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El joven se volvió rápidamente. Un observador desinteresado hubiera dicho que parecía sinceramente asombrado.
—¡Santo Dios! —exclamó; y, quitándose el incalificable sombrero que llevaba, se la quedó mirando. Transcurrieron varios segundos antes que respondiese—: ¡Oiga! Usted es Madge Palliser, ¿verdad?
La joven echó hacia atrás la cabeza.
—¡Como si usted no lo supiera! —respondió con amargo acento.
—¡Maldita sea! ¡Pues no lo sé! —protestó míster Carey Quint, y quedó mirando a la joven de nuevo—. Después de todo, yo no la he visto más que en fotografías, y he de añadir que…, ¡hum!, no la favorecían mucho. ¡Ah, ah!
Miss Madge Palliser cerró los ojos.
Debemos dejar sentado que las palabras «¡Ah, ah!» carecían absolutamente de significado y que eran, única y exclusivamente, producto del nerviosismo del joven. Fueron pronunciadas a falta de otra cosa mejor que decir. Pero una mujer, especialmente una mujer en el estado de ánimo en que se encontraba miss Palliser, pocas veces oye lo que realmente se dice: oye lo que espera oír.
—¿Se da usted cuenta, míster Carey Quint —preguntó la muchacha con su mesurado tono de voz—, de que no se ha afeitado hace quince días? ¿De que necesita que le planchen la ropa? ¿De que su corbata está deshilachada por los bordes? En una palabra: ¿se da usted cuenta de que, por lo que a su aspecto personal se refiere, se parece como dos gotas de agua a eso? —y extendió un índice tembloroso señalando al lagarto del trópico americano, que se encontraba a la derecha del joven.
Este se inclinó un poco para ver hacia dónde había señalado.
El lagarto tropical americano (ameiva ameiva) parpadeó y masticó algo con sus descoyuntadas mandíbulas. La comparación era francamente injusta, y míster Carey Quint comenzaba a perder la paciencia.
—¿No sería mejor que dejásemos a un lado mi aspecto personal? —sugirió.
—Entonces, ¿será tan amable que deje también a un lado el mío?
—¡Vamos! Yo no he dicho nada sobre su aspecto personal.
Miss Palliser arqueó las cejas.
—¿De veras? —murmuró—. Pues me pareció, digo que me pareció, que pronunció claramente una exclamación: «¡Ah, ah!».
—Dije «¡Ah, ah!», pero no quise decirlo en ese sentido.
—No es que eso sea de gran interés —dijo miss Palliser—, pero ¿puedo preguntarle qué quiso usted decir exactamente?
Míster Quint extendió las manos.
—En realidad —contestó—, es usted una agradable sorpresa. De veras. Claro que he visto sus fotografías, pero pensé que estaban retocadas con fines publicitarios. Realmente creí que sería usted un adefesio.
La joven se le quedó mirando.
—¡Es usted detestable! —gritó con apasionamiento—. ¡Dios mío! ¡Qué detestable!
—¡Escuche! —exclamó el joven tragando saliva.
Miró a su alrededor, buscando inspiración, como determinado a mostrarse razonable, pero no halló nada que le inspirase. Sus ojos no vieron más que la cobra, el monstruoso gila y el lagarto americano. Un cartel colocado en el departamento de este último manifestaba que era conocido como el «corredor del desierto», debido a su extraordinaria rapidez. Míster Quint colocó cuidadosamente su maletín en el suelo.
—Antes de seguir adelante —dijo—, y antes que digamos cosas de las que después nos arrepintamos, desearía hacerle una sugerencia. ¿Me lo permite?
—No. ¿Qué es?
Míster Quint suplicó.
—¿Por qué no hemos de acabar de una vez con esta maldita y estúpida enemistad? —preguntó.
—¿Estúpida enemistad?
—Durante tres generaciones —continuó el joven— su familia y la mía han estado siempre a mal. ¿Por qué?
