18
18
Tan brillante era la iluminación producida por los incendios en el East End que su rosado resplandor podía verse a varias millas de distancia, como si fuera un reflejo del cielo. Los terrenos del Royal Albert permanecían en sombras, susurrantes, encerrados tras las verjas y las puertas, cuando el taxi se detuvo junto al encintado.
—No pueden entrar —gritó una voz cuando Madge, Louise y Carey ponían el pie en el suelo.
Junto a la entrada de la izquierda pudieron distinguir vagamente la maciza silueta de Angus MacTavish, que llevaba una manga de riego colgada al hombro.
—¡Eso es una tontería, Angus! —dijo Louise serenamente, lo que hizo que MacTavish bajase la mano—. Creo que no impedirá que vaya a mi casa, ¿verdad?
—Están atizándole al East End —explicó MacTavish innecesariamente.
—Ya lo sabemos, MacTavish.
—Ahora están repartidos por encima de toda la ciudad. Hay un aparato —MacTavish señaló al cielo— que no hace más que dar vueltas por encima de mi cabeza sin darme un momento de reposo.
—Esa es la impresión que tenemos todos en este momento —convinieron tres voces al unísono.
—Si yo tuviese aquí plena autoridad, miss Louise —añadió MacTavish—, no entraba usted en el Parque esta noche. Pero no lo puedo impedir, y si usted o sus amigos quieren reunirse con los que están reunidos en la Casa de los Reptiles…
—¿Qué es eso de la reunión en la Casa de los Reptiles? —preguntó Louise.
El tono del portero mayor se hizo amargo. Explicó que sir Henry Merrivale, el inspector Masters y el doctor Rivers se habían dirigido allí a toda prisa, discutiendo y no mostrando respeto alguno a Dios ni a los hombres.
—Algo va a pasar —dijo Carey—. Esta noche van a cazar al asesino, o yo no conozco a sir Henry Merrivale. ¡Vamos!
—Pero ¡yo no puedo ir! —objetó Louise—. ¡Tengo una cita en casa y me he retrasado mucho! Por otra parte…
—¡Vamos! —le rogó Madge—. Usted nos mostrará el camino.
Madge tenía una pequeña linterna eléctrica, que dio a Louise. La puerta giratoria les franqueó el paso y se adentraron en las tinieblas que se abrían ante ellos, con MacTavish rezongando a sus talones.
Algo gritó. No era más que un periquito, que chillaba en una de las jaulas de los pájaros; pero su grito puso en conmoción un enjambre de emplumados cuerpos. Su efecto se propagó como una onda avasalladora en aquella inquieta selva.
Se identificaba con el tumultuoso cielo y la agobiante sensación de inseguridad.
—Además —dijo Louise mientras la luz de la linterna se deslizaba por el Broad Walk—, ¿de qué sirve nada si ustedes dos se muestran tan misteriosos como sir Henry y míster Masters? Dicen tener una idea de cómo se realizó, aunque no saben quién lo hizo. Entonces, si…
—¡Cuidado! —gritó una voz—. ¡Cuidado con la linterna!
Madge dio un pequeño salto.
A su alrededor todo era ruido y movimiento, el ruido que producían los guardianes al patrullar por los caminos asfaltados, un ruido que se fundía con la constante vigilia de los animales. Pero aquella voz no era la de un guarda.
Mientras caminaban por el Broad Walk, en cuya enarenada superficie no se oían los pasos, algo se movió junto al pedestal de mármol de la estatua del príncipe consorte, y pudieron ver el rojo resplandor de un cigarro encendido. Alguien que había estado sentado en el pequeño borde del pedestal se había levantado y se dirigía hacia ellos. De la oscuridad les llegó una exclamación de sorpresa.
—¡Gran Dios! ¿Sois vosotros, queridos?
De esta forma encontraron a Horace Benton, el hombre de la coartada. Percibieron un ligero aroma de whisky. Carey notó que Madge se cogía a su brazo.
—Por primera vez he oído caer una bomba —dijo Horace. El resplandor del cigarro se hizo más intenso y después palideció—. ¡Qué ruido más desagradable! Aunque no se quiera, le revuelve a uno el estómago. Sin embargo, es interesante —su voz se hizo gruñona—. Me parece, queridos, que no debierais estar aquí. ¿Adónde vais?
—Vamos a la Casa de los Reptiles, Horace.
—¿A la Casa de los Reptiles? ¿Para qué?
—No lo sé —gimió Louise—. ¿Quieres venir tú también?
Madge oprimió con fuerza el brazo de Carey.
