Alguien dijo una vez que todas las historias están habitadas por los fantasmas de las historias que pudieron llegar a ser. Esto es el relato de un ser oscuro y maldito, condenado a no poder amar, que durante años deambuló como un espectro incendiando los mayores coliseos musicales del mundo. Pero no es tan sólo una leyenda, sino una historia real. Y yo he reunido las pruebas.
La lista de los teatros calcinados desde finales del siglo XIX y buena parte del XX, indicados en orden cronológico, es la siguiente: 1873, Teatro Nacional de París. 1876, Gran Teatro de Brooklyn (Nueva York). 1881, Teatro Ringtheater de Viena. 1887, Ópera Cómica de París. 1890, Teatro Opemhaus de Zurich (Suiza). 1899, Teatro Romea de Murcia. 1903, Teatro Iroquois de Chicago. 1908, Teatro Nacional San Joäo de Oporto (Portugal). 1909, Teatro de la Zarzuela de Madrid. 1923, Teatro Nacional de Sofía (Bulgaria). 1924, Teatro Principal de Barcelona. 1928, Teatro Novedades de Madrid. 1944, Teatro Carlo Felice de Génova. 1945, Ópera Dresden de Alemania. 1951, Teatro de Ginebra y Teatro Abbey de Dublín (Irlanda). 1966, Teatro Metropolitan de Nueva York. Teatro Petruzelli en Bari (Italia), quemado en 1991. El Liceo de Barcelona, destruido en 1994 y el Teatro La Fenice de Venecia, quemado en 1996. En total, una epidemia de fuego que arroja un saldo superior a las 5.800 víctimas mortales, aparte de todo el valor histórico y material.
El jueves 2 de septiembre de 2004, diez años después de arder el Liceo de Barcelona, un incendio devoró durante toda la noche la biblioteca de la duquesa Ana Amalia en Weimar (al este de Alemania), destruyendo más 50.000 libros, entre los cuales figuraba la mayor colección sobre las ediciones de Fausto en todo el mundo, 3.900 volúmenes, junto a una gran cantidad de biblias pertenecientes a la Reforma luterana. La biblioteca fue fundada en 1691 por el conde Guillermo Ernesto de Sajonia-Weimar y dirigida por el propio Johan Wolfgang von Goethe desde 1797. Sólo un ingenuo diría que no es más que simple casualidad.
Las causas oficiales del incendio fueron las de una chispa provocada por un cortocircuito en la vieja instalación eléctrica del anticuado edificio, pero al extinguir el fuego los bomberos descubrieron el cadáver carbonizado de una persona, que probablemente se había quedado dentro para provocar el siniestro durante la noche, según sospechó la Policía. Las autoridades eludieron dar a conocer la identidad del cuerpo, aduciendo que se trataba quizá de un mendigo indocumentado que se había introducido en el edificio buscando refugio. Pero el resultado de la necropsia dejó al descubierto que aquel cadáver carbonizado era el de un varón que sumaba más de 150 años, circunstancia que las autoridades achacaron a errores en el análisis de los restos, por causa del fuego.
Por aquella fecha yo había regresado a la normalidad (si es que la vida de una escritora puede considerarse normal), intentando convencerme de que Robert Seymour sólo era una leyenda urbana, pero aquella noticia me devolvió de nuevo a la oscura historia del Fantasma. Lo cierto es que desde ardiese la biblioteca de Weimar ya no ha vuelto a quemarse ningún teatro, como si el maleficio del pacto diabólico hubiera quedado disuelto al destruirse todos los ejemplares originales de la novela Fausto, tal vez el último intento de Robert Seymour para liberar su alma condenada y recuperar su condición de mortal.
Sin embargo, es increíble como el Fantasma de la Ópera sigue vivo, convirtiendo en oro todo lo que toca. El espectáculo teatral ideado por el músico y productor británico Andrew Lloyd Weber, que versionó la novela de Gaston Leroux en 1986, ha sido contemplado por cien millones de espectadores en todo el mundo, recaudando más 3.500 millones de dólares, cifras que superan a las de cualquier ópera clásica jamás compuesta.
Con motivo del centenario de la publicación de la novela Le Fantôme de l´Opéra, Lloyd Weber, presentó el 9 de marzo de 2010 la segunda parte de su célebre obra con el título El amor nunca muere (Love never dies) en el teatro Adelphi de Londres, previo al estreno mundial que tuvo lugar en Nueva York ocho meses después, aunque la obra no fue bien acogida por el público y no ha vuelto a reponerse, como si la segunda parte de la novela fuese un misterio que debe seguir oculto hasta que llegue la ocasión de revelarlo.
