2 

El impacto de la evolución

La pintura es el arte de proteger superficies planas del clima y exponerlas a los críticos.

AMBROSE BIERCE

Una habitación con vistas. Cuestiones de perspectiva

El titular en el Semanario del Loro decía: Titanic hundido, ningún loro herido.

KATHERINE WHITEHORN

La imaginación —la formación de imágenes— yace en la raíz de toda creatividad humana y dirige nuestra experiencia consciente del mundo. Desde la temprana infancia, estamos formando constantemente imágenes de las cosas, de las personas y de los lugares. A medida que crecemos, aprendemos nuevas maneras de hacerlo. La fotografía, la pintura, la escritura descriptiva, la escultura, la poesía: todos son medios de capturar imágenes en forma permanente, de modo que podamos saborear y reexperimentar los frutos de nuestra imaginación. Pero las artes creativas no son las únicas manifestaciones del impulso imaginativo. La ciencia es otra búsqueda para hacer imágenes del mundo. Tiene objetivos diferentes, y a menudo requiere habilidades diferentes, pero sus comienzos tuvieron mucho en común con los del arte: la observación y representación precisas del mundo. Pese a todo, hay más en el mundo que lo que ve el ojo. La precisión de nuestras percepciones del mundo no es algo que podamos dar por hecho. La ilusión es el lado oscuro de la imaginación, y la ilusión tienta con autoengaño, bajo cuyo dominio no podemos sobrevivir mucho tiempo. El uso de la imaginación para ampliar nuestra imagen de la realidad sin subvertirla al mismo tiempo es una empresa delicada.

En cuanto empezamos a cuestionar la fiabilidad de nuestras impresiones del mundo —preguntando si el político o el vendedor de automóviles es realmente todo lo que parece ser o si la carretera en el tórrido desierto está llevando realmente a un vasto oasis— nos convertimos en filósofos. Durante siglos los filósofos han disputado sobre si podemos confiar en nuestras imágenes del mundo. Al hacerlo, no se han preocupado demasiado de por qué tenemos una visión del mundo, y de dónde procede. Nuestras mentes no han caído hechas del cielo. Tienen una historia que las une a la naturaleza del entorno de formas profundas e influyentes. Descubriendo algunos de los propósitos con que evolucionaron nuestras mentes, y la extensión del entorno al que deben adaptarse, podemos arrojar nueva luz sobre las ideas que las mentes pueden tener. Encontraremos que nuestro «entorno» se extiende mucho más allá de lo que nunca hubiéramos sospechado —imprimiendo su naturaleza sobre la dirección de nuestro pensamiento, conformando nuestras ideas sobre nosotros mismos y el universo en que vivimos.

Apreciar el mundo es una cuestión de perspectiva. Miremos una antigua pintura egipcia (Lámina 1) y parece característicamente singular: complicada y poco realista, como si alguien hubiera aplastado la escena contra la pared. Parte del encanto de las imágenes dibujadas por niños muy pequeños es la ingenuidad de esta misma apariencia carente de profundidad (véase la Figura 2.1). Lo que les falta a estos dibujos es una sensación de perspectiva: la presentación de información espacial tridimensional en una superficie plana. Nuestros ojos son inmediatamente sensibles a su ausencia o presencia imperfecta: es la piedra de toque del realismo en el arte figurativo. Tradicionalmente, el uso sistemático de la perspectiva se remonta a su manifestación en una obra de Masaccio, pintada entre 1424 y 1426, denominada El tributo (Lámina 2).

FIGURA 2.1. Una ausencia de perspectiva caracteriza los dibujos realizados por niños pequeños. Este dibujo es obra de Danny Palmer, de 9 años.

En esta obra se da una profundidad relativa a tres escenas independientes mediante el artificio de crear un punto lejano (el «punto de fuga») al que parecen converger todas las visuales. El efecto se amplía reduciendo la intensidad de los colores en el fondo. Aunque Masaccio murió cuando sólo tenía poco más de 20 años, su construcción sistemática de una perspectiva realista retó a otros para crear representaciones aproximadas de objetos en el espacio tridimensional. Piero della Francesca sacó su inspiración de los estudios de Filippo Brunelleschi en perspectiva arquitectónica y de la obra de Masaccio; perfeccionó la organización artística del espacio combinando líneas paralelas a los lados del cuadro con líneas dirigidas hacia el punto de fuga. El espectador siente que está mirando el mundo a través de una ventana abierta (Lámina 3).

Los artistas del Renacimiento desarrollaron las intuiciones geométricas que se requieren para crear una perspectiva tridimensional en una superficie bidimensional, y se unieron a los escultores poniendo al observador en una relación más próxima con las cosas representadas. Pero dicha relación era todavía una relación de separación. La creación de perspectiva elimina al observador de la escena representada dentro del marco, y con ello llega una subjetividad inevitable. Nos quedamos fuera, mirando. Esta separación entre la escena y el observador tiene paralelos en las contemplaciones más abstractas de la relación entre la mente humana y el mundo exterior. Los filósofos europeos, empezando por Descartes, mantenían una división clara entre el observador y lo observado. Nuestra percepción del mundo nos pone en el papel de observadores perfectamente ocultos. Ninguna observación del mundo podía alterar su carácter: el mundo exterior estaba realmente fuera. Pero no todas las culturas reflejaron esta separación entre el perceptor y lo percibido. La pintura paisajística china manifiesta una aproximación comprometida a la relación entre el espacio tridimensional y su representación en dos dimensiones. No introducía perspectiva lineal de la forma que encontramos en Occidente, en la que el punto de vista del observador está situado fuera del cuadro, delante del lienzo. En lugar de ello, en la pintura china el punto de vista se localiza de manera ambigua dentro del paisaje. Uno no puede decir dónde está situado el observador con relación a las montañas y las corrientes representadas. Así, uno se convierte en parte de la escena, igual que el propio artista se siente uno con lo que está representando. Los paisajes chinos dejan deliberadamente al observador privado de claves respecto a su localización en la imagen. Debemos estudiar todo el cuadro si la mente quiere encontrar su punto de vista. La búsqueda de la perspectiva escurridiza anima a muchas lecturas diferentes del cuadro y desafía los intentos de dotarle de un único mensaje (Figura 2.2).

Otra forma de sutileza visual en estos paisajes orientales es la ausencia de sombra. La sombra amplía la ilusión de perspectiva al dotar al observador de una posición privilegiada en el espacio o el tiempo, determinada por la longitud y dirección de las sombras arrojadas por los rayos del Sol. El contraste entre la obra oriental sin sombras y un maestro occidental del uso de la sombra, como Rembrandt o Wermeer, no podría ser mayor.

El dibujo del observador y lo observado en un nexo contemplativo, mediado por una ambigüedad de perspectiva, refleja el tono de mucho del arte oriental. Lo que busca es ampliar nuestra mediación de la belleza natural, antes que celebrar meramente nuestro poder de replicarla en otro medio estático. Este énfasis en el acto de observación es sorprendente. Mientras que una obra del arte occidental sería exhibida continuamente, una delicada seda oriental podría desenrollarse sólo para períodos ocasionales de silenciosa meditación en solitario.

La violación más extrema de la separación occidental entre el medio y el mensaje se encuentra en una forma de arte como el origami (papiroflexia) japonés. Mientras que el arte occidental se centra en la libertad de mover imágenes en un papel o en un lienzo para crear pautas fijas, el origami ignora esa separación entre la imagen y el papel. El papel se convierte en parte de la imagen, y se retuerce y se pliega hasta que él mismo es el cuadro, y no simplemente la superficie que lo contiene.

Otra diferencia profunda entre las actitudes oriental y occidental hacia el observador y lo observado puede verse en la espontaneidad que se requiere al artista. En Occidente, el desarrollo de la pintura al óleo permitía al artista evolucionar y revisar su obra durante un largo período de tiempo. Ya no estaba cautivo de la naturaleza irrevocable del medio como lo estaban el pintor al fresco o el acuarelista. Pero este revisionismo incesante no era una respuesta aceptable para el artista oriental. El exquisito trabajo a tinta sumi-e japonés se ejecutaba con un solo trazo ininterrumpido del pincel sobre el papel, capturando la idea del momento en un gesto irrevocable. La sensación de tiempo y evolución debe encontrarse no en las revisiones del artista, refinando continuamente su imagen del mundo, sino en las representaciones del cambio natural.

FIGURA 2.2. Vacas en Derwentwater de Chiang Yee, perteneciente a El Viajero silencioso, un artista chino en el país de los lagos, publicado originalmente en Londres en 1937.

El arte del bonsái representa este aspecto temporal al sugerir el crecimiento natural de las cosas mediante una hábil intervención hortícola. En miniatura, simboliza la naturaleza viva y creciente —pero inacabada— del mundo. Está en abierto contraste con el énfasis de muchas formas primitivas del arte occidental. Allí, el ojo era invitado a contemplar la compleción y perfección en la disposición de las cosas, ya fuera un paisaje idílico o una matriz de símbolos religiosos.

Otro contraste entre las primitivas representaciones occidental y oriental del mundo queda subrayado por una tendencia que se desarrolló en Europa durante los siglos siguientes al Renacimiento. Mientras que el arte medieval había sido fuertemente simbólico en sus mensajes religiosos, y el arte oriental subrayaba el uso de una delicada armonía compositiva como ayuda a la meditación, en el arte occidental posterior empezó una búsqueda de realismo. En lugar de organizar símbolos en un lienzo para impartir un mensaje que sólo los versados en el simbolismo podían descifrar, los artistas occidentales ponían su mira en la perfección de la representación de la imagen que había registrado el ojo. Esto supone dos habilidades vitales, que son todavía más difíciles de adquirir porque son diametralmente opuestas. Por una parte, el realismo requiere un conocimiento avanzado de la geometría, la perspectiva y el comportamiento de la luz. Pero, por otra, nos exige que nos vaciemos de nuestro entendimiento de lo que se está representando. Si creemos que el niño que estamos dibujando es divino, esto tendrá una influencia en nuestras representaciones que oscurecerá de alguna manera los objetivos del realismo literal. Desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX, los artistas occidentales desarrollaron métodos que producían obras cada vez más realistas gracias al refinamiento de técnicas sutiles de sombreado y perspectiva. Tan influyente llegó a ser este trabajo que fijó los cánones para el realismo por los que se han juzgado todas las obras posteriores, y nos llevó a considerar el realismo como el pináculo hacia el que todas las técnicas anteriores estaban ascendiendo. Pero, a pesar de su familiaridad, el realismo tiene algo de novedad sofisticada que no se desarrolló en culturas que carecían de un elaborado conocimiento geométrico y óptico. Esto resalta la laguna que hay entre el proceso de ver el mundo de forma clara y precisa (lo que la mayoría de nosotros creemos hacer), y producir un dibujo preciso de lo que percibimos. Perdemos de vista la imagen real y añadimos todo tipo de cambios y correcciones al mensaje que nuestros ojos tratan de damos. Si miramos algunas formas artísticas muy primitivas, sacamos la impresión de que la idea de ajustar la imagen a la realidad nunca entraba en juego, y su interpretación final de las cosas vistas se reducía a las primera imágenes espontáneas. Una influencia interesante sobre algunas culturas, como el Islam y el judaísmo, era el tabú religioso de la representación artística de seres vivos. Esto sofocó el nacimiento de cualquier tradición de representación realista de la realidad. En el arte islámico encontramos una tradición completamente diferente de diseño geométrico y teselación, que explora la forma en que puede ordenarse y dividirse el espacio antes que representarse de forma precisa[1].

La lección interesante que aprendemos de estas visiones artísticas es que hasta hace sólo unos pocos cientos de años el realismo era bastante menos obvio de lo que parece hoy a muchos. El fuerte énfasis medieval en el símbolo y la representación esquemática levanta una cuña entre la realidad en bruto y la realidad aprendida[2].

El paso del simbolismo al realismo trajo consigo una nueva actitud hacia el color en el mundo posrenacentista. El color desempeña un papel central en la aproximación simbólica a la representación porque los colores llevan significados. De hecho, aún lo hacen; sólo tenemos que considerar la importancia de los colores en los asuntos públicos —en uniformes, vestimentas religiosas y banderas nacionales—. Los más fuertemente simbólicos siguen siendo el dorado, el negro, el blanco y el rojo. Aunque para los realistas el color se hizo menos importante que la línea, la composición y la perspectiva, ofrecía el máximo ámbito para la novedad. Algunos, como Georges Seurat, invirtieron un gran esfuerzo en la comprensión de la visión del color y la mezcla de colores. La técnica de Seurat de cubrir un lienzo con una multitud de puntos minúsculos de diferentes colores pero tamaño similar ilustra el principio de mezcla de color que utilizan nuestras pantallas de televisión. Una pantalla de televisor muestra los colores de tres tipos de material fosforescente que brilla cuando sobre él incide el haz de electrones disparado desde el cañón del tubo. Cada uno de estos materiales brilla con un color diferente cuando es excitado, y el ojo percibe la muestra total de puntos coloreados como una imagen en color integrada. Puesto que las intensidades de los colores primarios, como el rojo y azul, son muy bajas para dichos materiales, se hace un compromiso y se utilizan el naranja, el azul claro y el verde amarillento como colores básicos. Los artistas pueden adoptar el mismo enfoque pintando muchos pequeños puntos de color, que, cuando se ven a una distancia de algunos decímetros, son mezclados por el ojo para producir un campo de color de variación suave (Lámina 4). Cuando se ven de cerca la granulación es evidente.

Seurat explotaba este proceso de manera muy literal, pero fue utilizado con sutileza aún mayor por Monet y muchos otros impresionistas. Al generar un campo de color aditivamente, se crea un contraste con la tradicional creación «substractiva» del color que mezcla pigmentos de diferentes colores primarios. Este se denomina método «substractivo» porque el pigmento no produce luz del color requerido. Un pigmento azul se denomina así porque absorbe todos los colores del espectro de la luz blanca distintos del azul. Esto significa que las leyes para la adición de luces coloreadas son completamente diferentes de las de la adición de pinturas coloreadas. La pintura roja absorberá todos los colores de la luz blanca excepto el rojo; la pintura verde todos salvo el verde. Así pues, si se mezclan pinturas roja y verde, todo es absorbido y resulta una inútil mezcla negra. Por el contrario, la proporción de luz reflejada por los diferentes colores es bastante similar y por ello es muy difícil producir una mezcla brillante con una gama de colores estrecha; la mayoría de las mezclas sólo producen un marrón oscuro.

Lavadores de cerebros. Distorsiones de pensamiento y espacio

La literatura se expresa por abstracción, mientras que la pintura, por medio de dibujos y color, da forma concreta a sensaciones y percepciones.

PAUL CÉZANNE

FIGURA 2.3. Artista y modelo, de Pablo Picasso, c. 1932. Cahier d’Arts.

La imagen occidental de la mente, separada del cuerpo, percibiendo el mundo exterior solo e imperturbado, sufrió su más profundo examen a manos del filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant. En su juventud, Kant fue un entusiasta de una descripción científica del mundo basada en las leyes de Newton del movimiento y la gravitación. Hizo contribuciones importantes a la astronomía —propuso una teoría para el origen del sistema solar— y estaba satisfecho con la visión común según la cual había un mundo real «ahí fuera» que podía ser descrito por nuestras mentes. Pero, pese a su primer éxito, Kant desarrolló una actitud cada vez más crítica hacia la naturaleza del conocimiento humano y cómo se adquiere. Reconoció que la mente humana hace algo cuando procesa percepciones sensoriales del mundo exterior. Organiza la información. Podría decirse que nuestras mentes tienen casilleros, o categorías, en donde deben encajarse nuestras percepciones del mundo. Y por ello debe existir un hueco irreducible entre el mundo real y nuestra aprehensión de él. Nunca podemos conocer las «cosas en sí» inexpurgadas y no traducidas, sino sólo una versión corregida —y posiblemente distorsionada— que ha sido filtrada por nuestro aparato conceptual. Nuestra concepción de su naturaleza estará sesgada por la gama de imágenes mentales que podemos acomodar, como parodia la Figura 2.3.

Kant se valió de esta idea para socavar todo tipo de afirmaciones vagas que habían estado haciendo confiadamente sus contemporáneos sobre la naturaleza de la realidad, y luego la utilizó como punto de partida para su propia y compleja teoría del conocimiento. Kant nos ve como observadores del mundo a los que les está negado el acceso a la verdadera realidad independiente del observador —un hecho que nos coloca a cada uno de nosotros en el centro de nuestro propio «pequeño» universo.

