--También contesté a eso el otro día refiriéndome a una cita de Goethe sobre la cualidad redentora del Diablo –hizo una leve pausa y entonó, elevando la voz bien modulada de barítono--: Dios no se sirve del Diablo para que la persona, rechazando el mal, haga un buen uso de su libertad y se salve; Dios se sirve del Diablo para que cada uno afronte su propio destino.

--Pero Cristo dijo que la verdad nos hará libres –intervine yo de nuevo.

Julián me taladró con los ojos antes de contestar:

--La persona con el poder necesario para liberarte, también lo tiene para esclavizarte. Bien y Mal son las dos caras de la misma moneda. Con el paso del tiempo y la experiencia comprobarás que su vínculo no es tan fácil de diferenciar.

--Pero si el Método no persigue que los actores representen la verdad de una situación –atajó Javier, cada vez más crítico--, ¿entonces que pretende?

--Mirad –aclaró el profesor--, el Método Stanislavsky persigue la realidad, un concepto mucho más honesto y humano que la verdad.

--¿Es que acaso no son lo mismo?

--No –negó el profesor mirando hacia los palcos--, el espectro que visteis el otro día no era verdadero, pero en su contexto era muy real.

--¿Y cuál es la diferencia entre verdad y realidad?

--La verdad puede ser una estratagema moral, dependiendo de quien la sostenga y de sus intenciones, mientras que la realidad es insoslayable.

 

 

 

Cuando terminó la lección, Javier quiso invitar a Virginia como en la vez anterior, pero ella lo rechazó, alegando que tenía prisa, porque la extraña conversación mantenida con el secretario del Círculo del Liceo la tenía muy desconcertada y deseaba llegar cuanto antes a casa para sondear a su abuela, ya que a veces la mujer aún disfrutaba leves momentos de lucidez.

En ese instante, por uno de los corredores envueltos en la penumbra interior del teatro, surgió la costurera, desgreñada y vestida con su sayo negro, los dedos engarfiados en el regazo y el rictus avinagrado por antiguas desdichas padecidas. Hizo un severo gesto para que la siguieran y echó a caminar, como si levitase por encima del suelo, hacia la parte trasera del edificio. La mujer habitaba un cuchitril andrajoso, entre los talleres de costura y los polvorientos almacenes de vestuario.

--Pasad –ordenó autoritaria--, ¿os apetece una infusión?

Mientras doña Hortensia calentaba el agua en un hornillo de gas, Virginia y Javier se miraban alucinados. En las paredes colgaban algunas láminas y carteles de actuaciones teatrales y operísticas. Había figuritas de yeso decorativas, pintadas a mano con primor, y cobertores de ganchillo, todo ello pintado y bordado por la propia costurera. Encima del hornillo hervía ya una vieja cafetera de aluminio. Doña Hortensia la retiró del fuego, cogió unas tazas del mugriento armario que le servía como alacena y acercó el azucarero de cristal.

--Ese curso de interpretación al que asistís –negó con la cabeza removiendo el azúcar que había depositado en su taza--, es peligroso.

--¿Por qué lo dice? –preguntó Javier.

La mujer hablaba sin mirarlos, la vista concentrada en las vueltas de la cuchara sobre la humeante infusión. Virginia no había tocado siquiera su taza.

--Ya visteis las consecuencias del otro día. No deberíais jugar con fuego, el hombre al que invocó vuestro profesor de interpretación es un alma condenada.

--¿Usted también lo vio? –inquirió Virginia, cada vez más empalidecida.

--Lo he visto en varias ocasiones –confirmó la costurera, dejando de remover la taza--, más de lo que yo quisiera.

--¿Lo conoció usted en persona? –preguntó Javier, siguiéndole la corriente.

La mujer asintió despacio, con la mirada perdida en algún remoto lugar de su memoria.

--Se llamaba Robert Seymour.

--¿Quién era? –indagó Virginia, cada vez más interesada en aquella historia.

--Un caballero extranjero que residía de incógnito, muy rico y aficionado a la ópera. Llegaba siempre por un callejón estrecho y oscuro del edificio, por donde antaño introducían los decorados en los almacenes. Bajaba de un lujoso carruaje tirado por dos corceles negros, acompañado una chica muy guapa, de buena familia, que había seducido durante un baile de disfraces organizado con motivo del Carnaval en el Palau de la Música. Siempre ocupaban ese mismo palco donde le visteis aparecer.

