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La historia natural del ruido
La música crea orden a partir del caos, pues el ritmo impone unanimidad sobre lo divergente; la melodía impone continuidad sobre lo disjunto, y la armonía impone compatibilidad sobre lo incongruente.
YEHUDI MENUHIN
El club de los oficios raros. Paisajes sonoros
La música, sin embargo, como un modo extraverbal de funcionamiento mental, permite una regresión sutil y específica a lo preverbal, es decir, a formas verdaderamente primitivas de experiencia mental sin dejar de ser social y estéticamente aceptable.
HEINZ KOHUT
Ha habido culturas sin capacidad de recuento, culturas sin pintura, culturas desconocedoras de la rueda o de la palabra escrita, pero nunca ha habido una cultura sin música. La música, sonido perfumado, nos rodea por todas partes, está entre nuestras orejas y en las puntas de los dedos; nos hace mover desde la cabeza a los dedos de los pies. Sin aprender conscientemente sus reglas, o adivinar su estructura profunda, podemos responder al ritmo de una nana, ser enardecidos por una llamada a las armas o quedar cautivados por la Quinta Sinfonía de Beethoven. La edad no es una barrera. La capacidad musical entre los muy jóvenes, como también sucede con el genio matemático, puede ser alarmantemente sofisticada e ir completamente desacompasada con otras habilidades. Pero mientras que nadie encuentra que hacer una larga división aritmética le ayuda a concentrarse en otras cosas, el acompañamiento musical suele ayudamos a completar otras tareas. Una razón para la extensión de la influencia de la música es la enorme gama de niveles y frecuencias sonoras que llenan su pentagrama: desde un tamborileo simple y repetitivo a obras sinfónicas de enorme complejidad, en la que las potencias mentales y la destreza de docenas de individuos se combinan para recrear las pautas codificadas en su partitura.
Los más antiguos instrumentos musicales conocidos se han encontrado en asentamientos de Cro-Magnon en la Europa central y noroccidental. Son flautas decoradas hechas de huesos de mamut y sencillos instrumentos de percusión como castañuelas, y tienen entre 20 000 y 29 000 años de antigüedad. Otros artefactos encontrados con ellos indican que estos instrumentos se utilizaban en la representación de una ceremonia. Todas las culturas humanas conocidas tienen prácticas musicales bien desarrolladas.
Cuando encontramos actividades humanas transculturales —como escribir, hablar y contar— que muestran muchas características comunes, es conveniente tratar de ver cómo dichas actividades podrían haber evolucionado a partir de otras más sencillas cuya persistencia es biológicamente ventajosa. Si el precursor sencillo de la actividad compleja de hoy dotaba a sus poseedores con una clara ventaja en la vida —porque los hacía más seguros, más sanos o simplemente más felices— entonces es probable que se extienda debido a su transmisión cultural, o si deriva de algún rasgo genético heredable que aumenta la fecundidad, lo hará debido a que es más probable que sobreviva y sea heredado. En definitiva, tratamos de identificar aspectos del mundo físico que se imprimen en la mente humana con firmeza creciente durante generaciones, porque una fiel impresión mental de ellos reduce los riesgos para la vida que crean los cambios en el entorno.
A primera vista, no es fácil ver qué ventaja confiere una predilección por Beethoven o por los Beatles. ¿Cuál podría haber sido la utilidad de una forma tan abstracta y elaborada de generar y apreciar el sonido? No hay una respuesta sencilla. Nuestras impresiones están recubiertas de muchos miles de años de complejidad e idiosincrasia crecientes. Estas preguntas no se limitan al origen de la música. Podemos plantearlas a propósito de todas las bellas artes. Si pudiéramos prescindir de nuestros embellecimientos culturales, podríamos ser capaces de ver sus comienzos en prácticas más prosaicas que son ventajosas para sus practicantes. No obstante, incluso si ayudaron a la supervivencia en el pasado lejano, esto no significa que tengan que desempeñar ahora un papel similar.
La pintura parece ser un producto natural de la falibilidad de la memoria humana y de la necesidad de comunicar. Las imágenes pueden transmitir información sobre los paraderos del alimento o sobre el peligro; permiten que una familia, o un grupo, hereden y acumulen experiencia. Esto no niega que encontremos otros imperativos menos familiares en las mentes y los corazones de los constructores de imágenes. En tiempos antiguos no solía haber ninguna divisoria abrupta entre el objeto que se estaba representando artísticamente y la propia representación. Muchas culturas creían que fabricar o poner nombre a una imagen les daba poder sobre ella. De tales creencias surgieron muchas tradiciones y prejuicios sobre nombrar a objetos y personas. Una cultura influyente, la de los primeros hebreos, se abstenía de hacer cualquier imagen artística de seres vivos —incluso si se dedicaban a la música con notable entusiasmo.
La literatura y la escritura creativa también parecen tener precursores naturales en la búsqueda de bienestar y cohesión social que puede satisfacer una historia oral, o en la narración de historias en las que los oyentes aparecen con un papel destacado. Tales historias sirven para desarmar a lo desconocido; dan significado a la vida, hacen retroceder las fronteras de lo desconocido y estimulan la autoconfianza que llega cuando se da sentido al mundo. Su efectividad aumenta al volver a narrar y, como resultado, la importancia de las cosas narradas aumenta de forma segura y constante.
Estas actividades son ventajosas si la información que encierran sobre el mundo es verdadera y útil. Pero las creencias falsas también pueden ser útiles, siempre que no inspiren actividades fatales; también ellas pueden estimular la cohesión social y las creencias compartidas. Este espíritu comunitario genera entereza frente a las presiones exteriores. El conocimiento de que las hazañas históricas son registradas y reverenciadas alienta actos de valentía y autosacrificio que de otra forma serían contrarios al sentido de autopreservación del individuo.
En las artes plásticas, como la escultura, es fácil ver un vínculo con el desarrollo de habilidades ventajosas. La fabricación de herramientas, armas, arpones y puntas de lanza era una actividad en la que los mejores diseños, los materiales más robustos y los procesos de manufactura más económicos eran cuestión de vida o muerte para los participantes. La construcción de refugios estimulaba la explotación de diversos materiales, desde arcilla hasta madera, piedra y metales. Estos materiales tienen un espectro de texturas y propiedades que requiere la invención, evaluación y refinamiento de diversas técnicas. Había otras razones para dar forma a elementos del mundo: la búsqueda de trascendencia personal, la celebración de la fertilidad humana y el culto a las fuerzas manifiestas de la Naturaleza; todas parecen presentar un deseo de fabricar imágenes. Ídolos y deidades suficientemente pequeños para caber en nuestra casa, o alrededor del cuello, abundan en culturas primitivas en todo el mundo —de hecho, persisten también en el mundo moderno—. Y asimismo, la confección de reliquias desempeña un papel poderoso, aunque a veces irracional, en cohesionar pequeñas comunidades de maneras que las distinguen de otros grupos.
Otra actividad que puede verse a esta luz pragmática es la de la danza. Cuando quiera que hay necesidad de actividad frenética o sensibilidades aumentadas —en la preparación para la guerra, en celebraciones de fertilidad o de nacimiento, o en velar a los muertos— los giros rítmicos de la danza primitiva unen a la gente en una experiencia compartida. La comunidad entera parece más grande que el agregado de sus partes; el individuo se hace parte de un movimiento dinámico mayor que está ligado, por solidaridad, al grupo. Estas prácticas ofrecen ventajas que no son accesibles para los de fuera. Destilan orden y confianza mutua, barren la inseguridad y la duda que genera la introversión; pero, por encima de todo, ofrecen condiciones iniciales plausibles a partir de las que puede florecer y crecer parte de la rica diversidad de la civilización.
La ubicuidad de la danza suele estar ligada a intentos por entrar en contacto con los poderes espirituales. Los antropólogos informan de que es habitual que los espíritus sean conjurados por golpes de tambor. En consecuencia, hay normalmente un vínculo estrecho entre el sonido de un tambor y la señal de un muerto. El tamborileo rítmico tiene un poderoso efecto sobre nosotros, e invariablemente indicamos aprobación o desaprobación haciendo chocar nuestras manos. Cuando el tamborileo es grave, sentimos las reverberaciones además de oírlo. Es fácil creer que estos sonidos habrían sido los primeros que los humanos crearan artificialmente. Son simples de producir. Pueden hacerse sólo con las manos, o utilizando palos y piedras. La percusión es un fenómeno primario. Siempre está presente en las antiguas ceremonias de iniciación o en los intentos por entrar en contacto con otros reinos. El tamborileo parece ayudar a alcanzar estados de éxtasis o trance, y anima a actividades colectivas sincronizadas como la danza. Pero quizá el latido interno del corazón humano es también importante. En cualquier actividad enérgica, la palpitación del corazón se haría notable. Su tamborileo ligaría estas excitantes actividades a su ser interior. El impulso sexual que proporcionan estas actividades las habría hecho ciertamente adaptativas —y aún encontramos un vínculo íntimo entre exhibición sexual y música fuerte y rítmica—. Pero el sonido rítmico también podría ayudar en el proceso de aprendizaje. Si ciertos recuerdos pudieran ser reforzados por una rúbrica emocional se retendrían más fácilmente («el efecto todo-el-mundo-puede-recordar-qué-estaba-haciendo-cuando-se-enteró-de-que-J.-F.-Kennedy-había-sido-asesinado»).
Es posible que la música fuera originalmente un lenguaje especial para entrar en contacto con el reino celestial. El sonido parece ser siempre el medio a través del que entramos en contacto con los dioses. El ruido del viento y el trueno sugiere que los dioses hablan con una fuerza espectacular. Muchos rituales y ceremonias primitivos tenían lugar tras la llegada de la oscuridad, cuando el oído es relativamente más importante como órgano sensorial. Una persona ciega podía participar en un ritual antiguo; una sorda no podría. (La palabra latina surdus, que significa sordo o mudo, es el núcleo de nuestra palabra «absurdo»).
La música nos invita a explorar los antecedentes a partir de los cuales podría haber evolucionado o surgido accidentalmente su apreciación. Hay muchas posibilidades. Los sonidos humanos más primitivos y espontáneos son los llantos de un niño cuando nace, cuando está hambriento o disgustado —sonidos a los que respondemos en circunstancias de gran intimidad—. Se ha sugerido que estos llantos imprimen en nosotros una sensibilidad hacia sonidos concretos, y desarrollan una disposición hacia sonidos musicales. Pese a todo, seres humanos de todas las edades retienen una capacidad para producir sonidos y gritos emocionales no muy diferentes de los llantos de un niño para llamar la atención, y no hay similitud entre estos llantos y la música. Reconocemos nuestra reacción instintiva a gritar como una reacción de irritación, incomodidad o disgusto —igual que la reacción que cabría esperar que hayan impreso estas experiencias sobre nuestros ancestros— y no la respuesta que la mayoría de las formas de música despiertan en nuestra mente. A pesar de esta diferencia, hay innegablemente algún condicionamiento prenatal del feto humano a los ritmos corporales de la madre, porque éstos son suficientemente regulares para ser reconocidos en presencia de otros ruidos irregulares. Además, estos ritmos corporales ponen limitaciones precisas a nuestra música. La división de las melodías en frases musicales tiende a producir intervalos de tiempo que son similares al ciclo de la respiración humana; una aproximación aún más estrecha a este ciclo tiene lugar si en la producción del sonido están involucrados el canto o los instrumentos de viento. Un resultado del crecimiento de nuestros cuerpos es que el pulso se hace más lento con la edad. Probablemente no es casual que las personas jóvenes se sientan muy cómodas con un ritmo musical más rápido que el que les gustará en una edad más avanzada. Si la música apareció inicialmente como un acompañamiento a la danza, el ritmo de la primera música habría estado dictado por la frecuencia con que podrían hacerse diferentes movimientos rítmicos.
Otra clave para los antecedentes de la música podría estar en su poder emocional —un poder que crece con una exposición repetida—. En civilizaciones antiguas y modernas, en todo el mundo, encontramos el sonido de la música cuando quiera que hay una necesidad de aumentar los lazos grupales o inspirar actos de valor. Crea una atmósfera dentro de la cual ideas y señales pueden causar una fuerte impresión en la mente. Pero aquí hay una paradoja, pues encontramos que la música puede tranquilizar la mente agitada tanto como puede exaltarla. Esta dicotomía sugiere que no encontraremos la fuente de cualquier representación musical, o apreciación musical, en una función tan específica como la excitación o la pacificación. Tal vez, como comentamos cuando consideramos nuestras respuestas encontradas al color «rojo», esta ambigüedad es en sí misma el objeto más importante de nuestra atención. La música es utilizada a veces por los psicoanalistas como una forma de terapia para pacientes mentalmente perturbados. Esta tradición se remonta al menos hasta Sigmund Freud, quien, pese a odiar la música, la consideraba como un vehículo que podía liberar tensiones mentales y acelerar el retorno de la psique a ese equilibrio, que, para él, estaba tipificado por la íntima unión de la madre y el niño.
Puesto que nuestra percepción actual de la música está oscurecida por el amplio abanico de medios mediante los que se ejecuta, y por las notaciones simbólicas que utiliza, no debemos olvidar que la primera música fue la que ahora llamaríamos «música folk»: música que no había sido deliberadamente compuesta o escrita. No estaba hecha para su estudio o apreciación a la manera moderna; se oía sólo para aprender a participar en su ejecución. Tales formas de música desempeñaban un papel social que ahora se considera un aspecto menor de la ejecución musical —a menos que uno sea un aficionado al fútbol—. Este cambio de papel muestra que la música se ha convertido en una forma altamente estructurada. Ha evolucionado hasta alejarse mucho de su función original. Y, al hacerlo, se ha hecho la más teórica y formalmente estructurada de nuestras formas artísticas mayores. Mientras que el pintor o escritor futuro puede empezar de repente una ambiciosa obra creativa, el aspirante a músico debe sumergirse más profundamente en las reglas y teoría de la música antes de que sea posible cualquier comienzo coherente. Pero, a pesar de la disciplina especial que requiere de sus compositores e intérpretes, la música puede ser apreciada sin ningún estudio. Más que cualquiera de las artes, ofrece grandes recompensas a cambio de poca o ninguna inversión previa en conocimiento.
Una ubicua fuente de sonido es el mundo natural inanimado: el viento, el ruido del agua que corre o el choque del trueno. Pero ¿tienen algo que ver con la música? Ciertamente hay muchos sonidos en la Naturaleza, pero la mayoría son sonidos que dificultan la comunicación humana; no son plantillas para la emulación humana. Sólo se copian en circunstancias muy específicas —en intentos de camuflar nuestra presencia mientras cazamos, o para ocultamos de los enemigos— y estas actividades pueden distinguirse fácilmente de lo que es hacer música. Pueden oírse sonidos más armoniosos en otros lugares del mundo viviente. Las llamadas de apareamiento y los complejos cantos de las aves desempeñan un papel clave en el proceso evolutivo: con ellos se señala la disponibilidad sexual, se atrae a las parejas y se demarca el territorio.
El canto de las aves resulta ser muy elaborado. Hay una pauta definida de desarrollo a medida que el ave madura, que culmina en su canto final. Superficialmente, esto no es diferente del desarrollo paso a paso del lenguaje en los niños. Algunas especies de aves exhiben sólo un canto local, y todas las aves lo aprenden; otras exhiben una gama de cantos y «dialectos» diferentes que están influidos por condiciones ambientales locales. (Los «cantos» de la ballena son similares a este respecto). Estudios neurológicos de las aves revelan que su capacidad canora está localizada en la parte izquierda de su cerebro; una lesión en esa parte del cerebro de un ave elimina su capacidad para cantar. Los cantos de una especie particular no son innatos, porque aves de una especie pueden aprender los cantos de otra. Las aves domesticadas pueden ser expuestas a «cantos» humanos, y los aprenderán sin ninguna resistencia instintiva. En la Figura 5.1 se muestran algunas transcripciones de cantos de aves hechas por el biólogo William Thorpe.
FIGURA 5.1. Siete fragmentos de canto de pájaros, registrados por William Thorpe. Las parejas de alcaudones africanos cantan duetos compulsivamente. Uno de los dos sexos empieza el canto, y canta todo o sólo una parte del mismo. Alternativamente, ambos pájaros pueden cantar toda la canción al unísono. Estas partituras muestran extractos de diversas duraciones. Las contribuciones de los dos pájaros a las canciones están señaladas por X e Y.
Charles Darwin defendía el intento de explicar la música apelando a su posible origen en las llamadas de apareamiento. Puesto que la música tiene un poderoso efecto emocional en nosotros, quizá derive de actividades asociadas con intentos de atraer a las parejas, con todas las emociones exacerbadas y sentimientos negativos de celos que los acompañan. Incluso ahora, algunas canciones están asociadas con sentimientos de amor, especialmente la tristeza por su pérdida o por el amor rechazado. Darwin creía que la música era un precursor primitivo del lenguaje, cuya primera función era la atracción de parejas, a partir del cual evolucionó posteriormente una capacidad lingüística sofisticada. Las llamadas y cantos de apareamiento son ejemplos de selección sexual, más que de selección natural. Al igual que las exhibiciones de cortejo, desempeñan un papel en atraer parejas, pero ahora no necesitan dar información sobre los atributos genéticos de quien los exhibe (aunque pueden hacerlo en algunos casos: el pájaro jardinero macho [Lámina 21] que ha construido el nido más grande y más elaborado será probablemente el más apto y más fuerte; el sapo amoroso con el croar más profundo será también el más grande). La selección sexual afecta a los rasgos externos de nuestra constitución que influyen en las preferencias sexuales, y por ello cualquier forma de arte que copie o embellezca dichas formas extrae muchas de sus idiosincrasias de la selección sexual antes que de la natural. Pese a todo, incluso si una forma de arte se origina de esta manera, puede evolucionar posteriormente utilizando representaciones que no son visualmente atractivas para transmitir un mensaje al espectador o al oyente. De esta manera, el arte se separó de los imperativos de la selección sexual. El filósofo Victor Zuckerkandl veía claramente que la belleza, aunque a menudo suficiente para el arte, no es en modo alguno necesaria para conseguir sus objetivos:
El arte no se dirige a la belleza; utiliza la belleza, en ocasiones; otras veces utiliza la fealdad. El arte, no menos que la filosofía o la ciencia o la religión, o cualquier otra de las empresas superiores de la mente humana, se dirige en última instancia al conocimiento, a la verdad.
