Diez

DIEZ

—¡Bienvenido! —dijo Meyer.

—Gracias. ¿Qué pasó con el «Flush»?

—Flota.

—Realmente ¿cómo está?

—No hay nada que unos diez mil dólares no puedan arreglar. No te preocupes por eso.

—¡Por Dios! ¿Qué es lo que quedó?

—Te digo que no te preocupes. ¿No eres tú quien habla mucho sobre cómo las posesiones nos tienen esclavizados? Las cosas bonitas son cadenas y grilletes.

Me puso melancólico. Podía ver un casco inclinado a la deriva lleno de grandes agujeros, con hilos de humo que salían de las ruinas interiores. Y me preocupaba que me importara tanto. La pérdida importante era la muerte de esa muchacha. Seccionada por la mitad. En dos pedazos. Un despilfarro tan grande y amargo.

Me di cuenta de que si el «Flush» se hubiese perdido totalmente, si se hubiese quemado hasta la línea de flotación y hundido, me hubiese podido ajustar más fácilmente que a la incertidumbre. Las burbujas y los juguetes deben de desaparecer, no convertirse en rotos desperdicios.

Meyer se sentó junto a la cama. Parecía una lechuza aprensiva cuando dijo:

—No hacía más que preguntarme continuamente qué diablos haría si no te despertabas. Hay gente que está en coma durante años. Parece que tienen familiares que los cuidan.

—Te podías ver atado.

—Me veía andando con paso vacilante hasta la farmacia y diciendo: sí, todavía duerme. Lleva diecinueve años. Deme un poco más de ese mejunje para las úlceras que tiene por estar en cama.

—Mira, se me borraron todos los recuerdos a partir del paseo del sábado por la tarde. Háblame sobre Joanna.

Me habló. Yo no podía convencerme de que era real. Me fue más fácil imaginar que el funeral era real. Hicieron lo mismo que para Carrie. Una chica menos en traje largo para tirar las flores. Adiós, mi hermana Joanna. El padre de ella, viudo, había asistido, lleno de indignación y rigidez ante una ceremonia tan informal y pagana. Pero, dijo Meyer, la ceremonia le ablandó rápidamente y lloró con el resto. Le aflojó las adherencias del corazón, liberándole de otros rituales.

—Estamos perdiendo demasiadas chicas —dije a Meyer.

—Tú agregaste una.

—Um. ¿La activa enfermera?

—No. Cindy Birdsong. Ha pasado mucho tiempo aquí, de modo que hubiese alguien contigo cuando te despertaras. Estaba segura de que lo harías. Y va y se lo pierde por un par de minutos. Se fue un rato antes de que salieras de la inconsciencia, aparentemente. Está ahí fuera ahora, esperando su turno.

—¿Por qué la devoción?

—No sé. Algún tipo de penitencia, quizá. O quizá sea la clase de persona que necesita alguien por quien preocuparse. Cal no está. Tú estabas en su atracadero cuando nos hicieron volar.

—¿Qué te pasó a ti?

—Me torcí un poco la espalda, y tengo el hombro dolorido y un oído inútil.

—Así que hoy es jueves, todos insisten en decirme seis de junio, insisten en decirme y son seis días perdidos de mi vida, y ¿qué cosas útiles has hecho tú durante esos seis días? No me gusta estar aquí, Meyer. Quiero ir a casa. Cada vez que me hace volar una bomba tengo el mismo sentimiento. Vamos a casa.

—Esa cabeza vendada te da un aspecto extraño. Es como un turbante. Lawrence de Arabia, o algún maldito mercenario. Eres bastante oscuro como para ser árabe, pero los ojos claros te dan un aspecto muy salvaje de algún modo.

—Meyer, ¿qué descubriste?