--¿Qué pasó con él?

--Desapareció de un día para otro y la chica se suicidó, arrojándose desde lo alto del templo expiatorio que hay en la cima del Tibidabo.

Virginia y Javier se miraron impresionados, cogiéndose de la mano por debajo de la mesa camilla, sobre la cual reposaban las tazas. La costurera se había quedado en silencio, con los dedos huesudos engarfiados alrededor de su taza, mirando el vapor que desprendía la infusión como si fuera un oráculo.

Como vástago de familia noble y adinerada, Javier Berenguer sabía que los palcos de proscenio podían permanecer alquilados durante décadas, pues eran pertenecientes en exclusiva y en propiedad a los linajes más destacados de la oligarquía barcelonesa, como la suya, heredándose de generación en generación. Y aquel donde había hecho su aparición la silueta oscura de la capa negra era uno de los palcos más cotizados, porque desde allí se disfrutaba la mejor visión del escenario, mientras que nadie del público podía ver a los ocupantes. Por eso, antaño aquellos palcos eran los preferidos por las personas (hombres o mujeres) que acudían al teatro en compañía de algún amante.

--Pero ese no puede ser el hombre que usted menciona –se atrevió Javier a contradecir--, porque si ha pasado tanto tiempo es imposible que siga con vida.

Doña Hortensia levantó el rostro y posó los ojos en Virginia. El severo semblante de la costurera aparecía surcado por años de pesadumbre y amargura, que le habían dejado la marca en forma de arrugas y consternación. La boca fruncida, el cuerpo leñoso y el cabello cano, atravesado de horquillas y desgreñado; la viva estampa de una vieja demente.

--Robert Seymour hizo un pacto con el Demonio para no fallecer nunca. Es como un vampiro –aclaró--, está muerto pero sigue con vida.

Virginia y Javier se apretaron la mano por debajo de la mesa, sin atreverse a contradecirla, porque recordaban cómo la mujer había empuñado una tijeras la primera vez que se habían tropezado con ella y pensaban que acaso estaba loca.

--Cuéntenos todo lo que sepa, por favor –pidió Virginia, la más interesada en conocer los detalles de aquella oscura historia.

Doña Hortensia la miró compasiva y dejó escapar un profundo suspiro.

--Cuanto más conozcas peor, aunque me temo que ya es tarde. Pero está bien, os contaré todo lo que sé.

 

 

 

 

 

 

***

 

Al día siguiente, cuando Virginia llegó al teatro (un poco después de la hora), el profesor exponía su lección ante los alumnos. Ella prefirió no interrumpir la clase y tomó asiento sobre la tarima de un andamiaje, para escuchar desde allí. Los operarios del teatro aparecían de vez en cuando sigilosos, vestidos con su indumentaria de trabajo, montando poco a poco el decorado de la inminente obra, el estreno con el que comenzaba la temporada de teatro invernal.

Julián Arderius ocupaba su silla frente a los alumnos acomodados por el suelo. La lección del día era más teórica que práctica, y yo apenas le oía, concentrado en observarle.

--Konstantin Stanislavski dejó dicho que la palabra, me refiero al guion que ha de aprender el actor, es neutra, no contiene ningún sentimiento en particular. El sentimiento debe rescatarlo el actor desde su propia experiencia personal, proyectándolo luego hacia el público mezclado con los argumentos y la imagen construida en su mente del personaje al que intenta otorgar vida. Por ese motivo, la interpretación es algo real, aunque lo declamado no lo sea, ya que se basa en emociones auténticas, y así es como un actor trasciende su propio rol, convertido ya en el personaje a quien ha convocado para otorgarle vida.

Virginia escuchaba tan absorta las argumentaciones del profesor que no se percató hasta mucho después de que doña Hortensia permanecía junto a ella.

--Ven conmigo –susurró la costurera, con su aspereza de siempre.

--¿Adónde?

--Quiero enseñarte algo.

