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Los cielos y la Tierra

La ciencia es análisis espectral.

El arte es fotosíntesis.

KARL KRAUS

Lo que queda del día. Ritmos de vida

La educación es algo admirable, pero es bueno recordar de cuando en cuando que nada de lo que merece la pena saber puede ser enseñado.

OSCAR WILDE

Todos los meses, organizaciones sin rostro me envían facturas. Cada trimestre, otras se les unen. Y, cuando empieza el Nuevo Año, otra caterva de ordenadores decide que mi dirección aparezca en ventanillas de sobres de correo. Estas notificaciones periódicas se repiten en todo el mundo, y la pauta laberíntica de nuestras vidas cotidianas se mantiene unida por un armazón de días, meses y años. Estructuramos el tiempo y organizamos nuestra vida de acuerdo con estos ciclos, y con ello reflejamos las pautas celestes que han estimulado y dirigido la evolución de nuestro entorno. Días y noches, estaciones y mareas, ciclos de fertilidad, descanso y actividad: todo son reflejos de los ritmos que nos imponen los movimientos celestes. Han tenido influencia en dónde y cómo vive la gente, los elementos que deben superar; el refugio y el vestido que deben fabricar y las historias que cuentan sobre todo ello. A través de estos artificios y deseos, los movimientos inexorables de los cielos y la Tierra han arrojado sus sombras sobre nuestros cuerpos, nuestras acciones y nuestras supersticiones acerca del sentido del mundo. En este capítulo exploraremos algunas inesperadas conexiones entre los cuerpos celestes y los patrones de vida en la Tierra. Examinaremos estos vínculos en diferentes niveles, empezando con las pautas temporales subyacentes en el entorno terrestre y terminando con las respuestas que los seres humanos hemos aprendido a dar al reino astronómico. Estas respuestas aún se manifiestan en nuestra organización social, y también subyacen a muchas de nuestras respuestas metafísicas y emocionales al Universo. Hemos estado tentados a ver las estrellas como dioses, como demonios, como guías de navegación, como profecías de mala suerte o, lo que es peor, como los gobernantes de cada una de nuestras acciones. Descubriremos también que hemos sido extraordinariamente afortunados por encontramos viviendo, por azar, en circunstancias celestes que influyen significativamente en el alcance y dirección de cualquier investigación científica del Universo. Si apreciamos algunas de las delicadezas de esta situación, estaremos mejor situados para evaluar la probabilidad de que organismos extraterrestres alcancen el nivel de comprensión científica del Universo que nosotros hemos alcanzado. Veremos que el progreso no es sólo una cuestión de inteligencia, sino que depende en gran medida de nuestro punto de vista en el Universo.

Los primeros pasos preconscientes de nuestros ancestros primitivos a lo largo del sendero evolutivo se dieron en un mundo con una alternancia diaria de noche y día, una crecida y bajada mensual de las mareas, y una variación anual en las horas diurnas y en el clima. Todos estos cambios de escenario han dejado su impronta sobre los actores en el serial de la vida. Algunos sobrevivieron mejor porque variaciones fortuitas les dieron ritmos corporales que reflejan con precisión el pulso de cambios ventajosos en el entorno. Otros sintieron directa y vivamente algún aspecto de los ritmos celestes y respondieron a sus órdenes de marcha. El mundo está lleno de plantas y animales que han crecido sensibles al ciclo de la noche y el día, el ciclo estacional del calor del Sol y la variación mensual de las mareas. Las mareas oceánicas provocadas por las fases de la Luna influyeron en la evolución de los crustáceos y los anfibios. La formación de regiones con grandes diferencias entre mareas vivas y muertas, con alternancia de períodos de inmersión y períodos secos, puede haber animado la difusión de la vida del mar a la tierra. Las condiciones cambiantes estimulan la evolución de un tipo de complejidad que lleva a la vida porque crea condiciones en las que la variación supone una diferencia en las perspectivas de supervivencia.

Hay huellas claras de un período anual en los ciclos vitales de los animales. La adaptación evolutiva favorecerá la supervivencia de «relojes» innatos que hacen coincidir el nacimiento de las crías con momentos en que las probabilidades de supervivencia son máximas, especialmente en las regiones templadas, donde las estaciones cambian abruptamente. Un ejemplo excelente lo proporciona el desove del grunión en las aguas del sur de California. Éste se produce en la marea viva de primavera, durante la Luna nueva o la Luna llena, y los peces desovan después de enterrar la mitad de sus cuerpos en la arena. Puesto que las mareas siguientes son cada vez menores, los huevos permanecen fuera del alcance de los predadores marinos. Los huevos se abren dos semanas más tarde, cuando vuelve la marea viva, justo a tiempo para llegar al mar con facilidad aprovechando la siguiente marea alta. Una falta de respeto por este ciclo de las mareas sería penalizada por los predadores, y los organismos provistos de relojes innatos que marchen al ritmo de las variaciones de las mareas prosperarán a expensas de los que carecen de ellos. Puesto que las fuerzas de marea son manifestaciones del mismo ciclo mensual de variaciones lunares que altera la fracción de la cara de la Luna que puede verse de noche por reflejo de la luz del Sol, hay varias maneras de establecer una sincronización con los ciclos de las mareas: sintiendo las fuerzas directamente, sintiendo las variaciones de la luz de la Luna o por variaciones de comportamiento en la región con grandes diferencias de marea.

Los animales sienten el cambio de las estaciones por una respuesta a la duración de la luz diurna. Hay ejemplos notables de la precisión de esta sensibilidad, que optimiza la fertilidad de las hembras para que coincida con el equinoccio de primavera. Parece que la actividad de apareo se desencadena cuando la duración de la luz diurna alcanza un valor crítico. Los experimentos muestran que puede haber sólo dos fases: amor a la luz y amor en la oscuridad. En la primera fase, cuando la luz cae en el cuerpo estimula el crecimiento y la actividad; en la segunda fase estas cosas se inhiben. En días largos, más luz estimula respuestas bioquímicas más fuertes. Pero la situación no es siempre tan sencilla. Las criaturas pueden poner a cero sus relojes internos exponiéndolos a entornos artificiales. Ha habido mucha discusión entre biólogos sobre los papeles respectivos de los relojes internos, regulados genéticamente, y las influencias externas en la explicación de los ciclos biológicos. Parece que los seres vivos tienen unos ritmos basales, heredados a través de adaptaciones al entorno, que pueden ser corregidos por cambios en el entorno y transformados en nuevos ciclos.

El día y el año son las más simples de nuestras divisiones temporales. La longitud del día está determinada por el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor de su eje. El día sería mucho más largo si la Tierra rotara más lentamente, y las variaciones diurnas no existirían en absoluto si la Tierra no poseyera rotación. En ese caso, los seres vivos estarían divididos en tres poblaciones distintas: una en el lado oscuro, otra en el lado luminoso y una tercera en la zona crepuscular intermedia. El día no podría ser mucho más corto porque hay un límite a lo rápido que puede girar un cuerpo antes de que empiece a despedir a los objetos en su superficie y desintegrarse. De hecho, la longitud del día está alargándose muy lentamente, aproximadamente dos milésimas de segundo por siglo, debido a la atracción de la Luna. Durante los enormes períodos de tiempo necesarios para un cambio geológico o biológico destacable, este pequeño aumento se hace bastante importante. El día habría sido once horas más corto hace dos mil millones de años, cuando vivían las más antiguas bacterias fósiles conocidas. Se han encontrado pruebas directas de este cambio impresas en los seres vivos en algunos arrecifes coralinos de Las Bahamas. En el coral se depositan bandas de crecimiento diario y anual (parecido a los anillos en los árboles), y contando cuántas bandas diarias hay en cada banda anual se puede determinar cuántos ciclos diarios había en un año. El crecimiento del coral contemporáneo muestra unas trescientas sesenta y cinco bandas por cada año, aproximadamente lo que se esperaba, mientras que los corales de hace 350 millones de años muestran unos cuatrocientos anillos diarios en cada banda anual, lo que indica que el día era entonces de sólo unas 21,9 horas. Este es casi exactamente el valor que esperaríamos en ese momento del pasado, dado el ritmo al que está cambiando la atracción de la Luna. Si extrapolamos hacia atrás hasta la formación de la Tierra, entonces la Tierra joven podría haber tenido días que durasen solamente unas 6 horas. Así pues, si la Luna no existiera, nuestro día sería probablemente de sólo un cuarto de su longitud actual. Esto también hubiera tenido consecuencias para el campo magnético de la Tierra. Con un día de sólo 6 horas, la rotación más rápida de partículas cargadas dentro de la Tierra produciría un campo terrestre unas tres veces más intenso que el actual. La sensibilidad magnética sería una adaptación más económica para los seres vivos en un mundo semejante. Pero los efectos ambientales de más largo alcance de un día más corto se seguirían de los vientos mucho más fuertes que azotarían la superficie en rotación del planeta. El grado de erosión por el viento y las olas sería muy grande. Habría presión selectiva hacia árboles más pequeños y para que las plantas desarrollaran hojas más pequeñas y más fuertes que fueran menos susceptibles de arrancar. Esto podría alterar el curso de la evolución de la atmósfera de la Tierra al retrasar la conversión de su primitiva atmósfera de dióxido de carbono en oxígeno por acción de la fotosíntesis.

El año está determinado por el tiempo que tarda la Tierra en completar una órbita alrededor del Sol. Este período de tiempo no es en modo alguno aleatorio. Las temperaturas y emisiones de energía de las estrellas estables están fijadas por las intensidades invariantes de las fuerzas de la Naturaleza. En un planeta sólo puede haber actividad biológica si su temperatura superficial no es extrema. Demasiado calor, y las moléculas se fríen; demasiado frío, y se congelan; pero en medio, hay un rango de temperaturas en el que pueden multiplicarse y crecer en complejidad. El estrecho rango dentro del cual el agua es líquida puede ser muy bien el óptimo para la evolución espontánea de la vida. El agua ofrece un ambiente maravilloso para la evolución de la química compleja porque aumenta tanto la movilidad como la acumulación de grandes concentraciones de moléculas.

Estas limitaciones a la temperatura garantizan que los seres vivos deben encontrarse en planetas que no están demasiado cerca, ni demasiado lejos de la estrella alrededor de la cual orbitan. Estarán en una «zona habitable» alrededor de una estrella central de mediana edad, de la que el Sol es un ejemplo típico. Dichas órbitas deben estar necesariamente muy cerca de ser circulares si queremos que estos planetas permanezcan en la zona habitable a lo largo de sus viajes orbitales. Si se mueven en órbitas ovales muy excéntricas, como las de los cometas que periódicamente pasan cerca de nosotros, experimentarán alternativamente condiciones de extremo frío e intenso calor que hacen poco probable la evolución de la complejidad y la vida. La ley de gravitación fija el tiempo que tardará un planeta en completar su órbita si se conoce su distancia a la estrella madre. Los planetas que son habitables tienen así la longitud de su «año» firmemente determinada por las constantes inalterables de la Naturaleza.

Estas consideraciones nos muestran que la vida que tiene su base en planetas se encontrará en un ambiente periódico. Además, los ciclos de cambio introducidos por su rotación, y por su movimiento alrededor de su estrella madre, no serán distintos de los que caracterizan nuestra propia situación, porque todos están fuertemente ligados a las condiciones necesarias para el mantenimiento de un ambiente habitable constante. Las adaptaciones al cambio periódico serán adaptaciones que debería compartir toda la vida inteligente[27].

Se puede especular sobre qué aspectos del mundo habrían dejado la impronta más profunda en nuestra común visión del mundo en la antigüedad primitiva. Existe la clara división entre la Tierra y el cielo, separados por el horizonte; la atracción de la gravedad de la Tierra orienta «arriba» y «abajo», donde quiera que vayamos. Estas experiencias son invariables, pero otras, como los ciclos de luz y oscuridad, son periódicas. El Sol domina las horas del día; es la fuente de luz y calor. Por la noche, su papel es asumido por la Luna y las estrellas, que se extienden por el cielo en la banda difusa que llamamos Vía Láctea. Todos los seres conscientes en planetas habitables en órbita en torno a estrellas estables estarán bajo influencias similares. Dioses-Sol y diosas-Luna son los objetos de culto más extendidos en la historia humana; su veneración muy bien puede extenderse mucho más allá de los confines de nuestro sistema solar.

El imperio del Sol. Las razones de las estaciones

Yo leo buena parte de la noche, y en invierno me voy al sur.

T. S. ELLIOT,

La tierra baldía

Cuando la Tierra hace su circuito anual alrededor del Sol describe una órbita con forma elíptica. Su máxima distancia del Sol es 1,017 veces la distancia media, y su mínima distancia es sólo 0,983 veces la media. Esta ligera desviación de un círculo perfecto produce una variación anual de aproximadamente un 7 por 100 en el flujo de energía que la superficie de la Tierra recibe del Sol. La cercanía de la órbita de la Tierra a un círculo tiene una importancia evidente. En el caso de Marte, la variación en el calentamiento solar es un sorprendente 90 por 100. Tales variaciones drásticas presentan desafíos importantes para los poderes adaptativos de los organismos.

Pese a lo que la mayoría de la gente espera, la pequeña variación anual en la distancia de la Tierra al Sol tiene poco o nada que ver con los cambios estacionales en el clima de la Tierra. ¿Cómo podría tenerlo, cuando los veranos australianos coinciden con los inviernos europeos? Si dividimos la órbita elíptica de la Tierra en cuatro cuadrantes, podemos ver que, debido a que pasa más tiempo en los cuadrantes en los que está más lejos del Sol, recibe de hecho el mismo flujo de energía solar mientras está atravesando cada uno de los cuatro cuadrantes. Esto es una consecuencia de la ley de la inversa del cuadrado para la gravitación y para la iluminación.

La clave de las variaciones estacionales de la Tierra, y de toda la diversidad que deriva de ellas, es un pequeño accidente de su formación: el hecho de que su eje de rotación está inclinado con respecto al plano de su órbita alrededor del Sol. Si usted imagina la Tierra en órbita alrededor del Sol en la superficie de una mesa, entonces el tablero de la mesa especifica el plano de la órbita de la Tierra. Este plano se denomina la «eclíptica». Al tiempo que la Tierra órbita alrededor del Sol, rota alrededor de su eje polar cada 23 horas y 56 minutos, pero el eje polar no es perpendicular a la eclíptica: está inclinado con respecto a la perpendicular un ángulo de 23,5 grados.

Es esta modesta inclinación la que hace la superficie de la Tierra un lugar tan diverso. La Tierra mantiene su orientación con respecto a las estrellas lejanas mientras órbita alrededor del Sol, de modo que su oblicuidad asegura que los diferentes hemisferios reciben diferentes flujos de energía solar. Dos paralelos, conocidos como los Trópicos de Cáncer y de Capricornio, tienen latitudes iguales a 23,5 grados norte y sur respectivamente; entre dichas latitudes, la duración de la luz del día apenas varía, y hay un día en el año en el que el Sol está directamente en la vertical. Por el contrario, dentro de los dos Círculos Polares localizados a latitudes de 66,5 grados norte y sur, hay enormes variaciones en horas de luz diurna: el Sol no sale en absoluto durante parte del invierno y no se pone durante parte del verano («la tierra del Sol de medianoche»). En las zonas templadas, entre los trópicos y los círculos polares, el Sol se eleva mucho más en el cielo durante el verano que durante el invierno; en consecuencia, las horas de luz diurna en verano son significativamente mayores y las temperaturas son más altas (Figura 4.1). Por el contrario, en los Trópicos hay poca variación de temperatura entre las estaciones. En su lugar, éstas están caracterizadas por una alternancia de períodos húmedos y secos, con sus variaciones en la vida de plantas e insectos, y por las enfermedades asociadas que siguen a los cambios de humedad.

FIGURA 4.1. La razón de las estaciones: la inclinación del eje de rotación de la Tierra con respecto al plano de la órbita de la Tierra alrededor del Sol (no dibujado a escala).

La Tierra habría sido un lugar más aburrido si el eje de rotación no estuviera inclinado respecto a la perpendicular al plano de la órbita. Esto, junto con otras propiedades de la Tierra, puede verse en el contexto de los demás planetas en la Tabla 4.1. Si no estuviera inclinada, no habría estaciones. El Sol saldría cada mañana y se pondría cada tarde después de seguir el mismo camino diario en el cielo. Las horas de oscuridad y de luz serían iguales en todas partes; el clima sería estacionario; los vientos más moderados, y, sin estaciones, las zonas climáticas estarían abruptamente definidas sólo por la latitud. La flora y la fauna serían muy especializadas porque cada especie ocuparía ambientes particulares invariables. En el capítulo anterior vimos cómo el clima puede influir en los tamaños de los seres vivos. Como resultado de ello, en la Tierra hay tendencias importantes en el tamaño y la diversidad de los seres vivos conforme nos movemos desde los ambientes estables de las regiones ecuatoriales a los caprichos de los extremos polares. Toda esta variación es una consecuencia de la inclinación del eje de rotación de la Tierra. Sin ella, la mezcla de criaturas de diferentes tamaños no tendría ninguna restricción climática y la ecología de la Tierra sería muy diferente.

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TABLA 4.1 Algunos datos de los planetas y de la luna. «Días» son aquí días solares de la Tierra y «años» son años terrestres. Los planetas exteriores gigantes (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno) son fluidos hasta profundidades importantes y no tienen una superficie bien definida. Los valores de sus temperaturas en superficie, gravedades en superficie y composiciones están especificados para una capa de la atmósfera en donde la presión es igual a la presión atmosférica terrestre al nivel del mar.

Por el contrario, si el eje de la Tierra estuviera inclinado mucho más de lo que está, entonces las condiciones se habrían hecho mucho más hostiles. Las variaciones estacionales más extremas ocurrirían para una inclinación de 90 grados, en cuyo caso el eje de rotación de la Tierra yacería en el plano de la rotación orbital[28]. Los cambios estacionales serían mucho más abruptos y extremos. La superficie de la Tierra oscilaría abruptamente entre veranos tropicales e inviernos árticos. Extensas capas de hielo se formarían y fundirían cada año, lo que llevaría a enormes variaciones en el nivel del mar. Si la inclinación de la Tierra fuera de 90 grados, la fusión de los hielos polares produciría incrementos en el nivel del mar superiores a 30 metros cada 6 meses. Las masas de tierra continentales se reducirían en tamaño y el área del planeta disponible para la evolución de la vida se reduciría de forma significativa. Las formas de vida tendrían que tener una movilidad extraordinaria para resistir los cambios estacionales. Todos los animales necesitarían ámbitos mayores y serían mucho más susceptibles a la extinción si repentinos cambios geológicos les impidieran migrar a climas más cálidos. Las velocidades del viento serían mucho mayores, las tormentas más fuertes y más abundantes. Los Círculos Polares abarcarían una parte mucho mayor de la superficie de la Tierra y los animales pequeños encontrarían sus hábitats reducidos y más poblados por competidores. De hecho, la Tierra sería un lugar más pequeño y menos hospitalario para los seres vivos. Sólo una pequeña parte de su superficie estaría durante largos períodos a una temperatura favorable para la vida. Y una parte aún mucho menor estaría dentro del rango de variación estacional al que podría seguir el paso el proceso de adaptación evolutiva.

En la época Victoriana era habitual que científicos y teólogos de cierta tendencia escribieran obras apologéticas que exponían una maravillosa colección de características manifiestas en la Naturaleza, sin las que la vida humana sería insoportable, si no imposible. Estas características del mundo eran presentadas invariablemente como prueba convincente de un diseño benevolente en el corazón de la Naturaleza, del que nosotros éramos los principales beneficiarios. Las características del mundo natural favorables para la vida eran presentadas como algo tan inusual y esencial que sólo podrían haber aparecido gracias al propósito de un gran diseñador. Así, un argumento a favor de la existencia de Dios se apoyaba haciendo énfasis en la milagrosa abundancia de circunstancias favorables al mantenimiento de la vida humana. Este estilo de argumentación generó toda una subdisciplina de «teología natural», que fue especialmente dominante en Inglaterra y se ganó el apoyo de muchos científicos famosos. No es sorprendente que la inclinación del eje de rotación de la Tierra con respecto a su plano orbital fuera una de las características resaltadas por los defensores de estas teorías del diseño. Deberíamos señalar que no pretendemos reiterar argumentos como ésos. Nuestra argumentación se dirige en dirección opuesta. Más que inferir algo metafísico a partir de la forma de los movimientos celestes, o concluir que han sido establecidos para permitir que exista la vida, queremos mostrar cómo las disposiciones celestes han influido inevitablemente en las formas de vida que surgen, evolucionan y se extienden en la Tierra. Aunque cambios en algunas de estas características del Sistema Solar harían imposible la vida en la Tierra (especialmente si los cambios fueran grandes), otros no lo harían. La vida seguiría apareciendo en estas circunstancias alteradas y mostraría las adaptaciones apropiadas a ellas[29].

La cercanía de la órbita de la Tierra a la circularidad significa que su inclinación domina las variaciones anuales en el clima. Si la órbita estuviera lejos de la circularidad, éste ya no sería el caso. Un ejemplo interesante de ello es Marte, que tiene un período de rotación que hace su día de duración similar al de la Tierra (24 horas 37 minutos). Su eje de rotación está inclinado 24 grados, un ángulo muy similar al de la Tierra (aunque varía entre 16 y 35 grados durante un período de 160 000 años). Sin embargo, la variación climática de Marte es drásticamente mayor que la de la Tierra, simplemente porque está dominada por la variación de la energía solar que recibe a lo largo del largo «año» marciano. Además, sin océanos que actúen como un sumidero para estos cambios de temperatura, y con enormes variaciones en la topografía de su superficie, sus variaciones climáticas son extremas.

El grado de inclinación de la Tierra es un término medio feliz. No podemos concluir, como los teólogos naturales de antaño, que esta inclinación sea óptima —que vivimos «en el mejor de los mundos posibles»— o que la vida no podría haber evolucionado en la Tierra si su inclinación fuera significativamente diferente (aunque muy bien podría ser cierto). En su lugar, ilustramos cómo el ritmo de las estaciones y las variaciones climáticas en la Tierra, que han modelado tantos caminos de desarrollo humano y animal, guardan la impronta de la estructura del Sistema Solar.

Planetas extrasolares. Un caso de prejuicio espacial

Que Dios me ayude en mi búsqueda de la verdad y me proteja de quienes creen que la han encontrado.

Antigua oración inglesa

Hasta 1995 no podíamos hacer otra cosa que preguntamos si las propiedades singulares de nuestro Sistema Solar que han hecho posible la vida y han modelado nuestra perspectiva del Universo eran fortuitas o no. Ciertamente parecían especiales, pero con una única muestra no había mucho más que decir: podría haber sido que los sistemas planetarios se formaron solamente cuando ocurrió alguna rara explosión cataclísmica, o podría ser que aparezcan de forma natural cuando quiera que se forma una estrella como el Sol. Entonces, de forma más bien repentina, todo cambió. El 5 de octubre de 1995, Michel Mayor y Didier Queloz del Observatorio de Ginebra, anunciaron la primera detección de un planeta fuera de nuestro Sistema Solar. Fue detectado en una órbita de 4,23077 días terrestres alrededor de la estrella 51 Pegasi. Su masa era similar a la del planeta Júpiter, unas mil veces mayor que la de la Tierra. Tan sólo una semana más tarde, Geoff Marcy y Paul Butler, entonces en la Universidad Estatal de San Francisco, confirmaron su presencia y lanzaron la carrera para detectar un buen número de otros planetas. Hoy la cuenta pasa de 130, y el descubrimiento de uno nuevo ni siquiera aparece ahora en los periódicos a menos que haya algo especial sobre el planeta o su órbita.