Hasta finales del siglo XVIII, los filósofos se ejercitaban mucho en debates acerca de en qué medida el arte en general, y la música en particular, copia la Naturaleza y la vida. Para nosotros, esto parece una perspectiva estrecha. Pues, aunque hay una plétora de sonidos en el mundo natural, éstos parecen tener poco en común con las pautas de tonos que encontramos tan agradables y que no han dado lugar a una forma específica de oyente instruido. La Naturaleza casi nunca da lugar a tonos musicales. La apreciación de la Naturaleza se centra más a menudo en su serenidad que en el retumbar del trueno o el rugir del viento.
Sentido y sensibilidad. Cuestión de coordinación
Nada me tranquiliza más después de un largo y exasperante curso de recitales de piano que sentarme y que me taladren los dientes.
GEORGE BERNARD SHAW
La mente ha encontrado maneras de dar sentido al tiempo uniendo cadenas de sucesos en una historia. Este papel fue desempeñado inicialmente por leyendas y tradiciones, que complementaban la capacidad de la mente para dar sentido al espacio que le rodeaba. El orden espacial manifiesto en la pintura o la escultura se realza cuando se le dota de un aspecto temporal. Las películas suelen ser más atractivas que las fotografías estáticas, y hoy los niños son prácticamente adictos a los videojuegos. Las imágenes que no cambian dejan que los espectadores busquen por sí mismos. Pueden mirar una y otra vez, siguiendo primero una secuencia exploratoria, y luego otra[55]. Pero la música impone su propio orden perceptual. Tiene un comienzo y un final. Una pintura no lo tiene.
La apreciación musical puede estar asociada a una propensión de la mente a estructurar el tiempo para ordenar y almacenar la información. Hacer música es más complejo, porque requiere la acción coordinada de diferentes extremidades o músculos. Así pues, podría ser que nuestro gusto por la música sea meramente un subproducto de una adaptación ventajosa a las acciones coordinadas. ¿Qué tipo de ventaja podría ofrecer tal adaptación?
La «coordinación» yace en el corazón de todo tipo de actividades humanas, desde lanzar balones de fútbol a andar en bicicleta. Todas nuestras actividades complejas —las que requieren una meticulosa coordinación del ojo, el cerebro y la mano— se convierten en actos de exquisita coordinación secuencial cuando se examinan en detalle. Consideremos algo tan «simple» como cruzar la calle. Recibimos información visual y sonora de los vehículos que se mueven con respecto a nosotros en varias direcciones y a velocidades desconocidas. Tenemos que evaluar si hay un intervalo entre vehículos sucesivos durante el que podamos cruzar la calle con seguridad; entonces debemos movemos a una velocidad apropiada para llegar al otro lado —permaneciendo abiertos a la posibilidad de que tengamos que actualizar toda la información anterior si sucede algo inesperado—. No sólo podemos hacerlo instantáneamente, en carreteras con curvas y pendientes, y en condiciones de visibilidad variable, sino que podemos mantener una conversación y comer un helado al mismo tiempo. El cerebro ha desarrollado claramente una facilidad extraordinaria para la coordinación secuencial y paralela de diferentes movimientos, y los combina para producir una única actividad continua como la que se requiere para servir una pelota de tenis. Quienes practican deporte de competición reconocerán que esta facilidad de coordinación puede mejorarse por repetición cuidadosa. Un velocista que no haya hecho ninguna carrera rápida durante un tiempo encontrará, al volver a correr, que su acción de esprintar se ha hecho bastante torpe y desigual. Cuando el cerebro envía señales a las extremidades, se transmiten demasiadas instrucciones y el rápido movimiento hacia adelante se ve interferido por todo tipo de otros movimientos no deseados: se tensan músculos innecesarios, la cabeza se balancea y los brazos se agitan de formas indeseadas. Pero, corriendo muchas veces al máximo nivel, el sistema nervioso suaviza poco a poco las cosas y descarta movimientos improductivos. De este modo, puede condicionarse al cuerpo para poner en juego sólo la secuencia óptima de movimientos esenciales. Esta actividad se denomina «entrenamiento». De hecho, en algunos deportes técnicos es posible mejorar la ejecución de complicadas secuencias de movimientos con la simple visualización del ejercicio.
Continuidad y sincronización son las claves para un ejercicio físico complejo. La interpretación de la música está ligada al desarrollo de la facilidad del cerebro para combinar acciones que requieren delicadas habilidades de coordinación. Una teoría popular del desarrollo de la conciencia, defendida por Gerald Edelman, ve el cerebro como un sistema que sigue evolución darwiniana explorando muchas posibles interconexiones neurales, algunas de las cuales se muestran más beneficiosas que otras. Estas conexiones se refuerzan con el uso, a expensas de otras. El espectro de actividades mentales en las que se compromete el cerebro influye claramente en su propensión a ciertas variedades de asociación. Quizá la forma de coordinación, asociación y organización temporal que refleja la música desempeña un papel importante en todo el proceso de darwinismo neural, lo que da sustancia a la famosa afirmación de Igor Strawinsky de que «la función exclusiva de la música es estructurar el flujo del tiempo y poner orden en él… la música es el arte de la permutación del tiempo».
Muchos animales poseen una coordinación superior: los monos ejecutan ejercicios gimnásticos que nosotros no haríamos ni en sueños, y un oso puede pescar un salmón en una rápida corriente con una regularidad que haría llorar de envidia a un pescador, pero ninguno de los dos animales parece ser terriblemente musical. Esto sugiere que la intuición musical está más íntimamente ligada a una habilidad característicamente humana, como el lenguaje —que es también un triunfo de coordinación entre el cerebro, los pulmones, los músculos del tórax, la laringe, los músculos faciales y los oídos—. De la misma forma que parece haber una programación genética universal de los seres humanos que les dota de habilidades lingüísticas, también podría haber una gramática musical universal que desempeña el mismo papel para las pautas sonoras. Pero, puesto que la capacidad musical está mucho menos repartida, es más verosímil creer que fue un subproducto de una primitiva programación para el lenguaje antes que un elemento de programación independiente.
Antes de dejar el vínculo entre música y ordenamiento temporal, deberíamos advertir que esta asociación creó un profundo problema teológico para los pensadores cristianos medievales. Entraba en sus debates sobre la naturaleza de Dios y su relación con el tiempo y la eternidad. La música creaba un dilema porque, si Dios reside en una eternidad intemporal trascendente, la música no puede formar parte de la esencia divina; pues sin el paso y latir del tiempo no podía haber música. Pero las referencias bíblicas a los coros celestes de ángeles, la importancia de la música en el culto y una creencia en que no podíamos ser más privilegiados que Dios sintiendo la música cuando Él no lo hace, llevó a otros a concluir que Dios debe compartir la temporalidad necesaria para la apreciación musical.
Música incidental. ¿Un subproducto inocuo?
La música es esencialmente inútil, como lo es la vida; pero ambas tienen una extensión ideal que presta utilidad a sus condiciones.
GEORGE SANTAYANA
Nuestros sueños ofrecen una ventana a los intentos de la mente por unir experiencias y sucesos. Si usted se ha embarcado alguna vez en un proyecto que requiere referencias cruzadas de la información contenida en muchas páginas —ya sea para completar su declaración de Hacienda o para escribir un ensayo— apreciará ese maravilloso sentimiento catártico que llega cuando el proyecto está terminado y se pueden desechar todas las hojas sobrantes. Los sueños se parecen a un proceso similar de exploración, ordenamiento y asociación: un proceso que une experiencias recientes a experiencias del pasado. A veces, los vínculos tienen lugar sólo en puntos singulares, y producen yuxtaposiciones incongruentes en otros lugares: los intentos de lamente por interpolar entre sucesos singulares para crear una «historia» suelen producir resultados extraños. Quizá la música nos afecta de modo tan profundo porque resuena con una tendencia similar de la mente subconsciente a ordenar nuestras experiencias auditivas. Para que esta reorganización de los estímulos exteriores tenga lugar, sirve de ayuda que estén temporalmente aislados de influencias externas. La música ofrece esta protección y, con ello, ayuda a la mente a ordenar la información. El sentimiento de expectación, seguido de una resolución de las tensiones despertadas por una compleja pieza musical, puede estar asociado a una pauta similar de actividad en el nivel neurológico. La experiencia de la música despierta nuestros sentidos a formas particulares de sonido ordenado. Al resonar con las naturales actividades contables del cerebro, la música se percibe como algo relajante, vigorizante y agradable.
Muchas personas encuentran más fácil estudiar o realizar actividades lingüísticas y prácticas con un fondo musical. Es como si algunas de las actividades de ordenación del cerebro se mantuvieran mejor ocupadas procesando señales sonoras para que no interfieran con la tarea que se está realizando. Alternativamente, el bajo nivel de procesamiento extra requerido para asimilar una fuente de información ya bien ordenada, como ciertos tipos de música, puede mantener las cosas en marcha de un modo que mejora la concentración y la eficiencia del procesamiento. Se ha dicho que la puntuación en un test de inteligencia mejora cuando los candidatos tienen como fondo una música de Mozart. Y, de hecho, se dice que el propio Mozart pedía a su mujer que le leyera mientras estaba componiendo, como para distraer al lado izquierdo del cerebro procesando el habla mientras el lado derecho componía sin trabas. En la misma línea, se dice que Carl Orff no admitiría a un muchacho en Los niños cantores de Viena si ya hubiera aprendido a leer y escribir —pensando, se supone, que ya se había perdido la oportunidad para hacer que el lado del cerebro que procesa la música dominara sobre el lado que procesa el lenguaje.
Ya hemos visto que, a pesar de su elevado estatus artístico, la capacidad musical quizá no «sirva para» ninguna otra cosa. Podría ser una elaboración completamente inútil de una capacidad destinada a alguna otra cosa. Si al cerebro le gusta ordenar información asociando factores comunes, entonces la importancia emocional de una pieza musical para el oyente puede derivar básicamente de un contexto en el que fue oída alguna vez. La marcha nupcial de Mendelssohn, el himno nacional o una bien conocida cancioncilla de un anuncio impresionan emocionalmente porque evocan recuerdos de exposiciones anteriores a la misma canción y recrean algunos de los sentimientos pasados asociados con ellos. Desde esta perspectiva, la forma y contenido de una pieza musical es completamente irrelevante para el carácter emocional que percibimos en ella. Más bien, dicho carácter está enteramente determinado por el contexto en el que es oída. Esta visión de la música ha sido bautizada como la teoría «Querido, están tocando nuestra canción». Pero es difícil creer que el significado de la música esté enteramente determinado por el contexto de esta manera, aunque sólo sea porque podemos entender algo de la estructura y «significado» de una pieza musical sin ser emocionalmente conmovidos por ella. Además, las personas con bases culturales similares pero diferentes historias personales pueden responder de formas similares cuando oyen la misma pieza musical por primera vez. El contexto es evidentemente importante, pero no es invariablemente de importancia suprema.
Otra objeción a una interpretación puramente contextual de la apreciación musical es el hecho de que mucha música parece ambigua, o simplemente opaca, para el no experto: no evoca en absoluto sentimientos o asociaciones definidos. Desde el punto de vista contextual, estaríamos obligados a concluir que esta música carecía de significado para el oyente, pese al hecho de que podría seguir reconociendo algunas de sus características estructurales. Por supuesto, en tales circunstancias uno está siempre expuesto a críticas elitistas de que «es incapaz de apreciar» la música. Se detecta algo de esta actitud, por ejemplo, en los comentarios de Mendelssohn sobre la ambigüedad de la música en su carta a Marc Souchay, escrita en octubre de 1842, en donde afirma que
La gente se queja normalmente de que la música es ambigua, de que es muy dudoso lo que deberían pensar cuando la oyen, mientras que todo el mundo entiende las palabras. A mí me pasa exactamente lo contrario… Las ideas que para mí expresa una pieza musical que amo no son demasiado indefinidas para ser puestas en palabras, sino, por el contrario, demasiado definidas… Y por ello encuentro, en cualquier intento por expresar tales ideas, que hay algo correcto, pero al mismo tiempo hay algo insatisfactorio en todas ellas…
Pero es evidente que ni la apreciación musical, ni ninguna destreza para la interpretación musical, está compartida tan ampliamente, o con el alto nivel de competencia, como lo están las capacidades lingüísticas. En tales circunstancias es difícil creer que las capacidades musicales estén genéticamente programadas en el cerebro de la forma que parecen estarlo las capacidades lingüísticas. Las variaciones de nuestra capacidad para producir y responder a la música son demasiado grandes para que la capacidad musical sea una adaptación evolutiva esencial. Es más probable que aparezca dicha diversidad si la apreciación musical es un subproducto de capacidades mentales que evolucionaron adaptativamente con otros fines. ¿Podría ser que, a diferencia del lenguaje, la música sea algo de lo que nuestros ancestros podían prescindir?
Para apreciar el espectro de puntos de vista sobre la naturaleza y fuente del significado en la música, deberíamos explicar dos teorías opuestas que constituyen las dos opiniones más extremas. La primera de éstas es una versión formal de las ideas contextuales que acabamos de presentar. Con el título de referencialismo, sostiene que el auténtico significado de la música debe encontrarse sólo fuera de la música. No está ni en sus pautas de sonido ni en sus relaciones con alguna realidad estética absoluta; más bien, su significado debe encontrarse solamente en las emociones, ideas y acontecimientos a los que remite. Así, el papel de la música es «remitir» a algo extramusical; su valor es la medida de su éxito al hacerlo. Este punto de vista constituía la teoría oficial de las artes en los antiguos estados marxista-leninistas de la Europa oriental. La música, como las demás artes, tenía una función; la promoción de los objetivos del Estado y la motivación del pueblo para actuar por el bien común de la sociedad. Su valor estaba definido solamente por el grado en que se lograban estos objetivos. Si la emoción que produce la música se deriva solamente de su estructura armónica interna y no muestra referencias externas, entonces es incestuosa y decadente. Podemos ver que esta idea lleva a un rígido control de la actividad artística, pues ahora hay una definición clara de música «mala»: la que da lugar a emociones «erróneas» e inspira las acciones y lealtades «equivocadas». Un defensor extremo de esta idea era el gran novelista ruso León Tolstoy, quien creía que todo debía ser juzgado solamente en términos de su temática no artística. Así, para él, las «mejores» composiciones musicales eran las marchas, la música popular y las danzas de acompañamiento que generaban sana solidaridad. Las peores, y esto no es sorprendente, incluían buena parte del repertorio clásico. Tenía una opinión especialmente pobre de la Novena Sinfonía de Beethoven, al afirmar que
no solo no veo cómo los sentimientos transmitidos por la obra podrían unir a personas tan especialmente entrenadas para someterse a su hipnotismo complejo, sino que soy incapaz de imaginarme a una multitud de personas normales que pudieran entender algo de esta obra larga, confusa y artificial, excepto cortos fragmentos que se pierden en un mar de lo que es incomprensible. Y, por lo tanto, me guste o no, me veo impulsado a concluir que esta obra pertenece a las filas del arte malo… [como lo hace]… casi toda la música de cámara y la ópera de nuestra época, empezando especialmente con Beethoven [Schumann, Berlioz, Liszt, Wagner], por su temática carente de la expresión de sentimientos accesibles a la gente que ha desarrollado una irritación nerviosa e insana provocada por esta música exclusiva, artificial y compleja.
Esta filosofía presenta la música como un lenguaje cuyos sonidos y símbolos codifican emociones sobre el mundo exterior. Aunque la interpretación que hace Tolstoy de la música es la versión más extrema del referencialismo —al convertirla en una parte de 1 a propaganda del Estado—, versiones más moderadas del mismo son dominantes. Se centran en respuestas emocionales inmediatas a la música antes que en las reacciones sociales mayores. Algunos musicólogos, como Deryck Cooke, han intentado formalizar esta correspondencia identificando intervalos y pautas de notas particulares que invariablemente producen respuestas emocionales específicas. Así, Cooke llegaba a afirmar que la segunda menor induce sentimientos de angustia desalmada en un contexto de finalidad; la alegría brota al oír la tercera mayor, mientras que el sonido de la tercera menor señala aceptación estoica y tragedia inminente. Desde este punto de vista, la música sería innecesaria si el compositor pudiera transmitir directamente sus sentimientos a la audiencia de alguna otra manera más eficaz. Pero, al convertir emoción en pautas sonoras, el compositor asegura que muchas personas, incluso las que vivan después de él, experimentarán estas mismas emociones. El autor americano Diane Ackerman explica cómo algunos autores utilizan deliberadamente asociaciones contextúales de música para crear una atmósfera particularmente activa:
Algunos escritores se obsesionan con canciones country chabacanas y de mal gusto; otros lo hacen con un preludio especial o un poema sinfónico. Creo que la música que eligen crea un marco mental en torno a la esencia del libro. Cada vez que suena la música, recrea el terreno emocional en el que el escritor sabe que vive el libro. Actuando como recurso mnemotécnico, lleva al oyente fetichista a un estado de quietud vigilante idéntico al que probablemente mostraría una exploración cerebral.
Aunque la visión referencial estricta de la música suena extrema, ella se esconde, suavemente enmascarada, tras la idea ampliamente extendida de que hay un «mensaje» en una pieza musical o que es «bueno» que un niño aprenda a tocar un instrumento musical, porque la música contiene valores no musicales que son beneficiosos o instructivos.