Doña Hortensia echó a caminar escurridiza y silenciosa, como deslizándose por entre los corredores que atravesaban talleres y almacenes, fundido su vestuario de luto con la oscuridad que reinaba en aquellos gélidos interiores, poblados por ecos lejanos y corrientes en fuga. Yo me había levantado sigilosa para seguirlas, fingiendo que salía un momento para ir al baño.

La mujer encendió una pequeña linterna que portaba en algún hueco de su parco sayo negro y penetraron hacia un angosto pasadizo sin iluminar. Desde lejos llegaba la voz del profesor Arderius resonando distorsionada en los muros del viejo teatro. Subieron por una escalera que ascendía en semicírculo hasta un corredor como la galería de una prisión. La linterna de doña Hortensia desvelaba una serie de puertas alineadas en uno de los muros como si fueran celdas.

--Los palcos del primer piso –aclaró escueta la costurera.

Se detuvo ante una de las puertas, deslizó una llave y abrió.

--Es el palco de Robert Seymour –susurró, como si pudiera oírnos.

El habitáculo al que penetraron parecía inutilizado desde hacía muchos años, porque tanto los asientos de terciopelo rojo, el piso y el antepecho de madera forrada de tela mostraban una sucia capa de polvo. Desde allí podían contemplar al profesor Arderius y a los alumnos en medio de la penumbra que reinaba en el escenario, envueltos en la pálida burbuja de luz emitida desde las candilejas.

El palco era un lujoso espacio de tamaño medio, decorado en madera noble, apliques dorados, cortinajes de terciopelo escarlata, sillones acolchados, incluso un armario empotrado en el zócalo destinado a contener bebidas, donde todavía figuraban algunas botellas de champaña de la mejor y más cara marca francesa, junto a copas de fino cristal y un cubo metálico plateado para enfriar los vinos con hielo. En una pequeña mesa de caoba, colocada en un extremo, figuraban esparcidos, entre polvo y polillas muertas, antiguos programas de conciertos originales de principios de siglo.

Virginia lo miraba todo extasiada, como si hubiera penetrado a un mausoleo abandonado. De pronto, llegó de lejos la llamada de una voz reclamando a doña Hortensia.

--Es el director escénico –gruñó--, voy a ver qué quiere.

La costurera salió llevándose consigo la linterna. Virginia se quedó sola en el palco, plantada en la oscuridad. Comenzó a temblar, aguantando la respiración. ¿Y si aparecía el espectro de la capa negra? Pero no, intentó tranquilizarse, porque según el profesor, la visión experimentada era fruto de un trance colectivo. Sin embargo, para la costurera, Robert Seymour parecía muy real, y no un ente imaginario.

Virginia comenzó a tantear con las manos entre los objetos acumulados alrededor del pequeño espacio, por si encontraba una fuente de iluminación. Los dedos le tropezaron con un antiguo cartapacio de cartón anudado con cintas de tela, un flexo de cobre deslustrado y varios libretos de ópera. Pulsó el interruptor del flexo y la luz eléctrica parpadeo en la vieja bombilla con un siglo de vida. Era una luz mortecina, como una brasa moribunda, que apenas podía disipar aquel coágulo de negrura envuelto en tela color escarlata, manchada por el polvo y las humedades, con raídas telarañas pendiendo desde los rincones.

Fue justo en ese instante cuando Virginia se dio cuenta de que había huellas marcadas en el polvo del piso, que no eran propias ni tampoco parecían de la costurera. Su corazón comenzó a trepidar acelerado. Intentando calmarse hasta que regresara doña Hortensia, tomó el cartapacio y lo examinó ante la luz macilenta del flexo. La cubierta de cartón aparecía grabada con una siniestra mariposa de color negro y las alas desplegadas. Virginia desanudó las cintas de tela y lo abrió. Apareció lleno con páginas de periódicos y revistas ilustradas. Un artículo escrito en un diario barcelonés ya desaparecido relataba escándalos y rumores de aquella época, cierto romance mantenido por un misterioso caballero, propietario de una fabulosa mansión sumida en el denso bosque Vallvidrera, en las faldas del Tibidabo, que circulaba por la urbe a bordo de un carruaje de corceles negros, con las cortinas de terciopelo echadas para no ser visto, y el símbolo de una mariposa negra impreso en las portezuelas.