Conforme ha aumentado el catálogo de planetas extrasolares hemos aprendido varias cosas importantes y ligeramente confusas sobre los planetas. Es evidente que la formación de planetas es un proceso general en el Universo. A este respecto nuestro propio planeta no es un caso especial. Pero, a medida que el número de planetas extrasolares crecía en el catálogo, empezamos a ver hasta qué punto nuestro Sistema Solar es distinto. De los planetas conocidos, sólo 14 están en sistemas planetarios con más de un planeta. Once de ellos muestran dos planetas en órbita y dos de ellos muestran tres. Es importante reconocer que quizá éste no sea un inventario completo de los planetas, ni siquiera en dichos sistemas, porque la técnica observacional sólo es sensible para detectar planetas gigantes como Júpiter. Los astrónomos registran el «bamboleo» de la posición de la estrella que provocan los planetas en órbita en torno a ella. Los planetas grandes producen bamboleos mayores. Estos «jupíteres» son grandes bolas de hidrógeno líquido y gaseoso sin superficie sólida. No son lugares donde encontremos formas de vida convencionales. Sin embargo, pueden perfectamente poseer sistemas de pequeñas lunas que sean sólidas como la Tierra.

Cuando examinamos las órbitas de dichos planetas hacemos el descubrimiento más interesante de todos. Todos los planetas que están muy cerca de su estrella madre están en órbitas casi circulares. Esto es lo que cabría esperar: las fuerzas gravitatorias ejercidas sobre los planetas por sus estrellas madre los obligan a órbitas circulares. Lo que no esperábamos, sin embargo, era encontrar planetas gaseosos gigantes en órbitas tan próximas a su estrella madre. No sabemos cómo pudieron formarse tan cerca de su estrella, de modo que quizá se formaron más lejos y migraron al interior a medida que el sistema envejeció. Pero no es éste el único enigma. Conforme nos alejamos, encontramos que las órbitas tienen formas ovaladas extraordinariamente excéntricas. Esto está en abierto contraste con la situación en nuestro Sistema Solar en donde las órbitas son casi circulares.

Este extraño estado de cosas puede estar diciéndonos algo sobre lo que se necesita para que la vida evolucione. Si los planetas se mueven en órbitas circulares, sienten las mismas condiciones climáticas promedio durante todo el año orbital. Pero si sus órbitas son muy excéntricas, se achicharrarán cuando estén cerca de la estrella y luego se congelarán cuando su órbita los aleje. Hay una enorme variación climática a lo largo de su año, y cualquier superficie acuática se congelará y se derretirá (incluso hervirá) con notable regularidad. Éste podría ser un ambiente demasiado desafiante para que la vida pueda poner un pie en la escala evolutiva. Alrededor de cada estrella hay una zona habitable dentro de la cual el agua puede existir en forma líquida en la superficie de un planeta en órbita. Las órbitas circulares permanecen dentro de la zona habitable a lo largo de toda la órbita; las órbitas elípticas saldrán en general de la zona habitable. Por alguna razón, nuestro Sistema Solar tiene simples movimientos orbitales circulares. Uno de los planetas en órbita en este sistema se encuentra cómodamente en medio de la zona habitable, y en ese planeta es donde vivimos. Nuestro descubrimiento de muchos planetas extrasolares ha sido extrañamente ambiguo en su mensaje. Por un lado, estamos convencidos de que los planetas como Júpiter son comunes y esperamos encontrar con el tiempo que también lo sean los planetas y lunas sólidos del tamaño de la Tierra. Pero, por otro lado, hemos llegado a apreciar que el movimiento de la Tierra alrededor del Sol es especial. Con el tiempo seremos capaces de determinar aproximadamente las velocidades de rotación y los ángulos de inclinación de planetas similares a la Tierra. Entonces podremos juzgar en qué medida es realmente especial la situación terrestre, utilizando evidencia real en lugar de mera especulación.

Un puñado de polvo. La Tierra debajo

Las formaciones geológicas del globo ya señaladas se catalogan así: La Primaria, o inferior, consiste en rocas, huesos de mulos cubiertos de lodo, tuberías de gas, herramientas de minero, estatuas antiguas sin nariz, doblones españoles y ancestros. La Secundaria está compuesta básicamente de lombrices y topos. La Terciaria comprende vías de ferrocarril, pavimentos, hierba, serpientes, botas mohosas, botellas de cerveza, latas de tomate, ciudadanos borrachos, basura, anarquistas, perros que muerden y locos.

AMBROSE BIERCE

La geografía de la superficie y la geología subterránea de la Tierra contribuyen a su singularidad de formas sutiles que hacen posible nuestra propia existencia y nuestras pautas de comportamiento. La disposición de las masas continentales con respecto al eje de rotación es un ejemplo interesante (Figura 4.2). La difusión temprana de la influencia de la humanidad tras el desarrollo de la agricultura se logró con más facilidad en continentes situados a lo largo de líneas de clima estacional constante que sobre aquellas masas que cubrían toda la gama de variaciones climáticas. Eurasia se extiende sobre enormes distancias, de oeste a este, a lo largo de líneas de latitud constante, mientras que América se extiende de norte a sur. En consecuencia, es más difícil que plantas y animales se extiendan por América que a lo largo de Eurasia, debido a la adaptación adicional necesaria para vivir en un clima diferente. Una zona templada va desde las islas Británicas hasta China, y los animales domesticados y los cereales son universales a lo largo del continente euroasiático. Por el contrario, la región tropical que separa Norteamérica de Sudamérica fue suficiente para impedir la migración de animales y cultivos entre ellas. Si las líneas de temperatura constante, o la orientación de las masas continentales, estuvieran rotadas 90°, entonces la primera colonización y desarrollo de América habría sido muy diferente. La aparición de la agricultura en el Nuevo Mundo habría sido más rápida, y sus civilizaciones habrían madurado y se habrían dispersado más rápidamente que las del Viejo Mundo. Así, la geografía y la astronomía fijan el escenario para la evolución de la vida y la cultura. La difusión de plantas y animales va seguida de sus cultivadores y criadores. Con ellos va el lenguaje y las costumbres, el comercio y la influencia.

FIGURA 4.2. La orientación de los continentes en la historia geológica reciente ha facilitado la migración de cereales a través de Eurasia porque abarcaba zonas de latitud y clima similares. Lo contrario sucede en el caso en las Américas.

También la composición interna de la Tierra tiene profundas implicaciones para nosotros. Todos nuestros combustibles son gases, líquidos y sólidos fosilizados, extraídos del subsuelo. El petróleo y el gas se acumulan en lugares donde hay una capa de roca porosa extendida en una configuración particular bajo una capa impermeable. Por desgracia, no hay forma de predecir dónde están situados estos depósitos con una mera inspección de la superficie de la Tierra. Lo mismo sucede con los metales y otros minerales útiles: los depósitos superficiales de fácil acceso se agotaron hace tiempo, y se necesitan prospecciones profundas para localizar nuevas reservas. Si no conseguimos localizar más suministros de metales y minerales particulares en el futuro, las sociedades industriales se apagarán poco a poco en ausencia de combustibles y materias primas para construir y fabricar. Una vez más, cuando se trata de especular sobre la probabilidad de extraterrestres, esto nos da pie para pensar. El desarrollo de la ciencia y la tecnología avanzada por parte de los habitantes de un planeta exige enormes suministros de minas metálicas y otros materiales especiales. La presencia de estos materiales influye también en el curso del desarrollo científico. Por ejemplo, la intensidad del campo magnético de un planeta determinará cuán vital es para los habitantes del planeta comprender el fenómeno del magnetismo cuando comiencen a desarrollarse; si hay mares que cubren la mayor parte de la superficie del planeta entre las masas de tierra habitables, entonces el estudio de la astronomía se hará vital para la navegación.

La producción de concentraciones de minas de metales pesados que son tan útiles técnicamente puede requerir que en el planeta exista un estado de cosas bastante especial: un estado de cosas que, en el Sistema Solar, sólo existe en la Tierra. La existencia de movimientos de larga duración en el interior de la Tierra y un ciclo de erosión que transporte compuestos metálicos solubles gracias al movimiento global del agua desempeñan un papel clave en este proceso. La superficie de la Tierra está dividida en varias áreas bastante rígidas, denominadas «placas»; hay muy poco movimiento en el interior de cada placa, pero los movimientos en los bordes de las placas son habituales y tienen consecuencias espectaculares: terremotos, volcanes, nuevas cadenas montañosas y fosas oceánicas.

La superficie de la Tierra posee varias características simples pero profundas, sin las cuales el desarrollo de la vida se habría inhibido o impedido. La división de la superficie de la Tierra entre agua (un 70 por 100) y tierra seca (un 30 por 100) ha desempeñado un papel clave al dictar las direcciones en que puede ir la evolución. Los organismos terrestres tienen bastantes ventajas sobre los organismos acuáticos porque son capaces de desarrollar un abanico más amplio de sentidos. La mezcla de tierra y agua en la superficie de la Tierra indica que no está en equilibrio. Si lo estuviera, toda la tierra estaría cubierta de agua con una misma profundidad. En realidad, continuamente se están produciendo cambios, debidos a la erosión, deposición, movimiento de placas y actividad ígnea. Pero hay un equilibrio isostático aproximado, pues si el desequilibrio fuera demasiado grande, o hubiera mucha menos agua en la Tierra que la que hay ahora, habría enormes variaciones en la elevación de la tierra, y una fracción mucho mayor de ella sería inhabitable y climáticamente extrema.

La Tierra es muy diferente de cuerpos como la Luna o Marte, porque sobre casi toda su superficie actúa una fuerza gravitatoria neta muy similar. Esto se debe en parte a que mucha de su superficie está cubierta de agua, y en parte a que muy poco está a más de unos centenares de metros sobre el nivel del mar. En planetas donde no hay océanos vemos enormes variaciones en la topografía de su superficie. Los océanos de la Tierra y la atmósfera húmeda desempeñan un papel que reduce las modestas variaciones topográficas mediante el ciclo de la erosión por la lluvia, el viento y los ríos que continuamente mueven material del terreno alto al bajo. Este proceso continuo tiende a nivelar la superficie, pero periódicamente es superado por la actividad de elevación de montañas como resultado de movimientos de las placas. La altura máxima que pueden alcanzar las montañas está determinada por la intensidad de las fuerzas intermoleculares, pero el espesor y la profundidad de las cortezas continentales y oceánicas por debajo de ellas parecen estar controlados por la necesidad de mantener un equilibrio global. Cómo ocurre esto y cuáles son los límites, todavía no se entiende por completo.

Igualmente crucial para la habitabilidad de la Tierra ha sido la evolución de su atmósfera. Durante la mitad de su tiempo de vida ha tenido una composición reductora o neutra que podía disolver materiales ferrosos, y durante la otra mitad ha tenido una composición oxidante que podía transportar grandes cantidades de metales no ferrosos. Combinemos estos requisitos con la necesidad de grandes masas de tierra, de modo que estos metales queden en una forma accesible cerca de la superficie durante miles de millones de años, y empezamos a ver que los planetas explotables tecnológicamente no van a ser abundantes. Además, con respecto a la existencia de materiales radiactivos, hemos sido los beneficiarios de otro capricho de los procesos geológicos que incluyeron tales materiales en la Tierra. El uranio natural está casi todo en forma del isótopo uranio-238. (Los isótopos son formas del mismo elemento en las que los núcleos atómicos tienen el mismo número de protones pero distinto número de neutrones). Esta forma de uranio no sostendrá reacciones en cadena. Si queremos obtener una bomba, o una reacción en cadena utilizable, es necesario extraer del uranio-238 las trazas de otra forma de uranio, el uranio-235, que puede sostener una reacción en cadena estable. Sin embargo, en el uranio que se da de forma natural no más del 0,3 por 100 está en forma de uranio-235; para conseguir una reacción en cadena se requiere al menos un 20 por 100 de uranio-235. (El denominado uranio «enriquecido» o «utilizable en armas» tiene un 90 por 100 de uranio-235). La baja abundancia relativa del isótopo 235 del uranio explica por qué los depósitos y minas de uranio no experimentan reacciones nucleares espontáneas que culminen en enormes explosiones[30]. Una abundancia de uranio-235 distribuido de forma utilizable, pero segura, depende claramente en una secuencia de accidentes impredecibles en la composición y evolución geológica de un planeta. Podríamos especular aún más. Imaginemos que la Tierra estuviera sometida a un pequeño chaparrón de meteoros ricos en diamantes o metales preciosos como el oro. La economía del mundo se agitaría; con oro ahora tan abundante como el hierro, las reservas de oro de las principales naciones industriales caerían en picado en el mercado como si fueran chatarra.

La abundancia de elementos radioactivos en el interior de la Tierra desempeña un papel importante en su historia. Actúan como fuente de calor interno que debe disiparse desde la superficie del planeta. El ritmo de esta pérdida de calor determina cuánta parte del núcleo de la Tierra permanece sólida. Como vimos en el capítulo anterior, una esfera pequeña tiene una relación entre superficie y volumen mayor que una esfera grande. Así, los planetas como Mercurio y Marte, que son mucho más pequeños que la Tierra, tienen mucho menos calor interno acumulado, y con ello mucho menos magma y vulcanismo subterráneo. El calentamiento interno de la Tierra desempeña un papel principal en mantener la plasticidad del manto. Esto crea oportunidades para que se genere magma y suba a través de la corteza. Si la Tierra fuera más pequeña, sería más fácil extraer el calor generado por su radioactividad interna, una parte mayor del núcleo sería sólida y los volcanes serían más raros. Sin embargo, esta disminución en la frecuencia de las erupciones volcánicas estaría más que compensada por el impacto mucho mayor que tendrían las que ocurrieran. Una Tierra más pequeña tendría una atracción gravitatoria más débil en su superficie, lo que permitiría que el polvo y las cenizas volcánicas fueran expulsados a una altura mucho mayor en la atmósfera. Los efectos sobre el clima serían considerables; la luz del Sol quedaría apantallada y se formarían ácidos en la atmósfera superior por la condensación de gases volcánicos sulfurosos.

Un guijarro en el cielo. La Luna arriba

¡No sirve de nada decirme que hay una roca muerta en el cielo! Yo que no lo está.

D. H. LAWRENCE

La vista más impresionante en el cielo nocturno es la del creciente y el menguante lunar. La Luna es mucho más grande con respecto a la Tierra que cualquier otro satélite del Sistema Solar lo es comparado con su planeta mayor. Júpiter y Saturno son 317 y 95 veces más masivos que la Tierra, respectivamente, pero sus lunas más grandes no son mucho mayores que la nuestra. El gran tamaño de la Luna ha dejado su huella en nuestro pensamiento sobre el mundo. Desde los «asilos para lunáticos» hasta el «hombre en la Luna» vemos su influencia psicológica. Pero su influencia física directa sobre nosotros ha sido aún mayor. La Luna está muy cerca —a una distancia de sólo 60 veces el radio de la Tierra— y su tamaño relativamente grande significa que la Tierra y la Luna se comportan más bien como un planeta doble.

Las influencias lunares a nuestro alrededor han dejado su huella en nuestros cuerpos por las presiones del tiempo. La doceava parte del año que llamamos «mes» es realmente una «luna»[31]: un período próximo al período de 27,32 días que la Luna tarda en dar una vuelta alrededor de la Tierra, con respecto a las lejanas estrellas fijas (Figura 4.3). Durante este período que se denomina período sidéreo de la Luna, la Tierra también se habrá movido en su órbita alrededor del Sol, y la Luna tendrá que moverse una distancia adicional (unos 27 grados) para completar su ciclo de fases con respecto al Sol. De hecho, teniendo esto en cuenta, el ciclo mensual entero de las fases lunares es de 29,53 días.

FIGURA 4.3. La Luna brilla sólo a la luz reflejada del Sol y por ello su apariencia en el cielo está determinada por su posición con respecto al Sol. La mitad de la Luna está siempre iluminada por el Sol, pero la parte que vemos iluminada desde la Tierra varía. Esta figura muestra lo que vemos en el cielo cuando la Luna recorre sus diversas fases.

La presencia de la Luna ejerce una atracción sobre la Tierra que es más fuerte en el lado de la Tierra que está más próximo a la Luna. Esto crea una variación de marea en las alturas de los océanos, que varía mensualmente con el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra. Hay indicios sorprendentes de que esta variación ha dejado su huella de diversas maneras en las pautas de conducta de los seres vivos. En el caso de criaturas que viven en aguas someras, o son anfibias, la variación de las mareas proporciona una variación importante, y la adaptación a ella será beneficiosa. Las mujeres muestran un ciclo de producción de estrógenos de 28 días, que está próximo al período mensual lunar. Le llamamos «ciclo menstrual» —derivado de menses, o mes—. Muchos otros mamíferos tienen ciclos menstruales, con variaciones asociadas en temperatura corporal, y se ha encontrado que el tiempo de ovulación en los primates varía entre 25 y 35 días. No parece haber ninguna explicación simple para estas correlaciones entre las fases de la Luna y los ciclos menstruales. ¿Por qué la fertilidad humana debería reflejar el ciclo de las fases cambiantes de la Luna? Se ha sugerido que podría ser un vestigio de una etapa anterior de nuestra evolución, cuando nuestros ancestros vivían en el mar y estaban sometidos de alguna manera al ciclo de las mareas. Otra propuesta es que estos ciclos son ligeras adaptaciones del período en que los humanos eran cazadores-recolectores primitivos. En tales circunstancias, la luz del día es un bien escaso y la Luna llena debe explotarse al máximo. El período oscuro cuando la Luna había desaparecido podría dedicarse de forma natural a la actividad de apareamiento, y entonces habría adaptación a un ciclo corporal con una periodicidad química que reflejaría la variación lunar. Pero sigue siendo un misterio cómo una variación suficiente robusta se podría preservar de forma tan universal hasta el presente, y en tantas especies.

La conciencia de las estrellas por parte de la humanidad, y de los cambios periódicos en las apariencias del Sol y la Luna, estaba ya bien arraigada en el alba de la historia registrada. Mucho antes de que se llevaran registros escritos de cualquier tipo, había una apreciación de cambios sistemáticos en los cielos. La visión más sorprendente debe haber sido la de los cambios mensuales en la forma de la Luna. Uno de los artefactos humanos más tempranos que ofrece prueba de una actividad de recuento quizá haya sido un intento de registrar el ciclo lunar. Hace unos treinta años se encontró en Ishango, junto al lago Eduardo en la frontera del actual Zaire, un mango de hueso que originalmente había estado unido a una herramienta para grabar de cuarzo. Fue fabricado en torno al 9000 a. C., tallado por un miembro de una sociedad que vivía cazando y pescando en las orillas del lago hasta que finalmente fue destruida por una erupción volcánica. El mango de hueso petrificado es aproximadamente cilíndrico y muestra tres hileras de marcas, como se muestra en la Figura 4.4. La forma en que están agrupadas las marcas ha alimentado muchas especulaciones. Las dos hileras superiores suman 60. La tercera hilera suma 48. Hay trazas de duplicación, con agrupamientos contiguos de 10 y 5, 8 y 4, y 6 y 3 marcas. Además, la primera hilera muestra la secuencia 9, 19, 21, 11; es decir 10 - 1, 20 - 1, 20 + 1 y 10 + 1. Una especulación dice que el 60 representa 2 meses lunares de días, y que las marcas eran un calendario. La hilera que totaliza 48 es anómala, pero se ha dicho que el análisis microscópico revela otras marcas en esta sección del hueso, aunque igual de probable es que la línea esté incompleta: de hecho, cabe esperar que si el propietario murió, o el hueso se perdió, eso habría ocurrido con más probabilidad en un momento que no coincidiera con un múltiplo entero de meses. Sabemos que un método aproximado de representar cambios estacionales sería importante probablemente para el pueblo Ishango, porque los cambios estacionales en su región les obligaban a dejar la orilla del lago y migrar a las montañas cuando llegaban las lluvias y crecía el nivel del agua.

FIGURA 4.4. Fotografías de los lados de la herramienta de hueso mesolítica encontrada en Ishango. Tiene tres hileras de marcas grabadas. Las marcas están indicadas en el diagrama inferior.

Un artefacto de este tipo mucho más antiguo lo proporciona un fragmento de hueso de 30 000 años de edad encontrado en los primeros años del siglo XX en Blanchard, en la región de Dordoña en Francia. Contiene una secuencia de 69 muescas en un lado, dispuestas a lo largo de una línea curva que serpentea de un lado a otro cinco veces, como se muestra en la Figura 4.5. Cuando se examinó al microscopio, se encontró que las marcas caían en grupos y que habían sido hechas por 24 tipos diferentes de puntadas de herramienta, quizá incluso con herramientas diferentes. Ésta parece ser una forma laboriosa de hacer unas figuras decorativas, y parece más probable que dichas marcas constituyan una forma de notación. Además, las formas de creciente de las marcas recuerdan las fases de la Luna. El arqueólogo Alexander Marshack cree que esto es lo que nos están diciendo las marcas, siempre que las leamos en el orden correcto, partiendo de las dos marcas en el centro que señalaban el día de la última medialuna visible y la desaparición de la Luna nueva. Conforme se siguen las marcas a lo largo de la curva, se alcanza la Luna llena en el primer grupo de cuatro marcas similares; a continuación, las Lunas llena y nueva están marcadas por grupos de cuatro puntos, y la figura entera se interpreta como un registro de días en términos de la apariencia de la Luna durante un período de dos meses y cuarto.

En el capítulo anterior vimos cómo sensibilidades concretas al entorno natural habrían sido ventajosas para una primitiva especie homínida que viviera en hábitats de sabana tropical hace medio millón de años. Podríamos preguntamos si una respuesta a cualquier aspecto de los cielos les ofrecería alguna ventaja, lo que podría dar lugar a una adaptación. En este mundo primitivo la noche estaba llena de peligros: era el único momento en que los homínidos no podían utilizar su vista aguda y su plan estratégico para sorprender a animales más fuertes y más rápidos con un mejor sentido del olfato. Es fácil ver por qué tendemos a tener miedo de la oscuridad. Es más probable que las desgracias ocurrieran por la noche, y por ello las ocasiones en que sucedieran serían asociadas de manera natural con la forma de la Luna. La Luna y las estrellas también serían visibles cuando los grupos se reunieran en torno a hogueras para hablar de sus aventuras de caza y hacer planes para el día siguiente. En tales circunstancias, alertas a la apariencia de pautas en el cielo, existe una tendencia a que las luces en el cielo lleguen a relacionarse con la narración de historias, actos de heroísmo, lugares excitantes y sucesos imaginados por encima del horizonte.

FIGURA 4.5. Placa ósea grabada de 30 000 años de antigüedad encontrada en Blanchard en la Dordoña, junto con un esquema de la pauta de las marcas, que se parecen a las fases lunares, y la guía propuesta por Alexander Marshack para el orden a seguir. Empieza con las dos marcas próximas al centro que marca el día del último creciente lunar visible y el primer día de la Luna nueva invisible. Subiendo hacia la derecha y posteriormente bajando a la izquierda, se llega a la Luna llena con el primer grupo de cuatro trazos en la segunda vuelta. Cuando la línea vuelve hacia la derecha, los cuatro puntos negros en la tercera curva coinciden con la siguiente Luna nueva. Con el cuarto giro, en la parte inferior izquierda, la cuenta llega a otra Luna llena, y la marca final en un grupo de cinco marcas está próxima a la quinta y última curva.

Tinieblas a mediodía. Eclipses

Si las estrellas aparecieran una noche cada mil años, ¡cómo creerían y adorarían los hombres, y conservarían para muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios!

