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Bramaban las sirenas en el cielo antes que las manecillas del reloj señalasen las ocho.
Carey Quint las oyó ulular desde su piso, situado encima del St. Thomas’s Hall, en Piccadilly. Dejó de pasear arriba y abajo per la salita y se dirigió a su dormitorio para telefonear a Madge Palliser.
No había oído ningún cañonazo aquel día; a decir verdad, nadie en el West End oyó disparar una pieza hasta la noche del siguiente miércoles. A la densa atmósfera, cargada de abominación, que envolvía el cerebro como un remolino, siguió una calma mortal.
Carey llegó a casa a tiempo de oír por la radio el boletín de las seis.
«En las últimas horas de la tarde —decía el locutor—, una gran formación de aviones enemigos cruzó la costa de Kent y se aproximó a Londres. Fueron duramente hostilizados por nuestros cazas y defensa antiaérea, pero algunos de los aviones enemigos consiguieron penetrar en el área industrial del este de la capital. Fueron abatidos ciento un aviones», decían las noticias.
Sin embargo, todo parecía lejano, tan lejano como aquellos aviones que volaban y luchaban bajo un cielo iluminado por el sol, sobre la costa. Carey, como la mayoría de los londinenses, estaba demasiado preocupado por otros asuntos.
Lo que más le alarmaba era la conversación que sostuvo con Masters antes de abandonar el restaurante del Royal Albert. H. M. se había marchado solo, apresuradamente, a la jaula de los loros, según dijo, para estar tranquilo y poder pensar. Pero cuando Carey intentó marcharse también, el inspector jefe le detuvo, poniéndole una mano en el brazo.
—Perdóneme, señor. ¿Me permite que le pregunte adónde va?
—Voy a casa de los Benton —respondió Carey—. Madge debe de estar todavía allí, tomando el té con Louise y el doctor Rivers.
—Exacto —dijo Masters—. Pero escuche. Si yo fuera usted, no iría allí. Ahora, no.
—¿Por qué demonios?
Masters movió la cabeza con un aire tan suave y paternal que hasta su rostro parecía iluminado.
—Bueno —dijo persuasivamente con un gesto—. Miss Palliser es lo que podríamos llamar una joven altamente impresionable. Usted la excita, amigo; eso es evidente.
—¿Quiere usted decir que me detesta hasta ese extremo?
Masters se acarició la mandíbula.
—Pues no —dijo como si reflexionase—. No, señor; no es eso exactamente lo que yo diría. ¿Está usted casado?
—¡Dios santo, no! ¿Por qué me lo pregunta?
—La mente de las mujeres —declaró Masters como si estuviese explicando una profunda tesis— funciona, a veces, en una forma muy rara. ¡Oh! —sonrió levemente—. No queremos excitarla. Si ha de recordar lo que se le ocurrió anoche sobre un fósforo quemado y la solución de este asunto…
—¿Por qué diablos no se lo pregunta a sir Henry Merrivale? Parece tener él alguna idea acerca de eso.
Masters bajó la voz confidencialmente:
—Voy a confiarle un pequeño secreto —dijo—. Algunas veces el viejo resulta un poco difícil de manejar.
—¡Me asombra usted!
—El entrega los géneros —Masters hablaba con afectación—. ¡Ya lo creo! No diré que algunas veces no lo haga de una manera un poco rara. Cuando lo hace es igual que si una carga de muebles le cayese a uno sobre la cabeza desde la ventana de un quinto piso. Pero entrega la mercancía. Y la única forma de estar seguro de que lo hace…, ¡Dios mío!, ¿no lo sé yo?, es dejarle que lo haga a su manera.
Carey extendió las manos.
—La muchacha está en peligro —dijo, hablando con claridad, como si su interlocutor fuese sordo.
—¡Ya lo sé!
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? Si ella insiste en permanecer esta noche en el Isis Theatre…
Masters se mostró tranquilizador.
—Si insiste en eso, ya me encargaré yo de que haya una persona con ella en todo momento hasta que las cosas se aclaren. No puedo decirle nada más.
—Yo podría estar con ella.
El inspector jefe tosió.
—¡Oh, claro ue sí! Pero me parece que a la señorita le gustará más que no lo haga. Déjela que se concentre, por ahora, en otras cosas más importantes.
—Pero…
—Váyase a casa solo, señor —la persuasión envolvió a Carey como una manta—. Váyase a casa solo. Siga mi consejo; deje sola a la señorita. Dígame dónde puedo encontrarle y le tendré al corriente de todos los acontecimientos. ¡Se lo prometo! Mientras tanto…
Carey tuvo que resignarse.