El extremo opuesto al referencialismo es el absolutismo. Ésto busca el valor y el significado de la música en aquellas cualidades intrínsecas que hacen de ella una creación artística antes que en su contexto. Las pautas sonoras hacen la música significativa: solamente atendiendo a dichos sonidos, y excluyendo todas las alusiones externas, puede descifrarse su puro significado. Para el absolutista, todo lo que realmente importa es lo que para el referencialista no vale, y viceversa. La versión más extrema de este absolutismo es el formalismo musical. Éste ve en la música un significado que no se encuentra en ninguna otra experiencia humana. La música no es una representación de ninguna otra cosa, y su apreciación debería verse como una forma superior de una experiencia intelectual abstracta, no diferente de «El juego de abalorios» de la novela del mismo título de Hermann Hesse, en la que una élite intelectual se esfuerza por producir sinfonías mentales de significado que combinan conceptos musicales, matemáticos e intelectuales en un amplio juego abstracto, cuya forma, aunque nunca completamente revelada al lector, crea una exquisita variedad de ajedrez musical abstracto con su propia estructura narrativa. Presumiblemente no era casual que el maestro de este juego —el Magister Ludis— fuera iniciado en la orden religiosa del Juego de Abalorios por el Maestro de Música, quien adivina el potencial que muestran sus tempranas habilidades musicales.
El formalista no niega que la música tenga motivaciones externas y resonancias con emociones extramusicales; simplemente las encuentra irrelevantes. Esta idea no es privativa de la música. El filósofo Roger Fry la utiliza cuando considera el contenido de la pintura:
nadie que tenga una comprensión real del arte de la pintura da ninguna importancia a lo que llamamos el tema de un cuadro —lo que está representado… [porque]… todo depende de cómo está representado y nada depende de qué—. Rembrandt expresaba sus sentimientos más profundos con la misma fuerza cuando pintaba una res muerta colgada en una carnicería que cuando pintaba la Crucifixión o a su mujer.
En música, la visión formalista de la estética es particularmente atractiva, porque el oyente no está distraído por la maquinaria periférica de la representación o por la elección de un orden exploratorio. La verdadera apreciación musical no debe ser molestada por emociones y aspiraciones humanas, porque el formalista mantiene que estas emociones no pueden ser representadas por la música. No hay afinidad entre lo que llamamos «belleza» en el mundo natural y la belleza musical. Esta visión gnóstica de la estructura interna de la música conduce a una forma más bien elitista de apreciación musical. La verdadera apreciación musical es el disfrute de las formas estéticas puras inherentes en la música por aquellos oyentes que son sensibles a ellas. La mayoría de los oyentes son incapaces de responder de esta manera, y por ello se satisfacen deteniéndose en las inferiores alusiones contextuales de la música —es decir, en todos los aspectos caros al referencialista—. Cuanto más lejos de la vida y la experiencia humana reside la música, mayor se considera su belleza formal.
Estas dos filosofías extremas de la música parecen insatisfactorias debido a que cada una de ellas excluye por completo lo que ofrece la otra. Una filosofía alternativa, el expresionismo, sigue una vía intermedia, sin intentar ser una posición de compromiso. Ve en la música una cualidad estética similar a la que se encuentra en otros aspectos de la experiencia humana. El valor en la música y la experiencia debe encontrarse en la relación entre ellas. De este modo, el expresionista intenta explicar el enigma de cómo una obra musical puede ser significativa como música y como experiencia emocional humana. Las emociones se despiertan cuando una respuesta potencial es impedida o inhibida. Dentro de tradiciones musicales concretas, algunos acordes son siempre seguidos por otros, y los grandes compositores son los que son más hábiles en aumentar las expectativas emocionales, posponiendo y elaborando su resolución. Para oídos occidentales este tipo de desenlace pospuesto se lleva al extremo en la música clásica de la India, donde una disonancia será bordada y elaborada con gran extensión antes de ser finalmente resuelta.
El juego de abalorios. La música de las esferas
Considero que la música es, por su propia naturaleza, incapaz de expresar nada en absoluto, ya sea un sentimiento, una actitud mental, un estado de ánimo, un fenómeno de la naturaleza… si, como sucede casi siempre, la música parece expresar algo, esto es sólo una ilusión, y no una realidad.
IGOR STRAVINSKY
Los más fervientes sintetizadores del conocimiento fueron los primeros pitagóricos. En el siglo v a. C. fueron de los primeros en contemplar lo que llamaríamos «matemáticas puras»: relaciones matemáticas por sí mismas, más que con un fin práctico. Pero, a pesar de su predilección por la aritmética y la geometría, diferían de los matemáticos modernos en que para ellos la trascendencia de las matemáticas reside en los propios números y formas geométricas, antes que en las relaciones entre los mismos. Pitágoras fue atraído al estudio de la armonía musical porque ésta consagraba relaciones numéricas que podían ser encontradas en cualquier otro lugar del Universo. Parecía que estaban emergiendo conexiones profundas entre partes de la realidad por lo demás inconexas. Su legendario descubrimiento de las simples razones aritméticas entre intervalos armónicos le convenció de que debe haber un íntimo vínculo entre matemáticas y música —que la música era nada menos que el sonido de las matemáticas.
Existe una antigua historia, posiblemente apócrifa, sobre cómo descubrió Pitágoras el vínculo entre número y armonía; Jámblico cuenta que
En cierta ocasión [Pitágoras] estaba pensando en la música y razonando consigo mismo si sería posible imaginar alguna ayuda instrumental para el sentido del oído, de modo que lo sistematizara, como la vista se hace precisa gracias al compás, la regla y el instrumento del agrimensor, o el tacto es evaluable por el equilibrio y las medidas. Y en esto estaba pensando cuando Pitágoras pasó por la puerta del taller de un herrero, donde oyó los martillos que golpeaban en una pieza de hierro sobre un yunque, produciendo sonidos que armonizaban, excepto uno.
Impresionado por la armoniosa escala de sonidos procedentes de los martillos que golpeaban, Pitágoras entró en el taller del herrero para descubrir cómo este martilleo descuidado podía producir sonidos relacionados armónicamente. Encontró que los intervalos musicales que producían estaban en proporción a los pesos de los martillos. Fue a casa a experimentar más, colgando pesos diferentes de cuerdas de longitudes ajustables y pulsando las cuerdas para producir diferentes sonidos. Descubrió que las secuencias más atractivas de tonos musicales estaban relacionadas por simples razones aritméticas de números enteros a los que él y sus seguidores reverenciaban. Así estaba forjado el vínculo numerológico entre número y música en el taller del herrero.
A Pitágoras se le atribuye el descubrimiento de que las notas en relación armoniosa pueden producirse pulsando cuerdas cuyas longitudes están en razones particulares entre sí. Cuanto más corta es la cuerda, más alta es la nota. Reducir a la mitad la longitud de una cuerda vibrante produce una nota que es una octava más alta; duplicar la longitud produce una nota que es una octava más baja. El oído parece preferir las combinaciones de notas producidas por cuerdas cuyas longitudes están en razones 1:1, 1:2, 2:3 (la «quinta» perfecta), o 3:4. Tomemos una razón como 7:11 y el resultado es notablemente disonante. Pitágoras pudo determinar las razones de las longitudes de cuerdas requeridas para producir combinaciones que fueran agradables al oído. De este modo, la reverencia religiosa de los pitagóricos hacia los números fue sobrestimulada, y la creencia en que cada número posee un significado oculto quedó fuertemente asociada con el estudio de la armonía musical durante casi dos mil años. La unión pitagórica entre matemáticas y música fue asumida inicialmente por Platón y, junto con la descripción matemática de los movimientos de los cuerpos celestes, se convirtió en la base de una imagen cosmológica en la que las armonías de la música, las matemáticas y el movimiento celeste estaban inextricablemente unidas. Esta línea de pensamiento fue una de las formas más extremas de reduccionismo nunca imaginadas. Puesto que los tonos musicales y los movimientos celestes mostraban relaciones matemáticas, se pensaba que debían ser equivalentes en algún nivel. A partir de esto se argumentaba que cada uno de los cuerpos celestes en movimiento debía producir tonos musicales que dependerían de la distancia del cuerpo a la Tierra y de su velocidad. Además, estos tonos se combinaban para crear una armonía celeste: «La música de las esferas» (Figura 5.2). Aristóteles describe las razones para esta idea en su obra De Caelo (El Cielo):
el movimiento de cuerpos de ese tamaño [astronómico] debe producir un ruido, porque en nuestra Tierra el movimiento de cuerpos muy inferiores en tamaño y velocidad de movimiento tiene ese efecto. Además, cuando el Sol y la Luna, digamos, y todas las estrellas, tan grandes en número y en tamaño, se están moviendo con un movimiento tan rápido, ¿cómo no iban a producir un sonido inmensamente grande? Partiendo de este argumento, y de la observación de que sus velocidades, medidas por sus distancias, están en la misma razón que las consonancias musicales, ellos afirman que el sonido que produce el movimiento circular de las estrellas está en armonía.
En los siglos I y II d. C., hubo un serio debate erudito acerca de por qué no podemos oír esta música celeste. Algunos argumentaban que estaba fuera del rango de audición humana, otros que su ubicuidad significaba que no éramos conscientes del mismo y sólo oímos los cambios de sonido con respecto a ello. Otros mantenían que su volumen nos ha hecho sordos al mismo. Ninguna de estas teorías parece haber ganado amplia aceptación.
Esta antigua creencia en un cosmos compuesto de esferas seguía existiendo en tiempos isabelinos. Está muy elocuentemente expuesta por Shakespeare, en El mercader de Venecia. Mientras se acerca a la casa de Porcia, Lorenzo describe la armonía celeste a Lancelot; nuestra sordera a ella es una consecuencia de nuestra mortalidad:
¡Cuán dulcemente duerme el claro de Luna sobre este bancal!
Vamos a sentamos allí y dejemos que los acordes de la música
se deslicen en nuestros oídos. La dulce tranquilidad y la noche
convienen a los acentos de la suave armonía.
Siéntate, Jessica. ¡Mira cómo la bóveda del firmamento
está tachonada de patenas de oro resplandeciente!
No hay ni el más pequeño de esos globos que contemplas
que con sus movimiento no produzca una angelical melodía que
concierte con las voces de los querubines
de ojos eternamente jóvenes.
Las almas inmortales tienen en ella una música así;
pero, hasta que cae esta envoltura de barro
que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos escucharla.
FIGURA 5.2. (a) Una división pitagórica de la esfera celeste en intervalos musicales, (b) Una elaboración medieval del ideal pitagórico de armonía entre la humanidad y el entorno como se muestra en «The Tuning of the World» de Robert Fludd, de Ultriusque Cosmi Historia.
Hay mucho más que armonía celeste en la teoría musical pitagórica. Además de la música de las esferas celestes (musica mundana) se distinguían otras dos variedades de música: el sonido de instrumentos, como flautas y arpas (musica instrumentalis), y la continua música inaudible que emanaba del cuerpo humano (música humana), que surge de una resonancia entre cuerpo y alma. La hipótesis importante que hay tras estas distinciones, que fue asumida por Platón y luego influyó en la filosofía occidental durante largo tiempo, es que la música celeste existe y tiene sus propiedades con total independencia del oyente humano. Para Platón, lo que oímos de la armonía musical es un pálido reflejo de una perfección más profunda en el mundo de los números, que se manifiesta en los movimientos planetarios. Nosotros la apreciamos solamente porque los ritmos de nuestros cuerpos y almas están preformados para resonar con la armonía en el reino celeste. Era esta filosofía trascendental de la música la que Platón reforzó con su creencia más general en que el mundo de las apariencias es una sombra de otro mundo perfecto donde habitan las formas ideales de los objetos que nos rodean. En última instancia, la filosofía platónica es la fuente de la filosofía absolutista de la música que hemos discutido antes.
En el mundo medieval, el estatus de la música se revela por su posición dentro del Quadrivium —el cuádruple currículum— junto con la aritmética, la geometría y la astronomía. Los estudiantes medievales de música se consideraban científicos, y la relación de la música con las matemáticas y la astronomía se consideraba el aspecto más importante de la música. Ellos creían que todas las formas de armonía derivan de una fuente común. Antes de los estudios de Boecio en el siglo VI, la idea de armonía musical no se consideraba independientemente de cuestiones más generales de armonía celeste o ética. Un gran cambio en la visión de la música sólo podía ocurrir en un nuevo clima que rechazara su total reverencia hacia las autoridades del pasado y tratara de dar respuesta a preguntas sobre las cosas examinándolas, y oyéndolas, más que meramente leyendo sobre ellas.
En los primeros tiempos medievales, la interpretación de la música era una actividad mundana y secundaria, irrelevante para su verdadero significado y cualidad. Estamos tan acostumbrados a considerar la música como un arte para interpretar que es difícil apreciar que un fuerte interés por la interpretación musical no apareció hasta el Renacimiento. Otro aspecto de la interpretación musical que ahora damos por sentado es su mezcla de diferentes melodías; es decir, la polifonía. La polifonía —la combinación de dos o más hilos en una textura musical— empezó con el añadido de una o más partes a una melodía llana. El canto en quintas paralelas data del siglo VIII, pero partes vocales independientes no aparecieron hasta el siglo XI. Estos desarrollos proporcionaron la base de lo que con el tiempo iba a convertirse en la elaborada estructura armónica de la música posterior.
El sonido simultáneo de notas diferentes es un fenómeno extraño. Mezclamos colores o texturas y pierden su individualidad; pero los tonos musicales se combinan sin perder sus identidades. Para quienes estaban embarcados en el estudio metafísico de la música esto debe haber parecido un misterio profundo, pero el enorme tiempo que se necesitó para que emergiera la música polifónica sugiere que había una antipatía natural o una barrera ideológica a la misma. Gracias a su desarrollo, la música occidental se apartó de otras tradiciones y evolucionó de forma relativamente rápida hacia estructuras de gran complejidad. Curiosamente, los mil años que necesitó la música para alcanzar el pináculo de la complejidad clásica, de la que tantas personas siguen hoy disfrutando, vieron un desarrollo paralelo de su antigua compañera de cama —las matemáticas— hasta niveles nunca soñados de sofisticación abstracta, que superaban con creces la aplicación práctica contemporánea.
Más tarde, la complejidad creciente de la composición polifónica clásica aportó una dimensión humana al ámbito de la música hasta entonces impersonal y trascendental. En composiciones como las de Beethoven y sus dotados contemporáneos, vemos expresada la personalidad del compositor en su música. Mientras la búsqueda del verdadero significado de la música había mirado en otro tiempo a realidades trascendentales en los cielos para satisfacción final, sus verdades podían ser encontradas ahora por introspección y psicología. La música hablaría de las luchas internas de su creador o resonaría con las emociones del oyente, amplificando, modificando o pacificándolas de maneras que se veían derivadas de la música y que no aparecían meramente en respuesta a ella. De este modo, los oyentes apasionados pretenden encontrar un significado profundo en la música que trasciende a todas las demás formas artísticas. Tal era la confianza que tenía la humanidad en sus propios logros cuando emergía esta nueva música que, en lugar de degradar su estatus de música de las esferas a musa de la humanidad, su nuevo acento sirvió principalmente para elevar la estimación del hombre por el hombre. Y así, a medida que la sinfonía clásica se hacía más grande y más elaborada en estructura, su centro y su interpretación se hicieron más personales y más estrechamente asociados al carácter de su compositor. Y al volverse desde nociones esotéricas de armonía celeste hacia el significado personal, la popularidad de la música se hizo mucho mayor. Se necesitaron grandes salas de conciertos para acomodar a los oyentes, y la música desempeñó un papel central en la vida pública en toda Europa. Pero con estas instituciones, y los estratos sociales que las frecuentaban, creció un elitismo en la música. Muchas interpretaciones musicales eran exclusivas: era caro asistir a los conciertos y, para apreciar lo que se interpretaba, era necesario poseer una sensibilidad y una apreciación del escenario social de la interpretación musical. Lo que sucedió en el siglo XIX fue una extraña puesta al revés de las cosas. La música ya no era definida o interpretada por su correspondencia con figuras geométricas perfectas, ya estuvieran en el cielo o sobre el papel. Las notas, e incluso los intérpretes, se habían hecho secundarios en el efecto que la música tenía sobre el oyente. Había tenido lugar una revolución anticopernicana que colocaba al alma y el espíritu humanos en el fulcro de la interpretación. Pero esto no duró mucho. Con la llegada de psicólogos como Freud, el estatus de las respuestas humanas a algo tan subjetivo y mezclado con otras respuestas emocionales como la música fue degradado hasta quedar reducido a sólo otra forma de liberación emocional de las tensiones psicológicas.
En los primeros años del siglo XX las posibilidades de la armonía tonal occidental habían sido exploradas al máximo por un conjunto de compositores dotados. Era el momento para una reacción contracultural. Llegó en 1907 con las primeras interpretaciones de obras de Arnold Schoenberg que, en su cromatismo extremo, llevaban el sistema tonal a su límite (si no más allá). Más tarde, en los años veinte, Schoenberg iba a desarrollar el sistema de composición serial utilizando doce tonos al que está asociado su nombre[56].
Surgieron protestas vehementes cuando fueron interpretadas por primera vez. La interpretación de dicha música deliberadamente atonal sirvió para acelerar la percepción de la música contemporánea como una actividad intelectual y oscura, sólo para iniciados. Poco a poco, este énfasis, y el intenso foco sobre la personalidad del artista como factor primario en su obra, ha tenido un fuerte efecto negativo sobre el estatus de la música —un efecto que también puede detectarse en otros lugares en las artes creativas—. Pues, cuando la personalidad lo es todo, cualquier período durante el que faltan personalidades excéntricas o poderosas puede ser interpretado como una era de debilidad en la propia forma artística. La música clásica ya no desempeña un papel central en nuestra cultura. No es noticia de cabecera en ningún sentido. Está demasiado divorciada del centro de gravedad de las cosas. La más novedosa de las artes —la música popular— desempeña un papel central en la cultura de los jóvenes, pero podría argumentarse que, en una medida considerable, ha alcanzado también dicha posición por razones que tienen poco que ver con su contenido musical. Una vez más, el foco se ha centrado principalmente en los intérpretes como personalidades, o figuras de culto, antes que como músicos. Su música ha servido como una llamada de alistamiento para movimientos contraculturales que reaccionan contra las normas de comportamiento establecidas en general, y no simplemente contra sus gustos musicales. Sin embargo, la era moderna ha visto la emergencia de un nuevo fenómeno musical: el del oyente solitario. Con la disponibilidad de música en la radio y en el gramófono se hizo posible ser un oyente privado. Esto ha contrarrestado el elitismo del siglo XIX, y ha promovido el estudio y el análisis de la música por razones distintas del entretenimiento. También ha permitido una diversidad mucho mayor en el desarrollo del estilo musical. Formas inusuales de música, de interés sólo minoritario, pueden interpretarse y oírse sin el coste de alquilar enormes salas de conciertos en donde celebrar interpretaciones públicas. Resulta irónico, no obstante, que muchas obras del pop moderno causan profunda insatisfacción cuando se interpretan en vivo, debido a su enorme dependencia del sonido sintetizado y con múltiples pistas que la producción en estudio proporciona fácilmente pero que los intérpretes en directo no siempre consiguen.