—Porque la familia Quint, empezando por su bisabuelo…
—¡Espere! —suplicó el joven—. ¡No lo diga! ¡Esa no es la mejor manera de empezar!
—Lo siento. Tal vez pueda usted indicarme cuál es la mejor forma de hacerlo.
El joven se serenó. Con el fin de dar mayor énfasis a sus palabras, golpeó con la palma de la mano la superficie de cristal tras la cual se encontraba la cobra.
—Esta enemistad —continuó— ha sido un verdadero escándalo público, sin contar lo que ha hecho reír a la gente. Nos hemos peleado, nos hemos insultado en los periódicos, nos hemos pegado en las calles, hemos pleiteado, y todo ¿por qué? Pues simplemente porque su bisabuelo tuvo un disgusto con el mío en el año mil ochocientos setenta y tres.
La mirada de miss Palliser comenzaba a suavizarse.
—Mil ochocientos setenta y cuatro —corrigió.
—Está bien. Mil ochocientos setenta y cuatro. La cuestión es: ¿importa eso?
—Si el honor de la familia —dijo la joven—, si el honor profesional significan tan poco para usted como para el resto de los Quints…
De nuevo el joven golpeó con la mano sobre el cristal. La cobra pareció algo molesta; sus grasientos anillos, blancos y negros, se deslizaron ligeramente hacia adelante entre las rocas artificiales.
Mike Parsons estaba furioso, pero el joven no le prestó atención.
—¡Que reviente el honor de la familia! —exclamó—. Me apuesto algo a que nadie, ni una persona entre diez de cualquiera de los dos bandos, sabe cuál fue el motivo de la riña.
—Yo se lo puedo decir a usted, míster Carey Quint. Su bisabuelo…
—¡No lo diga!
«¡Pam!». De nuevo su mano golpeó sobre el cristal.
—¡Diré lo que quiera! —exclamó miss Palliser—. Su bisabuelo acusó al mío de ser un ladrón.
—Bueno, ¿y qué?
—Supongo que usted dirá, míster Carey Quint, que mi bisabuelo era un ladrón, ¿no? ¿Que él exhibió a Fátima antes que el suyo?
—Si quiere conocer mi opinión más sincera —gruñó el joven—, no lo sé.
—Comprendo que será difícil —replicó la muchacha—, pero trate de darme una respuesta.
—Si lo que desea usted es conocer mi verdadera opinión, le diré que sí. Dudo que su respetado bisabuelo tuviese talento suficiente para ejecutar todo aquello por sí mismo.
—Abel Palliser —gritó su enojada bisnieta— era la cabeza de nuestra profesión. ¡Fue un gran artista!
—Fue el primer hombre que cortó a su esposa por la mitad con una sierra. Lo admito.
—Gracias.
—Pero eso fue todo lo que hizo. Su «guillotina mejorada» resultó un camelo, y su «cámara china de tortura», un fracaso.
Al llegar a este punto, Mike casi se tambaleó.
—Usted sabe —dijo la joven con las mandíbulas apretadas— que la frescura de ciertas gentes me hace…, me hace… —no podía encontrar la palabra adecuada. Era demasiado para ella—. ¿De modo que quiere enterrar el hacha de la guerra? ¿Quiere usted liquidar la cuestión ahora y para siempre?
—Sí.
—Sin embargo, ha tenido la audacia de llamar ladrón a mi bisabuelo y, deliberadamente, está usted pensando al mismo tiempo en robar un truco que es propiedad de mi familia, ¿no?
El joven la miró con fijeza.
—¿De qué demonios está hablando? —preguntó.
—Usted sabe perfectamente de lo que hablo.
—¡Que el diablo me lleve si lo sé! ¡Explíquese!
«¡Pam!». Otro golpe sobre el vidrio.