El enfadarse con Madge era una tontería, una tontería exactamente igual que la actitud que había adoptado la muchacha. Sin embargo, aquello le dolió. Se fue a casa, y después deseó no haberlo hecho.
Mientras paseaba por la larga salita del piso de St. Thomas’s Hall tuvo la sensación de que los acontecimientos se aproximaban a una crisis. Lo que ahora quedaba era un problema que había que resolver de algún modo.
A pesar de que la noche estaba próxima, en el piso, situado bajo las planchas de plomo del tejado, hacía un calor sofocante.
A Carey le agradaba la salita, le agradaban las sillas y la gastada alfombra, sus trofeos y sus lámparas. Adosadas a las paredes había varias librerías que contenían una inmensa biblioteca sobre ilusionismo, acumulada por cuatro generaciones de los Quint. Las librerías rodeaban la habitación, cargadas de curiosos secretos: desde el arrugado y ennegrecido Hocus-Pocus Junior y The Anatomy of Legerdemain (1623) hasta los más modernos tratados de Goldston y Cannell.
Sin embargo, el secreto de precintar una habitación por el interior y…
Como Carey había dicho a Madge la noche antes, también su padre acarició esta idea en una ocasión. Pero no recordaba que hubiese ninguna referencia sobre ella en los desordenados apuntes de Eugene Quint que se encontraban en el fondo de la librería. ¿Qué se le podía haber ocurrido a Madge a la vista de un fósforo quemado?
Dieron las seis y media; luego, las siete. Mientras paseaba, a medida que las sombras aumentaban gradualmente, Carey escuchaba subconscientemente para oír el timbre del teléfono que había en su dormitorio. Lo esperaba; estaba alerta. Pero casi dio un salto cuando a las siete y veinte sonó el teléfono.
En la semioscuridad, su dormitorio aparecía ahora cuidadosamente arreglado después de la intervención de la asistenta. Allí estaba el retrato de su bisabuelo Chester, colocado entre las demás fotografías que colgaban de las paredes. Mientras sonaba el timbre del teléfono, Carey tuvo la impresión de que los ojos de su bisabuelo le lanzaban una mirada de advertencia.
—¡Hola! —saludó en voz alta al retrato.
Estaba adquiriendo una especie de fobia contra los teléfonos. Desde hacía cuarenta y ocho horas algún genio maléfico había estado utilizando el teléfono con miras a un posterior intento de asesinato cuidadosamente planeado. Habló una voz sugestiva; cambió la decoración y los colmillos atacaron, llevando la muerte o casi la muerte. Esta vez, Carey se juró a sí mismo que no habría tontería alguna.
Y por aquella vez no la hubo. Al descolgar el auricular, carraspeó y preguntó: «¿Quién?», con los oídos alerta para captar cualquier falsa inflexión de la voz. Pero la voz que le respondió era inconfundible y estuvo a punto de arrancarle un grito de disgusto.
—¿Hablo con míster Carey Quint? —preguntó la voz de Agnes Noble.
La Blasfemia, aunque sin hacerle emitir sonido alguno, escribió una palabra en el cerebro de Carey.
—Sí —dijo.
—Habla mistress Noble —explicó aquella incansable mujer—. ¿Podría decirme, míster Quint, si estará ocupado el lunes por la mañana?
Si Carey hubiese tenido un poco de sentido común, hubiera dicho que sí, colgando el receptor inmediatamente. Porque Agnes Noble era uno de esos seres que se pegan al teléfono como una sanguijuela y retienen a su interlocutor, quiera o no quiera, como bajo el influjo de un poder hipnótico. Carey contemporizó, y esa fue su perdición.
—Entonces, míster Quint, ¿puedo dar como seguro que no está usted ocupado para el lunes por la mañana?
—No lo sé. ¿Por qué lo pregunta?
—Le agradeceré, míster Quint, que me dé una respuesta concreta ahora mismo.
Aquella mujer era una brillante estratega. Adivinaba la curiosidad que sentía por el caso y su deseo de averiguar si aquello tenía algo que ver con el asunto. Ella utilizaba aquello, aprovechándolo en todo lo que valía, para conseguir sus fines particulares.
—Es una sencilla pregunta, míster Quint. ¿Estará o no estará ocupado el lunes por la mañana?
—No se lo puedo decir. Probablemente, no; pero…
—Bien —dijo mistress Noble—. Entonces, le agradeceré que se pase por el despacho de mis abogados, los señores Macdonald, Macdonald y Fishmann, a eso de las once.
—¿Para qué?
