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—¿En la Casa de los Reptiles? —preguntó Madge—. ¿Por qué allí?

Horace Benton movió la cabeza.

—No se lo puedo decir. Pero allí están Merrivale y Jack Rivers, y también —dudó un instante— un policía.

—¿Se refiere usted al inspector de la División que estuvo aquí anoche? ¿El que nos dijo que viniésemos esta mañana?

—La reunión se ha suspendido también —dijo Horace con una sonrisa tan débil que ni aun a él mismo pareció convincente—, porque este inspector no es el mismo. Es otro distinto; un inspector jefe de Scotland Yard.

Carey silbó.

—¿Se llama Masters y es el inspector jefe? —preguntó.

—Creo que es algo por el estilo —admitió Horace.

Aspiró el fragante humo de su cigarro con menos placer que lo hiciera anteriormente. A consecuencia del calor, su cuello estaba tan rojo y arrugado como el de un pavo. Carey pensó por un momento que tenía todo el aire de un agente comercial ofendido. Luego soltó una carcajada estentórea que dejó asombrados a los dos jóvenes.

—El inspector jefe —continuó— ha tenido la audacia de hacerme un montón de preguntas. ¿Cuándo vine del Canadá? Hace dos meses. ¿Por qué? Para realizar algún trabajo de guerra. ¿Prosperaban mis negocios en el Canadá? No; soy demasiado confiado. ¿Qué estaba haciendo yo anoche entre las ocho y media y las nueve? —Horace volvió a reír estrepitosamente—. Tuve el gusto de decirle que, entre las ocho y media y las nueve, me hallaba en mi piso de Hammersleigh Mansions, en Maida Vale, y que eso lo pueden probar varias personas. Esto fue todo. ¡Adiós y buena suerte!

Guiñando un ojo a consecuencia del humo del cigarro, que se le había introducido en él, Horace movió la mano con un gesto de despedida. Se adelantó un poco y tocó el brazo de Madge como lo hubiese hecho un hermano mayor.

—De todas formas —añadió—, vayan a la Casa de los Reptiles y vean a Merrivale. Louise ha ido a la funeraria; yo echaré una mirada por aquí.

Desde la casa del director a su punto de destino solo había unos dos minutos de camino. Se marcha por la avenida principal, bordeada de árboles y conocida con el nombre de Broad Walk, donde, en tiempo normal, los chiquillos montan sobre los elefantes. Se deja atrás una estatua, increíblemente fea, del príncipe consorte, erigida sobre un pedestal de mármol rosa, cuya inscripción proclama que su alteza real tuvo un gran placer en inaugurar estos jardines en el año de la Gran Exposición.

Aquel día los caminos estaban llenos de gente, a pesar de las incidentales alarmas diurnas a causa de los raids, a las que nadie prestaba la menor atención.

El chapoteo de las focas en su estanque, los gritos de los chiquillos, los inquietantes sonidos, casi humanos, procedentes de la jaula de los monos, perseguían a Carey y a Madge al salir al espacio abierto que hay entre el departamento de los leones y la Casa de los Reptiles.

En los escalones de esta se hallaba sir Henry Merrivale, y frente a él, dando la espalda a los recién llegados, veíase una delgada y erguida figura, que al pronto no reconocieron por ir vestida con un traje de montar y estar cubierta por un bombín. Pero identificaron su chillona y estridente voz.

—Debo preguntarle, sir Henry… —comenzó a decir Agnes Noble.

—¡Por el amor de Dios, mujer! —dijo el descortés gran hombre—. ¡Váyase de aquí y no vuelva! ¿Me explico con claridad? ¡Váyase al diablo! ¡Pronto! ¡Vamos!

—Cualquier caballero… —dijo mistress Noble.

—Por última vez —dijo sir Henry, haciéndole una mueca y dando a su rostro la expresión que él creía no debía ser la de un caballero— le digo que no sirve de nada dirigirse a mí hablando de esa forma. ¡Tengo sangre de pirata! ¡Soy peligroso! ¡Mire! —señaló a otra robusta figura, cubierta por otro bombín, que se dirigía hacia ellos, caminando muy de prisa desde el departamento de los leones—. Ese es el inspector jefe Masters; ese es el individuo a quien usted quiere ver.

—¿Dónde? ¿Cuál?

