8
-Coño, pero coronel -se quejó el teniente Juan Marco Machado ante su oficial superior - ¿por qué tengo que cuidar yo a esos niños gringos? Me uní al ejército revolucionario para promover los gloriosos planes del Comandante. Soy un soldado profesional e importante. -Esa mañana, Machado había recibido la orden de trasladarse temporalmente a las oficinas administrativas del aeropuerto militar, ubicado al este de la ciudad, para desempeñar una tarea especial. Había pasado las últimas horas movilizando a los miembros esenciales de su personal y tomando control de la base, pero se sentía indignado ante lo que temía que fuera la interrupción permanente de su ascenso meteórico en los servicios de inteligencia. ¿Será que un enemigo se quiere deshacer de mí? Siguiendo el consejo de su padre, no había dejado pasar la oportunidad de servir a la revolución y a su propia prosperidad, y estaba listo para una enérgica defensa de sus modestos dominios.
-No me sermonee -dijo el coronel-. Sé exactamente qué es lo que hace, y todavía trabaja para mí.
-Por ahora -dijo el teniente, con la mano sobre la boca y escondiendo las palabras tras un carraspeo. Machado era consciente del cambio sutil que en los últimos meses se había operado sobre su comportamiento. Planchaba su uniforme con mayor ahínco cada mañana y pulía sus medallas y sus botas con un vigor sorprendente. Se despertaba temprano e incluso se estaba esforzando por perder algo de su “panza de empanada”. Pero lo más notorio era el cambio en su sonrisa: ésta había comenzado a parecer una mueca de soberbia que implicaba menos alegría que sarcasmo.
Machado interrumpió la discusión con el coronel para regañar a uno de sus subordinados. -Limpia esta porquería. -Mientras pulía la AK-103 del teniente, el nuevo recluta había derramado algo de líquido limpiador dentro del cañón del arma.
-Debes saber que la revolución exige orden y obediencia.
El joven cadete inclinó la cabeza, avergonzado. -Lo siento, mi teniente.
El coronel miró de soslayo a Machado y en sus ojos brillaba la aprobación. -Ahora sal y corre por treinta minutos… ¡hacia atrás! -ordenó Machado. Cuando el cadete se dio media vuelta, recibió una patada brutal en la pantorrilla.
-Teniente Machado -continuó el oficial superior. Machado adoptó en un santiamén la posición de firme-. Usted ha sido seleccionado especialmente para esta tarea. El Comandante ha dicho que si nos representa bien, tiene en mente algo especial para usted.
- ¿Pero cuidar a esos niños? ¿Para qué los necesitamos?
-Machado, es necesario que comprenda. -El coronel ensayó un enfoque más informal. Se reclinó en la silla del teniente, se sirvió un vaso doble de whisky añejo, con hielo que obtuvo en un pequeño refrigerador (lo primero que Machado había traído de la escuela militar) y encendió un cigarro-.Permítame explicarle.
Colocó los pies sobre el escritorio. - ¿Cuál fue el único error del general Pinochet? ¿O el error que cometió Galtieri o la Junta en Brasil? ¿O en la actualidad, el error que están cometiendo nuestros amigos iraníes e incluso los chinos? Piense, muchacho.
Con el coronel acaparando el escritorio, Machado no tuvo más opción que tomar asiento sobre un sofá. El cambio de tono en la conversación le hizo comprender, con desazón, que será mejor que me calme un poco.
- ¿Le dieron demasiada libertad al pueblo? -preguntó Machado.
-No, creyeron que podían mantenerse en el poder incluso después de que la gente se enriqueciera. Ocurrió que a medida que la clase media creció y obtuvo independencia económica, olvidó a quién le debía su prosperidad y comenzó a exigir libertad política; es decir, comenzó a conspirar. La reacción de aquellos dictadores fue aumentar la represión, lo que hizo que su imagen se deteriorara. Un modelo trágicamente equivocado. Lo cierto es que el verdadero método para obtener el control de la sociedad es darle al pueblo toda la libertad que desee, pero quitarle el dinero. -Machado estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para prestar atención. Sin embargo, la botella de whisky había comenzado a bailar merengue sobre el escritorio y cuando estuvo a punto de caerse el teniente emitió un grito ahogado.
-En cambio, observe el éxito de Cuba. Repiten ad nauseam palabras como socialismo, justicia social, propiedad comunitaria e incluso democracia participativa, y lo hacen mientras tildan de fascista a cualquiera que disienta. Tienen elecciones periódicas y en ocasiones hasta le permiten marchar a la oposición. ¿Cómo los ve el mundo después de medio siglo de privilegios y poder? Como campeones de la libertad. Y todavía tienen amigos poderosos en todas partes del globo. Incluso el bloqueo genocida que los estadounidenses impusieron a nuestros hermanos cubanos cumplió un propósito: dio la oportunidad de culpar a los enemigos poderosos, a los Estados Unidos, por las dificultades económicas del país.
Machado sintió alivio al comprender que el coronel no se sentía agraviado por sus quejas y consideró que la reconciliación sería lo más conveniente. -Señor coronel, ¿le importa si bebo un trago?
De mi propio whisky, pensó el teniente con resentimiento. La botella que descansaba sobre el escritorio había crecido hasta alcanzar las dimensiones de un ser humano y estaba haciendo ademanes sugerentes en dirección a Machado.
-Claro, mi teniente. -Machado se sirvió un vaso. Al retomar su lugar en el sofá, su capacidad de atención y su motivación se crecieron.
El coronel terminó su bebida y continuó. -Nosotros seguimos el ejemplo de Cuba, pero con ciertas mejoras. Sumimos al pueblo en la pobreza destruyendo los empleos del sector privado, nacionalizando sectores clave de la economía, poniendo a la ciudadanía a disposición del Estado y obligando a huir a los ricos. Todo en nombre de esa “justicia redistributiva” que tanto aman los pobres del país y los progresistas del extranjero. Usamos esa clase de expresión cada vez que podemos, llamamos “justicia social” a nuestro trabajo, adornamos nuestra revolución con bellas libertades socialistas, pero les quitamos el dinero a los ciudadanos. Los atamos los unos a los otros usando palabras como “socialismo” y, finalmente, los atamos a nosotros mismos. Pero nos aseguramos de no reprimir a la gente. Al hacerlo, consolidamos nuestro poder y nuestra riqueza en el país y recibimos aplausos en el extranjero.
El coronel se puso de pie con aire de absoluta determinación y expresión de soberbia. -Y gobernamos para siempre. ¿Quién se atreverá a oponérsenos, si sabe que hacerlo implicará matar de hambre a su familia?
Machado asintió con solemnidad. Comprendía que al comunicarle estas verdades, el coronel lo estaba incluyendo en la hermandad que formaba el mismísimo núcleo de la revolución. Sabía que eran momentos como éste que afianzaban la posición que había alcanzado. El teniente sonrió con una mueca maligna. -Es un plan brillante, mi coronel.
-Puede que esos jóvenes parezcan una pérdida de tiempo, pero los traemos de a miles. Les damos una camiseta, un poco de cerveza fría y un discurso del Comandante, y habremos hecho aliados que nos defenderán cuando lo necesitemos.
Machado se levantó del sofá de cuero resquebrajado e hizo el saludo revolucionario de la V. -Mis órdenes son claras, camarada coronel -dijo-, cuidaré de los jóvenes gringos.