Cuando terminé la historia tenía los ojos húmedos de lágrimas. ¿Dónde había encontrado nuestro profesor de interpretación aquel argumento? Julián Arderius parecía empeñado en resucitar la leyenda del Fantasma, la célebre novela escrita por Gaston Leroux hace más de ocho décadas. Tan sólo con pensar en el profesor Arderius notaba palpitaciones. A menudo en clase yo me descubría preguntándome cómo sería sentirse acogida entre los brazos de alguien tan maduro y experimentado. Era un hombre interesante más que atractivo, quizá peligroso, pero me atraía con su magnetismo como un depredador a su víctima, sin que pudiera evitarlo. ¿Por qué había desaparecido de repente durante la última clase, sin darnos tiempo a preguntarle sobre aquella misteriosa presencia del palco?

De pronto tuve una idea descabellada. Podía ir a preguntárselo. Sabía donde habitaba, en el barrio de San Gervasio; me lo había dicho alguien del personal del teatro. Miré la hora. Un poco tarde para visitas a domicilio, pero que yo supiese, aunque bien poco era lo que sabíamos los alumnos de nuestro profesor, Julián residía solo. Excitada, salté de la cama, me di una ducha y me puse mi mejor combinación de ropa interior, una que me había regalado mi antiguo novio, negra y con encaje, que yo no había querido estrenar hasta la fecha porque no encontraba la ocasión de lucirme tan sexi. Luego me maquillé discreta pero con esmero, y añadí unas gotas de perfume dentro de mi escote.

Era sábado. Había un largo trayecto desde la residencia estudiantil ubicada en la Ciudad Olímpica de la Barceloneta hasta el barrio de San Gervasio y la noche presagiaba lluvia, pero no me lo pensé. Deseaba conocer el ámbito personal de Julián Arderius, averiguar cómo era su vida mundana fuera de clase, su existencia en la intimidad. Como era una idea insensata me convencí de que sólo iba para preguntarle cuánto había de verdad o de ficticio en aquel relato, La Rosa de Fuego, cuyo dramático final me había dejado tan impresionada, porque la joven protagonista termina muriendo embarazada. En teoría, la criatura hubiera sido de Robert Seymour, el primero en haber yacido con ella, con un lapso de unas horas antes de que hiciera el amor con Raoul de Chagny. Sin embargo, el vizconde había supuesto que el responsable del embarazo era él, y estaba dispuesto a casarse con Christine, a pesar de que su padre podía desheredarlo y arrebatarle su título nobiliario. Y ella, en lugar de haber confesado la verdad, prefería matarse junto al posible hijo del Fantasma.

Con todo aquello en la cabeza, cogí el metro y me dirigí haciendo trasbordos hacia la parte alta de la ciudad. Cuando salí a la calle por la estación de la Plaza Kennedy, la última del trayecto hasta donde llegan los trenes subterráneos conocidos como Ferrocarriles de la Generalitat Catalana (FGC), llovía ligeramente y me apresuré. Crucé al otro lado del Paseo San Gervasio y eché a caminar Avenida Tibidabo arriba, fijándome bien en todas las torres de lujo que jalonan esa privilegiada zona residencial, para ver si adivinaba en cuál residía Julián Arderius, porque no sabía el número en concreto.

En el tramo superior, donde la calle forma una curva subiendo en dirección a la Plaza del Doctor Collado, lo vi. No tuve ninguna duda. Era un palacete de tres plantas, de una discreta elegancia, la fachada en estuco claro, con ventanas y balconadas en arco, que sobresalía medio emboscado entre un frondoso jardín. Junto a la cancela, pintada de color blanco pero ya invadida por la ocre oxidación de la intemperie, descubrí un timbre de aspecto bastante antiguo y lo pulsé, conteniendo la respiración y cada vez más nerviosa por mi atrevimiento.

