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Luego, más tarde, recordaron que su conversación en aquellos momentos fue algo caótico.
—¿Creías de verdad —preguntó Carey— todas las cosas que dijiste de mí esta tarde?
—¡Por favor! ¡Me estás haciendo daño en los brazos!
—¿Te importa?
—No.
—¿Lo creías?
—Creer, ¿qué?
—¡No evadas la pregunta! ¿Decías de verdad todo aquello de que yo quería hacerte daño?
—¡No, no y no! —dijo Madge con voz ahogada—. Por lo menos —rectificó—, no todas —y continuó hablando rápidamente para evitar una explosión sobre este punto—. Supongo que estás borracho, Carey Quint, ¿no?
—¿Por qué supones que estoy borracho? ¡No he probado una sola gota de nada en toda la noche! ¡Estoy tan sereno como…!
Miró a su alrededor, como buscando una comparación, y no encontró ninguna. La magnitud de su sobriedad, por lo menos alcohólica, le aturdía y le asombraba.
—Tú dijiste —dijo Madge, estrechándose más contra su hombro— que tenías que estar borracho para besarme.
Después de levantar la mano con gesto de orador y aspirar profundamente, Carey se dominó.
Era una provocación tan evidente que se negó a tomarla en consideración. Tenía la desagradable sospecha de que iba a oír mucho sobre este mismo asunto, de cuando en cuando, en el futuro. Pero en aquel momento su cerebro estaba tan ocupado con miles de preguntas y conjeturas que no podía expresarlas lo suficientemente aprisa.
—¡Escucha! —dijo, sacudiendo a Madge hasta que le castañetearon los dientes, pidiéndole perdón al punto y volviéndola a besar—. ¿Qué demonios pasa aquí? ¿Dónde está la Policía? ¿Estás sola? ¿Por qué no respondiste a la llamada del timbre? ¿Quién…?
Estaba tan sofocado que no pudo terminar la frase, y acabó señalando con un violento ademán a la figura de cabello castaño que había en el escenario.
Madge siguió la dirección de su mirada.
—¡Carey! —exclamó—. ¿No pensarás que era yo?
—¡Sabes muy bien que lo pensé! Me dejó helado. ¿Quién es o qué es?
—Es un muñeco —respondió Madge—. Se llama Corinne.
—¿Corinne?
—Cuando la inventó mi bisabuelo se llamaba Fátima y jugaba al whist. Yo he hecho otra figura y la he modernizado para mi nuevo espectáculo, si es que se llega a estrenar el nuevo espectáculo. Pero el principio es el mismo.
Carey examinó a Corinne, el autómata que se movía sin alambres ni resortes, o sin que en su interior se introdujese una persona. Sus ojos recorrieron el escenario, las baterías, el gran teatro en sombras.
Los fantasmas de Abel Palliser y Chester Quint deberían de encontrarse allá abajo. Deberían de estar entre bastidores, con sus bigotes y todo lo demás, mirando con ojos espectrales lo que hacían sus dos descendientes. A Carey le parecía muy simbólico que la querella terminase uniéndose los enamorados ante el mismo muñeco que había sido la causa de todo.
Vio que la misma idea se le había ocurrido a Madge, que debió de estar mirando también a los dos fantasmas, allá abajo, entre bastidores.
—Todo ha terminado, ¿verdad? —preguntó Carey.
—¿Qué?
—Todo este pelear, este odio, el estar tirándonos fango unos a otros y…
—¡Querido, ya sabes que sí! —dijo Madge.
Y su abrazo fue tan largo, tan completo, que hubiese podido disculpársele a uno de los fantasmas el consultar su reloj fantasmal.
En aquel momento, Louise Benton llegó a la pasarela. Se detuvo, y su expresión de temor se trocó en una mirada de asombro, no exenta de indulgente irritación.
—¡Bueno! —dijo, mientras su rostro se teñía de rosa—. ¡Deseaba que llegasen ustedes a comprenderse! ¡Deseo que…! —en su garganta luchaban palabras incoherentes; todavía llevaba aquella fotografía que le diera Carey; la agitó en el aire, riendo, aliviada—. ¿Está usted bien, Madge?
—¡En toda mi vida me he encontrado mejor que ahora!
—Pero no contestó usted al timbre, y Carey…
—Echó abajo la puerta, ¿no? —preguntó Madge—. Ahora estoy empezando a conocer los procedimientos que utiliza.
—Pero ¡usted no contestó!