RALPH W. EMERSON

Rodeados por el resplandor nocturno de la luz artificial que baña nuestras ciudades, vemos pocas estrellas. Para los antiguos, especialmente aquellos que vivían bajo cielos claros, o en el aire rarificado de las regiones montañosas, las cosas eran muy diferentes. El espectáculo de miles de estrellas brillantes habría sido lo más impresionante que veían en su vida. No es sorprendente que crecieran mitos e historias de creación en los que las pautas de luz celeste desempeñaban un papel destacado. Con el tiempo, la sorpresa daría paso a la familiaridad, sólo para ser reavivada ocasionalmente por cambios impredecibles en los cielos. A comienzos del siglo pasado, el filósofo George Santayana pronunció una famosa serie de conferencias en Estados Unidos sobre el tema de la belleza y la estética. Escogía la apariencia del cielo nocturno como ejemplo de lo que es atractivo para la mente humana: un nivel de dificultad delicadamente situado entre la complejidad insondable y la simplicidad monótona. El indicio de una pauta reta a la mente a reflexionar y buscar. Entonces, ¿qué pasaría si viéramos el cielo nocturno por primera vez? Las palabras de Emerson, que encabezan esta sección, imaginan las consecuencias espirituales de semejante despertar astral. Inspiraron al joven Isaac Asimov para escribir su famoso cuento Anochecer sobre los últimos días de la civilización en el planeta Saro. Ese mundo disfrutaba de la luz de seis soles. Al menos uno de ellos estaba siempre en lo alto del cielo. La oscuridad natural era desconocida y, con ella, también lo eran las estrellas. Los habitantes habían evolucionado en un mundo de luz sin ningún condicionamiento psicológico por la oscuridad y con una fuerte susceptibilidad a la claustrofobia cuando eran privados de luz. Sus astrónomos estaban convencidos de la pequeñez del Universo. Incapaces de ver más allá de su propio sistema solar séxtuple, se contentaban con demostrar lo bien que podían entenderse sus complicados movimientos utilizando la misma ley de gravitación que tan bien funcionaba en la superficie de Saro. Estos racionalistas compartían su mundo con los románticos cultistas, que perpetuaban una «vieja sabiduría» que hablaba de un mundo de luz más allá del cielo y el advenimiento de la oscuridad que sería el fin del mundo. Muchos despreciaban a los cultistas como irracionalistas, pero otros veían sus creencias como una confusa tradición surgida de una pasada aparición de oscuridad y luces en el cielo, tiempo atrás. Las tensiones sociales aumentaron cuando los astrónomos predijeron que debía haber una luna oscura invisible en su sistema solar que solamente se haría visible cuando estuviera a punto de eclipsar a uno de sus soles. Su presencia era necesaria para explicar los complicados movimientos de los soles. Algunos astrónomos se dan cuenta de que la luna eclipsará al segundo sol del sistema en un momento en que será el único sol en el cielo. El eclipse será total. Se filtran noticias de esta predicción. Los disturbios aumentan cuando los cultistas agitan la fiebre escatológica; el eclipse comienza a morder el disco del sol solitario y termina siendo total. La oscuridad oculta el cielo y aparecen decenas de miles de estrellas brillantes, envolviendo al planeta en un dosel de luz estelar centelleante. Pues Saro no es un extraño en los aledaños escasamente poblados de una galaxia como la Vía Láctea, sino que se encuentra en el centro del denso corazón de un cúmulo estelar. Se desencadena el pánico y los disturbios civiles. Ahí termina la historia; queda para el lector reflexionar sobre la revolución que está a punto de producirse.

Buscando paralelismos en la historia, podríamos comparar el impacto de la primera aparición de la oscuridad tachonada de estrellas en el mundo de ficción de Saro con las primeras respuestas humanas a un eclipse total de Sol por la Luna. Los eclipses antiguos son famosos por su influencia en los asuntos humanos. El eclipse total que ocurrió el 28 de mayo del año 585 a. C. fue tan espectacular e inesperado que puso fin a la guerra de cinco años entre los lidios y los medos. Sus registros nos dicen que en medio de la batalla «el día se convirtió en noche»; el combate se detuvo inmediatamente y se firmó un tratado de paz respaldado por matrimonios entre las familias reales. En marcado contraste, el eclipse de Luna del 27 de agosto del año 413 a. C. trajo un final muy diferente para la guerra del Peloponeso, entre los atenienses y los siracusanos. Los soldados atenienses estaban tan aterrorizados por el eclipse que se hicieron reacios a dejar Siracusa, como estaba planeado. Interpretando el eclipse como una mala profecía, su comandante retrasó la partida por un mes. El retraso entregó a todas sus fuerzas en manos de los siracusanos: fueron derrotados por completo y su comandante fue condenado a muerte.

Muchos siglos después, Cristóbal Colón explotó su conocimiento astronómico de un eclipse de Luna por la Tierra para obtener la ayuda de los jamaicanos después de que sus barcos dañados quedaron varados en su isla en 1503. Inicialmente intercambió baratijas por comida con los nativos, pero con el tiempo éstos se negaron a darle más y sus hombres se enfrentaban a morir de hambre. Su respuesta consistió en acordar una conferencia con los nativos la noche del 29 de febrero de 1504, momento en que empezaría un eclipse de Luna. Colón anunció que su Dios estaba disgustado por su falta de ayuda y que iba a eliminar la Luna como señal de su profundo disgusto. Cuando la sombra de la Tierra empezó a caer sobre la cara de la Luna los nativos accedieron rápidamente a darle todo lo que quisiera, siempre que les devolviera la Luna. Colón les dijo que necesitaba ir y convencer a su Dios de que restaurara la pequeña luz del cielo. Tras retirarse con su reloj de arena durante el tiempo apropiado, volvió, justo a tiempo, para anunciar el perdón del Todopoderoso por sus pecados y la restauración de la Luna en el cielo. Inmediatamente después, el eclipse terminó. Colón ya no tuvo problemas en Jamaica; él y sus hombres fueron rescatados posteriormente y volvieron triunfantes a España.

Los eclipses son hechos notables. Su existencia ha influido en culturas de todo el mundo durante miles de años. Han encontrado su lugar en el arte, la teología, el folclore y la astrología. Su espectacularidad garantizaba que los historiadores antiguos los registrasen invariablemente, y con frecuencia los interpretaban como profecías de gran trascendencia. Esto los hace útiles como medio de datar de forma muy precisa narraciones escritas. Por ejemplo, en el libro bíblico del profeta Amos, éste escribe (capítulo 8, versículo 9) de Nínive: «Y llegará el día, dijo el Señor, en que yo haré que el Sol descienda a mediodía y oscurecerá la Tierra en pleno día». El «día» en cuestión era el 15 de junio de 763 a. C., y también está registrado en las crónicas asirías tras ser observado en Nínive.

Los eclipses ocurren por un accidente de la Naturaleza (Figura 4.6). El diámetro verdadero del Sol es aproximadamente 400 veces mayor que el de la Luna; su distancia a la Tierra también es aproximadamente 400 veces mayor que la de la Luna. Estas enormes disparidades conspiran para hacer que los tamaños aparentes del Sol y la Luna en el cielo sean iguales. Como resultado, el paso de la Luna por delante del Sol puede cubrir por completo la cara del Sol y así se produce un eclipse total de Sol. Por comparación, si examinamos los otros planetas del Sistema Solar encontramos que sus lunas parecerán mucho más grandes que el Sol en sus cielos. En promedio, nuestra Luna parece ser sólo un poco más pequeña que el Sol cuando se ve desde la Tierra, pero la diferencia es suficientemente pequeña para ser superada por las variaciones en la distancia entre la Tierra y la Luna, de modo que también hay períodos en los que la cara de la Luna es ligeramente más grande que la del Sol. La situación está minuciosamente equilibrada: si la distancia a la Luna aumentara en un simple 8 por 100 (unos 29 000 kilómetros), entonces nunca se verían eclipses totales de Sol desde la Tierra[32]. Ahora bien, ya hemos explicado que la distancia entre la Tierra y la Luna está aumentando poco a poco en algunos centímetros por año. Dentro de quinientos millones de años, la Luna estará tan alejada que ya no habrá eclipses totales de Sol. Vivimos en un tiempo propicio para los observadores de eclipses. Pero, como vamos a ver dentro de poco, el accidente fortuito de tiempo y espacio que nos permite ver eclipses totales tiene consecuencias de mayor alcance.

FIGURA 4.6. Eclipses solar y lunar: (a) un eclipse parcial de Sol en el que la Luna nueva ha interceptado parte de la superficie solar visible; (b) un eclipse total de Sol; (c) un eclipse parcial de la Luna en el que la sombra de la Tierra oculta casi dos tercios de la superficie visible de la Luna; (d) un eclipse casi total de Luna por la sombra de la Tierra.

Los eclipses fueron siempre malas noticias para los antiguos. Incluso cuando culturas avanzadas comprendían por qué se producían, seguían atribuyéndoles un significado que estaba relacionado con asuntos humanos. La palabra eclipse deriva del griego ekleipsis que significa una «omisión» o un «abandono», y en muchas otras culturas hay residuos de una vieja imagen del Sol siendo consumido por una bestia salvaje durante un eclipse. En chino, eclipsar es shih, «comer», con el Sol siendo devorado —tradicionalmente por un dragón—. Pero para los astrónomos modernos los eclipses no son malas noticias. La coincidencia de que el Sol y la Luna tengan el mismo tamaño aparente en el cielo, a pesar de la enorme diferencia entre sus tamaños verdaderos, ha tenido la más profunda importancia para el progreso de nuestra comprensión del Universo. Antes de que veamos por qué, recordemos las muchas especulaciones sobre la inevitabilidad de que civilizaciones extraterrestres de larga vida se hagan científicamente avanzadas. Supongamos que la profunda y unificadora «Teoría de Todo» que están buscando los físicos modernos existe realmente. Supongamos incluso que las matemáticas son un lenguaje universal de la Naturaleza que es apropiado para expresar dicha Teoría de Todo. Así, cualquier entendimiento pleno de la Naturaleza, cualquier explotación profunda del potencial de la Naturaleza, debe llegar a través de un entendimiento de esas leyes matemáticas que rigen la marcha del Universo. Esta es, por supuesto, una filosofía reconfortante para quienes escuchan, o envían, señales extraterrestres. La búsqueda de señales procedentes de extraterrestres se basa en la creencia en la universalidad de las matemáticas y las leyes de la Naturaleza. Esto no significa que esperamos que los extraterrestres utilicen los mismos alfabetos, o sistemas de numeración, que nosotros. Pero creemos que, en cualquier caso, ellos deben describir por algún medio las mismas conexiones lógicas que describen nuestros propios sistemas, y por ello serán capaces de traducir nuestra descripción a la suya —igual que podemos conversar sobre números con gentes de otras culturas haciendo una traducción—. Por esto es por lo que los mensajes que enviamos —con tantas esperanzas— al espacio utilizan longitudes de onda de la luz que tienen especial importancia para los físicos. La importancia de estas longitudes de onda debería ser apreciada por cualquiera cuyo conocimiento de la materia y la radiación le permita enviar o recibir señales de radio. Es interesante preguntarse cuán razonables son las hipótesis que hay detrás de estas grandes expectativas. Pero admitámoslas por ahora, porque lo que más nos interesa es otra hipótesis implícita: que las civilizaciones avanzadas, de inteligencia similar a la nuestra, serán capaces de deducir las leyes de la Naturaleza con la misma facilidad que nosotros. Tendemos a considerar que estamos en la media de la clasificación del IQ celeste, elevado, reconozcámoslo, por el Einstein ocasional que tanto se aparta del promedio (Figura 4.7). También tendemos a considerar «avanzada» como un elogio generalizado: si saben mucho sobre algo, sabrán mucho sobre todo.

FIGURA 4.7. Un dibujo de Herblock en el Washington Post publicado el 18 de abril de 1955, día de la muerte de Einstein.

Cualquier civilización más avanzada tiene muchas probabilidades de ser más vieja y más inteligente de lo que somos nosotros hoy. Físicos como Ed Witten han hecho la hipótesis mencionada y han argumentado que, dado el tiempo suficiente, los demás tendrían que converger a una Teoría de Todo, si tal teoría existe. Pero quizá no sea así. Nuestro propio progreso en ciencia ha sido acelerado muchas veces por algunas notables circunstancias casuales de nuestra situación en el Universo. La igualdad de los tamaños aparentes del Sol y la Luna es un ejemplo notable.

Uno de nuestros atisbos más claros de una Teoría de Todo lo proporciona la extraordinaria teoría de la gravitación de Einstein: la teoría de la relatividad general. Ésta fue presentada por primera vez en 1915, 228 años después de ser publicada la ley de la gravedad de Newton. La ley clásica de Newton funciona muy bien en todas las situaciones prácticas en la Tierra, porque la gravedad es relativamente débil. Pero, en presencia de fuerzas gravitatorias muy intensas, las trayectorias de los rayos luminosos pueden curvarse y la teoría de Newton no puede explicar lo que se ve. En estas situaciones, la teoría de Einstein es acertada con una precisión impresionante. Pero las diferencias entre las predicciones de la teoría de Einstein y las de la teoría simplificada de Newton son muy pequeñas: incluso en la escala del Sistema Solar, suponen no más que una parte en una cienmilésima, y sólo son observables en circunstancias inusuales.

La teoría de Einstein predice que cuando la luz de una estrella lejana pasa rozando la superficie del Sol, su trayectoria se curvará como si estuviera sintiendo la atracción de la gravedad del Sol. La cantidad de esta «curvatura de la luz» es muy pequeña, y las únicas circunstancias en que podemos verla son las creadas por un eclipse total de Sol. Durante un eclipse, los astrónomos pueden determinar qué estrellas lejanas pueden verse y cuáles están eclipsadas. Puesto que sus posiciones en el cielo en cualquier momento pueden predecirse con mucha precisión, podemos determinar cuánto se ha curvado la luz procedente de una estrella lejana a causa del Sol anotando simplemente las posiciones de las estrellas que habrían sido eclipsadas si la luz viajara en línea recta (Figura 4.8). Sin la coincidencia que crean para nosotros los eclipses totales de Sol, esta predicción de la teoría de la relatividad general de Einstein no podría haber sido comprobada. Einstein hizo estas predicciones sobre la curvatura de la luz estelar en 1916, durante la Primera Guerra Mundial. Afortunadamente hubo un eclipse en 1919, poco después del final de la guerra, y ocurrió frente al mejor campo estelar para poner a prueba las predicciones de la curvatura de la luz.

FIGURA 4.8. Desviación gravitatoria de los rayos luminosos procedentes de estrellas lejanas cuando pasan cerca del Sol. La desviación es el ángulo entre la posición observada de una estrella en el cielo durante el eclipse total (cuando la luz es desviada por la gravedad del Sol) y su posición cuando el Sol está en otro lugar en el cielo (y así el efecto gravitatorio del Sol es despreciable). En el caso del Sol, esta desviación (el ángulo δ) es de aproximadamente 0,000486 grados.

El otro gran éxito de la teoría de Einstein para nuestra comprensión del Sistema Solar, que sirvió para confirmar a los astrónomos de la época la verdad esencial de la teoría, depende también de una rareza del Sistema Solar. Cuando los planetas orbitan alrededor del Sol, sus órbitas no son perfectamente elípticas debido a las perturbaciones que sufre cada planeta por parte de los demás. Los óvalos no llegan a cerrarse, y la órbita siguiente traza un óvalo similar pero ligeramente desplazado respecto a la órbita anterior. Con el tiempo, la trayectoria del planeta tendría una forma de roseta, como la que se muestra en la Figura 4.9. Decimos que la órbita oval «precede». La cantidad de precesión puede medirse por el ángulo entre los ápsides sucesivos de la órbita. Algunas contribuciones a esta precesión se conocían desde la época de Newton. Las mayores proceden de los tirones que recibe el planeta en órbita debidos a las atracciones gravitatorias de todos los cuerpos del Sistema Solar aparte del Sol. Pero a finales del siglo XIX se había planteado un problema embarazoso. Una vez que se habían tenido en cuenta todas las perturbaciones conocidas, la órbita del planeta Mercurio mostraba una misteriosa precesión residual inexplicada. Equivalía a una precesión de tan sólo 43 segundos de arco[33] por siglo.

FIGURA 4.9. Una órbita que precede. La órbita del planeta es aproximadamente una elipse que rota su orientación.

La teoría de la relatividad general de Einstein predecía correcciones minúsculas (de una parte en 100 000) a las predicciones clásicas de Newton relativas a las órbitas de los planetas en torno al Sol. En efecto, muy cerca del Sol, donde la atracción de la gravedad del Sol es más intensa, hay desviaciones minúsculas de la famosa ley de la gravedad de Newton que había predicho que la intensidad de la fuerza gravitatoria del Sol debería decrecer como el cuadrado de la distancia a su centro. La teoría de Einstein predecía que la corrección a la ley de Newton debería producir una precesión de la órbita de Mercurio equivalente a 43 segundos de arco por siglo —exactamente lo que se requería para explicar la persistente discrepancia—. Ahora bien, esta precesión ocurre para todas las órbitas planetarias, pero su magnitud depende de la distancia del planeta al Sol. Cuanto más lejos está el planeta del Sol, más pequeña es la cantidad de precesión que crea la gravedad del Sol. Para todos los planetas de nuestro Sistema Solar aparte de Mercurio (el más próximo al Sol), la precesión es demasiado pequeña para ser observada. Si nuestro Sistema Solar no hubiera contenido un planeta tan próximo al Sol como Mercurio, no se habría alterado el curso de los acontecimientos que condujeron a la evolución de la vida inteligente en la Tierra, pero se nos hubiera robado una oportunidad única de comprobar la verdad de la teoría de la gravedad de Einstein.

La doble coincidencia de la proximidad de Mercurio al Sol y la visibilidad de eclipses desde la Tierra, ocasionada por la similitud de los tamaños aparentes de la Luna y el Sol, ha tenido las más profundas consecuencias para el desarrollo del conocimiento humano. Debido a estos dos accidentes fuimos capaces de poner a prueba la teoría de la gravedad con gran precisión, y utilizarla con confianza para explicar fenómenos mucho más alejados en el Universo. Sin estas coincidencias nos habríamos quedado durante medio siglo con la bella teoría de Einstein como un monumento al ingenio humano, sin ninguna forma de descubrir si era verdadera o falsa. Vemos así cómo aspectos accidentales de una civilización extraterrestre podrían tener consecuencias sutiles y de gran alcance para su desarrollo intelectual. Si se vive en un gran planeta solitario, que da vueltas alrededor de una estrella como el Sol, entonces, para que las condiciones sean suficientemente frías para soportar la vida, dicho planeta debe estar tan lejos de la estrella que su precesión orbital sea demasiado pequeña para que se pueda descubrir una teoría de la gravedad mejor que la de Newton. Sin una luna en una situación muy especial, y del tamaño correcto, no se verían eclipses totales y sería imposible descubrir la curvatura de la luz por la gravedad de su estrella. Y, de hecho, sin la existencia de otros planetas sólo se tendría una visión muy sesgada de todo el asunto de la formación planetaria.

La lección a sacar de este pequeño ejemplo es simple. No hay que suponer que los extraterrestres, por muy avanzados que estén cerebralmente, vayan a descubrir inevitablemente todas las aproximaciones a las leyes de la física que finalmente convergerán en una Teoría de Todo. Muchos de estos descubrimientos requieren la presencia de configuraciones ambientales en las que se manifiestan las diferencias entre aproximaciones sencillas y aproximaciones mejores a las verdaderas leyes de la Naturaleza. Todo lo que se necesita es un planeta cubierto de nubes para que una civilización desarrolle una comprensión maravillosa de la meteorología, sin la más mínima idea de astronomía. Una ausencia de magnetita, o una velocidad de rotación planetaria que sea demasiado lenta para crear un campo magnético apreciable, significa que el desarrollo de una comprensión del magnetismo se retrasaría considerablemente. Una rareza geológica podría significar que los elementos radioactivos estuvieran ausentes o enterrados a una profundidad inaccesible: el resultado sería un impedimento para una comprensión de las fuerzas nucleares débil y fuerte. Por supuesto, es fácil pensar en maneras de superar tales restricciones para nuestro conocimiento si nos fueran impuestas repentinamente aquí y ahora[34]. En realidad esto no importa. Quizá no hubiéramos dado nunca los primeros pasos difíciles por la ruta que llevaba a nuestro estado de conocimiento actual sin las posibilidades únicas que han proporcionado las rarezas de nuestra posición en el Universo. El conocimiento científico en civilizaciones de niveles de madurez muy similares será probablemente muy desigual. Reflejará los caprichos de su entorno local y los problemas que hay que superar para sobrevivir más cómodamente durante largos períodos de tiempo antes de que pudiera iniciarse cualquier investigación científica. La frecuencia de las guerras desempeñará un papel importante en la velocidad del avance tecnológico. El nivel de comprensión que posee cada civilización sobre la escala del Universo, y la naturaleza de sus contenidos, será muy susceptible a quedar truncado por una pobre visibilidad. Debemos recordar que aunque hay razones evolutivas para que los seres vivos promuevan su comprensión del entorno local —por ejemplo, las perspectivas de supervivencia aumentan por la comprensión del movimiento, la electricidad, la inmunología y la radioactividad— ninguna ventaja semejante parece ofrecer el conocimiento de que el Universo se está expandiendo o de que existen los agujeros negros. Quizá un día encontremos una. Si lo hacemos, quizá no sea una ventaja simple y directa. Sospecho que alguna otra ventaja práctica será posible sólo como un subproducto de este conocimiento más esotérico.

El molino de Hamlet. La errante Estrella Polar

[Jacob] tuvo un sueño en el que veía una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con su extremo en los cielos, y que por ella subían y bajaban los ángeles de Dios.

GÉNESIS 28: 12-13

La Tierra no está sola girando sobre su eje en las profundidades del espacio. La Luna y el Sol conspiran para crear un peculiar efecto adicional sobre el movimiento de la Tierra. La rotación de la Tierra hace que desarrolle una panza alrededor de las regiones ecuatoriales, donde son mayores las fuerzas centrífugas de rotación. Puesto que el eje de rotación de la Tierra está inclinado con respecto al plano de su órbita en torno al Sol, el abombamiento ecuatorial de la Tierra tampoco está localizado en el plano de su órbita. Como resultado, el campo gravitatorio del Sol ejerce una fuerza sobre la Tierra que tiende a mover el eje de la Tierra de modo que su abombamiento quede en el plano de su órbita (Figura 4.10).

FIGURA 4.10. Precesión del eje de rotación de la Tierra. La atracción del Sol y la Luna sobre el abombamiento ecuatorial de la Tierra (exagerado aquí) provoca que el eje de rotación de la Tierra preceda lentamente alrededor del polo de la eclíptica cada 26 000 años aproximadamente con respecto a las estrellas lejanas.

Además, el plano ecuatorial de la Tierra no está alineado con el plano de la órbita de la Luna y, puesto que está más cerca de la Tierra, la Luna ejerce un par de fuerzas sobre la Tierra en rotación que es incluso mayor que la que ejerce el Sol. Los efectos de dichas fuerzas sobre la Tierra son similares a los que vemos cuando empujamos una peonza. En lugar de cambiar simplemente la dirección de su eje de rotación, lo que hacemos es que la dirección en que apunta el eje rote, o preceda, en un círculo. La atracción gravitatoria de la Luna y el Sol sobre el abombamiento ecuatorial de la Tierra tiene un efecto similar, y por ello cambia lentamente la dirección del Polo Norte de la Tierra. El polo tarda 26 000 años en completar su círculo de precesión y volver a apuntar en la misma dirección. La tradición sostiene que este fenómeno fue descubierto inicialmente por el astrónomo griego Hiparco el año 125 a. C. Se cree que comparó las posiciones de las estrellas que él observaba en el cielo con las posiciones registradas por otros dos siglos antes, y así descubrió que habían cambiado sistemáticamente. (No obstante, más adelante en este mismo capítulo sugeriremos que pudo haberse dado cuenta de otra manera).

FIGURA 4.11. La trayectoria del Polo Norte celeste visto desde una latitud de 50 grados norte (por ejemplo, la de Praga o Frankfurt). La posición del Polo Norte celeste está trazada (en línea de trazos) para varias fechas antes y después del año 1950 d. C. Actualmente está muy cerca de Polaris, la Estrella Polar.