FIGURA 2.4. El Cubo de Necker, con todas las líneas continuas, se muestra en el centro como (ii). A ambos lados, (i) y (iii) ofrecen interpretaciones visuales alternativas del mismo. Al mirar el cubo de Necker podemos ver la interpretación (iii), seguida inmediatamente después por la interpretación (i), seguida por rápidos cambios de una a otra cuando tratamos de decidir si es A o A’ la que está más próxima a nosotros. Como Necker resaltó por primera vez, la diferencia más notable entre (i) y (iii) parece ser la orientación del cubo.

Consideremos un ejemplo en el que nuestra mente se desgarra entre dos posibilidades ante el problema de la perspectiva. Fue descubierto por un cristalógrafo suizo, Louis Albert Necker, en 1832. Si miramos fijamente los cubos de la Figura 2.4, el sentido de perspectiva en el que nos basamos para crear una buena interpretación tridimensional de una imagen puramente bidimensional, formada en el fondo de la retina, se confunde: no hay una única imagen tridimensional que produzca esta proyección bidimensional[3]. El cerebro ha construido dos modelos de un cubo sólido, cada uno de ellos con una orientación diferente en el espacio, y salta continuamente de uno a otro, ofreciéndonos ambas perspectivas posibles. Es como si hubiera una ventaja en cambiar de vez en cuando a otra visión de las cosas, por si la que uno ya ha escogido es errónea. Movimientos artísticos enteros han crecido explotando esta ambigüedad en el procesamiento de imágenes. Victor Vasarely y otros representantes del movimiento op-art han creado imágenes complicadas que explotan las incertidumbres en la identificación de líneas por el cerebro, y sus asociaciones entre formas y puntos, de modo que hay una perspectiva continuamente cambiante. La imagen nunca parece estática. Un ejemplo de esta forma de arte dinámica se muestra en la Figura 2.5. Ilustra el impacto de nuestras categorías mentales sobre la percepción: las líneas de la página no se mueven por mucho que se lo digan sus ojos.

Pese a la fuerte actitud escéptica de Kant hacia la posibilidad de un conocimiento del mundo independiente de la mente, hay interrogantes. ¿Por qué hay tantas personas de acuerdo en tantas de las cosas que ven? Parece que los seres humanos comparten muchas categorías de pensamiento idénticas. ¿Por qué nuestra imagen mental del mundo permanece relativamente constante de un instante al siguiente? ¿Hay alguna razón por la que nuestras categorías mentales no pudieran cambiar de la noche a la mañana?

Hay dos polos extremos de opinión respecto a la relación entre la realidad verdadera y la realidad percibida. En un extremo encontramos a los «realistas», para quienes el filtrado de la información sobre el mundo que hacen las categorías mentales es una complicación inocua que no tiene ningún efecto importante sobre el carácter de la realidad verdadera «ahí fuera». Incluso cuando supone una gran diferencia, a menudo podemos entender lo suficiente de los procesos cognitivos implicados para reconocer cuándo están siendo sesgados y hacer una corrección adecuada. En el otro extremo encontramos a los «antirrealistas», que nos negarían cualquier conocimiento de esa escurridiza realidad verdadera. Entre estos dos extremos encontraremos un espectro de posiciones de compromiso lo bastante numerosas para llenar la biblioteca de cualquier filósofo: cada una asigna un peso diferente a la distorsión que hacen nuestros sentidos de la realidad verdadera.

Podemos ver que la perspectiva de Kant es preocupante para la visión científica del mundo. A finales del siglo XVIII había una gran confianza en los éxitos de la ciencia en desvelar los secretos de la Naturaleza. El triunfo de las «leyes» de la Naturaleza de Newton llevó a afirmaciones cada vez más confiadas en que la perfecta armonía de las leyes de la Naturaleza, y su acuerdo con el bienestar humano, apuntaban a la existencia de una deidad legisladora benigna. Pero los argumentos de Kant socavaron la fuerza de cualquier argumento a favor de la existencia de Dios que apelara a las leyes observadas como prueba de un diseño antropocéntrico de la Naturaleza. Dichas leyes podrían estar impuestas al mundo por nuestras categorías mentales: no reflejaban necesariamente la verdadera naturaleza de las cosas. Éste no es un argumento contra la existencia de Dios, ni siquiera contra el diseño antropocéntrico de la Naturaleza. No era ése el blanco de Kant; de hecho, él era bastante comprensivo con los propósitos de esas teorías del diseño. Lo que él pretendía era convencer a sus lectores de que no podemos utilizar la evidencia de nuestros sentidos, o nuestros pensamientos, para extraer conclusiones absolutamente fiables acerca de la naturaleza y propósito últimos de cualquier «realidad verdadera».

FIGURA 2.5. Op Art en la forma de Cascada de Bridget Riley, 1963. Tate Gallery, Londres.

Si Kant hubiera vivido en la era del ordenador, habría dicho que las categorías mentales que ordenan aspectos básicos de nuestra experiencia del mundo, como nuestras intuiciones del espacio y el tiempo, están «cableadas» en nuestros cerebros. Distinguir estos rasgos cableados en el cerebro no es fácil. Para Kant nuestra concepción del espacio era una de estas categorías mentales innatas e inalterables. No era algo que aprendiéramos por experiencia; era una base para nuestra experiencia. Al considerar así nuestra percepción del espacio, Kant estaba influido por la asentada creencia en el carácter absoluto del espacio euclídeo. Ésta es la geometría de las líneas sobre superficies planas que aprendemos en la escuela. Se caracteriza por el hecho de que si formamos un triángulo uniendo tres puntos por líneas de mínima longitud, entonces la suma de los tres ángulos interiores del triángulo es siempre igual a 180 grados (Figura 2.6).

El descubrimiento de tales verdades y otras (como el teorema de Pitágoras para triángulos rectángulos) llevó a filósofos y teólogos a creer en la existencia de una verdad absoluta y en nuestra capacidad para discernir (al menos) parte de ella. La formulación y la presentación de la teología medieval no es distinta del estilo de los clásicos Elementos de geometría de Euclides. Esto no es casual. Testimonia un deseo de dotar a las deducciones teológicas de un estatus similar al de los teoremas de las matemáticas. La geometría euclídea era considerada como un fragmento de verdad absoluta sobre la naturaleza del mundo. No era simplemente un razonamiento matemático sobre un mundo posible, sino que mostraba cómo era realmente la realidad. Sustentaba la creencia de teólogos y filósofos en que había razón para creer en la existencia de la verdad absoluta. Más aún, que la habíamos descubierto y entendido. Así pues, podíamos tener confianza en nuestra capacidad para apreciar, al menos parcialmente, verdades absolutas sobre el Universo. En este contexto es como debe verse la elección de Kant de la geometría euclídea como una verdad necesaria sobre la realidad. Por desgracia, resultó ser una mala elección. No mucho tiempo después, a mediados del siglo XIX, Karl Friedrich Gauss, Johann Bolyai y Nikolai Lobachevskii descubrieron que pueden existir otras geometrías lógicamente consistentes que difieren de la concepción de Euclides. Estas geometrías «no euclídeas» describen las propiedades de líneas y curvas en una superficie que no es plana, y donde los triángulos construidos a partir de las líneas más cortas entre tres puntos no tienen ángulos interiores que suman 180 grados (véase la Figura 2.6).

FIGURA 2.6. (i) Un triángulo euclídeo en una superficie plana y dos triángulos no euclídeos en superficies curvas cerrada (ii) y abierta (iii). En la superficie plana los ángulos interiores del triángulo suman 180 grados. En la superficie cerrada suman más de 180 grados; en la superficie abierta suman menos de 180 grados. En cada superficie se define una «línea recta» entre dos puntos como la distancia más corta entre ellos que yace en la superficie.

Kant creía que nuestra aprehensión de la geometría euclídea era inevitable porque estaba preprogramada en el cerebro. Sabemos que esto no es cierto. No sólo podemos concebir fácilmente geometrías no euclídeas, sino que, como Einstein propuso primero y las observaciones han confirmado desde entonces, la geometría subyacente del Universo es no euclídea. Pero esta desviación de la regla de Euclides sólo se manifiesta a distancias astronómicas. Una propiedad de todas las superficies curvas es que parecen planas cuando se ven localmente en regiones suficientemente pequeñas. La superficie de la Tierra es curva, pero parece plana cuando recorremos distancias cortas. Sólo cuando observamos de forma precisa sobre grandes distancias se hace evidente la curvatura del horizonte, como en la famosa marina de Manet Barcos que fue pintada en 1873 (véase la Figura 2.7).

FIGURA 2.7. Barcas en Berck-sur-Mer, de Édouard Manet, de 1873. Museo de Arte de Cleveland.

Este descubrimiento geométrico supuso un fuerte golpe para la confianza de teólogos y filósofos en el concepto de verdad absoluta. Dio crédito a muchas formas de relativismo que ahora nos son familiares. Aparecieron libros y artículos que exploraban las consecuencias del carácter no absoluto de cualquier sistema concreto de hipótesis para códigos de ética, sistemas económicos y actitudes hacia las culturas no occidentales. Mientras que hasta entonces había razones para creer, por analogía con la naturaleza incontrovertible de la geometría de Euclides, que había un sistema «mejor» de valores, o mejor para dirigir una economía, y todos los demás eran inferiores, ahora había razones para repensarlo. Más tarde, los matemáticos socavarían aún más los cimientos de la verdad absoluta al demostrar que ni siquiera son absolutas las reglas del razonamiento lógico que Aristóteles nos había legado. Con la lógica sucede lo mismo que con las geometrías: puede construirse un número infinito de esquemas consistentes de razonamiento lógico. No hay nada como una verdad absoluta en lógica y en matemáticas. Lo más que podemos hacer es hablar de la verdad de enunciados dado un conjunto de reglas de razonamiento. Es totalmente posible tener enunciados que son verdaderos en un sistema lógico, pero falsos en otro.

Mucho se ha escrito sobre el impacto del desarrollo de la geometría no euclídea sobre las imágenes artísticas del mundo a comienzos del siglo XX. Algunos han argumentado que la introducción de nuevas geometrías, y las concepciones revisadas del espacio y el tiempo que surgieron gracias a las teorías de la relatividad de Einstein, inspiraron el desarrollo de nuevas formas de arte geométricas como el cubismo —aunque Picasso afirmaba que él no sacó ninguna inspiración artística directa de la teoría de la relatividad, pues, decía él,

Matemáticas, trigonometría, química, psicoanálisis, música y lo que sea han sido relacionados con el cubismo para darle una interpretación más fácil. Todo esto ha sido pura literatura, por no decir puro absurdo, que dio malos resultados al cegar a la gente con teorías. El cubismo se ha mantenido dentro de los límites y limitaciones de la pintura, sin pretender nunca ir más allá.

Quienes buscaban tales motivaciones para las nuevas y poco convencionales formas de arte abstracto quizá estaban mirando en el lugar equivocado. No pueden ser las líneas curvas y los triángulos de la geometría no euclídea, que son manifestaciones de dicha novedad, las que inspiran a Manet a pintar un horizonte curvo realista en una marina, o a Cézanne o Picasso a distorsionar o a apartarse de los estilos de representación tradicionales.

Las geometrías no euclídeas han estado siempre con nosotros y fueron bien apreciadas por los artistas mucho antes de que fueran reconocidas por los matemáticos[4]. Para verlo basta con mirar una obra del siglo XV como el retrato del Matrimonio Arnolfini (Lámina 5) de Jan van Eyck. En ella se muestra al mercader toscano Giovanni Arnolfini y su mujer, junto con su fiel perro, en su hogar; toda la escena está perfectamente reflejada en un espejo convexo que cuelga en la pared que tienen detrás (mostrado dentro del cuadro) y la perspectiva se complica por el uso de más de un punto de fuga. El hecho de que el sistema lógicamente impecable de la geometría euclídea diera formas planas que podían verse en un espejo distorsionante debería haber sugerido que la visión distorsionada era igualmente consistente como una geometría axiomáticamente definida, que podía haber sido unívocamente creada en una superficie plana aplicando un conjunto diferente de reglas «distorsionadas». Resulta intrigante que la técnica de la anamorfosis utilizada por artistas desde el siglo XVI en adelante (véase el ejemplo en la Figura 2.8) estaba también basada en tales distorsiones, pero el énfasis se ponía enteramente en el hecho de que la imagen «euclídea» plana puede restaurarse mirando desde un ángulo o en un espejo adecuadamente curvo, y no en la consistencia lógica de la imagen «no euclídea».

Un cambio revolucionario en la perspectiva del mundo, y su representación, puede haber sido promovido por el ambiente general de relativismo que fue estimulado por el descubrimiento de que ni siquiera la verdad geométrica era absoluta. Si no había razón para creer en verdades matemáticas absolutas acerca del mundo, ¿por qué debería haber sólo una manera de pintarlo o sólo una lógica para regir nuestros pensamientos sobre el mismo? Es probable que este clima general de exploración de nuevas posibilidades, donde en un tiempo hubo certeza, haya sido más influyente que cualquier formalización de una geometría que ya era, aunque fuera de forma inconsciente, apreciada por los artistas.

FIGURA 2.8. Un retrato anamórfico de Eduardo VI, realizado por William Scott en el siglo XVI, visto (arriba) de frente y (abajo) oblicuamente, con lo que se recupera la imagen no distorsionada.

Los herederos. Adaptación y evolución

Ícaro ascendió hacia el Sol hasta que la cera que unía sus alas se fundió y su vuelo terminó en un fracaso… Las autoridades clásicas nos dicen, por supuesto, que sólo estaba «haciendo una temeridad», pero yo prefiero considerarle como el hombre que sacó a la luz un serio defecto de construcción en las máquinas voladoras de su tiempo.

ARTHUR S. EDDINGTON

En el siglo XVIII empezaba a sospecharse de que el espectro de los seres vivos no era fijo. Resultaba evidente que era posible una transformación de sus características corporales y hábitos de una generación a otra. Esto podía verse si se examinaban los resultados de la cría selectiva. También se estaba evidenciando que muchas especies vivientes se habían extinguido. Bestias exóticas —mamuts y tigres de grandes dientes— habían dejado espectaculares restos fosilizados; a comienzos del siglo XIX su estudio se convertiría en una ciencia bien establecida. Estos hechos apuntaban a que la creencia en que los seres vivos eran creados en perfecta armonía con su entorno y con sus congéneres dejaba mucho que desear. De todas formas, quedaba el hecho admirable de que los seres vivos parecían estar hechos a medida de su ambiente. Esto convenció a los teólogos naturales de que una guía divina estaba actuando en el mundo viviente, diseñando criaturas que se ajustaban a su hábitat de forma óptima. Recíprocamente, otros argumentaban que la existencia de un encaje tan perfecto entre los requisitos ambientales de los seres vivos y el statu quo mostraba que existía un gran diseño —y con ello que debía haber un Gran Diseñador—. Existían otras formas de la teoría del diseño, pero eran bastante diferentes. Éstas no apelaban a las notables interrelaciones entre las características del entorno y el funcionamiento de los organismos vivos, sino a la maravillosa simplicidad y universalidad de las leyes de la Naturaleza que gobernaban los movimientos de la Tierra y los cuerpos planetarios. Dichos argumentos tendían a atraer a los físicos y astrónomos de tendencia religiosa antes que a los biólogos.

El primer intento por desarrollar una teoría que explicara la sorprendente compatibilidad entre los organismos y su entorno apelando a cambios que hacían que los dos convergieran en el tiempo fue obra del zoólogo francés Jean Baptiste de Lamarck (1744-1829). Como los teólogos naturales, Lamarck partía de la hipótesis de que los organismos están siempre bien adaptados a su hábitat. Pero a diferencia de ellos, reconocía que, puesto que el entorno cambia, así deben hacerlo los organismos si van a permanecer en un estado de adaptación. Lamarck creía que los cambios ambientales llevarían a los organismos a aprender nuevos comportamientos o a desarrollar cambios anatómicos que se reforzarían mediante el ejercicio repetido. Por el contrario, los que cayeran en desuso desaparecerían poco a poco. Cualquier cambio estructural o conductual inducido por las nuevas condiciones ambientales sostendría un estado de adaptación que podría transmitirse por herencia. Subyacente a todo el proceso había una creencia en que los seres vivos tienden a evolucionar hacia las formas estructurales más perfectas y armoniosas.