—¡Tenía miedo de hacerlo! —dijo Madge; contra su voluntad, a pesar del cálido contento que la embargaba, Madge se estremeció—. Dijeron que todo marchaba bien. El inspector Masters dijo que ya no había peligro, y por eso fue por lo que retiraron de aquí al policía. Pero de todos modos…
—¿Que retiraron al policía? ¿Por qué?
—Porque han descubierto al asesino —replicó la muchacha.
Silencio.
¿Silencio? En lo más profundo de su ser, Carey percibía un ruido o, mejor, una débil confusión de ruidos mezclados que chocaban contra las paredes del teatro; más como una vibración que como un sonido determinado.
El rosado color de Louise había desaparecido; sus azules ojos brillaban de una manera extraña; sus dedos oprimían la fotografía.
—¿Quiere usted decir que han detenido al asesino? —preguntó.
—¡No, pero saben quién es! De modo que pueden vigilarle y, por consiguiente, no importa si me vigilan a mí o no —Madge tembló de nuevo—. Sé que no me iban a engañar o, por lo menos, no creo que lo hicieran. Pero cuando se oye sonar el timbre de la puerta…, y luego alguien la echa abajo, y parece que la persigue alguien…
Louise se humedeció los labios.
—¡Madge! ¿Quién es el asesino?
—No lo sé. No me lo dijeron. Lo único que hicieron fue tratarme como a una criatura.
—¿No le dieron el menor indicio?
—No; ni el más leve.
—Por casualidad, ¿recordaste lo que tenías que recordar? —preguntó Carey—. La pista por la que ellos creían poder resolver el problema si tú recordabas.
—No —replicó Madge; se separó de él y extendió las manos—. ¡Escucha, Carey! Si alguien te dice: «Haga el favor de decirme qué estaba pensando en un momento determinado del último miércoles», ¿cómo diablos podrías hacerlo?
—Sí —admitió Carey tristemente—. Creo que tienes razón.
—De todos modos, parece que no necesitaron esa información. Creo que sir Henry Merrivale lo adivinó todo él solo.
—Sí; eso es lo me estaba diciendo Louise.
—¿Acerca de qué? —se apresuró a preguntar Madge.
—Acerca del armario del vestíbulo, ¡cualquiera que sea su significado!, sobre la coartada de su tío Horace y la figura del policía con bombín…
—Y, por supuesto —interrumpió Madge—, sobre el doctor Rivers.
Louise pareció cogida por sorpresa; abrió mucho los ojos y luego los entornó.
—¿Qué hay sobre Jack Rivers? —preguntó.
—Pero, ¡Louise —protestó Madge, mirándola con perplejidad—, usted estaba allí! ¡Usted lo oyó! Fue a la hora del té cuando sir Henry Merrivale llegó y se puso a revolver toda la casa. Se llevó al doctor Rivers a un lado y comenzó a hacerle pregunta tras pregunta, sin permitir que le escuchásemos.
Louise reflexionó y después se encogió de hombros con una ligera expresión de alivio.
—¡Oh! ¿Es eso? —dijo—. Sí; recuerdo. Después me dijo Jack que no era nada de importancia.
—¡Seguramente sir Henry Merrivale le hizo jurar que guardaría el secreto! —dijo Madge.
—Pero, ¡querida!, secreto ¿por qué?
—No lo sé —confesó Madge.
Los ojos verde-gris estaban fijos por efecto de la concentración de su pensamiento.
—La cosa más horriblemente desesperante —continuó, golpeándose con los nudillos en la frente— es el resolver un problema y no poder averiguar, por nada del mundo, cuál es la solución. Solo hay un consuelo, Carey.
—¿Cuál?
—Adiviné el truco de la habitación precintada —explicó Madge con sencillez—. Una Palliser lo adivinó antes que un Quint.
Carey experimentó un ligero sobresalto. Le pareció que allá, entre bastidores, los fantasmas de Quint y Palliser aguzaban el oído y escuchaban atentamente.
—¿Será superfluo decir, Madge querida, que no lo has resuelto?
—Mi querido Carey, ¡lo he resuelto! ¡Por lo menos, eso no lo puedes negar! ¡Oíste que sir Henry Merrivale lo decía así!
—Entonces, ¿cuál es la solución?
—En este momento, como es natural, no puedo decírtelo —dijo Madge con dignidad—. Pero eso no altera, en manera alguna, el principio de la cuestión.
—¿Por qué diablos —dijo Carey, haciendo un esfuerzo para contenerse— has de hacer esas observaciones, cuando sabes que la teoría que avanzaste es, evidentemente, un error de lógica?