Una de las consecuencias de la precesión de la Tierra es cambiar la dirección en que apunta el Polo Norte. Actualmente somos bastante afortunados. La posición de la Estrella Polar (Polaris) marcada por sus compañeras, los dos «punteros», es una aproximación muy buena a la posición verdadera del polo celeste exacto. Por el contrario, no hay ninguna estrella situada convenientemente en el cielo austral que señale la dirección del Polo Sur en el cielo. «Polaris» es el término latino para «del polo», y deriva de la palabra griega polos que significa un «pivote» o un «eje», aunque este término no fue utilizado por los astrónomos hasta el Renacimiento. Somos bastante afortunados, porque Polaris es una de las estrellas más brillantes en el cielo —de hecho, la más brillante en un radio de aproximadamente medio grado (el tamaño de la Luna llena) en el cielo durante los 26 000 años que dura la trayectoria de precesión del «polo»—. Durante la mayor parte de esta trayectoria no había ningún candidato cercano para utilizar como Estrella Polar, pero Polaris está actualmente a tan sólo unos 44 minutos de arco del verdadero Polo Norte. Los griegos y los romanos no tenían ninguna Estrella Polar. Shakespeare, que escribía en 1599, hace decir a Julio César que él es «constante como la estrella del Norte», pero esto es un completo anacronismo. Hiparco nos dice, aproximadamente en el año 125 a. C., que «en el polo no hay ninguna estrella». La Figura 4.11 muestra la trayectoria de la dirección del Polo Norte frente a las estrellas, durante el pasado y en el futuro. Dentro de mil años le tocará a Vega ocupar el puesto como estrella más próxima a la dirección del polo, pero los navegantes encontrarán que es una pobre sustituta para Polaris, porque estará a varios grados del polo verdadero.

FIGURA 4.12. Una fotografía de larga exposición dirigida hacia el Polo Norte celeste registra las estelas que dejan las estrellas septentrionales cuando siguen sus trayectorias circumpolares. El Polo Norte celeste es el único punto en el cielo que no se mueve; está muy cerca de Polaris, nuestra Estrella Polar, que está situada convenientemente sobre el vértice del árbol en esta fotografía de Michael McDermott.

Los polos tienen una profunda importancia para muchos de los que observan el cielo. Determinan un eje alrededor del cual parece dar vueltas todo el cielo. En la Figura 4.12 se muestra esto de forma muy gráfica en una fotografía de larga exposición donde aparecen las estelas que dejan las estrellas en sus trayectorias circulares centradas en el eje del polo. Podemos ver cómo Polaris (oportunamente cerca de la copa del árbol en la fotografía) marca el punto central alrededor del que se mueven todas las demás estrellas. No es sorprendente que para los antiguos, y para los pueblos de muchas culturas tradicionales, esta rotación celeste y la dirección alrededor de la cual se hace, tuviera un significado profundo y mágico. El polo era el único objeto estable y fijo en el cielo en un mar de movimiento que amenazaba con desplazarlo y sumirlo en el caos. Los antiguos egipcios lo veían como un camino celeste que llevaba a la vida eterna. En muchas culturas escandinavas y de Eurasia septentrional, la Estrella Polar se llama la «Estrella Clavo» para resaltar su posición fija —«clavada» en el cielo—. En el Imperio Chino, el polo apuntaba al trono del soberano del cosmos, alrededor del cual se disponían las estrellas.

En virtud de su profundo estatus en el centro del cielo, la estrella más próxima al polo se convirtió en fuente de leyendas de todo tipo. Su ubicuidad inspiró a dos historiadores, Hertha von Pechend y Giorgio de Santillana, para atribuir un enorme corpus de mitologías y leyendas antiguas a pronósticos cataclísmicos sobre el gran eje del cielo. Titularon su libro El molino de Hamlet, en reconocimiento de las muchas tradiciones antiguas que comparaban el movimiento circular de las estrellas alrededor del polo celeste con el movimiento de una rueda de molino. Encontramos este motivo en muchas de las leyendas de Siberia y Escandinavia. En el siglo I a. C. hallamos a los astrónomos griegos que se refieren al polo como un lugar donde «los cielos dan vueltas a la manera de una rueda de molino». Armados con este tema mitológico común a varias culturas centrado en un molino mágico en el cielo, y su simbolización de estabilidad y riqueza, Von Dechend y De Santillana se proponen interpretar muchos mitos y fábulas en todo el mundo como identificaciones codificadas de la importancia del eje del cielo. Intentan argumentar que en muchos mitos y creencias humanas sostenidos por culturas separadas —y con ello en las inclinaciones culturales que inducen— hay una homogeneidad que nace de la importancia compartida que atribuyen al eje del cielo. Este es un tema potencialmente más amplio que el estudio que ellos hacen. Las civilizaciones extraterrestres estarán limitadas casi con certeza a vivir en sistemas solares que compartan muchas características con el nuestro: una estrella estable similar, aproximadamente a la misma distancia para crear condiciones suficientemente templadas para soportar la vida, rotando en torno a un eje que apunta hacia dos direcciones privilegiadas («norte» y «sur») en el cielo. Muy bien podrían aparecer mitos, especulaciones e historias no muy diferentes en acento (aunque diferentes, por supuesto, en sus particularidades) de las que encontramos en la Tierra. Aunque los autores de El molino de Hamlet indudablemente se exceden en su búsqueda de un soporte astronómico para cada mito y leyenda humanos bajo el Sol, y su montaña de información histórica representa a veces poco más que una mezcla de asociaciones bien intencionadas, su libro contiene un núcleo de verdad. La lección que nos enseña es que la experiencia humana compartida de los cielos ha dejado su impronta en nuestra imaginación en épocas precientíficas. Los mitos suelen ser intentos de unir los cielos y la Tierra. Las impresionantes imágenes celestes, ya sean de la Luna o del Sol, o del eje del cielo en torno al cual gira el mundo, son experiencias humanas compartidas por muchos. No es casual que constituyan la base de tantas fantasías humanas y anhelos religiosos.

Todos los mitos sobre el eje del cielo se encuentran en culturas que viven en latitudes septentrionales. Hay una razón profunda para ello: una razón que ha tenido consecuencias mucho más amplias para la conciencia creciente del paisaje celeste por parte de la humanidad. El cielo nocturno en los trópicos es muy diferente del cielo en latitudes más templadas. Durante mucho tiempo, exploradores y antropólogos estuvieron intrigados por las diferencias entre los sistemas astronómicos desarrollados por culturas tropicales sofisticadas durante los últimos dos mil años y los encontrados en Europa y Norteamérica. No llegaron a darse cuenta del carácter diferente del cielo a bajas latitudes. Como ya hemos comentado, cuando se ven desde el Ecuador, las estrellas parecen rotar alrededor del polo celeste, dándole la apariencia del centro de las cosas. Cuanto mayor sea la latitud, más alto en el cielo estará el polo celeste. Desde latitudes septentrionales todos los movimientos celestes parecen estar centrados en el polo; pueden verse menos estrellas, pero muchas de ellas son visibles siempre y por ello pueden ser utilizadas como medida del tiempo y como orientación. Los cielos tropicales no son así. Un observador encuentra en ellos que los movimientos de las estrellas reflejan la rotación de la Tierra. En el Ecuador pueden atisbarse todas las estrellas, aunque los polos celestes se pierden en el horizonte. Las estrellas ascienden, alcanzan su cénit y luego descienden y se ocultan. Cuando una estrella asciende, su dirección permanece relativamente constante y ofrece un excelente «punto fijo» para la navegación durante un buen período de tiempo. Hay muy poco movimiento horizontal y el cielo parece muy simétrico. Por esta razón, encontramos que muchas culturas oceánicas imaginaron constelaciones lineales que seguían los caminos ascendentes de las estrellas. Por el contrario, cuando pasamos a latitudes septentrionales los movimientos estelares tienen una mezcla de componentes vertical y crecientemente horizontal, y el cielo parece más asimétrico. La apariencia del cielo nocturno es así, en muchos aspectos, más sencilla para el observador tropical. Él parece estar en el centro de las cosas, por debajo de una bóveda celeste de movimientos en arco que puede utilizar para fijar direcciones de viaje (Figura 4.13).

En el caso de nuestros observadores del Pleistoceno en África no hubiera existido ningún eje polar aparente; las estrellas hubieran pasado sobre sus cabezas, haciéndoles sentirse en el centro del mundo. Sin embargo, aunque se puede ganar una ventaja adaptativa de una sensibilidad a los períodos de la Luna —de modo que las noches de luz de Luna pueden explotarse para la caza, y la vigilancia puede incrementarse en oscuras noches sin Luna cuando el peligro de un ataque por sorpresa es máximo— ninguna ventaja semejante se les ofrecía a los primitivos observadores de estrellas. En las noches más oscuras, la luz de miles de estrellas podría ofrecer cierta comodidad y seguridad. Pero es mucho más útil generar una fascinación por el fuego. Las hogueras ofrecen protección de las bestias, mientras que la luz de la Luna y la luz de las estrellas ayudan a ser visto tanto como a ver. Los moradores terrestres de la sabana no necesitaban navegar de noche. Sólo los marineros y los viajeros nocturnos de largas distancias necesitaban estudiar las estrellas. Pero quizá un interés por las estrellas sea un subproducto inevitable de una fascinación por la Luna. Puesto que una respuesta a las fases de la Luna ofrece ventaja adaptativa, la sensibilidad a la luz de la Luna y de las estrellas sería generada de forma natural en los supervivientes.

FIGURA 4.13. Variación en la apariencia del cielo nocturno con la latitud del observador debida al cambio de posición del polo celeste alrededor del cual parecen rotar las estrellas: (a) en el Ecuador; (b) a latitudes medias; (c) en el Polo Norte.

Luna de papel. Controlando los planetas caóticos

Quizá era ésa la condición necesaria para la vida planetaria: tu Sol debe encajar con tu Luna.

MARTIN AMIS,

Campos de Londres

Hemos visto que la inclinación del eje de la Tierra —la oblicuidad de la eclíptica— es la fuente de nuestras variaciones estacionales. Incluso pequeños cambios en esta oblicuidad pueden tener consecuencias potencialmente catastróficas para nuestro clima. Durante mucho tiempo se ha sospechado que perturbaciones en el período de 26 000 años de precesión de la Tierra, provocadas por la Luna o los planetas, podrían crear pequeños cambios en el ángulo de oblicuidad que, tan sólo con que equivalieran aproximadamente a un grado, serían suficientes para explicar la existencia de las eras glaciales. Esta teoría fue propuesta por primera vez hace sesenta años por un yugoslavo, Milutin Milankovitch, mientras era prisionero del Imperio Austro-Húngaro durante la Primera Guerra Mundial. (Pese a ello, la Academia de Ciencias húngara le permitió proseguir sus estudios en Budapest). Argumentó que cambios pasados en la rotación y oblicuidad de la Tierra alterarían la cantidad de energía solar que llega a diferentes partes de su superficie a altas latitudes y producirían variaciones en temperatura y glaciación que podrían estar correlacionadas con las pruebas geológicas de eras glaciales pasadas. Más recientemente, el comportamiento pasado de la oblicuidad de la Tierra ha sido ilustrado por nuevos estudios, por parte de Jacques Laskar y sus colegas en París, que revelan la importancia de la presencia de la Luna para la habitabilidad de la Tierra.

Sobre períodos de tiempo muy largos, la velocidad a la que precede el eje polar de la Tierra (actualmente unos 50” por año), su oblicuidad y la forma de la órbita de la Tierra alrededor del Sol cambian ligeramente en respuesta al incremento de la distancia de la Tierra a la Luna y a las influencias gravitatorias de los demás planetas. Actualmente el efecto es muy pequeño: la oblicuidad está cambiando a una velocidad de 47” cada siglo. Pero si este cambio se extrapolara hacia atrás tan siquiera medio millón de años, el cambio en la oblicuidad de la Tierra sería enorme —más de 65 grados— y los cambios climáticos absolutamente devastadores: los trópicos dejarían de existir. Por suerte para nosotros, extrapolar hacia atrás la velocidad de cambio actual de la oblicuidad no es una indicación fiable de lo que le sucede durante centenares de miles de años. Su comportamiento es mucho más complejo. Para determinar cómo evoluciona la oblicuidad, debemos considerar otros aspectos del movimiento de la Tierra a los que está ligada. El más importante es la velocidad de precesión, que está determinada por la longitud del día, puesto que es una medida de la velocidad de rotación del planeta. Lo que hace potencialmente azarosa la evolución a largo plazo de la oblicuidad es el fenómeno de «resonancia». Estamos familiarizados con ello en muchas situaciones mundanas. Si impulsamos a un niño en un columpio, hay una frecuencia particular de los impulsos que crea una respuesta del columpio especialmente grande. Esto es una resonancia; se da en cualquier situación en la que la frecuencia con la que se aplica una perturbación externa coincide con la frecuencia de oscilación natural del sistema. Las consecuencias pueden ser a veces devastadoras, como lo fueron para el tristemente famoso Puente de Tacoma en Oregón, que se rompió tras la amplificación resonante de las oscilaciones de torsión del puente provocadas por vientos fuertes. Cuando otros planetas perturban la Tierra con una frecuencia igual a su frecuencia de precesión, se produce resonancia, y puede crear un cambio en su oblicuidad en tan sólo decenas de miles de años. Puesto que la distancia entre la Tierra y la Luna está aumentando continuamente, a una tasa de unos 3 centímetros por año (aproximadamente, la velocidad de crecimiento de las uñas), muchas de estas interacciones resonantes podrían haber ocurrido en el pasado, cuando la Luna estaba más cerca y la Tierra estaba rotando más deprisa.

Simulaciones detalladas por computador de la evolución de la rotación, precesión y oblicuidad de todos los planetas del Sistema Solar han revelado una situación notable. Debido a su extrema sensibilidad a los efectos combinados de las perturbaciones resonantes, la oblicuidad de un planeta puede evolucionar caóticamente durante largos períodos de tiempo en respuesta a pequeñas perturbaciones. Con ella cambian la velocidad de rotación y, como consecuencia, la distorsión de la forma del planeta. Antes de considerar la Tierra, es interesante ver los resultados para Marte. Marte es un objeto más simple para estudiar porque no tiene lunas lo bastante grandes para desempeñar un papel importante en la evolución de su rotación y oblicuidad; probablemente su rotación es primordial, residuo de las condiciones que acompañaron su formación. Precede a 8,26” por año, un ritmo que está próximo a la frecuencia de algunas de sus vibraciones naturales. Como resultado, se espera que su oblicuidad haya variado caóticamente en todo el rango de 0 a 60 grados (véase la Figura 4.14). Por lo tanto, su oblicuidad presente de 24 grados podría haber aparecido a partir de cualquier valor dentro de ese amplio intervalo. La sensibilidad caótica de su precesión significa que no podemos reconstruir su historia pasada antes de 100 millones de años y determinar así su oblicuidad inicial: las incertidumbres en su movimiento actual destruirán con el tiempo cualquier intento de extrapolación adicional al pasado. Ésta es la situación clásica para un sistema físico «caótico». Aunque podamos estar en posesión de una ley exacta que predice el futuro del sistema a partir de su pasado, cualquier incertidumbre en la especificación de su estado pasado se amplificará tan rápidamente que la ley exacta es cada vez menos útil; finalmente, no da la más mínima información sobre el estado futuro del sistema. Del mismo modo, el pasado no puede encontrarse a partir del futuro.

FIGURA 4.14. Rangos de oblicuidad de un planeta y velocidad de precesión de giro que llevan a evolución caótica o regular de su oblicuidad con el tiempo. La precesión de giro está dada en unidades de segundo de arco por año en el eje vertical izquierdo, con el correspondiente período de rotación mostrado en el eje vertical derecho. Se muestran los casos de Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Las regiones oscuras son las que muestran variaciones caóticas; las más iluminadas significan evolución regular de la oblicuidad. En una zona caótica, la oblicuidad puede variar en cualquier parte a lo largo de una línea horizontal dentro de la zona. Típicamente, la anchura entera de una zona caótica será explorada erráticamente en unos pocos millones de años. La situación actual de la Tierra, con la Luna cercana, está representada por un punto con una velocidad de precesión de 55 segundos de arco por año y una oblicuidad de aproximadamente 23 grados. Esto cae cómodamente dentro de la zona regular. Valores actuales para la oblicuidad (inclinación) de cada planeta y período de rotación pueden encontrarse en la Tabla 4.1, en p. 208.

Una evolución caótica similar es válida para Mercurio y Venus. En contraste, la evolución de la oblicuidad de los grandes planetas exteriores (Urano, Júpiter, Saturno y Neptuno) es mucho más estable porque sus velocidades de precesión son mucho menores (menos de 5” por año) y difícilmente se dan fuertes efectos resonantes. Entre estos extremos de caos y estabilidad, que distinguen los planetas interiores de los exteriores, se encuentra el caso único de la Tierra. La evolución de su oblicuidad está dominada por la presencia de la Luna. Si la Luna no existiera, o fuera mucho más pequeña, la oblicuidad de la Tierra evolucionaría caóticamente en todo el intervalo de 0 a 85 grados, permaneciendo durante millones de años por encima de 50 grados. Esto crearía una espantosa situación climática en la Tierra: los polos recibirían mucha menos radiación que el Ecuador. Dado que variaciones pasadas de sólo uno o dos grados han sido suficientes para desencadenar eras glaciales, variaciones de esta magnitud serían catastróficas para la evolución de la vida. Afortunadamente, la Luna existe. Su presencia actúa como una poderosa influencia estabilizadora, y su influencia gravitatoria permite que la oblicuidad de la Tierra no haga nada más espectacular que oscilar unos 1,3 grados en torno a su posición media de 23,3 grados[35] (véase la Figura 4.15). El periodo actual de decrecimiento de la oblicuidad es sólo una bajada en la secuencia oscilatoria. Algún día se invertirá. Sin embargo, no podemos concluir que la oblicuidad de la Tierra ha oscilado siempre en torno a su valor actual porque quizá la Luna no ha estado siempre presente. Podría haber habido un período de evolución caótica de la oblicuidad previo a la captura de la Luna por el campo gravitatorio de la Tierra o a su creación como resultado de un impacto en la proto-Tierra hace 4600 millones de años[36]. Después de dicha captura, su oblicuidad variable habría sido guiada por la Luna hacia un futuro de oscilaciones estables en torno a un valor de 23,3 grados. Una posible historia térmica para los dos casos se muestra en la Figura 4.16.

FIGURA 4.15. Variación temporal esperada en la oblicuidad de la Tierra con la Luna presente (izquierda) y ausente (derecha). La presencia de la Luna conduce a variaciones pequeñas estables (1,3 grados alrededor de un valor medio de 23,3 grados). Si la Luna estuviera ausente, habría variaciones grandes e irregulares. El ejemplo de la derecha fue computado eliminando la Luna del cálculo de la izquierda de la historia en el tiempo cero.

FIGURA 4.16. Variación temporal esperada en el calentamiento solar de la superficie de la Tierra en una latitud de 65 grados norte con la Luna presente (izquierda) y ausente (derecha).

Estos descubrimientos ponen de manifiesto la importancia crucial de una presencia lunar durante escalas de tiempo muy largas. Las moderadas variaciones climáticas de la Tierra están ligadas a los niveles de inclinación y rotación que posee la Tierra. Durante largos períodos de tiempo, la precesión del eje polar de la Tierra está impulsada por su velocidad de rotación y, junto con su oblicuidad, responde ocasionalmente a los otros cuerpos del Sistema Solar. Estas respuestas serían erráticas, cambiando espectacularmente cada 100 000 años o menos, si no fuera por la presencia pacificadora de la Luna. Un clima estable necesita la Luna; en otros mundos en los que haya empezado la evolución de vida compleja, ésta puede encontrarse extinguida, o eternamente paralizada, por la necesidad de adaptarse a enormes variaciones climáticas a menos que también su planeta tenga una luna como pareja de baile.

Marte en sus ojos. Vinieron del espacio exterior

El objetivo de la ciencia no es abrir la puerta a la sabiduría infinita, sino poner un límite al error infinito.

BERTOLT BRECHT

Marte es el cuarto planeta a partir del Sol y el séptimo en tamaño en el Sistema Solar. Recibe su nombre en honor de Ares, el mitológico dios griego de la guerra por razones que no están totalmente claras, pero quizá debido a su color rojo. En nuestras culturas, Marte es sinónimo de extraterrestre. La palabra «marciano» es habitual. El mes de marzo deriva de Marte, y secciones enteras de las tiendas de golosinas están dedicadas a vender barras de chocolate Marte. Esto es curioso. Los grandes planetas como Saturno, Júpiter y Neptuno tienen un perfil terrestre mucho más bajo. ¿Es que sus habitantes han recurrido a una mala agencia publicitaria o podría haber algo en Marte que le haga mucho más fascinante para el terrícola medio? ¿Cómo se convirtió en la personificación de un mundo alienígena?

Marte es fácilmente visible a simple vista en el cielo nocturno. Su brillo es muy variable, como lo es su distancia a la Tierra. Cada 26 meses Marte alcanza su máxima aproximación a la Tierra y podemos enviar allí una sonda espacial con el mínimo gasto de combustible. Por eso es por lo que en 2004 parecía que estábamos viendo naves espaciales de Europa y América haciendo cola para aterrizar u orbitar en torno al planeta rojo. Era una de esas épocas de máxima aproximación.

Aunque es bastante más pequeño que la Tierra, Marte tiene aproximadamente la misma superficie de tierra firme. Tiene dos lunas minúsculas, Deimos y Phobos, que parecen patatas deformadas. Phobos sólo tiene unos meros 22 kilómetros y Phobos unos insignificantes 12 kilómetros de diámetro. Ambos son simplemente asteroides que se acercaron demasiado a Marte y quedaron atrapados por su gravedad.

Nuestra fascinación por Marte ha estado alimentada por sugerentes pautas visibles en su superficie. En otoño de 1877, cuando Marte estaba también próximo a la Tierra, el gran astrónomo planetario italiano Giovanni Schiaparelli (tío de la famosa diseñadora de moda Elsa Schiaparelli) en el Observatorio Brera en Milán creyó que veía cañones naturales (canali) en la superficie de Marte. Cuando sus informes se tradujeron al inglés, canali se convirtió en «canales», sugiriendo que habían sido construidos artificialmente por marcianos locales con fines de irrigación o transporte. Bautizó a las áreas oscuras y brillantes en la superficie del planeta con nombres de mares, cabos y penínsulas terrestres, acuñando nombres exóticos y eufónicos como las Herculis Columnae (Columnas de Hércules), Aurorae Sinus (Bahía de la Aurora) y Solis Lacus (Lago del Sol). Con estos vuelos de imaginación, Schiaparelli había recreado Marte a imagen de una antigua Tierra, preñada de mito y significado. No volvió a ser lo mismo.

Intrigado por los dibujos y detallados informes observacionales de Schiaparelli, el astrónomo americano Percival Lowell añadió peso a esta idea equivocada. En 1894, afirmó que la malla intrincada de marcas superficiales era resultado del trabajo de seres inteligentes que habitaban en el planeta Marte incluso ahora. Lowell expuso sus ideas en tres libros: Marte (1895), Marte y sus canales (1906) y Marte como morada de la vida (1908), y para entonces Marte se había convertido en el lugar más fascinante del Sistema Solar.

Este trabajo preliminar especulativo puso los cimientos para la obra de grandes escritores de ciencia-ficción como H. G. Wells y Olaf Stapleton y un montón de sucesores que continúan hoy con la misma fuerza. El público norteamericano asumió de forma tan entusiasta la idea de marcianos inteligentes que el sábado 30 de octubre de 1938, víspera de Halloween, el joven Orson Welles creó el pánico entre millones de norteamericanos que sintonizaron ya empezada su adaptación radiofónica de La guerra de los mundos de Wells. Llegaron a convencerse de que estaban oyendo informes de una invasión real de América por parte de los marcianos. Un enorme objeto llameante había aterrizado en New Jersey. Los noticiarios entraban en la historia, leídos por actores que describían a los marcianos cuando salían de sus naves espaciales:

Me parecen tentáculos. Allí puedo ver el cuerpo de la cosa. Es grande como un oso y brilla como el cuero mojado. Pero esa cara. Es… es indescriptible. Me resulta difícil mantener la mirada. Los ojos son negros y brillan como una serpiente. La boca tiene forma de V y derrama saliva de sus labios sin bordes que parecen temblar y latir… La cosa se está levantando. La multitud retrocede. Han visto suficiente. Es la experiencia más extraordinaria. No encuentro palabras. Estoy tirando de este micrófono mientras hablo. Tendré que interrumpir la descripción hasta que haya tomado una nueva posición. Aguarden, por favor, volveré en un minuto.