—Oh. ¿Mientras estuviste inconsciente? Déjame pensar. Oh, sí. Es un bonito hangar ése que tienen en el campo. Construcción tipo prefabricado. Es donde reparan y mantienen la maquinaria de la propiedad. Hay un equipo para carga lenta de baterías y un carrito para baterías para reforzar las del avión cuando lo hacen arrancar en frío. Hay un depósito de gasolina de cinco mil litros y una bomba para cargar el aeroplano y los vehículos. Hay unos seis empleados allí, lo que significa una muy buena nómina de trabajadores. ¿No te parece?

—¡Meyer!

—¿Se supone que te puedes sentar así? Ah, así está mejor. De acuerdo. Travis, tiene… —hizo una pausa y sacó su pequeña libreta de bolsillo y pasó las hojas, gruñendo de tanto en tanto.

—¡Meyer!

—Tiene un Beechcraft Baron, designación B cincuenta y cinco. Tiene dos motores Continental de doscientos sesenta caballos de fuerza, designación Diez setenta y cuatro L. El fuselaje tiene diez metros de largo, y la envergadura de las alas es de once metros con treinta y cinco centímetros. A una altura de tres mil ciento cincuenta metros, y a una velocidad de vuelo de trescientos cincuenta kilómetros por hora, con capacidad de combustible opcional de quinientos litros, puede llevar dos personas y más de cuatrocientos kilos de carga a una distancia de los dos mil quinientos kilómetros, menos un diez por ciento de factor seguridad, lo que nos da dos mil trescientos kilómetros. Tiene piloto automático y muchas otras cosas que no anoté. Lo compró usado hace un año por setenta y cinco mil dólares. Financiado. Tiene capacidad para cuatro personas. Es blanco con una línea azul.

Le miré fijamente.

—¿Y fuiste hasta allí y entraste en el hangar?

Me devolvió la mirada.

—Me gustaría poder decir que sí.

—¿Qué hiciste?

—Me recordaste que fuera cauto cuando miré debajo del Datsun.

—¿Qué hiciste?

—Hice lo que hacen los economistas. Fui a la biblioteca. Y después de buscar durante dos horas encontré un artículo sobre Van Harn y su establecimiento en una revista llamada Florida Ranchorama. Tenía una fotografía del hangar, con el avión dentro. Luego fui al aeropuerto, a la zona de los aviones particulares, y hablé con algunos mecánicos sobre aviones. Hice algunas preguntas y escuché un montón de cosas. Descubrí más cosas sobre aviones de las que me importa saber.

—Estuviste muy bien, viejo.

—¿Debo sonrojarme y sonreírme tontamente?

—Siempre que sea breve. Me fastidian los sonrojos y las sonrisas estúpidas en un viejo, si duran mucho tiempo.

—Parece que no puedes dejar de bostezar.

—Por alguna incomprensible razón estoy muerto de cansancio, y estoy muerto de hambre. Nunca me sentí tan vacío.

Logramos atraer a la alegre vieja enfermera, que dijo que la cocina estaba cerrada y luego se fue a consultar con el doctor Owings para ver si estaba bien que Meyer trajera comida de fuera. Dijo que estaba bien y que nos daba permiso porque yo estaba en un cuarto privado.

Cuando Meyer se fue a hacer su recado eran más de las once. Y no supuse que mistress Birdsong estuviese esperando hasta tan tarde. Pero estaba. Entró, y el brillo de su sonrisa le transformó la cara de sombría en hermosa. Dio la vuelta a la cama y se sentó en la silla y luego se puso en pie otra vez. Un momento embarazoso.

—Por favor, siéntese —dije.

—Estoy tan acostumbrada a sentarme aquí mismo sin…

—No necesita invitación realmente. Meyer me dijo qué fiel ha sido.

Ella se había sentado otra vez en el borde de la silla. Vestía ajustados pantalones caqui, desteñidos casi hasta el blanco. Una camisa marrón con botones plateados. Apretaba una cartera marrón de cuero con las dos manos. Tenía una sombra de lápiz de labios, pero nada más. Cuando bajaba la cabeza, si el suave cabello oscuro hubiese caído hacia delante, le hubiese suavizado la expresión, si no fuera porque lo tenía cortado tan desesperadamente corto. En modales y apariencia era como si estuviese tratando de negar su femineidad, o quizá estuviese tan perspicazmente consciente de sí misma, que supiera que cualquier intento por negarla sólo la enfatizaría.