En el escenario de Lamarck, cualquier cambio en el ambiente determina directamente la evolución de los seres vivos. A medida que los árboles se hicieran más altos, también las jirafas tendrían que desarrollar patas o cuellos más largos para seguir alimentándose de sus hojas. Si un minero desarrollara músculos más grandes por elevar cargas pesadas, entonces su estructura muscular sería heredada por sus hijos. Éste, por supuesto, es el tipo de hipótesis razonable que encuentra su lugar en el folclore; era ya una vieja noción en la época de Lamarck. Por lo tanto, no era inverosímil.

La teoría de la evolución por selección natural de Darwin difería de la de Lamarck. Abandonaba la hipótesis injustificada de que los organismos recibían del entorno sus órdenes de marcha, como si estuviesen ligados a sus cambios por un cordón umbilical oculto o dirigidos por una mano invisible. Darwin se dio cuenta de que el entorno era un constructo extraordinariamente complicado, consistente en todo tipo de influencias diferentes. No hay ninguna razón por la que sus caprichos debieran estar ligados a los que tienen lugar dentro de un organismo. Él veía que cuando se producían cambios dentro de un entorno, el resultado era que algunos organismos se encontraban capaces de defenderse en el nuevo entorno, mientras que otros no lo hacían. Los primeros sobrevivían, transmitiendo los rasgos que los capacitaban para sobrevivir, y los últimos desaparecían. De esta manera, aquellos rasgos que ayudaban a la supervivencia, y podían heredarse, eran transmitidos de forma preferente. A este proceso se le denominó «selección natural». No puede garantizar que la siguiente generación sobrevivirá; si ocurren cambios adicionales en el entorno que sean tan drásticos que ningún residente en el mismo puede afrontarlos, entonces puede seguir una extinción. La esencia de esta imagen es que el hábitat presenta simplemente problemas desafiantes para los organismos, y los únicos recursos disponibles para su solución deben encontrarse en la variación de las capacidades entre una población que se reproduce. Si el entorno cambia durante un largo período, entonces la supervivencia preferente de los miembros de una especie que tienen en mayor medida los atributos que los adaptan mejor para afrontar los cambios ambientales dará como resultado un cambio gradual en la especie. Como resultado, nuevas especies pueden emerger. Los supervivientes estarán mejor adaptados, en promedio, que sus competidores fracasados; pero no hay ninguna razón por la que sus adaptaciones debieran ser las mejores posibles cuando se juzgan por un patrón matemático de eficiencia estructural o funcional. La perfección podría ser un lujo muy caro, y prácticamente imposible en un ambiente que está cambiando continuamente.

El contraste entre la evolución lamarckiana y la evolución darwiniana es evidente. Mientras que Lamarck imaginaba que los organismos generarían adaptaciones en respuesta a los problemas ambientales que encontraran, Darwin veía a los organismos desarrollando todo tipo de rasgos, inicialmente al azar, antes de que hubiese ninguna necesidad de ellos. No había ninguna mano invisible en acción que generara solamente las variaciones que serían necesarias para afrontar los requisitos futuros. Darwin llamó a este proceso «evolución por selección natural». Fue descubierto también, independientemente, por Alfred Russel Wallace. Cuando Darwin publicó las pruebas detalladas en apoyo de su propuesta en 1859 no sabía cómo podría aparecer la variación de los rasgos en los seres vivos o cómo podrían transmitirse a la descendencia unos rasgos específicos, perpetuando con ello a los que podían enfrentarse al entorno existente. El trabajo de Gregor Mendel, realizado entre 1856 y 1871, descubrió factores heredables (que ahora llamamos «genes») que transmiten información orgánica de una generación a la siguiente. Aunque se podría haber pensado que los rasgos heredados serían siempre tan sólo un promedio de los de los padres de un organismo, resultó que no era así. Algunas características específicas podían ser heredadas intactas o incluso almacenadas sin expresarse sólo para aparecer en generaciones posteriores. Durante el siglo XX, las ideas pioneras de Mendel se desarrollaron en la disciplina de la genética y luego dieron lugar a la biología molecular, que se propone elucidar cómo la información genética es almacenada, transmitida y expresada por moléculas de ADN. La fusión del concepto de evolución por selección natural y las ideas sobre los medios por los que la información genética es almacenada, expresada y heredada por los seres vivos ha llegado a conocerse como la «síntesis moderna».

Creemos que la evolución darwiniana tiene sólo tres requisitos:

  • La existencia de variaciones entre los miembros de una población. Pueden ser en estructura, en función o en comportamiento.
  • La probabilidad de supervivencia, o de reproducción, depende de dichas variaciones.
  • Debe existir un medio de heredar características, de modo que hay una correlación entre la naturaleza de los padres y su progenie. Las variaciones que contribuyen a la probabilidad de supervivencia de los padres serán así heredadas con más probabilidad.

Habría que resaltar que bajo estas condiciones la evolución no es una opción. Si una población tiene estas propiedades, entonces tiene que evolucionar. Más aún, los tres requisitos podrían satisfacerse de muchas maneras diferentes. Las variaciones podrían ser en constitución genética o en la capacidad para entender conceptos abstractos; el mecanismo de herencia podría ser social, cultural o genético. Además, aunque la fuente inicial de variación puede contener un elemento que sea independiente del entorno, habrá en general una interrelación complicada entre las fuentes de variación y el entorno. Una influencia exterior sobre el entorno puede llevar a la supervivencia preferente de individuos con rasgos particulares, pero dichos miembros pueden tener una influencia particular sobre el desarrollo posterior del hábitat. Además, el concepto del entorno de un organismo no carece de ambigüedad, pues incluye a otros organismos y las consecuencias de sus actividades. Sólo si el entorno es extraordinariamente estable, este acoplamiento complicado entre organismos y entorno tendrá poca importancia. Más adelante en este capítulo veremos que existen hábitats muy restrictivos que no son alterados por sus habitantes.

¿Cuál es el resultado a largo plazo de la evolución por selección natural? Sobre esta cuestión hay división de opiniones. Algunos mantienen que la evolución de un sistema suficientemente complejo no tiene fin. Todas las especies seguirán cambiando incluso si su adaptación relativa sigue siendo la misma. Para este estado de cosas se ha acuñado el término «carrera de ratas». Alternativamente, la evolución podría aproximarse a un estado de equilibrio en el que cada organismo mostraría una serie de rasgos y comportamientos (llamado «una estrategia evolutivamente estable»), y cualquier desviación de la misma rebajaría la probabilidad de su supervivencia. En esta segunda imagen, la evolución podría cesar en un entorno invariable o en uno en donde todos los cambios ambientales fueran inocuos. Los intentos por investigar cuál de estos escenarios a largo plazo debería aparecer en general han encontrado que es necesario considerar por separado aquellos rasgos que están sujetos a una restricción global. Estas restricciones podrían ser estructurales —no se pueden llevar trozos de alimento más pesados de un cierto valor sin venirse abajo; no se puede correr más rápido de un cierto límite; no se puede crecer demasiado y seguir volando—. Estas restricciones ponen límites precisos a la carrera de ratas en ciertas direcciones. Por el contrario, los rasgos no restringidos pueden aumentar o disminuir indefinidamente sin comprometer otras capacidades. Con el tiempo, los rasgos no restringidos de los organismos tienden a terminar en carreras de ratas con otras especies, mientras que los restringidos por retroalimentación negativa terminan en un equilibrio que está caracterizado por una estrategia evolutivamente estable.

A partir de este esbozo de la teoría de la evolución por selección natural sería demasiado precipitado concluir que todos los rasgos y comportamientos mostrados por los seres vivos deben ser adaptaciones beneficiosas a algún aspecto del entorno natural o que deben optimizar las probabilidades de supervivencia en presencia de competidores que dependen de los mismos recursos. Hay un peligro de convertir la biología evolutiva en un «así debe ser» si simplemente presuponemos que todos los aspectos de los seres vivos deben ser soluciones óptimas a problemas particulares planteados por el entorno. Por desgracia, la situación no es tan simple. Aunque un entorno suele plantear problemas estructurales bien definidos, pueden ocurrir cambios que no estén gobernados por selección natural. Pueden ocurrir cambios en una población debido a fluctuaciones puramente aleatorias en la constitución genética de los organismos. Si dos especies poco numerosas difieren sólo de forma muy ligera en su grado de adaptación, entonces es posible que la especie que estimaríamos más adaptada, en promedio, se extinga como resultado de una pequeña variación azarosa en su constitución genética que contrapese la tendencia sistemática creada por la selección natural. Cuando una población es pequeña es especialmente susceptible a la influencia dominante de la constitución genética de sus miembros originales (el «efecto Adán y Eva») y esto puede contrapesar la influencia de la selección natural. Para complicar aún más las cosas, algunas variaciones genéticas son selectivamente neutras en los entornos en los que surgen y por ello no estarán sujetas a selección. Podrían ser simplemente efectos colaterales de un aumento o una disminución del tamaño de los organismos, por ejemplo. Análogamente, puede haber estrategias diferentes que ofrezcan ventajas indistinguibles para el organismo. Es decir, pueden existir soluciones diferentes pero igualmente efectivas al mismo problema; el hecho de que se escogiera una antes que otra podría deberse a un «efecto Adán y Eva» o sólo a una elección inicial accidental. Quizá, por ejemplo, no hay ninguna ventaja adaptativa en tener nuestro corazón en el lado izquierdo de nuestro tórax; el lado derecho parecería igual de bueno. Finalmente, un rasgo podría ser difícil de interpretar correctamente como una adaptación, porque un único cambio genético podría expresarse como dos rasgos diferentes del organismo. Uno podría ser ventajoso para la supervivencia y el otro desventajoso. Si el efecto neto es ventajoso, entonces el segundo rasgo, negativo, podría persistir en generaciones futuras. Los organismos son paquetes de comportamientos, algunos de los cuales son ventajosos, otros neutros y otros desventajosos. Lo que determina su probabilidad de supervivencia es el nivel global de adaptación que confieren con respecto al que poseen los competidores en el mismo entorno.

Así pues, si un organismo muestra un comportamiento particular o posee alguna característica estructural, ello no significa necesariamente que éste sea el comportamiento óptimo o la estructura óptima requerida para afrontar algún problema ambiental. Puede serlo, como es el caso con los perfiles hidrodinámicos de muchos peces; pero en otros casos, como cuando consideramos por qué hay camellos con una joroba o con dos, quizá no exista tal adaptación óptima en absoluto. La Naturaleza es extraordinariamente económica con los recursos: sobreadaptaciones dispendiosas para afrontar un desafío aumentarán la probabilidad de adaptaciones inadecuadas en otro lugar. Asimismo, los comportamientos pueden ser altamente adaptativos sin surgir de selección. Por ejemplo, es altamente adaptativo volver al suelo después de haber dado un salto en el aire, pero esto ocurre debido a la ley de gravitación; no tiene nada que ver con la selección[5].

Si a pesar de todas estas salvedades uno quiere ofrecer explicaciones para estructuras coordinadas complejas, es en la selección natural donde debe buscar primero. La deriva aleatoria o los caprichos de la situación inicial pueden alterar comportamientos sencillos durante un tiempo, pero no van a ofrecer explicaciones plausibles para sistemas vivos complicados de gran complejidad y estabilidad.

Nuestras acciones no están predeterminadas por los resultados del principio de selección natural. Irónicamente, nuestra constitución genética nos ha permitido crecer lo suficiente y desarrollar cerebros suficientemente complejos, para manifestar conciencia. La información genética por sí sola es insuficiente para especificar la naturaleza y los frutos de la conciencia humana. Pese a todo, de ella fluye un enorme aparato de estructuras individuales y sociales, de donde derivan la mayor parte de las acciones humanas y muchas de las partes más importantes del entorno humano. Utilizando signos y sonidos para transmitir información hemos sido capaces de puentear el lento proceso de la selección natural, que está limitado por los tiempos de vida de los miembros individuales de la especie. También está limitado a transmitir generalidades, antes que informaciones específicas sobre la geografía local, el clima, los lugares donde encontrar alimento y similares. Por supuesto, la posesión de cerebros suficientemente sofisticados para aprender de la experiencia, en lugar de responder meramente a la programación genética, no se da a cambio de nada. Requiere una enorme inversión de recursos comparada con el simple desarrollo de respuestas genéticas instintivas. También corre el riesgo de error y falsa evaluación de una manera que no lo hacen las reacciones instintivas, a menos que el entorno cambie con una rapidez inesperada. Con la imaginación viene el riesgo, pero los beneficios lo compensan sobradamente. En un ambiente precario y rápidamente cambiante, la única forma de hacer probable la supervivencia es predecir lo que podría ocurrir y planear diversas alternativas. Tenemos la capacidad de cambiar nuestro comportamiento y responder a cambios debilitadores en el entorno (no utilizando CFC en aerosoles, por ejemplo). Estos cambios de comportamiento no son genéticamente heredables; sin embargo, somos capaces de transmitir esta información, de forma escrita o audible, así como de puentear las largas escalas de tiempo requeridas para la herencia genética. Además, estos métodos de transferencia de información ofrecen posibilidades para la corrección y la revisión continuas a la luz de las circunstancias variables y el conocimiento creciente. La pluma es más poderosa que la espada.

Después de Babel. Una digresión lingüística

Podría haber habla entrecortada sin pensamiento.

Tendría que ser pensamiento anterior a pensamiento estructurado. Una vez establecida, el habla estructurada podría ser dominada con menos pensamiento.

Una vez dominada, el habla estructurada hace más pensamiento.

FLORIAN VON SCHILCHER Y NEIL TENNANT

Hay un área viva de investigación en donde el dilema de instinto versus comportamiento aprendido es central: el origen del lenguaje. El lenguaje es tan fundamental para nuestra experiencia consciente que no podemos concebir su ausencia. Sin lenguaje estamos atrapados. Mucho de nuestro pensamiento consciente parece habla silenciosa con nosotros mismos. Pero ¿cuál es el origen del lenguaje? Hay dos opiniones extremas y otras muchas entre medias. En un extremo está la idea de que nuestras capacidades lingüística y cognitiva están latentes dentro de nosotros en el nacimiento, después del cual se despliegan poco a poco en una escala de tiempo y con una lógica que está general y universalmente preprogramada. Esa programación es parte de lo que define a un ser humano. En el otro extremo encontramos la creencia de que la mente del niño es una hoja en blanco sobre la que se grabará el conocimiento solamente a través de la interacción con el mundo. La primera de estas ideas sobre el origen del lenguaje ha sido explorada y desarrollada más extensamente por el lingüista americano Noam Chomsky, quien fue el primero en exponerla frente a una gran oposición por parte de antropólogos y científicos sociales a finales de los años cincuenta del siglo XX. La opinión contraria, que nuestra apreciación mental del mundo está creada enteramente por nuestra interacción con él, se suele asociar con el psicólogo suizo Jean Piaget, quien intentó establecerla sobre una base firme realizando estudios extensivos de procesos de aprendizaje en niños pequeños. Uno de los intereses centrales de Piaget estaba en el proceso por el que los niños llegan a apreciar conceptos matemáticos, geométricos y lógicos gracias a la manipulación de juguetes que llevan información concreta sobre estas abstracciones. Nociones simples como la igualdad de dos cantidades, o que una cantidad sea más grande o más pequeña que otra, la invariancia de objetos cuando son movidos, y similares, se extraen del mundo por una experiencia lúdica. Un tren de juguete, por ejemplo, proporciona una comprensión de la lógica y la geometría, porque su construcción requiere la asimilación de las reglas que gobiernan el empalme de los vagones. Aunque el enfoque de Piaget suena verdadero en relación con muchos aspectos de nuestra experiencia de aprendizaje temprano, la adquisición de habilidades lingüísticas le enfrenta a varios hechos sorprendentes que Chomsky utilizaba en apoyo de su idea de que el lenguaje es un instinto innato.