Finalmente, el noticiario real tuvo que llamar a la calma y aclarar la razón del pánico en masa.

Hoy somos nosotros quienes estamos «invadiendo» Marte. Hace tiempo que observaciones detalladas revelaron que los canales de Lowell eran sólo efectos ópticos que engañan al ojo humano que ha evolucionado para detectar pautas, uniendo puntos vecinos para hacer líneas siempre que puede. Pese a todo, los canales serpenteantes son reales. A comienzos de 2004 tuvimos pruebas, gracias a la nave espacial Mars Express, de que hay agua congelada en el Polo Sur de Marte y que probablemente en tiempos pasados la erosión de corrientes de agua labró grandes canales en su superficie. Quizá a gran profundidad bajo la superficie la presión sobre el hielo es suficientemente grande para mantener agua líquida incluso ahora.

Para los astrónomos, gracias a Marte aprendemos las maravillosas propiedades de la Tierra. Marte no tiene tectónica de placas: su suelo es simple. Además, a diferencia de la Tierra, Marte no tiene campo magnético. Esto dejó la atmósfera marciana a merced de un viento de partículas eléctricamente cargadas que se mueven a gran velocidad procedentes del Sol. Poco a poco, este viento barrió la atmósfera marciana, sin dejar prácticamente nada detrás. La atmósfera de la Tierra hubiera corrido la misma suerte de no haber existido nuestro campo magnético. Éste desvía el viento incidente de partículas solares alrededor de la atmósfera, de modo que dependemos de él.

Marte tuvo una historia climática mucho más extrema que la Tierra. La razón es de nuevo notable, como acabamos de ver. Tanto la Tierra como Marte rotan con un eje de rotación inclinado aproximadamente 23-24 grados respecto a la vertical al plano de sus órbitas alrededor del Sol. Pero sin el beneficio del efecto estabilizador de una gran Luna e incapaz de mantener su atmósfera, Marte ha estado sometido a esta historia climática caótica, como testimonian las enormes variaciones en hielo y temperatura de su superficie. Sin la Luna, la vida compleja en la Tierra quizá sólo hubiera podido existir, como la de Marte, en las mentes de otros seres y en las páginas de sus libros de ciencia-ficción.

En el futuro nuestras exploraciones del Sistema Solar se centrarán con un énfasis aún mayor en la superficie de Marte. Y, con ello, el aura de Marte se adornará con nuevas imágenes de un mundo que en un tiempo estuvo vivo pero que muere, sembrando quizá vida en la Tierra y desempeñando un último papel en la creación de mundos como la Tierra, que pueden conocerse a sí mismos.

El hombre que fue Jueves. Los orígenes de la semana

Debo de tener una mente prodigiosa; a veces necesito hasta una semana para decidirme.

MARK TWAIN,

Inocentes en el extranjero

El día, el mes y el año son períodos de tiempo llenos de significado celeste. Si, por algún descuido, perdiéramos la cuenta de estos ciclos, no todo estaría perdido. Nuestra medida del tiempo podría ser reinstaurada pronto porque está anclada en las periodicidades de los cielos que, aunque no exactamente constantes, son lo suficientemente constantes durante largos intervalos de tiempo para cualquier fin práctico. Las escalas de tiempo terrestres, lunares y solares dejaron su impronta sobre los moradores de la Tierra de formas que son independientes de la cultura; posteriormente fueron elaboradas y celebradas de acuerdo con la multitud de respuestas culturales al tiempo. Puesto que reflejan periodicidades reales en el ambiente terrestre, crean una variación a la que es posible adaptarse por grados. Nuestros cuerpos llevan el sello de los cambios diarios y mensuales; nuestro mundo refleja la pauta anual del movimiento de la Tierra alrededor de nuestra estrella local y los flujos y reflujos del agua en una danza incesante con la Luna. Pero no todas nuestras divisiones del tiempo se nos imprimen tan directamente desde fuera. Hay aspectos de nuestra experiencia que han sido estructurados indirectamente por nuestra interpretación de los movimientos celestes, más que por dichos movimientos directamente. El más extendido es nuestro hábito de reunir grupos de días en períodos convenientemente pequeños que llamamos semanas. Hoy, una división de siete días es universal, y en muchas lenguas la palabra para semana es simplemente la equivalente a «siete días»[37]. ¿De dónde procede esta ubicua división?

La duración del mes lunar no corresponde a un múltiplo entero de días; pese a todo, hay claramente una influencia astronómica en los días de la semana —Sun-day (día del Sol) y Mo(o)n-day (día de la Luna) son innegablemente celestes— aunque no haya a la vista en los cielos un ciclo de cambio de siete días exactos. En algunas culturas no occidentales, las «semanas» tenían originalmente longitudes diferentes, y en el pasado algunos regímenes totalitarios occidentales han intentado, sin éxito, redefinir la longitud de la semana. La historia de cómo surgió nuestra semana es curiosa porque muestra una fusión inesperada de dos influencias opuestas. La primera es un intento de resistencia a las influencias celestes sobre los asuntos humanos, mientras que la otra es el abrazo de influencias astrológicas. Veremos que los días de la semana tienen mucho que decirnos sobre los procesos históricos que culminaron en sus nombres actuales.

La más antigua división del tiempo sin ninguna relación con las fases de la Luna fue la de los antiguos egipcios. Como devotos adoradores del Sol, tenían una razón para excluir cualquier influencia lunar de ciertos aspectos de su estructura social. Dividían el año en doce meses de 30 días, cada uno de los cuales se dividía en tres semanas de 10 días, lo que dejaba cinco días especiales para encajar a lo largo del año. Parece que esta división del año en 36 semanas ha tenido básicamente una importancia astrológica; cada semana estaba asociada con una constelación de estrellas particular cuya elevación coincidía con el primer día de la semana.

Si buscamos la fuente de la tradición occidental de la semana de siete días, hay dos hilos, posiblemente entremezclados. Por una parte, está la tradición judía del ciclo de siete días de la creación, que terminaba en el sabbath o día de reposo; por otra, encontramos, en Babilonia y Caldea, la aparición de relaciones astrológicas entre los siete planetas antiguos. Ambas fuentes están situadas en la misma región geográfica y podrían derivar de una fuente común anterior. Algunos han argumentado que la tradición del sabbath judío y las historias de la creación en el Génesis surgieron durante la época de su exilio en Babilonia, tras la destrucción de Jerusalén en el año 586 a. C. La adopción judía del ciclo de siete días estaba ligada a consideraciones particulares de identidad nacional y teología excluyente. Mientras otras naciones en la región tenían fuertes prácticas astrológicas, e hicieron un hábito de adorar el Sol y la Luna como divinidades, parece que esta práctica nunca ha aparecido entre los judíos. Para ellos, la adopción de un ciclo temporal que no estaba ligado al Sol ni a la Luna era una manera de rehuir el culto del Sol y la Luna, y reforzar su creencia en el estatus de dichos cuerpos como objetos creados. Ésta fue una parte importante de la evolución de su pensamiento religioso hacia el reconocimiento de Dios como absolutamente otro e irrepresentable por materiales creados. Si el ciclo semanal se hubiera basado en algún otro período (por ejemplo, un cuarto del ciclo de la Luna), entonces la veneración del sabbath se hubiera encontrado asociada con un ciclo celeste natural[38].

Aunque ésta fue la manifestación final de la observancia del sabbath judío, hay otras huellas bíblicas de un vínculo más antiguo entre el sabbath y las fases de la Luna. Hay cuatro pasajes del Antiguo Testamento que sugieren esta conexión. En el primero (Reyes II, 4,26), el marido de la mujer sunamita le pregunta cuándo piensa visitar a Elisha, «¿Por qué vas hoy donde él? No es Luna nueva ni sabbath». Puesto que el viaje requiere utilizar un asno, esta pregunta se interpreta en el sentido de que normalmente el asno está disponible sólo en sabbath, cuando no se necesita para el trabajo en el campo; por ello se espera que la mujer haga el viaje ese día. Alternativamente, puesto que ella va a buscar al profeta para pedirle ayuda en la curación de su hijo, quizá la Luna nueva o el sabbath son tiempos propicios para buscar la intercesión del profeta. En Isaías (1,3) se mencionan «la Luna nueva y el sabbath» en una lista de observancias religiosas insatisfactorias. En Oseas (2,11), Yahveh lanza una advertencia a Israel: «Haré cesar todo su regocijo, sus fiestas, sus lunas nuevas, sus sabbaths y todas sus solemnidades». Y en Amos (8,5), el profeta denuncia a los mercaderes que censuran las restricciones que impone la observancia religiosa sobre su horario, diciendo: «¿Cuándo pasará la Luna nueva, para poder vender el grano, y el sabbath para dar salida al trigo?»

Estas referencias han llevado a afirmar que el sabbath puede haber sido originalmente el día de la Luna llena o de la Luna nueva. Más tarde, los judíos tuvieron una fiesta en la Luna nueva, pero no con ocasión de la Luna llena. Esto es compatible con que una temprana celebración de la Luna llena haya sido absorbida y sustituida por la pauta más frecuente de la observancia del sabbath. La práctica está prescrita en Números 28: hay que quemar ofrendas al comienzo de cada mes. Superan en mucho el tamaño de las que se requieren en sabbath. Pero esto no nos ayuda a decidir si las celebraciones mensuales precedieron a las del sabbath. El libro del Génesis no hace mención a ninguna de ellas.

La tradición judía marcaba el ciclo de siete días de la semana por la observancia del sabbath como día de reposo y de culto religioso. Con el tiempo, este aspecto de la semana ha llegado a dominar la estructura de las sociedades occidentales. Su testamento más interesante es la cuña que pone entre los asuntos humanos y la estructura de la Naturaleza. Cuando la vida se organiza en torno a un programa creado por el simbolismo humano, está liberada de las restricciones de la Naturaleza y genera cierto espíritu de independencia. Para los hebreos, esta práctica antigua se estableció para reflejar sus creencias sobre la pauta de la creación. Yahveh actuó creativamente durante seis días, y el séptimo descansó. La palabra «sabbath» deriva de shabath, que significa «dejar de trabajar», mientras que la palabra hebrea para semana (shavu’ a) está relacionada con la palabra para siete (sheva). El sabbath estaba dedicado a Dios y se convirtió en el fulcro en torno al que giraban todas las actividades sociales y religiosas. Su origen preciso se ha mostrado imposible de apuntar, pero algunos estudiosos han llamado la atención sobre los antiguos registros babilonios de cosas que estaban prohibidas, incluso para el rey, cada siete días; hay una palabra babilonia similar shabbatum, o shappatum, que significa «el día del resto del corazón», con un significado relacionado con el hebreo. No está claro, sin embargo, si estos tabúes se aplicaban solamente durante meses especiales; tampoco parecen haber sido muy prohibitivos. El examen de un gran número de documentos comerciales babilonios datados revela que no había reducción en el número de transacciones realizadas en esos séptimos días cuando se comparan con los demás. Si había un ciclo babilonio de siete días, tenía una orientación diferente del de los hebreos. La similitud de las palabras hebrea y babilonia para sabbath puede apuntar a un origen común para ambas. Muy probablemente dicho origen habría sido el marcar (por celebración o abstinencia) las Lunas nueva o llena, con cuartos intermedios que poco a poco producían observancias menores. Los hebreos adoptaron esta pauta, inyectándole un significado especial para reforzar su solidaridad nacional y su exclusividad frente a la posible dilución por influencia cultural y matrimonios cruzados. De todas formas, una conexión residual con festivales lunares siguió existiendo y reemergió en tiempos en los que decayó su observancia religiosa. Pese a todo, sus observancias deben haber sido muy diferentes de las de los babilonios en la época del exilio, porque ellos se jugaban su identidad nacional y religiosa respecto de los babilonios en la práctica del sabbath[39]. Su importancia en el Decálogo, segunda solamente por detrás de sus obligaciones hacia Yahveh, muestra la importancia que se le daba.

De hecho, las prácticas astrológicas babilonias se han mostrado tan extendidas como la institución del sabbath judío. Nuestra descripción de los días de la semana deriva de las complejidades de dichas creencias y prácticas. Esto se revela en las conexiones obvias entre los nombres de los días de la semana en muchas lenguas europeas y los de los siete antiguos «planetas» —Saturno, el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus— mostradas en la Tabla 4.2. En el mundo antiguo, los «planetas», o «errabundos», del cielo incluían al Sol y la Luna, junto con los otros cinco cuerpos del Sistema Solar visibles a simple vista. En las lenguas influidas por el latín podemos ver que muchos de los nombres romanos para los días reflejan los nombres de los antiguos planetas. En otras, como el inglés y el alemán, el proceso de traducción ha adoptado los correspondientes dioses o diosas nórdicos como sustitutos de los correspondientes dioses romanos para los planetas. Así Thursday (día de Thor) en inglés, y Donnerstag (Donarstag, día de Donar) en alemán han reemplazado a Júpiter, el dios romano del cielo, por Thor o Donar, el dios nórdico del trueno, que a veces es también conocido por Thunar.

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TABLA 4.2. Palabras que designan los días de la semana que tienen una raíz astronómica en varias lenguas euro­peas. Véase también la Figura 4.7.

En todas estas lenguas vemos la correspondencia directa entre los días de la semana y los siete antiguos planetas en el corazón de la interpretación astrológica, en lugar de la correspondencia con los días de la historia hebrea de la creación que culminó en la institución del sabbath. El sistema astrológico babilonio y caldeo atribuía a cada uno de los cuerpos celestes que «erraban» entre las estrellas un dios que controlaba aspectos de los asuntos humanos. Podemos encontrar una asociación explícita de planetas con días en los antiguos horóscopos babilonios que datan de aproximadamente el 410 a. C. La posterior llegada al sistema actual, y la forma en que se ordenan los nombres de los planetas en nuestra secuencia de días bautizados, es más evidente, aunque curiosamente elaborada. En el siglo II a. C. se estableció un ordenamiento convencional de los siete cuerpos planetarios. Fue dictado según la jerarquía de sus velocidades en los cielos. Los que se mueven a más velocidad tenían los períodos orbitales más cortos cuando se ven desde la Tierra (recordemos que se suponía que todos estos cuerpos, incluido el Sol, describían órbitas alrededor de la Tierra). Esto da la siguiente secuencia descendente (con sus períodos aproximados con relación a la Tierra entre paréntesis):

Saturno (29 años)

Júpiter (12 años)

Marte (687 días)

Sol (365 días)

Venus (225 días)

Mercurio (88 días)

Luna (27 días)

Cabría esperar que este ordenamiento dictara la secuencia de días. Si así fuera, la pauta sería sábado, jueves, martes, domingo, viernes, miércoles, lunes. Pero la secuencia real es diferente. Se obtiene empezando un día cualquiera y saltando luego los planetas de tres en tres para obtener el día siguiente. Por ejemplo, partiendo del sábado nos saltamos jueves y martes para obtener domingo, luego saltamos viernes y miércoles para obtener lunes; luego (volviendo a empezar) saltamos sábado y jueves para llegar a martes, y así sucesivamente, hasta que se han agotado los siete días y regresamos al sábado.

El índice de una obra del historiador Plutarco, que data del año 100 d. C., cita una obra suya titulada ¿Por qué los días nombrados según los planetas siguen un orden diferente del orden real?, pero esta obra se ha perdido. Una discusión posterior por parte del historiador romano Dión Casio habla de una práctica astrológica que probablemente tuvo su origen en Alejandría. La doctrina de las «cronocracias» asignaba cada una de las veinticuatro horas del día a uno de los siete dioses planetarios. El dios que controlaba la primera hora del día tenía también la distinción añadida de ser nombrado «regente» controlador del día. Se creía que la vida de cada persona estaba controlada, hora a hora, por la deidad adecuada, o «cronócrata», bajo la égida del regente que gobernaba ese día.

Estas dos creencias astrológicas son las que determinaron nuestra secuencia de días. Había veinticuatro horas en cada día, y siete dioses asociados con los siete planetas. La primera hora del primer día sería asignada a Saturno, el planeta más alejado. Cada hora subsiguiente se asignaba entonces a los planetas de acuerdo con sus períodos orbitales descendentes. Saturno-Júpiter-Marte-Sol-Venus-Mercurio-Luna-Saturno-Júpiter-Marte-Sol… y así sucesiva e indefinidamente. Pero puesto que 24 no es exactamente divisible por 7 (deja un resto de 3), la vigésimo quinta entrada en la secuencia, que se asigna a la primera hora del segundo día, es el Sol; la cuadragésimo novena entrada, que marca la primera hora del tercer día, es la Luna; la septuagésimo tercera entrada, que marca la primera hora del cuarto día, es Marte; la primera hora del quinto día es Mercurio, la primera del sexto es Venus, y la primera hora del séptimo día vuelve de nuevo a Saturno. La secuencia de planetas asignados como regentes para la primera hora que controla cada día de veinticuatro horas da el orden de los días de la semana astrológica, que mantenemos hasta hoy. Sábado-domingo-lunes-martes-miércoles-jueves-viernes, y así cíclicamente, como se muestra en la Tabla 4.3.

TABLA 4.3. La secuencia babilónica de los días planetarios. La secuencia de siete «planetas» va en orden decreciente de su período orbital en el cielo y por lo tanto empieza con Saturno. El «planeta» que cae en la primera hora de cada día sucesivo es designado gobernante astrológico de dicho día, y la ­secuencia siguiente de siete gobernantes diarios genera el orden de los días en la semana astrológica que todavía utilizamos hoy.

El desarrollo primitivo de las semanas judía y astrológica fue independiente después de los posibles puntos de contacto en su nacimiento. Pero su período común de siete días aseguraba que con el tiempo se fusionarían en un sistema común distinguido solamente por el significado atribuido a días concretos. En el siglo I d. C. había una conexión entre el sabbath y el día de Saturno. Es interesante que la fuerza de la tradición del sabbath judío se manifiesta en el hecho de que los hebreos llamaban Shabtai al planeta Saturno, por la palabra hebrea original para el sabbath. Así, la práctica astrológica de llamar a los días según los planetas se invirtió en este único caso. Pese a todo, la semana astrológica se difundió a todas partes desde Alejandría en el siglo II a. C. Los imperios de Alejandro Magno y de los romanos reunieron a las grandes culturas en torno al Mediterráneo y el Asia occidental. Todas estas culturas estaban relacionadas por la astrología y rápidamente adoptaron el patrón de la semana astrológica. Esta tradición fue finalmente asumida por la Cristiandad y el Islam, y se difundió con sus conversos. Pero la astrología se difundió más rápidamente a través del Imperio Romano que de la Cristiandad, y caló tan fuerte que, incluso cuando se adoptó el cristianismo, no había ninguna esperanza de renombrar los días de la semana para desligarlos de su origen pagano. Es interesante señalar que la asignación astrológica de los días de la semana sigue completa en lenguas como el galés, inglés y holandés, que se hablaban en los márgenes del Imperio Romano, y por ello estaban entre los últimos en sentir la influencia cristiana durante los primeros siglos después de Cristo. Por el contrario, las lenguas habladas cerca del corazón del imperio, donde la influencia de la Cristiandad se extendió rápidamente y con más fuerza, reflejan el deseo de expresar aspectos de la religión cristiana al reemplazar los nombres astrológicos de los días con otros nuevos de significado religioso (Figura 4.17 y Tabla 4.2).

El ejemplo más evidente de esto es la eliminación de cualquier asociación entre nuestro domingo y el Sol. Este día se había convertido en el primer día de la semana para los creyentes cristianos que, si eran también judíos, le dotaban, como al sabbath (sábado), de un estatus especial. Su importancia religiosa deriva de que era el día en el que tuvo lugar la Resurrección —y de aquí su posterior descripción en la Iglesia Primitiva como «El Día del Señor»—. En latín, esto se traduce directamente como dies Dominica, y de ahí en italiano (como domenica), francés (como dimanche), español y portugués (como domingo), y análogamente en muchas otras lenguas. En algunas lenguas, como el ruso, la palabra para domingo es simplemente «resurrección» (voskresénie). Del mismo modo, la influencia del sabbath judío puede encontrarse en otras lenguas, desplazando el día de Saturno con sabbato en griego, con sabato en italiano y con samedi en francés.

FIGURA 4.17. El árbol evolutivo de las lenguas indoeuropeas.

La observancia dual de sábado y domingo en el mundo judeocristiano terminó oficialmente alrededor del año 360, cuando cesó la observancia del sabbath. La decisión de la Iglesia Cristiana de mantener una identidad separada fijando su día de descanso particular en el domingo, para distinguirlo del sabbath judío, muestra la importancia de las identidades de calendario para los movimientos religiosos. La misma tendencia se encuentra en la fundación del Islam. Mahoma escogió el viernes como día sagrado de la semana, copiando presumiblemente la característica encontrada en el judaísmo y la cristiandad. La difusión del Islam en África y Asia conllevó la estructura de siete días de la semana astrológica. Así, seguimos encontrando una difundida diferencia de los días viernes, sábado y domingo en todo el mundo occidental, y en las regiones coloniales del Nuevo Mundo, que refleja las influencias formativas de las tradiciones islámica, judía y cristiana. Una de las cosas más sorprendentes (y frustrantes) para cualquiera que visite Jerusalén es la confluencia de estas religiones en los diversos barrios de la ciudad vieja. Diferentes monumentos e iglesias abren y cierran con ciclos diferentes, y la ciudad entera parece trabajar durante sólo cuatro días a la semana. Recuerdo que me dijeron que éste era un factor que siempre frenaba el ritmo de las negociaciones árabe-israelíes.

La característica más interesante del día sagrado es su influencia sobre los asuntos sociales y civiles. Cada vez que un Estado ha pensado en erradicar la influencia religiosa, ha apuntado al patrón de la semana, y con ello al día sagrado distinguido, sin el cual la comunidad de practicantes de la religión quedaría desorganizada y debilitada. Ha habido en la historia europea dos ejemplos espectaculares, aunque en última instancia infructuosos, de Estados en guerra con las tradiciones religiosas. El primero fue el plan francés, entre 1792 y aproximadamente 1799, para decimalizar el tiempo. Tras la Revolución Francesa de 1789, hubo un deseo de cambio revolucionario en otras áreas de la vida. Científicos y matemáticos franceses habían creado el sistema métrico de pesas y medidas que aún utilizamos hoy. Otros vieron esto como una oportunidad de promover la decimalización del tiempo, introduciendo una división de cada mes en tres ciclos de diez días llamados «décadas»[40]. Esto dejaba el año con cinco días especiales, a tomar tras el último mes del verano, junto con un sexto día cada año bisiesto. El sistema es similar al que se adoptó en el antiguo Egipto, que mencionamos antes. Para consolidar el calendario revolucionario de la nueva República Francesa se renombraron los doce meses, utilizando nombres que describían una típica característica climática o actividad agrícola del mes.

