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En la parte oeste de St. Martin’s Lane, unas doce yardas más allá de Carrick Street, el Isis Theatre se alzaba como un fantasma negro, recortándose contra un cielo escasamente iluminado.
Su arquitectura tenía débiles rasgos orientales. Sus cúpulas y alminares, cuyos abigarrados ladrillos y grecas de piedra se habían suavizado por el transcurso de los años, mostrábanse tan oscuros de día como de noche. Su masa, alta y espaciosa como una caverna, se dibujaba vagamente contra el cielo, mientras Carey Quint subía apresuradamente desde la estación del Metro de Leicester Square y a largos pasos cubría la distancia que hay entre Charing Cross Road y St. Martin’s Lane.
Sin embargo, ¿podía decirse que era tan vago el perfil de aquel teatro?
Lejos, hacia el Este, el cielo tenía un ligero tinte rosado, que Carey apenas notó, ocupado como estaba en preguntarse dónde se encontraría exactamente la entrada que conducía al piso de Madge sobre el teatro. Si no recordaba mal, había un pequeño vestíbulo y una puertecilla a la izquierda del vestíbulo principal.
Y en aquel punto encontró a Louise Benton.
Ambos corrían hacia la misma puerta. Se dieron un encontronazo, retrocedieron y permanecieron mirándose uno al otro. Las blancas facciones de Louise eran lo único visible en la oscuridad, debido a su traje negro.
—¿Qué hace usted aquí? —gritó Louise.
—¿Y usted, qué está haciendo aquí?
Aún había suficiente luz para poder distinguir los contornos de su rostro. La voz de Louise tenía una curiosa nota de apremio, casi de alarma.
—Estaba cenando con Jack —respondió ella— en el Coquille, ahí enfrente —hizo un gesto, moviendo la cabeza en dirección al restaurante—, pero Jack tenía que ir al Bart’s Hospital, y yo pensé que sería mejor que me fuera a casa. Dicen…
Miró al cielo, dudando, y no prosiguió.
—De todos modos —continuó—, creí mejor venir y asegurarme de que Madge se encontraba bien. Dicen que estará perfectamente, pero algunas veces dicen cualquier cosa, Madge es una criatura encantadora, Carey.
—Encantadora —dijo Carey— no es exactamente la expresión que yo utilizaría. Pero al mismo tiempo… ¡No importa!
Los azules ojos le miraron con ansiedad, medio sonrientes.
—¿Está usted preocupado por ella?
—Si.
—¿Tiene usted alguna razón especial para venir aquí?
(¿Fue un ligero temblor en el aire lo que notó? No un ruido exactamente; solo un temblor).
—Cierto sabueso llamado Masters —explicó Carey con un tono amargo, que podía compararse con el usado por sir Henry Merrivale— casi me prometió tenerme al corriente de los acontecimientos, pero no me ha telefoneado; no ha hecho nada. ¿Hay alguna novedad?
Louise abrió mucho los ojos.
—¡Una verdadera montaña de noticias! —contestó—. ¿Quiere usted decir que no ha oído nada?
—¿Oído qué?
—Sir Henry Merrivale ha tenido una inspiración.
—Oí que empezaba a tenerla. ¿Ha ido más lejos?
—¡Ni siquiera puedo decirle de qué se trata! —dijo Louise, abriendo y cerrando nerviosamente su bolso—. Llegó a casa, empezó a quitar las cosas de su sitio, tirándolo todo y portándose como un demente. Quería ver a la doncella, pero la pobre Rosemary se fue a su casa anoche y se ha negado a volver.
—Continúe.
Louise se encogió de hombros, impotente.
—Cuando le pregunté qué significaba todo aquello me miró de reojo de un modo misterioso y me dijo que confiase en el viejo. Pero parecía estar particularmente interesado en el armario que hay en el vestíbulo.
—¿El armario del vestíbulo? —preguntó Carey vivamente—. ¿Qué pasa allí?
—Lo ignoro. Parecía mirar en una forma muy extraña al contador del gas.
