Barcelona, enero de 1994
La Barcelona de la que voy a escribir ya no existe. Pereció calcinada como un vampiro convertido en polvo al recibir un rayo de sol. Esa Barcelona viscosa de mugre acumulada por el paso del tiempo, todavía con las huellas de su pasado judío en el barrio gótico, antiguas piedras teñidas con la oscura patina de la Edad Media, la urbe maldita, romántica y literaria del siglo XIX. Un territorio lleno de secretos, que ahora sólo habita olvidado en los archivos y las hemerotecas.
Aquella tarde llovía con tal fuerza que Virginia hubo de refugiarse bajo los aleros de un caserón antiguo decorado con dragones de piedra infectada de musgo y muros craquelados por el abandono, solitario vestigio de una época gloriosa, cuando los mejores arquitectos de Cataluña rivalizaban por convertir Barcelona en una urbe poblada con mansiones y castillos de leyenda.
Mientras aguardaba que amainase la repentina borrasca invernal, su vista recayó en uno de los muchos carteles publicitarios adosados en el muro formando una compacta unidad de mensajes en sucesivas capas como los estratos de un yacimiento arqueológico. El que había captado su atención era un papel de color hueso, adornado con el dibujo de una máscara (o tal vez era un antifaz) impresa en color negro. Parecía uno de aquellos antiguos anuncios del siglo pasado divulgando algún patético espectáculo de magia o fenómenos de feria. Virginia sintió curiosidad y leyó todo el texto redactado en tipografía estilo gótico. Hablaba sobre un curso de interpretación ofrecido en el teatro del Liceo, bajo la dirección de un tal profesor Arderius, y basado en el Método Stanislavsky.
Virginia tenía veintidós años y, desde que recordase, había sentido siempre una especial atracción hacia el mundo de la escena, el canto, la ópera y la interpretación, aunque sin conocer los motivos de aquella singular vocación. Residía con su abuela Leonor, una mujer aquejada por los achaques de la edad, solas ambas en una villa de las que perviven todavía sin haber sucumbido alrededor del Putxet, uno de los barrios altos de Barcelona, sumida en el verdor tupido de la hiedra silvestre que trepaba desde un pequeño jardín interior hacia los tejados, igual que un arrecife surgido de los abismos marinos.
Virginia era una chica melancólica y solitaria, de singular belleza, con la piel nacarada, los cabellos de color trigo agostado y ojos grandes azul zafiro, que apenas conocía nada sobre su identidad ni su pasado. Cuando era niña, su abuela no quiso hablarle demasiado sobre sus incógnitos orígenes familiares, aplazándolo hasta que fuese mayorcita. Y ahora que la mujer padecía de Alzheimer, ya no recordaba nada, como si una cruel fatalidad le hubiera borrado la memoria de lo acontecido, dejándosela en blanco.
Lo poco que sabía Virginia era que sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico cuando el coche donde viajaban por una carretera de altos acantilados derrapó en una curva y cayó al mar. Su abuela nunca quiso entrar en detalles para no conmocionar su niñez con aquel trágico suceso. La buena mujer había cuidado durante años de la nieta huérfana y ahora era Virginia quien tenía que atender a Leonor, porque ya casi apenas podía salir de casa, renqueando con su silla de ruedas por las cuestas del barrio, desentendida de todo.
Debido a su peculiar vida casi enclaustrada, Virginia no había logrado establecer amistades en el colegio, y como en casa únicamente contaban con la pensión de viudedad que percibía su abuela, una precaria cantidad que alcanzaba lo justo para las cuestiones domésticas, ella tuvo que renunciar a la Universidad. Por eso ahora deambulaba por la ciudad sin cometido ni rumbo fijo, ataviada con anticuados vestidos de su abuela, como una sonámbula perdida dentro de un sueño del que no pudiera despertar.
Había dejado de llover y Virginia se apresuró hacia la vieja villa donde residía, siempre inquieta por su abuela, porque Leonor ya casi no reconocía ni a su propia nieta, y en ocasiones la llamaba con otro nombre, confundiéndola sin duda con alguna persona de su nebuloso pasado.
Cuando regresó a casa, Virginia le contó lo del curso para ser actriz, y la mujer casi se desploma contra el suelo, como si le hubiese dicho que deseaba meterse a monja de clausura. La impresión de Leonor fue tan profunda que Virginia, extrañada, prefirió no comentar nada más, aunque había tomado una decisión: apuntarse cuanto antes al curso de interpretación, ya que después de todo la matrícula era gratuita, patrocinada por el exclusivo Círculo del Liceo, una de las instituciones con mayor prestigio cultural y raigambre de Barcelona.