El nuevo «Calendario Revolucionario» fue introducido por decreto oficial el 24 de noviembre de 1793. Se sugirió una decimalización adicional para dividir cada día en diez horas decimales de cien minutos decimales, cada uno de una duración de cien segundos decimales. Esta reforma se propuso con la intención de sustituir la lógica astrológica en el corazón de la semana de siete días. Además, se estableció que el nuevo calendario no debería parecerse al utilizado por la Iglesia Católica Romana u otras iglesias apostólicas. Parece que uno de sus objetivos fue la abolición de la observancia religiosa del domingo. El conflicto posterior entre la Orden Católica de los Dominicos (que recibe su nombre del latín dies dominica o «el día del Señor») y los «decadistas» fue una consecuencia de este propósito. La oposición a la observancia del domingo se hizo draconiana durante el Reino del Terror, cuando se prohibió el cierre de los negocios, la vestimenta especial del domingo y la apertura de las iglesias en el domingo del viejo ciclo de siete días. En 1794, Robespierre intentó instaurar una nueva religión estatal dedicada al culto del Ser Supremo cada décadi. Su objetivo era alterar el centro de gravedad de la vida francesa y reemplazar la influencia de la Iglesia por la del Estado. Sin embargo, tras alcanzar su cénit en 1798, toda la empresa se desintegró poco a poco, y era prácticamente inexistente a finales del siglo XVIII[41]. Su fracaso fue reconocido oficialmente por la reinstauración oficial por Napoleón de la semana de siete días, junto con el domingo como día de descanso, en septiembre de 1805. Se readoptó el calendario gregoriano, ya en uso en Gran Bretaña y Norteamérica, y aún utilizado hoy universalmente.

El otro intento notable de reformar la semana fue la institución de Stalin de la «semana de producción ininterrumpida» en la Unión Soviética en 1929. Aquí había un doble propósito. Uno era evitar un día perdido por semana, en el que toda la maquinaria quedaría ociosa y cesaría toda la producción; el otro era romper la pauta de vida familiar y comunitaria de tal modo que fuera imposible mantener la observancia religiosa tradicional. Stalin se propuso conseguir estos objetivos introduciendo un ciclo de cinco días con cuatro días de trabajo seguidos de un día de descanso. El ciclo no era el mismo para todos. Los días de reposo estaban escalonados a lo largo de la población, de modo que factorías y granjas estaban constantemente en producción, con un 80 por 100 de la población trabajando, y el 20 por 100 descansando, cada día. Al principio, cada uno de los días de la nueva semana de producción fue etiquetado con un número, pero los números fueron pronto reemplazados por colores. Los individuos empezaron a etiquetar a sus amigos, familiares y conocidos por sus «colores». La sociedad se fragmentó en cinco subsociedades cromáticas. Los «amarillos», que tenían su día libre el primer día de la semana, sólo podían socializar con otros amarillos. Las familias se fragmentaron porque se asignaban diferentes días de descanso a diferentes miembros de la misma familia. Los intentos de observancia religiosa fueron cortados por la falta de oportunidades que tenían familias, o comunidades enteras, para reunirse el mismo día.

A pesar de la atención de las autoridades, la «semana de producción ininterrumpida» degeneró con el tiempo en producción débil ininterrumpida. Los trabajadores cuyos deberes, amigos y responsabilidades estaban compartimentados en un único día empezaron a valorar muy poco su trabajo. La ausencia de trabajadores clave que eran necesarios para mantener el equipamiento resultó catastrófica para el objetivo de la producción continua. En 1931, las tensiones internas se estaban agudizando, y Stalin suspendió la reforma, echando la culpa a la irresponsabilidad de los trabajadores y prometiendo la reintroducción de la semana de producción tras un proceso de reexamen y reeducación. Pero nunca se reintrodujo, y la idea general murió por decreto suyo dos años más tarde. Sin embargo, para resaltar el conflicto con la tradición religiosa, no fue reemplazada por la semana de siete días tradicional. En su lugar, dio paso a una semana de seis días —aunque con un único de descanso universal—. Este esquema encontró una resistencia que se hacía más fuerte cuanto más lejos estaba de los centros de gobierno. Las comunidades campesinas siguieron con su ciclo de siete días donde era posible, y finalmente el Estado cedió, reinstaurando el ciclo de siete días con el tradicional «día de resurrección» como día de descanso el 26 de junio de 1940.

Estas batallas por la semana de siete días y su día de observancia religiosa son instructivas. Muestran la fuerza de la tradición cultural para ordenar nuestras vidas. La historia muestra que la estructuración de los días en un ciclo semanal permite que las creencias religiosas establezcan su identidad mediante el artificio de santificar días concretos, o introducir una práctica particular en días concretos (por ejemplo, la antigua tradición Católica Romana de abstenerse de comer carne los viernes). Habría que recordar que no hay ninguna necesidad astronómica de que el ciclo de días sea séptuple. Si entramos en culturas de África, Asia y las Américas que estaban fuera de la esfera de influencia de la primitiva tradición judía y de la astrología mesopotámica, encontramos «semanas» de otras longitudes. En África y América Central, el ciclo semanal se suele estructurar en torno a las comunidades agrícolas y el comercio. El día de mercado es el día más importante, y el ciclo semanal de la vida gira en torno a él. En algunas partes de África la palabra para «semana» es la misma que para mercado. Otra característica interesante de la longitud de los ciclos semanales en algunas civilizaciones no occidentales es su conexión con la base del sistema de recuento utilizado[42]. Ejemplos característicos se encuentran en América Central y del Sur, donde abundaban sistemas de recuento basados en 20 (el número de dedos de las dos manos más los dedos de los dos pies), en lugar de nuestro propio sistema «decimal» basado en 10 (el número de dedos de las dos manos). Tanto los mayas como los aztecas empleaban sistemas de recuento de base 20 y ciclos temporales de 20 días para definir sus semanas; los mayas decidieron dividir su año en 18 semanas de 20 días y 5 días especiales adicionales.

Nos hemos detenido en los orígenes de la semana porque es una institución social extendida cuya raison d’être es desconocida para la mayoría de la gente, aunque domina la pauta de nuestra vida diaria. Su fuente es más sutil que la del día, el año o las estaciones, y su papel en la estructuración de la identidad religiosa es sorprendente; combina huellas de orígenes lunares, pero su forma presente pone de manifiesto la antigua influencia de la astrología como forma de organizar la percepción humana de los sucesos en los cielos. Los astrónomos modernos no encuentran ninguna prueba de conexión astrológica entre las estrellas y las actividades humanas; pero, en cualquier caso, el hecho de que dicha conexión fuera ampliamente creída en el pasado fue razón suficiente para establecer la pauta de las actividades humanas y determinar los nombres de los días de la semana en las culturas occidentales. Una vez más, casi inadvertida, hemos encontrado la impronta de los cielos en nuestras maneras de ser, aunque sea de forma indirecta; esta vez, a través del deseo de nuestros predecesores de dotar de significado a sus movimientos y de relacionar el avance del tiempo en la Tierra con la voluntad de los dioses.

Larga jornada hacia la noche. El origen de las constelaciones

Todos estamos en la cuneta, pero algunos de nosotros estamos mirando a las estrellas.

OSCAR WILDE,

El abanico de Lady Windermere

Hay una parte de la astronomía que todo el mundo conoce. Para algunos, influye en su vida. Hablamos, por supuesto, de las constelaciones: el material de la mitología, los horóscopos y todo eso. La influencia de la astrología en la historia humana ha sido tan grande como la de cualquier otra idea, y los asuntos de algunas naciones aún están influidos de forma importante por proyecciones astrales. Las razones para la aparición de la astrología en el mundo antiguo no se conocen con certeza, y probablemente difieren de una civilización a otra. Los egipcios creían que las estrellas eran otro mundo donde descansaban nuestros espíritus después de la muerte. El diseño y la disposición de las pirámides estaban íntimamente correlacionados con las posiciones de las estrellas en los campos estelares próximos, en un intento de recrear el plan terrenal de la otra vida aquí en la Tierra. Puesto que los movimientos celestes controlan las horas de luz diurna, las mareas y las estaciones, no es completamente antinatural creer que controlan también todo lo demás. Tales supersticiones sobre las pautas de las estrellas han persistido durante muchos miles de años. Las personas parecen tener una inclinación natural a creer que el curso de sus vidas está determinado por fuerzas externas y a identificar pautas invisibles tras las apariencias. Pese a todo, estas mismas imágenes que los antiguos proyectaban en el cielo para ayudarles a identificar grupos especiales de estrellas servían a un fin práctico. La lenta variación en la apariencia del cielo ofrecía a las civilizaciones duraderas formas sofisticadas de seguir el curso del tiempo. Y más importante desde el punto de vista cotidiano era el uso del cielo nocturno como ayuda a la navegación. Esto es esencial para las naciones marineras. Mientras que los viajeros terrestres pueden detenerse a salvo cuando cae la luz y los puntos de referencia se hacen invisibles, los marineros no pueden hacerlo.

FIGURA 4.18. Una versión contemporánea de las constelaciones de Tom Lynham, tomada del Observer.

Muchos mitos peculiares son simplemente reglas mnemotécnicas para identificar la disposición de grupos de estrellas concretos. Las constelaciones tienen nombres que fueron escogidos por otras culturas antiguas, que les adscribían sus propias imágenes. Hoy, no dudaríamos en hacer elecciones diferentes (véase la Figura 4.18). Pero ¿de dónde procedían las constelaciones originales? ¿Quiénes crearon esta variedad en el cielo oscuro nocturno? ¿Cuándo lo hicieron? ¿Y por qué? Irónicamente, al responder a estas preguntas descubriremos que las constelaciones pueden decirnos algo sobre el pasado, incluso si no pueden predecir el futuro.

Podemos precisar cuándo, y dónde, vivían los que idearon las constelaciones recordando que el eje de la Tierra precede cuando ésta gira, como una peonza que cabecea, de modo que el eje polar traza un círculo en el cielo cada 26 000 años. Si consideramos un observador en la Tierra, situado como en la Figura 4.19, el horizonte del observador divide el cielo por la mitad. Sólo la parte del cielo por encima del horizonte es visible en cualquier momento. Si la latitud del observador es de L grados norte, entonces el Polo Norte celeste está situado a L grados por encima del horizonte, y el Polo Sur lo está a L grados por debajo del mismo. La rotación de la Tierra hace que el cielo parezca rotar hacia el oeste en torno al Polo Norte celeste. Las estrellas se levantan en un punto oriental del horizonte, luego ascienden en el cielo antes de alcanzar su punto más alto, después de lo cual descienden para ponerse en un punto del horizonte occidental. La mayoría de las estrellas siguen esta pauta, con estaciones de visibilidad seguidas de estaciones de invisibilidad. Por ejemplo, desde Gran Bretaña y desde gran parte de Europa septentrional podemos ver Orión y Sirio en invierno, pero no durante el verano.

Hay dos grupos de estrellas que no siguen esta pauta de salida y puesta nocturna. Las estrellas dentro de un círculo que se extiende L grados desde el Polo Norte celeste nunca desaparecen por debajo del horizonte. Pueden verse siempre si el cielo está claro. Se denominan estrellas circumpolares del norte. Para los observadores europeos incluyen la Osa Mayor y Casiopea. Por la misma razón, hay un grupo de estrellas circumpolares del sur dentro de una región circular de la misma extensión angular alrededor del Polo Sur. Nunca las ve el observador de nuestra figura, porque nunca se levantan sobre su horizonte. Así, la Cruz del Sur no puede verse desde Europa septentrional, incluso si es visible en Tasmania. El tamaño de estas regiones siempre visibles y nunca visibles, y con ello el número de estrellas abarcadas por ellas, varía con la latitud del observador. Cuanto mayor es la latitud, mayores son las regiones circumpolares del cielo, como puede verse en la Figura 4.19.

FIGURA 4.19. La esfera celeste. El observador está situado a una latitud de L grados norte. Sólo la mitad de la esfera celeste es visible para el observador en cualquier momento. Algunas estrellas están tan próximas al Polo Norte celeste que nunca desaparecen bajo el horizonte. Son las estrellas circumpolares. Un segundo grupo de estrellas, llamadas estrellas circumpolares sur, nunca son vistas por el observador porque no se levantan por encima del horizonte. Véase también la Figura 4.13 en p. 245.

El camino anual del Sol puede superponerse a esta imagen. Como ya hemos visto al discutir las estaciones, el eje de rotación de la Tierra está inclinado con respecto al plano de su órbita alrededor del Sol. Así, desde una perspectiva terrestre, el Sol traza en la esfera celeste un círculo máximo que está inclinado hacia el ecuador celeste, como se muestra en la Figura 4.20. Este camino en la esfera celeste estaba dividido en tiempos antiguos en los doce signos, o «casas» del zodiaco, por las doce constelaciones por las que pasaba el Sol por orden en su viaje anual alrededor de la Tierra. (Recordemos que, en tiempos antiguos, se creía que la Tierra estaba en el centro del sistema solar). Estos doce signos se siguen utilizando hoy en las columnas astrológicas de las revistas populares. De hecho, los signos del zodiaco difieren de las constelaciones del zodiaco, incluso si comparten los mismos nombres. Las constelaciones son grupos destacados de estrellas que tienen una forma fácil de advertir. Tienen diferentes tamaños y contienen diferentes números de estrellas. Los signos del zodiaco, por el contrario, son sectores de la eclíptica del mismo tamaño: cada uno de los doce signos cubre una zona de 30 grados (de modo que el total, 360 grados, cubre todo el círculo), y por convenio se toman de 18 grados de anchura. Inicialmente, había una clara correspondencia aproximada entre cada signo y la constelación que llevaba el mismo nombre. Pero había muchas más constelaciones antiguas tradicionales que signos del zodiaco, y cabe especular que en esto vemos prueba de dos hilos de invención que con el tiempo se entremezclaron. Aunque los fines astrológicos podían satisfacerse con una neta división en doce partes, las necesidades de la navegación podían ser menos predecibles y cambiar con el tiempo. De esta manera, podrían ser necesarias adiciones al esquema astrológico y, una vez hechas, serían duraderas.

FIGURA 4.20. Trayectoria del Sol en la esfera celeste. Su trayectoria anual es un círculo máximo llamado eclíptica. Los antiguos dividieron la eclíptica en doce constelaciones, las denominadas casas del zodiaco, para representar gráficamente la trayectoria del Sol.

La dirección del polo celeste cambia lentamente, trazando en el cielo un círculo de un radio angular de 23,5 grados cada 26 000 años. Como ya se ha dicho, la dirección de este polo se hace aparente como el eje alrededor del cual giran todas las estrellas. Así, en el pasado lejano los observadores de estrellas habrían visto una dirección diferente de la que vemos hoy como centro de las estrellas giratorias. Si encontramos un registro antiguo de observaciones detalladas del cielo, la fecha de su autoría puede calibrarse aproximadamente viendo qué estrella se está utilizando como indicador más próximo al Polo Norte celeste. Hoy, esa estrella es Polaris, pero en el 3000 a. C. habría sido Alpha Draconis. Conociendo estas características del variable cielo nocturno, los astrónomos han tratado de descubrir quién «creo» las constelaciones antiguas. El método es simple. Si examinamos la pauta antigua de las constelaciones con nombre en los hemisferios septentrional y austral, mostrada en la Figura 4.21, encontramos que hay una región del cielo austral que está vacía de constelaciones antiguas. Los atlas estelares modernos muestran que esta región se ha llenado con adiciones hechas durante los últimos siglos[43]. (En las Láminas 18 y 19 se muestran dos bellos mapas coloreados a mano del cielo medieval cristianizado, dibujados por Andreas Cellarius en 1660). Mirando de nuevo la Figura 4.19, vemos que este estado de cosas es de esperar. Un observador en una latitud L grados norte no puede ver un disco circumpolar de estrellas de un diámetro angular de 2L grados, centrado en el Polo Sur celeste. Así, el tamaño de la región vacía de constelaciones antiguas nos dice algo sobre la latitud en la que vivían quienes hicieron las constelaciones. El diámetro de la zona vacía en el cielo subtiende aproximadamente 72 grados, de modo que quienes hicieron las constelaciones deberían encontrarse próximos a una latitud de 36 grados norte. También podemos datarlos. La región vacía no está centrada alrededor del Polo Sur celeste actual, ni esperaríamos que lo estuviera: la lenta precesión de la dirección del Eje polar en el cielo lo rota en un ciclo de 26 000 años. Deberíamos esperar que la zona vacía esté centrada en la dirección del polo celeste en la época que estaban observando quienes hicieron las constelaciones. Se encuentra que el centro de la zona vacía coincide con la posición del Polo Sur celeste en el período 2500-1800 a. C. (Figura 4.22). Queda ahora una pregunta: ¿quiénes eran?

FIGURA 4.21. Las constelaciones antiguas de los cielos septentrional y austral.

Es fascinante que exista un cuerpo adicional de evidencia literaria que utilizaron Edward Maunder, en 1909, y más recientemente Michael Ovenden, en 1965, para estrechar más las civilizaciones candidatas[44]. La primera descripción completa de las constelaciones antiguas, excluyendo las posiciones exactas de las estrellas individuales, se encuentra en un poema de Arato de Soli titulado Los Phaenomena («Las Apariencias»), publicado hacia el 270 a. C. Su lista de constelaciones corresponde, en casi todo, a las 48 enumeradas por el gran astrónomo Ptolomeo, junto con sus posiciones, en su catálogo de 137 d. C. Es fascinante saber que san Pablo, que como Arato era natural de Cilicia, estaba familiarizado con esta información, porque cita los versos de apertura del poema de Arato en su alocución al Tribunal Ateniense del Aerópago en la Colina de Marte, que está recogida[45] en el Nuevo Testamento (Hechos 17). Arato se educó en Atenas, y su obra habría sido bien conocida para un público instruido. La cita aumentó la credibilidad de Pablo al mostrar su conocimiento de la literatura griega, y su contenido concreto ofrecía un punto favorable en el que empezar su sermón sobre la identidad de su «dios desconocido».

Las constelaciones de las que escribe Arato no eran creación suya. Su poema fue escrito como un tributo a Eudoxo. Versificaba la famosa exposición de las estrellas de Eudoxo, también titulada los Phaenomena, que había sido escrita más de un centenar de años antes. Y, de hecho, a juzgar por otras referencias de pasada a constelaciones concretas en su literatura[46], los griegos estaban familiarizados con las constelaciones al menos un millar de años antes de Cristo.

FIGURA 4.22. La zona del cielo austral que está vacía de constelaciones antiguas. N marca la localización actual del Polo Sur celeste; H marca su posición en la época en que Hiparco observaba el cielo (190-120 a. C.); C marca el centro de la zona circular del cielo (marcada 36Q) que está vacía de constelaciones cuando se ve desde una latitud de 36 grados norte. La zona circular (marcada 31Q) demarca la región del cielo que Hiparco no pudo haber visto, suponiendo que él observara desde Alejandría (latitud 31 grados norte). Los segmentos recortados por la intersección de los dos círculos dan las regiones del cielo que veían los creadores de constelaciones, pero que Hiparco no podía haber visto, y viceversa.

Eudoxo de Cnido vivió entre el 409 y el 356 a. C., y fue uno de los más grandes matemáticos del mundo antiguo. Es más conocido como autor del quinto libro de la obra geométrica de Euclides, los Elementos. Fue atraído al estudio de la astronomía por el desafío que planteó Platón a los matemáticos para explicar los ordenados movimientos celestes. Además de sus dos importantes tratados astronómicos sobre la apariencia de los cielos, también es famoso por dejar a sus sucesores un globo grabado, «la esfera de Eudoxo». Lo utilizó para estudios astronómicos y probablemente contenía la eclíptica, el Ecuador, las estrellas conocidas y los nombres de algunas constelaciones. Debe haber sido el prototipo del moderno globo celeste que utilizan los astrónomos para representar en forma tridimensional la información contenida en la Figura 4.19. Por desgracia, ni sus escritos ni su esfera sobreviven. No obstante, sabemos mucho sobre ellos gracias al poema de Arato, que fue encargado en el 270 a. C., por el rey Antígono Gonadas de Macedonia como un tributo póstumo a Eudoxo. Al autor se le encargó hacer un tributo en verso que incorporase el contenido astronómico del estudio de los cielos de Eudoxo. Puesto que el autor no era astrónomo, sigue de cerca el original de Eudoxo y ofrece una guía del cielo muy detallada, constelación por constelación.

FIGURA 4.23. Mapas de las constelaciones de Carl Swartz, de 1809, que muestran la zona vacía en el cielo austral, de lo que dedujo que quienes crearon las constelaciones vivían a 40 grados de latitud en Bakú.

Ciento cincuenta años más tarde, Hiparco de Rodas, el más grande de los astrónomos griegos (descubrió la precesión del Eje Polar de la Tierra) estudió el poema de Arato. Quedó intrigado por lo que encontró. Ni Arato ni Eudoxo podían haber visto la disposición de constelaciones allí registrada. Describían disposiciones de estrellas que nunca aparecían sobre el horizonte en la época en que escribieron. Además, había otras estrellas, ahora obvias para Hiparco, de las que Arato no hacía ninguna mención. Hay una explicación para estas discrepancias. Las constelaciones fueron identificadas inicialmente por astrónomos muy anteriores a Eudoxo. Y, como resultado de la precesión del eje de rotación de la Tierra, el cielo que veían era significativamente diferente del cielo visto por Eudoxo, Arato e Hiparco. Incluso es posible que Hiparco hubiera empezado a desvelar el fenómeno de la precesión polar de la Tierra al tratar de reconciliar los datos de Eudoxo, en el poema de Arato, con lo que él conocía del cielo en su propia época, aunque no hay prueba directa de esto.

Es evidente que mediante un análisis cuidadoso de las constelaciones incluidas y omitidas se podría determinar a partir del poema de Arato la época para la que ofrece una descripción correcta del cielo. En 1965, el astrónomo escocés Michael Ovenden realizó este análisis de las descripciones astronómicas en la obra de Arato para deducir la latitud y la fecha de los creadores originales de la información que daba el poema de Arato sobre las constelaciones. (Un colega comprobó el análisis). Ovenden encontró una latitud entre 34,5 y 37,5 grados norte, y una época entre 3400 y 1800 a. C. Esto concuerda extraordinariamente bien con las anteriores deducciones extraídas de la ausencia de antiguas constelaciones australes (2500-1800 a. C.), y ofrece una confirmación de la idea de que los creadores de constelaciones originales vivían en una época y en una región. Precedieron a Eudoxo en miles de años. Eudoxo debe haber repetido meramente la información que heredó de ellos sin ponerla a prueba frente a las observaciones. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que describía pautas de estrellas que no eran visibles para él y omitía otras que lo eran. Arato hizo lo mismo, pero difícilmente se le podría culpar, después de todo, él no pretendía ser un astrónomo.

En 1984, un colega de Ovenden en Glasgow, Archie Roy, llevó a cabo un estudio más detallado de la época astronómica a la que se refiere el poema de Arato utilizando las frases concretas del poema para deducir cómo los Trópicos de Cáncer y de Capricornio, y el Ecuador, intersecan a las constelaciones. Para apreciar el detalle que se puede conseguir con este tipo de análisis, consideremos la información que da el poema sobre el Ecuador (que se identifica en las tres primeras líneas); Arato da una especificación detallada de las constelaciones asociadas:

En medio de ambas, enorme como la Vía Láctea,

un círculo divide la Tierra en dos,

y en él dos veces son iguales días y noches,

cuando termina el verano y cuando empieza la primavera.

Como marca allí yace el Carnero y las rodillas del Toro,

el Carnero se extiende a lo largo del círculo,

pero sólo aparecen las patas encogidas del Toro.

Y, en ella, el brillante cinturón de Orión,

la curva brillante de la Serpiente de agua; el Cuenco

aunque pequeño, el Cuervo y algunas pocas estrellas de las Garras.

Las rodillas del Serpentario están en el límite.

No comparte el Águila, mensajera

del poder que vuela en la noche, al trono de Zeus.

En ella se revuelven la cabeza y el cuello del Caballo.

Roy tomó este pasaje, junto con otros dos que tratan de las intersecciones de los Trópicos de Cáncer y de Capricornio, y utilizó la información para programar un planetario que recreara las apariencias de los cielos nocturnos entre el presente y el año 5000 a. C. Hay una sorprendente convergencia de todas las frases con la apariencia del cielo en las latitudes mediterráneas de interés, tal como se habrían observado entre aproximadamente el 2200 a. C. y el 1800 a. C.