Mientras aguardaba señales de vida me fije mejor en la finca. El palacete figuraba sobre un amplio montículo poblado por pinos de gran altura, protegido así de miradas indiscretas. El edificio y parte del jardín quedaban por encima del nivel de la calle, y para llegar a la puerta principal se accedía subiendo una escalinata de piedra cubierta de pinaza seca, con los escalones alfombrados por el musgo y flanqueada por macetones de terracota resquebrajada.

Todo parecía bastante descuidado. Ya pensaba que tal vez allí no fuese donde residía el profesor Arderius, cuando le vi bajar por la escalera de piedra, vestido con ropa cómoda y envuelto en el aura de su estoicismo impasible.

--Hola, soy Raquel –esbocé una ingenua sonrisa de saludo--, una de sus alumnas en el curso de interpretación.

--Sé quién eres –atajó impasible.

No parecía sorprendido, su rostro no denotaba la menor impresión, como si nada de lo que ocurriera pudiese modificar su carácter imperturbable. Me pareció a punto de ordenarme que me largara, pero al darse cuenta de que llovía percibí una ligera vacilación y concedió, abriendo la verja para dejarme paso:

--Anda, entra.

Subimos por la escalera, yo delante y él siguiéndome a dos o tres metros, con aire más resignado que otra cosa. Cruzamos la puerta principal y entramos al amplio recibidor, apenas iluminado por unas luces indirectas.

Por dentro, la casa era muy similar a las que figuran fotografiadas en las revistas de sociedad, donde reside la gente famosa, todo en su sitio, reluciente y ordenado, como si fuera un lugar para mostrar, no para vivir. Suelos de madera natural, paredes, techos y puertas pintadas en color blanco. Luces halógenas, acuarelas en tono cromático suave, livianos visillos, todo muy diáfano y despejado; minimalista, como se dice ahora. Una elegante residencia estilo clásico y aburguesado, acorde con el solitario inquilino que habitaba en ella, porque ahora me queda más claro que Julián Arderius no tenía familia.

Entramos a un salón de gran tamaño, cuya balconada principal comunicaba con el jardín. Más abajo podía distinguir la iluminación urbana de la calle, amortiguada por la distancia y la lluvia que parecía ir en aumento. En la chimenea de color negro que presidía el salón ardía un fuego entre rojizo y azulado, surgiendo de la nada tras una pantalla de cristal esmerilado. Flotaba en el ambiente un agradable calor, fruto de aquella combustión permanente, y enseguida comenzó a sobrarme la ropa, pero como no era cuestión de comenzar a desnudarme tan pronto, me aguanté. Julián Arderius tomó asiento sobre un formidable sofá de cuero curtido en blanco que había frente a la chimenea, cuyo fuego era toda la iluminación que alumbraba la estancia.

--¿Qué quieres –emplazó un poco brusco--, a qué has venido?

Yo tragué saliva y le solté de inmediato el pretexto que traía preparado:

--He leído el relato que nos entregó el otro día, y necesitaba preguntarle una cosa sobre los personajes para poder elegir más adecuadamente mi rol, tal como usted nos recomendó.

--¿No has podido aguardar hasta el lunes para planteármelo en clase? –replicó, recostado con visible indolencia y sin haberme mirado siquiera.

--Es que necesitaba saber si todo eso que relata el libreto es cierto –aduje, pensando que tal vez no había sido prudente molestar al profesor, y que aquel hombre no se dejaría seducir tan fácilmente.

--Lo es –contestó--, la historia que has leído es auténtica y real.

Yo permanecía de pie junto al sofá, mientras el profesor miraba con la vista perdida sobre la pantalla de vidrio tras la que ardía el fuego silencioso y controlado, seguramente de gas, imaginé.

--Siéntate –dijo inesperadamente.

