, sentado ahí en perpetuo crepúsculo, detrás de su gran escritorio de nogal.

Su voz era queda, amable, personal.

—Estaré encantado de revisar la cuenta con usted, señor, renglón por renglón. Déjeme añadir que me alegra que la señorita tenga alguien que la ayude en este mal momento.

—¿Podemos discutir el ataúd primero?

—¿Por qué no, si lo prefiere? Es muy económico, como puede ver.

—La difunta va a ser, o ha sido, cremada.

—La cremación tendrá lugar esta tarde, pienso. Puedo confirmárselo en seguida.

—Entonces no hace falta un ataúd.

Sonrió dulce y tristemente.

—Ah, muchas personas tienen esa falsa impresión. Es un reglamento, señor.

—¿Qué reglamento?

—Del Estado de la Florida, señor.

—Entonces, ¿tendría la bondad de mostrarme las ordenanzas pertinentes?

—Créame, señor, es práctica habitual y…

—¿Las ordenanzas?

—Puede no estar especificado en la ley palabra por palabra, pero…

Estiré la mano, cogí el lápiz que había en su escritorio y tracé una gruesa línea negra sobre el ataúd y dije:

—Ahora bajamos a mil doscientos sesenta y uno con noventa. Veo que ha cobrado por embalsamamiento.

—Por supuesto. Y se necesitó mucho trabajo de cosmetología. Había severas heridas faciales que…

—No fue pedido y no es exigido por la ley antes de la cremación.

Me dirigió una sonrisa beatífica.

—Me temo que no puedo aceptar su juicio en estos asuntos, señor. Debo de consultarlos con la hermana de la muerta. Debemos de presentarle la cuenta. Le debo de advertir que ésta es una situación muy difícil para ella, este mísero argumentar sobre la cuenta…

—¿Es más fácil para ella aceptar y pagar?

—Es una ocasión muy triste para ella.

—Espere aquí mismo —dije.

Salí y me encontré a Susan en el banco del salón. Me senté a su lado y le dije:

—Podemos reducir esta cuenta en mil dólares, pero él piensa que sería una experiencia tan triste para usted regatear sobre el precio, que deberíamos de dar el visto bueno y pagar. ¿Qué piensa?

Por un momento no supo qué hacer. Luego vi que el tierno mentón se endurecía y vi que entrecerraba los ojos.

—Sé lo que diría Carrie.

Míster Rucker padre se puso en pie detrás de su escritorio cuando entré con Susan Dobrovsky.

—Siéntese, querida. Trataremos de hacer esto tan discretamente como podamos.

—¿Qué es esta porquería de querer cobrarme mil dólares de más? —dijo ella con voz chillona, estridente y perentoria.

Lo cogió de sorpresa, pero se recobró en seguida.

—No me entendió bien. Por ejemplo, puede ser que no sea absolutamente necesario que compre un ataúd, querida, pero creo que sería una grave falta de respeto hacia su hermana dejarla… tirada en la cámara crematoria como si fuera… basura.

Ella apretó los puños sobre el escritorio y se inclinó acercándose más a él.

—¡Esa no es mi hermana! ¡Ese es un cuerpo! ¡Eso es basura! Mi hermana no está ahí y no hay ninguna razón para que usted… trate de hacerme adorar el cuerpo vacío, maldito sea, viejo muerto de hambre.

Él dio una vuelta alrededor del escritorio, su cara tan inmóvil como una máscara mortuoria, y dijo:

—Perdonen. Voy a hacer que vuelvan a computar esta cuenta. Llevará sólo unos minutos.

Salió por una puerta lateral. Cuando la abrió pude oír el lejano ratatá de una máquina de escribir eléctrica. Cuando la cerró, Susan se echó en mis brazos ciegamente. Apoyó la cabeza en mi hombro y dio tres profundos sollozos angustiados; luego se rehízo, se separó de mí, se sonó con un pañuelo de papel y trató de sonreír.

—¿Estuve bien? —preguntó.

—Estuvo maravillosa.

—Traté de imaginarme que era Carrie y que la que estaba muerta era yo. Ella nunca se hubiese dejado embaucar. Estaba tan confundida cuando antes me dio la cuenta…

—¿El servicio fúnebre va a ser aquí?

—Oh, no… Betty Joller lo organiza. Va a ser en la playa, frente a la casa de la calle Mangrove donde Carrie vivía antes.

Rucker padre volvió al cuarto e intentó darle la factura nueva a Susan. Me interpuse y la cogí. Era mucho más específica. Llegaba a 686,50 dólares. Noté que había incluido una urna de 60 dólares, 62,40 de impuestos. Estuve tentado de tacharla, pero decidí que era mejor dejarle una pequeña victoria.

—Aquí están los anillos de la muerta —dijo, extendiendo un sobrecito de papel de estraza. Susan vaciló y también lo cogí y lo deslicé en el bolsillo de la camisa.