El pianista. Oyendo por números
La música y la ciencia estuvieron [en un tiempo]… tan profundamente identificados que cualquiera que sugiriera que había una diferencia esencial entre ellas habría sido considerado un ignorante [pero ahora]… alguien que proponga que tienen algo en común corre el riesgo de ser etiquetado de hipócrita por un grupo y de diletante por el otro, y, lo peor de todo, como un populista por ambos.
JAMIE JAMES
Desde hace tiempo ha existido la sospecha de que hay una conexión profunda entre matemáticas y música. Pitágoras la destapó, y una vez que este genio hubo salido de la botella fue terriblemente difícil volverlo a meter. Miles de años más tarde, la profunda estructura en la música de Bach inspiró a Leibniz a afirmar que «la música es el ejercicio aritmético oculto de un alma inconsciente que está calculando». El origen y desarrollo de esta idea ha modelado las actitudes hacia la música durante los últimos dos mil años, y sólo en los últimos trescientos años ha sido descartado como paradigma central. Examinando la música hoy, hay una similitud superficial entre matemáticas y música porque ambas hacen uso de notaciones simbólicas (Figura 5.3).
FIGURA 5.3. Alien Musical Scores; dibujo de Robert Mueller.
Pero hay muchas diferencias: las matemáticas tienen una inevitabilidad lógica de la que carece la música; más clara aún es la división entre la habilidad para hacer música, ya sea componiendo o interpretando, y el placer que da escucharla. No hay división similar en las matemáticas. No son éstas un deporte de espectadores: sólo los practicantes de la lógica matemática disfrutan leyendo u oyendo hablar de ella. Además, las demostraciones matemáticas dan una imagen algo confusa de lo que los matemáticos hacen realmente y de cómo piensan. Hay una divisoria real entre la obra creativa de los matemáticos y la presentación formal de sus resultados. Las diferentes reacciones de una «audiencia» a las matemáticas, en contraposición a la música, ilustran la capacidad de la música para despertar grandes emociones y acciones, una capacidad de la que carecen por completo las matemáticas. Esto sugiere que la música está más ligada a respuestas instintivas y primitivas al mundo que lo está el recuento.
El perfil multicultural de la interpretación y apreciación musical es una característica sorprendente de las civilizaciones humanas en todo el mundo. Esta universalidad es compartida por una propensión humana hacia el lenguaje y hacia el recuento. Aunque hay similitudes superficiales entre estas capacidades humanas, nos impresionan más por sus diferencias. Los tonos musicales suenan ciertamente diferente de las palabras, y el procesamiento de tonos musicales por el cerebro difiere del procesamiento del lenguaje. Nuestra recepción de los tonos queda interferida al introducir más tonos, pero no al añadir información verbal en forma de palabras o números. Estas disparidades se manifiestan en un nivel neurológico por lo que sabemos de la geografía del cerebro. En individuos diestros, las capacidades lingüísticas están controladas casi enteramente por el hemisferio izquierdo del cerebro, mientras que las sensibilidades musicales están gobernadas básicamente por el hemisferio derecho. En consecuencia, lesiones graves en el lado izquierdo del cerebro son generalmente catastróficas para el habla, pero no perturban las capacidades musicales. Recíprocamente, lesiones en los lóbulos central y temporal del hemisferio derecho, o una enfermedad de este lado del cerebro, son desastrosas para el disfrute de la música: reduce nuestra capacidad para discriminar sonidos y nuestra apreciación de matices en el tono. Esta asimetría entre los dos hemisferios se manifiesta también en nuestra audición; el sonido recibido por el oído derecho es procesado en el hemisferio izquierdo, y el del oído izquierdo es procesado en el hemisferio derecho. Por ello, tendemos a procesar el lenguaje más efectivamente cuando es oído con el oído izquierdo, y los sonidos musicales que entran en el oído derecho se recuerdan mejor que los que entran por el oído izquierdo. Sin embargo, cuando se hacen tests similares con sujetos con buena formación musical, estas diferencias se reducen considerablemente. Presumiblemente, la formación musical aumenta la capacidad de análisis de la estructura musical por medios cuya eficacia reside dentro del hemisferio izquierdo del cerebro. Esto no es enteramente sorprendente. Sería de esperar que alguien educado en los aspectos matemáticos de la estructura musical activara algunas de las redes de procesamiento matemático dentro del cerebro cuando oye música. En general, si existe una asociación contextual con un elemento de matemáticas o de música, su contemplación debería despertar los procesos mentales específicos del lenguaje que tratan con él.
A pesar de estas tendencias neurológicas, hay muchas peculiaridades y excepciones que reflejan la diversidad de la capacidad musical humana. Aspectos de la capacidad musical que están fuertemente ligados a habilidades interpretativas sufren si hay lesiones en las partes del cerebro que gobiernan las habilidades motoras asociadas. Además, aparte de nuestras propias interpretaciones instrumentales, la música se dirige a nosotros desde una variedad de fuentes —vocalistas, grupos de rock, orquestas, pájaros, grabaciones y también como fondo de películas y de danza—. Es probable que la asociación entre música y el «algo más» que va con ella, especialmente en situaciones donde dicha asociación amplifica las emociones, produzca respuestas mentales muy complicadas. Por el contrario, nuestra exposición al sonido del lenguaje es relativamente uniforme —incluso las grabaciones de conversaciones suenan igual que las voces en directo— y la exposición de la persona media a las matemáticas es aún menos estimulante. Esta uniformidad hace de la capacidad lingüística una capacidad mental mucho más centrada que la apreciación musical.
Si examinamos nuestra capacidad para contar y calcular desde una perspectiva neurológica, encontramos que hay individuos que pierden sus capacidades lingüísticas a causa de una lesión cerebral, pero pueden seguir contando. Algo del circuito mental clave para los cálculos parece estar presente en el hemisferio derecho del cerebro, aunque muchos de los aspectos cuasi lingüísticos de la lectura y descripción de símbolos matemáticos son tratados, como el lenguaje, por el lado izquierdo del cerebro. Algunas áreas del lado izquierdo del cerebro, que desempeñan un papel importante en la orientación espacial, también pueden ser importantes para el sentido de los números y el tipo de intuición geométrica que valoran los matemáticos. Aunque nuestra simple capacidad para contar puede tener sus orígenes en el hemisferio derecho, el razonamiento matemático abstracto parece residir en el hemisferio izquierdo. Esto deja el hemisferio derecho para controlar las operaciones más sintéticas y holísticas, especialmente las que implican imágenes y descripción metafórica, junto con el procesamiento de la música.
Las relaciones entre música, pauta y lenguaje nos invitan a proponer algunos posibles escenarios para su desarrollo histórico. Seis opciones claras se sugieren de forma natural. En la primera, existe una forma de función mental ancestral, común entre los precursores de la humanidad, que se separa en hilos independientes —uno de música, el otro de lenguaje— aunque retienen algunas trazas residuales del vínculo entre ambos que se manifiesta en actividades como el canto. En el segundo escenario posible, se supone que la música es primaria y el lenguaje se desarrolla a partir de ella, quizá estimulado por la evolución fisiológica o neurológica. En la tercera opción, el lenguaje es primario, y la música evoluciona posteriormente a partir de él como una actividad independiente —por ejemplo, debido al desarrollo del canto como un medio de transmitir sonidos a largas distancias—. Cuarta: el lenguaje podría ser un hilo conductor de la actividad y la cultura humana que se desarrolla en paralelo con una función más básica para el reconocimiento de patrones. Inicialmente, el reconocimiento de patrones espaciales se transforma en subproductos bien desarrollados, como el arte y la creación de imágenes; luego se agudiza el reconocimiento de pautas temporales y se diversifica en el ritmo musical. En este escenario, la música se desarrolla después de otras prácticas artísticas. Quinta: podría haber una función primaria para el reconocimiento de pautas, de la que se separa la construcción del lenguaje. Posteriormente se desarrolla el reconocimiento de pautas temporales y genera otro retoño cultural en la música: mientras que el hilo del reconocimiento de patrones espaciales da lugar al arte como una manifestación cultural. Sexta: una capacidad de reconocimiento de patrones primaria podría haberse diversificado gradualmente en una secuencia de capacidades más especializadas: primero, reconocimiento de patrones espaciales, luego de secuencias temporales, y luego de lenguaje y secuencias numéricas.
Actualmente, la mayoría de los lingüistas parecen creer que el lenguaje es una capacidad humana específica, en lugar de ser meramente otro subproducto de las capacidades cerebrales de aprendizaje y reconocimiento de patrones generales. Puede reunirse un impresionante conjunto de pruebas en apoyo de rasgos compartidos por lenguajes humanos dispares, que son testimonio de una «gramática» universal que está cableada en la estructura del cerebro. Esto da sentido a la observación de que los niños no parecen aprender realmente el lenguaje en una medida que sea conmensurable con su capacidad de utilizarlo. Como describimos en el Capítulo 2, las capacidades lingüísticas parecen estar preprogramadas para activarse en momentos concretos durante el desarrollo temprano. El lenguaje se ve así como un instinto natural antes que como un comportamiento aprendido: es básicamente un producto de la Naturaleza antes que de la educación. Podríamos preguntar si podría decirse lo mismo de la capacidad matemática o la musical. Esta idea es mucho más difícil de sostener. La capacidad musical no está compartida al mismo nivel de competencia, o con la misma ubicuidad, que la capacidad lingüística. Una de las cosas más sorprendentes de la capacidad lingüística es su sofisticación y uniformidad si se la compara con todas las demás habilidades. Hay montones de individuos sanos que no pueden sumar o que apenas se preocupan por cualquier tipo de música, pero ninguno que no pueda hablar un lenguaje. Si se examinan las lenguas de los pueblos tradicionales, que con frecuencia no tienen sistemas matemáticos más allá de contar hasta dos, cinco o diez, su lengua es similar en el fondo a la nuestra, y en absoluto primitiva cuando se compara con el vocabulario requerido por sus estilos de vida. Un estudio de los orígenes del recuento en pueblos antiguos revela un patrón común de sistemas de recuento sencillos. Se podría argumentar que los sistemas de palabras numerales que emplean tienen un carácter principalmente lingüístico, antes que «matemático». Para introducirse en las matemáticas difíciles y profundas —y no sólo utilizar símbolos como abreviaturas de palabras que describen cantidades— se requieren sofisticados conceptos notacionales, y éstos sólo han sido introducidos por unas pocas culturas avanzadas. Uno de estos pasos cruciales es la invención de una notación «posicional» para representar los números, en la cual la posición relativa de un símbolo transmite información sobre la cantidad que representa. Así, para nosotros, la expresión «341» significa tres centenas más cuatro decenas más una unidad. Esta poderosa idea, junto con la idea de un símbolo, «0», que ello requiere, fue concebida sólo por tres culturas avanzadas: los sumerios y babilonios, los mayas y los indios. Nuestra propensión a esta notación posicional puede estar ligada a la programación sintáctica que poseen nuestras mentes para el lenguaje natural. Por desgracia, todavía no se ha hecho ningún estudio detallado de los vínculos entre rasgos lingüísticos en las culturas tradicionales y la estructura de sus sistemas de recuento. Hasta que no se haga un estudio cuidadoso de esta relación entre el uso lingüístico de los términos numerales, es difícil determinar si la propensión humana hacia el recuento es realmente independiente de la propensión hacia el lenguaje en las culturas antiguas.
Si comparamos la música con las matemáticas, es evidente que la música muestra una mayor diversidad cultural. Esto no es sorprendente si consideramos la música como una invención y elaboración humana, porque las matemáticas parecen ofrecer más que eso. La música no nos ayuda a entender el funcionamiento del mundo físico; las matemáticas sí lo hacen. Las matemáticas exhiben una multitud de características que apuntan a que algo de nuestro conocimiento matemático es fruto del descubrimiento, y no meramente un subproducto de capacidades desarrolladas con otros fines. Las matemáticas nos afectan de formas completamente diferentes que el lenguaje o la música. El lenguaje es totalmente flexible; puede afectamos emocional o lógicamente. La música influye principalmente en nuestras emociones, de una manera que las matemáticas no pueden hacer. Pese a todo, cada una de estas tres actividades está ligada de algún modo a los límites de nuestra fisiología. El lenguaje humano sofisticado fue posible solamente gracias a la evolución de la estructura especial de la laringe humana que otros mamíferos no poseen. Sin este desarrollo puramente anatómico, ninguna programación neural especial para la capacidad lingüística nos hubiera servido de nada. En el caso de las matemáticas, podemos ver cómo nuestros diez dedos de las manos (y en algunos casos, también nuestros diez dedos de los pies) determinaron la forma de muchos de los sistemas de recuento que se desarrollaron primero. Sin embargo, el sistema decimal (de base 10) que hemos adoptado no es el óptimo para todos los objetivos —como muestra el uso de la aritmética binaria en los lenguajes de computador—. Las matemáticas podrían haberse desarrollado muy satisfactoriamente si el sistema de recuento se hubiera escogido de forma diferente (digamos en base 12) en las más influyentes culturas indoeuropeas. Del mismo modo, veremos que la música atractiva está significativamente limitada en rango, y forma, por la sensibilidad del oído y por la capacidad de análisis de frecuencias del cerebro. Si quisiéramos hacemos comprender por extraterrestres, podríamos confiar en utilizar matemáticas. Para basarnos en nuestros lenguajes tendría que darse el caso de que nuestra gramática básica, que opera en el nivel neurológico en el software de procesamiento de lenguaje de nuestro cerebro, fuera el único programa capaz de realizar tales trucos lingüísticos. En el caso poco probable de que fuera así, los extraterrestres inteligentes compartirían la estructura raíz de las gramáticas mentales humanas. Incluso así, tendríamos que hacer una enorme cantidad de análisis y decodificación para desvelar un mensaje en su lengua; mientras que una descripción de un sistema físico compartido —como un átomo o un rayo de luz— permitiría eliminar mucho más fácilmente las diferencias superficiales en el simbolismo matemático. Por el contrario, es muy probable que la música no nos ayudara a entender al otro o a comunicar directamente. Más bien, revelaría cosas importantes sobre la naturaleza y fisiología de sus generadores y apreciadores. Es razonable especular que los extraterrestres poseerían subproductos «artísticos» de sus adaptaciones evolutivas, pero no hay ninguna razón por la que debieran estar principalmente asociados con señales sonoras antes que con señales luminosas, funciones motoras o incluso papilas gustativas. La música que conocemos es un subproducto humano muy especializado, que es apreciado a causa de las adaptaciones especiales del cerebro a otros aspectos del mundo y a la necesidad de predecir y anticipar los cambios que pueden ocurrir en nuestro entorno. Mientras que la capacidad lingüística parece ser una consecuencia necesaria de nuestra humanidad, la música no parece mostrar la misma inevitabilidad o sofisticación, y la capacidad matemática no parece ser necesaria ni evidente en ningún grado importante en la mayoría de los humanos.
Podríamos estar tentados a pensar que si la música agradable pudiera reducirse a pautas matemáticas de una variedad definida, entonces el enigma de lo que «es» la música estaría de algún modo resuelto. Por desgracia, las cosas nunca son tan simples, pues es un secreto bien guardado de los matemáticos que ni siquiera ellos saben lo que son las matemáticas. Cuatro filosofías de las matemáticas son corrientes entre los matemáticos, los filósofos y los usuarios de las matemáticas. He argumentado en otro lugar[57] que la notable aplicabilidad de las matemáticas a la estructura del mundo físico, y a las leyes que lo gobiernan, debería tomarse como el dato más importante al decidir entre ellas. Para apreciar la profundidad de la laguna entre matemáticas y música, pese a sus similitudes superficiales y tradiciones antiguas, tenemos que examinar con más detalle la extraordinaria utilidad de las matemáticas y cómo se interpreta.
Los científicos creen tan profundamente en la estructura matemática de la Naturaleza que han convertido en un incuestionable artículo de fe que las matemáticas son necesarias y suficientes para describir cualquier cosa, desde el espacio interior de las partículas elementales al espacio exterior de las estrellas y galaxias lejanas —incluso el propio Universo—. Pese a todo, ¿por qué el lenguaje simbólico de las matemáticas tiene algo que ver con manzanas que caen, átomos que se dividen, estrellas que explotan o mercados de valores que fluctúan? ¿Por qué la realidad marcha a un ritmo matemático? Las respuestas dependen crucialmente de lo que pensamos que son las matemáticas.
A comienzos del siglo XX, los matemáticos se enfrentaban a algunos problemas que minaban su confianza. Bertrand Russell propuso paradojas lógicas, como la del barbero[58], que amenazaban con minar todo el edificio de la lógica y las matemáticas. Pues ¿quién podía prever dónde podría salir a la superficie la siguiente paradoja? Frente a tales dilemas, David Hilbert, el matemático más destacado de la época, propuso que deberíamos dejar de preocuparnos por el significado de las matemáticas. En su lugar, simplemente deberíamos definir que las matemáticas son nada más, y nada menos, que el conjunto de fórmulas que pueden deducirse a partir de un conjunto de axiomas iniciales consistentes manipulando los símbolos implicados de acuerdo con reglas especificadas. Creía que este procedimiento no podía crear paradojas si era ejecutado con precisión. El vasto bordado de conexiones lógicas que resultaba de la manipulación de todos los grupos de axiomas de partida compatibles, de acuerdo con todos los conjuntos de reglas posibles, es todo lo que «son» las matemáticas. Este punto de vista se denomina formalismo matemático. Como el formalismo musical, desecha cualquier búsqueda del significado de una pauta de símbolos en un contexto que es externo a su representación. El formalista no ofrecería una explicación para el carácter matemático de la física como no lo haría el formalista musical para tratar de explicar por qué Wagner puede ser deprimente.
