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-Capitán Alejandro Fuentes -Con paso decidido, Machado cruzó el humo y los fragmentos de madera de la puerta que acaba de estallar, seguido de cerca por su sicario Neandertal. Tras ellos, docenas de figuras negras y verdes ingresaron en el departamento.

Sobre la mesa, todavía sin ensamblar, se encontraban los instrumentos necesarios para interferir las ondas radiofónicas. Los conspiradores habían invertido el dinero de la anciana en la adquisición de esa arma final de subversión. La antena le permitiría al capitán interrumpir la transmisión del discurso del Comandante y anunciar el derrocamiento. Todo lo que necesitaba era una línea de visión despejada hasta los camiones de transmisión de las cadenas que estuvieran cubriendo el foro juvenil revolucionario. Machado caminó hacia el escritorio y levantó una hoja impresa de papel: una orden de arresto. La leyó cuidadosamente. Éste era el epicentro de una conspiración que, según creía el teniente, se extendía por el movimiento estudiantil, el ejército e incluso los burócratas. La prueba de su poder, decía el texto, sería un corte de energía total que ocurriría a las ocho en punto. Cuando la energía regresara, se ejecutaría la orden.

-Queda bajo arresto por traición y conspiración para matar al Comandante. Póngase de pie. -Quispe tomó del cuello de la camisa al capitán de la armada y lo obligó a pararse. - No merece siquiera un tribunal militar. Va a sufrir. Va a decirnos todo lo que sabe. Y luego va a morir. La única decisión que le queda es cuán doloroso y largo será este proceso. Quispe estará a cargo de su confesión. Y para serle sincero, le agrada su trabajo.

Alejandro permaneció en absoluto silencio, con la mandíbula tensa. Temblaba, quizá de miedo, quizá de ira, quizá a manera de desafío. A Machado le daba igual. Sus instrumentos de persuasión solían ser eficaces y a la larga, todos hablaban.

-No tenemos piedad para los traidores en la nueva Venezuela. -Machado levantó la mano y descargó un golpe sobre el rostro del capitán. Su anillo de oro hizo un corte profundo en la mejilla del condenado. El golpe bastó para que Alejandro se desplomara. La sangre manaba de su nariz y su boca.

-Espera a ver lo que tenemos preparado para ti -fueron las únicas palabras de Quispe. Su voz ronca sonaba lejana, como si proviniera de las más oscuras profundidades. Una sonrisa cínica y perversa, sin rastro alguno de felicidad, apareció en los labios del cavernícola.

* * *

En el aeropuerto, Freddy estaba sentado en el medio de un círculo que se había formado a su alrededor: un grupo de jóvenes que buscaba aliviar la miseria de la culpa mediante la compañía de los otros. -Los felicito por lo que han hecho esta tarde -dijo, con una voz sin emoción alguna-. Sus familias estarían orgullosas.

A su alrededor, los rostros mostraron una expresión ligeramente más alegre. Los jóvenes estaban cubiertos de sangre, sudor y tierra. Una de las muchachas había vomitado en el camino de regreso y había manchado el rostro del Che de su camiseta. Un joven se había arrojado al pie de un árbol, apenas una pila de huesos y tela en busca de refugio del sol de la tarde. Se miraron los unos a los otros y vieron ojos enrojecidos, rostros mugrientos y manos cortadas y amoratadas.

Freddy sabía que debía continuar hablando, sin importar qué. Hasta el silencio más breve tendría una connotación malevolente. -Bueno, mis leales amigos -dijo levantando la barbilla y conteniendo las lágrimas-, lo que esos oligarcas intentaron hacer es terrible.

Estaba ensayando su versión de los hechos, en un intento de que sonara creíble. Después de todo, tendría que utilizarla por el resto de su vida. -No puedo creer que nos hayan atacado así, sin más. Ustedes se defendieron. Y defendieron la revolución. Deberían sentirse orgullosos. Había personas muy peligrosas en esa marcha. Gerónimo me dijo que en ocasiones incluso muere gente. -Miró en derredor en busca del apoyo de su amigo, pero el muchacho había desaparecido nuevamente.

Los jóvenes asintieron en silencio, agradecidos por su alteración de la historia. -La nobleza no implica necesariamente estar completamente limpio. La nobleza consiste en poder defender la tierra que uno tiene bajo las uñas. -Freddy estaba intentando superar la culpa con una perogrullada que sonara convincente.