Por lo visto, la chica formaba parte de una de las familias más distinguidas de Barcelona. Una inocente y bonita bailarina perteneciente al ballet del Liceo, que había caído seducida por aquel hombre de identidad y origen desconocido, aunque sumamente atractivo y visiblemente rico. El recorte del periódico aparecía ilustrado con una foto captada por la noche frente a una puerta lateral del Liceo, tras una representación sinfónica. El caballero iba vestido de levita oscura, con sombrero de copa, guantes blancos y capa de terciopelo negro, aunque no se le apreciaban las facciones debido a la oscuridad del callejón y la sombra que proyectaba sobre su rostro el ala del sombrero. Muy erguido, prestaba el brazo a la bella bailarina mencionada, vestida con un magnífico traje blanco y el cabello cayéndole ondulado sobre uno de los hombros, descubiertos por el escote del vestido, subiendo a un formidable carruaje con dos caballos negros de aspecto temible. Sobre la portezuela destacaba la silueta de la oscura mariposa, el siniestro símbolo de Robert Seymour.

Alucinada por el hallazgo, Virginia se acercó a la luz emitida por el flexo y leyó el artículo entero, para ver si averiguaba la identidad de la chica y su acompañante. La foto había sido tomada muy posiblemente sin el consentimiento de los protagonistas, porque Robert Seymour, desde que perdiese la prodigiosa máscara modelada por el anciano taxidermista, nunca se dejaba ver a la luz del día, tan sólo por la noche y embozado en su lujosa capa de terciopelo negro y forro de seda roja.

La relación entre la bella damisela y el enigmático extranjero había conmovido a toda la ciudad, ya que por lo visto la bailarina no sumaba ni los dieciocho años cuando una tarde apareció muerta sobre la escalinata del templo expiatorio del Sagrado Corazón ubicado en la cima del Tibidabo. Según los primeros indicios, la chica se había dejado caer desde un mirador que hay a los pies de la prodigiosa escultura de Cristo que corona, con los brazos abiertos hacia la ciudad extendida debajo, la cima del templo. Junto al cadáver, cuando lo encontraron al día siguiente, figuraba una rosa púrpura con el tallo anudado por un lazo negro.

En ese momento Virginia escuchó en el silencio del corredor los pasos amortiguados de doña Hortensia regresando hacia la entrada de los palcos, y se guardó la página del periódico en el pequeño bolso que portaba.

 

 

 

Ni Virginia ni yo nos incorporamos de nuevo al grupo. Javier Berenguer la esperaba fuera del teatro tras acabar la clase de interpretación, intrigado por su ausencia. El muchacho seguía cortejándola con todo su encanto y educación exquisita, se había enamorado de aquella joven tan modesta como hermosa, de cabello dorado y ojos azules, y no lograba pasar con ella todo el tiempo disponible.

--¿Dónde te habías metido?

--Luego te lo cuento, ahora vámonos de aquí –urgió Virginia, más pálida que de costumbre, aferrando el bolsito contra su regazo.

Fueron hasta la cafetería de La Ópera, y allí, frente a dos chocolates bien calientes a la taza, porque hacía una tarde lluviosa y fría, ella le contó lo que le había referido la vieja costurera en el palco de proscenio, mostrándole la página de periódico encontrada dentro del cartapacio.

--Tengo la impresión de que doña Hortensia dice la verdad.

--¿En qué sentido?

--Creo que Robert Seymour vive todavía –vaciló mirando al vacío antes de añadir--, no sé cómo decirlo…, quizá en otro tipo de dimensión física, no en la misma que nosotros.

--¿Otra dimensión? –repitió Javier, aunque procurando no parecer escéptico.

--Hay muchas formas de vida, y no son todas materiales –evocó las palabras que días atrás nos había comentado el profesor hablando sobre la literatura como un tipo de dimensión.

--Eso es imposible –descartó finalmente Javier.

Yo que los vigilaba desde una mesa cercana, me había dado cuenta ya de que la principal diferencia entre ambos era esa: Virginia era espiritual y soñadora, mientras que Javier se mostraba mundano y siempre inclinado a lo práctico.

--Tú también estabas allí cuando apareció esa figura de la nada –le recordó ella--, y te pusiste tan pálido como los demás.