Hilbert pensaba que, por definición, esta estrategia libraría las matemáticas de todos sus problemas. Dado cualquier enunciado matemático, podíamos determinar si era una deducción válida a partir de un conjunto consistente de hipótesis de partida desarrollando la secuencia de conexiones lógicas. Hilbert y sus discípulos se pusieron a la obra, confiados en que podían recoger todas las matemáticas conocidas con sus reglas y axiomas, dejando fuera de la valla a las quimeras paradójicas de Russell. Por desgracia, y de forma totalmente inesperada, su empresa colapso repentinamente. En 1931, Kurt Gödel, entonces un joven matemático desconocido de la Universidad de Viena, demostró que el objetivo de Hilbert es inalcanzable en cualquier sistema matemático suficientemente grande para incluir la aritmética ordinaria. Cualquiera que sea el conjunto de axiomas de partida que uno escoja, cualquiera que sea el conjunto de reglas consistentes que adopte para manipular los símbolos matemáticos implicados, siempre debe existir algún enunciado, formulado en el lenguaje de dichos símbolos, cuya verdad o falsedad no puede decidirse utilizando dichos axiomas y reglas. Peor aún, no hay manera de decir nunca si los axiomas de partida son lógicamente consistentes o no. Sorprendentemente, la verdad matemática es algo más grande que axiomas y reglas. Tratemos de resolver el problema añadiendo una nueva regla, o un nuevo axioma, y simplemente creamos nuevos enunciados indecidibles. Si queremos comprender la verdad lógica tenemos que aventuramos fuera de las matemáticas. Si se define una «religión» como un sistema de ideas que contiene enunciados indemostrables, entonces Gödel nos demostró que las matemáticas no son solamente una religión: son la única religión que puede automostrarse como tal.
Un pariente mucho más interesante del formalismo es el estructuralismo. Éste es la filosofía de las matemáticas que las ve como el conjunto de todas las estructuras o pautas posibles. Algunas de estas pautas están ejemplificadas en los objetos físicos, como nubes, diseños de papel de pared o las formas de las galaxias; otras lo están en secuencias de operaciones, y otras más están presentes en operaciones mentales o propiedades de aquellas cantidades que llamamos números. Esta visión de las matemáticas corre el riesgo de ser demasiado amplia porque incluye como matemáticas todas las actividades generadoras de pautas —marcar líneas en una autopista, peinar, pintar o la línea de montaje en una fábrica de coches— que no todos los matemáticos podrían considerar como matemáticas. Pero es un pequeño precio a pagar por una imagen de las matemáticas que suena verdadera y proporciona una respuesta simple al misterio de por qué las matemáticas funcionan tan bien para describir el mundo. Para que exista cualquier ser pensante en el Universo tendría que haber existido algún orden en alguna parte del mismo. Lo que llamamos matemáticas es tan sólo el estudio de ese orden y las pautas que somos capaces de generar a partir de él. El misterio de la efectividad de las matemáticas cambia ligeramente de foco: el misterio real no es ahora que las matemáticas funcionen, sino que tales matemáticas simples sean tan poderosas y de tan gran alcance que puedan decirnos algo sobre el mundo. El estructuralismo es atractivamente simple. Es una manera útil de transmitir de qué tratan las matemáticas a los no matemáticos. Pero si tratamos de aplicarlas a otros temas más especializados, entonces su cualidad omniincluyente se convierte en un problema más grande. Como filosofía de la música, terminaría definiendo la música como una colección de todas las pautas hechas con sonidos. Incluiría explosiones, ruidos de cubertería cayendo al suelo y también el habla humana. La música moderna y experimental sería bienvenida en este marco inclusivo, pero la debilidad de la definición es evidente. ¿Qué no es música?
Una imagen menos inflexible de las matemáticas es una que se centra en el hecho de que es una actividad humana sin fin. El invencionismo es la creencia de que las matemáticas no son otra cosa que lo que los matemáticos hacen. Las entidades matemáticas, como los conjuntos o los triángulos, no existirían si no hubiera matemáticos. Inventamos las matemáticas; no las descubrimos. El invencionista no está impresionado por la utilidad de las matemáticas, pues argumenta que las propiedades bien adaptadas a la descripción matemática son las únicas que hemos sido capaces de descubrir. Esta visión de las matemáticas es común entre «consumidores» de matemáticas, particularmente científicos sociales y economistas, debido a su preocupación por las construcciones sociales artificiales y su estudio de problemas que son tan complicados que se necesitan muchas aproximaciones e idealizaciones para hacerlos tratables.
El descubrimiento independiente de los mismos teoremas matemáticos por diferentes matemáticos con orígenes económicos, culturales y políticos completamente diferentes —a veces en épocas ampliamente separadas de la historia— es un argumento contra semejante visión simplista. El invencionista podría responder señalando la universalidad de las lenguas humanas. Pese a sus diferencias superficiales, hay fuerte evidencia de que comparten una estructura subyacente común. Esta «gramática universal» significa que un extraterrestre lingüísticamente sofisticado que visitara el planeta Tierra tendría base para concluir que los seres humanos hablan una misma lengua, aunque con muchos matices regionales. Por consiguiente, cabría esperar que aquellos aspectos de esta gramática universal que comparten características de la simple lógica, y con ello del recuento, harían que también el recuento parezca instintivo. De hecho, aunque el simple recuento —a veces sobre bases diferentes de diez— es casi universal en culturas antiguas y primitivas, prácticamente ninguna de ellas llegó a realizar operaciones matemáticas más sofisticadas que contar. Esto sugiere que estas operaciones matemáticas superiores no están genéticamente programadas en el cerebro humano —¿y qué razón evolutiva podría haber para prodigar recursos valiosos en semejante lujo?—. Es más probable que sean subproductos de capacidades de reconocimiento de patrones multipropósito. Pero el simple recuento, puesto que está tan íntimamente ligado a las operaciones lingüísticas y a la lógica de la propia programación del cerebro para el lenguaje, está efectivamente programado.
Otra objeción a la visión invencionista de las matemáticas emerge al contemplar el origen evolutivo de nuestra mente. Incluso si las matemáticas, en cierto sentido, salen de nuestra mente, o son impresas en ellas por sensaciones de los fenómenos naturales de los que somos testigos, ¿cuál es la fuente de esa estructura matemática? Nuestra mente no puede crearlas de la nada. Más bien, la estructura matemática del mundo está instalada en la mente humana por un proceso evolutivo que recompensa con supervivencia las representaciones fieles de la realidad, y elimina imágenes equivocadas de la realidad porque tienen poco valor de supervivencia. Cuando se sigue hasta su fuente, el invencionismo se seca.
Una interesante variante moderna del invencionismo es el constructivismo social, que ve las matemáticas como algo que ha surgido de nuestras interacciones sociales colectivas. A este respecto es como una constitución nacional, un código legal o un sistema monetario. Estas cosas son reales pero no son ni físicas ni mentales. Surgen a partir de la interacción social y cultural de muchos individuos. No residen solamente o completamente en la mente de un solo individuo, y sin las personas que dieron lugar a ellos estos constructos sociales no existirían. Esta aproximación a las matemáticas apela al fenómeno de la emergencia, que se ha convertido en una aproximación de moda para explicar la complejidad. Ve las matemáticas como una actividad social complicada que ha surgido de actividades mentales y físicas más sencillas y bien definidas, y ha conseguido un grado de consenso sorprendentemente alto entre sus participantes. Esta visión no ayuda especialmente cuando se trata de entender por qué las matemáticas trabajan tan bien como descripción del mundo o por qué las matemáticas abstractas resultan ser tan a menudo útiles en la práctica. Sus defensores argumentarían que agranda el contexto en el que puede buscarse una solución a estos problemas. Si aplicamos esta aproximación a la música encaja bastante mejor. La música puede verse como un fenómeno emergente que tiene raíces locales que forman estilo y pauta. Se desarrolla en el tiempo. Implica la formación de una opinión colectiva. Pero ninguna de estas características es privativa de la música. Como en el caso del estructuralismo, hemos tropezado con el problema de una definición omniincluyente.
La tercera opción es el platonismo. Para el platonista matemático, el mundo es matemático en un sentido profundo. Los conceptos matemáticos existen y son descubiertos por los matemáticos, no inventados por ellos. «Pi» está realmente en el cielo[59]. Las matemáticas existirían en ausencia de matemáticos y podrían utilizarse para comunicarse con seres extraterrestres que se hubieran desarrollado independientemente de nosotros. Es interesante que esta visión parece estar asumida implícitamente por todos los practicantes actuales de la «Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre» (SETI), que emiten al espacio información que está basada en la universalidad de los conceptos subyacentes a la ciencia y las matemáticas humanas.
Mientras que el formalismo y el invencionismo se llevan mal con la irrazonable efectividad de las matemáticas como descripción de la Naturaleza, el platonista hace de ello la piedra angular de su argumento. La mayoría de los científicos y los matemáticos realizan su trabajo cotidiano como si el realismo platónico fuera verdadero, incluso si les resultara difícil defenderlo con fuerza cuando se les hiciera reflexionar durante el fin de semana. Pero el platonismo matemático tiene sus dificultades. Está impregnado de vaguedad. ¿Dónde está ese otro mundo de objetos matemáticos que descubrimos? ¿Cómo entramos en contacto con él? Si las entidades matemáticas existen realmente más allá del mundo físico de los particulares que experimentamos, entonces parecería que sólo podemos entrar en contacto con ellas por algún tipo de experiencia mística que es más afín a la videncia que a la ciencia. Esto significa que no podemos tratar la adquisición del conocimiento matemático de la misma manera que tratamos otras formas de conocimiento sobre el mundo físico: Tratamos el último como conocimiento significativo porque los objetos de los que tenemos conocimiento pueden interaccionar con nosotros de una manera influyente, mientras que no parece haber ningún medio por el que las entidades matemáticas puedan afectamos o ser influidas por nosotros.
La última respuesta al fermento de incertidumbre sobre las paradojas lógicas que plagaron el formalismo durante los primeros años del siglo XX fue el constructivismo. Era una versión matemática de la doctrina del operacionalismo. Su punto de partida, de acuerdo con Leopold Kronecker, uno de sus creadores, era el reconocimiento de que «Dios creó los enteros; todo lo demás es cosa del hombre». Lo que él quería decir con esto era que sólo deberíamos aceptar las nociones matemáticas más simples —la de números-enteros 1, 2, 3, 4… y la operación de recuento— como punto de partida, y luego derivar paso a paso todo lo demás a partir de estas nociones intuitivamente obvias. Adoptando esta postura conservadora, los constructivistas querían evitar la manipulación de entidades contraintuitivas de las que no podíamos tener ninguna experiencia concreta. Como resultado, el constructivismo llego a ser conocido como intuicionismo, para resaltar su apelación autoenunciada a los cimientos de la intuición humana.
Para el constructivista, las matemáticas son el conjunto de deducciones que pueden construirse en un número finito de pasos deductivos a partir de los números naturales. El «significado» de una fórmula matemática es simplemente la cadena finita de computaciones que se han utilizado para construirla. Esta idea puede sonar bastante inocua, pero tiene consecuencias catastróficas. Crea una nueva categoría de enunciados matemáticos, pues el estatus de cualquier enunciado puede ser ahora triple: verdadero, falso o indecidido. Un enunciado cuya verdad no puede decidirse en un número finito de pasos constructivos permanece en el limbo del tercer estatus. Los matemáticos preconstructivistas, que se remontan a Euclides, habían establecido métodos de probar la verdad o falsedad de fórmulas que no consistían en un número finito de pasos deductivos. Un método famoso muy querido por los antiguos griegos era la reductio ad absurdum. Para demostrar que algo es verdadero, suponemos que es falso, y de esta suposición deducimos algo contradictorio (como 2 = 1). De esto concluimos que nuestra suposición original debía ser falsa. Este argumento se basa en la presuposición de que un enunciado es o verdadero o falso. Pero, para el constructivista, un enunciado sólo se prueba cierto después de una demostración explícita en un número finito de pasos deductivos.
Si examinamos detenidamente el constructivismo, parece una doctrina realmente peculiar. Es más parecido a una filosofía de un juego deductivo como el ajedrez que a una filosofía de las matemáticas. Para que funcione, debe eliminar del arsenal del matemático formas bien establecidas de argumento lógico. Define las matemáticas de un modo antropocéntrico: como la totalidad de todas las deducciones paso a paso finitas a partir del cimiento de la intuición humana, los números naturales. No hay existencia matemática antes de que tenga lugar este proceso de construcción. Aparte de su postura anticopernicana, la noción de que existe una «intuición» humana universal para los números naturales no tiene un soporte histórico. El constructivista nunca puede decir si mi intuición es la misma que la suya, o si la intuición humana ha evolucionado en el pasado o evolucionará más en el futuro. La matemática que crea a partir de la intuición humana es un fenómeno dependiente del tiempo que depende del matemático involucrado en su construcción. Las matemáticas constructivistas están cerca de ser una rama de la psicología. Plantean muchos problemas. ¿Por qué deberíamos partir de los números naturales? ¿Qué cuenta como un posible paso constructivo? ¿Por qué algunas construcciones son más útiles y aplicables al mundo real que otras? ¿Por qué no podemos tener intuiciones de conjuntos infinitos? ¿Cómo se explica la utilidad de conceptos no constructivos en el estudio del mundo físico? Éstas son preguntas preocupantes. Después de todo, también aparecen conjuntos infinitos en la intuición humana.
Pero el constructivismo tiene algo que enseñamos sobre el carácter matemático de la Naturaleza. Gödel nos enseñó que siempre debe haber algunos enunciados de la aritmética cuya verdad nunca puede ser probada o refutada, pero ¿qué pasa con todos esos enunciados cuya verdad podemos decidir mediante los métodos tradicionales de las matemáticas? ¿Cuántos de ellos pueden demostrar los constructivistas? ¿Podemos construir, al menos en teoría, un computador que lea datos de entrada, muestre el estado actual de la máquina, determine un nuevo estado a partir del presente, y utilizar entonces el computador para decidir si un enunciado dado es verdadero o falso en un tiempo finito? ¿Hay una especificación para semejante «máquina» que le permita decidir si todos los enunciados decidibles de las matemáticas son o verdaderos o falsos? Contrariamente a las expectativas de muchos matemáticos, como Hilbert, la respuesta resultó ser «no». Alan Turing en Cambridge, e independientemente Emil Post y Alonzo Chuch en Princeton, encontraron enunciados tales que cualquier máquina idealizada necesitaría un tiempo infinito para demostrar su verdad. Son, en efecto, infinitamente más profundos que la lógica de la computación paso a paso.
Para nuestros fines, un constructivista es un formalista con una mano atada a la espalda. Limitando al matemático a sólo algunas de las reglas que estaba acostumbrado a utilizar, el alcance de sus deducciones se reduce. El musicólogo podría adoptar una visión de la música igualmente ascética, y concebir músicas diferentes cuyas reglas de composición estuvieran limitadas de diferentes maneras. Visto así, uno puede sentir la frustración que sentiría el compositor al que se le asignara el conjunto de reglas más restrictivo y las menores notas. No podría hacer nada que no pudieran hacer otros compositores, pero muchas cosas que éstos pudieran hacer estarían fuera de su alcance. Esta es la sensación que tienen muchos matemáticos con el constructivismo. Sin duda, algunas matemáticas se construyen de una manera formal, pero no parece haber ninguna razón para creer que todas lo necesitan. Una pregunta fundamental es si todas las matemáticas necesarias para describir el Universo físico están dentro del alcance del constructivista.
El sonido del silencio. Descomponiendo música
… no hay arte sin restricción. Decir que la música es un arte es decir que obedece a reglas. El puro azar representa total libertad, y la palabra «constructo» significa precisamente revolverse contra el azar. Un arte está definido exactamente por el conjunto de reglas que sigue. El papel de la estética considerada como ciencia es enumerar dichas reglas y vincularlas con las leyes universales de la percepción.
ABRAHAM MOLES
Si pensamos que hay algo en el vínculo antiguo entre matemáticas y música, deberíamos intentar situar la música en una u otra de las cuatro casillas filosóficas que acabamos de introducir —o quizá, como suele ser mejor con las matemáticas, poner una música en una categoría y otra en otra—. Hemos concluido que la visión platónica (absolutista) de la música parece innecesariamente metafísica. Nos pide que creamos que el compositor descubre la música, en lugar de inventarla. Ahora bien, aunque una visión platónica de las matemáticas puede presentar otras pruebas en su apoyo —por ejemplo, el hecho de que matemáticas puras, obtenidas hace tiempo, den tan a menudo una descripción física de alguna parte del Universo físico— la filosofía platónica de la música, pese a su antigüedad, tiene poco que decir. Adolece de todas las debilidades de la visión platónica de las matemáticas, pero a cambio no posee ninguna de sus virtudes. La Naturaleza no manifiesta una estructura musical; las creaciones musicales no son culturalmente independientes; tampoco tienen muchas capas de estructura inesperadas que las vinculen con otras creaciones musicales formalmente distintas. La música puede ser generada, puede ser inventada, pero ciertamente no puede ser descubierta.
Mientras que hay factores comunes que vinculan las matemáticas desarrolladas por individuos diferentes en culturas diferentes, la música implica todo lo contrario. Sus pautas y ritmos difieren significativamente de una cultura a otra; los factores comunes son sus funciones. En los países musulmanes de África del Norte y el Oriente Próximo hay poca influencia instrumental en la música. Es monofónica, dominada por la voz que canta, y característicamente poco melodiosa para oídos occidentales. En el África austral, el estilo cambia de nuevo, con ritmos múltiples aportados por muchos ejecutantes. Toda esta diversidad es un argumento convincente contra una visión platónica de la música, sin llegar a plantear una objeción a la que debe enfrentarse la mejor fundada visión platónica de las matemáticas: ¿cómo entramos en contacto con este otro mundo de formas musicales? Aunque cabría esperar que pudiéramos comunicamos con los extraterrestres utilizando el lenguaje de la música, no esperaríamos hacer muchos progresos utilizando música.
