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Freddy se despertó sobresaltado.
Miró su reloj de pulsera. Todavía era de madrugada, pero el sueño lo había abandonado y había dejado en su lugar una sensación de ansiedad y de anticipación de lo desconocido. Por mucho que lo intentara, no pudo volver a dormir: sus ojos estaban abiertos de par en par. Se encogió de hombros y, a pesar de que continuaba cansado por las actividades del día anterior, se puso un par de pantalones, una camiseta y una gorra de beisbol, para cubrir su larga y rebelde cabellera todavía pintada con los colores del arcoíris, y entreabrió la puerta. Inmediatamente escuchó suaves cánticos que tintineaban como una campana en la calma previa al amanecer. A través de la rendija de la puerta, observó cómo la estatuilla de plástico de María Liberia se desplazaba frente al altar que la abuela de Gerónimo había preparado. La estatuilla estaba recolectando las ofrendas de monedas y comida que la devota sibila le había dejado la noche anterior y las estaba colocando debajo de su diminuto vestido. El bulto que se formaba la hacía parecer embarazada.
Cada noche, la abuela de Gerónimo tomaba una moneda de medio asno de la vieja lata de café que guardaba sobre el refrigerador y cruzaba de rodillas en sumisión piadosa el cemento de la sala, entonando plegarias por Gerónimo y su Comandante. Cuando llegaba a la estatuilla, apoyaba sus labios arrugados sobre los pequeños pies del ídolo y recitaba palabras por lo bajo, palabras que sólo ella y su protectora podían oír. Luego dejaba la moneda, algo de comida y una tapa de gaseosa llena de cerveza nacional como agradecimiento por el constante amparo de María Liberia sobre Gerónimo y sus seres queridos. A estas prácticas, expresiones heterodoxas del catolicísimo sincrético que habían llegado desde las islas a los comienzos de la historia columbina y se habían mezclado con las creencias animistas del África Occidental para satisfacer las necesidades místicas de los latinos en su contacto con el mundo natural, se las llamaba Santería. La abuela de Gerónimo era una santera. De hecho, la santera más famosa del barrio. Si alguien le preguntaba, la anciana aseguraba que su religión había comenzado con un cargamento de esclavos que llegó, vía Puerto Rico, para trabajar forzadamente en los campos de arroz de los oligarcas de San Onofre, una aldea colonial agrícola ubicada entre la importante ciudad portuaria de Santo Tomás y la frontera. Allí, aferrándose los unos a los otros en el terror más abyecto, enterrados hasta las rodillas en el lodo y dejando sus vidas en el trabajo agotador del cultivo del arroz, habían encontrado su sustento espiritual. Y también habían encontrado su poder.
Aquel verano caribeño había sido inclemente. El sudor caía por las espaldas de los esclavos que trabajaban sin cesar en los campos. Primero, una plaga de ranas abandonó las junglas para invadir sus arrozales. Eran gigantescos monstruos insaciables que durante las noches devoraban las delicadas plántulas. La comunidad de esclavos encendió fuegos en derredor de los cultivos con la esperanza de espantar a los monstruos, colocó guardias para apalearlos e incluso cavó un foso lleno de pirañas del Río Grande. Pero nada funcionó, y las ranas continuaron llegando hasta que el sol y las lluvias se mofaron de la desnudez de los campos. Con dinero que no poseían, los esclavos habían comprado nuevos brotes y los habían vuelto a colocar en el agua. Esta vez, las plantas crecieron bien y los brotes prosperaron. Cegados por la felicidad, los esclavos celebraron prematuramente. Bebieron una cuba de chicha (una bebida preparada a partir de mandioca fermentada y saliva), que originalmente habían reservado para las fiestas posteriores a las cosechas.
La mañana siguiente, mientras la comunidad toda sufría de resaca, una ola gigante de veinticinco pies de altura se elevó en el aire junto a la aldea y descendió sobre los arrozales. El agua salada se extendió por casi dos kilómetros y en su regreso hacia el mar arrastró consigo la cosecha. Los esclavos estaban desesperados. Sus amos estaban en camino y si la cosecha no era suficiente se llevarían a algunos de sus niños para compensar los costes.