A Javier le incomodaba la obsesión de Virginia por aquella historia de tintes tan lúgubres, porque una cosa era indagar en ella como ejemplo de una clase del Método Stanislavsky y otra muy distinta pensar que todo eso era cierto.

--Lo que vimos no era real, fue un espejismo colectivo, inducido por ese Julián Arderius. Que, por cierto –añadió--, nadie sabe muy bien quién es ni de dónde ha llegado.

--¿Qué insinúas?

--Creo que Julián ha sobornado a los del Círculo del Liceo para que aceptasen convocar el curso por algún motivo, ya ves que ni siquiera cobra. Tal vez la costurera tenga razón –añadió deslizando su mano hacia la de Virginia por entre las tazas de chocolate--, deberíamos olvidarnos de todo esto.

--No puedo hacerlo –negó ella, dejándose acariciar la mano--, algo me dice que debo seguir adelante.

--De acuerdo –consintió resignado Javier--, entonces te ayudaré.

--Gracias –ella emitió una tímida sonrisa.

--Bueno, ¿y por dónde comenzamos?

--Tenemos la página del periódico. En ella figuran dos lugares relacionados con el suceso. Uno es el templo del Tibidabo y otro la mansión que habitaba ese caballero en las faldas del monte. Ambos lugares parecen relacionados.

--¿Qué intentas decir?

--Creo que la noche del suicidio la bailarina salió de la mansión de su misterioso amante, ascendió por algún sendero del bosque hacia la cima del monte Tibidabo, subió al templo del Sagrado Corazón y se lanzó al vacío desde el mirador que hay a los pies de la estatua.

--¿Por qué?

--Por la misma razón que lo hizo Christine Daae: para evitar que naciera el hijo que tal vez portaba en sus entrañas.

--Un momento –atajó Javier--, ¿estás diciendo que lo sucedido en París luego se repitió en Barcelona?

--Eso parece, ya que según el libreto que nos entregó el profesor, Robert Seymour había hecho un pacto con el Diablo para no fallecer jamás.

Virginia penaba que Robert Seymour y el Fantasma de la Ópera eran ambos eran la misma persona. Yo también había sospechado lo mismo, y por eso, aquella misma tarde, cuando anochecía, sin pasarme por el internado estudiantil, regresé al palacete neoclásico que habitaba el profesor Arderius, porque la prudencia no figura entre mis cualidades.

Aquel hombre maduro y con experiencia de la vida, que casi me triplicaba la edad, no parecía muy recomendable para la formación emocional una jovencita con tan solo 18 años, pero mi osadía era equiparable al interés por desvelar aquella trama de maléficos y amores imposibles, como si fuera un juego de rol. Y si de algo estaba segura en aquel entonces era que Julián Arderius era el autor y director de la trama. Resolviéndola, le arrancaría la máscara con la que ocultaba su verdadera identidad.

 

 

 

Aquella noche atravesé Barcelona desde su epicentro hasta los pies del monte Tibidabo y me planté frente a la residencia del profesor Arderius. El cielo estaba ya oscuro cuando toqué al anticuado timbre de junto a la cancela herrumbrosa. Esperé aterida de frío, rodeada por la bruma que ya bajaba como un sudario vaporoso desde la espesa foresta que invade aquella zona, con aromas a tierra húmeda de lluvia cernida y vegetación.

Entonces le vi bajar con ese aire indolente pero seguro de sí mismo, vistiendo unos viejos pantalones vaqueros, una camiseta muy amplia y unas zapatillas de tenis sin cordones. Al reconocerme, se detuvo a media escalera y me miró ceñudo.

--¿Qué haces aquí? –su voz sonaba neutra, tan impasible como siempre.

Pensé que se daría la vuelta dejándome plantada frente a la verja, pero continuó bajando y descorrió con un gesto el cerrojo de la cancela para dejarme paso. Volvió a subir, seguida de mí en silencio, mordiéndome por dentro las mejillas a causa del nerviosismo que sentía. Cuando llegamos a la fachada frontal del palacete, Julián pasó directamente del recibidor al salón, iluminado como en la ocasión anterior por el resplandor del fuego sin humo tras la pantalla de cristal de la moderna chimenea. El ambiente minimalista flotaba suspendido en la y cálida temperatura propagada desde la silenciosa lumbre.