El contador del gas…
Con un gesto de furia impotente ante lo que no podía comprender, Carey se volvió para estudiar la fachada del Isis Theatre. La entrada de piedra, en forma de arco y con enrevesados adornos, semejante a una gruta, tenía una marquesina de cristales. Hasta en la calle parecía respirarse el enmohecido y pesado ambiente de los tiempos pasados. La puerta que buscaba estaba a la izquierda, separada del teatro —aunque había otras entradas entre la sala y la vivienda—, e hizo señas a Louise para que le precediese.
—Entre —dijo, golpeando el paquete que llevaba bajo el brazo—. He encontrado algo en mi piso que puede interesarle.
La puerta, o mejor dicho, el vestíbulo (puesto que no se hallaba protegido por ninguna otra puerta exterior) se abría sobre un corto y angosto pasadizo. La oscuridad los envolvió, apagando los ruidos de la calle. Carey tanteó la pared con la mano izquierda, mientras Louise caminaba casi pegada a él. El joven sentía su proximidad y percibía su respiración.
—Tienen una pista para dar caza al asesino, ¿sabe? —dijo Louise.
Carey se paró en seco. Intentó encender un fósforo y le rompió la cabeza, porque sus manos temblaban lo mismo que su corazón dentro del pecho. ¿Había algo subconsciente en todo aquello? ¿Qué era aquel temblor infernal del aire?
Encendió otro fósforo y lo levantó.
—¿Le ha dicho Masters —prosiguió Louise— que puso uno de sus hombres en la Casa de los Reptiles para hacer averiguaciones esta tarde? Para…, bueno, para ver si encontraba algún testigo que pudiera haber visto entrar al asesino cuando soltó a la cobra que atacó a Madge.
—Sí.
—¿Recuerda los dos departamentos que contenían a los lagartos y que estaban rotos? ¿Aquellos que tenían las cortinas de arpillera, por los que el asesino —la palabra le repugnaba— pudo deslizarse hasta el pasillo?
—Ya lo creo que me acuerdo, Louise; fui yo quien los rompió. ¿Qué importancia tienen?
—Un niño, un muchacho de unos ocho años, jura que vio entrar a un hombre a una hora que concuerda perfectamente.
—¿Hizo alguna descripción?
—Sí; pero me temo que no es muy buena —dijo Louise sonriendo—. Podía ser la del mismo míster Masters. El chico dice que el hombre llevaba botas altas, como las de un oficial de Policía, e iba tocado con un bombín. Por otra parte, estaba algo oscuro, y un chiquillo como testigo… Pero algo es algo… O…
Antes que el fósforo se consumiera, Carey estudió su preocupado semblante y las enguantadas manos apretadas contra su pecho. Al final del pasillo había una puerta.
Carey vio con sorpresa que el cristal, por una asombrosa coincidencia, estaba cubierto por detrás con un papel de dibujos rojos y blancos. Se le aparecía como la ventana ante la cual se había levantado la cabeza de la cobra. A uno de los lados se veía el esmaltado pulsador de un timbre eléctrico. Lo oprimió y pudo oír cómo resonaba a lo lejos, arriba, en el momento en que se apagaba el fósforo.
¡Madge se encontraba perfectamente! ¡Aquel no era momento de alucinaciones!
Carey encendió otro fósforo. Quitó el periódico con que había envuelto la fotografía que encontrara en su piso y se la mostró a Louise, explicándole todo concisamente.
—Estúdiela bien y dígame si no le recuerda a usted alguna persona.
De nuevo pulsó el timbre, mientras el segundo fósforo le quemaba los dedos y Louise miraba fijamente la fotografía. Frunció el ceño, movió la cabeza y miró hacia arriba con aire de duda y como excusándose.
—¿Debe recordarme a alguien? —preguntó Louise—. ¿A quién?
—Ese es el asunto. ¡No lo sé!
—Me temo que no —respondió Louise al apagarse el fósforo y envolverles la oscuridad, lo mismo que envolvía su cerebro—. Tengo la certeza de no conocer a este hombre y de que no me recuerda a nadie.
—Sin embargo, hoy mismo yo he visto ese rostro, o uno muy parecido, en alguna parte.
En la oscuridad, Louise lanzó una ligera carcajada.
—Pero, ¡mi querido Carey —dijo—, si no le importa que le llame así!, usted no ha visto hoy a nadie, aparte de un centenar de visitantes del parque y a excepción de sir Henry, míster Masters, Madge, Jack Rivers y el tío Horace y, por supuesto, a mí.