La cobra comenzaba a disgustarse, según podía apreciar cualquiera. Una diabólica cabecita se levantó y empezó a balancearse con maligna coquetería. La aplastada caperuza le daba el aspecto de un estúpido rostro provisto de gafas. Es de notar que el gila y el lagarto americano estaban disgustados también.
—¿Puede negar —preguntó la muchacha— que dentro de una semana va a estrenar en su programa el número «las serpientes que desaparecen»?
—¡Naturalmente que no lo niego! Lo haré, esto es —señaló hacia los departamentos de vidrio—, si encuentro los modelos adecuados. Los que tengo ahora no acaban de satisfacerme. Pensé que si yo hago algunos bocetos y consigo que Pedronne me construya los modelos…
—¡Ladrón! —le apostrofó miss Palliser—. ¿No sabe que el número de «las serpientes que desaparecen» fue inventado por mi tío segundo Arthur?
Míster Carey Quint inclinó la barbilla sobre el pecho con un aire de ofendida dignidad, que corría parejas con el de la joven.
—Perdone —dijo el joven con voz de bajo profundo, que resonó lúgubremente en la Casa de los Reptiles—. El número de «las serpientes que desaparecen» fue inventado por Eugene Quint, mi padre, hace exactamente dieciocho años.
—¡Ja, ja, ja! —se burló miss Palliser.
—¡Le digo que fue inventado por mi padre y puesto en escena en los «Misterios de otoño mil novecientos veintidós»! ¡Y, lo que es más, puedo probarlo!
—¡Ja, ja, ja! —repitió miss Palliser.
—Las serpientes artificiales que utilizó —dijo su compañero casi a gritos— fueron construidas bajo la dirección del herpetólogo de este mismo Parque Zoológico. Si este hombre está todavía aquí, confirmará lo que digo. ¡Yo lo recuerdo! ¡No tenía a la sazón más que doce o trece años, pero lo recuerdo perfectamente! El…
—¡Ja, ja, ja! —volvió a burlarse miss Palliser.
Carey Quint se detuvo; bajó la cabeza otra vez como para serenarse.
—¿Sabe una cosa? —preguntó con distinto tono de voz. Era un tono indiferente, como si las barreras que existían entre ellos se hubiesen venido abajo—. La semana próxima haré mi primera aparición en un escenario, y desearía no haber tenido nunca nada que ver con esta infernal profesión.
La joven abrió mucho los ojos. Ahora no fingía; estaba realmente sorprendida y un poco sobresaltada.
—¿No quiere debutar la semana próxima?
—Le aseguro que no.
—Supongo que se deberá a los nervios.
—Sí, estoy nervioso, lo confieso. No hago más que ensayar mi papel y aclararme la garganta, pensando qué será lo que salga mal. Y estoy despierto toda la noche a causa del miedo que tengo. Pero eso no es lo peor. Yo no he nacido para esto.
Fue como si hubiese blasfemado contra una cosa sagrada.
—¿No le gusta? —preguntó la joven con incredulidad.
—Como pasatiempo o como juego, sí; pero como trabajo serio, no. Tengo un miedo tan infernal a ese début, que me despierto por las noches bañado en sudor frío.
—Entonces, ¿por qué demonios lo ha escogido?
—Supongo que ha sido a causa de la presión que me ha hecho la familia. Soy el último de los Quints, lo mismo que usted es la última de los Pallisers. ¡La real familia de la profesión! ¡No reniegues de los antepasados! Pero a nadie se le ha ocurrido pensar nunca que yo pudiera desear una vida y una profesión a mi gusto.
—¡Oh! ¿Y qué es lo que quiere hacer usted?
Una suave y engañosa dulzura impregnaba el acento de la joven. Sus ojos verde-gris, la naricilla corta, la redonda barbilla y los labios entreabiertos, enmarcados por el oscuro cabello castaño, le daban una apariencia llena de ingenuidad e interés. Carey, erróneamente, lo tomó por simpatía. Su voz, como la de Hamlet, adquirió un tono amargo.