La propia visión de la música de Platón, como su opinión de las demás bellas artes, consistía en considerarlas como pálido reflejo de las formas ideales invisibles de la armonía universal. Su interés en la música estaba básicamente confinado a las armonías éticas que pudieran fluir de su interpretación, y cuya apreciación podría acercamos al armonioso mundo ideal del que se extraía su estructura. Por el contrario, Aristóteles, discípulo más pragmático de Platón, se dio cuenta de que el placer que aporta la música tenía un valor que debía algo a la impresión que causaba en nosotros la personalidad del intérprete. Las formas ideales no eran suficientes para explicar todas las facetas individuales que nosotros encontramos en la música. E incluso si lo fueran, ¿realmente habríamos explicado algo? Nos quedaríamos con un cielo platónico lleno de formas musicales, cuyas características armoniosas seguirían necesitando explicación.
Formalismo y constructivismo difieren como visiones de las matemáticas porque hay formas de deducción matemática que no pueden reducirse a deducciones paso a paso a partir de los números naturales 1, 2, 3, 4… Es decir, hay pasos deductivos que un computador no podría realizar en un tiempo finito. Esta posibilidad no existe en la composición musical, y por ello una filosofía formalista de la música es, en la práctica, una filosofía constructivista. Es decir, supone que existe un conjunto de bloques constituyentes musicales —notas, intervalos y demás— junto con el conjunto de reglas para combinarlas para producir frases, melodías y así sucesivamente. La «música» es el conjunto de todas las aplicaciones posibles de las reglas a los bloques constituyentes. Se han hecho progresos considerables explorando un análisis de este tipo gracias al trabajo pionero de Christopher Longuet-Higgins en la Universidad de Sussex. Él ha aislado muchas de las características estructurales esenciales que están incorporadas en la composición musical clásica en Occidente, haciendo resaltar la estructura temporal que introducen los intérpretes expertos en su interpretación, lo que las hace personales para ellos y atractivas para el oyente. El éxito de este aislamiento de características definitorias de la música atractiva puede ser entonces puesto a prueba programando un computador para componer e interpretar de acuerdo con los mismos principios. Lo que pretende esta producción de música generada por computador no es reemplazar la interpretación humana, sino utilizar los matices de la composición e interpretación musical como un test formidable de los intentos de crear formas de inteligencia artificial. Si pudiéramos entender lo que hace el cerebro al construir música, habríamos descubierto algo fundamental sobre su funcionamiento.
La armonía existe porque ciertas combinaciones de notas se estiman más agradables que otras. Una teoría de la armonía tiene que describirlas y explicar por qué algunas parecen más naturales que otras. Longuet-Higgins ha argumentado que puede utilizarse un modelo sencillo para la asignación de una clave musical. Demuestra que todo intervalo musical puede representarse, de una manera unívoca, por una combinación de tres variables: octavas, quintas perfectas y terceras mayores. Parte del espacio tonal infinitamente repetitivo de terceras mayores y quintas perfectas se muestra en la Figura 5.4. Cuando un oyente escucha un pasaje musical, le atribuye una clave seleccionando una región de este espacio. Dentro de una clave dada, uno puede ignorar la dependencia en octavas y tratar el espacio tonal como si fuera bidimensional, como se muestra en la Figura 5.4. Si la elección de clave da como resultado que el oyente tenga que hacer grandes saltos en la tabla, entonces él abandona la elección y selecciona otra región de la tabla (es decir, una clave diferente) donde la secuencia de tonos pueda representarse de forma más compacta. Las notas de cualquier escala se dan en grupos vecinos, cuyas formas están determinadas por el hecho de que la clave sea mayor o menor. A partir de esta pauta sencilla, Longuet-Higgins es capaz de poner de manifiesto todas las maneras en las que los compositores pueden modular de una clave a otra con al menos una nota compartida[60].
FIGURA 5.4.[61] Una representación del espacio tonal que subyace a la atribución de claves musicales propuesta por Christopher Longuet-Higgins. Dentro de una clave dada, todos los intervalos armónicos están especificados por una configuración bidimensional de quintas perfectas y terceras mayores. Dentro de esta configuración cada nota está afinada una quinta perfecta más alta que la nota a su izquierda, y una tercera mayor más alta que la nota que está inmediatamente debajo de ella. Por lo tanto, si marcamos las notas dentro de cualquier clave dada, aparecen en grupos de notas adyacentes, y estos grupos tienen formas diferentes según la clave sea menor o mayor. Las modulaciones entre claves utilizan el hecho de que dos claves cualesquiera tendrán al menos una nota en común (C mayor está contorneada en la figura). Un oyente atribuye una clave a un pasaje musical seleccionando una región de la configuración. Si esta elección da como resultado que haya que dar grandes saltos dentro de la región escogida, se abandona y se selecciona otra región en la que los tonos están agrupados de forma más económica, y se atribuye una nueva clave.
Hay muchas maneras de interpretar un conjunto dado de notas musicales. Algunas suenan atractivos al oído; otros no. Esto significa que las reglas necesarias para generar música interesante por medios artificiales —y, por consiguiente, para definirla unívocamente como un formalismo lógico— tienen que ser mucho más extensas que los ingredientes usuales de incluso la más detallada partitura musical. Sin embargo, la incapacidad del oído para discriminar sonidos que están demasiado próximos en tono e intensidad limita incluso estas reglas no escritas a un número finito. En matemáticas, las reglas que gobiernan los pasos lógicos permitidos son inequívocas y fácilmente establecidas. Si pudiéramos representar delante de nosotros el enorme mar de deducciones matemáticas que se siguen de todas las posibles hipótesis de partida, o axiomas, entonces muchos de estos enunciados estarían vacíos de interés para los matemáticos. En cualquier caso, serían deducciones lógicas, y por ello parte de las matemáticas tal como están definidas. Sin embargo, la versión musical de esta situación encuentra el reino de la música dominado por una enorme cacofonía de sonidos que no son «musicales» en el sentido convencional. Las reglas para colocar la nota siguiente no están en la práctica bien definidas a la manera en que está encorsetada la lógica matemática. Podríamos hacerlas así, pero habría muchas maneras de hacerlo; cada una de ellas produciría una definición diferente de música y un catálogo de secuencia sonoras que el oído avezado podría distinguir fácilmente. No hay ninguna «regla» para generar la nota siguiente en una pieza musical que dependa sólo de la última nota, o incluso de todas las notas interpretadas hasta entonces. Así, la imagen formalista de la música como el conjunto de todas las secuencias de sonidos posibles que se desarrollan a partir de todas las posibles primeras notas utilizando todos los desarrollos posibles no captura lo que distingue la música del ruido.
Si pudiéramos examinar todas las secuencias posibles de símbolos musicales, encontraríamos que casi todas ellas son aleatorias —en el sentido de que ninguna abreviación de ellas podría transmitir toda su información musical a algún otro—. La mayoría de las secuencias de números carecen de pauta y son aleatorias en este mismo sentido. No pueden ser abreviadas reemplazando su contenido de información por una regla más breve, una fórmula u algún otro artificio mnemotécnico. De todas formas, ha habido intentos de generar todas las secuencias musicales posibles —dentro de ciertos límites—. Mozart escribió en cierta ocasión un vals que daba once variaciones posibles para catorce de los dieciséis compases, con dos opciones adicionales para la interpretación de uno de los otros dos compases. Esto da 2 × 1114 valses posibles —suficientes para mantener a un millón de parejas de bailarines ocupados durante dos millones de años—. Más recientemente, David Mutcer, un profesor de ingeniería eléctrica de Harvard, programó un sintetizador para generar sistemáticamente todas las melodías de cincuenta notas que pueden crearse seleccionando cada nota de entre las ochenta y ocho del teclado del piano. El momento en que había que tocar cada nota se decidía mediante un generador de números aleatorios. El computador empezaba entonces a listar todas las secuencias posibles de cincuenta notas. Con el tiempo se listarían todas las 8850 melodías posibles. Este número es fabuloso —hay «solamente» unos 8841 átomos en el Universo visible— y en el curso del experimento sólo se generó una minúscula fracción de posibilidades. Como cabría esperar, la inmensa mayoría de las «melodías» producidas hasta ahora por la Máquina musical de Mutcer son indistinguibles del ruido, aunque ocasionalmente surgirá una canción agradable y vagamente familiar. Pero incluso con una conocida melodía de 50 notas, la versión generada por computador sonará plana y poco interesante para la mayoría de los oídos, porque el proceso de generación no permite variación en los intervalos entre notas, y excluye todas las posibilidades armónicas que se añaden cuando suenan al mismo tiempo acordes múltiples en lugar de notas únicas.
El juego de imitación. Languidez
En definitiva, toda la confusión de valores procede de la misma fuente: el desprecio de la importancia intrínseca del medio.
JOHN DEWEY
Hay una manera útil de clasificar los atributos de las cosas que encontramos en el mundo. Los atributos más simples son aquellos para los que existe un procedimiento definido para determinar si algo lo posee o no. Los seres humanos pueden a veces realizar este test sin ayuda de máquinas; por ejemplo, podemos decir si un objeto flota en el agua o si un número dado es par o impar. Los tests para algunos atributos, aunque sencillos en principio, son extremadamente laboriosos de realizar: por ejemplo, en teoría siempre podemos decir si un número es primo o no, pero si el número es grande, necesitaremos la ayuda de un computador rápido, y si el número es muy grande (con miles de dígitos), entonces incluso nuestros computadores más rápidos podrían necesitar miles de años para decirlo. De todas formas, en teoría, la comprobación podría llevarse a cabo para cualquier número dado, y la respuesta encontrada sería «primo» o «no primo». Reflexionando sobre esto, vemos que buena parte de nuestro sistema educativo está dedicado a enseñar a los jóvenes (y no tan jóvenes) a detectar la presencia o ausencia de atributos de esta manera: «¿es esto un verbo?»; «¿es esta frase gramaticalmente correcta?»; «¿es este triángulo equilátero?», y así sucesivamente. Estamos tan acostumbrados a la solución tecnológica de nuestros problemas que es fácil sacar la falsa idea de que podemos decidir la presencia o ausencia de cualquier atributo de un modo similar, simplemente haciendo computadores más rápidos. No es así ni mucho menos. De hecho, ni siquiera es posible decidir la verdad o falsedad de todos los enunciados de la aritmética mediante implementación de un programa informático[62]. Así pues, existen atributos del mundo cuya verdad o falsedad no puede decidirse por la aplicación de un test que necesite implementar un número finito de pasos.
Otra propiedad que podemos pedir de un atributo del mundo es que sea «listable»: es decir, ¿existe un procedimiento definido que liste todos los ejemplos que poseen el atributo? Esta lista podría ser infinita (como sería el caso si el atributo fuera algo como ser un número par), en cuyo caso el proceso de listado continuaría indefinidamente. La «listabilidad» difiere de la decibilidad porque, aunque un atributo puede ser listable, puede no haber ninguna manera de listar todas las entidades que poseen el atributo en cuestión. El problema de decidir si esta página está escrita en un lenguaje ortográficamente correcto es un problema decidible. La página contiene un número finito de palabras, y cada una de ellas puede ser comparada con las entradas del diccionario en todos los casos y tiempos verbales. (Esto es lo que hace el «corrector ortográfico» de un procesador de textos). Cada palabra puede juzgarse correcta o incorrecta por ese (o cualquier otro) criterio. De todas formas, esta página de palabras inmaculadamente escritas podría seguir estando garabateada en cualquier lenguaje conocido. Sin embargo, aunque un corrector ortográfico no encontrará ninguna incorrección en la página, el texto seguiría siendo carente de significado para un lector que no supiera nada de la lengua en la que está escrito. A medida que el lector fuera aprendiendo dicha lengua, las partes de la página irían adquiriendo significado; pero no podríamos predecir qué partes se harían inteligibles, ni podríamos predecir si el lector escribiría una página idéntica en el futuro. La propiedad de ser una parte inteligible del lenguaje es así listable pero no decidible.
Por desgracia, la verdad no es una propiedad listable ni decidible; ni lo es la verdad de un enunciado de la aritmética. El lógico norteamericano John Myhill ha utilizado el término «prospectivo» para caracterizar aquellos atributos del mundo que no son listables ni decidibles. Son propiedades que no pueden reconocerse mediante la aplicación de una fórmula hecha para conformarse a una regla o generada por algún programa informático. Están caracterizadas por una incesante novedad que no puede ser abarcada por ningún conjunto finito de reglas. «Belleza», «fealdad», «verdad», «armonía», «simplicidad» y «poesía» son nombres que damos a algunos de los atributos de este tipo. No hay manera de listar todos los ejemplos de belleza o fealdad, ni ningún procedimiento para decir si algo posee o no cualquiera de estos atributos sin redefinirlos de alguna manera más restrictiva que mata su carácter prospectivo.
La división de los atributos del mundo en aquellos con propiedades decidibles, listables y prospectivas ayuda a clarificar dónde fallan los intentos de imponer filosofías de las matemáticas a la música. Podríamos listar todas las secuencias sonoras posibles generadas por una lista prescrita de instrumentos que tocan solos o al unísono, pero no podríamos implementar un criterio universal para decidir si sonarían armoniosos o no, ni podríamos escribir un programa que generara el subconjunto de todas las pautas sonoras que fueran «armoniosas» —y mucho menos «significativas»— para el oyente humano. El atractivo musical es una propiedad prospectiva. Si parece que pudiera ser listable o decidible es solamente porque, como las palabras en una página, la música se escribe utilizando un número finito de marcas simbólicas en hojas de papel. Pero esa receta es necesariamente incompleta, y gran parte del atractivo de la música se añade en el proceso especial de traducción que llamamos interpretación.
La filosofía invencionista es una explicación implausible para el conjunto de las matemáticas porque no explica la irrazonable efectividad de las descripciones matemáticas de la Naturaleza —descripciones que son más impresionantes cuanto más nos alejamos de los fenómenos de, la experiencia humana inmediata y pasada—. Una filosofía invencionista de la música es más convincente. Ve la música simplemente como una actividad de los músicos. Su carácter es universal sólo con respecto a ciertos elementos psicoacústicos asociados a características fisiológicas o neurológicas comunes a los oyentes humanos o que apelan a las propiedades universales del sonido. En otros aspectos refleja la diversidad de culturas humanas, de tendencias sociales y de nuestras reacciones a dichas tendencias.
El sonido de la música. Oír y escuchar
Somos reacios, en lo que se refiere a la música, a examinar nuestras fuentes de placer o tensión. En parte tememos el propio éxito —tememos que entender pudiera estropear el disfrute—. Es exacto: el arte a menudo pierde poder cuando se exponen sus raíces psicológicas.
MARVIN MINSKY
La explicación adaptacionista para la llegada y maduración satisfactoria de una capacidad como la musical atribuye su ubicuidad al hecho de que, en resumidas, cuentas, su posesión es ventajosa para los seres humanos. Alternativamente, se podría poner mayor énfasis en los aspectos instintivos de la capacidad mental y tratar de demostrar que está modelada principalmente por la selección natural, en lugar de ser adquirida por aprendizaje o como un subproducto de la programación genética para alguna otra cosa[63]. Por el contrario la mayoría de los psicólogos sociales tratan de atribuir las capacidades humanas a los contextos sociales concretos dentro de los cuales se desarrollan los individuos o a la interacción repetida entre individuos. El científico social podría ver el estilo y el contenido musical como un producto de intereses humanos específicos o restricciones económicas. Desde otro punto de vista, un físico podría tratar la armonía musical simplemente como un fenómeno sónico recibido por un analizador de frecuencias (el oído) conectado a un computador (el cerebro) que es sensible a pulsos de sonidos estructurados dentro de intervalos prescritos de frecuencia e intensidad. Sería necesaria otra rama de estudio, la «psicoacústica», para descubrir la relación entre las principales propiedades físicas del sonido —su frecuencia, intensidad o variación espectral— y las cualidades de tono, sonoridad y timbre percibidas por los oyentes. En el resto de este capítulo veremos qué luz puede arrojarse sobre la Naturaleza e influencia del sonido musical adoptando el punto de vista del físico. Esto nos ayudará a aislar qué propiedades de la música se hacen inevitables para nosotros por las características fisiológicas y neurológicas de la condición humana.
Una obra de arte debería mostrar orden en algún nivel discernible —preferiblemente en muchos niveles—. Este ordenamiento significa que hay una pauta y un conjunto de reglas para combinar sonidos o colores de acuerdo con el medio empleado para representar la pauta. En el caso de la música, los resultados pueden verse de cuatro maneras: en términos de las materias primas utilizadas, los sonidos que transmite la música, las respuestas psicológicas a ellos o el contenido de información de la música. Una comprensión de lo que «es» la música requiere una discusión de todos estos aspectos. Ninguno de ellos por sí solo puede dar la imagen completa, pero cada uno ofrece intuiciones importantes. Por ejemplo, podemos estudiar la música como un fenómeno acústico para descubrir si la música emocionalmente atractiva posee características comunes; entonces, relacionando dichas propiedades con nuestro aparato perceptivo, podríamos descubrir por qué algunas pautas acústicas producen fuertes respuestas psicológicas.
Deberíamos empezar poniendo la música en un contexto acústico más amplio. Lo que llamamos el «tono» de un sonido está determinado por la frecuencia de la vibración que excita nuestros oídos. Cuando los sonidos tienen frecuencias más bajas que unos 16 ciclos por segundo[64] dejamos de oírlos y empezamos a sentirlos como vibraciones en nuestro entorno. Este dominio de frecuencias muy bajas se denomina la región infrasónica[65]. Por encima de 20 kHz, los sonidos entran en la región ultrasónica —una vez más, fuera del rango de nuestra audición, aunque los niños pequeños pueden oír en general frecuencias ligeramente más altas que los adultos—. Muchos animales, como los gatos y los perros, pueden oír frecuencias mucho más altas: hasta 60 kHz en el caso de los gatos. Pero con un umbral superior que es 1250 veces mayor que el inferior, el rango de frecuencias sonoras a las que es sensible el oído humano es enorme frente el rango minúsculo, apenas un valor doble del umbral superior frente al inferior, de frecuencias luminosas que el ojo humano puede detectar. La densidad y la calidad mucho mayor de la información que procesa el sentido de la vista sale enormemente cara en términos de recursos del cerebro. Extender dichas capacidades visuales sobre un rango de frecuencias mucho más amplio no hubiera representado la utilización óptima de recursos mentales en un ambiente que estaba en oscuridad la mitad del día.