La tarde que acudió al Liceo, Virginia eligió su mejor atuendo, un vestido de lino color marfil, que había pertenecido a Leonor cuando era joven y tenía su misma edad. Se cepilló el cabello pajizo, alegró la palidez nacarada de sus mejillas con un poco de colorete y aplicó un toque de carmín rosa en los labios, bonitos y sensuales, aunque ningún hombre los hubiera besado todavía. No es que fuese una pudibunda, pero ella no deseaba entregarse a cualquiera, como hacen los jóvenes de ahora, picando de flor en flor. Esperaba que aún llegara su príncipe azul, como en los relatos románticos que había leído durante su infancia.
Salió de casa dejando a su abuela sentada en el viejo y ajado sofá donde Leonor pasaba las horas junto a la ventana del jardín, con el pensamiento abismado en los recuerdos ya casi diluidos dentro de su cenagosa memoria. Tomó el tren subterráneo en la calle Balmes y bajó en la Plaza de Cataluña. De allí se dirigió caminando hacia la Rambla, donde se alza el Gran Teatro del Liceu. Adosado al edifico figuran las dependencias de un prestigioso y restringido club de melómanos denominado Círculo del Liceo, que desde antaño marca las directrices musicales y escénicas de la institución. Los muros decorados con óleos de los mejores pintores catalanes, la biblioteca, el archivo y varios aposentos de recreo para el esparcimiento de damas y caballeros, que a ella le impresionaron por su regia solemnidad de madera encerada y latones bruñidos.
El secretario del Círculo del Liceo, un tipo llamado Raimon Oriol, ventrudo y trajeado de color marrón oscuro, recibió a Virginia en su despacho, un recinto atufado de olor a siglos y nicotina, todo muy recargado y solemne, con libros de visible valor y decoración pretenciosa.
--Lo siento, pero has llegado tarde –sacudió la cabeza cuando ella manifestó lo que deseaba--, el curso que mencionas empezó la semana pasada.
--Me gustaría mucho asistir, aunque fuera sólo de oyente –rogó ella.
--No puede ser, ya no admiten más alumnos; el profesor es muy estricto en tal sentido. Las plazas son limitadas.
--Por favor, usted podría interceder para que me admita.
--¿Por qué quieres matricularte? –indagó el secretario con su voz ventruda y tabacosa.
--Me gustaría mucho ser cantante de ópera –reveló ella.
--Muy flacucha te veo yo para la ópera –gruñó el secretario resbalando sus ojillos de porcino por el cuerpo de Virginia--, para ser vocalista necesitarías tener un poco más de pecho.
--Puedo engordar si es necesario, haré lo que haga falta.
Raimon Oriol abandonó el opulento escritorio de caoba tallada, se acercó a Virginia y le puso su grotesca mano en el hombro.
--Dime, ¿saben tus padres que has venido a matricularte?
Siempre le hacían la misma pregunta, pues todo el mundo la tomaba por una joven adolescente y menor de los años que ya sumaba.
--No tengo padres –replicó muy seria--, pero cumpliré los veintidós años a final de mes, no necesito el permiso de nadie.
--Así que una huerfanita –se relamió el secretario ponderando la revelación--, muy bien, déjame tus datos personales y te avisaré si surge alguna suplencia de actriz. A veces ocurre, cualquiera de las divas enferma de forma real o imaginaria, y el director escénico se ve obligado a buscar una suplente para sustituirla con urgencia. Es todo lo que puedo hacer por ti… de momento.
--¡¿En serio? –exclamó eufórica Virginia--, muchas gracias!
--De nada, jovencita –Raimon Oriol aumentó la presión de la manaza en el hombro antes de regresar a su escritorio--, ven cuando quieras a visitarme.
--¿Pero y el curso de interpretación? –inquirió ella.
--Bueno, ya te digo que no quedan plazas disponibles. Venga, dame tu nombre y dirección, incluido el teléfono para que pueda llamarte si surge algo.
Resignada, Virginia ofreció lo que le pedía, pero nada más oír su apellido, el secretario levantó la cabeza y la miró con los ojos desorbitados por el asombro. Carraspeó nervioso intentando disimular la fuerte impresión recibida. Y entonces hizo algo inesperado: alargó la mano hacia el montón de papeles que reposaba encima del escritorio, extrajo la carpeta perteneciente al curso de interpretación, cogió un bolígrafo y apunto a Virginia junto a los demás alumnos, entregándole un programa con el contenido temático y los horarios.