—¿Estás lanzando juramentos, querido?
—No, querida Madge; únicamente razonaba contigo lo mejor que podía sobre un punto en el que tu buen sentido parece haberte abandonado.
—Hablando de buen sentido —observó Madge—, estaba pensando precisamente en un episodio de la historia de los Quint que es mejor olvidar. Me refiero al curioso comportamiento de mistress Arabella Quint, esposa del primo de tu padre, Andrew Quint…
—¡Por favor, no sean tontos!
La intervención de Louise Benton les hizo detenerse. Louise corrió hacia ellos extendiendo una mano a cada uno y sonriéndoles implorante. Después se detuvo por segunda vez. Miraba hacia abajo y vio el muñeco que había en el escenario.
—¿Qué es eso? —gritó Louise—. ¡Miren!
—No tiene vida —le aseguró Carey—. Es Corinne, llamada primitivamente Fátima. Es un muñeco que antiguamente jugaba al whist.
—Eso —dijo Madge— fue lo que me recordó a Arabella Quint. El éxito de mistress Quint, jugando al whist, después que su esposo le enseñó el secreto del falso pase y del doble corte…
—¿No querrá decir —exclamó Louise— que es el mismo muñeco que yo solía ver aquí cuando era una niña? Mostraban al muñeco sentado sobre un cilindro de cristal transparente, de forma que se podía ver que no había comunicación alguna con el escenario. ¿Es el mismo?
—El mismo —dijo Madge.
Louise estaba fascinada por completo. Inclinándose sobre la barandilla, examinó la figura y continuó hablando casi sin aliento, a pesar de su intento de echarse a reír.
—Creo haberles dicho —continuó— que los momentos más felices que pasé cuando era niña fueron los pasados en Saint Thomas’s Hall. Me acuerdo de Fátima porque era una cosa extraordinaria. ¡No comprendía cómo funcionaba y aún hoy no lo entiendo! —Louise dudó; se volvió a ellos con una sonrisa suplicante—. Es una indiscreción que se lo pregunte, lo sé; pero ¿habría algunos alambres ocultos?
—No —dijo Madge.
—Pero, ¡francamente! —dijo Louise—, ya sé que ahora no es el momento oportuno para hablar de esto. ¡De todas formas, eso es imposible! La figura estaba sentada en medio de la escena. ¡Nadie la movía! ¡No había comunicación de ninguna clase! En su interior no había más que una maquinaria de reloj y unas gomas o lo que fuera. Sin embargo, se movía y jugaba al whist como una persona.
—¡Exactamente! —dijo Madge, sonriendo.
—Supongo que no debo preguntarles cómo funcionaba, ¿verdad?
—No —Madge sonrió—. Me temo que es un secreto profesional.
—¡Tontería! —dijo Carey—. Yo le diré cómo funcionaba.
Al ver la ofendida y asombrada expresión del rostro de Madge, el tono de Carey se hizo amargo.
—¡Sí, ya lo sé! ¡Soy un traidor! ¡Dilo!
—¡Eres un traidor! ¡Lo digo!
—Si hay algo en el mundo que no puedo soportar —prosiguió Carey—, y que nunca pude soportar, ni aun siquiera antes de aprender algo sobre el ilusionismo, es la sonrisa astuta, tolerante y soñadora que adoptan todos los de nuestra profesión cuando se les pregunta algo sobre su trabajo. Tal vez eso esté muy bien ante los extraños, pero entre amigos me saca de quicio. Puede que no ponga mi alma en el trabajo. Puede que sea una desgracia para la profesión. Ya lo he admitido. Pero el insulto que supone esa sonrisa me hace verlo todo rojo. No puedo fingirme el místico Yogi en privado como tengo que hacerlo en público. Por eso es por lo que le voy a decir a Louise una cosa que se refiere a…
De repente se detuvo. En aquel momento todo el Isis Theatre pareció vibrar como una cuerda de un arco.
Tampoco ahora oyeron ruido alguno, sino un lejano gruñido, que podría haber sido un estremecimiento de la tierra. Se dieron cuenta de que aquello no era más que un cascarón de viejos ladrillos; de que la pasarela temblaba bajo sus pies; de que algo lejano y abominable había clavado las garras en su mundo. El tejado del Isis Theatre tembló. En alguna parte se apagó una luz eléctrica.
Madge abrió los labios para hacer una pregunta; nadie se movió.