—Voy a confiarle un secreto —confesó—: quiero ser criminalista.
—¿Qué es lo que quiere ser?
—Deseo estudiar el crimen, ingresar en la Policía, si puedo, y abrirme camino en ella. Esa ha sido la gran ambición de mi vida.
—¿Por qué no lo ha hecho?
—No me dejaron. ¡Malditos sean!
—¿Quiere decir que su familia no lo consintió?
—Exactamente.
La muchacha se inclinó hacia él.
—¡El señor quiere ser detective! —dijo ella con un cambio de tono en su voz que hizo dar un salto al joven—. ¡El señor quiere ser detective —volvió a susurrar miss Palliser con una voz dulce como la miel—, y su antipática familia no le deja! No le permite separarse de sus faldas para que detenga a los grandes criminales —su voz se elevó en una especie de chillido—. ¡Oh! ¡Pobre muchacho, pobre muchacho!
Aquello era demasiado.
Si Madge hubiese tenido algunos años más, se habría dado cuenta de que hay un tono especial que nunca debe emplearse para hablar a los hombres. No pueden perdonarlo y, a veces, suele ser la causa del asesinato conyugal. Emplear este tono es la forma más segura de provocar una explosión. Y por si las cosas no estaban ya lo suficientemente mal, aquel fue el momento que eligió Mike Parsons para intervenir.
Mientras Carey Quint daba un golpe final sobre el vidrio, que hizo escupir a la cobra y saltar al lagarto, Mike se adelantó.
—¡Debiera avergonzarse de sí mismo! —gruñó Mike—. ¡Atormentar así a estas pobres criaturas!
El joven se volvió, encolerizado.
—¿Quéee?
—¡Atormentando a esas pobres criaturas, sí! —dijo Mike señalando a la cobra, que tenía un aspecto de lo más inocente—. ¡Insultando a esta señorita! ¡Llamando la atención! ¡Y no me diga que no, porque lo he visto!
Estaban tan enfrascados en la discusión, que no se daban cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Habían dado las dos. Bajo el grueso pavimento de vidrio, ligeramente verdoso, se encendieron centenares de lámparas eléctricas, que convirtieron el suelo en un lago de luz, proyectando las sombras hacia el techo e iluminando los rostros de Madge Palliser, Carey Quint y Mike Parsons, al igual que a la cobra, que se balanceaba un poco más lejos. También reveló la presencia de un nuevo visitante, que acababa de entrar en la Casa de los Reptiles.
Era un hombre alto y grueso, vestido con un traje de hilo blanco, que caminaba con paso majestuoso. Bajo el brazo llevaba un panamá de forma detestable, y el hecho de no llevar el sombrero puesto permitía ver una cabeza grande y calva, unas gafas a caballo sobre una ancha nariz y una expresión de tan diabólica ferocidad que ganaba a la de Mike. En la mano izquierda, el recién llegado llevaba una bolsa de papel llena de cacahuetes. Con la mano derecha iba extrayéndolos y se los metía en la boca con una mueca horrible, que recordaba la de un tiburón o la de una tortuga. Distanciado y desdeñoso de la gente vulgar, se movía majestuosamente entre las filas de ejemplares del local. Pero al oír las frenéticas voces que procedían del otro lado del vestíbulo, se detuvo.
Mike Parsons amenazó a míster Quint con un dedo.
—¿Sabe usted lo que yo debiera hacer? —preguntó—. ¡Debiera hacerle arrestar!
Míster Quint no dijo nada.
—¡De forma que tratando de romper los cristales!, ¿eh? —prosiguió Mike—. ¿Sabe lo que va a hacer ahora mismo? Pues venirse conmigo, ¡y aprisa!
El joven recobró, por fin, el uso de la palabra.
—¡Fuera de aquí! —exclamó, aunque no en voz muy alta.