Después de la frecuencia, la propiedad más importante del sonido es su nivel de intensidad: su volumen sonoro. De nuevo, la fisiología humana determina qué niveles sonoros podemos oír. El umbral inferior de audibilidad humana define el nivel de decibelios cero, y los sonidos por encima de aproximadamente 130 decibelios son suficientemente intensos para producir sordera. Estos números requieren una explicación adicional. Los niveles de intensidad sonora se miden normalmente en «decibelios», donde un decibelio (abreviadamente dB) se define como diez veces el logaritmo (en base diez) del nivel sonoro en unidades de un nivel de intensidad de 10−12 vatios por metro cuadrado. Esto suena un poco bizantino, pero se define así para que un decibelio sea igual aproximadamente al sonido más débil que puede oír una persona normal. Así, una intensidad sonora que es mil veces el nivel básico correspondería a 30 dB. Es útil comparar estos números con los niveles sonoros más familiares: el ruido de los árboles sujetos a la brisa, cuando caminamos por el bosque en un día de primavera, produce de 10 a 18 dB, una orquesta produce entre 40 y 100 dB; una conversación ordinaria produce unos 65 dB, pero un susurro poco más que 16 dB; el tráfico a la hora punta puede generar 30 dB; un martilleo enérgico, o un trueno, crea unos 110 dB. Nuestro umbral inferior de audición testimonia una extraordinaria sensibilidad. El sonido audible más suave a una frecuencia de 1000 Hz es el resultado de que la membrana interna del oído es desplazada una décima parte del diámetro de un átomo de hidrógeno. Esto está sólo un poco por encima del nivel sonoro creado por el continuo golpeteo en el tímpano por parte de moléculas de aire a las temperaturas ordinarias[66]. En las Figuras 5.5 y 5.7 se muestran los dominios de intensidad y frecuencia que son accesibles al oído, junto con las regiones utilizadas en la música.
FIGURA 5.5. La región audible dentro del dominio de intensidad sonora (en decibelios) y frecuencia (medida en herzios).
El sonido de la música percibido depende delicadamente de la arquitectura del oído. Como sucede con nuestros otros órganos sensoriales, el oído es una estructura de extraordinaria complejidad. El tímpano es una fina membrana que separa el oído medio del oído externo. Permanece en contacto con el aire a presión atmosférica a ambos lados vía la trompa de Eustaquio (véase la Figura 5.6). Una onda sonora incidente crea una sucesión de compresiones y dilataciones en el aire dentro del canal auditivo del oído externo. Esto produce variaciones de presión en el tímpano, que le hacen vibrar de un lado a otro. Estas vibraciones son transmitidas por una cadena de huesecillos, a lo largo del oído medio, hasta una abertura en el oído interno, donde perturban un fluido que transmite las perturbaciones a la cóclea. A continuación, éstas perturban la membrana basilar, cuyos movimientos son registrados por minúsculas células ciliadas que son capaces de transmitir estas señales al sistema nervioso central donde, finalmente, se registra la sensación que llamamos «oír». Estas señales sólo son enviadas cuando las vibraciones incidentes tienen frecuencias en el rango «audible», 16 Hz a 20 kHz. Percibimos la frecuencia de estas oscilaciones como su «tono»; su amplitud, que aumenta con la magnitud de las variaciones de presión en el aire dentro del canal auditivo, se siente como «intensidad». El oído no responde por igual a todas las frecuencias incidentes dentro del rango audible: percibirá que sonidos con las mismas intensidades, pero diferentes frecuencias, tienen volúmenes sonoros ligeramente diferentes.
FIGURA 5.6. El oído humano; (b) detalle fino del oído medio e interno que muestra las componentes que transmiten las vibraciones del tímpano por la cadena de huesos (martillo, yunque y estribo), a través de la ventana oval, donde las perturbaciones se crean en el fluido perilinfático que pone en movimiento la membrana basilar. Este movimiento es recogido por células ciliadas, cuya respuesta envía señales al sistema nervioso. Los sonidos de baja frecuencia activan las células ciliadas en el extremo lejano de la membrana; las altas frecuencias excitan sólo las células próximas al área de la ventana redonda.
Una característica interesante de la música, como muchos otros ejemplos de fenómenos complejos emergentes, es la forma en que ha evolucionado para llenar el dominio intensidad-frecuencia disponible. La historia muestra que la música se ha estado haciendo cada vez más intensa y más diversa en su rango de tonos. Antes del Renacimiento, el tono musical de las frecuencias fundamentales iba desde aproximadamente 100 a 1000 Hz, y reflejaba el rango de frecuencias de la voz humana. A medida que se han añadido nuevos instrumentos al repertorio orquestal, este rango se ha ampliado continuamente. La llegada de la música electrónica con sintetizador significa que ahora no hay prácticamente barreras para las frecuencias (o intensidades) de los sonidos musicales que pueden generarse. Una comparación de los dominios de la música prerrenacentista y la música orquestal del siglo XIX se muestra en la Figura 5.7.
FIGURA 5.7. Los rangos de intensidades sonoras y frecuencias empleadas en la música occidental han evolucionado para llenar una fracción más grande del rango audible completo. Aquí el dominio de la música del Renacimiento se compara con el de la música orquestal del siglo XIX. La música electrónica moderna puede ser diseñada, en principio, para llenar todo el dominio audible de la Figura 5.5.
Cada instrumento tiene un rango dinámico relativamente estrecho, mucho más pequeño que el de la orquesta en conjunto, o que el del piano, que llena el mayor rango de frecuencias, como se muestra en la Figura 5.8.
FIGURA 5.8. Los rangos de frecuencias de los instrumentos musicales modernos y las voces humanas comparadas con el rango del teclado del piano.
Nuestra capacidad auditiva ha evolucionado para interpretar cambios de tono más que niveles absolutos de tono. Se ha mostrado más económico invertir recursos neurológicos en sentir cambios de tono en lugar de desarrollar la calibración más sofisticada que se necesita para un reconocimiento de patrones absoluto. De todas formas, algunas personas tienen la capacidad de reconocer, o producir, notas en un tono absoluto. Esta envidiada capacidad se denomina «oído absoluto». Nuestros oídos son sensibles a cambios en frecuencia de meramente una mitad de un 1 por 100 en el rango audible. El cerebro hace poco o ningún uso a largo plazo de la información sobre niveles de tono absolutos. La mayoría de nosotros recuerda esta información solamente durante algunos minutos. No se sabe si podríamos enseñar a niños muy pequeños a tener perfecto reconocimiento del tono en las tempranas etapas de su desarrollo mental, de modo que la información de tono llegue con el tiempo a almacenarse también en la memoria a largo plazo.
Otra curiosidad de nuestra sensibilidad a cambios de tono es que está infrautilizada en el sonido musical. La música occidental, en particular, está basada en escalas que utilizan cambios de tono que son al menos veinte veces mayores que los cambios más pequeños que podríamos percibir. Si utilizáramos al máximo nuestro poder discriminatorio, podríamos generar un mar ondulante de sonidos que mostrara una frecuencia cambiante de forma continua, similar a los cantos sónicos submarinos de delfines y ballenas.
Cuando el cerebro recibe secuencias de tonos musicales, hace lo mismo que hace con otras pautas: intenta «interpretarlas» sintiendo el mínimo número de matices dentro de la señal. Si esta estrategia falla para identificar la señal, el cerebro hace uso entonces de información almacenada en su memoria a largo plazo sobre experiencias similares anteriores. Esta información puede permitir que sean anticipados algunos aspectos de una señal futura —como sucede cuando oímos las primeras notas de una canción familiar—. Esta capacidad para extrapolar hacia adelante sobre la base de la experiencia pasada es una forma de esa capacidad que llamamos «inteligencia»; puede aumentar espectacularmente las probabilidades de supervivencia de un organismo. La forma alternativa de tratar este entorno es por reacción instintiva. Los instintos son respuestas preprogramadas a situaciones bien definidas; a diferencia de las respuestas aprendidas, no pueden ser actualizados continuamente. Las respuestas instintivas son mucho más simples y más económicas en su uso de programación y recursos neurológicos. Son más «baratas» de desarrollar que los comportamientos aprendidos, pero es mucho más probable que se muestren desventajosas cuando se tropieza con novedades —como, por ejemplo, en forma de rápido cambio ambiental o nuevas formas de competencia—. De todas formas, los comportamientos instintivos no deberían ser considerados necesariamente como de segunda fila. Nuestro atributo más extraordinario, el del lenguaje, parece ser de este tipo instintivo.
Se han hecho estudios para identificar la respuesta del cerebro a la ausencia de un estímulo esperado. Hay un retraso con respecto a la respuesta que produce el estímulo esperado. Algún procedimiento de reevaluación entra en juego cuando el estímulo esperado se encuentra ausente. Podríamos asociarlo con la tensión que se crea cuando un desarrollo musical sigue caminos nuevos o inesperados, o cuando un sonido es inesperadamente discordante. Una obra musical muy compleja estimulará los nervios auditivos, y con ello el cerebro, para producir un gran número de encajes y extrapolaciones a una gran velocidad. El hecho de que los amantes de la música tengan una experiencia agradable al oír la misma pieza musical en muchas ocasiones sugiere que esta respuesta neurológica se da automáticamente cuando quiera que se escucha la música. Quienes obtienen poco o ningún placer de la música quizá tengan sistemas nerviosos auditivos que sólo pueden manejar información de este tipo a un ritmo más lento y, con ello la experiencia entera es poco o nada estimulante. Cuando se da algún cambio sutil en el sonido que estimula al amante de la música, y quizá produce también alguna otra emoción, los procesadores de sonido del oyente menos musical están ya saturados por el flujo subyacente de información musical; por ello esta nueva sutileza no produce ninguna respuesta —incluso si, a nivel puramente acústico, es oída.
La percepción del sonido musical también está influida por el escenario en que se oye. Este efecto ambiental es familiar para nosotros: todos pensamos que cantamos mejor en el baño, pero no tan bien al aire libre[67].
Aunque hemos estado construyendo auditorios desde la época de los primeros griegos, hace 2500 años, sus acústicas no eran plenamente entendidas, de una manera que les permitiera ser optimizadas para la interpretación musical, hasta los primeros años del siglo XX. Incluso hoy, los diseños para mejorar las calidades acústicas de una sala de conciertos pueden verse comprometidos por las necesidades de seguridad estructural, tamaño, coste y apariencia arquitectónica. Aunque muchos factores se combinan para determinar la calidad del sonido que oye una audiencia en un edificio, la característica más importante de un auditorio es su tiempo de reverberación. Este es una medida de la rapidez con que se desvanece la audibilidad de cualquier sonido reflejado. Más exactamente, es el tiempo requerido para que el sonido disminuya un millón de veces en intensidad (es decir, en 60 dB). Una buena sala de conciertos tendrá un tiempo de reverberación de unos dos segundos.
Es importante que el sonido decaiga suavemente, a un ritmo constante. Si el decaimiento fuera esporádico, u ocurriera rápidamente durante un segundo y se frenase luego, la música sonaría muy desigual. Nuestro sistema auditivo recibiría simultáneamente sonidos que se generaron en instantes diferentes y se enfrentaría al formidable problema de reconstruir su ordenamiento original frente a tiempos de decaimiento variables: entonces no seríamos capaces de discernirlos con suficiente claridad para reconstruir una frase musical suave.
FIGURA 5.9. Los mejores tiempos de reverberación para edificios de volúmenes diferentes. El tiempo de reverberación óptimo depende del tipo de sonido que se está produciendo. Hay una reverberación excesiva cuando el auditorio es demasiado grande —normalmente porque el techo está demasiado alto— o donde las superficies interiores reflejan con demasiada facilidad el sonido incidente.
Para entender por qué hay tiempos de reverberación óptimos para diferentes variedades de sonido tenemos que ser conscientes del hecho de que aproximadamente tres cuartas partes de la intensidad del sonido se disiparán en una décima parte del tiempo de reverberación; después de esta cantidad de atenuación, el oído está listo para distinguir un nuevo sonido. Por consiguiente, una décima parte del tiempo de reverberación da, recíprocamente, el número de nuevos sonidos que el oído puede resolver por segundo cómodamente. Esto revela que deberíamos diseñar una sala de conferencias con un tiempo de reverberación de aproximadamente medio segundo, de modo que una audiencia percibiera distintos nuevos sonidos a un ritmo de aproximadamente veinte por segundo —un buen ajuste para el ritmo de producción de nuevos sonidos por un hablante humano y de su recepción por un oyente humano—. Pero esta sala sería un mal auditorio para la música. Casi toda la música suena mejor en salas con un tiempo de reverberación de unos dos segundos, lo que proporciona a los oyentes cinco nuevos sonidos por segundo, próximo al ritmo de interpretación de notas en muchas formas de música. Si el tiempo de reverberación es demasiado largo, el sonido se hace confuso porque la audiencia oye simultáneamente demasiadas notas producidas en instantes diferentes. Pero si el tiempo de reverberación es demasiado corto, entonces cada sonido es oído como si estuviera aislado, en lugar de como una parte de una frase musical continua. En la Figura 5.9 se muestran algunos tiempos de reverberación para diferentes tipos de edificios cerrados.
Los ingenieros acústicos intentan predecir la calidad acústica de una sala de conciertos utilizando simulaciones por computador para descubrir cómo dependen las propiedades acústicas de características como la reflectividad de las paredes, el tamaño y forma de la sala o el lugar en que se encuentre el oyente en su interior. El pionero de estos estudios cuantitativos fue un notable científico norteamericano, Wallace Sabine, cuyo interés por tales problemas se despertó cuando, en 1895, la Universidad de Harvard le pidió que descubriera por qué las conferencias impartidas en la sala de conferencias de la universidad recién inaugurada en el Fogg Art Museum estaban resultando ininteligibles para sus audiencias. Dando muestra de una admirable confianza en la lucidez del profesorado de Harvard, Sabine inició un laborioso trabajo detectivesco utilizando diferentes fuentes de sonido y un cronómetro. Descubrió que el tiempo de reverberación muy largo de la sala (5,62 segundos en casi todas partes) era el responsable de hacer que los estudiantes pensaran que se habían matriculado en la Universidad de Babel. Colocando rellenos absorbentes en algunas de las paredes, y cojines en los asientos, redujo la persistencia de la voz del conferenciante al rebajar el tiempo de reverberación a aproximadamente 1,1 segundos, y el problema de la universidad quedó resuelto, Sabine pasó a cosas mayores. En 1890 hizo el diseño acústico para la nueva Sala Sinfónica de Boston —que al decir de algunos sigue siendo, acústicamente, la mejor sala de conciertos del mundo—. Determinó el tiempo de reverberación óptimo para la música realizando ensayos con diversos músicos y oyentes entrenados para llegar a cierta unanimidad, y la diseñó en consecuencia[68].
Estilos de habla y de canto diferentes se oyen mejor en auditorios con tiempos de reverberación óptimos que varían con el volumen de la sala para diferentes tipos de generación de sonido estructurado; algunos se muestran en la Figura 5.9. Estas tendencias arrojan luz sobre el vínculo entre la evolución de los estilos musicales durante siglos y la naturaleza de los edificios en los que se interpretaba la música. La gran música coral y de órgano ejemplifica el lento y majestuoso sonido que se oye mejor en edificios como catedrales enormes, con grandes tiempos de reverberación. Así, los factores arquitectónicos realzan la atmósfera trascendental de este elemento musical del culto religioso.
Por el contrario, la música del período Barroco (1600-1750), que alcanza su clímax con Bach, estaba compuesta generalmente para ser interpretada en salas pequeñas, teatros e iglesias, con paredes muy reflectantes. Estos ambientes son más íntimos y tienen tiempos de reverberación relativamente cortos: en o por debajo de unos 1,5 segundos. Gran parte de la variación estilística que manifiesta la música en este período es un reflejo del amplio abanico de lugares, con diferentes tiempos de reverberación, en los que se pretendía que su interpretación sonara fresca y clara. Durante el período Clásico (1775-1825) que le siguió, la constitución de la orquesta de conciertos evolucionó hasta su forma actual, aunque la música se interpretaba generalmente en salas de conciertos bastante más pequeñas que las que se utilizan hoy —típicamente con tiempos de reverberación próximos a 1,5 segundos, que aumentan hasta 1,8 segundos en los mayores auditorios del siglo XIX—. Ésta es una razón por la que la música clásica suena ahora mejor en salas de conciertos con este estrecho intervalo de tiempos de reverberación. Por el contrario, los últimos compositores románticos, como Tchaikovsky y Berlioz, requieren mayores tiempos de reverberación para que se sienta plenamente el efecto emocional de su música. No es sorprendente enterarse de que dichas obras fueron escritas en una época en que podían ser interpretadas en las primeras salas de conciertos grandes con tiempos de reverberación de dos segundos.
Aventuras de Roderick Random. Ruido blanco, ruido rosa y ruido negro
De todos los ruidos, creo que la música es el menos desagradable.
SAMUEL JOHNSON
El mundo que nos rodea está lleno de pautas: de luz, de sonido y de conducta. Como resultado, el mundo se encuentra bien descrito por las matemáticas, porque las matemáticas son el estudio de todas las pautas posibles. Algunas de dichas pautas tienen expresiones concretas en el mundo que nos rodea, donde vemos espirales, círculos y cuadrados. Otras son extensiones abstractas de estos ejemplos mundanos, pero otras parecen residir solamente en las mentes fecundas de sus inventores. Visto así, vemos por qué tiene que haber algo afín a las «matemáticas» en el Universo en que vivimos. Nosotros, y todos los demás seres sintientes, somos en el fondo ejemplos de complejidad organizada: somos pautas complejas estables en el tejido del Universo. Para que haya vida con alguna figura o forma debe haber un alejamiento de la aleatoriedad o la irracionalidad total. Donde hay vida hay pauta, y donde hay pauta hay matemáticas. Una vez que existe el germen de la racionalidad y el orden para convertir un caos en un cosmos, también lo hacen las matemáticas. No podría haber un universo no matemático que contuviera observadores vivos.