—Por si no lo saben —dijo Louise, fingiendo despreocupación—, han estado atacando el East End, por la parte de los muelles, desde esta tarde.
—Pero ¡no se oye gran cosa! —protestó Madge.
—No, todavía no. Pero espere a que empiecen por aquí.
Madge se humedeció los labios.
—¿Es eso? —preguntó.
—Sí —dijo Carey—; creo que sí.
Después, todos permanecieron en silencio, escuchando, como tantas otras personas lo estaban haciendo en aquel instante.
Pasándose la fotografía del hombre desconocido a la mano izquierda y poniéndosela después bajo el brazo, Louise miró con expresión de indiferencia su reloj de pulsera.
—Tengo que irme a casa —dijo—. Tenía una cita allí y lo había olvidado por completo —levantó bruscamente la mirada—. Pero ¿no es esto una tontería? La brutalidad se aproxima, no sabemos hasta qué punto. Lo único en que puedo pensar antes de irme —se echó a reír— es en ese muñeco y en cómo funciona.
—El secreto de ese muñeco —le dijo Carey— se puede explicar en dos palabras: ¡aire comprimido!
Louise le miró asombrada.
—¿Aire comprimido? —repitió como un eco.
—El muñeco, como usted recuerda bien —dijo Carey, señalando con la cabeza hacia el escenario—, se colocaba sobre un cilindro hueco de cristal corriente. En apariencia, era para demostrar que no podía existir comunicación alguna con el suelo del escenario.
—Sí, claro.
—El cilindro estaba completamente hueco, y en eso estribaba todo. En el interior de la figura, para mover los brazos, los dedos y la cabeza, hay unos tubos que tienen acoplados unos contrapesos. El aire comprimido, a una presión variable, se hace pasar desde debajo del escenario a través del cilindro hueco. Con una determinada cantidad de presión se mueven los pesos que levantan los brazos del muñeco. Se quita la presión, y los brazos bajan. Al devolverla de nuevo, se consigue otro movimiento. En realidad, se trata de un magnífico mecanismo de relojería, con un cuadro de mandos bajo el escenario que gobierna todos los movimientos. ¿Empieza a comprender ahora?
—¿Y es eso todo? —preguntó Louise.
—Eso es todo. ¡Guárdese de lo que en apariencia hace difícil un truco, como, por ejemplo, el cilindro de cristal, porque es lo que hace que los trucos sean más sencillos! El principio del ilusionismo, cuando se piensa en él…
Al llegar a este punto, Carey se detuvo. Asombrado, miraba ante sí, en aquel vacío en penumbra sobre el escenario, sin ver nada. La luz se había hecho en su cerebro.
—¡Dios mío! —murmuró Carey, golpeándose con el puño derecho sobre la palma de la mano izquierda con gesto de haber comprendido.
—¡Escuchen! —gritó Louise.
A pesar de lo que pudiera haber dicho, no parecía interesada en el funcionamiento de un muñeco de ilusionista. Con los ojos fijos en el techo, escuchaba un zumbido palpitante —el zumbido de los bombarderos pesados—, que se fundía y mezclaba en el oído con aquella otra lejana confusión. Era más persistente que el zumbido del avión solitario que escucharan la noche anterior. Era un zumbido abominable, que estremecía todo el cielo.
Y a Madge, aunque le asustaba hasta hacerla palidecer, le recordaba algo.
—¡Carey! —exclamó, apuntándole con un dedo, como si al fin hubiese conseguido alcanzar un recuerdo.
Y entonces los dos hablaron simultáneamente.
—¡El fósforo quemado! —dijo Madge.
—¡El armario! —dijo Carey.
—¿Qué pasa? —exclamó Louise casi gritando—. ¿De qué están hablando ustedes?
—Louise —dijo Carey—, este no es momento oportuno para decirlo, pero creo que los dos lo sabemos ahora. Sabemos cómo murió su padre. Sabemos cómo se llevó a cabo el truco.
Dando un paso atrás, Louise se apoyó en la barandilla de la pasarela. Su pecho se agitaba. A pesar de que era una ilusión, un estado de hipnosis producido por la tensión nerviosa, el zumbido de los aviones parecía hacer vibrar todo el edificio; las baterías temblaban, las cuerdas se estremecían, y hasta los fantasmas de Quint y Palliser parecían esperar, alerta.
—¿Y ahora? —balbució Louise, temblándole la boca.
—Ahora —respondió Carey— vamos a coger un taxi, si podemos encontrarlo. Iremos a su casa tan rápidamente como podamos.