Reparé de pronto en que allí no había televisor, tampoco equipo de música ni otro utensilio convencional típico de cualquier hogar para el entretenimiento de sus moradores. Tal sólo libros alineados en una estantería que ocupaba toda una pared al fondo de la estancia. De hecho, encima de la mesa baja con cristal biselado que había entre la chimenea y el sofá tapizado en piel de impoluto color blanco reposaba un libro de aspecto muy antiguo, cuyo título no alcancé a distinguir. El profesor tomó asiento resignado, como si aguantar mis visitas a deshoras formase parte de su cometido y aquello estuviera incluido en el salario por impartir su curso de interpretación. Aunque ya sabíamos que no cobraba por su cometido de docente, lo cual era muy extraño.

Puesto que yo no decía nada, tomó el volumen que había sobre la mesa. Era viejo, con la cubierta oscura y muy estropeada.

--Fausto –aclaró--, la trágica novela de Goethe. Dentro contiene una frase de Lutero escrita por el propio novelista. Lo abrió y la leyó en voz alta:

--Alle Kreaturen sin nur Teufel Mummereien.

Le miré boquiabierta.

--¿Es el original? –inquirí.

--Exacto, el que portaba Robert Seymour como regalo de su padre cuando se fue a la guerra.

--¿De dónde lo ha sacado? –pregunté alucinada.

--Lo encontré hace años en París, entre los tenderetes de libros antiguos que colocan a orillas del Sena.

--Si de verdad es una edición original de 1808 –dije recordando lo que había leído en el libreto fotocopiado-- será carísimo.

--Lo es y mucho. En una subasta oficial pedirían una pequeña fortuna, pero a mí no me costó más que unos cuantos francos. El vendedor no era entendido en antigüedades y me lo dejó por un precio mínimo.

Dejó el volumen sobre la mesa y se dirigió a mí, que seguía de pie junto al sofá, con las manos en los bolsillos del chaquetón y sin atreverme a sentarme.

--Imagino que ahora me dirás a lo que has venido.

Por fin reaccioné, sintiéndome un poco ridícula y fuera de lugar.

--Bueno, quería preguntarle una cosa…

Le resumí a continuación lo que había estado escuchando tras la puerta entreabierta del cuchitril donde habitaba la costurera del Liceo, mientras hablaba con Javier y Virginia, pero sin mencionar a ninguno de los tres. Cuando hube acabado, y tras un gesto para que me sentase, Julián expuso su versión:

--Lo de la bailarina ultrajada por el misterioso caballero es una leyenda urbana de Barcelona. Toda leyenda nace como consecuencia de los hechos que perviven alojados en el inconsciente colectivo por culpa de alguna tragedia, y lo que ocurrió fue muy dramático, desde luego. Una joven muy bella, de familia distinguida y con todo un futuro de artista en el mundo del teatro, se quitó la vida lanzándose desde lo alto del templo expiatorio del Tibidabo.

Al parecer, coincidiendo que lo que yo le había oído relatar a doña Hortensia, la joven había subido una lluviosa tarde hasta el mirador de la colosal escultura de Cristo que corona el templo, con el propósito de precipitarse al vacío, ya que se había quedado encinta por accidente y sus padres no habrían consentido que diese a luz, antes la hubiesen metido en un convento de clausura, o incluso la hubiesen matado ellos mismos para lavar el honor.

Pero según trascendió después, la bailarina quiso matarse voluntariamente, junto a la criatura que portaba en sus entrañas, al sentirse abandonada por su misterioso amante, un caballero extranjero, apátrida y de origen incierto, que se desplazaba por la ciudad en un formidable carruaje oscuro tirado por dos corceles negros y con las ventanillas encortinadas para que nadie le viese.