—El no acudir —continuó mistress Noble— puede acarrear más adelante consecuencias muy desagradables. ¿Quiere apuntar las señas?
—¿Para qué me quiere?
Podía imaginarse la triunfante sonrisa de los apretados labios de mistress Noble.
—La dirección —prosiguió— es: Southampton Row, ochocientos setenta y dos, W. C. dos. Haga el favor de anotarla: Southampton Row, ochocientos setenta y dos, W. C. dos, y le agradeceré que sea puntual.
—¡Escuche, mistress Noble!…
—Creo que acaso le interesará una explicación parcial. Esta noche voy a ver a la hija de míster Benton o, mejor dicho, a su hijastra, para un asunto de negocios.
Carey se quedó mirando al teléfono.
—¿La hijastra de míster Benton? —repitió—. ¿Qué hijastra?
—Pues miss Louise Benton.
—Pero ¡Louise no es su hijastra! ¡Es su hija!
Pareció como si el teléfono, por decirlo así, arquease las cejas.
En su imaginación, Carey vio moverse las arrugas del rostro de Agnes Noble y los acerados ojos oscuros, que traicionaban la impaciencia que le producía el oír este comentario.
—En realidad, míster Quint —dijo con voz fría—, si se molesta en preguntar a la señorita, descubrirá que es solamente hija del primer marido de la fallecida mistress Benton. Con seguridad que no es un asunto de tanta importancia como para discutirlo, ¿verdad?
—¡Ni he dicho que fuera importante ni lo discutía! Lo que quiero saber es para qué pretenden que me presente el lunes en el despacho de ese abogado.
—¿Tiene usted las señas, míster Quint? Deje que le repita la dirección: Southampton Row, ochocientos setenta y dos, W. C. dos.
—¿Ha presentado alguna demanda contra alguien?
—Eso, míster Quint, se verá a su debido tiempo.
—Escuche —dijo Carey, cogiendo el teléfono con más fuerza—: o me dice lo que significa todo esto o no voy el lunes ni ningún otro día.
Oyó un suspiro, casi de placer, como si mistress Noble se aprestase a dar la batalla. Pero Carey no podía resistir más. Colgó el auricular, cortando la comunicación, y regresó a la salita.
Eran las siete y veintiséis.
Mientras aquella mujer había estado diciendo tonterías que no tenían significado alguno, pensó, el inspector Masters podía haber llamado para comunicarle alguna noticia, encontrando la línea ocupada. Al pensar en esta posibilidad, Carey se enfureció.
Y, aparentemente, era algo más que una posibilidad. Porque el teléfono volvió a sonar cuando Carey comenzó de nuevo sus paseos, encendiendo otro cigarrillo. El joven regresó a su dormitorio con mayor rapidez que antes.
—Lo que iba a decirle a usted, míster Quint… —comenzó a decir Agnes Noble con inflexible calma.
—¡Por el amor de Dios, deje libre la línea! —gritó Carey.
Dejó el auricular, sintiendo que sus nervios se crispaban. Más pronto o más tarde, pensó, Agnes Noble llegaría a cansarse. Pero si continuaba colgada del teléfono mientras Masters trataba de llamarle para decirle algo de verdadera importancia…
Dominándose, como si sintiera que mistress Noble iba detrás de él, Carey regresó a la salita.
Dio una larga chupada al cigarrillo y lo aplastó. Se limpió el sudor de la frente, aunque ya no hacía tanto calor. Algo pasaba con el aire aquella noche, algo que le hacía parecer pesado y sin vida. Por los débiles ruidos que llegaban hasta él, le pareció que el disminuido tráfico de Piccadilly se apresuraba.
Dieron las ocho menos cuarto en el reloj de la chimenea. La hora del oscurecimiento se aproximaba.
Mistress Noble no volvió a telefonear, pero tampoco lo hizo Masters. Cuanto más pensaba Carey y más vueltas daba a la imaginación, más seguro estaba de que el inspector había tratado de ponerse en contacto con él.
¿Y Madge?
Carey se aproximó a una de las ventanas y miró al exterior. Frente al Ritz, tres pisos más abajo, dos guardias con casco de acero hablaban animadamente. La calle había perdido todo su color, difuminándose ahora en blanco y gris. Más allá, el Green Park se destacaba imponente como una selva. Hasta él llegó el ruido del motor de un coche.
La inactividad no conducía a nada. Tenía que ponerse en contacto con Madge. Por tercera vez corrió al dormitorio, sin importarle nada lo que Madge o la Policía pensaran, y se dirigió al teléfono.