—Habrá que hacer arreglos satisfactorios sobre el pago —dijo el hombre.

Saqué la cartera y conté siete billetes de 100 dólares sobre el escritorio.

—Necesitamos 13,50 de vuelta y que certifique la factura, míster Rucker.

Expresó su opinión observando muy detalladamente cada billete, de atrás y delante. Sacó el cambio de su propio bolsillo y firmó la factura. Pagado. B. J. Rucker.

—Pueden venir a buscar la urna aquí mañana por la tarde entre la una y las dos —dijo.

Asentí. No hubo despedidas. Salimos.

Fuera, en el resplandor del estacionamiento, Susan se tambaleó contra mí y se apoyó pesadamente en mi brazo mientras andábamos. Sacudió la cabeza, se enderezó y alargó el paso.

—Me tuvo que llevar ahí dentro y hacer que la viera —dijo—. Pensé que había un error. La cara ni siquiera tenía la forma correcta. Parecía como si fuese de cera. Me mostró que el interior del ataúd estaba forrado de seda, la clase que me vendía. ¿Lo habría hecho quemar realmente o lo habría guardado para el próximo?

—Creo que B. J. lo hubiera hecho quemar.

Los últimos rayos de sol habían extendido la sombra de los árboles sobre nuestros dos autos brillantes. Antes de abrir su Datsun se dio la vuelta para mirarme y dijo:

—Sobre ese dinero, podré…

—Era suyo.

—¿Qué quiere decir?

—Se lo debía a Carrie.

—¿Es cierto? ¿Es realmente cierto?

—Realmente cierto.

—Cuánto la debía.

—Es una larga historia.

—Bueno, me gustaría saberla.

—Ella le dijo que confiara en mí.

—¿Sí…?

—Confíe en que no se lo diga ahora y confíe en que hay muy buenas razones para no decírselo. ¿De acuerdo?

Me miró durante un buen rato y luego asintió levemente.

—De acuerdo, míster McGee.

Tenía el pelo largo y unos cuantos tonos más oscuros que la mata cortita y plateada de Carrie. La cara era tan redonda como la de Carrie; los pómulos, altos y pesados, pero los ojos tiraban a eslavos y eran color verde mar grisáceo.

Traté de que me llamara Trav y después de tres veces le fue más fácil y sonrió.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

—Bueno, pienso que hasta que el abogado diga que puedo volver a New Jersey. Tengo que ordenar todas las cosas de ese apartamento. Está tremendamente desordenado. Alguien forzó la puerta, rompió los muebles y las alfombras y vació todo sobre el suelo.

—¿Cuándo ocurrió?

—Están ocurriendo tantas cosas… Confundo las fechas. Ella murió el miércoles por la noche. Betty Joller estaba en la cama y lo oyó en las noticias de las once. Como Betty era su mejor amiga, se vistió y fue al apartamento pensando que mi número de teléfono estaría en la agenda de Carrie en algún lado, y que me debía de avisar. Betty tiene una llave del apartamento que le dio Carrie. Betty llegó al apartamento alrededor de medianoche y estaba tan revuelto que tardó media hora en encontrar mi número de teléfono. Lloraba tanto que no podía entender qué trataba de decirme. Y cuando me dijo… bueno, fue como si se me viniese el cielo encima. Carrie era siete años mayor, y la vi sólo una vez en los últimos seis años, cuando volvió de Nutley hace cinco años para el funeral de mamá. No tenía idea de que lo sentiría tanto. Calculo que es porque era el último familiar cercano que me quedaba. Hay algunos primos, pero no los he visto desde que era una niña.

—¿Se lo comunicó Betty Joller a la policía?

—Realmente no lo sé. Calculo que lo habrá hecho. Quiero decir, lo normal sería comunicárselo a la policía. Se lo dije al abogado, y me preguntó si podía denunciar el robo de alguna cosa específica, y le dije que quizá Betty pudiera calcular qué faltaba, pero yo no podía saberlo.

—¿Quién es tu abogado?

—Es un amigo de una de las chicas que vive en la calle Mangrove, número 28. Siempre olvido su nombre. Pero tengo su tarjeta. Mira. Frederick Van Harn. Sólo tiene que poner en orden lo relativo al testamento y el auto y todo eso. Pienso que estará bien porque es quien hizo el testamento. Después de romper con Ben, Carrie quiso asegurarse de que él no recibiría ni un centavo de ella si le pasaba algo. Ben también estuvo en el funeral hace cinco años, pero no lo recuerdo en absoluto —miró el reloj—. Eh, tengo que irme. Betty me va a venir a buscar al hotel y vamos a organizar todo lo de mañana. ¿Vendrás, no?

—Por supuesto.

Ella se fue y yo volví a Westway Harbor.