El inesperado rugido de un león, que sonó muy próximo, y al que respondieron furiosos gruñidos, les indicó que se encontraban cerca de la jaula de los leones y, por tanto, de su punto de destino. A Carey le parecía ver a los grandes felinos pasear en sus cubiles débilmente iluminados; siempre paseando, paseando, nunca quietos, restregándose contra los barrotes de sus jaulas, con la cabeza inclinada y los verdes ojos, de mirada estúpida, fijos, sin ver.
Pero si tenía miedo a algo era a la Casa de los Reptiles. Y tenía razón para ello.
Las dobles puertas de la Casa de los Reptiles, protegidas por el saliente del estrecho pórtico, estaban cerradas, aunque no con llave. Cuando Louise empujó una de ellas se abrió, resonando en el interior el ruido metálico de una barra de seguridad. Pero ni aun esto distrajo la atención de los tres hombres que se encontraban en el local.
Todos los departamentos estaban iluminados, así como el suelo de vidrio, bajo el cual se podía ver a los inmóviles cocodrilos. Un poco más allá del vestíbulo, a la derecha, se encontraban sir Henry Merrivale y el inspector Masters. Estaban tan enfrascados en una violenta discusión, el primero agitando el puño en el aire y el segundo levantando una mano con gesto de hipnotizador, en respuesta, que ni siquiera vieron entrar a los recién llegados.
—Le digo y le repito —gritaba el inspector jefe— que yo no puedo permitir eso. Eso es una… ¡Bueno; de todas formas, no puedo permitirlo!
—¿Y por qué no puede permitirlo, hijo?
—Escuche, señor: ¿quiere atender a razones? ¡Yo soy un oficial de la Policía!
—Seguro. ¿Es su obligación atrapar criminales o no?
—Sí. Pero atraparlos —Masters extendió las manos con gesto implorante— de acuerdo con un código llamado Reglamento judicial. Cualquier otra cosa que hiciera me arruinaría para siempre. Y usted no querrá ver mi ruina después de llevar treinta años en el Cuerpo, ¿verdad?
—No se arruinará, hijo. Yo me encargaré de ello.
Masters sacó un pañuelo y se enjugó la frente.
Carey percibió un poco más lejos al doctor Rivers. El médico se pellizcaba el labio inferior, pensativo, mientras contemplaba a los dos contrincantes con una mirada que tenía un brillo singular. Los otros dos parecían haberse olvidado de él.
—¡No puedo hacerlo, señor! —dijo Masters—. Aunque sea cierto eso que dice usted del suelo de vidrio —golpeó sobre él con el tacón—, es demasiado arriesgado.
—Yo soy el que corre el riesgo, ¿no? —preguntó H. M.—. Pues con franqueza, Masters, le digo que me da miedo.
—Entonces, ¿por qué hacerlo?
H. M. apretó las mandíbulas y habló con voz suave:
—Porque este asesino, hijo mío, es astuto. Astuto hasta más no poder. Tiene un cerebro astuto, un alma astuta; todo él es astucia. Voy a romper el mito de una persona que vive del engaño. Por tanto, Masters, ayúdeme. Voy a deshacer el engaño en la única forma que puede hacerse.
—Todo eso está muy bien, señor; pero…
—Si no quiere estar aquí, dígalo. Váyase y que entren los guardias. Tenga confianza en este viejo.
Masters se le quedó mirando torvamente.
—Está bien, señor. Hemos recorrido juntos un largo camino —dijo el inspector jefe, suspirando profundamente y enrojeciendo—, y usted sabe perfectamente que, a pesar de todas sus burlas, no le voy a abandonar por la sencilla razón de que quiera hacer una locura. ¡Hum! ¡Eso es! Pero, aun así, le digo…
Al llegar a este punto se volvió y percibió a los recién llegados.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Masters—. ¿No les dije a ustedes que se fueran a casa y que estuvieran allí?
Louise Benton se mantuvo firme.
—Lo siento, míster Masters; pero teníamos precisión de venir. ¿Qué va a pasar aquí?
No oían el ruido de los aviones, pero todos percibían distintamente el ligero silbido de las lejanas bombas.
Nadie hablaba de aquello. Venía de la nada, y Londres lo recibía sin otro resultado que un ligero golpe y un estallido al chocar contra la tierra. Pero la Casa de los Reptiles saltaba, las cajas crujían y hasta se habría imaginado percibir un crujido siniestro en el grueso pavimento de vidrio. Entonces fue cuando Carey se dio cuenta de otra cosa.
La mayoría de los departamentos en que se exhibían los reptiles estaban vacíos.