Carey presintió que ella hacía una mueca burlona amparada por la oscuridad.
—De todos modos —añadió en un tono cuya ligereza no podía ocultar su sincero alivio—, después de todas las cosas terribles que han estado sucediendo a nuestro alrededor, me alegro de poder decir que, por lo menos, el pobre Horace está ahora fuera de este asunto.
—¿Ha sido probada definitivamente la coartada de su tío?
—De un modo categórico.
—¿Por qué está usted tan segura?
—El detective míster Masters lo comprobó esta tarde —replicó Louise con sencillez—. Míster Masters se lo comunicó a sir Henry y este me lo dijo a mí.
—Louise, ¿sabe que el viejo parece estimarla mucho?
—Lo sé. Aunque no comprendo cómo puede estimarme nadie.
En su tono se notaba cierta amargura.
Carey se preguntó si estaría pensando en Rivers. Y si Rivers no la estimaba, pensó, es que era el mayor idiota del mundo.
—De todos modos —prosiguió Louise—, Horace está fuera. Se hallaba en su piso entre las ocho y media y las nueve anoche. Durante ese tiempo, tres testigos, a cubierto de toda sospecha, le telefonearon. Horace estaba allí leyendo y oyendo la radio…
De nuevo sintió Carey que su razón vacilaba.
—¡Dios mío! —exclamó con voz asustada—. ¿No me querrá decir que es una coartada telefónica?
—Pero ¿por qué no?
—¿Una coartada telefónica? ¿Después de todo lo que hemos pasado? ¡Creí que esa gente había hablado con él personalmente!
—Pero ¡si lo hicieron! —indicó Louise, poniéndole una mano en el brazo. Él sintió la suave presión de sus dedos—. Después de todo, es una coartada tan buena como cualquiera otra, ¿no?
—¡Hum! Sí, sí. Supongo que sí.
—No parece usted muy convencido.
—No estoy convencido, Louise. Todo esto me parece una locura.
—¿Por qué?
—Porque lo parece, simplemente por eso. Yo no puedo probarlo. Si Masters y sir Henry Merrivale están satisfechos, eso debe bastarme. Sin embargo…
—¿No le extraña —sus dedos hicieron una ligera presión sobre el brazo de Carey, que oyó cómo contenía la respiración— que Madge tarde tanto en responder?
Se hizo un largo silencio. Carey trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave.
—¡Espere! —dijo Louise apresuradamente—. ¡Por el amor de Dios, espere y no se dispare! ¡Puede ser que tenga miedo de abrir la puerta!
—Master me juró —dijo Carey— que siempre habría aquí uno de sus hombres. ¿Por qué han de tener miedo de abrir la puerta?
—No sé.
—¡No es posible que sean todos unos estúpidos! No pueden dejar que eso suceda de nuevo… Supongo que se vendría a casa, ¿no?
—Vino a casa. Jack y yo la trajimos, y, ahora que pienso en ello, nos siguió un coche de la Policía —la voz de Louise se hizo más aguda cuando Carey apartó su mano del brazo y comenzó a quitarse la chaqueta—. ¡Por el amor de Dios, tenga cuidado! ¡Es usted el hombre más impulsivo que he conocido! ¿Qué va usted a hacer?
—Voy a entrar ahí.
—Madge dijo que usted abrió las puertas anoche con una ganzúa. ¿No tiene ganzúas aquí?
—Sí. Pero no es porque ande buscando ningún cofre para descerrajarlo, sino porque no me he cambiado de traje. Pero esto requiere medidas más radicales.
—Entonces, ¿qué va usted a hacer, Carey Quint? ¡Será usted capaz de…!
—Tiene usted razón —convino Carey.
Y con la chaqueta liada alrededor de la mano derecha, dio un golpe al cristal.
La protesta de Louise fue ahogada por el crujido de los vidrios. A Carey, que asomó la cabeza por el cristal roto, buscando una llave en el interior y haciéndose una cortadura en la sien por su apresuramiento, le pareció que se movía en un laberinto en medio de aquel ruido de cristales rotos.