Aunque los niños están expuestos a la estructura del lenguaje —su gramática y su sintaxis— sólo en un nivel superficial, ellos son capaces de realizar muchas construcciones abstractas y complicadas. La exposición media de un niño de cinco años al lenguaje es insuficiente para explicar su competencia lingüística. Los niños pueden utilizar y comprender frases que nunca han oído antes. Por deficientes que puedan ser en otras actividades, los niños sin minusvalías nunca dejan de aprender a hablar. Su destreza se consigue sin instrucción específica. La cantidad de interacción ambiental que experimentan es insuficiente para explicar su dominio lingüístico. Los niños parecen desarrollar dominio lingüístico con más rapidez entre los 2 y 3 años, independientemente de sus niveles de exposición. Los intentos de los mayores por aprender lenguas extranjeras no tienen el mismo éxito, ni los adultos responden a los mismos procesos educativos. La capacidad de asimilar como una esponja que tiene un niño parece apagarse a una edad temprana.

El lenguaje parece ser una capacidad con un alcance potencialmente infinito. ¿Cómo puede aparecer a partir solamente de una experiencia del mundo muy limitada y necesariamente finita? Un estudio detallado de la estructura de los lenguajes humanos ha revelado una unidad profunda en sus estructuras gramaticales en un grado tal que un visitante del espacio exterior podría concluir, en cierto nivel, que todos los seres humanos hablan dialectos diferentes del mismo lenguaje.

Para Chomsky, el lenguaje es una capacidad cognitiva particular innata en los seres humanos. Nuestros cerebros contienen un «cableado» neural genéticamente programado que predispone al estudiante a dar los pasos que llevan al lenguaje. Este «cableado» inicial del cerebro es algo que comparten los miembros de nuestra especie. Cuando nos exponemos por primera vez a un ambiente en el que se está hablando una lengua, es como si se fijaran ciertos parámetros en dicho programa incorporado, y el programa realiza entonces el vocabulario, la gramática y la sintaxis del lenguaje que oímos. El alcance, y el nivel de sofisticación que resultará de este proceso, variará de una persona a otra y será muy sensible a ligeras variaciones en la experiencia. Por esto es por lo que los niños se adaptan y asimilan el lenguaje con tanta facilidad. En el fondo, Chomsky argumentaba que el lenguaje no es una invención humana. Es innato a la naturaleza humana, igual que saltar es innato a la naturaleza del canguro. Pero lo que es innato es un tipo de programa, que se ejecuta en respuesta a estímulos externos. Cómo tiene lugar ese desarrollo es tema de mucha controversia e investigación[6].

Para Chomsky, la adquisición del lenguaje por un niño es tan sólo uno más de los muchos elementos de preprogramación genética que le equipan para pasar de la infancia a la pubertad y a la edad adulta. Antes de sus propuestas, los lingüistas habían centrado la atención en construir las gramáticas de tantas lenguas humanas como fuera posible (se conocen casi tres mil). Chomsky volvió las cosas del revés. Partiendo de la hipótesis de que la mente está en posesión de una «gramática universal» desconocida, que tiene parámetros variables que pueden fijarse de maneras diferentes para lenguas diferentes, la búsqueda consistía en descubrir la gramática universal subyacente a partir de estudios de las lenguas particulares que surgen de ella. Chomsky advirtió que tenemos una sensación intuitiva de la estructura formal del lenguaje que es independiente de su significado. Nos presenta una frase «Las ideas verdes incoloras duermen furiosamente»[7]. Vemos esto como un fragmento de inglés sin significado, pero sentimos que su gramática y su forma parecen correctas. Las categorías de pensamiento que delinean la forma pueden existir independientemente de la necesidad de abordar el significado. Son estas categorías formales las que Chomsky veía como la clave del lenguaje, y su programa de investigación estaba dedicado a aislar los ingredientes formales básicos que constituyen la gramática universal que hay tras todas las lenguas.

Piaget presenta la inteligencia humana como algo que procesa información del mundo exterior y poco a poco construye un modelo de realidad que se hace más sofisticado conforme atravesamos la infancia. Él apela a este proceso interactivo como base para la adquisición de todas nuestras habilidades cognitivas. Por el contrario, Chomsky parece negar este papel activo de la mente, al considerarla un receptor de información pasivo. El niño no recibe de una vez por todas una impresión de cómo son las cosas realmente, sino que fija los parámetros de un programa preexistente en la mente. Nuestra preprogramación lingüística es única para su propósito, más que ser parte de una programación más general para resolver problemas de todo tipo, como afirmaba Piaget. Es esta última afirmación la que hacía difícil de defender la posición de Piaget. Si la adquisición del lenguaje es tan sólo otra parte de nuestro desarrollo de la capacidad de resolver problemas, ¿por qué es en la práctica tan distinta? Tenemos pocas dificultades en aprender cualquier otro tipo de procedimiento y adquirir otras habilidades hasta una edad mediana y más lejos, pero nuestras capacidades instintivas de adquisición del lenguaje no persisten más allá de la temprana infancia. Una vez que han aprendido su lengua nativa, ajustando los «botones de mando» en su programa universal innato, los lingüistas de talento se distinguen por su capacidad para cambiar los botones y aprender otras lenguas —aunque no las aprenden de la misma manera en la que un niño adquiere su primera lengua.

Si suponemos que nuestras mentes poseen cierto tipo de cableado para la adquisición del lenguaje, es apropiado preguntar si podemos reducir la naturaleza de dicho cableado. El lingüista Derek Bickerton ha sugerido que no estamos simplemente cableados con una gramática universal y botones ajustables cuyas posiciones se fijan al oír una lengua. En su lugar, estamos cableados realmente con algunos de estos botones ya fijos. Éstos permanecen así hasta que son reajustados por la lengua que el niño oye hablar en su entorno. Lo interesante de esta idea es que permite realizar algunos tests. Si el niño crece en una cultura en la que el lenguaje hablado es una mezcla primitiva de jergas, entonces los botones iniciales no serán reajustados y persistirán. Hay evidencia de que los botones iniciales están fijados para una simple forma lingüística mestiza. Errores típicos de gramática y ordenación de palabras, como negaciones dobles, persisten entre niños pequeños, y son característicos de la forma mestiza. Los hablantes regresan así a gramáticas mestizas innatas si no han sido expuestos a una gramática local que reajuste sus «conmutadores» lingüísticos a la nueva forma. Si el niño no oye ningún lenguaje sistemáticamente estructurado, sino que crece en medio de un conjunto de jergas sin estructurar, entonces los botones originales criollos tenderán a persistir y se harán más difíciles de cambiar con el paso del tiempo.

Finalmente, podríamos añadir que Chomsky mantiene una actitud ambigua hacia el origen de nuestra gramática universal. Aunque hay fuerte evidencia de que el lenguaje es instintivo, y no un comportamiento aprendido, todavía tenemos que explicar el origen de la gramática universal, determinar si es una entre muchas posibilidades y descubrir el proceso paso a paso mediante el que evolucionó a partir de sistemas más primitivos de sonidos y signos. Hasta ahora ha habido pocos progresos al abordar dichos problemas. En términos generales, podemos ver que el lenguaje es adaptativo: confiere enormes ventajas a sus usuarios. Una vez que se convirtiera en una posibilidad genética, habría una enorme presión para su propagación y una selección para su mejora. No obstante, será probablemente muy difícil reconstruir la secuencia precisa de pasos evolutivos, porque para ser efectivo el lenguaje requiere una combinación de diseños anatómicos que coincidan con la programación cerebral.

Una sensación de realidad. La evolución de las imágenes mentales

Los seres humanos son lo que ellos mismos entienden que son; están compuestos enteramente de creencias sobre sí mismos y sobre el mundo en que habitan.

MICHAEL OAKESHOTT

La idea de Kant de que nuestra concepción del mundo está separada de su realidad por nuestro aparato cognitivo debe modificarse a la luz de lo que hemos aprendido sobre la evolución de organismos y entornos. También la cognición está sujeta a evolución. Platón reconoció por primera vez que la «observación» implica hacer algo. Nuestros sentidos están ya en su sitio antes de que reciban sensaciones. Pero esta idea potencialmente profunda iba seguida de una afirmación menos convincente, según la cual nuestro conocimiento instintivo de las cosas surgió porque poseíamos un conocimiento previo de los planos de cualquier objeto concreto que pudiéramos encontrar en el mundo. Ésta es una forma extraordinariamente poco eficiente de diseñar un sistema. Kant era más económico: él no quería dotamos con un conocimiento instalado de todo objeto particular, sino sólo de categorías y modos generales de comprensión. Utilizando estas categorías podríamos construir conceptos de las cosas, igual que podríamos construir edificios a partir de ladrillos. Estas categorías de pensamiento innatas se suponían universales para todos los seres humanos sin impedimentos. Pero ¿por qué debería ser así? Puesto que Kant no podía decir de dónde proceden estos casilleros mentales, no podía estar seguro de que no empezaran a cambiar repentinamente o que no difirieran de una persona a otra.

En la naturaleza de las cosas hay una verdad fundamental que nosotros apreciamos ahora, pero que Kant no hizo. Nosotros sabemos que el mundo no apareció ya hecho. Está sujeto a fuerzas de cambio inevitables. Esta visión de las cosas empezó a emerger durante el siglo XIX. Los astrónomos empezaron a describir cómo podría haber nacido el sistema solar a partir de un estado anterior más desordenado; los geólogos empezaron a entender la evidencia del registro fósil; los físicos se hicieron conscientes de las leyes que gobiernan los cambios que pueden darse en un sistema físico con el paso del tiempo. Pero la contribución más importante fue la de Darwin, y se ha hecho evidente que tiene cosas importantes que enseñamos, no simplemente sobre las moscas de la fruta y los hábitats animales, sino sobre las profundas preguntas de Kant concernientes a la relación entre realidad y realidad percibida.

Una consideración del proceso evolutivo que ha acompañado el desarrollo de la complejidad viviente disipa algunos de los misterios de por qué compartimos categorías de pensamiento similares: por qué tenemos muchas de las categorías que tenemos y por qué permanecen constantes en el tiempo. Pues estas categorías han evolucionado, junto con el cerebro, por el proceso de selección natural. Este proceso selecciona aquellas imágenes del mundo que modelizan con más exactitud el carácter de su verdadera realidad subyacente en la arena de la experiencia donde ocurre la adaptación. La biología evolutiva presta así apoyo a una perspectiva realista sobre una parte importante del mundo: esa parte cuya aprehensión correcta es ventajosa. Muchas de estas aprehensiones no nos dan simplemente ventajas sobre otros que las poseen en menor grado: son condiciones necesarias para la existencia continuada de cualquier forma de complejidad viviente. Mentes que nacieran espontáneamente con imágenes del mundo que no correspondieran a la realidad no podrían sobrevivir. Esas mentes contendrían modelos mentales del mundo que se mostrarían falsos al enfrentarse a la experiencia. Nuestras mentes y nuestros cuerpos expresan información sobre la naturaleza del entorno en el que se han desarrollado, nos guste o no. Nuestros ojos han evolucionado como receptores de luz por un proceso adaptativo que responde a la naturaleza de la luz. Su estructura nos dice cosas sobre la verdadera naturaleza de la luz. No hay lugar para una visión según la cual todo nuestro conocimiento de la luz no es otra cosa que una creación mental. Precisamente porque es una creación de nuestra mente, nuestro conocimiento de la luz contiene elementos de una realidad subyacente. El hecho de que poseamos ojos testimonia la realidad de algo que llamamos luz.

Aunque no sabemos si estamos solos en el Universo, es seguro que no estamos solos en la Tierra. Hay otros seres vivos con diversos niveles de «conciencia» que se reflejan en la sofisticación de los modelos mentales que son capaces de crear acerca del mundo que les rodea. Algunas criaturas pueden crear un modelo que puede simular el futuro bajo la hipótesis de que se desarrollará de una forma idéntica a como lo ha hecho a partir de circunstancias similares en el pasado. Otras criaturas, como los cocodrilos, carecen de esta capacidad para unir pasado, presente y futuro, y viven en un presente eterno. Todas las plantas y todos los animales han codificado un modelo o han encarnado una teoría sobre el universo que los equipa para la supervivencia en el entorno del que han tenido experiencia. Dichos modelos varían mucho en sofisticación. Sabemos que una hormiga está genéticamente programada para realizar ciertas actividades dentro de su colonia. Posee un modelo sencillo de un pequeño fragmento del mundo. Los chimpancés poseen un modelo de realidad mucho más sofisticado, pero sabemos que en cualquier caso es una abreviación drástica de lo que podemos saber sobre el mundo. Podríamos colocar a un chimpancé en una situación que estuviera más allá de su capacidad de comprender con éxito —por ejemplo, en los controles de un simulador de vuelo—. Aunque nuestras propias imágenes mentales del mundo son más sofisticadas que las de cualquier otra forma de vida terrestre, no son ni mucho menos completas. Lo notable es que sean suficientemente completas para reconocer que deben ser incompletas. Sabemos que cuando miramos una silla recibimos sólo parte de la información sobre ella que está disponible para los observadores. Nuestros sentidos son limitados. «Vemos» sólo algunas longitudes de onda de la luz; «olemos» sólo una gama de olores; «oímos» sólo un intervalo de sonidos. Si no vemos nada, esto no significa que no haya nada ahí. El alcance de nuestros sentidos, tanto cuantitativa como cualitativamente, es también el resultado de un proceso de selección que debe aprovechar recursos escasos. Podríamos haber desarrollado ojos que fueran miles de veces más sensibles, pero dicha capacidad habría tenido que pagarse utilizando recursos que no podrían haberse utilizado en otras cosas. Hemos terminado con un paquete de sentidos que hace un uso eficiente de los recursos disponibles.

Pese a la fuerza del soporte evolucionista a una visión generalmente realista de las cosas, debemos tener cuidado en no afirmar demasiado. Ya hemos visto que algunas características de los organismos pueden existir como subproductos inocuos de adaptaciones a otros propósitos. Lo mismo sucede con nuestras imágenes de la realidad. Más aún, nos encontramos en posesión de todo un conjunto de capacidades que no tienen ninguna ventaja selectiva obvia. Wallace, el codescubridor de la teoría de la evolución, no reconoció esta sutileza y concluyó que muchas capacidades humanas eran inexplicables sobre la base de la selección natural. Pero Darwin fue capaz de apreciar el hecho de que somos conjuntos de capacidades, adaptaciones anticuadas y subproductos inocuos. El distinguido biólogo teórico John Maynard Smith argumentaba que

Es un hecho sorprendente que, aunque Darwin y Wallace llegaron independientemente a la idea de evolución por selección natural, Wallace nunca siguió a Darwin en dar el paso adicional de afirmar que la mente humana era también un producto de la evolución… [Stephen Jay Gould sugiere que esto fue]… porque Wallace tenía una idea demasiado simplista de la selección, según la cual toda característica de cualquier organismo es el producto de la selección, mientras que Darwin era más flexible y reconocía que muchas características son accidentes históricos de los corolarios no seleccionados de algo que ha sido seleccionado. Ahora hay características de la mente humana que son difíciles de explicar como productos de la selección natural: pocas personas han tenido más hijos porque fueran capaces de resolver ecuaciones diferenciales o jugar al ajedrez a ciegas. Por lo tanto, Wallace fue llevado a la idea de que la mente humana requería un tipo de explicación diferente, mientras que Darwin no encontró ninguna dificultad en pensar que una mente que evolucionó porque podía entender la complejidad de la vida en las sociedades humanas primitivas mostraría propiedades impredecibles y no seleccionadas.

Aunque podemos entender qué nociones clave, como las de causa y efecto, son necesarias para una evolución acertada por selección natural, no es tan fácil ver por qué las imágenes mentales de las partículas elementales o los agujeros negros deberían estar aseguradas de la misma manera. ¿Qué valor de supervivencia puede atribuirse a la comprensión de la relatividad y la teoría cuántica? Los seres humanos primitivos evolucionaron con éxito durante centenares de miles de años sin ninguna noción de estos aspectos de la estructura profunda del Universo. Pero estos conceptos esotéricos son meramente conjuntos de ideas mucho más simples unidas de formas complicadas. Esas ideas más simples tienen un alcance mucho mayor y son útiles para evaluar un vasto abanico de fenómenos naturales. Nuestro conocimiento científico sofisticado podría verse como un subproducto de otras adaptaciones para el reconocimiento del orden y la forma en el entorno. Es evidente que la apreciación artística está íntimamente relacionada con esta propensión. Pero una susceptibilidad para reconocer pautas y atribuir orden al mundo es un impulso poderoso. La abundancia de mitos, leyendas y pseudoexplicaciones del mundo testimonia una propensión que tenemos a inventar principios ordenadores espurios para explicar el mundo. Tenemos miedo de lo inexplicado. Caos, desorden y azar estaban íntimamente ligados a un lado oscuro del Universo: eran la antítesis de los dioses benevolentes. Una razón para ello es que el reconocimiento del orden ha pasado de tener una recompensa que es beneficiosa —reconocer fuentes de alimento, predadores o miembros de la misma especie— a ser un fin en sí mismo. Hay una satisfacción que ganar de la creación de orden o del descubrimiento del orden. Estas sensaciones tienen su origen probablemente en un pasado evolutivo, donde la capacidad para hacer tales identificaciones era adaptativa.