H. M. señaló otra vez. Mistress Noble se inclinó con fría cortesía y comenzó la persecución del inspector con paso rápido, que sugería la marcha de un ganso, y que pronto se convirtió casi en una carrera. H. M. la miró un momento antes de volverse para mirar a Carey y a Madge.

—¿De modo —gruñó, dirigiéndose a la joven con una sombra de inquietud en el rostro— que ahora han tratado de eliminarla a usted? ¿Abriendo la llave del gas durante la noche, exactamente igual que a Ned Benton?

Madge se quedó parada.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno, verá —dijo H. M. como excusándose—. Fue usted salvada por un guardia, ¿no?

—Sí, pero…

—El poli— dijo H. M.— tuvo que dar su informe. Este llegó a la Jefatura pocas horas después que el informe sobre el suicidio de Ned Benton. El superintendente tiene un cerebro muy suspicaz y dijo a Masters que echase una ojeada sobre esta rara coincidencia…, y ahí lo tiene.

—¿De modo que el suicidio se admite ahora como asesinato? —dijo Carey.

—No se admite, no. Pero se sospecha tanto como para ponerle la etiqueta. Y después de todo —gruñó H. M. haciendo un gesto con la mano—, está admitido por mí que se trata de un asesinato. ¿Por qué no?

Carey se le quedó mirando.

—Pero ¿por qué este cambio? —preguntó—. ¡Anoche decía usted a todo el mundo que se trataba de un suicidio!

—Tenía mis razones para ello —dijo H. M., fijando en él una severa mirada—. Confíe en este viejo. Anoche se pronunciaron palabras que causarían sensaciones muy desagradables en el cerebro de una persona inteligente.

—Si tiene usted el hilo del asunto y cree saber quién lo ha hecho…

H. M. dudó. Miró ceñudo hacia la parte en que estaban los leones y dijo:

—Bueno… Eso es mucho decir, muchacho. Pero, extraoficialmente, puedo indicarle quién no lo hizo.

—¿Quién?

—Horace Benton. Tiene una coartada más grande que una casa. ¿Recuerda usted a qué hora descubrimos el cadáver de Ned Benton?

—Creo —dijo Carey amargamente— que hubiera debido mirar el reloj para poder testificar posteriormente, pero estaba demasiado excitado con todo aquel lío. No me fijé en la hora.

—Yo, sí —dijo H. M.—. Eran las nueve menos cuarto. Y eso no es todo. Yo también entiendo algo de medicina —su voz parecía excusarse—, y puedo decirle algo más: cuando entramos en la habitación, Ned no llevaba muerto más de un minuto o dos. ¡Oh Dios mío! ¡Creo que eso quiere decir algo!

Los miró fijamente, pero no esperó a que le respondiesen.

—Entre las ocho y media y las nueve menos cuarto, Horace Benton estuvo sentado en el salón de su piso, a bastante distancia de aquí, leyendo y escuchando la radio. Dice que tres personas entraron allí a distintas horas y que pueden probarlo. Si lo que dice es cierto, y sería estúpido mentir en una cosa que puede comprobarse con tanta facilidad, entonces el tío Horace está descartado definitivamente.

—En cierto modo, me alegro mucho —dijo Madge.

—¿Y eso por qué, querida?

—Porque no me fío de él —dijo Madge, haciendo un mohín con los labios—. No sé por qué, pero no me fío de él.

—Y si ha oído usted los detalles de lo que le sucedió anoche a Madge… —interrumpió Carey, ceñudo.

—Lo sé, lo sé —gruñó H. M., haciendo unos gestos exagerados—. ¡Por el amor de Esaú, denme una oportunidad! Cuando termine mi martirio —miró significativamente a Madge por encima de las gafas— quiero charlar un rato con usted. Mientras tanto, querida, no se separe de mí.

—¡Su martirio! ¿Qué martirio?

—¡Serpientes! —dijo H. M. lacónicamente.

—¿Qué les pasa?

—Un chico muy listo, llamado Rivers —replicó H. M.—, me ha estado dando la lata hasta que ha conseguido que le prometa ir a ver cómo extrae el veneno de esos malditos bichos. Ayer vine aquí, tranquilo y confiado, y experimenté un choque nervioso que…

—¡Condenación! —gruñó Carey—. ¿No puede olvidar eso?