Lo hice, tragando de nuevo saliva. La lumbre le iluminaba el rostro confiriéndole un halo de misterio que acentuaba su intrigante personalidad. Me hubiera echado en sus brazos de inmediato, si no fuera porque justo en ese momento comenzó a explicarme lo que yo le había ido a preguntar, con el mismo tono neutro y modulado que utilizaba para impartir su clase de interpretación:

 

 

 

Niza es una de las ciudades más elegantes de la Costa Azul. Millonarios, artistas y personajes del espectáculo, financieros enriquecidos de la noche a la mañana, llegan a bordo de sus embarcaciones y aviones privados para jugarse su dinero en los grandes casinos de Montecarlo, Mónaco y la propia Niza, con el antiguo puerto mediterráneo abarrotado de yates, las calles transitadas por coches de lujo y gran cilindrada y las antiguas mansiones brillando al máximo su esplendor, aunque no todas ellas.

Hay una vieja villa en las colinas de Cimiez, presidida por estatuas de semblante petrificado y jardines abandonados, en donde crece libre la maleza, cerca de donde tuvo su estudio el gran pintor Matisse, hoy convertido en museo para el turismo cultural. Es la mansión que perteneció a Gaston Leroux, el afamado novelista francés, conocido por ser el autor de la novela El Fantasma de la Ópera. Leroux compró esa magnífica propiedad con el dinero que le reportó su fructífera carrera literaria, y allí es donde fundaría su productora cinematográfica, Cinéromans, tan efímera que hoy casi nadie la recuerda.

Porque Gaston Leroux no quería limitarse a escribir, deseaba filmar historias de tragedia y romanticismo, el tipo de argumento folletinesco que triunfaba popularmente. Intuía en el cine la nueva diversión ociosa, el espectáculo de masas que habría de acabar con las novelas, incluso con el teatro. No sucedió así, su productora filmó apenas unas cuantas películas que no han logrado pasar al recuerdo colectivo ni a los anales de la historia, mientras que hoy, el teatro sigue siendo, como también lo es la literatura, un muerto muy vivo.

Por aquel entonces Niza estaba de moda entre los artistas que habían triunfado y buscaban lugares apacibles con balnearios, playas tranquilas y hoteles de lujo. Mónaco y el Casino de Montecarlo atraían a personajes de lo más pintoresco. Durante aquel período de su vida Gaston Leroux vivió a lo grande, dilapidando el dinero ganado con su célebre novela. No hubo vicio que no probase, cayó en brazos de los amores mercenarios, conoció a los más célebres artistas de la época, pintores, poetas y escritores que recalaban por allí.

Gaston Leoroux residía junto a su amante, Jeanne Cayatte, y sus hijos, Andree y Madeleine, ninguno de ambos con afán de labrarse un porvenir. El propio Leroux curso Derecho de joven, aunque no terminó la carrera y acabaría trabajando de reportero en el diario Le Matin. Había recibido al morir su padre una gran suma de dinero, que dilapidó en menos de un año gastándolo a manos llenas. Como reportero alcanzó cierta fama de sabueso y obtuvo algún sonado éxito. Pero su estilo era más narrativo que periodístico, lo que le gustaba de verdad era crear historias, mejor si eran de romance y misterio, folletines, como se llamaban en aquella época, publicados por entregas en los periódicos.

Era el típico ejemplo del aventurero vividor, mercenario del oficio, que llega más alto de lo que nunca hubiese imaginado. Y lo mismo se hizo escritor que pudo haberse alistado a la Legión francesa. Poseía en el puerto anclado un velero de mediano tamaño adquirido de ocasión a un amigo arruinado en el Casino, porque le gustaba mucho la pesca submarina y la navegación. Aunque logró fama y reconocimiento mundial, fue un hombre torturado por la falta de auténtico talento narrativo. Hubiese querido parecerse a sus admirados compatriotas Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Pero Leroux no era un auténtico literato, lo que poseía era una gran facilidad para el melodrama de intriga, obtenida durante sus años de reportero husmeando entre los bajos fondos y los ambientes de la alta sociedad.