—¡Y tendrá que explicárselo todo a míster Benton, el director del Parque! —continuó Mike—. ¡Tratar de romper los cristales!
—¿Se acabará usted de ir? —preguntó Carey con voz siniestra.
—Pero ¿es que cree usted que puede echarme de aquí? —gritó Mike.
—Entonces, ¿no va a marcharse? —preguntó el joven.
—¡No!
—Muy bien —dijo el joven, echándole mano.
—¡Espere! —gritó miss Palliser, evidentemente conmovida por una repentina sensación de catástrofe—. ¡Espere! ¡No! ¡Por favor, no lo haga!
Pero ya era demasiado tarde.
La tranquilidad de maneras de míster Quint contrastaba con la violencia de su acción. Adelantó su largo brazo izquierdo y sus dedos se cerraron sobre la parte posterior del cuello de Mike. Después apoyó su mano derecha sobre el rostro del guardián, colocando la palma en la barbilla de aquel. Míster Quint ajustó los dedos sobre la cara del otro con el mismo cuidado que pone un fotógrafo al colocar a su cliente o un jugador de cricket al asir una pelota.
—¿De forma que yo estaba tratando de romper el cristal? —gritó míster Carey Quint. Y le dio un poderoso empujón.
Mike salió despedido hacia atrás como disparado por una catapulta. Su espalda chocó contra la caja de cristal que contenía al lagarto tropical americano (ameiva ameiva); se oyó un crujido de cristales rotos capaz de destrozar los tímpanos en aquel espacio cerrado, y después los acontecimientos comenzaron a sucederse rápidamente.
—¡Miren! —gritaba miss Palliser—. ¡Ese horrible bicho amarillo y negro se está escapando!
Mike Parsons, aturdido, se deslizó hasta quedar sentado en el suelo. El lagarto tropical americano (ameiva ameiva) tenía una longitud de dos pies, y se encontraba de mal humor. Su manchado cuerpo se desplomó hacia adelante y cayó al suelo con un enervante rozar de escamas. Durante un momento permaneció inmóvil, jadeante, con los flancos moviéndose como un fuelle. Después entró en acción.
Era una masa estriada de amarillo sobre el iluminado suelo. De repente se lanzó hacia adelante con la velocidad que le había conquistado el remoquete de «corredor del desierto».
Pero no saltó hacia Madge Palliser, que retrocedió gritando; no saltó hacia Carey Quint ni atacó a Mike Parsons. Por el contrario, se abalanzó sobre el grueso caballero calvo de las gafas.
—¡Oiga…! —comenzó a decir este.
En aquel instante su mirada cayó sobre aquella pesadilla que avanzaba hacia él.
«Volverse y echar a correr» es una frase muy poco expresiva y, por consiguiente, no sería adecuado decir simplemente que el caballero grueso se volvió y echó a correr.
Su voluminoso cuerpo giró tan rápidamente y, sin embargo, con tanta gracia como si se columpiase en el portillo de una cerca. Llevaba el mentón saliente, y la parte posterior de su calva cabeza brillaba por efecto de la luz del suelo. Sus piernas, un poco torcidas, se movían con la precisión de dos émbolos. Levantando mucho las rodillas al correr, se dirigió hacia la puerta principal, perseguido por el lagarto tropical americano (ameiva ameiva).
—¿Qué demonios encendidos pasa aquí dentro? —gimió con acento de agonía—. ¡Quítenmelo! ¿No pueden? ¡Llévenselo! ¡Lle…!
Mike Parsons, aturdido, se puso en pie.
—¡Esto lo pagará! —dijo, dirigiéndose a Carey Quint.
Y después:
—¡No se dirija hacia la puerta principal, señor! ¡No corra hacia la puerta principal! ¡Es un ejemplar muy valioso! ¡Es…!