—Fiel —dijo, dándole un énfasis amargo a la palabra—. Seguro que sí. Calculo que sí. Yo… no quería que se despertase y no tuviera a nadie cerca para decirle qué había pasado. Pero no estuve para eso… tampoco.

—Se lo agradezco. Quizá fuese bueno tener alguien cerca. Creo que la gente no está nunca totalmente cien por cien inconsciente. Creo que siempre están conscientes hasta cierto punto de lo que ocurre a su alrededor. Creo que sabía que estaba aquí.

—¿Cómo podía saber que era yo?

—Quizá sólo que había alguien que se preocupaba.

—Preocupaba. Sí, esa palabra está bien, míster McGee. Se preocupaba si usted se movía o vivía. Acepto esa palabra.

—Se la regalo.

Sonrió y otra vez la transformación, pero la sonrisa no duró lo suficiente. Se sonrojó visiblemente y dijo:

—No pensé que fuera difícil hablar con usted cuando se despertase.

—¿Es difícil?

—Bueno, no sé qué decir. Enterramos a mi marido el lunes. Tomé otra persona. Con Jason, Oliver y el hombre nuevo, Ritchie, todo puede continuar… como antes. Después que la gente del seguro le comunicó a Meyer que usted no estaba cubierto, aceptó que le dijera a los muchachos que trabajaran en su casa flotante cuando tuvieran tiempo.

Me senté en la cama.

—Estoy cubierto.

—Contra muchas cosas sí. Si hubieran explotado los depósitos, sí. Contra hundimientos o colisiones o incendios o encallamiento. Pero no en casos de que alguien traiga una bomba a bordo; contra eso no está cubierto. ¿Debe estar sentado tan derecho?

Me acosté otra vez. Ella estiró el brazo y me dio una rápida palmadita tímida en el brazo.

—Lo hacen durante su tiempo libre; por tanto, sólo le estoy cobrando los materiales.

—No fue culpa suya.

—No sé. A veces pasan cosas que una persona pudo haber evitado.

—Y la gente puede responsabilizarse de demasiadas cosas. Si hubiese hecho esto… o eso… o lo otro, entonces quizá esto, o eso o lo otro no hubiese ocurrido. El síndrome de la madre universal.

Lo meditó.

—Creo que soy algo así.

Bajó la cabeza y apartó la vista, olvidada de mí, perdida en la nebulosa de su mente. Era una cara fuerte y franca, pura, triste y eterna, como la cara de un monje joven en un dibujo antiguo. Era sombría y apasionada, retraída y sin embargo intensamente interesada en el mundo que la rodeaba. La curva de los labios, la forma del cuello, los ojos, todo hablaba de fuego y de una necesidad cuidadosamente contenida, oprimida bajo una despiadada disciplina.

Meyer volvió. Ella se puso en pie para irse, pero él también había traído comida para ella. Meyer dijo que no había sido fácil conseguirla a esa hora de la noche. Hamburguesas con queso, dentro de cajas cuadradas de cartón, todavía calientes. Había comprado seis y un cartón de leche y dos de café. Meyer se sentó a los pies de la cama. Yo estaba seguro de que podría comer tres. Estaba famélico. Sin embargo, todo lo que pude hacer fue terminar la primera. Bebí la leche. Me desplomé. Pensé cerrar los ojos sólo por un momento. Los oía hablar, y las voces me sonaban extrañas, como si fuera un niño otra vez, medio dormido en el asiento de atrás mientras los padres hablaban juntos en el asiento delantero. Cuando la pequeña enfermera de pelo blanco me despertó para preguntarme si quería una pastilla para dormir, Meyer y Cindy se habían ido y el cuarto estaba oscuro. Oí una sirena a lo lejos. Me di la vuelta para seguir durmiendo y volver a mis sueños.