La historia del Fantasma narrada en su famosa novela era real, aunque fiel a un conocido axioma periodístico (“no dejes que la verdad te malogre un buen reportaje”), Leroux manipuló parcialmente los hechos para que resultara mucho más rocambolesco y barroco, al gusto de la época. Todo surgió a raíz de un incidente ocurrido en la Ópera de París hacia 1896, cuando se descolgó la gran lámpara central de la platea en plena representación y mató a una mujer. Al acudir para informarse y publicar la noticia en el periódico donde trabajaba, los empleados del teatro le revelaron asustados la certeza de que aquel accidente lo había provocado un espectro que supuestamente habitaba en las profundidades. Para recabar más datos, Gaston Leroux decidió entrevistarse con Charles Garnier, el aclamado arquitecto de la Ópera, ya muy anciano pero todavía lúcido. Garnier confirmó la existencia de los pasadizos ocultos y las cloacas o catacumbas que atraviesan por debajo el impresionante coliseo de la música y la escena francesa.

Leroux evitó referirse de modo preciso a los acontecimientos, modificó los hechos y las circunstancias y utilizó episodios inventados por su frondoso ingenio, porque casi todos los protagonistas continuaban con vida cuando apareció la novela en 1910 y alguno le hubiese podido acarrear problemas legales y denuncias por injurias. Además, en aquella época seguían vigentes lo duelos por cuestiones de honor. De modo que para preservar el anonimato de las personas implicadas, Gaston Leroux procuró que los personajes conservasen su personalidad real, dotándolos de nombres en clave con los que ser identificados por quien supiera descifrar las claves.

Por ejemplo, el escritor se refiere al personaje principal como Erik Mühlheim, afirmando que nació con el rostro desfigurado, motivo por el que lo repudiaron sus padres y cayó en manos de un cruel buhonero que lo exhibía encerrado en una jaula. Pero la persona que se ocultaba tras la máscara se llamaba Robert Otterheim y había nacido en Alsacia, de padre austríaco y madre francesa. El estigma de su rostro no era de nacimiento, sino que fue ocasionado durante la guerra franco-prusiana, donde resultó abatido por una explosión de artillería enemiga durante una valiente carga de caballería. El escritor eligió para su protagonista el apellido Mühlheim inspirado por una frase de Lutero: Alle Kreaturen sin nur Teufel Mummereien, (todas las criaturas son máscaras tras las cuales se oculta el Diablo) estableciendo así un juego de palabras con el término máscara y el pacto satánico al que alude la obra Fausto de Goethe.

La novela de Gaston Leroux ha sido mal interpretada desde que apareció publicado su primer capítulo por entregas en los periódicos de París, porque no se trata de una historia de terror, sino de romanticismo. El Fantasma es un ser atormentado, de oscuros orígenes, que al enamorarse de una joven bailarina perteneciente al cuadro escénico de la Ópera Garnier intenta redimir su alma condenada por un oscuro episodio de tintes fáusticos, que nadie podría decir si fue real o alucinado, durante la convalecencia de Robert Otterheim entre la vida y la muerte, ingresado en un hospital de campaña cerca de París.

El verdadero mensaje del texto es que un amor malogrado puede ser el motivo que justifique cualquier crimen, cualquier locura y toda una existencia entre tinieblas. Por otro lado, la novela se refiere también en clave al mito de la eterna juventud. La máscara o el antifaz son símbolos de juventud eterna, pues protege al rostro de quien la porta contra los estragos del tiempo. El Fantasma simboliza la cara horrible de nosotros mismos. Ocurre siempre así: aquello que tememos en los otros no es más que la sombra en el espejo de nuestra propia conciencia. Por eso, no deberíamos temer la máscara, sino al ser humano que se oculta detrás.

El éxito de la obra sorprendió incluso al propio autor. Una editorial importante propuso publicar la novela completa en un solo volumen y le brindó un contrato para que continuase investigando con el fin de abordar la segunda parte. Gaston Leroux dejó el periodismo y se instaló en Niza, donde alquiló una formidable villa en las colinas de Cimiez, la zona más cara y exclusiva. Desde un principio, Leorux había planeado escribir la segunda parte de la historia, por eso acabó la novela con el Fantasma huyendo del teatro Garnier. Pero el escritor murió en 1927 a causa de una infección urinaria por culpa de su vida disoluta, y el texto quedó abandonado en su escritorio a medio redactar.