-Ay de nosotros, ¿qué haremos? -Desconsolados, los esclavos acudieron a la chamán de la aldea, una anciana que sólo hablaba el idioma del Continente Oscuro. La anciana era negra como una noche sin luna y sus dientes eran marrones, el resultado del constante fumar que requería su profesión. Llevaba un vestido fabricado a partir de los juncos de una laguna cercana. Las trenzas de su larga cabellera estaban sostenidas por pinzas de cangrejo. Su casa era una cacofonía de artefactos místicos: cristales y calaveras, frascos llenos de objetos extraños y en el centro un fuego teñido de verde y naranja. La anciana se puso de pie, extrajo una sustancia gris de un frasco y la arrojó al fuego. -Yemanja está enfadada -dijo mientras estudiaba las llamas-, porque celebraron antes de que la cosecha estuviera lista, y en su impaciencia olvidaron agradecerle por los dones tan cercanos a sus costas.
Aquella noche, los esclavos presentaron su ofrenda a orillas del Caribe. Tomaron cinco de los mejores gallos de la aldea, cortaron sus cabezas y esparcieron la sangre en la marea alta. Luego construyeron una balsa de bambú de quince pies y colocaron sobre ella brotes de arroz, los cuerpos de cinco gallinas y una botella de ron local. El nadador más veloz de la aldea, un joven desgarbado, tiró de la balsa hasta alcanzar el corazón del Caribe mientras sostenía una antorcha en su boca. Cuando dejó atrás la marea que amenazaba con devolver la balsa a la orilla, el joven prendió fuego a la ofrenda flotante y nadó de regreso. La comunidad, expectante en la playa, presenció la explosión azulada y un imponente despliegue de criaturas marítimas: delfines y orcas saltaron, focas y nutrias jugaron las unas con las otras, y los esclavos supieron que su ofrenda había sido aceptada.
La mañana siguiente, los arrozales estaban repletos de la cosecha más abundante en años. A manera de celebración, la comunidad destapó otra cuba de chicha y celebró durante todo aquel día. El atardecer la encontró enteramente entregada al olvido. Poco después de la medianoche, los esclavos escucharon, a través del estupor de la ebriedad, el golpe de las piedras y el sonido de una estampida de miles de llamas vinculado siempre a los derrubios. La mañana siguiente descubrieron que sus campos estaban llenos de lodo y de piedras que habían recorrido la distancia extraordinaria que los separaba de las montañas.
Los esclavos regresaron ante la chamán para que les explicara lo ocurrido. -La Pachamama está ofendida porque no le han agradecido a la madre tierra por el tesoro que, evidentemente, proviene de sus entrañas -explicó la anciana y agregó, con mayor detalle -. De hecho, Yemanja y la Pachamama son hermanas. En los comienzos del tiempo riñeron por el poder y se separaron. Una de ellas se dirigió a las montañas para convertirse en la madre de la tierra y la otra se sumergió en el océano, donde tomó el lugar de la consorte de Poseidón entre las algas y los bacalaos. Sin embargo, las costas pertenecen al dominio de ambas. Dado que son esclavos litorales, deben apaciguar a las dos hermanas o sufrir su ira. -Guardó silencio y se limitó a fumar su pipa de madera tallada, llena del tabaco que cultivaba en el jardín detrás de su pequeña cabaña de madera construida sobre pilotes que la protegían de las mareas del monzón.
-Así lo haremos. -Aunque no podían comprender por qué la anciana no les había advertido de ello en un principio, los esclavos, esperanzados ante la posibilidad de una solución, prepararon un sacrificio. Entre las colinas descubrieron una caverna que los condujo directamente hasta la médula de la montaña. Allí decapitaron a su mejor cabra y con la sangre formaron un círculo en el suelo, cubierto de excremento de murciélago y fósiles prehistóricos. Sobre la sangre colocaron guirnaldas de flores y, desde luego, una botella de su ron más puro. El corredor más veloz de la aldea prendió fuego a las ofrendas y huyó antes de que el estallido bloqueara la boca de la caverna y escondiera la ofrenda para siempre. En el instante que duró la luz de la explosión, los esclavos observaron pumas y panteras que retozaban, y papagayos espléndidos y murciélagos que volaban en círculos y agitaban el aire. El sacrificio había sido aceptado.