Seguramente las serpientes venenosas habían sido retiradas para ser destruidas más tarde. A lo largo de una de las paredes. Carey vio una serie de grandes cajas de madera con respiraderos y dos o tres sacos de lona que se movían ligeramente —de una manera harto desagradable— cuando estallaba alguna bomba. Pero no había tiempo para detenerse en un examen cuidadoso.
Louise señaló al doctor Rivers.
—¡Jack! —dijo con cierto tono de reproche—. ¡No creí encontrarle aquí!
El doctor Rivers sonrió mientras manoseaba su corbata.
—El caso es, querida…
—¡Cuando me dejó en el restaurante dijo que tenía que ir al Bart’s Hospital!
—El caso es, querida, que me llamaron. Querían… Bueno; deseaban ciertos informes.
—¿Sobre qué? —preguntó Louise.
Horace Benton chupaba su cigarro con tal delectación que una nube de humo flotaba en el espacio, visible a la brillante luz que despedían las cajas de vidrio. El inspector Masters no estaba de humor para contestar preguntas, ni nadie quiso hacerlo.
—Quiero recordarles, señoras y caballeros —dijo el inspector jefe con una solemnidad que en aquellas circunstancias infundía miedo—, que se trata de un asunto oficial. Esto es, les dije que se estuvieran en casa y deseaba que lo hicieran.
—Escuche, Masters —interrumpió H. M. con tono de disculpa.
—Diga, señor.
—¡Déjelos que se queden!
—¿Ha perdido usted la cabeza, sir Henry? —preguntó el inspector jefe—. ¡Yo no haré semejante locura!
—Deje que se queden —insistió H. M.—. Siempre podremos encerrarlos cuando llegue el momento.
Una escalofriante sensación, que nada tenía que ver con el tumulto del cielo ni con el principio del ataque, hizo presa en Carey Quint con un efecto desastroso para sus nervios.
—¿Qué es eso de encerrarnos? —preguntó vivamente.
—Hasta cierto punto —interrumpió Louise Benton—, también nosotros estamos aquí en misión oficial. Porque Carey y Madge —los señaló— creen haber descubierto la forma en que mi padre fue asesinado.
Silencio absoluto.
Horace Benton hizo salir más humo de su cigarro.
—¡Hola, hola! —exclamó H. M., contemplando a Madge, y estalló en una risa repentina que a nadie le pareció graciosa; se ajustó las gafas a la punta de la nariz—. Así que ha estado usted pensando y pensando, ¿verdad, querida? Y parece ser que, al fin, ha recordado algo, ¿no?
—Sí —respondió Madge—. Porque hubo algo que hizo que lo recordara. Cuando vi aquel fósforo quemado, en el suelo, me acordé de…
—¡Un momento!… —dijo H. M.
Dejando aquel asunto a un lado, como si no tuviese la menor importancia, H. M. se puso las manos en las caderas y se quedó mirando a Louise Benton.
—No es que me importe, en realidad —dijo—, pero ¿por qué estrecha con tanto cariño contra su corazón esa fotografía tan curiosa? ¿Se trata de algún recuerdo sentimental?
Por primera vez pareció recordar Louise la fotografía que aún llevaba en la mano. La miró, entre absorta e impaciente, mientras jugaba con ella y con la linterna, y pareció tan desconcertada que Carey intervino.
—Encontré esa fotografía colgada en la pared de mi cuarto —dijo Carey—. No sé a quién representa ni lo que significa. Pero proporciona una conexión entre este Parque y la cuestión del ilusionismo. Yo juraría que he visto esa cara, o una muy parecida, hoy en alguna parte.
Tomó la fotografía de manos de Louise y se la dio a H. M. Cuando este y Masters la examinaron y Carey explicó las circunstancias del hallazgo, cambiaron una mirada enigmática.
—¡Vaya, vaya, vaya! —murmuró el viejo maestro.
—Exacto —dijo Masters con un tono que parecía el de un actor en escena—. Pero más viejo, por supuesto.
—Claro, más viejo. Al principio de su carrera.
—Bueno —preguntó Carey, a quien estas misteriosas palabras tenían desconcertado—, ¿qué contestan? ¿O es que no contestan nada? ¿Vi ese rostro o no?
H. M. se acarició la mandíbula.
—Bueno…; verá usted —murmuró—: es un poco extraño, hijo. En cierto sentido, lo vio y no lo vio. En efecto, usted lo vio; pero no exactamente como cree que lo hizo. Ya sé que esto parece un contrasentido —levantó la mano para contener la explosión de Carey—; pero todo es muy sencillo cuando se sabe la verdad.