Algo le había hecho cambiar de opinión, como si al pronunciar sus apellidos la hubiera reconocido, pensó ella, lo cual tampoco era muy extraño, puesto que su abuelo fue un empresario muy conocido, propietario de varias factorías textiles en el Masnou y Mataró, aunque todo acabara perdiéndolo por culpa de la guerra, según le contó su abuela cuando aún le regía la cabeza, y precisamente por eso ahora eran tan pobres.
Raimon Oriol llamó a un bedel para que la condujese hasta donde se impartía el curso del Método Stanislavsky. Virginia se quedó boquiabierta cuando, atravesando estancias y pasillos en penumbra, el bedel y ella desembocaron dentro de un espacio poco iluminado, cubierto de tramoyas y decorados a medio montar. Al fondo destacaba el fulgor dorado de la platea, con las butacas y los palcos vacíos, tapizados en terciopelo rojo. Todo aquel inmenso espacio, rodeado de palcos que llegaban hasta la impresionante bóveda del techo, le pareció a Virginia una catedral oculta en las entrañas de Barcelona.
Tras el gran arco del escenario, con su majestuoso telón de color escarlata subido hasta lo alto, se abría la inmensa boca del proscenio, una zona cavernosa y mal iluminada. Y en medio estábamos los alumnos, yo misma incluida.
--Es ahí –dijo el bedel, marchándose a continuación.
El curso había comenzado hace una semana. Las lecciones eran dirigidas por un hombre maduro y de mirada magnética llamado Julián Arderius, experto en el aclamado Método de interpretación creado hace un siglo por Konstantin Stanislavsky, legendario director en el Teatro Nacional de Moscú. El profesor ya nos había dicho que la técnica Stanislavsky sondea en las aguas profundas del subconsciente para sacar de allí la materia prima con la que modelar al personaje a quien haya de otorgar vida el actor mediante su interpretación.
El desarrollo del curso tenía lugar en el amplio espacio que hay al fondo junto al telar del escenario, apenas iluminado por unas débiles candilejas emitiendo su luz hepática desde lo alto de la torre, por donde circulaban corrientes de aire que hacían vibrar los cables y maromas de cáñamo como cuerdas de arpa. El profesor ya se hallaba impartiendo la lección de la jornada, de modo que Virginia prefirió quedarse al margen, fuera del halo amarillento que nos envolvía, para no interrumpir la clase. La parte trasera del escenario era un caos de bastidores, cordajes y andamios, y allí se quedó ella, con su vestido de lino, sentada en uno de los grandes baúles a reventar de vestuario, junto a elementos de tramoya, retales para el decorado y maniquíes polvorientos.
Los alumnos, en total doce (chicos y chicas), habíamos formado círculo alrededor del profesor, que impartía su lección sentado en una silla. Repartidos por el suelo de tarima pintada de oscuro, todos descalzos y vestidos de negro, una circunstancia visual que nos fundía con la oscuridad de alrededor como si formásemos parte de un decorado surrealista.
--Recordaréis nuestra última lección –argumentaba el profesor--, la posibilidad de crear el contexto de la obra focalizando nuestra capacidad de visualizar sobre una persona, no importa que sea real o imaginaria.
Julián Arderius vestía un traje oscuro y una simple camisa, cuya blancura destacaba en la penumbra como un fulgor astral. A mí me había fascinado desde un principio y no podía dejar de observar cada gesto y cada detalle.
--Mediante la visualización creativa, el actor convoca lo imaginado en su mente, incluyendo a los personajes y protagonistas del argumento, y así es como, dejando que le posean, asume sus arquetipos, ya que un personaje dramatúrgico es como un ser a la espera de que alguien le otorgue vida propia mediante la interpretación escénica.
El profesor hizo una pausa para comprobar que le habíamos comprendido y nos repasó en silencio con su penetrante mirada, para luego proseguir hablando.
--Konstantin Stanislavsky llegó a decir en cierta ocasión que con su Método podía incluso hacer que apareciera el espíritu de las personas fallecidas, por eso fue prohibido en algunos países durante bastante tiempo, ya que algunos lo consideraban como un medio de invocación ocultista.
Fue justo en ese instante cuando mi vista recayó en Virginia. Los demás alumnos estaban tan absortos y no se habían percatado de su llegada, pero el profesor, siguiendo la dirección de mis ojos, descubrió la presencia de la chica.