La mañana siguiente, el lodo se había derretido y había expuesto arrozales extraordinarios, con plantas del doble del tamaño de las del día anterior. Para no repetir sus errores, los esclavos no celebraron esa noche y al día siguiente se dedicaron a la ardua labor de la cosecha. La faena estuvo terminada al anochecer, a tiempo para que los amos llegaran y confiscaran el fruto abundante del trabajo de la comunidad.
Pero los hombres blancos, que habían llegado sobre caballos robustos y vestían ropas lujosas, se quejaron de que la cosecha no era suficiente y se llevaron consigo dos niñas pequeñas como castigo por la pereza de sus esclavos. Planeaban vender a las niñas en el mercado de Córdoba.
Terriblemente entristecidos por su destino, los esclavos destaparon otra cuba de chicha y bebieron hasta caer dormidos, esta vez no a manera de celebración, sino de consuelo. -Ay de nosotros -se lamentaron en dirección a las montañas y al mar-, porque nos han maldito tres veces.
La mañana siguiente, para su sorpresa, otra cosecha había cubierto los campos. -Estamos salvados -exclamaron mientras se abrazaban y cantaban, alegres ante su buena fortuna. Un sacerdote local bondadoso se ofreció como intermediario para comprar a las niñas robadas. Los esclavos repitieron cada año sus ofrendas a la Pachamama y a Yemanja, quienes con el tiempo se fusionaron en una tercera y más fantástica deidad llamada Santa Liberia. Desde entonces, los negros de Venezuela eran santeros acérrimos. La abuela de Gerónimo era una descendiente directa de la chamán. La negrura de su piel se había diluido gracias a la mezcla de razas, pero su poder permanecía intacto.
Pero el prestigio del que la anciana gozaba en el barrio era el resultado de un evento más reciente. Ocurrió en una noche de oscuridad absoluta. Los oligarcas habían saboteado la central eléctrica para castigar a los pobres por su apoyo intransigente al Comandante. Las marchas habían sido incesantes y Gerónimo se pasaba la mayor parte del tiempo en el valle, organizando y comandando a su ejército rojo. Volvía a su hogar sólo para bañarse o comer algo, o para continuar reclutando combatientes para la guerra no declarada que se estaba luchando en las calles y callejuelas de la capital. -Tengo que irme, abuela -decía mientras juntaba sus camisetas y bebía un vaso de agua-. Estamos defendiendo nuestra forma de vida.
La vida de la nación se había detenido enteramente. Los supermercados y los quioscos, afectados por la huelga general que intentaba paralizar al país, estaban vacíos. La abuela de Gerónimo estaba preocupada por su Comandante y su nieto, quien, según él mismo aseguraba, era un líder de la defensa de la revolución. La anciana encendía la televisión, en los breves momentos en los que había electricidad y no se transmitían dibujos animados, y observaba cómo los manifestantes de ambos bandos se enfrentaban. Dirigía su mirada afilada a la sangre que cubría las calles e intentaba ansiosamente identificar los cuerpos, con la esperanza de que no fueran los de sus seres queridos.
Cuando los días se convirtieron en semanas y las apariciones de Gerónimo se hicieron más esporádicas, la abuela del joven acudió a María Liberia. Reunió los recortes de uña de su nieto, una fotografía del Comandante, tres huevos de paloma de la plaza del centro de San Porfirio y una vela del tamaño de su muslo hecha a partir de la grasa derretida de la rata comestible de las Grandes Planicies. -Oh, María Liberia -dijo ante el altar que había preparado en la acera del barrio-, libéranos de las adversidades y libera a nuestro querido Comandante del peligro que está sufriendo en manos de los infieles, de aquellos que no te reconocen como la guardiana espiritual de Venezuela.
Una multitud se reunió y se postró frente a la estatua plástica de María Liberia. Al caer la noche, ocurrió algo extraño: la estatua cobró vida e, iluminada con luz propia, habló. Reafirmó la rectitud de la causa de sus seguidores y su protección de la revolución justa y pacífica.
Una hora después, los revolucionarios habían derrotado a los oligarcas y el Comandante apareció en la televisión para declarar el fin de la insurrección. Docenas murieron, pero Gerónimo regresó a salvo. Olía a suciedad y a gas lacrimógeno y tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Pero estaba a salvo. Al día siguiente, la comunidad toda llegó a la puerta de la casa de Gerónimo para expresar su eterno agradecimiento y rendir homenaje a la salvadora de la revolución y la santera más poderosa del barrio.