Dentro se veía una luz, una pequeña y mortecina luz, que colgaba del techo, alumbrando una escalera cubierta por una vieja alfombra. La llave que había puesta en la cerradura, por la parte de dentro, era pesada y de forma antigua. Carey le dio la vuelta y abrió.
—¡Madge! —gritó.
Aun aquí, en la misma entrada, la enrarecida atmósfera del Isis Theatre los envolvía de una manera tan palpable como el incienso. La mortecina luz de la parte superior de la escalera era un globo perforado, que moteaba los escalones de diminutas lagunas luminosas.
Inteligentes en lograr efectos, sabias en el arte de crear atmósfera fueron las cuatro generaciones de los Palliser. De las paredes de la estrecha escalera colgaban pequeños cuadros, en los que un grabador del siglo XVIII había expresado sus conocimientos del asunto, es decir, de la tortura, como se aplicaba en algunos países de Europa después de la Edad Media. Los puntos de luz titilaban mortecinamente sobre ellos. Hablaban de humo, de oscuridad y de un alma diabólica. Los miembros de las víctimas aparecían exangües; sus rostros semejaban pequeños cráneos.
—¡Madge! —gritó Carey.
Sacudiendo los fragmentos de cristal de su chaqueta, corrió por la escalera mientras se la ponía.
Oyó a Louise que le llamaba, pero no se detuvo, Aquel primer tramo de escalera parecía no terminar nunca. Llegó a un descansillo que torcía bruscamente, de modo que la mortecina luz quedaba casi oculta, y después a otro tramo de escalera que se elevaba como una pesadilla.
Carey subió corriendo el segundo tramo, mientras su corazón le latía aceleradamente, experimentando náuseas, solo para encontrarse con un interminable tercer tramo. Como subía los escalones de dos en dos la sangre le zumbaba en los oídos y experimentaba una sensación de vértigo, como si estuviese realizando una ascensión a una altura semejante a la de St. Paul.
Continuó su ascensión en medio de la oscuridad. Únicamente el reflejo de la luz que había abajo rompía las tinieblas. El viejo edificio, pesado, alto y vacilante, pareció vibrar como si una conmoción exterior chocase contra sus paredes.
—¡Madge!
No podía hacerse oír gritando de aquella manera, con la respiración entrecortada, lo que hacía que la sangre se agolpase aún más en su cabeza. En las tinieblas vislumbró una puerta. Un hilo de luz se escapaba por debajo.
El eco rebotó, pero no hubo respuesta. Carey abrió la puerta, que daba a un pasillo iluminado. Se hallaba en el piso inmediatamente debajo del tejado. Aturdido, se apoyó contra la puerta para calmar el torbellino que sentía en su pecho y aclarar su vista, ante la que todo parecía dar vueltas.
—¡Madge!
Una bombilla eléctrica, cubierta con una pantalla de color rosa, colgaba del techo en el pasillo. Aquella rosada forma tenía una sencillez y una vulgaridad que hacía del pasadizo un cuadro de la época del rey Eduardo. Desde el otro extremo, una armadura japonesa, cubierta con una máscara diabólica, le miraba con ojos insondables. Estaba flanqueada por carteles anunciadores, que con grandes letras negras recordaban las Noches fantásticas de Palliser, de fechas muy lejanas.
A izquierda y a derecha se abrían varias puertas. Pero Carey se interesó únicamente por una de ellas. Estaba situada a la derecha, casi al final del pasillo. Del otro lado de aquella puerta, que estaba abierta de par en par, le llegó el rumor de pasos que corrían. ¡Ligeros pasos que resonaban débilmente en lo que parecía ser una superficie metálica!
Y era una superficie de metal, en efecto. Carey lo descubrió cuando se arrojó por aquella puerta que se le presentaba abierta. Y el abismo se abrió tan repentinamente a sus pies, que pareció como si le hubiesen golpeado en la nuca. Resbaló sobre el pulido enrejado, se tambaleó, se enderezó y pudo recobrarse a tiempo para evitar caer de cabeza al escenario del Isis Theatre desde una altura de cuarenta pies.
Permaneció inmóvil, zumbándole la cabeza y con los pulmones doloridos mientras trataba de recobrar el aliento.