Mike no terminó la frase, ya que iba corriendo Iras el lagarto y el caballero a una velocidad igual a la de aquellos. El hombre grueso no mostraba ninguna intención de dirigirse hacia la puerta principal. En realidad, daba vueltas, como sobre una pista, por el interior de la Casa de los Reptiles. Rodeando el bloque central de departamentos, desapareció por espacio de unos segundos antes de aparecer nuevamente corriendo en línea recta. Las atronadoras voces tenían curiosos efectos acústicos dentro del cerrado recinto.
—¡No le excite, señor! ¡No corra! ¡Deténgase! ¡Quédese quieto, y al animal no le sucederá nada!
—¡No tengo la menor duda de que será así! —bramó la voz del caballero grueso—. ¡Dándole la cantidad de ejercicio que necesita, debe de encontrarse estupendamente! Pero el asunto es: ¿qué es lo que me va a pasar a mí?
—¡No es venenoso, señor! ¡Su mordedura es desagradable, pero no es ponzoñosa!
Dando la vuelta a la esquina más lejana, en forma casi majestuosa, el caballero grueso corría en aquel momento en dirección a Madge Palliser y Carey Quint. Ahora llevaba el panamá fuertemente encasquetado en la parte posterior de la cabeza, y con la mano izquierda agarraba todavía la bolsa de cacahuetes. La notable seguridad de sus pisadas sobre aquel escurridizo suelo era debida, sin duda alguna, a que llevaba zapatos con piso de goma. Esto se hacía patente, así como los blancos calcetines que llevaba, mientras sus piernas se movían con rapidez vertiginosa.
—Bueno, míster Carey Quint —dijo la joven—, ¿está usted satisfecho con lo que ha hecho?
Estaba escondida detrás de su enemigo. En realidad, hacía todos los esfuerzos imaginables para subirse sobre sus hombros, pero no pudo resistir el deseo que sintió de decir aquello. Sus palabras no causaron efecto alguno sobre el caballero grueso.
—¡Déjese de recriminaciones! —gruñó—. ¡Déjelo todo! ¡No es hora de hacer reproches! ¡Por el amor de Esaú! ¿No puede nadie hacer algo?
—¡Tire los cacahuetes al suelo! —gritó míster Quint—. ¡Tal vez se detenga a comérselos!
Esta sugerencia, a pesar de ser la mejor que el joven podía hacer en aquellos momentos, no podía considerarse más que como una estupidez. Por lo menos, esto es lo que le pareció al caballero grueso. Con evidente riesgo de perder el equilibrio, lanzó a su consejero una terrible mirada mientras proseguía su veloz carrera. Parecía como si su voluminoso cuerpo avanzase con la velocidad de un relámpago, mientras su cabeza, vuelta hacia atrás, los miraba con ojos fulgurantes.
—¡No eche cacahuetes a los animales! —gritó el furioso Mike—. ¡El reglamento lo prohíbe! ¡El director no lo permite! ¡Es…!
—¡Oiga! —gritó Madge—. ¡Por amor de Dios, escuche!
Fue la distracción de la atención de Mike lo que originó la catástrofe final. Mike patinaba rematadamente mal, peor aún que el lagarto americano (ameiva ameiva). Incapaz de frenar al dar la vuelta al ángulo, Mike perdió por completo el equilibrio.
El segundo crujido del cristal no fue tan fuerte como el primero. Mike, protegiéndose el rostro con los brazos, se las compuso para salir ileso por segunda vez. Pero por la abertura del departamento del monstruoso gila (heloderma suspectum) apareció el repugnante monstruo.
Más lento y pesado que su pariente, dudó ante la brecha. Parecía moverse pulgada a pulgada; acaso ni siquiera tenía ganas de salir. Pero al chasquear sus mandíbulas, provistas de agudos dientes, hacia el casi desvanecido Mike, cayó fuera de su departamento.
Manchado de rojo y castaño, con la cabeza semejante a la de un bulldog de pesadilla, estaba esperando en el centro del pasaje, cuando el caballero grueso se dio con él de manos a boca.