En punta de pies y lleno de curiosidad, Freddy salió de su dormitorio y sorprendió a la estatuilla que, sobresaltada, regresó de un salto a su relicario y se volvió nuevamente de plástico. Su roja sonrisa artificial reapareció en su rostro, pero su vestido continuaba abultado. Freddy caminó en silencio hasta la plácida sala de estar y se sentó en el sofá. Podía escuchar los ronquidos de Gerónimo provenientes del cuarto que el joven estaba compartiendo con su abuela. La privacidad no suele presentarse en los hogares más pobres del mundo y Venezuela no era la excepción. Freddy pensó en su amplia casa en el Medio Oeste. Creo que nosotros los estadounidenses, se dijo a sí mismo, con la sabiduría que le habían dejado apenas unos días fuera de su país, valoramos demasiado la individualidad y el espacio personal. Mira a esta gente: son extremadamente felices durmiendo juntos, comiendo juntos y viviendo los unos sobre los otros como abejas. Ése es su punto de apoyo. En Estados Unidos deberíamos aprender de ellos.
Se puso de pie y se acercó a la pequeña mesa verde de plástico para leer, en su español limitado, algunas de las grandes obras que encontró en la desvencijada estantería apoyada contra la pared. -Nada de Clancy aquí -dijo en voz alta mientras hojeaba obras de Cervantes, Freire, Marx, Neruda e importantes autores comunistas. Tomó un libro llamado Discursos del Comandante y abrió una página al azar. Un párrafo le llamó la atención. Estaba resaltado con amarillo y a cada lado había un signo de exclamación, típicas señales del entusiasmo latino.
“Hay quien dice que la economía está colapsando y que la revolución agoniza. Mi respuesta es que son los apéndices capitalistas de nuestra economía nacional, que tanto me esforcé por destruir por el beneficio de nuestro pueblo, los que están gangrenosos y agonizantes. Son esos miembros tóxicos los que debemos extirpar de una vez por todas, ya que representan los últimos vestigios del egoísmo de los escuálidos, quienes utilizan su dinero para el placer personal por medio del consumo capitalista. ¿Y por qué debería importarnos que no puedan comprar automóviles lujosos? ¿O tomar vacaciones costosas? ¿O poseer más de una vivienda? Ésos son excesos capitalistas que están destruyendo el medio ambiente y acabarán con el mundo si no los detenemos.”
El texto tuvo en Freddy el efecto de un oficio religioso matutino. Su espíritu se elevó con alas de inspiración y gratitud. Inspiración por aquellas palabras y lo que generaban en su mente. Gratitud para con el destino (no Dios, él no creía en Dios, ningún comunista que se preciara de serlo creía en Dios) que había guiado sus pasos hasta ese país glorioso.
En ese instante, Gerónimo salió dando tumbos del dormitorio. Los jóvenes se saludaron como viejos amigos, como hermanos. La miseria de la casa no admitía el agua caliente, por lo que Freddy y Gerónimo se turnaron para tomar duchas heladas en el pequeño baño sin puerta. Con esa armonía especial que sólo trae el silencio, comieron un desayuno sencillo de frijoles viejos y arroz, sazonado con ese queso especial que a Freddy estaba comenzando a encantarle. Luego, emprendieron viaje al aeropuerto militar.
En el camino no cruzaron palabra, como si todo lo necesario ya se hubiera dicho. Sólo restaba ver cómo se desarrollaban los eventos de las siguientes horas. Gerónimo parecía estar preocupado por algo. De tanto en tanto tomaba una hoja de papel de su bolsillo trasero y escribía alguna palabra o algún pensamiento. Al llegar a destino, Freddy quedó atónito. Su pequeño grupo de estadounidenses estaba sumido en una muchedumbre gigantesca.
Freddy siguió los ríos de gente con la mirada hasta las colinas, las casuchas y los callejones del poder revolucionario. En su mente, parecía como si las montañas estuvieran sangrando bajo el sol tropical de la mañana, como si torrentes de sangre emanaran de miles de cortes en las colinas y formaran a su alrededor un lago de ira, poder y pobreza. De cada choza y cada agujero, bajando cada escalera, por cada callejón estrecho y cada sendero irregular la marcha se aproximaba a paso firme y constante.