El viernes a las once y media el doctor Hubert Owings me cambió el vendaje de la cabeza por uno mucho más pequeño, sin aspecto de turbante. Me revisó de arriba a abajo y me dio de alta. Hablé por teléfono con el atracadero y atendió Jason, que llamó a Meyer. Meyer dijo que vendría a buscarme en media hora. Le pedí que trajera dinero y ropa. La ropa que tenía puesta cuando llegué estaba demasiado manchada por la sangre de Joanna como para pensar en volver a usarla.

Pedí prestado un gorro de baño y me di una ducha. Meyer llegó y anunció que se había detenido en la administración y pagado mi rescate, y le había dado el comprobante de mi libertad a la enfermera del piso. Me puse en pie demasiado rápidamente y me sentí mareado. Debí de sentarme durante algunos minutos antes de poder vestirme. Meyer estaba preocupado por mí.

—Hubert dice que estoy bien. Una severa conmoción. No hay fractura. Salí de esto bien, dice. Si empiezo a tener mareos debo de volver para observación. Tienen pocas camas, si no, me tendrían aquí más tiempo.

El mundo parecía raro. Había pequeñas aureolas alrededor de los bordes de los árboles y edificios. Respiré profundamente. Es extraño dormir durante cinco días y cinco noches y que el mundo siga dando vueltas sin uno. Exactamente del mismo modo en que continuará haciéndolo después que uno se muera. El amplio y activo mundo ocupado en balancear neumáticos, cambiar pañales, lavar ventanas, bailar en las fiestas campestres, andar en bicicleta, hurgarse la nariz, y aplastar insectos, continuará alegremente. Si nunca se dieron cuenta de la presencia de uno, no van a desesperarse por la ausencia.

Mientras íbamos hacia el atracadero, Meyer me dijo que Cindy Birdsong había hecho arreglos para que yo tuviera una habitación en el motel, junto a la de ella. No podría descansar en el «Flush» con ese ruido de martillos y sierras. Se suponía que debía descansar mucho. La medicina me daría sueño. Dije que era una sarta de estupideces.

Pero cuando bajé del auto perdí las esperanzas de poder ir a mirar el barco. Reservé todo lo que me quedaba para la inmensa tarea de ir a los tropezones hasta el motel y dejarme caer en la cama a la que me habían guiado Meyer y Cindy.

No me desperté para el almuerzo, sino que seguí durmiendo hasta las cinco. Me puse los zapatos, me abroché el cinturón y emprendí el largo camino hasta el «Flush». El sol estaba aún alto y fuerte. Oí la sierra eléctrica mucho antes de reconocer a quien la estaba usando, Jason, bronceado y sudando, estaba cortando a medida una resistente madera terciada para barcos. Soltó el gatillo de la sierra, la puso sobre la hoja sin cortar y me tendió la mano.

—No está tan mal, míster McGee.

—Tampoco mi barco.

—No tan mal del lado de fuera hasta que se nota que destrozó todos los ojos de buey del salón. No está tan bien allí.

—¿Sabe cómo hacer… lo que está haciendo?

—¿Le pone nervioso? Puedo cortar terciado a medida, por todos los Santos. Lo importante es tenerlo cerrado antes de que llueva otra vez. Estamos en la estación de las lluvias ahora. Fijé las dos crucetas, esas vigas. Estaban astilladas. Corté las partes destrozadas y clavé partes nuevas. Está bien ahora. Más fuerte que antes.

—En caso de que reciba otra bomba de regalo.

—Nadie por aquí hace chistes sobre eso.

—Lo siento.

—Joanna era una buena persona. No como Carrie, pero buena. Quiero decir que no hacía falta que nadie la hiciera volar en pedazos.