Cuando Gaston Leroux murió, con bastantes deudas por cierto, la viuda vendió el velero y la villa, trasladándose con sus hijos a un piso del bulevar Gambetta, un barrio elegante pero más accesible. Madeleine, la hija del escritor, intentó seguir manteniendo en activo la productora cinematográfica Société des Cinéromans, fundada en 1919 por su padre para convertir en cine sus novelas y competir con las grandes producciones de Hollywood. Durante sus nueve años de vida, Cinéromans produjo una docena de largometrajes, aunque nunca pasó de ser una pequeña empresa familiar. Funcionó hasta 1928, sobreviviendo dos años a la muerte de su fundador. Madeleine Leroux, que había participado como actriz en dos de los largometrajes, abandonó el negocio y la productora cerró poco tiempo después.

En los años cincuenta, cuando ya era una mujer madura, se casó con Pierre Lépine, un amigo de su padre. La mayor parte de su vida, desde 1909, residió en Niza. Quiso ser actriz pero no tenía talento interpretativo y desistió. Fallecería en 1984, a los 76 años de edad, sin haber tenido descendencia, por eso, la segunda parte de la novela, que Leroux había comenzado a escribir, acabó traspapelada durante años. En ella comienza confesando la realidad y los orígenes de todo, la verdadera historia de Robert Otterheim Seymour, que amaba la música más que ninguna otra cosa en este mundo, que allá donde viajaba convertido ya en el Fantasma, iba localizando nuevos talentos femeninos para la interpretación musical. Y en cuanto descubría una joven aspirante a primma dona del teatro compraba o alquilaba la mejor mansión de la ciudad y se convertía en su mecenas y maestro, para transformarla en una bailarina o vocalista prodigiosa y deslumbrante. Seducida por la pasión y la promesa de triunfo, la chica terminaba engrosando su colección de vidas femeninas destrozadas.

Porque cuando ya la tenía en su mano, Robert Otterheim se marchaba y la poseída caía en desgracia, víctima del maleficio cuya mortal estela de sangre y fuego arrastraba ese hombre condenado a no poder enamorarse jamás. Y entonces, convertido en una sombra, desaparecía durante años, como un espectro entre la niebla de los mares, pero sólo hasta que una nueva joven actriz, corista o bailarina lo despertaba de su letargo vampírico y la historia volvía de nuevo a empezar. Al principio, seducida por aquel ser magnético y sobrenatural, la joven siempre cedía, deseosa de ser modelada como un instrumento maravilloso, emocionada por las promesas de ascenso al estrellato.

Sin embargo, aquello no era más que un hechizo y, con el tiempo, el espejismo terminaba por desvanecerse. La bailarina o cantante perecía víctima de su vanagloria y el teatro donde hubiese debutado terminaba destruido por el fuego, el abandono, la guerra o cualquier otro infortunio. Y aquel espíritu errante comenzaba de nuevo su búsqueda de otra joven a la que convertir en la infortunada bailarina Coppelia, de otro teatro donde hubiesen representado aquella obra maldita escrita por Hoffman, condenado por el estigma de Fausto a vagar eternamente destruyendo justo aquello que más amaba.

 

 

 

Casi no me di cuenta de cuándo el profesor Arderius había terminado de hablar. Yo había escuchado su explicación con la vista en el fuego de la chimenea. Levanté la cabeza y vi a Julián de pie, asomado a la balconada del salón, con las manos en los bolsillos y dándome la espalda.

--Ya puedes marcharte –dijo--, ha dejado de llover.

Me levanté deprimida, porque yo esperaba que me invitase a quedarme.

--¿Quién era ese hombre que apareció en el palco del Liceo durante la última clase? –me atreví a preguntar.