--Pero el Método Stanislavsky no era un sistema de invocación espiritista –prosiguió--, sino un modo de recrear la identidad y el carácter de los personajes en el contexto de la escena. Gracias al Método podemos convocar la identidad de cualquier personaje poético, literario, teatral, o incluso a una persona real. Su presencia cobra vida por medio de nuestra proyección mental, y así es como el público espectador ve lo que nosotros, como actores, deseamos que contemple.
Uno de los alumnos, el más atractivo y sociable de todos, llamado Javier Berenguer, levantó la mano solicitando intervenir, y el profesor hizo un ademán asertivo para permitírselo. Javier se puso de pie y formuló su consulta:
--Supongo que no se refiere usted a una presencia verdadera –objetó el muchacho--, supongo que un actor puede recrear la identidad, el carácter o el aspecto del personaje que se proponga interpretar, pero nadie puede convocar a las personas fallecidas, como si fueran fantasmas.
El profesor hizo un gesto con su mano derecha y Javier volvió a sentarse.
--¿Qué es un fantasma? –preguntó Julián Arderius, abarcándonos a todos con su penetrante mirada.
Dejó que su propia pregunta fuese asentándose como el polvo removido entre los alumnos antes de contestar.
--Ya lo escribió James Joyce en su novela Ulises: “un fantasma es alguien que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte o por ausencia”.
Hizo una pausa, durante la cual Julián Arderius miró más allá del foco que nos iluminaba, en dirección a la oscuridad que nos envolvía con su crisálida. Y a continuación, se puso de pie para repartirnos a cada uno el texto que reposaba en una silla junto a la suya, veinte o treinta folios tecleados a máquina y encuadernados con cartulina de color negro. El profesor me tendió el mío y al abrirlo me di cuenta enseguida de que aquello era un antiguo libreto teatral fotocopiado. En la primera página figuraba el título: La Rosa de Fuego.
--Quiero que leáis esto antes de que mantengamos la próxima clase –ordenó el profesor, plantado en medio de nosotros--, no es necesario memorizarlo, pero sí que vengáis con el contenido asimilado. Mi propuesta es que os identifiquéis, cada uno con aquel personaje del argumento que más atrayente os resulte por los motivos que sean.
A continuación, cuando nos hubo entregado un juego de fotocopias a cada uno, Julián se despidió en silencio, como un mago desvaneciéndose a la vista del público. Antes de que nos diéramos cuenta, Virginia intentó deslizarse hacia la salida, pero entonces Javier reparó en su presencia.
--Espera, ¿cómo te llamas?
--Virginia –sonrió ella.
Javier iba de chico guapo, el típico muchacho de clase alta, cultivado, un poco arrogante y muy seguro de sí mismo. Estoy segura de que Virginia sintió de inmediato el flechazo de su atractivo. Como yo más bien era una chica normalita entre las demás alumnas, a mí ni me había dirigido la palabra.
--¿Te has matriculado en el curso? –indagó seductor.
--Sí, pero como he llegado a media clase, no he querido interrumpir.
--El profesor no quería que fuéramos más de doce –amplió sus carismática sonrisa--, pero me alegro de que te hayan aceptado.
--¿Por qué doce?
--Julián dice que constituye una cifra ideal, como los doce apóstoles.
--¿Y hay que venir de negro? –preguntó ella señalando la vestimenta.
--Bueno, esta era la indumentaria designada para hoy, aunque no comprendo por qué motivo. Nuestro profesor es un poco excéntrico, ya te habrás dado cuenta.
--El próximo día llegaré con algo más apropiado.
--A mí me gusta mucho tu vestido –elogió Javier.
--Gracias –notó el rubor tiñéndole las mejillas.
--Oye, ¿puedo invitarte a un café? –aventuró el muchacho--, así podemos ojear la documentación que nos han entregado y elegir personaje.
Javier Berenguer tenía 24 años, el flequillo moreno cubriéndole la frente, los ojos negros, alto y delgado; un joven moderno y bien educado, vestido con prendas de marca y a la moda, ya que su familia era perteneciente a un linaje muy antiguo en cuyo árbol genealógico figuraba incluso un conde catalán.
--De acuerdo –aceptó Virginia--, pero sólo puedo quedarme un rato, mi abuela es muy anciana, sufre de Alzheimer y no puedo dejarla sola mucho tiempo.