Al principio, pensé titular mi novela como La Rosa de Fuego, pero luego me pareció una idea poco respetuosa con el drama que contaba esa ópera inédita, o mejor dicho, estrenada en una sola ocasión, lejos del mundo civilizado. Por eso elegí La máscara del fantasma, cuyo simbolismo es mucho más general, abarcándonos a todos en él. Porque la raíz etimológica de persona es máscara. En realidad, persona proviene del uso al designar el antifaz que los griegos utilizaban para el teatro: per-sona, es decir, a través del sonido.
Dicho de otro modo: la máscara servía como vehículo para proyectar más lejos la voz, o sea todo lo que sale del interior humano. De ahí que la pareja de máscaras (una sonriente y la otra triste) fuesen adoptadas como el símbolo del teatro, la comedia y la tragedia. Por ello la máscara simboliza en psicología la necesidad de mantener eso que conocemos con el nombre de personalidad, el velo de las apariencias; en resumen, la persona idealizada pero ficticia que deseamos prevalecer ante los demás.
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Hace unos años, con motivo de la visita del Papa Juan Pablo a Brasil, el Gobierno emprendió algunas obras de restauración en los mejores edificios del país, entre otros la fabulosa Ópera de Manaos. Durante los trabajos para drenar y reforzar los cimientos, los operarios hallaron medio sumergido en el fango una especie de sarcófago de madera, en cuya tapa figuraba impresa una siniestra mariposa de color negro con las alas desplegadas.
La caja contenía una muñeca mecánica de tamaño real, un sofisticado autómata dotado con un hermoso semblante de mujer, amortajada dentro de un vestido blanco. Supe de inmediato que aquella era la soprano desaparecida tras el estreno de La Rosa de Fuego, un juguete sofisticado, similar a la Coppelia de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann. Porque la bellísima desconocida diva de prodigiosa voz no era una mujer de carne y hueso, sino una muñeca mecánica creada por la obsesiva genialidad de Robert Seymour en el taller que mantenía dentro su mansión.
Aquello me hizo comprender que la historia del Fantasma de la Ópera contiene un mensaje universal, sobre quién somos de verdad por detrás de la máscara que adoptamos para vivir en sociedad; y cómo la máscara termina por abducirnos, transformando a la persona en personaje. Muchas veces pienso que yo soy aquella muñeca perfecta, recuperada de su letargo de un siglo por alguien que me adquirió para insuflarme vida de nuevo, alguien como Julián Arderius, empeñado en resucitar la leyenda del Fantasma, la novela inconclusa de Gaston Leroux.
Hasta dónde puede llegar una joven poseída por los demonios de la Literatura para escribir su novela y conquistar al hombre que desea. Yo misma me había convertido en la sombra de un espectro, había vendido mi alma por alcanzar la gloria literaria y hacer el amor con Julián Arderius. Había deseado arrebatarle la máscara y desvelar su verdadera identidad, pero con ello, ahora lo comprendo, hubiera corrido el peligro de condenarme para siempre con él.
Nunca conoceremos la verdad sobre la existencia real o imaginaria del Fantasma, pero la lección de la novela de Gaston Leroux continúa siendo válida. El Fantasma de la Ópera, un espíritu perseguido por la culpa y el remordimiento de todas las mujeres ultrajadas a lo largo de su oscura existencia para convertirlas en personajes embalsamados, epítomes de la Coppelia de Hoffman, empujándolas a quitarse la vida. Mártires de su turbia seducción, las víctimas de Robert Seymour parecían todas la misma mujer, muñecas mecánicas, malogradas en su ideal de perfección y juventud, al que aspiraban antes de cruzarse con un hombre condenado por su ansia de belleza y eternidad.
Me lo había explicado Julián al despedirnos por última vez: el amor es la luz y el arte surge de la sombra. No existe ninguna gran obra que haya nacido de la luz, incluso la misma Creación de Dios tiene su origen en las tinieblas previas del Universo. Lo sagrado habita oculto en lo diabólico, tal como intentó expresar Goethe con su novela Fausto. La única redención posible para el ser humano radica en el arte, no en el amor. El amor es el falso envoltorio de regalo que oculta el instinto animal y primario del ser humano, enfocado siempre a la procreación, aquello que los antiguos griegos, entregados a su ideal de belleza y trascendencia, como nos indica el mito de Pigmalión, denominaron miasma. Por eso, al final, Julián Arderius no había querido acostarse conmigo.