No solamente se hallaba dentro del teatro, sino que se encontraba dentro y en la parte superior del escenario. Hasta él llegaba el olor de pólvora, de grasa y de pintura, que se mezclaban como el polvo que se desprende de una alfombra al sacudirla. El eco resonaba como en el interior de una caracola.
El enrejado de hierro sobre el que se hallaba era el balconcillo corrido que tienen todos los teatros en el escenario: una estrecha plataforma con barandilla, que corría por tres de los lados en el interior del proscenio. Colgado de la pared, era un peligroso circuito. Abajo, entre cuerdas, cables y decoraciones, podía ver el escenario en sombras. Podía ver el telón, las candilejas y, más allá del arco del proscenio, varias filas de butacas tapizadas de pana roja.
Muy abajo pudo distinguir uno o dos focos, que derramaban pálidos resplandores sobre una parte del escenario. Por encima de él, la bóveda estaba sumida en la oscuridad. El rayo de luz de los focos no tocaba las sucias paredes de ladrillo, que ofrecían un desolado aspecto, pero iluminaban una figura que había en el escenario. La figura de una muchacha vestida con un traje blanco y plateado. Vista desde arriba, solo podía distinguirse la cabeza y la parte superior del cuerpo. El cabello de la joven era de un color castaño oscuro, cortado en melena y aureolado de oro donde la luz se bañaba. La muchacha estaba inmóvil.
Sola en el escenario, ausente y fantasmal, estaba sentada en una postura rígida y poco natural. Su mirada se dirigía hacia el público, un público inexistente, un público de fantasmas en un teatro en tinieblas. El ruido no la molestaba… Los fantasmas no la turbaban. Su completa inmovilidad era la inmovilidad de la muerte o…
Carey Quint también permaneció inmóvil.
Estaba asustado, tan asustado, que no podía moverse ni tragar saliva, no atreviéndose ni siquiera a respirar. Se sentía helado; no quería creer. Por su mejilla corría un hilillo de sangre que se escapaba de la cortadura que tenía en la sien. Sentía correr la sangre, se daba perfecta cuenta de ello, pero de nada más. Lo sentía, porque su rostro, que antes estuviera ardiendo, se encontraba ahora tan frío como el frío que sentía en el corazón.
Algo le oprimía el pecho, produciéndole un intenso dolor. Le parecía que todo el teatro, todo lo que le rodeaba, se había convertido en un sueño de pesadilla. ¡No podía ser! ¡Él no permitiría que fuese! ¡Él…!
—¡Carey! —gritó una voz.
El eco la siguió, empujándola suavemente hacia arriba.
Pero la voz no provenía de la inmóvil figura del escenario. Venía de alguna parte alta, lejana. Llegaba hasta él suavemente, con ansiedad exenta de terror. Aturdido todavía por el golpe de lo que creyó ver, agarrándose a la barandilla de hierro de la pasarela, como si aquello fuese lo único que le pusiese en contacto con la realidad, Carey se volvió lentamente.
Viva y sana, Madge Palliser le contemplaba desde el otro lado de la pasarela de hierro.
Sus manos se asían también al borde de hierro de la baranda. Se inclinaba hacia adelante, con los ojos fijos en él. Cálida, humana, viva, los labios entreabiertos, los ojos brillantes y en el rostro una expresión que Carey no podía leer. Madge fue la que se movió primero, corriendo hacia él.
—¡Carey! —dijo de nuevo.
Por encima del solitario escenario, los tacones de sus zapatos repiqueteaban sobre el enrejado de hierro por el que corría.
Por el efecto de la reacción, por la revulsión de sensaciones que experimentaba después de lo que había temido, Carey Quint no podía pronunciar palabra. Pero no fue necesario. Después de una riña en la que se han lanzado acusaciones que no pueden ser retiradas, el único deseo que se experimenta es borrar el pasado, echar abajo las barreras y arrojar lejos el recuerdo de los viejos tiempos sin pronunciar una palabra.
Madge también lo deseaba; Carey lo comprendió por el estremecimiento de su cuerpo cuando la tomó en sus brazos. Había lágrimas en sus mejillas cuando la besó en la boca, en los ojos, en la garganta; y la oprimía con tan insensata fuerza que, de todas formas, ella no hubiera podido hablar. Y de esta manera fue como los encontró Louise Benton uno o dos minutos después.