Cuando llegaron a la Rambla, el pavimento húmedo de lluvia reflejaba las copas de los árboles chorreando el agua de la reciente borrasca. El sol declinaba y ya era casi de noche. Hacía frio, pues enero se despedía con la baja temperatura de costumbre, unido a la humedad que impera en las ciudades portuarias. Virginia y Javier cruzaron el bulevar y entraron a la cafetería La Ópera, un lugar añejo y tradicional, de los pocos que perduran todavía con la decoración de antaño. Veladores de madera oscurecida por el paso del tiempo, espejos en las paredes y camareros uniformados de chaquetilla blanca. Tomaron asiento al fondo y pidieron sendos cafés con leche. Dentro reinaba un confortable y bullicioso ambiente, una mezcla de turistas y clientes habituales, todos de buen humor. No me costó sentarme cerca para escucharlos mejor.
--Pertenezco a una familia muy arcaica –intervino Javier a modo de presentación--, pero soy la oveja negra, porque no he querido estudiar Económicas y Empresariales, como deseaba mi padre. Quiero ser actor, por eso me matriculé. ¿Y tú? –indagó--, ya tienes edad para ir a la Universidad, ¿no?
Ella negó ruborizada.
--No puedo, mi abuela me necesita todo el tiempo.
Virginia no parecía tener mucha experiencia con los hombres, lo mismo que a mí me sucedía, decepcionada tras el último fracaso sentimental.
De camino a su barrio, subiendo en alguno de los trenes subterráneos que ascienden hasta el Putxet, y tras haberse despedido de Javier en la Plaza de Cataluña, imagino que Virginia iría recordando la conversación mantenida con aquel joven tan atractivo. Al salir de la cafetería yo le había seguido a él. Residía con sus padres en un amplio piso de la gran avenida Diagonal. Iba pensativo, recordando la sensación de belleza y fragilidad que le había ocasionado Virginia.
Por mi parte, no podía dejar de darle vueltas a las palabras del profesor Arderius, aquel hombre de ademanes controlados y voz tan mesurada, cuyos ojos parecían haber contemplado situaciones que un ser humano cualquiera no hubiera podido soportar. Me resultaba muy atrayente, a pesar de su edad, pues probablemente rebasara los cincuenta. Pero tras el último fracaso sentimental con mi novio en una ciudad de provincias, yo recelaba de los hombres jóvenes, tan desorientados e inmaduros.
Virginia compareció en la siguiente clase de interpretación muy motivada y expectante. Lo hizo ataviada de negro, por si acaso era necesario, tal como en la lección anterior. Traía puesto un maillot oscuro y ajustado, que resaltaba la envidiable figura de su pujante pecho y su bien modelado trasero, he de reconocerlo. Era muy sexi, con ese aire inocente y desvalido que gusta mucho a los hombres, aunque al mismo tiempo de anatomía exuberante.
Se unió al resto de los alumnos, aprovechando que Javier Berenguer la introdujo antes de que llegara el profesor. Yo no dije nada, pero me di cuenta enseguida de que con la nueva incorporación, ahora sumábamos trece. Sin embargo, y como era de suponer, a todos los alumnos varones les encantó tener a una nueva compañera de curso, aunque las alumnas no dejaban de dirigirle reojos cargados de inquina y pura envidia, porque las mujeres competimos entre nosotras mucho más que por atraer a los hombres.
Llegó Julián Arderius, tomó asiento y enseguida comenzó la clase, sin comentar nada sobre la nueva incorporación. En realidad ni siquiera la miró, como si Virginia fuera invisible o le diese lo mismo una participante más.
--Un buen actor tiene que obrar dentro de las emociones propias del rol o papel a representar. No se trata de una imitación, puesto que copiar no es crear, tal como precisó Konstantin Stanislavsky. Fue un estudioso del Método, me refiero al psicoanalista suizo Carl Jung, quien escribió: todos nacemos originales y morimos copias, porque comprendió que dicho rol era la proyección del arquetipo.
--¿Qué significa eso? –intervino Javier, ejerciendo su rol de líder.
--Que nadie puede representar lo que no comprende –aclaró el profesor--, y en el proceso asimilativo del actor hacia la configuración de la persona convertida en su arquetipo, las fronteras entre ambos quedan difuminadas. Dicho de otro modo: no puedes vencer a tu enemigo sin conocerlo a fondo, pero cuando le conoces, aprendes a comprenderlo y entonces ya no le consideras enemigo.
Julián Arderius dejó transcurrir una pausa para que meditásemos en las implicaciones que aquello suponía y a continuación propuso un ejercicio práctico.