De todas formas, quizá podría haber existido solamente una pizca de orden en el corazón de las cosas. La parte de la realidad que se cruza con nuestra historia evolutiva provinciana podría ser una mera gota en un océano de irracionalidad. Alternativamente, el orden que hay detrás del mundo, y con ello las matemáticas necesarias para describirlo, podría ser de un tipo profundo e incomputable. Las pautas de la Naturaleza podrían ser indescifrables por cualquier subconjunto vivo de dichas pautas. Si la estructura matemática de un mundo semejante estuviera llena de las funciones esquivas e incomputables de Turing, entonces las matemáticas no ayudarían a sus habitantes a predecir el futuro, explicar el pasado o capturar el presente. Pero, una vez más, quizá tales mundos no estarían habitados por seres sintientes. Para que tales criaturas sobrevivieran en un entorno natural complejo, deberían existir algunas regularidades dentro de dicho entorno, y las mentes preconscientes deberían ser capaces de encarnar algunas de estas regularidades ambientales. Para que evolucione con éxito la complejidad debe ser capaz de almacenar representaciones de su entorno y realizar computaciones de complejidad cada vez mayor. El éxito de este proceso descansa en un cimiento de pautas fiables que puedan aproximarse paso a paso. Un mundo gobernado por estructuras matemáticas incomputables no permite que la vida evolucione por una sucesión de pequeñas variaciones, cada una de las cuales produce una adaptación mejorada a la realidad. Tales mundos carecerían de vida. Vista a esta luz, la existencia de un cierto nivel de orden discernible en el mundo natural no es inesperada ni misteriosa, al menos no más —y no menos— que su propia existencia.
Enfrentados a una conclusión de este tipo, necesitamos examinar más de cerca las pautas naturales que nos rodean. Las formas artísticas como la música son pautas también, pero parecen tener poco en común con la Naturaleza. La música no suena como una imitación de nada. Pero si hemos evolucionado para entender las pautas variables de un entorno complejo, puede haber formas de complejidad que se dan naturalmente y que nuestros cerebros están capacitados para aprender. En tales circunstancias cabría esperar que la apreciación artística emerja como un subproducto de aquellas adaptaciones evolutivas que se acomodan a pautas de variación vitales. La música que encontramos atractiva podría así compartir algunas características exhibidas por las pautas naturales de sonido.
Para encontrar la mejor manera de clasificar pautas sonoras naturales y artificiales es conveniente ver cómo estudian el sonido los ingenieros. Una cantidad útil es el espectro de potencias de la señal, que muestra cómo varía con la frecuencia el comportamiento promedio de una magnitud que cambia en el tiempo. Si el sonido es oscilatorio, el promedio se toma sobre un tiempo mucho mayor que el período de una simple oscilación (típicamente sobre más de treinta oscilaciones). Otra cantidad informativa, la función de autocorrelación de la señal, es una medida de cómo están relacionadas las señales en dos instantes t y (t + T). Si la señal es en promedio siempre la misma, entonces la función de autocorrelación no dependerá del tiempo absoluto t, sino meramente del intervalo de tiempo, T, entre diferentes observaciones de la señal.
Secuencias sonoras definidas por un espectro de potencias son lo que físicos e ingenieros llaman «ruido». Una característica importante del espectro de potencias de muchas fuentes de ruido natural es que son proporcionales a una potencia matemática de la frecuencia de la señal sobre un intervalo muy amplio de frecuencias. En este caso, no hay ninguna frecuencia especial que caracterice el proceso —como sería el resultado de tocar repetidamente una nota con la frecuencia del la central, por ejemplo—. Tales procesos se denominan libres de escala. Si dividimos por la mitad o duplicamos todas las frecuencias, entonces un espectro libre de escala seguiría conservando la misma forma. En un proceso libre de escala, cualquier cosa que suceda en un intervalo de frecuencias sucede en todos los intervalos de frecuencias. Si la música fuera exactamente libre de escala en todo su intervalo de frecuencias, un registro discográfico sonaría igual a cualquier velocidad (si se hicieran cambios compensatorios en el volumen). Obviamente, la voz humana está lejos de ser libre de escala durante todo el intervalo de frecuencias de la conversación normal, porque sabemos que una emisión acelerada de la voz humana suena característicamente como el Pato Donald[69]. Del mismo modo, un violonchelo o un violín suenan muy diferentes cuando se aceleran o se frenan; por el contrario ruidos puros libres de escala sonarían igual.
Los procesos libres de escala tienen espectros de potencias que son proporcionales a potencias inversas de la frecuencia f, como f−a. El carácter del ruido cambia significativamente si se altera el valor de la constante a. Si el ruido es completamente aleatorio, de modo que cada sonido es completamente independiente de sus predecesores, entonces a es cero, y el proceso se denomina ruido blanco (véase la Figura 5.10a). Como la mezcla espectral a la que llamamos luz blanca, el ruido blanco es acústicamente «incoloro» —igualmente anónimo, uniforme e impredecible en todas las frecuencias, y ello a cualquier velocidad que se reproduzca—. Tiene autocorrelación nula. Cuando un televisor no recibe señal, la «nieve» que llena la pantalla es una muestra visual de ruido blanco que aparece debido al movimiento aleatorio de los electrones en los circuitos. A bajas intensidades, el ruido blanco tiene un efecto suavizante debido a su falta de correlaciones discernibles. Por esta razón, hay en el mercado máquinas de ruido blanco para producir un ruido de fondo tranquilizador que se parece al sonido de las olas que rompen suavemente.
La ausencia de cualquier correlación entre muestras de ruido blanco en instantes diferentes significa que su secuencia sonora es invariablemente «sorprendente» en el sentido de que no puede preverse el próximo sonido a partir de su predecesor. Por el contrario, un ruido libre de escala con a = 2 produce una secuencia de sonidos más correlacionada, llamada ruido marrón[70] (véase la Figura 5.10b). El ruido marrón resulta bastante indiferente al oído; su alto grado de correlación hace su curso bastante predecible. «Recuerda» algo de su historia. Cuando a se hace mayor que 3, entramos en el dominio de los ruidos negros, que son todavía más correlacionados (Figura 5.10c). Tales procesos parecen describir la estadística de una amplia variedad de desastres tanto naturales como debidos al hombre, desde terremotos y diluvios a hundimientos de bolsa y choques de trenes. La apariencia altamente correlacionada de tales catástrofes podría tomarse como una base para el viejo adagio de que «las desgracias nunca vienen solas». Ninguno de estos ruidos «coloreados» es estéticamente agradable. Producen secuencias de sonidos que son o demasiado predecibles o demasiado sorprendentes para estimular durante mucho tiempo las rutinas de análisis de pautas de la mente. Los ruidos negros o marrones no dejan ninguna expectativa insatisfecha, mientras que los ruidos blancos carecen de cualquier expectativa que necesite satisfacerse. Esto sugiere que en algún lugar entre estos extremos de sorpresa y predecibilidad nula podría haber pautas que contengan suficiente de ambas cosas para despertar nuestras sensibilidades.
Entre el ruido blanco y el marrón, cuando a está entre 0 y 2, se encuentra el dominio del «ruido rosa» (véase la Figura 5.11). El ejemplo más interesante es el caso intermedio en que a = 1, que los ingenieros llaman «ruido 1/f» o «ruido parpadeante». La característica más interesante del ruido rosa es que está moderadamente correlacionado en todas las escalas de tiempo y, por ello, en promedio, debería mostrar una estructura «interesante» en todos los intervalos temporales.
FIGURA 5.10. Muestras de (a) ruido blanco, (b) ruido marrón y (c) ruido negro.
En 1975 Richard Voss y John Clarke, dos físicos de la Universidad de California en Berkeley, analizaron una variedad de registros musicales y emisiones radiofónicas para ver si mostraban alguna afinidad espectral con ruidos libres de escala. Sus resultados fueron sorprendentes. Descubrieron que un amplio abanico de composiciones clásicas se aproximaban estrechamente por un ruido rosa 1/f en un amplio intervalo de frecuencias. Del mismo modo, se encontraban atractivas composiciones musicales sintéticas en las que tanto la frecuencia del tono como la duración de las notas eran seleccionadas a partir de estadística 1/f. Por el contrario, fuentes de ruido blanco y marrón se encontraban poco interesantes.
FIGURA 5.11. Muestra de ruido 1/f o «rosa».
FIGURA 5.12. La densidad espectral de la potencia de audio («volumen sonoro») versus frecuencia sonora, f, en unidades logarítmicas para el Primer concierto de Brandeburgo de Bach, medida por Richard Voss y John Clarke.
Centrándose en composiciones musicales concretas, Voss y Clarke estudiaron primero la señal de audio de una interpretación del Primer concierto de Brandeburgo de Bach. El espectro, promediado sobre toda la interpretación, se muestra en la Figura 5.12. Como puede verse, el espectro tiene una pendiente cercana a la del ruido 1/f en casi todo su intervalo de frecuencias. Los dos picos abruptos entre 1 y 10 Hz están asociados, respectivamente, con el tiempo necesario para hacer sonar una única nota, y con el tempo musical particular utilizado por el compositor. A continuación, Voss y Clarke repitieron el experimento para una variedad más amplia de fuentes musicales: algunos rags para piano de Scott Joplin, una emisora de música de rock, una emisora de música clásica y un programa radiofónico de noticias y música. Sus espectros se muestran en la Figura 5.13 —de nuevo promediados sobre todo el registro (o sobre 12 horas en el caso de las emisoras de radio)—. Los resultados son sorprendentes. Hay una fuerte tendencia de todas estas fuentes de «ruido» a seguir la pendiente espectral 1/f. Joplin tiene una estructura de frecuencia mucho más alta (es decir, corto intervalo temporal), alrededor de 1-10 Hz, que Bach —un reflejo de su estructura característica—, pero sigue estando próximo a un espectro 1/f por debajo de 1 Hz. El resultado promedio de las emisoras clásica, de jazz y de rock también se ajusta a la forma 1/f por debajo de las frecuencias que empiezan a registrar la longitud típica de una pieza musical emitida. El programa de noticias y música también muestra un espectro 1/f excepto por las interrupciones, que señalan el tiempo típico que necesita el emisor para pronunciar una palabra (aproximadamente 0,1 segundo), y la longitud de un ítem típico (aproximadamente 100 segundos). También puede verse el efecto del cambio de ruido blanco a marrón, característico del inglés hablado, alrededor de 2 Hz.
Una lección que se desprende de estos estudios es la naturaleza poco realista de mucha de la denominada «música estocástica», que produce música programando un generador de números aleatorios para seleccionar cada nota —como el generador de melodías de Mutcer del que hablamos antes—. Esto producirá un espectro parecido al del ruido blanco. Incluso si se programa una memoria de las pocas notas anteriores para introducir algunas correlaciones atractivas, el resultado es completamente diferente del que muestra un espectro 1/f para la intensidad y los intervalos entre notas, en un amplio intervalo de frecuencias como se muestra en la Figura 5.14. La «música» 1/f tiene correlaciones en todos los intervalos temporales; no puede reproducirse introduciendo un único tiempo de correlación característico por debajo del cual las notas están correlacionadas y por encima del cual no lo están. El tiempo de correlación único produce un espectro de ruido blanco hasta alguna frecuencia correspondiente al tiempo de correlación, pero luego las correlaciones en tiempos más cortos crean ruido marrón a frecuencias más altas.
FIGURA 5.14. Ejemplos de composiciones musicales derivadas de notas seleccionadas en frecuencia y duración tomados de espectros de (a) ruido blanco, (b) ruido 1/f, y (c) ruido marrón.
El trabajo de Voss y Clarke parecía ser un paso importante hacia la caracterización de la música humana como un proceso casi fractal de complejidad intermedia en el intervalo de bajas frecuencias, por debajo de 10 Hz. Hizo que otros físicos interesados en el sonido y la complejidad reexaminaran con gran detalle lo que ellos habían hecho. Resultó que las cosas no eran tan nítidas como ellos habían afirmado. Las longitudes de los fragmentos de música que se utilizan para determinar el espectro de correlaciones son cruciales, y una elección inadecuada puede sesgar los hallazgos globales. Trabajos de Nigel Nettheim y de Yu Klimontovich y Jean-Pierre Boon demostraron que el espectro 1/f era algo que aparecería para cualquier señal de audio registrada durante un intervalo suficientemente largo, como el requerido para interpretar una sinfonía entera o para las horas de trasmisión de música radiofónica que Voss y Clarke grabaron. Así, si uno analiza la señal sonora durante bastante tiempo, todas las músicas mostrarán un comportamiento espectral 1/f. Esto significa que el análisis de Voss y Clarke de largas piezas musicales no nos dice nada sobre el gusto musical humano, como ellos creían. Si vamos al otro extremo, y consideramos sonidos musicales sobre intervalos muy cortos de tiempo que abarcan hasta unas doce notas, entonces encontramos que hay fuertes correlaciones entre notas sucesivas, y los sonidos son muy predecibles y nada aleatorios. Esto sugiere que es en los intervalos de tiempo intermedios donde el espectro de la música será más interesante.
Boon y Oliver Decroly realizaron entonces una investigación como la de Voss y Clarke, pero limitada al rango «interesante» intermedio de intervalos temporales en el rango de frecuencias de 0,03 a 3 herzios. Estudiaron 23 piezas diferentes de 28 compositores diferentes, de Bach a Cárter, promediando sólo sobre cada parte de cada pieza. No encontraron la más mínima prueba de un espectro 1/f. En su lugar, el espectro decaía como 1/f a, con a entre 1,79 y 1,97. Nettheim ha encontrado algo muy similar basado en un estudio de sólo cinco melodías (véase la Figura 5.15).
FIGURA 5.15. Representaciones espectrales de varias melodías cortas de compositores clásicos comparadas con espectros de ruido blanco y ruido 1/f. Las longitudes de los extractos son de 3 o 4 compases, la longitud de una frase musical típica, y se han tomado de un trabajo de Nigel Nettheim.
Este análisis sugiere que la música apreciada por los seres humanos está mucho más cerca del espectro del ruido marrón correlacionado (a = 2) que del ruido «rosa» 1/f. Hay intervalos de tiempo preferidos en las composiciones musicales y correlaciones particulares. Todas estas investigaciones se limitaban a la música occidental. Sería interesante ver los resultados de un estudio de tradiciones musicales no occidentales sobre los mismos intervalos de tiempo.
Un filósofo como Immanuel Kant habría explicado nuestra afinidad por la música apelando a una armonía preestablecida entre la música y la constitución de la mente humana. Si fuera teletransportado al presente, Kant no se sorprendería al encontrar que hay vínculos entre las propiedades del sonido musical y los receptores sensoriales del cerebro. Pero mientras que Kant consideraría estos vínculos como inexplicables, nosotros hemos aprendido a buscar maneras en que la naturaleza del entorno puede imprimir poco a poco afinidades para ciertas pautas sonoras porque es ventajoso, y por ello adaptativo, hacerlo así. Sospechamos que la mente es especialmente sensible a estímulos que manifiestan formas espectrales características de ruido libre de escala. Una amplia gama de composiciones musicales, de una diversidad de culturas y tradiciones musicales, exhiben esta propiedad. Pero no habría que considerar esta observación y la especulación asociada como totalmente reduccionista, de la misma forma que no habría que tomar en serio las afirmaciones de los amantes de la música de que la música es una forma artística trascendental cuyo encanto está más allá de las palabras. Nuestras mentes, su propensión a analizar, distinguir y responder a sonidos de cierto tipo, pero ignorar otros, tienen historias. La apreciación musical no es un atributo que aumente nuestra adaptación al mundo: no amplía nuestras probabilidades de supervivencia. Si así fuera, encontraríamos que las capacidades musicales estarían extendidas entre otros miembros del mundo animal. La musicalidad parece explicarse más razonablemente como una elaboración de capacidades y susceptibilidades que habían evolucionado originalmente con otros propósitos más mundanos pero esencialmente acústicos. Nuestra aptitud para el procesamiento del sonido convergió a una sensibilidad instintiva óptima para ciertas pautas sonoras, porque su reconocimiento mejoraba la probabilidad global de supervivencia. Con el desarrollo de una capacidad de procesamiento más elaborada, que llamamos conciencia, ha llegado la capacidad de explorar y explotar nuestra sensibilidad innata al sonido. Esto ha llevado a formas organizadas de sonido que exploran todo el rango de tonos e intensidades al que es sensible el oído humano. Dichas formas divergen en sus matices estilísticos de una cultura a otra, como lo hacen los adornos en los cuellos de las personas y en sus casas. Pero la universalidad de la apreciación musical, y el carácter espectral común de gran parte del sonido que disfrutamos, nos impulsa a mirar en los aspectos universales de la experiencia temprana en busca de una explicación. Si la Naturaleza de nuestro mundo nos hubiera permitido sobrevivir con un intervalo muy estrecho de sensibilidad a diferentes frecuencias sonoras, entonces nuestras probabilidades de generar música interesante habrían estado considerablemente restringidas. Si nuestros oídos hubieran sido sensibles solamente a cierto intervalo de frecuencias ultrasónicas que están más allá de nuestra capacidad actual de audición, entonces nuestra música se hubiera concentrado en este rango de frecuencias, y nuestros instrumentos —los aparatos que utilizamos para poblar ese reino del sonido musical— serían muy diferentes. Si los sonidos que llenan nuestro mundo hubieran sido diferentes en sus propiedades espectrales, entonces habrían sido necesarios diferentes poderes de discriminación para que respondiéramos a sonidos de peligro inminente o a utilizar el sonido para estimar distancias y tamaños, y necesitaríamos diferentes sensibilidades para el análisis espectral. El resultado habría sido una inclinación hacia sonidos con estructuras completamente diferentes —estructuras que desde nuestra perspectiva habrían sido más sorprendentes o más predecibles.