Puesto que nuestras mentes y sensibilidades han evolucionado en respuesta a un proceso selectivo que recompensa la correspondencia con lo que es el mundo, cabe esperar que encontremos variaciones en aquellos atributos mentales restringidos o implicados por algunos aspectos de la estructura subyacente del Universo. El entorno en el que hemos evolucionado es más profundo que el mundo superficial de otros seres vivos. Brota de las leyes y constantes de la Naturaleza que determinan la propia forma y tejido del Universo. La complejidad de nuestras mentes y cuerpos es reflejo de la complejidad del entorno cósmico en el que nos encontramos. La naturaleza del Universo ha dejado su sello en nosotros, restringiendo nuestras sensibilidades de maneras sorprendentes e inesperadas.

El cuidado y mantenimiento de un pequeño planeta. Ambientalismo cósmico

La oración del teórico: «Señor, perdóname el pecado de arrogancia, y, Señor, por arrogancia entiendo lo siguiente…».

LEON LEDERMAN

El proceso evolutivo asegura que nos hemos convertido en encarnaciones de muchos aspectos de nuestro entorno cuya existencia es necesaria para nuestra supervivencia. Pero ¿cuál es exactamente este entorno? Hace tiempo que los biólogos nos han enseñado cómo el clima inmediato, la topografía y los recursos disponibles determinan las condiciones en que ocurre la evolución. En años recientes nos hemos hecho conscientes de condiciones más generales que aseguran todas y cada una de las formas de vida en la Tierra. Conforme la expansión y la influencia humanas han crecido hasta niveles que ponen en peligro la estabilidad del ambiente terrestre global, hemos descubierto que el origen y la persistencia de la vida deben mucho a un equilibrio invisible que es profundo y delicado. Lo irónico es que sólo hemos llegado a conocer muchos aspectos de este equilibrio cuando nos hemos desviado involuntariamente del mismo. El crecimiento de la producción tecnológica y sus productos residuales han empezado a cambiar el clima de la Tierra. Cuando descubramos si esto es una tendencia sistemática, antes que una fluctuación de corta vida, podría ser demasiado tarde para hacer algo para remediarlo. Otras actividades humanas han generado gases residuales que alteran los procesos químicos que controlan la abundancia de ozono en la atmósfera. A medida que se adelgace la capa de ozono, nos encontraremos expuestos a una intensidad de luz ultravioleta contra la que no nos equipó el lento proceso de evolución. La reducción de la capa de ozono acelerará el daño a las células humanas e incrementará la incidencia de cánceres de piel letales. También hay influencias insospechadas cuyo origen está más allá de los límites de nuestro sistema solar. En 1992, los medios de comunicación de todo el mundo difundieron excitados las predicciones de que, después de fallar por poco en esta vuelta, el cometa Swift-Tuttle regresaría el 14 de agosto de 2126 e impactaría en la Tierra: un suceso que supondría el final de la vida humana. De hecho, se ha argumentado que impactos anteriores de detritus procedentes del espacio han desempeñado un papel principal en las extinciones en masa de vida en la Tierra que están inscritas en el registro fósil. Es ahora generalmente aceptado que la colisión de un cometa o un meteoro contribuyó a la extinción en masa de hace 65 millones de años en la que desaparecieron los dinosaurios. El polvo y los detritus del impacto ascendieron a la alta atmósfera, ocultando la superficie del planeta a los rayos del Sol por un período suficientemente largo para acabar con todas las plantas sobre las que descansaba la cadena alimenticia. Otras extinciones ocurrieron en otras épocas. Paradójicamente, tales extinciones catastróficas pueden haber sido un precedente necesario para nuestra propia evolución rápida hacia la vida sintiente, porque cuando el medio ambiente se recupera de estas catástrofes parece haber un florecimiento de la diversidad de vida. Al limpiar el escenario ecológico, las extinciones abren un gran número de nichos ambientales no ocupados y quitan el freno al proceso evolutivo. A ello le sigue un período de rápida diversificación antes de que las limitaciones usuales de la sobrepoblación y la escasez de recursos se impongan de nuevo.

Uno puede ser a veces testigo de esta rápida expansión en nichos vacíos en una escala local más pequeña. Hace algunos años, el sureste de Inglaterra fue devastado por un huracán sorpresa que generó vientos con velocidades nunca antes registradas en las islas Británicas. En los condados de Sussex y Kent, regiones enteras de bosques desaparecieron de la noche a la mañana. Stanmer Woods, en el límite de la Universidad de Sussex, fue especialmente golpeado. Un día, miraba por mi ventana y veía un inmenso y viejo olmedo; al día siguiente, sólo un horizonte desnudo cubierto de troncos partidos, ramas desgarradas y hojas caídas. Cuando la madera fue quemada o retirada, los bosques parecían estériles y desolados, pero con el paso del tiempo ha aparecido una nueva y gran diversidad de flores, árboles jóvenes y arbustos. La desaparición de los árboles permitió que la luz penetrara hasta el suelo, hubiera más humedad en el suelo y se creara espacio para que crecieran otras cosas. Por supuesto, ninguna especie fue llevada a la extinción por la tormenta, pero la forma en que el bosque se ha recuperado con sorprendente rapidez de una destrucción en masa de árboles y pérdida de aves pone de manifiesto una rica diversidad que constituye un microcosmos de la recuperación de la Tierra entera tras ocasionales catástrofes ecológicas hace millones de años.

En una primera aproximación, la vida se extingue. Más del 99 por 100 de todas las especies que han vivido alguna vez han seguido el camino de los dinosaurios. La batalla constante entre éxito reproductivo y desaparición sólo ha favorecido ligeramente al primero. Antes de la extinción de los dinosaurios, los mamíferos habían sido bastante pocos y muy diseminados, y la mayoría de ellos parecidos a las musarañas. Poco después, en tan sólo una docena de millones de años surgió prácticamente toda la enorme diversidad actual de mamíferos, desde los ratones hasta los elefantes.

El registro fósil muestra que, si el ritmo al que parece haber aparecido la diversidad en la frontera Precámbrico-Cámbrico hubiera continuado intacto hasta el presente, entonces los océanos contendrían más de 1027 especies marinas diferentes, en lugar del millón aproximadamente que se estima que hoy existen. Claramente la evolución podría ir mucho más deprisa de lo que lo hace. Presumiblemente está atenuada por el espacio y los recursos limitados que existen para mantener a las diferentes criaturas.

Importantes catástrofes ambientales pueden ser necesarias para que la evolución alcance altos niveles de diversidad y sofisticación en una serie de pasos relativamente rápidos. Si la vida se origina en otros mundos abarrotados, entonces la emergencia de formas de vida complejas puede requerir una sucesión de acontecimientos catastróficos para acelerar el ritmo de la evolución. Sin ellos, la evolución puede frenarse lentamente. Los mundos seguros sin acontecimientos destacados no son necesariamente ventajosos para el proceso de la vida: para vivir de modos complejos, uno tiene que vivir peligrosamente, porque afrontar el peligro requiere la evolución de la complejidad.

Si las extinciones en masa fueran causadas por sucesos locales internos al entorno —algún tipo de enfermedad, por ejemplo— entonces cabría imaginar que el proceso evolutivo produciría más descendencia con resistencia aumentada a tales amenazas, y las extinciones se harían más raras y menos catastróficas. Como resultado, el potencial para un rápido cambio evolutivo y para la innovación estaría suprimido. El reloj de la evolución sólo podría ponerse a cero mediante intervenciones enormes e impredecibles de sucesos catastróficos para los que la evolución genética sistemática no podría desarrollar resistencia. La única manera de romper este ciclo, y superar los desastres a gran escala, es mediante la producción de un rasgo como la conciencia, que permite que la información sea transmitida mucho más rápidamente que por medios genéticos.

Visto a esta luz, puede ser que el ritmo global de evolución de la vida en la Tierra haya sido influido de forma significativa —y positiva— por sucesos como el cambio climático o los efectos de perturbaciones externas procedentes del espacio. Por supuesto, si nosotros tuviéramos que ser los siguientes candidatos para una extinción en masa producida, digamos, por el impacto de un cometa, nos resultaría difícil adoptar el punto de vista a largo plazo que califica a esta influencia como «positiva». Estos encuentros cósmicos no son tan improbables para que los podamos ignorar por completo. En 1992 supimos de la amenaza del cometa Swift-Tuttle. En julio de 1994, los astrónomos tuvieron la oportunidad de ser testigos de las consecuencias de un impacto cometario muy cerca de nosotros cuando los fragmentos del cometa Shoemaker-Levy 9 golpearon la cara oculta del planeta Júpiter. La energía liberada por los fragmentos de la explosión fue millones de veces mayor que la de las más grandes explosiones nucleares terrestres. Se conocen otras aproximaciones cercanas a la Tierra, lo que ha llevado a un serio debate respecto a cuál sería la mejor forma de desarrollar defensas contra tal bombardeo celeste. Algunos han propuesto que habría que desarrollar una tecnología de Guerra de las Galaxias con la idea de hacer explotar, o desviar, los cometas y los asteroides incidentes cuando todavía se encuentran en el sistema solar externo. Otros creen que la búsqueda de estas armas poderosas crea mayores peligros para la humanidad que los objetos que se pretende destruir. Después de todo, cualquier tecnología suficientemente avanzada para desviar un pequeño cuerpo celeste que se acerca a la Tierra sería capaz, en las manos equivocadas, de desviarlo hacia una parte concreta de la superficie de la Tierra.

En ausencia de catástrofes, nuestra propia existencia se hace posible por la presencia de nuestra amable estrella vecina, el Sol. Su estabilidad y su distancia a nosotros aseguran que el ambiente terrestre promedio es relativamente templado: suficientemente frío para que exista agua en estado líquido, pero suficientemente caliente para evitar una interminable era glacial. Pero el Sol no es invariable; sabemos que su superficie muestra estallidos complejos de actividad magnética que produce ciclos regulares de actividad de manchas solares. No existe ninguna explicación completa para dichos ciclos, y su posible influencia sobre el clima de la Tierra sigue siendo un tema de especulación recurrente. El Sol no es la única estrella que podría desempeñar un papel crítico en la estabilidad de nuestro entorno. En 1987, la observación de una estrella en explosión, una supernova, en la Gran nube de Magallanes (una galaxia «enana» cercana en el mismo grupo local de galaxias que nuestra Vía Láctea) excitó a los astrónomos de todo el mundo. Si hubiera ocurrido cerca, en nuestra propia galaxia, podría haber extinguido toda la vida terrestre. Es posible que explosiones de supernovas cercanas en el pasado distante produjeran radiación que alterara la capa de ozono de la Tierra e influyera en el curso de la evolución de las simples formas de vida marina, radicada en arrecifes, que fueron las precursoras de organismos posteriores más complejos.

FIGURA 2.9. Constantes de la Naturaleza. La frecuencia media de impactos en la atmósfera de la Tierra por parte de objetos de diferentes tamaños junto con el tamaño esperado de los cráteres creados en la superficie de la Tierra y sus probables efectos.

Basado en fig. 8.1 en P. D. Ward y D. Brownlee, Rare Earth, Copernicus, Nueva York (2000), p. 165.

Cuando contemplamos estos riesgos astronómicos empezamos a apreciar lo azarosa que es la supervivencia a largo plazo en el Universo, tanto para nosotros como para otros. La Figura 2.9 muestra las frecuencias probables de incidencia y las consecuencias energéticas de impactos de tamaño creciente.

El reconocimiento de estos peligros puede ayudamos a entender misterios más profundos de la vida en el Universo. Se han propuesto muchas explicaciones de por qué no hemos encontrado pruebas de la existencia de vida extraterrestre avanzada en el Universo cercano. Quizá seamos demasiado poco interesantes para que valga la pena entrar en contacto con nosotros; quizá seamos demasiado inteligentes para ser perturbados; quizá la vida requiera ambientes extremadamente improbables para sostenerla. Lo más probable, creo yo, es que la vida nunca sobrevive durante períodos de tiempo muy largos. Impactos de asteroides, paso de cometas, estallidos de radiación gamma… todos estos peligros externos son sucesos comunes. Estamos protegidos de muchos de ellos por el planeta Júpiter y nuestra gran Luna. Sin estos escudos gravitatorios habríamos sufrido una serie de impactos catastróficos que habrían servido para poner a cero continuamente el reloj evolutivo. Si se unen estos azares a la amenaza para la vida que presentan los peligros internos como la guerra, la enfermedad o el desastre medioambiental, empezamos a ver que quizá no sea totalmente sorprendente que no haya nadie «ahí fuera» en nuestra parte del Universo.

Estos ejemplos ilustran los riesgos para el ambiente delicado de la Tierra que plantean las influencias cósmicas exteriores. Los factores ambientales que han conformado la evolución de la biosfera de la Tierra pueden tener un impacto errático y súbito, más allá de las posibilidades de supervivencia de la mayoría de las formas de vida terrestres. Pero las catástrofes celestes pasadas no son nada comparadas con los acontecimientos que aguardan en el lejano futuro. Algún día, unos 5000 millones de años a partir de ahora, el Sol comenzará a morir. Habrá agotado su suministro de hidrógeno que le sirve como combustible nuclear. En sus últimos esfuerzos por ajustarse a esta última crisis energética solar, se expandirá y vaporizará los planetas interiores del sistema solar antes de contraerse hacia un estado de reposo final, con un tamaño tan sólo un poco mayor que las dimensiones actuales de la Tierra. Al principio, ese estado será muy caliente, pero a lo largo de miles de millones de años el Sol se enfriará continuamente, dejando un rescoldo negro que se desvanecerá en la invisibilidad (véase la Lámina 6). ¿Habrá encontrado para entonces la humanidad un medio de desplazarse a otro lugar? Parece poco probable. Ya es bastante difícil hacer el equipaje para ir a unas cortas vacaciones con unos pocos miembros de la familia. ¡Imagínese hacer el equipaje para 10 000 millones, ninguno de los cuales piensa regresar[8]!

Para bien o para mal, el entorno cósmico se extiende mucho más lejos y es mucho más amplio de lo que Darwin imaginara nunca. La estructura del Universo más allá de la Tierra restringe el ambiente dentro del cual pueden ocurrir los procesos más familiares de la evolución biológica, la adaptación y el desarrollo cultural. Pone límites a la diversidad que es posible en la Tierra y modela nuestras impresiones del mundo. Desarrollando una apreciación de las sutilezas de nuestro entorno cósmico, podemos empezar a distinguir las características que han emergido por azar de las que son consecuencia inevitable de la estructura profunda e inalterable del Universo.

El arco iris de la gravedad. El tejido del mundo

¡Condenado Sistema Solar! Mala luz, planetas demasiado lejanos, peste de cometas, artilugios inadecuados… Yo mismo podría hacerlo mejor.

LORD JEFFREY

Distanciémonos de las minucias de la evolución biológica en la Tierra, donde una enorme complejidad es promovida por un proceso que hemos venido a llamar «competición», por el que cada especie busca realmente un nicho que minimice su necesidad de competir con rivales. Toda esta interacción coadaptativa entre organismos y hábitats requiere un telón de fondo. Antes de que los genes puedan ser «egoístas», antes de que la complejidad biológica pueda empezar a desarrollarse deben existir átomos y moléculas con propiedades que permitan el desarrollo de la complejidad y la autorreplicación, deben existir entornos estables y deben existir lugares suficientemente templados para que dichas estructuras existan. Todas estas cosas deben persistir durante períodos de tiempo enormes.