--Espero que habréis leído el argumento que os entregué…
Los alumnos titubearon, porque yo creo que ninguno de nosotros había cumplido el encargo de venir con el libreto repasado. El profesor pasó por alto los cometarios de cada uno excusándose con su pretexto particular, y prosiguió:
--Sois todos muy jóvenes, por eso tal vez no habréis oído hablar sobre la leyenda. Dicen que un espectro deambula por este viejo edificio desde principios de siglo, aunque sólo unos pocos lo han podido ver, principalmente los niños y los borrachos, como suele ocurrir con los aparecidos. Todo comenzó en 1896, cuando en plena representación de la ópera Fausto compuesta por Charles Gounod, cayó contra el público asistente la enorme lámpara central de bronce sobredorado y cristal que decoraba el techo del Teatro Garnier de París, matando a una persona e hiriendo a varias. Aquel suceso fue lo que inspiraría la novela El Fantasma de la Ópera, publicada unos años después por el escritor Gaston Leorux.
Hizo una pausa y nos envolvió en su hipnótica mirada. Luego prosiguió:
--Cuando en 1911 aparece por Barcelona un hombre de orígenes inciertos y aficionado a la música sinfónica, que llega navegando a bordo de un magnífico velero, alguien afirma que se trata del Fantasma, ya que Leroux, con la intención de publicar una segunda parte de la novela, dejó el final abierto, sin precisar la suerte que había corrido el protagonista cuando desaparece. Sin embargo, Gaston Leroux falleció antes de que le diera tiempo a escribir el resto de la historia, y nunca reveló el destino ni la identidad real de su famoso personaje. Resumiendo el argumento, para quienes no lo conozcan, el Fantasma es un hombre de pasado trágico, que se ve obligado a esconder su deforme rostro mediante una máscara y vive oculto en las profundidades más impenetrables del Teatro Garnier de París. Un día, Erik Mühlheim (tal es el nombre del personaje según cita Gaston Leroux en su novela) oye cantar a una joven corista suplente, llamada Christine Daae, y cae por completo enamorado de la chica. Pero como su rostro es un grotesco amasijo de carne masacrada, no se atreve a manifestarle su amor, y entonces Erik elige convertirla en víctima de su fanático deseo, recluyendo a la corista en la lúgubre y lujosa estancia subterránea donde reside.
--¿Insinúa que recaló en Barcelona? –interrumpió Javier con tono incrédulo y deseoso de hacerse notar frente a Virginia.
--Eso es lo que podría deducirse leyendo las notas que bosquejó Gaston Leroux para escribir la segunda parte de su novela –confirmó el profesor--, cuyo argumento yo he investigado durante años.
--Pero el Fantasma es un personaje literario, no una persona real –opuso Javier.
--El gran escritor alemán Herman Hesse dejó escrito que a veces los personajes de la ficción pueden ser más reales incluso que sus propios creadores –replicó el profesor, dejando sin contestación a Javier.
--¿Por qué no llegó a escribir la segunda parte de la novela? –me atreví a preguntar, pues aquel detalle me había interesado en particular.
Desde niña he sentido siempre atracción por las historias de fantasía, misterio y romanticismo. En realidad, yo no quería ser actor, como la mayoría de los presentes. Me había matriculado al curso de interpretación porque me interesaba el oficio de la dramaturgia, los guiones, los argumentos y los libretos.
--Gaston Leroux falleció antes de poder hacerlo –me contestó, aunque sin dirigirme siquiera la mirada.
Yo me sentí furiosa y deprimida. Julián Arderius me atraía mucho, aunque nunca me hubiese atrevido a coquetear con él clase, como hacían otras alumnas. Pero por lo menos hubiera querido que me prestase un poco más de atención, siempre tan distante.
--Bien –prosiguió--, y ahora os propongo rescatar la leyenda utilizando el Método Stanislavsky, cada uno de vosotros en el rol que considere más apropiado a su carácter o le resulte más atractivo para desarrollar, según el argumento que os entregué al final de la última lección.
Hubo un inquieto tumulto entre los alumnos, porque lo cierto es que no le habíamos prestado la menor atención al texto encuadernado con tapas negras, y de repente todos cogíamos los folios para repasar su contenido, como siempre a última hora, nerviosos y excitados ante la expectativa.
--¿Qué pasó con la corista? –inquirió Merche, una de las alumnas, la más presumida de todas, pues aunque no hubiese leído La Rosa de Fuego, deseaba ocupar el papel femenino principal de la obra que habíamos de representar.