H. M. no olvidaba nada.

—Les diré un secreto —dijo confidencialmente, mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie le oía—. No me gustan las serpientes —bajó aún más la voz para comunicarles el resto—. ¡Me dan miedo!

Aun a su pesar, Madge esbozó una sonrisa.

—¿De veras, sir Henry?

—Puede usted pensar lo que quiera —aseguró con un expresivo gesto—, pero es cierto. Y no hay nada en el mundo que me arrastre de aquí para ver un ensayo general. Dentro de poco van a destruir las serpientes venenosas, y Rivers quiere obtener un cubo de veneno antes que lo hagan.

Hubo cierto movimiento en la puerta de la Casa de los Reptiles, y apareció el doctor Rivers, que bajó rápidamente los dos escalones. Vestía un traje de deporte, pero en la mano llevaba un maletín de los usados para instrumental quirúrgico. A su lado iba Angus MacTavish con un curioso objeto en la mano: una especie de gancho ahorquillado de alambre al final de un corto mango de madera. El apolíneo doctor aparecía resplandeciente, con su cabello rubio oscuro brillando al sol y la luz del entusiasmo en los ojos.

—Todo está preparado, sir Henry —dijo alegremente.

H. M. asió las alas de su sombrero y se lo encasquetó violentamente.

—Me gustaría mucho, hijo, que no hablase tanto como un maldito dentista —dijo—. Lo que lisa y llanamente digo es esto: ¿está seguro de que todo marcha bien?

—¡Mi querido sir Henry, no hay el menor peligro! —dijo Rivers riendo—. ¿No es cierto, MacTavish?

—Sí, señor —respondió este.

—Míster Benton —el rostro de Rivers se nubló ligeramente— solía llevar serpientes en un saco de lona. Cuando daba conferencias en la Universidad de Highgate llevaba el saco a la sala de actos y dejaba a las serpientes sueltas sobre la mesa.

—Lo cual agradaría extraordinariamente a la concurrencia —dijo H. M.—. ¡Me apuesto cualquier cosa a que eso les encantaba! ¿No se registró nunca ninguna fuga repentina por las ventanas?

—¡Oh, llegaron a acostumbrarse! —Rivers abandonó el tema del temor a las serpientes y añadió—: Eso es atavismo puro y una tontería. Pongamos a mistress Noble, por ejemplo…

H. M. lanzó un gruñido.

—Su esposo, el capitán Noble —prosiguió Rivers—, es un verdadero genio respecto a las serpientes. Sin embargo, la señora no puede resistir el mirarlas siquiera. Les tiene verdadera fobia —Rivers se detuvo, divertido—. A propósito del capitán Noble. Horace Benton jura y perjura que ha visto a ese tipo en un restaurante del Soho, completamente borracho, y que el camarero le dijo que llevaba allí, en ese estado, dieciocho meses. No puedo comprender qué se propone Horace al hacer circular esa historia sobre el bravo capitán; de todos modos, eso no tiene nada que ver con nuestra teoría. Seguramente ese exagerado temor hacia las serpientes es una cuestión de tipo supersticioso.

—¡O de mordedura de serpiente! —dijo H. M.—. ¡Bromas aparte, hijo! Si uno de esos animalitos muerde a una persona, ¿es grave?

Rivers se quedó pensativo.

—Es cierto —dijo con despreocupación —que la mordedura de la proteroglyphous…— al llegar a este punto se detuvo, dándose cuenta de la presencia de Carey y de Madge—. ¡Hola! —saludó—. Vamos a hacer una demostración a sir Henry. ¿Quieren venir ustedes y verla también?

Madge dudó. Cambió una mirada con Carey. Evidentemente, luchaba con la repulsión y su deseo de ver aquello.

—Me gustaría verlo —dijo—, si está usted seguro de que…

El honrado aspecto de MacTavish la tranquilizó.

—¡Nada! —dijo el portero mayor—. Si este joven no comienza a tirar la gente a un lado y a otro, habrá el mismo peligro que puede haber al cruzar una calle.

—Entonces, ¿por qué no vienen? —preguntó Rivers con una sonrisa.