En la profundidad de los espacios interiores de la materia, invisibles e inadvertidas, existen las características que hacen posible satisfacer estas condiciones. En definitiva, son estas cosas las que permiten que florezca la vida y todas sus consecuencias en nuestro solitario puesto avanzado en los suburbios de una galaxia vulgar denominada Vía Láctea. No garantizan la vida, pero sin ellos sería imposible cualquier estructura suficientemente compleja para evolucionar espontáneamente por selección natural.

Hay cuatro aspectos de la estructura profunda del Universo que se combinan para asegurar el ambiente cósmico dentro del cual la lógica de la selección natural ha permitido que la mano del tiempo modele la complejidad viviente.

Las leyes de la Naturaleza dictan cómo cambia el mundo con el paso del tiempo y de un lugar a otro. Actualmente creemos que dichas leyes gobiernan la actuación de sólo cuatro fuerzas naturales: gravedad, electromagnetismo, la fuerza débil (radioactiva) y la fuerza fuerte (nuclear). Superficialmente, estas fuerzas parecen ser distintas en cuanto a alcance, intensidad e identidad de las partículas de materia que están sometidas a sus inflexibles jurisdicciones. Pero a medida que sus efectos se sondean a temperaturas cada vez mayores, las fuerzas cambian; sus diferencias desaparecen, junto con muchos de los problemas que han dificultado nuestros intentos pasados de entender cada una de estas cuatro fuerzas como una simple característica autónoma del Universo. Casi todos los físicos esperan que, en última instancia, se encontrará que las cuatro formas naturales son manifestaciones diferentes de una «superfuerza» básica, que manifiesta su unidad sólo a temperaturas muy altas. De hecho, tal unificación ya ha sido confirmada experimentalmente para dos fuerzas: la fuerza electromagnética y la fuerza débil. Resulta intrigante saber que la simplicidad del mundo depende de la temperatura del entorno. A las bajas temperaturas a las que es posible la bioquímica que soporta la vida —a las que pueden existir los átomos— el mundo parece ser complicado y diverso. Esto es inevitable. Las simetrías que ocultan a la vista la unidad subyacente de las fuerzas de la Naturaleza deben estar rotas para que puedan aparecer las estructuras complejas necesarias para la complejidad viviente. La verdadera simplicidad de las leyes de la Naturaleza sólo es evidente en un ambiente tan próximo al infierno del Big Bang que no puede existir ningún «observador» complejo. No es casual que el mundo no parezca simple; si fuera simple, entonces nosotros seríamos demasiado simples para saberlo.

Los trescientos años de éxitos de los que hemos disfrutado utilizando el concepto de leyes de la Naturaleza para dar sentido al Universo han tenido efectos indirectos. La idea de que la marcha del mundo está gobernada por «leyes» impuestas desde fuera, en lugar de por tendencias innatas dentro de los objetos individuales, reflejaba y alentaba una creencia religiosa en una única deidad omnipotente que decretaba dichas leyes de la Naturaleza. La economía de las leyes de la Naturaleza, su comprensibilidad y su universalidad han sido interpretadas, en el pasado, como pruebas convincentes de la existencia de un artífice divino detrás del funcionamiento del Universo visible.

Además de las leyes de la Naturaleza necesitamos alguna receta para el estado del Universo cuando éste empezó o, si no hubo principio, una especificación de cómo debe haber sido en algún instante en el pasado. Por fortuna, muchos aspectos del Universo parecen depender muy poco de cómo empezó. Las altas temperaturas de las etapas tempranas del Big Bang borran la memoria de muchos aspectos del estado inicial. Ésta es una razón por la que es tan difícil reconstruir el Big Bang, pero también nos permite entender muchos (aunque no todos) aspectos de la estructura presente del Universo y su historia reciente sin saber cómo era al principio. Algunos cosmólogos creen que sería mejor que se hubiera perdido toda memoria de las condiciones iniciales, porque entonces cada aspecto de la estructura actual del Universo podría entenderse sin saber cómo era el estado inicial del Universo. Otros, muy en especial James Hartle y Stephen Hawking, han intentado en años recientes seleccionar un candidato especial para el estado inicial[9].

Por desgracia, la parte del Universo que es visible para nosotros, pese a tener un tamaño de 15 000 millones de años-luz, ha surgido de la expansión de una minúscula parte del estado inicial entero. Aunque algún gran «principio» pueda dictar en realidad la estructura promedio del estado inicial del Universo entero (posiblemente infinito), eso no puede ayudarnos a determinar la estructura de la minúscula parte del total que se expandió para convertirse en la parte del Universo que hoy es visible para nosotros.

Además de las leyes de cambio y la especificación inicial del Universo, necesitamos algo más para distinguir nuestro Universo de otros que podamos imaginar. Las intensidades de las fuerzas de la Naturaleza y las propiedades de los objetos elementales gobernados por dichas leyes, que crean el tejido del Universo, están prescritas por una lista de números que llamamos «constantes de la Naturaleza». Éstas catalogan aquellos aspectos del Universo que son absolutamente idénticos en todo tiempo y lugar[10]. Incluyen las intensidades intrínsecas de las fuerzas de la Naturaleza, las masas de las partículas elementales de materia, como electrones y quarks, la carga eléctrica portada por un electrón individual y el valor de la velocidad de la luz. Actualmente sólo podemos determinar estas cantidades midiéndolas con precisión cada vez mayor. Pero todos los físicos creen que muchas de estas constantes, si no todas, deberían estar determinadas por la lógica intrínseca de una teoría final de las fuerzas naturales. Y, de hecho, la predicción correcta de dichas constantes podría ser el test definitivo de cualquier teoría.

Nuestro cuarteto de fuerzas que aseguran la estructura de la Naturaleza se completa con información sobre la manera en que se desprenden los productos de las leyes de la Naturaleza. Una sutileza profunda del mundo es la forma en que un Universo gobernado por un pequeño número de leyes simples puede dar lugar a la plétora de estados y estructuras complicados que vemos a nuestro alrededor, y de la cual nosotros mismos somos ejemplos dignos de destacar. Las leyes de la Naturaleza se basan en la existencia de una pauta que liga un estado de cosas con otro, y donde hay pauta hay simetría. No obstante, a pesar del énfasis que hacemos en ellas, no somos testigos de las leyes de la Naturaleza. Sólo vemos los productos de dichas leyes. Más aún, las simetrías que las leyes consagran están rotas en estos productos. Supongamos que ponemos en equilibrio una aguja sobre su punta y luego la soltamos. La ley de la gravedad, que gobierna su movimiento posterior, es perfectamente democrática. No tiene preferencia por ninguna dirección particular en el Universo: es simétrica a este respecto. Pero cuando la aguja cae, debe caer en una dirección particular. La simetría direccional de la ley subyacente está rota en cualquier resultado particular gobernado por ella. Por la misma razón, la aguja caída oculta la simetría de la ley que la determinó. Tal «ruptura de simetría» gobierna mucho de lo que vemos en el Universo, y sus orígenes pueden ser verdaderamente aleatorios. Permite que un Universo gobernado por un pequeño número de leyes simétricas exhiba una infinita diversidad de estados asimétricos y complejos. Así es como el Universo puede ser simple y complicado a la vez. Para el físico de partículas que busca las leyes últimas de la Naturaleza, todo está gobernado por la simplicidad y la simetría, pero para quienes tratan de dar sentido a la caótica diversidad de los productos asimétricos de las leyes simétricas de la Naturaleza, simetría y simplicidad raramente son sus manifestaciones más admirables. El biólogo, el economista o el sociólogo se centran en las complejidades que se encuentran en los complicados productos de las leyes de la Naturaleza. Estos productos no están gobernados por la simplicidad ni por la simetría. Hace cientos de años, los teólogos naturales trataban de impresionar a sus lectores con historias de la maravillosa simetría y las simplicidades de la Naturaleza; ahora vemos que, irónicamente, es la desviación respecto a dichas simplicidades la que hace posible la vida. Es de los defectos de la Naturaleza, y no de las leyes de la Naturaleza, de lo que depende la posibilidad de nuestra existencia.

Es útil dividir nuestros cuatro factores (leyes, condiciones iniciales, constantes y rupturas de simetría) en dos pares. Las leyes y las constantes de la Naturaleza son características que respetan la uniformidad y la simplicidad, mientras que las condiciones iniciales y las rupturas de simetría permiten la complejidad y la diversidad. Estos cuatro factores determinan la naturaleza del entorno cósmico. Sólo si su combinación cae dentro de un intervalo bastante estrecho será posible que se desarrolle cualquier forma de complejidad en el Universo. Este intervalo delimita los universos dentro de los que es posible la vida. Muestra las condiciones que son necesarias para que evolucione la vida. Ninguna de ellas es suficiente para garantizar que la vida evolucione, y mucho menos para que continúe sobreviviendo. Conforme descubrimos los modos en que el entorno cósmico satisface las condiciones necesarias para que evolucione y persista la vida, encontramos que tienen subproductos inusuales. Aseguran que muchas de nuestras actitudes hacia el Universo y sus contenidos, junto con algunas de nuestras propias creaciones y fascinaciones, son consecuencias sutiles de la estructura del Universo.

Al principio, parece muy poco probable que el Universo, en conjunto, pudiera haber tenido mucha influencia sobre las cosas aquí y ahora. Estamos acostumbrados a que las influencias locales sean las más fuertes. Pero los vínculos pueden ser sutiles. ¿Quién hubiera pensado que el enorme tamaño del Universo tendría un papel que desempeñar en nuestra propia existencia? De hecho, durante cientos de años los filósofos han utilizado la enormidad del Universo como un argumento contra la trascendencia de la vida en la Tierra. Pero las cosas no son exactamente lo que parecen. La vida es en el fondo una manifestación de un alto nivel de complejidad organizada en los niveles atómico y molecular. Cualquier forma estable de complejidad debe estar basada en combinaciones de elementos químicos que son más pesados que el hidrógeno y el helio. La forma química de la vida que parece haber evolucionado espontáneamente en la Tierra está basada en los elementos carbono, oxígeno, nitrógeno y fósforo, que pueden realizar todo tipo de gimnasias moleculares en combinación con el hidrógeno. Pero ¿de dónde proceden los elementos como el carbono? No salen del Big Bang: éste se enfrió demasiado deprisa. En su lugar, son producidos en una lenta cadena de reacciones nucleares en las estrellas. Primero, el hidrógeno se transforma en helio; luego, el helio en berilio, y luego el berilio se quema para dar carbono y oxígeno. Cuando las estrellas explotan como supernovas dispersan estos elementos biológicos por el espacio. Finalmente, encuentran su camino hacia los planetas, las plantas y las personas. La clave de estos procesos de alquimia estelar es el tiempo que necesitan. La cocina nuclear es lenta. Se necesitan miles de millones de años para producir elementos como el carbono que proporcionan los ladrillos para la complejidad y la vida. Por ello, un universo que contenga seres vivos debe ser un universo viejo. Pero, puesto que el Universo se está expandiendo, un universo viejo debe ser también un universo grande. La edad del Universo está inextricablemente ligada a su tamaño. El Universo debe tener un tamaño de miles de millones de años-luz, porque se necesitan miles de millones de años de alquimia estelar para crear los ladrillos de la complejidad viviente. Incluso si el Universo fuera tan grande como la Vía Láctea, con sus cien mil millones de sistemas estelares, sería totalmente inadecuado como un ambiente para la evolución de la vida, porque tendría poco más de un mes de edad.

El gran tamaño del Universo puede ser inevitable si tiene que contener vida. Pero el enorme tamaño y la baja densidad del Universo en que se encuentran los seres vivos tienen consecuencias para su visión del mundo y de sí mismos. El distanciamiento de los cuerpos celestes lejanos ha tentado a algunos a considerarlos divinos; para otros, una conciencia creciente de la inmensidad del espacio ha inducido sentimientos de pesimismo y de insignificancia final. Nuestras actitudes filosóficas y religiosas, nuestras ficciones y fantasías especulativas se han desarrollado a la luz de la vida extraterrestre como una mera posibilidad lejana. Los extraterrestres son raros. Una de las razones es el puro tamaño del Universo y la escasez de material en su interior. Si tomáramos toda la materia a la vista en el Universo —todos los planetas, estrellas y galaxias— y la distribuyéramos por igual en un mar de átomos uniforme, terminaríamos con no más de un átomo por cada metro cúbico de espacio. Ésta es una aproximación mucho mejor a un perfecto vacío que la que podríamos crear nunca en uno de nuestros laboratorios. El espacio exterior es, en realidad, básicamente eso: espacio. Por supuesto, la densidad local de materia en el sistema solar es inmensamente mayor que este valor medio, porque está empaquetada en densos grumos como son los planetas, meteoritos y montañas. Si se piensa en reunir esta materia en agregados, podemos ver cuán ampliamente separados tienen que estar estrellas y planetas, y con ellos cualquier civilización que pudieran soportar. Una densidad media de diez átomos por metro cúbico es lo mismo que colocar un solo ser humano (o, digamos, 100 kilogramos de masa) en cada región esférica de espacio de un millón de kilómetros de diámetro. Es también lo mismo que colocar un solo planeta del tamaño de la Tierra en cada región con un diámetro de mil billones de kilómetros, y un sistema solar en cada región que es todavía diez veces más grande.

Crónica de una muerte anunciada. De muerte e inmortalidad

Mientras hay muerte, hay esperanza.

POLÍTICO ANÓNIMO en busca de un cargo más alto.

El ritmo al que se expande el Universo, y con ello su tamaño y su edad, está dictado por la densidad global de materia en su interior, porque la densidad de materia determina la intensidad de la gravedad que decelera la expansión del Universo. Un Universo suficientemente viejo para contener vida debe ser muy grande y contener una densidad de materia promedio muy baja. Esta conexión entre el tamaño, la edad y la densidad del Universo garantiza que las posibles civilizaciones del Universo estén probablemente separadas unas de otras por enorme distancia. Cualquier fenómeno natural muy complicado que se base en una secuencia de procesos improbables será raro en el Universo, y su rareza reflejará la escasez de la propia materia. Esto es frustrante para quienes estén dispuestos a comunicar con extraterrestres, pero para el resto de nosotros puede ser una bendición disfrazada. Asegura que las civilizaciones evolucionarán independientemente unas de otras hasta que estén tecnológicamente avanzadas —o, al menos, hasta que tengan la capacidad de enviar señales de radio a través del espacio—. Significa también que su contacto está (casi con certeza) restringido a enviar señales electromagnéticas a la velocidad de la luz. No podrán visitar, atacar, invadir o colonizarse unas a otras, debido a las enormes distancias que hay que atravesar. Las visitas directas estarían limitadas a minúsculas sondas espaciales robóticas que podrían reproducirse utilizando las materias primas disponibles en el espacio. Además, estas distancias astronómicas aseguran que incluso las señales de radio necesitarán muchísimo tiempo para transmitirse entre civilizaciones en sistemas estelares vecinos. No será posible ninguna conversación en tiempo real. Las respuestas a las preguntas planteadas por una generación serán recibidas en el mejor de los casos por generaciones futuras. La conversación será medida, cuidadosa y ponderada. El aislamiento cultural que ofrecen las enormes distancias interestelares e intergalácticas protege a las civilizaciones de las maquinaciones, o el imperialismo cultural, de extraterrestres que sean enormemente superiores. Impide la guerra interplanetaria y anima el arte de la pura especulación. Si se pudiera dar saltos en el proceso de avance cultural y científico consultando un oráculo que ofrezca conocimiento que nos llevaría miles de años descubrir sin su ayuda, entonces los peligros de manipular cosas que no se entienden por completo superarían a los beneficios. Toda motivación para el descubrimiento y el progreso humano podría quedar eliminada. Los descubrimientos fundamentales estarían para siempre fuera del alcance. Podría resultar una humanidad decadente y empobrecida.