-Nunca vi algo como esto -le dijo Freddy a Gerónimo, quien contestó: -Nosotros, los pobres de Venezuela, siempre estamos listos para servir a nuestro país.
Cada miembro individual de aquel mar de humanidad colectiva llevaba la parafernalia de la revolución. Camisetas rojas con el rostro del Comandante, gorras rojas adornadas con el emblema del partido comunista. Brazaletes rojos y la indispensable bandera Venezolana, que el Comandante había modificado, en un acto de ira revolucionaria, para reflejar el carácter de la nueva república. En el centro del escudo nacional, dos AK-47 habían reemplazado a las flechas y el rostro del Comandante se había superpuesto sobre el infaltable asno. Los colores se habían modificado para incluir los de la bandera cubana.
Sobre la autopista que conducía al este de la ciudad y a las anárquicas áreas rurales, había una hilera de autobuses que se extendía más allá del horizonte. Los vehículos estaban estacionados inmediatamente después del peaje, allí donde la carretera abandonaba San Porfirio, se estrechaba y comenzaba a recorrer el vasto territorio venezolano en su camino a la frontera o el océano. Los autobuses eran de todas las clases y tamaños. Algunos eran viejos autobuses estadounidenses cubiertos de las coloridas imágenes a las que Freddy se había acostumbrado. Otros pertenecían al ejército y estaban pintados de verde, con banderas venezolanas a cada lado. Algunos más pequeños estaban destinados al transporte de los pobres en los pueblos y las ciudades del interior.
La presión de la humanidad era agobiante. A pesar del aire fresco de la mañana, el calor que generaba esa multitud de cuerpos sucios y sudorosos hacía sentir algo mareado a Freddy. -¿Qué está sucediendo? -le preguntó a Gerónimo.
-Ya verás. -dijo Gerónimo y guardó silencio.
Del otro lado del aeropuerto, un grupo de trescientas o cuatrocientas personas estaban reclinadas sobre sus motocicletas aparcadas. Había algo brutal en su semblante, una violencia más tangible que en los ojos de la multitud que rodeaba a Freddy, una impunidad más evidente, una malicia más palpable.
La muchedumbre, ubicada frente al escenario y apenas contenida dentro del perímetro del aeropuerto, estaba compuesta de distintas clases de personas. Freddy decidió acercarse para aprender un poco acerca del pueblo venezolano. Mientras caminaba entre la multitud, fragmentos de conversaciones llegaron a sus oídos. -¿Cuánto les pagaron? -preguntó un hombre gordo y de bigote tupido-. En nuestro barrio nos ofrecieron cincuenta mil asnos.
-Lo mismo que a nosotros -contestó su interlocutor.
-Pero nos prometieron un almuerzo. Probablemente los mismos perros calientes que de costumbre -se quejó el hombre gordo. Tenía puesto un par de jeans azules y mocasines. Sus pies rechonchos estaban a punto de reventar la costura. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello grasoso peinado para ocultar la calvicie.
Freddy continuó caminando. Encontró dos muchachas muy atractivas y se paró junto a ellas. Fijó la mirada en la distancia pero las observó por el rabillo del ojo. Llevaban remeras rojas del Comandante cortadas a la altura del rostro del líder revolucionario para exhibir los elaborados tatuajes de sus abdómenes. Sus jeans desteñidos estaban tan apretados que Freddy se preguntó cómo habrían logrado ponérselos. Sus uñas eran largas y estaban pintadas con un patrón intrincado, y en sus cabellos había mechones teñidos de rojo, ideales para la ocasión. -Realmente espero no estar embarazada -estaba diciendo una de ellas-. No puedo darme el lujo de tener otro bebé ahora. Ni siquiera sé cómo haré para seguir manteniendo a Juancho.
La otra respondió: -Bueno, te lo mereces. Ya te he dicho que ese sujeto no te conviene. -Ambas dirigieron la mirada hacia un motociclista corpulento que, del otro lado de la horda, observaba con lascivia a las jóvenes y hacía gestos obscenos. El hombre le dio una palmada a un amigo en la espalda y dijo algo que Freddy estaba seguro que no era ni amable ni halagador.
