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-Seguí sus órdenes al pie de la letra, mi teniente -dijo el hombre enjuto de piel morena. Como todo buen agente de inteligencia, este hombre era en todo sentido olvidable. Quienes hablaban con él durante una reunión o una fiesta no podían estar seguros de si había estado allí verdaderamente. Incluso Machado, por mucho que intentara, nunca podía recordar cómo lucía. Siempre que mantenía una conversación con él, tenía la sensación de estar hablando con un recuerdo o una sombra. O un demonio.

-Rastreé la llamada del teléfono de ése que llaman Carlitos, el que nos ha causado tantos problemas últimamente. Organizó una reunión con un estudiante que acaba de volver del extranjero. Se reunieron en el parque y los seguí hasta allí.

- ¿Pudiste oír de qué hablaban? -preguntó Machado.

-No del todo, mi teniente, pero dijeron que se reunirían de nuevo esta mañana para continuar con la conversación. Parecen estar planeando algo.

Machado odiaba hablar con este espía. El cuarto se oscurecía cuando entraba y la conversación siempre lo dejaba malhumorado. El militar tenía la impresión de que sus defectos resaltaban más, de que su estómago se expandía y sus dientes amarillentos se hacían más prominentes a medida que hablaban. Sabía que el diminuto hombre tenía por costumbre tomar nota de todo, lo que hizo que se arrepintiera de haber dejado las botellas de whisky sobre el escritorio y las sábanas desarregladas sobre el catre, donde había pasado otra noche sin pegar un ojo. El teniente pasó su mano por su cabello grasoso y recogió el vientre con la intención de transportar su corpulencia del estómago al pecho. Debía imponer su autoridad.

- ¿Entonces qué diablos haces aquí? -dijo Machado, intentando parecer amenazador. Desafortunadamente, su voz sonó como un chillido-. Síguelos y descubre qué traman. Detalles, quiero detalles. Qué, cuándo, dónde, cuántos. Ya sabes. Muévete. -El pequeño hombre hizo un rápido saludo revolucionario y salió con paso apresurado de la oficina del aeropuerto.

Estoy rodeado de idiotas. El teniente Machado sufría de resaca y eso siempre lo ponía irritable. Mientras buscaba café por toda la oficina, pensaba también en el largo día que tendría que pasar con los gringos y sus incesantes preguntas. Estaba comenzando a perder la paciencia. Casi una hora pasó mientras Machado despejaba su cabeza. Finalmente recurrió a un vaso doble de whisky para calmar el temblequeo en sus manos. Los jóvenes habían comenzado a llegar y debía preparar los eventos del día.