El sol estaba comenzando a ponerse. Eran las seis y media y sólo faltaba una hora y media hasta la llegada del Comandante. Freddy se puso de pie, se desperezó y se abrió paso por la multitud con la intención de llegar tan cerca del escenario como le fuera posible. Pero la concurrencia era tal que apenas pudo avanzar. La muchedumbre había regresado de la marcha y estaba esperando pacientemente la aprobación del líder. Freddy se tapó la nariz. Se le dificultaba respirar entre la multitud de manifestantes gordos y sudorosos. La mezcla letal de transpiración, agua de colonia y olor corporal era abrumadora, y el hedor de la cerveza rancia y de los perros calientes generaba una pestilencia insoportable.

Freddy se sentía muy infeliz.

* * *

En la compañía eléctrica nacional, el señor Randelli estaba sudando profusamente. No podía creer lo que iba a hacer. Temblaba de miedo y sus ojos estaban inyectados en sangre. Sentía que estaba a punto de echarse a llorar.

Miró el reloj. El segundero se movía muy, muy lentamente. Cada segundo duraba una eternidad, y durante cada una de esas eternidades el señor Randelli pensaba en su empleo, su familia, su vida. Su boca estaba completamente seca. No había comido nada en veinticuatro horas y estaba comenzando a sentirse débil.

Cuando la anciana, su antigua empleadora, le pidió ayuda con su plan, él se había negado, desde luego. No podía hacerlo. Tenía que pensar en su vida, en su familia. No era un hombre valiente y nunca había luchado por nada. Pero la mujer había insistido. Dijo que era su condición para ayudar a Pancho, que estaba segura de que el plan funcionaría y que nada podía salir mal. ¿Por qué se dejó convencer? Su estómago volvió a hacerse un nudo y el señor Randelli cerró los ojos, dolorido.

A las siete menos cinco, la puerta del cuarto de equipamiento se abrió bruscamente. El padre de Pancho se había convencido de que estaba solo y entró en pánico.

Quien entró fue su jefa. La boca del señor Randelli se secó por completo.

No era una amiga. Era la persona que lo supervisaba durante las marchas y su tarea consistía en espiar a los empleados. Aun así, siempre había demostrado cierta amabilidad y algo de compasión por él.

Miró al padre de Pancho y sacudió de manera casi imperceptible la cabeza. -Lamento informarle que tendrá que marcharse. Ya sabe por qué -dijo con aire despreocupado mientras escribía algo en su anotador omnipresente-. Además, se lo colocará en una lista negra que le impedirá recibir cualquier beneficio del gobierno. Eso incluye empleo, préstamos, seguro médico, pasaporte, dólares. Básicamente, lo que sea que le pida al gobierno no lo obtendrá. Su pequeño plan se descubrió. Espero que comprenda que es todo lo que puedo hacer para evitar que lo envíen a prisión. Les dije que usted era inofensivo e incluso que lo habían amenazado. Me debe su libertad.

Sacudió la cabeza nuevamente, miró al señor Randelli con ojos tristes y suspiró apenada. -Eso es todo. Váyase y ruegue que no le quiten su hogar. -Y con eso, lo acompañó hasta la puerta del edificio.

El único recuerdo claro que el señor Randelli tenía de aquel día era estar de pie en la acera, con la mirada fija en el pavimento. En sus brazos tenía una caja con todos los artículos de décadas de empleo: una gorra roja, una fotografía de su familia, un viejo reproductor de casetes y su lonchera. En derredor, los edificios brillaban con la luz que él había trabajado toda su vida para proveer. Luz. Siempre había estado orgulloso de su empleo. Daba luz y la luz era vida. En la oscuridad reinaban la ira y la muerte. Y ahora ya no era el proveedor de la luz. Era un simple hombre de mediana edad, gordo y calvo. Se sentó en el borde de la vereda y comenzó a llorar.

* * *

Doña Esmeralda no quitaba la mirada de su televisor y bebía trago tras trago. La espera le estaba resultando interminable. ¿Por qué no llegan las ocho? Miró al refrigerador. En el desayunador que tenía frente a ella había una cesta llena de empanadas –demasiadas empanadas–, hechas por Clarita, pero Esmeralda estaba demasiado nerviosa como para comer. El reportero se encontraba entre la concurrencia, frente al escenario vacío. Detrás de sus palabras podía escucharse el terrible estrépito de una música iracunda.