El profesor se dio la vuelta para mirarme de frente.

--A estas alturas –contestó--, ya tendrías que saberlo.

--Pero eso no puede ser, el Fantasma sólo es un personaje literario.

--Nosotros lo hemos invocado con el Método Stanislavsky.

--Eso es imposible, nadie puede pasar de la ficción a la realidad.

--Así ocurre siempre cuando abordamos la lectura de una novela.

--No hablará en serio…

--Tú misma lo viste, junto al resto de tus compañeros de curso.

--Ya no estoy segura de lo que vi –confesé abatida.

Me acerqué a él, intentando que me diera un abrazo, pero entonces volvió a girarse hacia la balconada, ofreciéndome otra vez la espalda:

--Es tarde –zanjó--, ahora debes marcharte. Ya nos veremos en clase.

 

 

 

El lunes por la tarde Virginia fue de las primeras en llegar al curso de interpretación. Me di cuenta de que lo hizo así para poder hablar con Javier a solas y decirle que, sintiéndolo mucho, se veía en la obligación de rechazar su incipiente cortejo, debido a la diferencia social entre ambos. El mundo no había evolucionado tanto desde que Gustave Flaubert publicara Madame Bobary en 1857, porque continuaba imperando el mismo escrúpulo, la misma falsa moralidad del siglo XIX, para las personas de diferente clase social y económica. La relación de Virginia con un joven perteneciente a la nobleza catalana era sencillamente imposible, y sus padres no les dejarían seguir adelante, como les había sucedido a Raoul y a Christine.

Pero Virginia no pudo comentarle nada, porque al entrar en el teatro, la interceptó enseguida don Raimon Oriol, el secretario del Círculo del Liceo, como si hubiera estado esperando a que llegara.

--Ven conmigo.

Entraron a las dependencias privadas y el secretario le indicó que tomase asiento en un pesado sillón tapizado de piel oscura, junto a una mesita de caoba taraceada. La sala era de mediano tamaño, muy recargada con libros y bustos de mármol reproduciendo la efigie de los grandes compositores. Don Raimon Oriol tomó asiento y encendió un habano antes de comenzar.

--¿Qué te dijo el otro día doña Hortensia la costurera?

--Nada, ¿por qué lo pregunta?

El secretario la miraba con recelo a través del humo que desprendía el habano en combustión, acorazado en su traje de buena calidad.

--No te hagas la tonta conmigo, jovencita –le atajó severo--, ¿acaso te piensas que no sé quién eres? Yo conocí a tu abuelo, el señor Cubells.

Virginia estaba tan sorprendida que no lograba reaccionar.

--Fue un gran hombre, aunque de ideas equivocadas. Lo perdió todo tras la Guerra Civil por haber apoyado al bando perdedor. Tu abuelo era republicano y nacionalista, un buen catalán –subrayó enarbolando el habano--; alguien acabó con él aprovechando el tumulto de la guerra y luego el Gobierno expropió todo su patrimonio empresarial, dejando a tu abuela casi en la indigencia.

--¿Y mis padres? –preguntó Virginia, con las manos recogidas en el regazo y los labios temblando por la inesperada revelación.

--¿Es que no lo sabes? –el secretario levantó una ceja, extrañado por la pregunta.

--Mi abuela me contó que murieron en un accidente de tráfico al poco de nacer yo. Ni siquiera los recuerdo.

--No fue un accidente, aquello fue premeditado. Los mismos que habían acabado con la vida de tu abuelo, vertieron algún líquido resbaladizo en la curva más peligrosa por donde tenían que pasar. El coche que conducía tu padre derrapó y cayeron al precipicio. El depósito de gasolina se incendió y al no poder salir, murieron dentro carbonizados.

--¿Por qué? –preguntó ella con los ojos llenos de lágrimas.

El secretario la miraba con lástima.

--Para borrar todo el rastro de lo sucedido.