Carey agitó los brazos.
—¡Maldita sea! ¿Y cuál es toda la verdad?
—A eso vamos —dijo H. M.—. Ya estamos muy cerca de ella. ¡Ya lo creo!
Carey señaló la fotografía.
—¿Es ese el retrato del asesino? —preguntó con cierta violencia.
—No —dijo H. M.
—¿Es el retrato de alguien que se parece al asesino?
—No —replicó H. M.
Entonces su teoría, todavía no acabada de dar forma, hirió los oídos de Carey.
En aquel momento fue cuando Mike Parsons —todavía con la mirada desafiadora, pero algo más sumiso— penetró en el vestíbulo. No entró por la puerta principal, sino que lo hizo por la puerta próxima al fondo del vestíbulo, que era la que daba al pasillo que conducía al despachito por la parte posterior de los departamentos. Gruñendo entre dientes, Mike se dirigió hacia H. M.
—La habitación está preparada, señor —dijo.
Y algo en la forma que lo hizo produjo un estremecimiento en sus oyentes. Parecía como si se complaciese en hablar de una cámara de tortura.
—¿Qué habitación? —preguntó Madge con vivacidad.
—El despacho de ahí dentro —respondió H. M., señalando con el pulgar por encima de su hombro. Después, con gesto de vampiro, insistió—: Está oscurecido y cómodo. Esta noche no habrá ninguna tontería con el teléfono. ¡Vamos! ¡Tenemos aún bastante trabajo ante nosotros!
Horace Benton carraspeó.
—Perdonen —interrumpió. El hecho de ser aquella la primera vez que hablaba hizo que todos se volvieran para mirarle—. ¿Me necesitan para algo?
H. M. le miró un momento.
—Me pasa lo que a mucha gente —explicó Horace con voz ronca, lanzando bocanadas de humo de su cigarro, que se quitó de la boca—. Tengo claustrofobia; prefiero estar al aire libre cuando hay un raid aéreo. Así es que si no me necesitan para nada…
—No, muchacho —dijo H. M. con suavidad—; puede marcharse si quiere. Dejo por sentado que no le interesa saber cómo murió su hermano, ¿no?
—El pobre Ned se suicidó.
—¡Oh hijo mío! ¿Todavía sigue aferrado a esa idea?
—¿Puede usted probar lo contrario?
—Sí —dijo H. M., abandonando el tema seguidamente—; pero quiero que el doctor venga con nosotros —continuó—, y quiero que venga usted, querida —miró a Louise, que asintió y esbozó una vacilante sonrisa—. Supongo que los dos ilusionistas profesionales pueden poner su sello de aprobación a la molestia que nos vamos a tomar.
—¿Es eso sensato? —rugió el inspector Masters.
—Supongo que no —dijo H. M.—; pero vamos, de todos modos.
Horace Benton dio un paso adelante, como si, a pesar de todo, fuese a ir con ellos. Pero lo pensó mejor. Uno de los sacos de lona que había en el suelo, uno de aquellos sacos de lona de aspecto tan significativo, se retorció vivamente, y Horace se echó atrás.
Carey vio el miedo que se apoderaba de Madge cuando entró por la puerta que daba al pasillo. Era el escenario de su aventura con la cobra; ahora, con los bombarderos volando por encima de ellos y un asesino cerca, podría ser escenario de peores aventuras.
Sin embargo, entró.
Masters iba delante, llevando a Mike cogido suavemente por el cuello. Le seguían Carey y Madge, e inmediatamente después Louise y el doctor Rivers, que llevaba a la muchacha cogida del brazo y se inclinaba como murmurándole algo al oído. H. M. cerraba la marcha.
Polvorientas bombillas eléctricas alumbraban el pasillo. La ventana empapelada, donde se alzara la cobra aquella tarde, tenía ahora una cortina que impedía que la luz saliese al exterior. No quedaba ninguna señal de lo ocurrido, a excepción de algunas manchas en el suelo. Sin embargo, Madge no podía mirar en aquella dirección, ya que su proximidad evocaba el fantasma de la cobra, no un bondadoso fantasma, como los del Isis Theatre, que se enroscaba y se balanceaba amenazador.
Las ventanas del despacho también tenían corridas unas cortinas. Una lámpara provista de una pantalla verde, que colgaba del techo, esparcía su luz sobre la mesa. H. M. les señaló unas sillas de madera, semejantes a sillas de cocina, colocadas cerca de la mesa. Después se dirigió al inspector jefe.
—Cierre la puerta, Masters —dijo con un tono de voz completamente distinto.