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Puedo imaginarme a Virginia y Javier paseando con su hijo por las Ramblas, yendo juntos a merendar al café de La Ópera, felices porque su amor ha triunfado por encima de los convencionalismos de la sociedad. Leonor falleció hace unos años, con la cabeza tan perdida en los laberintos de la memoria que no logró recordar nada. Tal vez sea mejor así.
Me pregunto qué nombre le otorgarían al niño, aunque apuesto a que habrán elegido Erik. Tal vez algún día le regalen la novela El Fantasma del la Ópera, y el chico reciba la primera intuición sobre su identidad. Creo que así es como Robert Seymour pudo descansar en paz, al transferir su alma en aquel niño. Y que la decisión de Virginia de no matarse ni abortar fue algo providencial. Como también la de Javier, aceptando la paternidad de un hijo que no era suyo.
Puedo verlos acercándose algunas mañanas de domingo al cementerio de Poblenou para visitar el portentoso mausoleo funerario de Penélope Saladrich. Seguramente habrán devuelto el retrato funerario a doña Hortensia, que ahora ya no es la costurera del Liceo, porque todo ardió aquel día y en el nuevo teatro, completamente reconstruido de la nada, ya no hay sitio para ella. Imagino a Erik preguntando a sus padres quién yace allí, debajo de aquella escultura tan impresionante. Y le dirán que su bisabuela, una bailarina de ballet, cuya belleza cautivó a un hombre misterioso y fabulosamente rico llamado Robert Seymour.
En cuanto a mí, nunca sabrán que seguí sus pasos, que hablé con todos los implicados para reconstruir lo sucedido, impulsada por Julián Arderius para desenterrar aquella historia sepultada entre la ceniza del olvido. Porque ahora sé que fue Julián el verdadero promotor de mi novela, como si durante mucho tiempo, tras haberlo investigado todo, buscase a la persona idónea que abordara por escrito la segunda parte del relato inacabado por Gaston Leroux.
Tal fue mi empeño y obsesión, que subí a la mansión de Vallvidrera buscando la rosa de lazo negro entre la maleza del jardín, pero no puede dar con ella. Hoy, el caserón es una ruina, medio demolido por el abandono y la intemperie. La vegetación ha cerrado el paso hacia la finca y ya no es fácil de localizar, aunque a veces un rayo de sol emitido a la hora del crepúsculo se refleja capturado en los ventanales del torreón sobresaliendo entre la espesura y lanza un destello dorado hacia la ciudad, como el fulgor de una estrella muerta largo tiempo apagada, cuya luz fosilizada debido a la enorme distancia nos llega viajando por las tinieblas del espacio.
Han pasado veinte años, pero ni un solo día he dejado de pensar en Julián Arderius, cuyo apellido de origen incógnito resultaba premonitorio para lo que sucedió (aunque no supiéramos intuirlo) al desaparecer sin dejar ni la menor señal de su existencia tras el incendio del Liceo. Tal vez todos llevamos una máscara para disimular nuestra verdadera identidad. Y al final he comprendido que si deseo conocer la respuesta, tendré que despojarme antes de la mía en particular, aunque al hacerlo contemple lo de penoso y horrible que cada uno de nosotros oculta por detrás, como el rostro destrozado del Fantasma.
Esa parece ser nuestra condena, correr en pos de los amores imposibles, lo mismo que un ratón encerrado en su loca rueda giratoria, persiguiendo un ideal imaginario que sólo habita dentro de las novelas, una imagen difusa en la memoria perdida, navíos a la deriva en busca de su ciego destino entre la niebla, surcando fatigados el océano hacia un puerto que ya ni siquiera figura en los mapas.
A veces me planteo si Julián Arderius era en serio un personaje imaginario, el rescoldo de un fuego largo tiempo consumido, puesto que no poseo ninguna prueba para demostrar su existencia. Todo se quemó en el incendio del Liceo, la documentación del curso de interpretación dedicado al método de Konstantin Stanislavsky, la lista de los alumnos matriculados.
Pero entonces contemplo el viejo y valioso Fausto de Goethe que Julián me ha enviado por correo desde algún lugar incógnito y pienso que nuestra novela tal vez no haya terminado todavía, que Julián vive dentro de su dimensión literaria, y un día quizá regrese de su limbo para que pongamos juntos el punto final.