Hemos seguido tres líneas de investigación diferentes que apuntan a la misma localización y marco temporal para los creadores de constelaciones. Evidentemente, Eudoxo no podría haber ideado la famosa esfera que lleva su nombre y de la cual derivaban en última instancia las posiciones de las estrellas en el poema de Arato. La astronomía encarnada en su esfera, y quizá la propia esfera, deben haber sido heredadas de otra civilización cuyos astrónomos estaban activos más de mil quinientos años antes de que naciera Eudoxo. Esa esfera fue grabada probablemente para permitir que un navegante utilizara las constelaciones para fijar una ruta recordando el orden en que aparecían y se ponían en el horizonte. Esto habría sido particularmente útil porque, a diferencia de los marinos de hoy, a ellos les hubiera faltado una estrella polar conveniente para guiarlos.

Una interpretación de este notable conjunto de pruebas es que los antiguos creadores de constelaciones realizaron las figuras astrológicas y mitológicas en el cielo como una encarnación de sus propios espíritus, héroes y demonios familiares, y organizaron su paisaje de una forma general y fácil de recordar para sus propios fines de navegación. El poema de Arato está lleno de alusiones a los peligros en el mar, lo que implica que los creadores de su astronomía eran una raza de marinos que necesitaban una comprensión del cielo para fines de navegación. Pueden haber sido los inventores de las constelaciones, o pueden haber adaptado un esquema mitológico más primitivo de nombres de estrellas a un sistema de uso práctico para navegantes. Una tradición afirma que Eudoxo obtuvo su esfera, o la información necesaria para construirla, durante sus viajes por Egipto, pero no se ha encontrado nada similar en la enorme colección de restos de la antigua civilización egipcia. Incluso así, si Eudoxo la recibió durante su vida, ¿por qué los egipcios le dieron una información sobre el cielo que estaba miles de años desfasada? Ellos mismos no podrían haber visto estas figuras en el cielo. ¿Eran ellos conscientes de que le estaban dando un modelo inferior y muy desfasado? Si es así, ¿dónde está la prueba de otros modelos mejores que estuvieran utilizando? Es más probable que también ellos hubieran heredado algo que no entendían por completo. Incluso si supieran que no describía el cielo que podían ver, fueron incapaces de corregirlo mediante otras observaciones. De modo que ¿por qué no obtuvieron una nueva versión de sus suministradores originales? Para ofrecer algunas respuestas posibles a estas preguntas tenemos que estrechar la lista de candidatos para los primeros creadores y usuarios de constelaciones.

Dejemos la astronomía, y volvamos a la geometría y la historia. La línea de latitud de 36 grados, que identificamos como el hogar de los creadores de constelaciones, corre a través del Mediterráneo y el Próximo Oriente (véase la Figura 4.24). Había varias antiguas civilizaciones avanzadas próximas que podrían haber establecido las constelaciones antiguas como ayudas para la navegación. Los fenicios, que vivían en la región ahora denominada Líbano, pueden descartarse pues, a pesar de su historia como comerciantes y marinos, su civilización tuvo su período dorado más de mil años después de la época del 2500 a. C. en la que estamos interesados. Por el contrario, aunque los antiguos egipcios fueron sobresalientes en sus logros matemáticos y técnicos en esa época, su latitud está por debajo de los 32 grados norte; esto parece demasiado al sur para que ellos hayan sido los creadores de constelaciones. Los babilonios son ciertamente mejores candidatos. Ellos han dejado miles de tablillas cuneiformes que detallan sofisticados estudios matemáticos y astronómicos que se remontan al 3000 a. C. Además, sus intereses astrológicos eran fuertes. Tenían un interés especial en registrar las posiciones y figuras de las estrellas, porque creían que los asuntos humanos estaban controlados por ellas; ya hemos visto que su preocupación por la jerarquía de los planetas dio forma a la estructura de su semana astrológica de siete días. Sus registros escritos dan copiosa información sobre las estrellas y asocian algunas de ellas con las mismas imágenes que utilizamos hoy. Las frases del poema de Arato parecen ser completamente compatibles con el cielo tal como se ve desde la latitud de Babilonia en torno al 2500 a. C. Parece haber poca duda de que los temas representados por las antiguas constelaciones estaban profundamente inmersos en la cultura sumeria de Mesopotamia en esa fecha. Otro indicador está contenido en los nombres de las propias constelaciones. Se han descubierto en la vecindad del río Éufrates tablillas astronómicas que datan de aproximadamente el 600 a. C. Dan nombres griegos para las constelaciones, pero las imágenes que representan las figuras de estrellas son mucho más antiguas. Por ejemplo, la constelación que seguimos llamando Tauro, «El Toro», es mencionada en estas tablillas como el «Toro al frente». En esa época, el año se medía a partir del comienzo de la primavera, que estaba definido por el equinoccio vernal (el día en que hay horas iguales de luz diurna y oscuridad). Esto, como el equinoccio de otoño, ocurre cuando la eclíptica interseca la proyección del Ecuador terrestre sobre el cielo.

Actualmente, el Sol está en la constelación de Piscis en el equinoccio vernal, pero en la época de Hiparco estaba en Aries, y Ptolomeo hace de Aries la primera constelación del Zodiaco. La descripción «Toro al frente» indica que el nombre del Toro se le dio a la constelación cuando estaba al frente del año —en el momento del equinoccio vernal—. Si calculamos cuándo estaba el Sol en la constelación de Tauro durante el equinoccio vernal obtenemos 2450 a. C.: casi dos mil años antes de que se grabaran las tablillas y en notable acuerdo con nuestros otros indicadores sobre el origen de las constelaciones. Además, en esta temprana época hay una lógica para el resto del cielo: en el solsticio de verano, el Sol estaba cerca de Regulus, la estrella más brillante en Leo; en el equinoccio de otoño, estaba cerca de Antares, la estrella más brillante en Escorpio, y en el solsticio de invierno estaba próximo a Formalhaut, la estrella más brillante cerca de Acuario, la corriente de agua.

FIGURA 4.24. Líneas de latitud que atraviesan el Próximo Oriente.

Éste no es el fin de la historia. Aunque quizá los babilonios hayan sido los que dieron la forma original a las constelaciones, sus actividades marinas parecen demasiado pequeñas, y están en las latitudes equivocadas para hacer gran uso de los elaborados sistemas de constelaciones descritos por Eudoxo y Arato. Esta disonancia llevó a Roy a buscar otra antigua civilización marina que podría haber adoptado y mejorado el sistema astrológico de los sumerios para usar en la navegación por el Mediterráneo. Hay sólo una civilización candidata en la latitud correcta (aproximadamente 36 grados); se encuentra a menos de 1800 kilómetros al oeste de Babilonia, en la isla de Creta —el hogar de los minoicos.

Hasta principios del siglo XX, el reino de Minos significaba poco más que la tierra perdida de la Atlántida; el hogar de figuras míticas como Dédalo e Ícaro, o del gran Minotauro, mitad toro y mitad humano, que moraba en el Laberinto. Luego, poco a poco, los arqueólogos empezaron a probar las sospechas previas de una gran cultura innovadora, centrada en Creta. Pueden encontrarse referencias a actividades comerciales entre Creta y otras culturas mesopotámicas tan tempranas como el 2350 a. C.; su comercio con Egipto era extensivo, y se han encontrado tesoros de origen egipcio entre las ruinas del palacio minoico en Knossos. La gama de materiales de construcción no indígenas que utilizaban da una idea de navegación extensiva en toda la región mediterránea. Pero cuando estaba en su apogeo, esta sofisticada cultura tuvo un final súbito y catastrófico. Aproximadamente en el 1450 a. C. un gran desastre natural llevó a su civilización a una caída en picado. Habían capeado un primer terremoto hacia el 1700 a. C. pero el desastre que siguió parece haber sido de otra magnitud. En esa época tuvo lugar una enorme erupción volcánica en la isla de Thera en el Egeo, y se produjo una explosión que dejó un cráter de cientos de metros de profundidad que abarcaba casi un centenar de kilómetros cuadrados. Las cenizas, residuos, temblores y enormes olas que produjo acabaron con los minoicos. Sus viejos puertos muestran evidencia de una espectacular compactación y movimiento de piedra. Lo que no fue destruido cayó presa de otros invasores; de repente, la más avanzada civilización europea de su tiempo había desaparecido.

No se ha encontrado ningún documento o aparato astronómico entre las ruinas de Minos que pruebe que los minoicos fueran los grandes navegantes y usuarios de constelaciones alrededor de quienes giraba el cielo en el tercer milenio antes de Cristo. Pero ellos encajan perfectamente. Sus horizontes comerciales se estaban agrandando en el 2500 a. C.; vivían en el paralelo 36; sus habilidades de navegación y construcción dan la impresión de ser capaces de adaptar y superar cosas que aprendían de otras culturas. Tenían fuertes vínculos comerciales con Babilonia y habrían estado expuestos a su patrón astrológico de constelaciones. Roy conjetura que la fuente del globo celeste que Eudoxo encontró en Egipto, con su misteriosa imagen fosilizada de los cielos como sólo podrían haberse visto dos mil años antes, era Minos. Si así fuera, se aclara la razón por la que nunca fue reemplazado por una versión actualizada. En el período entre el 2500 a. C. y la visita de Eudoxo, más de dos mil años después, la civilización minoica había sido completamente destruida. Y de su hallazgo de estrellas no queda nada salvo la historia de Eudoxo.

Incluso si esta historia ofrece la explicación para el diseño global y la cubierta celeste de las antiguas constelaciones, hay aún muchas posibilidades para el desarrollo de las diferentes constelaciones, ya aparecieran al mismo tiempo o sobre un período dilatado. Alex Gurstein, un historiador ruso de la astronomía antigua, ha tratado de explicar la aparición de constelaciones concretas en épocas muy anteriores considerando su lugar como marcadores de características astronómicas clave del cielo. Estos marcadores cambian durante miles de años debido a la precesión del eje de rotación de la Tierra, y así se definen nuevas constelaciones como marcadores en diferentes milenios. No se sugiere que estos antiguos observadores del cielo tuvieran que comprender el fenómeno de la precesión. Probablemente atribuían la carencia de grupos de estrellas bautizadas en puntos especiales del cielo a descuidos de generaciones anteriores, o quizá incluso a grandes cambios en los cielos debidos a la voluntad de los dioses celestes.

Gurstein propone que observaciones astronómicas del movimiento del Sol a lo largo de la eclíptica —la denominada via Solis— habrían establecido una correlación entre la apariencia del cielo nocturno y las estaciones del año. Esto habría conducido de forma natural a la identificación de cuatro grupos de estrellas especiales, uno por cada estación. Los cambios estacionales están marcados por el equinoccio vernal, el punto del solsticio de verano (cuando el Sol alcanza su máxima altura en el cielo a mediodía), el equinoccio de otoño y el punto del solsticio de invierno (cuando el Sol está más bajo en el cielo a mediodía). Se habrían apreciado cuando se hiciera evidente que el movimiento anual del Sol en el cielo permite predecir con fiabilidad los cambios estacionales. Gurstein cree que la identificación de las primeras constelaciones se hizo básicamente para marcar áreas importantes de la esfera celeste, más que para unir simplemente grupos de estrellas brillantes, por razones simbólicas o para navegación. La precesión de 26 000 años de la Tierra hará que la posición de los marcadores de las cuatro estaciones cambie durante miles de años y requerirá que se introduzcan nuevas constelaciones marcadoras. Mientras tanto, el plano de la eclíptica permanece prácticamente invariante en el cielo. Por consiguiente, las constelaciones marcadoras se mueven en sentido contrario a las agujas del reloj a través de los signos del zodiaco (que literalmente significa «círculo de animales»), atravesando un signo cada 26 000/12 = 2140 años. Por lo tanto, las mismas estrellas marcadoras definirán los equinoccios y solsticios razonablemente invariantes durante aproximadamente dos mil años.

Gurstein investigó los símbolos religiosos y mitológicos concretos que eran dominantes en las sociedades conocidas en diferentes épocas y que habrían llevado a la elección de criaturas para expresar las estrellas marcadoras. Probablemente una clave para la cronología procede también de los tamaños de las constelaciones en el cielo. Las más grandes tenderían a ser las primeras en escogerse como marcadoras. Él concluye que las cuatro primeras constelaciones en el camino del Sol se escogieron durante el sexto milenio antes de Cristo, posiblemente dentro de la región de la Tierra que difundió la cultura y las lenguas indoeuropeas.

Estudio en escarlata. Las fuentes de la visión del color

Tengo miedo de la oscuridad y sospecho de la luz.

WOODY ALLEN

En el capítulo segundo examinamos algunas de las restricciones que impone la habitabilidad de un cuerpo celeste. Dos propiedades se revelaban importantes para la evolución y mantenimiento de la vida basada en átomos en una superficie planetaria sólida y estable: la existencia de una estrella estable en la «secuencia principal», como el Sol, y la presencia de una atmósfera gaseosa. Una tercera propiedad, una rotación del planeta en torno a su eje, es muy probable; se necesitaría una improbable combinación de circunstancias para impedirla. Esperaríamos que éstas fueran características de los planetas en donde es probable la evolución espontánea de la vida. Pero estas propiedades se combinan para crear una propiedad del ambiente planetario resultante que puede dar lugar a una adaptación tan inesperada como trascendental.

La mezcla de longitudes de onda emitidas por una estrella estable como el Sol; la alternancia diaria de períodos de luz y oscuridad debida a la rotación planetaria, y la dispersión y absorción de la luz estelar por una atmósfera planetaria: estos procesos se combinan para dar condiciones de iluminación en la superficie del planeta que hacen ventajosa y adaptativa la evolución de un tipo particular de visión del color.

Si consideramos la recepción de la luz solar dispersada en la superficie de la Tierra, sabemos que buena parte de la energía radiante del Sol es absorbida por el vapor de agua y el ozono en la atmósfera. La intensidad de emisión del Sol tiene su máximo en la región azul-verde del espectro de colores (Figura 4.25), pero la dispersión de la luz por las moléculas en la atmósfera de la Tierra afecta más a las longitudes de onda más cortas (índigo, azul y verde); de modo que no llegan a nuestros ojos y por ello el disco del Sol aparece amarillo. La luz azul dispersada es la que hace azul el resto del cielo. El agua pura parece azul por la misma razón. Si apartamos la vista del Sol estamos viendo luz que ha sido dispersada en la atmósfera. Los fotones de longitud de onda más corta (más azules) son más dispersados, y por ello el cielo es azul; si miramos hacia la puesta de sol (véase la Lámina 10) recibimos los fotones de longitud de onda más larga (más rojos) que son menos dispersados en route hacia nuestros ojos. (Resulta irónico que las puestas de sol más espectaculares, con fuertes rojos, naranjas y púrpuras, ocurren sobre las ciudades con más polución industrial o en la vecindad de erupciones volcánicas, porque el aire contiene una sobreabundancia de gases procedentes del escape de los automóviles o partículas de humo que amplifican el proceso de dispersión). Cuando las partículas dispersoras en la atmósfera se hacen más grandes —gotitas de vapor de agua, copos de nieve o partículas de arena o de polvo— la dispersión deja de depender significativamente de la longitud de onda (color) de la luz solar[47]. Todas las longitudes de onda son entonces dispersadas más o menos por igual, y el resultado es una escena blanca o neblinosa. Por eso es por lo que las nubes y los cielos cubiertos o con niebla parecen blancos, y por lo que el océano parece blanco cuando se ve a través de la bruma desde una playa arenosa en condiciones duras y ventosas. También hay animales blancos, como los osos polares, que deben su apariencia a este efecto más que a la presencia de un pigmento intrínseco de color blanco. Los huecos de la piel en un oso polar contienen minúsculas burbujas de aire que dispersan la luz incidente y dan al conjunto de pelos transparentes una apariencia blanca.

FIGURA 4.25. Intensidades espectrales relativas de las componentes media, azul-amarillo y rojo-verde de la luz diurna.

La luz de Luna, que es tan sólo luz solar reflejada en la cara de la Luna, tiene un espectro muy similar al de la luz solar directa, aunque su intensidad es un millón de veces menor. Toda la luz estelar procedente del resto del Universo es todavía mil veces más débil. Entre la luz de Luna y la luz solar tenemos el crepúsculo. Su espectro de colores difiere del de la luz solar y la luz lunar; los tres espectros se muestran en la Figura 4.26.

En el crepúsculo, los rayos de luz solar deben atravesar un trecho mayor de atmósfera antes de llegarnos, y la absorción de la luz amarilla y naranja por las moléculas de ozono se hace importante. Esto da al color del cielo un ligero tono magenta en los últimos 30 minutos antes de la puesta de sol y en los 15 minutos anteriores a la salida.

FIGURA 4.26. Composición espectral de la luz lunar, la luz solar y el crepúsculo. Datos tomados en el verano de 1970 en Einewetok Atoll.

Hemos mencionado el fenómeno del crepúsculo transitorio porque puede ser la razón de una característica peculiar de la visión humana del color. En 1819, un fisiólogo checo, Jan Purkinje, advirtió un curioso fenómeno cuando observaba las flores de su jardín en el crepúsculo. Se dio cuenta de que el brillo relativo de las flores de diferente color cambiaba a medida que la luz se debilitaba. Las flores rojas se hacían negras, mientras que las hojas verdes seguían verdes y brillantes. A bajos niveles luminosos el ojo humano se hace más sensible a la luz azul y verde que a la luz roja (Figura 4.27).

FIGURA 4.27. Eficiencias de la recepción humana de los colores en la visión diurna y la visión nocturna.

Al principio, este comportamiento parece ser poco adaptativo porque, como se puede ver en la Figura 4.26, la luz lunar (y también la luz estelar) contiene luz de longitud de onda más larga (roja) que la luz diurna. Por lo tanto, podríamos haber esperado que la sensibilidad humana al rojo aumentara, y no que disminuyera, a bajos niveles de iluminación. Sin embargo, si comparamos las Figuras 4.26 y 4.27 vemos que, cuando descienden los niveles luminosos, la longitud de onda a la que el ojo es más sensible se desplaza hacia donde se requiere una mayor sensibilidad en condiciones de penumbra[48]. La consecuencia es que esta zona de penumbra es la más peligrosa: las condiciones de iluminación están variando rápidamente, aparecen los predadores nocturnos y comienza a notarse la fatiga. Podría ser más adaptativo tener mejor visión durante este período breve pero peligroso que optimizar la recepción al espectro de luz lunar cuando los niveles luminosos son demasiado bajos para permitir que de ello se obtenga cualquier ventaja real.

Las descripciones humanas transculturales de los colores son fascinantes. Sabemos que el color está determinado por la longitud de onda de la luz, y hay un espectro totalmente continuo entre el rojo y el violeta. De todas formas, todos identificamos un pequeño conjunto de colores definidos —rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo, violeta— y exageramos las diferencias entre ellos[49]. Se han hecho estudios detallados de las palabras utilizadas para designar los colores en diversas culturas y lenguas. Un estudio sobre 98 lenguas en el que se mostraba a hablantes nativos un conjunto de cartas de colores diferentes encontró que había una elección prácticamente universal de las regiones del espectro luminoso a las que se asignaban palabras para el color. La diferencia principal estaba en el número de colores distinguidos por palabras de color. Aquí también había una tendencia general. Las lenguas más sencillas sólo tenían palabras para el negro y el blanco; el siguiente añadido más habitual era rojo, seguido de verde y amarillo con aproximadamente la misma frecuencia, seguido por azul, luego marrón, y luego púrpura, rosa, naranja y gris. La pauta de ocurrencia de palabras de color se muestra en la Tabla 4.4; sólo 22 de los 2048 conjuntos lógicamente posibles de los once términos de color básicos se encontraron en los lenguajes estudiados. Estos estudios se han interpretado en el sentido de que indican cómo tiende a desarrollarse nuestro léxico de color. Sugieren una pauta de desarrollo evolutivo de las palabras para el color, como se muestra en la Figura 4.28. Aunque la tendencia es clara y no enteramente sorprendente, hay que tener cuidado en no llevar demasiado lejos estos datos más bien unidimensionales. Mantener una lista de palabras divorciadas de la situación y circunstancias en las que viven sus hablantes está lleno de sesgos potenciales. Quien viva en la nieve tendrá necesidad de un espectro diferente de palabras para el color que si viviera todo el año bajo un cielo azul o errara por verdes selvas.

TABLA 4.4. Los 22 vocablos de color identificados originalmente por Beriin y Klay en su estudio de los pueblos tradicionales. El más simple (tipo I) tiene solo dos palabras que designan colores para negro y blanco; el más sofisticado (tipo 22) tiene once palabras para distintos colores.

FIGURA 4.28. Desarrollo evolutivo de la descripción del color sugerido por los datos de la Tabla 4.4.

Blanco y negro son los primeros términos necesarios para transmitir información sobre los niveles de luz y oscuridad en el ambiente. Los vocabularios que les siguen en complicación añaden términos para «rojo», que incluyen matices de marrón y suelen estar ligados a la descripción del suelo o de la sangre. Incluso hoy reconocemos la preponderancia de negro, rojo y blanco como símbolos de cargo, y con frecuencia se utilizan en uniformes o vestimentas ceremoniales; recordemos el Rojo y Negro de Stendahl.

Nuestras categorías de color no parecen accidentales. Están ligadas al hecho de que el sistema visual es tridimensional. En condiciones de brillo, los ojos tienen tres tipos de detectores (conos) en la retina, con pigmentos fotoquímicos cuyos máximos de sensibilidad están ajustados respectivamente a las regiones de longitud de onda larga, media y corta del espectro visible. El ojo registra tres elementos de información independientes, que luego son sopesados y combinados para darnos la sensación de color final. Estas tres sensibilidades visuales pueden reexpresarse como el nivel de brillo, la variación amarillo-azul y la variación rojo-verde. A veces se representan en un círculo de color (véase la Figura 4.29), introducido por primera vez por Isaac Newton en 1704. Este círculo une los dos extremos del espectro para ilustrar la tendencia humana a encontrar el color rojo de larga longitud de onda y el violeta de corta longitud de onda más parecidos que otros colores del espectro que están mucho más próximos uno a otro en longitud de onda.

FIGURA 4.29. Círculo de colores de Newton. Una parametrización tridimensional esquemática de nuestra representación normal del color en términos de los ejes de brillo versus oscuridad, azul versus amarillo, y rojo versus verde.

Es ahora un desafío identificar aspectos del entorno tales que una adaptación a los mismos tendería a seleccionar discriminación oscuro-luminoso, azul-amarillo y rojo-verde junto con la asociación psicofisiológica de los dos extremos del espectro de colores. El intervalo total de sensibilidad espectral del ojo humano (400-700 nanómetros[50]) refleja el intervalo de longitudes de onda de la radiación solar que nos llega después de atravesar la atmósfera. Por lo tanto, podríamos preguntar si aspectos más detallados de la luz transmitida y dispersada influyen en los detalles finos de la recepción del color. La sensibilidad oscuro-luminoso es necesaria para acomodar las grandes variaciones en los niveles de luz que se dan en ambientes naturales debido a la sombra, la nubosidad, las fases de la Luna y la altura variable del Sol en el cielo. Ya hemos visto que la transición de visión adaptada a la luz a visión adaptada a la oscuridad en el crepúsculo apunta a una ventaja adaptativa, pues la discriminación de contraste en el eje de color amarillo-azul tiene sentido si es una adaptación a los colores introducidos en el ambiente por el Sol. El azul del cielo es una influencia primaria, mientras que el centro del resto del espectro solar (después de que se hayan sustraído por dispersión los azules y violetas) es característico de la luz solar directa y, como la cara del Sol, es de color amarillo. La variación azul-amarillo refleja la gama de colores de la luz solar: desde la luz solar directa y vertical a la luz solar azul dispersada que da color al cielo y el agua. La variación rojo-verde en la visión del color también puede estar relacionada con la influencia de la dispersión atmosférica. La porción roja de la luz solar, aunque menos dispersada por las moléculas del aire, es la parte más fácilmente absorbida por el vapor de agua que encuentra en su camino. Así, un aumento del contenido de vapor de agua en la atmósfera produce una reducción en la componente roja de la luz solar que llega a la superficie de la Tierra cuando el Sol está a poca altura sobre el horizonte. Una vez que los rojos han sido eliminados de esta forma, la longitud de onda central de la luz restante está en el verde. Esta vinculación de colores opuestos, como azul y amarillo, por el proceso de promediar lo que queda del espectro después de sustraer parte del mismo, tiene también el efecto de crear un círculo cerrado de variaciones de color, del tipo mostrado en la Figura 4.29.