--Por tu pregunta, deduzco que no has leído el libreto.
--Lo siento, no he tenido tiempo –excusó ella, coqueteando con impudicia. Le gustaba que los hombres la mirasen y compitieran por ella. Las otras alumnas la miraban con una mueca inocultable de reprobación, pues era patente que deseaba seducir al profesor.
Tras una pausa de silencio, Julián Arderius contestó a la pregunta:
--Christine se suicidó al desaparecer su misterioso amante, arrojándose al vacío desde lo más alto de la Ópera Garnier, para matar al niño que albergaba en sus entrañas.
--¿Por qué? –preguntó Merche, despavorida.
--Porque aquella criatura era el fruto de un hombre que había pactado con el Demonio, lo mismo que ocurre con el personaje de Margarita, embarazada por el doctor Fausto, según la novela de Goethe, que supongo tampoco habréis leído.
Ya estábamos todos con el libreto fotocopiado entre las manos, abierto por la primera página, cuando se pronto, Merche soltó un grito y giramos los ojos hacia donde miraba con el rostro desencajado, en dirección a uno de los palcos más cercanos al escenario. Allí, apenas iluminada por el fulgor desfallecido de las candilejas, había surgido una oscura silueta de apreciable contorno humano.
--¡El Fantasma de la Ópera! –exclamaron algunos.
Yo pensaba si aquello estaría dispuesto de antemano, si era una maniobra del profesor para otorgarnos una lección práctica en escena, pero Julián Arderius no decía nada, continuaba en silencio, verificando el estupor ocasionado.
Me fijé forzando la vista, porque la iluminación era muy tenue y la silueta se desvanecía con la distancia, como una proyección defectuosa. Era un hombre alto, vestido con elegancia, sombrero de copa, capa de terciopelo forrada de raso rojo, guantes blancos, en el mismo tono que la pechera de la lujosa camisa, y el rostro cubierto por un inquietante antifaz negro.
De pronto, la luz se apagó, sumiéndonos en una total oscuridad. Hubo un griterío repentino, todos los alumnos poniéndose de pie para intentar salir de allí. El desorden ocasionado nos hacía tropezar los unos contra los otros, buscando la salida más próxima en desorden, porque no sabíamos en qué dirección huir. Podía escuchar a Javier llamando a Virginia, que no lograba localizarla en medio del tumulto humano, atravesado por el eco de las voces perdiéndose por el vacío de la sala y las alturas de la torre.
Cuando por fin regresó la iluminación, la figura del palco había desaparecido, lo mismo que también el profesor Arderius.
--¡Virginia! –Javier llegó corriendo a su lado--, ¿estás bien?
--Sí –confirmó ella, todavía temblando por la impresión.
La tomó de la mano y enfilaron juntos hacia la salida, pero como aquello era un laberinto de corredores, talleres y almacenes, acabamos perdiéndonos desorientados. En ese momento apareció una mujer alta y reseca, el cabello canoso, vestida con una indumentaria negra, como de luto permanente, portando en las manos unas tijeras de gran tamaño, y Virginia lanzó un grito aterrador.
--¿Qué hacéis por aquí? –preguntó severa la mujer.
--Nos hemos perdido –aclaró Javier--, somos alumnos matriculados en el curso de interpretación escénica del profesor Arderius.
Tras una ligera vacilación, la mujer dejó las tijeras encima de una mesa llena de patrones y retales de tela. Parecía una institutriz autoritaria y huesuda, con las manos engarfiadas en el regazo, mirando a Virginia con creciente interés, incluso asombro. Javier le preguntó por la salida y la mujer extendió el brazo hacia un pasillo apenas iluminado por luces de emergencia, casi cegadas por la oscuridad que lo inundaba.
--No le hagáis mucho caso –recomendó un delgaducho bedel con cara de galgo hambriento, que apareció por entre los talleres en penumbra--, la pobre Hortensia está un poco majareta –y dejó escapar una risita sardónica.
--¿Quién es? –preguntó Virginia, todavía impresionada por aquellos ojos desmesurados con los que le había mirado la mujer.
--Doña Hortensia, la costurera del Liceo. Es la persona más antigua de cuantos trabajamos en el teatro, vive aquí desde hace muchos años.
Desembocamos al exterior del edificio por una puerta de servicio abierta en una callejuela trasera, lejos de la suntuosa fachada del Liceo que presidía la Rambla. Yo no podía dejar de pensar en aquella silueta oscura surgida de pronto en uno de los palcos de proscenio, los más cercanos al escenario. Era de suponer que Julián Arderius nos había sometido a un trance colectivo para que sufriéramos aquel espejismo como lección práctica de lo que hablaba.