El joven continuó caminando y se topó con el emisario. Alegre de verlo, lo saludó efusivamente. El emisario, en cambio, miraba en derredor con evidente nerviosismo y fue directo el grano.
-Te he estado buscando. He hecho que lleven el morral con los artículos al hogar donde te hospedas. Asegúrate de no abrirlo. Los contenidos se estropearán si no se abre adecuadamente. Tomamos precauciones extra en caso de que los gringos pongan las manos en nuestro material antes de que llegue al público. Les encantaría exponer nuestra campaña. -Y le agradeció al joven por su espíritu revolucionario-. Hay algo más.
-Lo que sea.
-He estado observando la marcha de la oposición, por simple curiosidad…
-¿La marcha de la oposición?
-Sí, ¿no lo sabías?
-¿Saber qué?
-Hay un grupo enorme de oligarcas reunidos sobre la autopista a algunos kilómetros de distancia. Quieren arruinar el discurso del Comandante. Vamos a evitar que lo hagan con toda esta gente -señaló en derredor a la multitud-. Por lo que pude averiguar, el líder es un amigo tuyo.
-¿A qué te refieres?
-Tu viejo compañero de escuela.
-¿El idiota que me empujó? -Freddy estaba sorprendido.
-Así es. Es un muchacho malvado. Absolutamente perverso. Luce encantador y es bueno con las palabras, pero es peligroso. Si se te presenta la oportunidad, enséñale una lección. -El emisario remarcó sus palabras con un movimiento de cabeza, como si predijera lo que estaba por ocurrir, y agregó: -Tengo que continuar trabajando para preparar la campaña, pero te veré mañana cuando regresemos a Estados Unidos.
-Pero… -Freddy intentó pensar en algo que decir para retener al emisario al menos por algunos minutos más. Pero el hombre ya se había evaporado.
La horda, que estaba creciendo más rápidamente de lo que Freddy hubiera podido imaginar, había rebalsado el perímetro del aeropuerto y se extendía hasta la autopista. Había gente gorda, delgada, vieja, joven, negra, blanca… Era fascinante. Parecía como si el tiempo se detuviera o se acelerara a medida llegaban más personas.
Alguien en la retaguardia encendió un equipo de audio y las olas de la estrepitosa música regatón se volcaron sobre la multitud, que comenzó a sacudirse siguiendo el ritmo. Un grupo de estudiantes secundarios empezó a jugar un partido de fútbol. A manera de porterías, utilizaron árboles y una lata de cerveza a medio beber. Lleno de fervor, Freddy se sumió en la celebración. Se unió al grupo que estaba bailando y comenzó a sacudir su trasero de manera entusiasta. La música se detuvo y todos lo aplaudieron y aclamaron. Freddy irradiaba felicidad. Corrió hacia los estudiantes secundarios y se quitó la camiseta, exhibiendo orgulloso sus pliegues de grasa. Entre bufidos y resoplidos, intentó hacer un gol con la esperanza de obtener el respeto de sus anfitriones. Fue hasta el vendedor de camisetas. -Dame quince -dijo. Pagó por ellas y las distribuyó entre aquellos que no estuvieran utilizando artículos revolucionarios.
Subió algunos peldaños y observó el mural de la tarde anterior. Los monigotes incomprensibles habían desaparecido: la energía revolucionaria le había dado vida a su obra. Freddy contempló la imagen de la última cena: el rostro perfecto de Jesús había adquirido el semblante idéntico del Comandante. Desde las heridas que causaban la corona de espina, el rojo brillante de la sangre fresca goteaba por la pintura y formaba un charco en la acera al pie del mural. De esa humedad resplandeciente y viva brotó una gruesa rana de vid que reptó por la acera y trepó a un árbol cercano. La vid era casi tan gruesa como la muñeca de Freddy y de ella surgieron animales exóticos y criaturas fantásticas. Freddy sintió cómo su cabeza comenzaba a dar vueltas. La presencia de tal multitud le dificultaba la respiración y el joven comenzó a dar bocanadas en busca de aire. En el instante en el que la repentina claustrofobia estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento, el teniente Juan Carlos Machado subió al escenario con paso decidido y tomó el micrófono.