--No entiendo nada –replicó ella. Una lágrima cristalina le resbalaba muy lenta por la mejilla, coloreada por la emoción.

Don Raimon Oriol se puso de pie, dejando el habano en un cenicero de plata repujada que había sobre la mesita de caoba.

--Pregúntaselo a tu abuela.

--¡Mi abuela ya no puede contarme nada! –estalló Virginia--, tiene Alzheimer y lo ha olvidado todo.

El secretario la miró apenado, sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo tendió.

--Bueno, tal vez sea lo mejor para ti. Hay secretos que conviene no conocer. Podría destrozarte la vida.

 

 

 

Cuando Virginia llegó al escenario, donde se desarrollaba el curso, Javier la esperaba inquieto y preocupado ante su ausencia. Tras la última clase habían quedado en verse para ir al cine o dar un paseo, pero ella no había comparecido.

--Lo siento, es que mi abuela se puso peor y hube de quedarme a cuidarla.

En ese momento llegaba el profesor Arderius y los trece alumnos ocupamos nuestro puesto en el suelo entarimado del escenario alrededor de su silla. Julián tomó asiento y comenzó, sin haberme mirado siquiera, como si yo no hubiera estado en su casa y no me conociera de nada.

--Tal como analizamos durante la última lección, el inconsciente colectivo puede materializar incluso al protagonista de una novela. Una mente bien ajustada no tiene límites para recrear un contexto determinado y a sus personajes.

--Pero lo del Fantasma sólo es una leyenda –le contradije sin darle tiempo a continuar--, un personaje creado por el novelista Gaston Leroux.

Quería demostrarle ante los otros alumnos que yo no me conformaría con escuchar de modo pasivo, que me había molestado su indiferencia. Lo cierto es que me interesaba mucho aquella historia, porque yo deseaba ser escritora. Desde que leyera La Rosa de Fuego había pasado todo el domingo meditando en el argumento, dándole vueltas a la idea de ser yo quien acabase la inédita segunda parte de la novela El Fantasma de la Ópera, la leyenda de aquel espectro que había partido con su velero huyendo de su propio maleficio.

El profesor Arderius contestó impasible, como si no se sintiese aludido por mi evidente molestia:

--El Fantasma de la Ópera –subrayó-- es un mito literario. Y los mitos no mueren jamás. Lo que visteis el otro día en ese palco fue fruto de vuestra imaginación. Y ello demuestra que la mente del actor influye poderosamente sobre la percepción sensorial del espectador.

--¿Entonces, todo fue una farsa? –preguntó Javier, decepcionado.

--La mente cree lo que ve y el ser humano hace lo que le dicta su mente. Ahí radica el secreto de una buena proyección interpretativa.

--Pero entonces no fue algo de verdad –imputó Javier--, sólo era un espejismo.

--Perseguir la verdad no es el objetivo del Método Stanislavsky –negó el profesor--, la verdad es tan subjetiva y plural como los puntos de vista de cada observador implicado en el contexto. La verdad sólo se justifica por medio de la fe, cada uno la suya en particular. Pero el Método no busca la conversión de nadie, sino la focalización del auditorio en el mensaje o argumento que deseas emitir a través del arquetipo adoptado para que te sirva de vehículo, de medium. Dicho de otro modo: de la máscara que hayas elegido para demostrar tu rol.

--Eso me parece algo demasiado artificioso –continuó impugnando Javier, a quien el profesor Arderius no le caía nada bien, quizá porque intuía en el esa rivalidad que siente un jovenzuelo ante la experiencia de un adulto, que puede robarle a su chica en cuanto se lo proponga.

--La raíz etimológica de artificioso y artificial proviene de arte –repuso el profesor con su ponderado temperamento--, y el arte no tiene la menor deuda con la verdad. El arte brota de la materia oscura, una vez extinguida toda luz. Como el fulgor fósil que nos llega desde una estrella muerta, durante millones de años apagada.

--Entonces –preguntó una de las alumnas--, ¿el arte surge del mal?