Ya me había dado cuenta de que nuestro profesor emanaba un intenso influjo psicológico. A mí, desde luego, me tenía fascinada. Por eso había estado haciendo indagaciones, para saber quién era y dónde residía. Y el resultado sobre su identidad no dejaba de ser tan contradictorio como incierto. Para unos era un antiguo director de teatro en declive, que se veía en la obligación de impartir seminarios con los que sobrevivir. Para otros era un hombre acomodado, un literato de gran prestigio internacional, que residía solo en un palacete al estilo neoclásico de los que flanquean la gran Avenida del Tibidabo.
Cuando llegó a casa, Leonor había sufrido una recaída y Virginia tuvo que atenderla de sus cada día más frecuentes achaques, dejándola postergada en su sillón. Por ese motivo, le fue imposible comparecer a la siguiente clase. Virginia lo sintió, sobre todo por Javier Berenguer, pues el muchacho le había caído muy bien, la trataba como a una señorita, con sus modales de joven educado en colegios de pago y vacaciones de verano en el extranjero. Aunque lo cierto es que aquella relación desigual era una quimera, pensaría por otro lado, pues ella era pobre, una humilde chica sin estudios ni futuro, dedicada por completo a su abuela, única familia que tenía en el mundo. Mientras que Javier era de ascendencia prestigiosa y con dinero. Aquel era un amor imposible y más le valía no forjarse demasiadas ilusiones.
Yo caminaba en dirección hacia mi residencia estudiantil en el barrio de la Barceloneta, cerca de la Ciudad Olímpica, donde me alojaba como interna mientras cursaba el Máster de Teoría Literaria y Literatura Comparada que imparte la Universidad de Barcelona. Lo había elegido por que duraba tan sólo dos años y no me veía con ganas para enfrentarme a toda la carrera de Filosofía y Letras, como hubiera sido el deseo de mis padres. Acostada sobre la escueta cama de mi alcoba, mi vista recayó en el pequeño libreto entregado por el profesor Arderius, que reposaba encima del escritorio, junto a mis libros de texto. La luz del crepúsculo inundaba el espacio con los últimos fulgores encarnados y el gélido ambiente del exterior empañaba de vaho los cristales de la ventana.
Por cierto, ya es hora de que me presente. Me llamo Raquel Corbí, natural de Valencia, soy pelirroja, de cabello rizado, los ojos verdes y las mejillas motejadas de pecas color canela. No es que sea guapísima pero sé que poseo mi atractivo. Desde que lo recuerdo he querido ser escritora, porque ya de niña me gustaban mucho los cuentos y las historias de misterio.
Nada más dejar el instituto tuve claro que deseaba ir a la Universidad pero lejos de mi círculo habitual. Mis padres intentaron convencerme de que cursara los estudios en Valencia, donde también hay carrera de Letras, pero yo insistí: Madrid o Barcelona. Y ante la disyuntiva, eligieron la segunda opción, por ser la más cerca de casa. Como soy de familia humilde y no tenía suficiente para pagarme un apartamento propio, ni siquiera compartido, gestioné mi alojamiento en Barcelona por medio de una empresa de servicios a través de la Red.
Por aquel entonces tenía dieciocho años y mi deseo era dedicarme a la literatura del modo más amplio y en cualquiera de sus facetas, por ese motivo me había matriculado en aquel máster, uno de los más cotizados, y era la primera vez que salía de mi pequeña ciudad natal. Hubiera podido estudiar sin haberme movido de allí, pero yo quería ver un poco de mundo, escapar del redil familiar y de la opresión sentimental con la que me anclaba mi novio, porque a él no le gustaban mis expectativas de futuro, prefería que no siguiera estudiando y me resignase a ser únicamente su pareja, pues era el típico machista y sin cultura que desea mantener a la novia en un puño hasta que llegue la hora de casarse.
Tuvimos una fuerte discusión, y tras la turbulencia emocional pensé que lo mejor sería matricularme lo más lejos posible de casa. Deseaba conocer a gente interesante y tener experiencias, porque de lo contrario caería en aquel convencional círculo vicioso de discusiones de pareja que culmina en uno más de tantos matrimonios fracasados.
Me incorporé para coger el texto encuadernado de negro, regresé a la cama encendí el flexo y me sumergí en la historia que contenía, buscando alguna clave de lo sucedido en el palco del Liceo.