Las influencias atmosféricas por sí solas podrían haber desencadenado una secuencia de adaptaciones debido a la ventaja selectiva conferida por los genes que promueven el desarrollo del procesamiento neural para distinguir, de forma simultánea y económica, las tres variaciones de color.

Hay otras influencias ambientales que refuerzan respuestas adaptativas a colores particulares. Los verdes de las hojas son producidos por la clorofila[51]. A los pájaros y los animales que precisan alimento les irá mejor buscando fuentes de alimento que puedan ser fácilmente identificadas en sus entornos naturales. La mayoría de las plantas se propagarán con más éxito si se hacen notar, porque necesitan insectos que las polinicen o se basan en la ingestión y excreción por otros seres vivos para dispersar sus semillas. Hay lugar aquí para la coadaptación de estas dos propensiones en beneficio mutuo. Los verdes de las plantas están determinados por la química; por ello, las bayas y frutos más fácilmente identificables serán aquéllos con fuertes contrastes de color —de los que el rojo es el más llamativo y el más habitual—. Del mismo modo, quienes recogen tales frutos se beneficiarán de una aguda discriminación en el verde y en el intervalo de contraste rojo-verde (Lámina 14). Si las fuentes de alimento coloreadas están siendo explotadas por, digamos, pájaros con visión de color, los que lleguen posteriormente al escenario evolutivo (como los primates), y compitan por las mismas fuentes, encontrarán adaptativa una visión del color mejorada. Las criaturas que sólo se alimentan de hierba, o de carne, tienden a ser ciegas a los colores. Relacionada con este uso de la visión del color podría estar la tendencia de nuestro sistema visual a poner colores como el rojo en primer plano y llevar el azul a segundo término. Es como si hubiera una adaptación al siempre presente telón de fondo del cielo y una ventaja que sacar viendo el rojo primero como un primer término destacado.

El conjunto de colores a la vista en el mundo natural deriva de pigmentos químicos y de los efectos de la luz dispersada. En algunos casos notables el color que vemos deriva de una combinación de ambos. Los efectos de la dispersión de la luz toman tres formas. La difracción, cuando la luz atraviesa una pequeña abertura y pasa junto a un objeto opaco, puede apreciarse en los colores visibles en una tela de araña colgada cerca de una ventana. La interferencia de diferentes ondas luminosas es la fuente del colorido en las finas alas de una libélula y, de modo muy espectacular, en la cola de un pavo real (véase la Lámina 13). Allí, curiosamente, es la melanina en las barbillas de las plumas la responsable de la figura de interferencia óptica. La tercera, y más habitual, contribución de la estructura de la superficie al color natural la ofrece el fenómeno de la dispersión de la luz descubierto por John Tyndall en 1869. El ejemplo más espectacular es el azul del cielo, que Tyndall fue el primero en explicar. A diferencia de los efectos de interferencia y difracción, los resultados de la dispersión de Tyndall no son iridiscentes; es decir, los colores vistos no varían con el ángulo desde el que se ven. Tyndall demostró que cuanto mayor es la frecuencia de la luz (es decir, más azul es el color), más dispersión experimenta por parte de partículas pequeñas. Por esto es por lo que el humo de un cigarrillo seco tiene un tono azulado y por lo que algunos ojos humanos son azules. Minúsculas partículas de proteína en el iris producen dispersión de la luz blanca que entra en el ojo. Cuando uno se hace mayor, estas partículas se hacen ligeramente más grandes y los ojos azules se difuminan. Los colores de los ojos marrones y amarillos son producidos por la presencia de melanina que impide la dispersión (el verde aparece justo en el borde donde el amarillo se combina con el efecto azul). La dispersión de Tyndall es también responsable de las plumas azules del martín pescador y el periquito, y del matiz azul que puede verse en el mentón de un hombre de pelo oscuro después de que se haya afeitado. La dispersión de Tyndall es también responsable de la coloración de la mayoría de las plumas verdes de los pájaros y de las pieles de muchas ranas y lagartos (la clorofila, que produce los colores verdes de las plantas, no se da en los tejidos animales). Una rana arborícola verde (véase la Lámina 16) es químicamente amarilla, pero el pigmento carotinoide amarillo que contiene actúa como un filtro para la luz dispersada, y la combinación del amarillo con el efecto azul de la dispersión de Tyndall hace que la rana aparezca verde brillante. Si colocamos una rana verde muerta en alcohol, el pigmento amarillo se disuelve y aparecerá azul.

Los pigmentos carotinoides que también dan color a la rana son responsables de los amarillos y naranjas habituales que se ven en plantas, peces y animales. El paradigma lo proporciona la zanahoria, de la que reciben su nombre estos pigmentos, pero sus efectos pueden verse también en objetos tan dispares como tomates, peces de colores y flamencos.

El pigmento más abundante es la melanina negra, que da color a cosas como la piel, el cabello humanos y las plumas de los mirlos. También puede entrar en tonos de marrón, y en general proporciona el telón de fondo contra el cual vemos los azules y Verdes más espectaculares producidos por la dispersión.

Los otros colores naturales comunes son rojos y púrpuras. Los rojos derivan principalmente de la hemoglobina, o su compuesto la oxihemoglobina, que da color a la sangre de los seres humanos y la mayoría de los animales. En las orejas y las regiones nasales de los gatos es responsable de los colores carnosos rosáceos. En crudo se muestra en las carnicerías, donde podemos verla en las células de los músculos de la carne o en las chuletas más vivamente que en la sangre. Cuanto más activa es la existencia de una criatura, más capacidad de transporte de oxígeno requiere, y más roja es su sangre. En consecuencia, las ballenas que se sumergen a gran profundidad tienen una coloración muscular muy oscura, mientras que algunos peces muy poco activos tienen realmente sangre incolora. Finalmente, los púrpuras, junto con algunos rojos vivos y azules, se dan en plantas debido a una forma disuelta de un pigmento antocianina en la savia. Esta es la fuente de la familiar coloración de los tomates, ruibarbos y uvas rojas, y con ello, y esto es lo más impresionante, del vino tinto.

Podemos identificar cuatro usos adaptativos del color en los seres vivos. En primer lugar, se utiliza para llamar la atención: por ejemplo, las flores señalan su presencia a los insectos[52]; las frutas de colores señalan que son buenas para comer (Lámina 14). En segundo lugar, advierten: por ejemplo, los reptiles con colores chillones señalan que son venenosos (Lámina 15). En tercer lugar, da la posibilidad de camuflaje (Lámina 12) o imitación. En cuarto lugar, actúa como un estímulo para las emociones. Las exhibiciones de cortejo hacen un uso abundante de señales coloreadas (véanse la Lámina 13 y Lámina 21[53]), y los babuinos muestran zonas brillantemente coloreadas en sus traseros para indicar su disponibilidad sexual. Como resultado de esta historia, los animales con visión del color responden de forma diferente a colores diferentes. Los monos prefieren el azul al verde y éste al amarillo, y éste al naranja y luego al rojo; normalmente tienen una aversión al rojo y al naranja, pero son tibiamente atraídos por el azul y el verde.

Una de las características distintivas de los seres humanos es su capacidad, y propensión, a darse color con pigmentos artificiales y objetos coloreados. Desde la pintura de guerra a la cosmética, esta tendencia es un rasgo humano persistente. Tiene muchas funciones, que reflejan las cuatro que acabamos de señalar: el deseo de ser vistos; transmitir información sobre rango y estatus, o advertir del peligro; permanecer invisible, e inspirar admiración, respeto o miedo. Algunos colores se han hecho estimuladores especialmente poderosos de las emociones. El ejemplo principal es el color rojo, que, como ya hemos visto es el primer color que se añade a los vocabularios humanos tras el negro y el blanco. También es el color más habitual utilizado por pájaros y flores. Su efecto sobre los seres humanos es impresionante: en casos de lesión cerebral, la visión del rojo es la última parte de la visión del color en desaparecer y la primera en reaparecer si hay recuperación. Pero también es intrigante. Indica peligro, como en los ojos de las ranas arborícolas venenosas (Lámina 16), y por eso se suele utilizar como señal de advertencia («rojo para peligro»), pero también se utiliza cosméticamente para aumentar la atracción sexual. ¿Por qué tiene este confuso simbolismo dual? Aunque se puede pensar en fenómenos naturales —como las llamas— de color similar que envían señales de seguridad y peligro, Nick Humphrey ha sugerido que es la propia ambigüedad de nuestra respuesta lo más importante. Parece desempeñar el papel de aumentar nuestra concentración cuando nos preparamos para recibir más información. El mensaje que envía el rojo depende del contexto, y necesitamos reunir más información antes de extraer la conclusión correcta. La propia ambigüedad de la situación, con la posibilidad de una respuesta completamente incorrecta, provoca el estado de atención aumentada que tan a menudo estimula el rojo.

La adaptación evolutiva al color, y las fuertes respuestas que tenemos hacia él, significan que los colores artificiales de nuestro ambiente moderno pueden ser manipulados para producir respuestas concretas. Un ejemplo sorprendente de señales de color poco familiares procedentes de un objeto familiar lo ofrece el animal generado por ordenador que se muestra en la Lámina 20. Esto es algo que, sea o no consciente, desempeña un papel en la elección de las decoraciones domésticas o los esquemas de color de aulas, hospitales y otros edificios públicos. Pese a todo, en su mayor parte, nuestro entorno es una mezcla azarosa de muchos objetos coloreados. Su efecto es diluir nuestra sensibilidad y respuesta a los símbolos de color. Sensible a esta tendencia, Humphrey escribe sobre la apariencia de su estudio y sobre la tendencia masculina a neutralizar la información de color a expensas de otros descriptores.

Cuando miro alrededor de la habitación en la que estoy trabajando, el color artificial me grita desde cualquier superficie: libros, cojines, una alfombra en el suelo, una taza de café, una caja de chinchetas —azules, rojos, amarillos, verdes brillantes—. Hay tanto color aquí como en cualquier selva tropical. Pero, aunque casi todos los colores en la selva tendrían significado, aquí en mi estudio casi nada lo tiene. La anarquía de colores impera. Esto ha atenuado nuestra respuesta al color. Desde el primer momento en que a un niño se le da una cadena de cuentas multicolores —pero por lo demás idénticas— para que juegue con ella, se le está enseñando inconscientemente a ignorar el color como señal.

Cuando enseñamos a niños muy pequeños tenemos tendencia a dar los nombres de las cosas y el número de cosas; raramente hacemos mucho énfasis en sus colores. Cuando consideramos cómo se utiliza el color en la representación artística occidental, resulta sorprendente que su uso como símbolo estuviera tan limitado hasta finales del siglo XIX. Otros tipos de simbolismo han sido mucho más influyentes. Sólo con el desarrollo de la pintura abstracta y otras formas de arte moderno se ha hecho notable el espectacular uso del color como símbolo primario. Uno recuerda el Período azul de Picasso, y la obra de Mondrian, Vasarely y Kandinsky, en la que hay una fuerte llamada a nuestras respuestas innatas a colores concretos. No están siendo utilizados simplemente para suministrar colores «naturales» a símbolos preñados de otros significados —como es el caso en los paisajes— o simplemente para reproducir los colores de objetos naturales —como frutas y flores— a los que tenemos respuestas innatas. Más bien, se extienden para despertar una reacción instintiva más básica al color. Wassily Kandinsky reconocía que el color cambia el humor y las respuestas de una persona a las imágenes:

El color es una fuerza que influye directamente en el alma. El color es el teclado, los ojos son los martillos, el alma es el piano con muchas cuerdas. El artista es la orquesta que interpreta, tocando una tecla u otra para causar vibración en el alma.

La escuela de diseño alemana de la Bauhaus trató, en los años veinte, de desarrollar una nueva forma de iconografía. Ludwig Hirschfeld-Mack, miembro de la escuela durante mucho tiempo, habla[54] de uno de sus primeros estudios que investigaba las propensiones humanas a vincular formas con colores particulares:

Durante aquellos años se mantuvo un seminario muy interesante. Estaba bajo el liderazgo de Paul Klee, Wassily Kandinsky y otros. Querían descubrir las reacciones de los individuos a ciertas proporciones, composiciones lineales y de color… Para descubrir si hay una ley universal de la fisiología que relaciona forma y color, enviamos alrededor de un millar de postales a una muestra de la comunidad pidiéndoles que llenaran tres formas elementales, un triángulo, un cuadrado y un círculo, con tres colores primarios, rojo, amarillo y azul, utilizando sólo un color para cada forma. El resultado fue una aplastante mayoría para amarillo en el triángulo, rojo en el cuadrado y azul en el círculo.

En el Capítulo 2 vimos algo del uso que hacía Georges Seurat de aplicaciones de color puntillistas para producir coloración y sombra con una calidad intrínseca que no pretende verse como si derivase del ángulo o la intensidad de la luz solar. De hecho, Seurat había estado influido por el poeta y Científico Charles Henry, que defendía vínculos entre los estados de ánimo, los colores y las direcciones de las líneas en la composición. Seurat asociaba los tres estados de ánimo de alegría, tranquilidad y tristeza con los colores primarios rojo, amarillo y azul. La alegría también estaba asociada con líneas ascendentes y la tristeza con líneas descendentes, mientras que se sostenía que las líneas laterales transmiten tranquilidad y quietud. Estas recetas pueden verse en acción en una imagen como La grande jatte (Lámina 4).

En el diseño moderno se presta mucha atención a la figura y la forma, pero mucho menos al uso del color. No obstante, nuestro sentido innato del color no es menos importante que nuestro instinto para la pauta y el orden, o nuestro deseo de símbolos de seguridad. Para utilizar el color de formas que agraden se requiere una comprensión de cómo se utiliza en la Naturaleza y por qué, y cómo evolucionó nuestro sentido visual para acomodar sus formas naturales. Su presencia es un regalo de la luz solar, un subproducto de la necesidad de los planetas habitables de estar en órbita en torno a estrellas, estar rodeados de atmósferas y pasar la mitad de su vida dando la espalda a su estrella madre. Sin ello, el mundo monocromo sería un lugar menos inspirador. Enterradas bajo capas de aprendizaje yacen nuestras respuestas innatas hacia el color. De cuando en cuando, en momentos de estremecimiento, o de maravilla, emergen sin ser invitadas desde un repertorio que en otro tiempo nos unía a este extraordinario ambiente de aire y cielo, de hojas y agua brillante, bañados a la luz de una estrella llamada Sol.

Salida al exterior. La marcha del mundo

Proverbio serbio

Una de las características más interesantes de la pauta del progreso en la ciencia es la forma en que una mayor comprensión de la realidad, y nuestro éxito creciente en predecir sus cambios, se ha desarrollado a la par que se alejaba de la experiencia centrada en el hombre. Cuando buscamos las predicciones más precisas sobre la forma en que funciona el mundo, no las encontramos en nuestros intentos de entender las actividades de la sociedad, las fluctuaciones en los mercados financieros o los caprichos del clima. En su lugar, es en la descripción de las interacciones de las partículas elementales o los movimientos de lejanos objetos astronómicos donde hay que buscar precisiones de una parte en 1016.

Algunos sociólogos de la ciencia han argumentado que la contribución humana a las teorías científicas es el factor dominante en su éxito, no su descubrimiento de una realidad objetiva. Pero si esto último fuera cierto, sería de esperar que nuestras teorías científicas se hagan cada vez menos acertadas cuando se aplican a los extremos del espacio interior y exterior. Esperaríamos encontrarlas más desacertadas cuando se aplican a ambientes que estuvieran muy alejados de la experiencia humana inmediata o las circunstancias a partir de las cuales la selección natural ha conformado nuestros sentidos y sensibilidades durante millones de años. Lo que se encuentra es exactamente lo contrario. Es en la descripción de sucesos fuera del ámbito directo de la experiencia humana donde nuestro poder de predecir y explicar es mejor, y es peor en aquellas áreas más próximas a la intuición y la experiencia humanas, en virtud de su complejidad intrínseca. El solo hecho de que haya una innegable sociología de la ciencia no significa que la ciencia no sea nada más que sociología.

El curso del progreso científico puede verse como una marcha hacia una concepción de la realidad que está divorciada todo lo posible del sesgo humano. Hay varios hitos en este viaje desde nosotros a la realidad última. En primer lugar, Copérnico nos enseñó que no deberíamos esperar que el mundo dé vueltas a nuestro alrededor —la estructura del Universo no nos garantiza ninguna posición especial en el espacio—. Más tarde Darwin nos enseñó que no somos la culminación de ningún diseño especial, y Lyell descubrió que la mayor parte de la historia geológica de la Tierra ocurrió, de forma bastante azarosa, sin nosotros. Estas ideas no significan que nuestra posición en el Universo no pueda ser especial en alguna forma —no podríamos esperar vivir en un lugar donde la vida sea imposible, como el centro de una estrella, por ejemplo—. Pero nuestra posición no debe ser especial en cada uno de los aspectos. Sabemos que nuestra localización en el tiempo es bastante especial, en un nicho de historia cósmica unos 13 700 millones de años a partir de que empezara la expansión del Universo, después de formarse las estrellas pero antes de que mueran. Por esto es por lo que no deberíamos sorprendernos de encontrar que nuestro Universo es tan grande y tan viejo.

Aún más profunda fue la intuición de Einstein, quien mostró cómo expresar las leyes de la Naturaleza de modo que parezcan iguales para todos los observadores, independientemente de dónde están o cómo se están moviendo. Las famosas leyes del movimiento de Newton no poseían esta expresión universal. Sólo tomaban su forma simple para observadores especiales que se mueven de un modo simple, sin aceleración o rotación. Para estos observadores especiales, las leyes del Universo aparecerían más simples que para otros. Semejante situación antidemocrática era para Einstein una señal de que algo estaba mal en nuestra concepción de las leyes de la Naturaleza. Y tenía razón. Ahora expresamos las leyes básicas de la Naturaleza de formas que serían encontradas por todos los observadores que investigan el Universo, desde Vega a Vegas, dondequiera que estén, cuando quiera que miren, independientemente de cómo se estén moviendo. Éste es el segundo paso.

El tercer gran paso en el divorcio de la ciencia de la idiosincrasia humana ocurrió cuando se reconoció otro ingrediente. Además de las leyes de la Naturaleza y sus productos, la estructura del Universo que nos rodea está determinada por un conjunto de cualidades invariantes que podemos codificar en una lista de números que llamamos «constantes de la Naturaleza». Estas cualidades incluyen cosas tales como las masas de las más pequeñas partículas subatómicas, las intensidades de las fuerzas de la Naturaleza y la velocidad de la luz en el vacío. Están cuantificadas por medidas cada vez más precisas, y en las contraportadas de los libros de física de todo el mundo se podrán encontrar los últimos valores medidos con un gran número de cifras decimales. En general, estas cantidades tienen unidades —la velocidad de la luz se mide en metros por segundo o en estadios por noche— que suelen ser bastante antropocéntricas: centímetros, pies y pulgadas están convenientemente relacionados con la escala del sistema humano. O también pueden tener un origen geocéntrico o heliocéntrico —días y años son unidades de tiempo que derivan del tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta en torno a su eje y describir una órbita en torno al Sol—. Estas constantes no son ni mucho menos universales. Fueron definidas mediante propiedades de piezas de metal o por las longitudes de metros patrón mantenidos en recipientes especiales en laboratorios en la Tierra. Pero, poco a poco, los físicos se dieron cuenta de que las constantes universales de la Naturaleza permitían definir patrones de masa, longitud y tiempo que no dependían de artefactos concretos hechos por el hombre. Contando las longitudes de onda de la luz emitida por un cierto tipo de átomo, contando sus vibraciones o la masa de su núcleo, es posible definir unidades de longitud, tiempo y masa que pueden ser comunicadas a través del espacio interestelar a físicos que nunca hayan visto la Tierra o a sus homólogos humanos.

Esta marcha hacia las constantes establecidas de la Naturaleza que no fueran explícitamente antropocéntricas, sino basadas en el descubrimiento y definición de constantes de la Naturaleza universales, puede verse como un paso supercopernicano. El tejido del Universo y la estructura axial de las leyes universales derivaban de patrones e invariantes que eran verdaderamente sobrehumanos y extraterrestres. El patrón fundamental de tiempo en la Naturaleza, tan sólo 10−45 de nuestros segundos y definido por las constantes gravitatoria, cuántica y relativista de la Naturaleza, no guarda ninguna relación sencilla con las edades de hombres y mujeres; ningún vínculo con los períodos de días, meses y años que definían nuestros calendarios, y es demasiado corto para permitir cualquier posibilidad de medida directa.

Estos pasos han despersonalizado la física y la astronomía en el sentido en que intentan clasificar y comprender los objetos en el Universo con referencia solamente a los principios que son válidos para cualquier observador en cualquier parte. Si hemos identificado dichas constantes y leyes correctamente, entonces nos ofrecen la única base que conocemos en la que basar un diálogo con inteligencias extraterrestres ajenas a nosotros. Serán la última experiencia compartida por cualquiera que habite nuestro Universo.

La cosmología moderna hace otra sugerencia tentadora sobre la naturaleza del Universo. Antes del nacimiento de la teoría de la relatividad general de Einstein, todas las teorías de la física eran de un tipo similar. Proporcionaban fórmulas matemáticas que podían utilizarse para predecir cómo se moverían o cambiarían las cosas cuando se encontraran con otras cosas. Describían la acción de fuerzas, tales como la gravedad, el magnetismo y el movimiento. Pero, en todos los casos, estas leyes describían las acciones de fuerzas y movimientos en el Universo y dentro de su espacio y tiempo preespecificados. Ningún movimiento o fuerza podía alterar la naturaleza del espacio o del tiempo. Eran fijos: divinos y eternos.

Einstein cambió todo eso. Su teoría es mucho más sofisticada. Cuando las partículas y sus movimientos se introducen en un mundo gobernado por la teoría de la relatividad general, ellas dictan la propia geometría del espacio y el flujo del tiempo. Este espacio y tiempo curvo dicta cómo pueden moverse la materia y la energía, y el movimiento de éstas dice a su vez al espacio y al tiempo cómo deben curvarse. Es esta característica la que da a la teoría de Einstein su cualidad más notable. Cada solución a las ecuaciones de Einstein describe un Universo entero. Algunos son muy simples —demasiado simples para describir nuestro Universo en conjunto, pero muy útiles para describir partes del mismo—; otros son más elaborados y nos proporcionan con maravillosa precisión descripciones de nuestro Universo visible entero. Otros describen universos diferentes del nuestro e imprimen en nosotros la extraordinaria naturaleza de sus propiedades especiales. Oímos hablar mucho de esa descripción precisa del Universo, de su pasado y su presente, y de lo que esperamos en un futuro muy, muy lejano. Pero ha pasado inadvertido lo extraordinario que es que una teoría matemática, un conjunto de rayas hechas con un lápiz en una hoja de papel, pueda ofrecer una descripción de un universo entero. El hecho de que pueda existir una estructura matemática de la cual nuestro Universo entero es un producto particular es bastante sorprendente. No podría haber prueba más fuerte de la inadecuación del materialismo ni argumento mejor a favor de la realidad de una lógica tras las apariencias que es mayor que la propia realidad visible. Es sorprendente que la estructura matemática que parece ser algo más grande que el propio Universo astronómico sea el medio por el que podemos entender su funcionamiento. El Universo puede ser sobrehumano, pero la simplicidad final de la realidad matemática en su corazón es lo que nos permite comprenderlo y tener fe en que nuestra comprensión puede converger en la verdad.