Subí a bordo por la escalerilla lateral. Todavía quedaba un agujero, un amplio rectángulo de 60 centímetros por un metro cincuenta. Había terciado nuevo sobre una zona de por lo menos cuatro metros ochenta por nueve metros, la mayor parte de la cubierta principal. Jason subió con el último pedazo y lo colocó en su sitio. Calzaba tan justo, que tuvo que saltar sobre él para hacerlo entrar. Se arrodilló sobre la madera y sacó los clavos de su delantal de lona y los clavó expertamente. Me tiró uno. Tenía una vuelta como un tornillo, y era galvanizado y fuerte.

—Estos no se van a salir —dijo.

—Está haciendo un buen trabajo.

—Tanto Ollie como yo pensamos que lo estamos haciendo bien. Él hizo parte de esto. Lo que tengo pensado hacer es calafatear esas juntas con un compuesto de resina antes de colocar la nueva plancha de vinílico. No combina exactamente con ésta, pero se le aproxima. Aquí hay una muestra. ¿Es bastante parecido?

—Nadie se va a dar cuenta. ¿Qué hay sobre los ojos de buey?

—Ese es otro cuento. Conseguí un tipo para que venga a hacer un presupuesto mañana. A las diez, si es que quiere estar presente.

Le dejé con su martillo y bajé a la sentina de proa. Me llevó treinta segundos asegurarme de que nadie había localizado mi escondrijo entre las dos partes del falso casco doble, ni aun el impresionante Harry Max Scorf. Controlé si estaban las tres armas. Si Scorf las encontró, había tenido el sentido común de dejarlas donde estaban, todas legales.

El salón tenía un aspecto lamentable. Estaba húmedo como un pantano y ya mohoso; un sedimento gris verdoso se extendía sobre el alfombrado. El sofá amarillo estaba tirado con las patas en el aire, un mamut muerto de épocas prehistóricas. Fragmentos y astillas de la mesa y las sillas estaban desparramados por todos lados y en gran cantidad. Una gran astilla emergía del centro exacto de un altavoz estéreo. Otra había agujereado un cuadro que apreciaba mucho, exactamente entre el Syd y el Salomón de la firma del pintor, en el rincón inferior derecho. Había gruesas manchas marrones de sangre seca. Había un olor químico, como de extintores y amoníaco. Meyer entró apresuradamente.

—¡Hola! ¿Debieras estar dando vueltas así?

—Estoy dando vueltas llorando.

—Lo sé. Lo sé.

—¿Los cables también están embrollados? ¿Funciona el aire acondicionado?

—Al principio se cortaban los circuitos continuamente, y me di cuenta de que era la lámpara que solía estar en el soporte de ese lado. Le rompió la parte de dentro. Pero ahora funciona todo.

—Entonces, en vez de dejar que esto se pudra, vamos a conseguir una hoja de Pliofilm y fijarla con grapas sobre los ojos de buey y poner en marcha el aire acondicionado para empezar a secar esto. Y vamos a enrollar la alfombra y hacer que se la lleven.

—De acuerdo. Pero ahórrame el nosotros. Vete y descansa.

—¿Hay hielo?

Había. Junté un poco de Plymouth en un jarro, lo llevé arriba y me senté en el puente de mando; lo sorbí mientras contemplaba el sol hundiéndose al otro lado de Florida. Ese trago realmente me aporreó. Tuve que prestar especial atención en el camino de regreso al motel. Cada paso era un problema de ingeniería. Me habían empezado a chillar los oídos.

Cindy me oyó y abrió la puerta de comunicación y se quedó mirándome. Me di cuenta de que mi aspecto era notoriamente desastroso, y de que había visto esto demasiado a menudo durante su vida de casada.

Sacudió la cabeza.

—Travis, por Dios. Siéntese, o se va a caer.

—Muchísimas gracias.

—¿Tiene ganas de vomitar?

—No creo. Muchísimas gracias.

—Aquí. Ponga las piernas sobre la cama. Déjeme quitarle los zapatos.

—Muchísimas gracias.