Se detuvo en seco, como si de pronto le hubiesen golpeado en el pecho, a la vista de un rostro humano que le miraba en la semioscuridad. Carey no comprendía por qué se fijó en él; no sabía si fue por una simple casualidad o bien porque, inconscientemente, lo estuviera buscando.
El rostro no se parecía a lo que él tomara como rostro en el capuchón de la cobra. No le infundía miedo como el peligroso animal que viera balanceándose bajo la ventana.
No era más que una fotografía, una vieja fotografía de las muchas que colgaban de la pared, sobre la cómoda. Era la imagen de un hombre, medio de frente, medio de perfil, mostrando la cabeza y el torso del individuo. Sin duda alguna, se trataba de una fotografía de alguien relacionado con el teatro, pero que, sin embargo, tenía un aire disoluto y marcial. Los ojos sonreían. La mano izquierda estaba metida, descuidadamente, en el bolsillo del blanco chaleco.
Carey no tenía la menor idea de quién pudiera ser aquel hombre. Sin embargo, el repentino aguijonazo en la pantalla de su cerebro le aturdió y le hizo detenerse.
—Yo he visto hoy esa cara en alguna parte —dijo en voz alta.
Y si no fue aquel rostro el que vio, era su copia exacta. Acaso un poco borroso. Sin embargo, quedaba ese indefinible gesto que se llama personalidad y que se conserva a pesar de la edad y se transmite por herencia. Cuanto más absurdo le parecía encontrárselo aquí, entre los recuerdos de su familia, más seguro estaba Carey de haberlo visto.
No era posible y, sin embargo, así era.
Tropezó con un par de zapatos, a los que dio un puntapié, enviándolos al otro extremo de la habitación. Cuando descolgó la fotografía y la llevó junto a la ventana, para examinarla a la luz que por ella entraba, sentía la garganta seca.
Sopló el polvo que se había depositado sobre el cristal del retrato. (¿Cristal? ¿Se trataba de una asociación de ideas?). Se fijó con tal concentración en la imagen que sus ojos bizqueaban al contemplar aquel rostro redondo y aquellos cabellos rubios.
A diferencia de muchos de los recuerdos que allí había, el retrato no estaba dedicado. Ni el anverso ni el reverso de la fotografía le dijeron nada. Por el traje de aquel hombre, calculó que el retrato estaba hecho hacía unos veinticinco años. Excepto que debía de tratarse de algún amigo de su padre o de su abuelo, y seguramente relacionado en alguna forma con el negocio de espectáculos, no pudo sacar nada en limpio.
Frenético, Carey pasó la manga de su chaqueta por el cristal —con toda seguridad, aquello estaba asociado con cristal—, como si limpiándolo pudiera arrancarle su secreto, como a la lámpara de Aladino.
—¿Dónde he visto yo hoy a este tipo? —preguntó, primero al vacío y luego a la fotografía de su bisabuelo—. ¡Maldita sea! ¿No ves lo que esto significa?
Si aquello era verdad, si no se trataba de una manía o una ilusión de su cerebro, aquello ponía en sus manos algo que habían estado buscando. Proporcionaba un eslabón entre dos lados desconectados del caso. Edward Benton había sido asesinado mediante la utilización de un truco de ilusionismo. Madge Palliser, hija de una familia de ilusionistas, se encontraba en peligro de muerte por alguna razón que tenía algo que ver con aquel asesinato. Y un rostro tentador, un rostro cuya imagen había visto Carey aquel mismo día, aparecía en la pared del piso de St. Thomas’s Hall. De algún modo misterioso, aquello cerraba el círculo.
Carey Quint, luchando de nuevo con una multitud de fantasmas, se hallaba en el centro de la habitación apretando fuertemente el retrato y preguntándose lo que iba a hacer.
El rugido de las sirenas, próximo y apremiante, le sacó de su abstracción.
Una de las sirenas, colocada en un tejado cercano, emitía un lúgubre sonido que, como los fuelles de un órgano, se concentraba zumbando con una especie de estruendoso murmullo antes de desbordarse en un fuerte toque de prevención. Su estrépito, muy cerca de su oído, ahogaba el de las otras sirenas, hasta que todas ellas unían sus aullidos, que anunciaban el peligro por todos los tejados. Aquella noche, en su gemido no había ninguna nota especial de apremio. Esto se lo imaginaba uno después. Pero despertó en Carey una necesidad vital de apresurarse.
«¡Uuuuuh!…», continuaron rugiendo las sirenas, ineludibles e incansables. Carey miró al teléfono, que ahora no le servía para nada.
Era preciso que viese a Madge Palliser.