Si miramos atrás a través de la historia de la cultura occidental podemos rastrear un debate continuo sobre la probabilidad de vida en otros mundos. Nuestra incapacidad para dirimir la cuestión, en un sentido u otro, alimentó el debate especulativo sobre las consecuencias teológicas y metafísicas de la vida extraterrestre. Para san Agustín (354-430), la unicidad supuesta de la reencarnación de Cristo significaba que no podía existir vida extraterrestre, porque también hubiera existido la necesidad de reencarnación en esos mundos. Siglos más tarde, un deísta anticristiano, Thomas Paine (1737-1809), volvió este argumento del revés: él encontraba que la existencia de extraterrestres era evidente, porque no había nada especial en nosotros. Puesto que este estado de cosas era incompatible con la unicidad de la reencarnación, él concluyó que la Cristiandad estaba equivocada. Más recientemente, una trilogía de ciencia-ficción de C. S. Lewis[11] exploraba seriamente una tercera posibilidad: que los seres extraterrestres fueran perfectos y por ello no necesitasen redención ni una reencarnación adicional. La Tierra era una especie de paria moral en el Universo.

La virtud de estas instantáneas es simplemente la de ilustrar cómo el enorme tamaño del Universo, y las enormes distancias que necesariamente existen entre civilizaciones, ha estimulado preguntas teológicas y actitudes metafísicas concretas. Aunque las ramificaciones teológicas de la vida extraterrestre son generalmente ignoradas por los teólogos que piensan seriamente sobre la ciencia moderna, sigue habiendo sombras del antiguo debate sobre los aspectos teológicos de otros mundos que ponen la cuestión bajo una nueva luz. Muchos de los entusiastas que buscan señales procedentes de otros mundos han argumentado que las señales de civilizaciones más avanzadas serían de enorme beneficio para la humanidad. Frank Drake, el líder de un proyecto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) a largo plazo, ha sugerido que el contacto con extraterrestres avanzados ayudaría a la humanidad a afrontar sabiamente los «peligros del período que ahora estamos atravesando». Carl Sagan previo la atractiva posibilidad de recibir un mensaje que «podría ser una receta detallada para evitar el desastre tecnológico». Puesto que es más probable que tengamos noticia de las sociedades de más larga vida, éstas son las que con más probabilidad habrán atravesado crisis como la proliferación de armas de destrucción, evitado la contaminación ambiental letal derivada de la expansión tecnológica, resistido catástrofes astronómicas y superado enfermedades genéticas debilitadoras o malestar social. Como conclusión lógica, esta línea argumental lleva a especular que es más probable que recibamos señales de civilizaciones de vida ultralarga que han descubierto el secreto de la inmortalidad, porque éstas tenderán a sobrevivir el máximo posible.

Drake afirma que:

Hemos estado cometiendo un terrible error en no centrar todas las búsquedas… en la detección de señales de inmortales. Pues son los inmortales los que descubriremos con más probabilidad… Un buen seguro para una civilización inmortal sería hacer otras sociedades inmortales como ella, más que arriesgarse en aventuras militares peligrosas. Así pues, cabría esperar que difundieran activamente los secretos de su inmortalidad entre las civilizaciones jóvenes en desarrollo tecnológico.

Lo interesante en todas estas citas es que presentan los objetivos de una búsqueda de inteligencia extraterrestre de una manera que las hace sonar como una religión tradicional. Buscan una forma de conocimiento transcendente a partir de seres que conocen las respuestas a todos nuestros problemas, que se han enfrentado a ellos vicariamente y los han superado. Al hacerlo, han alcanzado la inmortalidad. Su objetivo ahora es darnos el secreto de la vida eterna.

Se podría argumentar que la inmortalidad no es probablemente un punto final para la evolución avanzada de los seres vivos. A veces parece que el legado universal de la evolución por selección natural es encarnar comportamientos que, aunque ventajosos para la supervivencia en el área pretecnológica, inevitablemente se muestran fatales más tarde, cuando se han hecho disponibles los medios de destrucción total. O, de forma menos pesimista, quizá la difusión inevitable de la vida agota siempre los recursos disponibles para sostenerla. Éstas son dos razones por las que los «inmortales» (incluso si su existencia fuera compatible con la edad finita de un universo Big Bang[12]), o incluso civilizaciones que tienen millones, más que sólo miles de años, pueden no existir en la práctica —incluso si pueden existir en teoría.

La muerte y las extinciones periódicas desempeñan un papel vital en promover la diversidad de la vida. Ya hemos discutido cómo la súbita extinción de especies permite que se acelere el proceso evolutivo. A este respecto, los inmortales evolucionarían más lentamente que los mortales. La inmortalidad también provoca cosas extrañas. Uno recuerda la memorable historia de Alan Lightman[13] sobre un mundo en el que todos viven para siempre. Su sociedad se dividía en dos grupos completamente diferentes. Estaban los que dejan las cosas para más tarde, carentes de toda urgencia; con una eternidad por delante, había mundo y tiempo suficiente para todo —su lema, sospecha uno, era una palabra como mañana[14], pero sin ningún sentido de urgencia—. Por el contrario, había otros que reaccionaban al tiempo ilimitado haciéndose maniáticamente activos porque veían el potencial para hacer cualquier cosa. Pero ellos no habían contado con la rémora que frenaba todo progreso, detenía la terminación de cualquier gran proyecto y paralizaba la sociedad. Esa era la voz de la experiencia. Cuando el padre de cualquier artesano, y el padre de su padre y todos sus ancestros antes que él, siguen estando vivos, la experiencia deja de ser solamente beneficiosa. No hay final para la jerarquía de consultas, para la riqueza de experiencias y para la diversidad de alternativas. La tierra de los inmortales podría estar repleta de proyectos inacabados, dividida en zánganos y trabajadores con filosofías de la vida diametralmente opuestas. Con tiempo de sobra, el tiempo quizá no les habría sobrado.

La muerte puede ser algo útil dentro del proceso evolutivo, al menos hasta el momento en que sus efectos positivos para la especie en conjunto puedan garantizarse por otros medios. Por supuesto, el hecho de que la muerte humana ocurra en una escala de tiempo que es corta tiene un impacto importante sobre el pensamiento metafísico humano y, como consecuencia, domina los fines y contenidos de la mayoría de las religiones. A medida que nos hemos hecho más sofisticados en nuestra capacidad para sanar y prevenir la enfermedad, el ritmo de muertes ha disminuido, y el tiempo de vida humana promedio ha crecido de forma significativa en los países más ricos del mundo. Con este incremento de la esperanza de vida ha llegado un mayor temor a la muerte, y una experiencia reducida de ella entre amigos íntimos y miembros de la familia. Hay mucha especulación sobre el posible descubrimiento de una droga o terapia mágica que aislara algún gen individual que produjera la muerte humana por causas naturales. Modificándolo, habría esperanzas de que estuviéramos en posición de prolongar el tiempo medio de vida humana. Sin embargo, es muy poco probable que el proceso evolutivo hubiera dado lugar a organismos que tengan un único eslabón débil que domine en la determinación del tiempo medio de vida. Es mucho más probable que la asignación óptima de recursos dé como resultado que muchas de nuestras funciones naturales se deterioren aproximadamente al mismo tiempo, de modo que, en promedio, no hay un único factor genético cuyo resultado sea la muerte. Más bien, muchas disfunciones diferentes ocurren aproximadamente en el mismo tiempo de vida. ¿Por qué asignar recursos para desarrollar órganos que trabajaran perfectamente durante quinientos años si otros órganos vitales no duran ni siquiera cien años? Tal reparto de recursos saldría perdiendo frente a una estrategia que repartiera los recursos de modo más uniforme entre los diversos órganos críticos, de modo que éstos tuvieran esperanzas de vida similares. Hay una historia sobre el finado Henry Ford que ilustra la aplicación de esta estrategia en la industria del automóvil. Ford envió a un equipo de agentes a viajar por regiones de Norteamérica en busca de automóviles Ford Modelo T fuera de uso. Les encargó que descubrieran qué componentes no habían fallado nunca. Cuando regresaron informaron de fallos de casi todo, excepto de los ejes de la dirección. Siempre les quedaban años de servicio cuando alguna otra pieza fallaba de modo irrecuperable. Sus agentes esperaban oír que el patrón mejoraría la calidad de todos esos componentes que fallaban. Poco después, Henry Ford anunció que en el futuro los ejes del modelo T se fabricarían con unas especificaciones menos exigentes.

Podría parecer razonable que nuestros cuerpos desarrollaran la capacidad de reparar todos los daños y defectos de los órganos esenciales, igual que sanan los cortes y heridas triviales. Pero éste no sería un uso económico de recursos cuando se compara con la inversión que se requeriría para generar nueva descendencia. Cuando los animales envejecen y superan el período en el que pueden reproducirse, no se invierten recursos genéticos en repararlos. Una estrategia que beneficia a un organismo joven, pero penaliza a uno viejo, será superior a una con el mismo beneficio medio distribuido por igual, independientemente de la edad del beneficiario. Además, cualesquiera de los genes que favorecen a los organismos jóvenes por encima de los viejos tenderán a acumularse en la población en escalas de tiempo largas. Así pues, una decadencia general de nuestras funciones corporales y nuestra capacidad de autorreparación y regeneración no es sorprendente.

Por supuesto, si llegásemos a recibir cualquier señal extraterrestre, eso tendría enorme transcendencia filosófica tanto como científica. Curiosamente, la primera podría superar con mucho a la segunda. Por ejemplo, supongamos que recibiéramos una descripción de un simple fragmento de física o de química. Esto no podría decimos nada sobre estas disciplinas que ya no conociéramos, pero si utilizara estructuras matemáticas similares a la nuestra, si mostrara ideas similares sobre la estructura del Universo físico —conceptos análogos, como constantes o leyes de la Naturaleza— entonces su impacto sobre nuestros filósofos sería inmenso. Tendríamos evidencia directa de la existencia de una única y legítima estructura en el corazón de la Naturaleza que existía independientemente de la naturaleza e historia evolutiva de sus observadores. En el dominio de las matemáticas podrían emerger similares revelaciones profundas. Si los mensajes revelaran un uso familiar de las matemáticas, con énfasis en la demostración y la manipulación de cantidades infinitas antes que en matemáticas experimentales con computadores en búsqueda de relaciones habituales, entonces necesitaríamos reafirmar nuestras actitudes respecto a la idea de que las matemáticas existen y se descubren, en lugar de ser meramente inventadas o generadas por la mente humana. Esperaríamos que los extraterrestres tengan lógica, pero ¿sería nuestra lógica? ¿Tendrían actividades artísticas como la música o la pintura? Puesto que éstas son actividades que explotan los limitados rangos de nuestros sentidos humanos, no esperaríamos encontrarlas en la misma forma, pero, como veremos en capítulos posteriores, esperaríamos encontrar tendencias artísticas particulares. Las actividades artísticas que brotan de desarrollos no adaptativos podrían tener casi cualquier forma. Las que son modificaciones o subproductos de comportamientos adaptativos podrían ser algo más predecibles. El simple hecho de tener pruebas de una capacidad para comunicar información en formas específicas sería muy revelador. La apreciación artística podría convertirse incluso en una fascinante actividad predictiva (¿científica?) que intentara predecir, sobre la base de una evidencia primaria, básicamente técnica o científica, la naturaleza de las actividades artísticas que pudieran haber surgido de ellas. Con respecto al lenguaje, podríamos encontrar que la programación genética que parece residir en el corazón de la capacidad lingüística humana es sólo una manera de alcanzar un fin locuaz o podríamos encontrar que nuestros interlocutores extraterrestres mostraban una programación gramatical de un tipo sorprendentemente similar a la nuestra. Descubrimientos de este tipo serían mucho más trascendentes que un fragmento de física o metalurgia no conocido que los físicos terrestres podrían descubrir por sí mismos en el futuro. Las cosas que aprendiéramos sobre la unicidad de nuestros conceptos, lenguajes y otros modos de descripción serían cosas que nunca podríamos aprender sin acceso a una civilización extraterrestre independiente, por mucho que avanzáramos en nuestro estudio.

Volvamos a nuestro descubrimiento de que el Universo no sólo es grande, sino que tiene que ser grande para contener objetos suficientemente complicados para denominarse «observadores». A medida que han transcurrido los siglos los astrónomos han elevado continuamente sus estimaciones del tamaño del Universo. Las respuestas a esta ampliación de perspectiva han sido dobles. Ha habido quienes han buscado consuelo en su creencia de que, pese a nuestra insignificancia física en el espacio, nuestra posición era de todas formas privilegiada. Éramos el objeto de la Creación, si no en una posición central, sí ciertamente de interés cósmico central. Por el contrario, había quienes se desesperaban por nuestra posición en un esquema de cosas que parecía no preocuparse en absoluto por nuestro pasado, nuestro presente o nuestro futuro. En los primeros años del siglo pasado había quienes veían la inminente muerte térmica del Universo como un telón final, que daría un fin poco glorioso a todo lo que valoramos y buscamos.

Sus frustraciones tienen aún eco en las palabras de aquellos como Steven Weinberg, cuya exposición divulgativa del Universo en expansión le llevó a exclamar que «cuanto más comprensible se hace el Universo, más absurdo parece». Movimientos enteros y «procesos» en teología surgieron en respuesta a la imagen de un Universo que funcionaba como un gran motor Victoriano, sometido a la doctrina de la segunda ley de la termodinámica que sólo predica la inevitabilidad de la marcha de lo malo a lo peor. Los teólogos desarrollaron el concepto de un Dios en evolución que no conoce todo lo que aguarda en el futuro. Incluso hoy, encontramos una clara distinción entre teólogos que consideran que la presencia del tiempo, y el flujo de acontecimientos, tiene una importancia teológica vital, y los que, como muchos cosmólogos modernos, ven el futuro como algo ya establecido y determinado porque la totalidad del espacio y del tiempo deben simplemente estar ahí.

El objetivo de discutir estas dos respuestas opuestas al tamaño del Universo, y a nuestra posición accidental dentro de él, no es convencer al lector de la corrección de una u otra de ellas. Más bien, es mostrar que estas nociones filosóficas y teológicas son consecuencias de la naturaleza del Universo en que nos encontramos. Si el Universo fuera significativamente diferente; si, de algún modo, pudiera ser muy pequeño y estar rebosante de otras formas de vida con las que fuera fácil entrar en contacto, entonces nuestra lista de preguntas filosóficas y teológicas importantes sería muy diferente, y nuestra imagen de nosotros mismos tendría poco en común con nuestras ideas actuales. Nos sentiríamos sólo niños en el Universo, y ese sentimiento tiene muchas consecuencias.

Estas consideraciones nos alertan de la trampa de creer que todo lo que importa es el desarrollo científico racional, y de juzgar el progreso de los hipotéticos extraterrestres solamente en términos de su progreso técnico. Las consecuencias de la adaptación evolutiva a entornos inusuales pueden ser completamente inesperadas, y la emergencia de conciencia parece producir impredecibles usos duales de habilidades que hubieran evolucionado para encarar desafíos que ya no existen. Más aún, adaptaciones que son muy fructíferas a corto plazo pueden tener consecuencias letales a largo plazo, como hemos descubierto con respecto a la contaminación industrial de la atmósfera y el medio ambiente de la Tierra. Una manera de considerar el pensamiento humano es verlo como una progresión hacia la racionalidad: cualquier otra cosa es como un virus informático en el cerebro. Pero esto es muy difícil de justificar. No hay muchas pruebas de racionalidad en la historia de la vida consciente en la Tierra. Por otra parte, el pensamiento místico, simbólico y «religioso» —todas ellas formas de pensamiento que el racionalista condenaría como «irracionales»— parece caracterizar el pensamiento humano en todo lugar y en todas las épocas. Es como si hubiera alguna ventaja adaptativa en tales modos de pensamiento que ofrecen beneficios que la racionalidad no puede proporcionar. ¿Cómo podría ser esto? Incluso si pudiéramos establecer más allá de toda duda que un conjunto de ideas religiosas era correcto, esto no explicaría el fenómeno, porque las creencias religiosas humanas han estado dirigidas hacia deidades sin cuenta, acompañadas por una multitud de rituales diferentes y creencias relacionadas. La existencia de una religión verdadera no sirve para explicar la profusión de otras creencias religiosas.