—Antes de seguir adelante —gruñó H. M.—, quiero que se pongan las cosas en claro. Usted, hijo —fijó los ojos en Rivers—, conteste a mi pregunta antes de entrar ahí. Estaba diciendo algo sobre una serpiente con un nombre muy enrevesado.

—¿La serpiente proteroglyphous?

—¡Hum! Qué mal suena eso. ¿Qué pasa con ella?

—La proteroglyphous, al igual que la cobra, por ejemplo, puede ser muy peligrosa, aun cuando se tengan a mano las antitoxinas. No es como las serpientes del grupo de las viperinas, que con su veneno destruyen los glóbulos blancos de la sangre.

—¡Siga, hijo!

—El veneno de la serpiente proteroglyphous actúa sobre el sistema nervioso. Puede significar, y significa, una muerte rápida. En la India —declaró Rivers con el distraído aire de un sabio— mueren anualmente unas veinte mil personas a consecuencia de mordeduras de cobra.

H. M. se encasquetó aún más el sombrero.

—Gracias —dijo—. Eso es muy tranquilizador. Supongo que, para no enredar las cosas, empezaremos por esa cobra grande que vimos ayer, ¿no?

—¡Dios santo, no! ¿Se le ha ocurrido echar una mirada a ese ejemplar, sir Henry? Tiene cerca de tres metros y medio de largo, y sería muy difícil de manejar en el reducido espacio de que disponemos. Empezaremos por un pequeño ejemplar de África.

—¡Hum! ¿Y qué tamaño tiene la cobra africana?

—Dos metros y medio.

H. M. palideció ligeramente.

—¡Solo dos metros y medio! —dijo—. Es un gran alivio oírle decir que no va a abusar de ningún animalito pequeño. ¿O no considera usted que una serpiente no está bien desarrollada, a no ser que tenga una longitud como la mitad del cable transatlántico?

—No hay peligro alguno —dijo Rivers con esa seguridad de los jóvenes prematuramente envejecidos— mientras no estén enroscadas. Ninguna serpiente ataca si no lo está. Y ya nos ocuparemos nosotros de eso. ¡Vamos!

En el interior del edificio reinaba el mismo ruido que en una jaula de locos. Una compacta muchedumbre, compuesta de pausadas personas mayores y veloces chiquillos, se apretujaba, mirando los ejemplares expuestos. Aún no eran las dos de la tarde; el suelo de vidrio permanecía oscuro, y la penumbra del local parecía intensificada por la pesadez de la atmósfera.

Abriéndose camino entre la multitud, con aire decidido y, sin embargo, cortés, Rivers los guió con paso rápido. Las voces resonaban con tonos agudos. Las miradas permanecían fijas en los iluminados departamentos. El ambiente de excitación que emanaba de los pequeñuelos se apoderaba de todo el que entraba en el edificio. Carey Quint, sintiéndose muy culpable, siguió a Madge.

Y tenía razón para ello. Al fondo del vestíbulo había dos departamentos vacíos y sin luz, con cortinas de harpillera, que ocultaban las desaparecidas paredes delanteras de cristal. Pero entre ellos, en su departamento, tan grande como una habitación de regulares dimensiones, aunque de techo más bajo, la cobra se movía perezosamente con vigilante malicia.

Entre la multitud, Carey percibió también el rostro de Mike Parsons.

—Por aquí —dijo el doctor Rivers.

En la pared de la derecha, antes de volver la esquina, y al fondo, había una puerta. No la hubieran advertido de no habérsela señalado. Se abría entre el departamento que contenía la mamba negra y el de la tarántula de brillantes ojos.

La puerta tenía una cerradura Yale. El doctor Rivers sacó una llave, pero Angus MacTavish se le anticipó; eligió una de un manojo que llevaba y abrió la puerta.

Aparentemente nadie los vio entrar, a excepción de un hombre grueso y viejo, tocado con un sombrero verde, que contemplaba fijamente la mamba negra.

El doctor Rivers se hizo a un lado. La luz proveniente del departamento de la llamada tarántula, donde la furiosa araña se encogía, inmovilizada, en una paciente espera, iluminaba las bien dibujadas facciones del doctor, su ancha nariz y la boca sonriente. Con una cortés inclinación de cabeza y una mirada divertida al notar su vacilación, les invitó para que le precediesen.

—¡Pasen ustedes! —dijo.