- ¿Qué le pareció la marcha? -le preguntó el reportero a una mujer con lápiz labial rojo, una remera roja, el cabello teñido de rojo y maquillaje rojo en el rostro. -Fue gloriosa. Finalmente les demostramos a esos oligarcas miserables que existimos y que somos más poderosos. Les demostramos que éste es nuestro país y ellos se pueden ir al demonio. -La mujer sonrió, exhibiendo sus dientes amarillentos y torcidos.

- ¿Y usted, qué tiene para decir acerca de nuestro Comandante? -el reportero se había acercado a un hombre en motocicleta cuya única respuesta fue hacer el saludo revolucionario y luego mostrar su dedo mayor. -Y éste es el saludo para ellos -dijo, y ambos hombres rieron.

Ya casi son las ocho, pensó doña Esmeralda. ¿Dónde está el Comandante? Continuó mirando la pantalla de televisión. De tanto en tanto, su mirada se trasladaba a la luz fluorescente y azulada que un joven ridículo se había atrevido a instalar en su casa. Si la luz se apagaba, significaba que el plan estaba marchando como esperaban. Vació de un trago su vaso, frustrada y ansiosa, y sostuvo frente a sí la costosa copa de cristal.

Sobresaltada por el timbre inesperado del teléfono, Esmeralda soltó la copa, que recorrió en cámara lenta la interminable distancia hasta el suelo. El cuarto se llenó del tintineo del cristal rompiéndose en miles de pedazos y el pequeño terrier huyó en busca de refugio, ladrando espantado. Es sólo el teléfono, se dijo Esmeralda mientras se dirigía a atenderlo e intentaba calmar el latido desenfrenado de su corazón. Pero una voz en su interior le decía que algo había salido mal. Miró su identificador de llamada y descubrió que el número era de Miami.

-Esmeralda -la voz agitada y aterrada del otro lado de la línea era la del general Gregorio-. Esmeralda, óyeme bien.

Inmediatamente, la sangre se heló en las venas de la anciana y la mano que sostenía el auricular comenzó a sudar. -Debes irte de allí. Han arrestado a Alejandro. Lo saben todo. Sal de tu casa, toma tu automóvil y vete. Conduce y conduce hasta que llegues a la frontera, a cualquier frontera. Olvida tu dinero y tu posición, olvídalo todo. Todo ha terminado. Lo esencial es que salves tu vida.

-Pero, Gregorio, ¿por qué estás en Miami? -Esmeralda sabía que la pregunta era tonta, pero le costaba pensar con claridad.

Silencio.

-Gregorio. -Más silencio.

-Gregorio. -Su tono se volvió imperativo.

-Bueno, verás, tenía algo que hacer aquí. Una reunión con la DEA. Quieren atrapar a los cabecillas del narcotráfico. Iba a regresar al país…

Esmeralda lo conocía lo suficiente para saber que estaba mintiendo. -Hijo de puta, te asustaste y huiste. Y salvaste tu pellejo. Vete al infierno, cobarde. -Colgó el auricular con violencia e inmediatamente su ira se convirtió en un miedo paralizante. ¿Qué voy a hacer ahora? Fue hasta la sala de estar y se sentó a contemplar la ciudad, su ciudad.

-Gonzalo, ¿qué voy a hacer? -preguntó, y el espectro acudió a su llamado. -No lo sé, querida. Yo ya no pertenezco a ese mundo. Como dijo Jesucristo, “que los vivos se encarguen de los vivos y los muertos de los muertos”.

-Pero…

-Sé fuerte, bebe. Siempre fuiste tan fuerte. Tanto más que yo. Tanto más segura de ti misma que yo. Es lo que siempre amé de ti.

-Pero todo ha terminado, Gonzalo. Era mi única esperanza. Sólo quedan la oscuridad y el dolor. Vienen por mí, querido. -Esmeralda suspiró. - No, eso no es cierto. Vinieron por mí hace ya mucho tiempo, pero nunca tuve el coraje para aceptarlo.

-Te amo, mi amor -dijo el espectro de Gonzalo. Una lágrima transparente recorrió la mejilla del fantasma que nunca se había atrevido a dejar esta tierra. - Te estaré esperando del otro lado. -Y se desintegró lentamente, como la niebla matutina de las montañas venezolanas. Esmeralda se preparó otro trago. Los fragmentos de vidrio crujían bajo sus zapatos. Gregorio dijo que tomara mi automóvil y huyera. ¿Pero adónde? No he manejado en treinta años. ¿Y sin mi dinero? ¿Sin mi posición? ¿Sin…? Regresó a la cocina y se sentó en uno de los banquillos, paralizada por el miedo, la indecisión y la impotencia. Clarita estaba friendo más empanadas.