Una posibilidad es que la racionalidad genera precaución; la irracionalidad, el fervor emocional y la creencia ciega no lo hacen. En un mundo donde los conflictos hostiles fueran comunes y cuestión de vida o muerte, demasiada racionalidad podría no ser útil. El celota sin miedo que se siente guiado por fuerzas sobrenaturales es un enemigo difícil de superar. Si uno cree que su territorio es la morada de los dioses, lo defenderá con más pasión que si fuera simplemente su casa. La racionalidad es indudablemente ventajosa cuando se tienen montones de información en la que aplicarla. Pero cuando la comprensión de las cosas es fragmentaria, y se requieren interpolaciones considerables para construir una visión de gran alcance, quizá no sea tan efectiva como una osadía desinhibida. ¿Nos hubiéramos embarcado en viajes de descubrimiento sabiendo lo que ahora sabemos de la geografía y las condiciones climáticas en el océano Atlántico? El espíritu de búsqueda del explorador y el autosacrificio del soldado heroico ofrecen claves para la naturaleza de este lado de la psique humana. Lógicamente, no deberían existir, pero quizá las ventajas que ofrecen las creencias irracionales, especulativas y religiosas, por su capacidad para espolearnos a acciones con consecuencias positivas, son suficientemente importantes para explicar nuestra propensión hacia su adopción. Robots extraterrestres que fueran completamente racionales podrían evolucionar muy lentamente.

El factor humano. Luz en la oscuridad

Somos la gente sobre la que nuestros padres nos advirtieron.

ANÓNIMO

Todo nuestro ciclo vital, y el curso de la evolución por selección natural, responde al ciclo diurno del día y la noche. Sería fácil pensar que la existencia de la noche es solamente una consecuencia de la rotación de la Tierra y su posición con respecto al Sol. Pero no es así. Es una consecuencia de la expansión del Universo. Si el Universo no se estuviera expandiendo, entonces, donde quiera que miráramos en el espacio, nuestra visual terminaría en una estrella. El resultado sería como mirar dentro de un bosque. En un universo que no se expandiera, el cielo entero parecería la superficie de una estrella; estaríamos iluminados por luz estelar perpetua. Lo que nos salva de esa luz eterna es la expansión del Universo. Ella degrada la intensidad de la luz procedente de estrellas y galaxias lejanas y deja oscuro el cielo nocturno. Durante aproximadamente la mitad de cada día, esa oscuridad siluetea la Luna y las estrellas de la bóveda celeste. De estas siluetas han fluido todas las imágenes, especulaciones e impresiones que las estrellas han inspirado en nosotros. Ninguna civilización carece de historias del cielo y de los cuerpos que brillan en el día y la noche. Estas impresiones astronómicas del borde de la oscuridad tampoco están confinadas al pasado lejano o a culturas todavía en su infancia. Recordemos las primeras imágenes de la Tierra desde el Apolo 11, en su misión para poner a los primeros hombres en la Luna (Lámina 7): lo sorprendente que era el disco de océano azul, tras los jirones de nubes algodonosas, contra un fondo de total oscuridad, comparado con la Luna árida, gris e inerte. Estas imágenes hicieron probablemente más que cualquier otra cosa por despertar la conciencia colectiva de la humanidad a lo que podría perderse por contaminación, descuido o locura.

El sentimiento de que el Universo es enorme está profundamente encajado en la psique humana. Las estrellas aparecen cuando el Sol se pone, y con ellas surgen peligros e incertidumbres. Ahora sabemos que las estrellas están demasiado lejos para molestamos, pero todavía pueden inspiramos con su brillo o deprimimos con su infinitud. El descubrimiento de que nuestro Sol es un actor menor en el reparto de cien mil millones de estrellas que constituyen nuestra galaxia, que esta galaxia no es sino una en una población de al menos cien mil millones dentro de la porción visible del Universo, todo esto nos ha dado motivos para ser modestos cuando apreciamos nuestro lugar en el esquema de las cosas. Es sorprendente que semejante perspectiva sobre nuestra parte en el drama cósmico sólo pudo llegar cuando tuvimos la sofisticación tecnológica para examinar y apreciar la estructura del Universo. Viene como un subproducto de esos mismos avances en capacidad científica que nos tientan con una peligrosa superconfianza en nuestros poderes para controlar, o ignorar, las fuerzas de la Naturaleza. La búsqueda de ciencia pura y aplicada es más que una simple cuestión de equilibrio la investigación de «cielos azules» es más que sólo una prudente inversión en cosas que podrían transformarse inesperadamente en industrias provechosas. Es más que una zanahoria para apaciguar a los científicos o un gancho para atraer a los más jóvenes a las filas de los científicos. Mantener el equilibrio entre conocimiento puro y aplicable sobre la Naturaleza alienta una sana conciencia de la profundidad lógica y el alcance astronómico de la estructura del Universo a medida que se desarrolla la tecnología, pues ello conlleva una humildad sobre nuestra propia situación. Si se busca aisladamente, la tecnología, con sus deslumbrantes beneficios, amenaza con cegarnos. Nuestros pequeños éxitos al manipular la Naturaleza pueden impresionamos demasiado. El hecho de que una imagen madura de nuestro lugar en el Universo sólo puede emerger cuando se han desarrollado estas habilidades, y las ideas acumuladas que también pueden pervertirla, es algo que hace reflexionar. Muestra por qué el avance de cualquier rama de investigación genera naturalmente nuevas elecciones y plantea problemas éticos. Los problemas que plantea el reconciliar nuestra visión científica siempre cambiante del mundo con otras cosas no son un defecto de la ciencia, o de estas otras cosas, ni son una señal de que hayamos creado una crisis grave. Estos problemas son una consecuencia natural de ampliar nuestros horizontes hasta un grado que nos permite vernos a nosotros mismos en un nuevo contexto, que entonces debe ser utilizado para juzgar las actividades mismas que le dieron lugar. Cualquier civilización que haya desarrollado la tecnología que le permita hablarnos a través de los grandes desiertos del espacio exterior debe haber tropezado con los dilemas que se generan por crear una nueva imagen científica que las incluye a sí mismas. Si han desdeñado o abandonado la búsqueda del conocimiento por sí mismo, y se han convertido en técnicos dedicados meramente a su propia elaboración y supervivencia, quizá carezcan de ese choque de puntos de vista que llamamos conciencia. En nuestro propio planeta, en tiempos recientes, ha habido muchos ejemplos de sociedades cuyo desarrollo técnico galopante se ha llevado por delante la dignidad de los individuos y el valor de la flora y la fauna que nos rodea. Siempre hay una tendencia a que las posibilidades técnicas sean dominadas por lo peor de nuestra naturaleza. Pese a todo, en su mayor parte, los frutos de nuestra pura curiosidad, cuando busca en la estructura interna del mundo, nos toman por sorpresa, nos muestran que las cosas son más profundas y más racionales de lo que sospechábamos, y revelan que estamos más a menudo equivocados que acertados. Tienen la virtud de promover humildad y animarnos a respetar las virtudes de la paciencia, la persistencia y la autocorrección.

El mundo no es suficiente. La gran ilusión

Nada es real.

LOS BEATLES

Últimamente ha habido mucho interés en los multiversos. ¿Qué tipos podría haber? ¿Y cómo podría su existencia ayudarnos a entender aquellas características de nuestro Universo que apoyan la vida, que de lo contrario parecerían ser sólo coincidencias muy fortuitas? En el fondo, estas preguntas no son en definitiva cuestiones de opinión o especulación ociosa. La Teoría de Todo subyacente, si existe, quizá requiera que muchas propiedades de nuestro Universo hayan sido seleccionadas al azar, por ruptura de simetría, de entre una gran colección de posibilidades, y el estado vacío del Universo quizá esté lejos de ser único.

El modelo cosmológico inflacionario preferido que ha sido apoyado de forma tan impresionante por las observaciones de los satélites COBE y WMAP contiene muchas «coincidencias» aparentes que permiten que el Universo soporte complejidad y vida. Si tuviéramos que considerar un «multiverso» de todos los universos posibles, entonces nuestro Universo observado parecería especial en muchos aspectos. La física cuántica moderna proporciona incluso maneras en las que podrían existir realmente estos universos posibles que constituyen el multiverso de todas las posibilidades.

Una vez que se toma en serio que todos los universos posibles pueden existir (o lo hacen), una pendiente resbaladiza se abre ante nosotros. Hace tiempo que se ha reconocido que las civilizaciones técnicas, sólo un poco más avanzadas que la nuestra, tendrán la capacidad de simular universos en los que pueden emerger entidades autoconscientes y comunicarse entre sí. Tendrían una potencia de computación que diferiría de la nuestra en un factor enorme. En lugar de simular meramente su clima o la formación de galaxias, como hacemos nosotros, ellos podrían ir más lejos y observar la aparición de estrellas y sistemas planetarios. Luego, tras haber introducido las reglas de la bioquímica en sus simulaciones astronómicas, podrían observar la evolución de vida y conciencia (todo ello acelerado para que ocurra en cualquiera que sea la escala de tiempo conveniente para ellos). De la misma forma que nosotros observamos los ciclos vitales de las moscas de la fruta, ellos serían capaces de seguir la evolución de la vida, observar civilizaciones que crecen y se comunican entre sí, discutir sobre si existía un gran programador en el Cielo que creó su universo y que podría intervenir a voluntad desafiando las leyes de la Naturaleza que ellos observaban habitualmente.

Una vez que se ha alcanzado esta capacidad de simular universos, los universos falsos proliferarán y pronto superarán mucho en número a los reales. Así, Nick Bostrom ha argumentado que es más probable que un ser pensante aquí y ahora esté en una realidad simulada antes que en una real.

Motivadas por esta alarmante conclusión, ha habido incluso sugerencias sobre la mejor forma de conducirnos si tenemos una gran probabilidad de ser seres simulados en una realidad simulada. Robin Hanson sugiere que deberíamos actuar de forma que se incrementen las probabilidades de seguir existiendo en la simulación o de ser resimulados en el futuro: «Si uno pudiera estar viviendo en una simulación, entonces todos los demás iguales a uno deberían preocuparse menos de los demás, vivir más el hoy, hacer que parezca más probable enriquecerse en su mundo, esperar y tratar de participar en acontecimientos centrales, ser más divertido y digno de elogio, y mantener a la gente famosa que te rodea más feliz y más interesada en ti». En respuesta, Paul Davies ha argumentado que esta alta probabilidad de vivir en una realidad simulada es una reductio ad absurdum para la idea entera de que existen multiversos de todas las posibilidades. Ello socavaría nuestras esperanzas de adquirir cualquier conocimiento seguro sobre el Universo.

El escenario multiverso fue sugerido por algunos cosmólogos como una forma de evitar la conclusión de que el Universo fue diseñado especialmente para la vida por un gran diseñador. Otros lo vieron como una forma de evitar el tener que decir algo más sobre el problema del ajuste fino. Vemos que una vez que se permite que observadores conscientes intervengan en el Universo, en lugar de ser meramente amontonados en la categoría de «observadores» que no hacen nada, terminamos en un escenario en el que los dioses reaparecen en número ilimitado disfrazados de los simuladores que tienen el poder de vida y muerte sobre las realidades simuladas que crean. Los simuladores determinan las leyes, y pueden cambiar las leyes, que gobiernan sus mundos. Pueden preparar ajustes finos antrópicos. Pueden desconectar la simulación en cualquier momento, intervenir en o distanciarse de su simulación, observar cómo las criaturas simuladas discuten sobre si hay un dios que controla o interviene, hacer milagros o imponer sus principios éticos sobre la realidad simulada. En todo momento pueden desprenderse de cualquier reparo de conciencia por el hecho de molestar a alguien, porque su realidad de juguete no es real. Incluso pueden observar cómo sus realidades simuladas crecen hasta un nivel de sofisticación que les permite simular sus propias realidades de orden superior.

Enfrentados a estas perplejidades, ¿tenemos alguna posibilidad de discernir las realidades falsas de las verdaderas? ¿Qué esperaríamos ver si hiciéramos observaciones científicas dentro de una realidad simulada?

En primer lugar, los simuladores se habrán visto tentados a evitar la complicación de utilizar un conjunto consistente de leyes de la Naturaleza en sus mundos cuando pueden arreglárselas simplemente con efectos «realistas». Cuando la compañía Disney hace una película que representa los reflejos de la luz en la superficie de un lago, no utiliza las leyes de la electrodinámica cuántica y de la óptica para calcular la dispersión de la luz. Eso requeriría una fabulosa cantidad de potencia de computador y de detalle. En su lugar, la simulación de la dispersión de la luz se reemplaza por reglas empíricas plausibles que son mucho más breves que el objeto real pero dan un resultado de apariencia realista —mientras no miremos demasiado de cerca—. Sería un imperativo económico y práctico que las realidades simuladas se quedaran en eso si se hicieran por puro entretenimiento. Pero tales limitaciones en la complejidad de la programación de la simulación provocarían presumiblemente ocasionales problemas reveladores —y quizá incluso serían visibles desde dentro.

Incluso si los simuladores fueran escrupulosos en simular las leyes de la Naturaleza, habría límites a lo que podrían hacer. Suponiendo que los simuladores, o al menos las primeras generaciones de ellos, tengan un conocimiento muy avanzado de las leyes de la Naturaleza, es probable que aún tuvieran un conocimiento incompleto de dichas leyes (algunos filósofos de la ciencia argumentarían que siempre debe ser así). Podrían saber mucho sobre la física y la programación necesarias para simular un universo, pero habría lagunas o, peor aún, errores en su conocimiento de las leyes de la Naturaleza. Por supuesto, serían sutiles y nada obvios; de lo contrario, nuestra civilización «avanzada» no sería avanzada. Estas lagunas no impiden que se creen las simulaciones y se ejecuten suavemente durante largos períodos de tiempo. Pero, poco a poco, los pequeños defectos empezarían a acumularse.

Con el tiempo, sus efectos crecerían como una bola de nieve y estas realidades dejarían de computar. La única escapatoria es que sus creadores intervengan para parchear los problemas uno a uno conforme aparezcan. Ésta es una solución que será muy familiar para el propietario de cualquier ordenador doméstico que recibe actualizaciones regulares para protegerlo contra nuevas formas de invasión o reparar lagunas que sus creadores originales no habían previsto. Los creadores de una simulación podrían ofrecer este tipo de protección temporal, actualizando las leyes operativas de la Naturaleza para incluir cosas extra que hubieran aprendido desde que se inició la simulación.

En una situación de este tipo, surgirán inevitablemente contradicciones lógicas y las leyes parecerán fallar de vez en cuando dentro de las simulaciones. Los habitantes de la simulación —especialmente los científicos simulados— estarán intrigados ocasionalmente por los resultados experimentales que obtienen. Por ejemplo, los astrónomos simulados podrían hacer observaciones que muestren que sus denominadas constantes de la Naturaleza están cambiando muy lentamente.

Es probable que pudiera haber incluso cambios repentinos en las leyes que gobiernan estas realidades simuladas. Esto se debe a que con gran probabilidad los simuladores utilizarían una técnica que se ha encontrado efectiva en todas las demás simulaciones de sistemas complejos: el uso de códigos de corrección de errores para volver a poner las cosas en su sitio.

Tomemos, por ejemplo, nuestro código genético. Si se dejara a su aire no duraríamos mucho. Los errores se acumularían y rápidamente seguirían muerte y mutación. Estamos protegidos contra esto por la existencia de un mecanismo de corrección de errores que identifica y corrige errores en la codificación genética. Muchos de nuestros sistemas informáticos complejos poseen el mismo tipo de «corrector gramatical» que previene contra la acumulación de errores.

Si los simuladores utilizaran códigos informáticos de corrección de errores para prevenirse contra la falibilidad de sus simulaciones en conjunto (así como para simularlas en una escala más pequeña en nuestro código genético), entonces de cuando en cuando tendría lugar una corrección en el estado o las leyes que gobiernan la simulación. Ocurrirían misteriosos cambios repentinos que parecerían contravenir las leyes mismas de la Naturaleza que los científicos simulados estaban habituados a observar y predecir.

Cabría esperar también que las realidades simuladas poseyeran un nivel similar de máxima complejidad computacional sobre el tablero. Las criaturas simuladas deberían tener una complejidad similar a las más complejas estructuras no vivientes simuladas —algo para lo que Stephen Wolfram (por razones muy diferentes, que no tienen nada que ver con realidades simuladas) ha acuñado el término Principio de equivalencia computacional.

Así pues, llegamos a la conclusión de que si vivimos en una realidad simulada deberíamos esperar ocasionales temblores súbitos, pequeños cambios en las supuestas constantes y leyes de la Naturaleza con el tiempo, y una incipiente comprensión de que los defectos de la Naturaleza son tan importantes como las leyes de la Naturaleza para nuestra comprensión de la realidad verdadera.