Cuando conoció a ese hombre, durante una fiesta de disfraces en el Palau de la Música, él se presentó a ella con un antifaz negro que le cubría parte del rostro, afirmando ser entendido en teatro y una persona influyente. La bailarina quería ser artista, como muchas jovencitas de la época, y ensayaba para interpretar el personaje principal en la obra sinfónica Coppelia, una muñeca mecánica danzante y de tamaño real propiedad de un misterioso inventor llamado Coppelius; tan perfecta que un joven, al verla, cae rendido ante su hermosura. Enamorado de la muñeca, el joven deja incluso a su prometida para entregar su amor a Coppelia, que sin embargo, al ser un autómata mecánico, no puede corresponderle, y la pasión acaba en tragedia, para regocijo de Coppelius, personaje siniestro basado en un oscuro relato de Hoffmann titulado El hombre de arena.

Coppelia, con música del compositor francés Léo Delibes y coreografía de Arthur Saint-Léon, fue interpretada por primera vez en 1870, en el Teatro de la Ópera de París, ejerciendo de papel protagonista la bailarina italiana Giuseppina Bozzachi. La obra resultaría un clamoroso éxito, pero no llegó a celebrarse más que una representación, pues a los pocos días del estreno estallaba la guerra con Prusia y la ciudad de París quedó sumida en la miseria y el terror. Antes de acabar la contienda, el Teatro ardió una noche hasta los cimientos y la joven bailarina italiana murió en las catacumbas, probablemente a causa de la peste, justo el día en que cumplía los 17 años.

--Desde aquel entonces –añadió Julián--, Coppelia viene arrastrando consigo un maleficio: el de que todos los teatros donde ha sido estrenada perecen víctima de alguna tragedia posterior, o su protagonista femenina malograda.

--Entonces, Robert Seymour era el Fantasma de la Ópera –deduje yo.

--Podría ser que recalara en Barcelona con su velero al enterarse de que aquí, en el teatro del Liceo, iban a representar la obra Coppelia. Hizo por conocer a la bailarina principal que había de interpretar al personaje protagonista y la sedujo con promesas de patrocinar su carrera, pero antes de que llegara el estreno, la chica se suicidó al saber que se hallaba embarazada de su desconocido amante, y Robert Seymour desapareció, haciéndose de nuevo a la mar. Aunque por una vez, no quemó el teatro.

 

 

 

***

 

Al día siguiente, después de comer sin apetito, cada vez más inquieto ante aquella turbadora historia entre la realidad y la ficción, Javier Berenguer decidió subir con su coche hasta el templo expiatorio del Tibidabo, para ver si alguien por allí podía contarle algo sobre lo sucedido a la joven bailarina suicida. Necesitaba verificar si todo aquello era verdad o tan sólo un mito propagado por la superstición de la gente.

Cuando Javier llegó a la cumbre del Tibidabo ya era media tarde y lucía el sol en todo su esplendor, pero un viento gélido y racheado le recibió como un latigazo al salir del coche. Si había subido hasta ese lugar, el punto más alto de Barcelona, era impulsado ante lo que sentía por Virginia y su deseo de conocer lo sucedido, aunque indagar en todo aquel dramático episodio relatado por la vieja costurera del Liceo le parecía de mal agüero.

Javier era un chico pijo, pero culto y sensato, con la carrera recién culminada en la prestigiosa Universidad de Barcelona, que aspiraba en adelante a independizarse por completo de su oligárquica familia. Parecía como si a la hora de seleccionar un rol, como nos había ordenado el profesor, Javier hubiera escogido el del personaje que protagonizaba el vizconde de Raoul de Chagny, según la novela de Gaston Leroux. O era yo, que lo veía todo con ojos literarios, impulsada por mi deseo de ser escritora. Y lo cierto es que ahora tenía en mis manos un argumento asombroso, como si al aplicar el Método Stanislavsky sobre la novela de Leroux, el Fantasma de la Ópera hubiera resucitado de su letargo literario, tal como nos había insinuado el profesor.

Javier Berenguer cerró el coche y se dirigió al templo expiatorio del Sagrado Corazón, sede principal de la Orden Salesiana en Barcelona. Subió la escalinata de piedra y entró. La iglesia es pequeña pero de una primorosa belleza, decorada con el clásico estilo bizantino, colorista y recargado. El resplandor del crepúsculo se filtraba por el bello caleidoscopio de las vidrieras policromadas, arrancando destellos en los iconos y los mosaicos que cubrían los muros por completo. Le hubiese gustado tener fe para invocar ayuda sobrenatural, pero su fe ya sólo era un recuerdo de la niñez; al contrario que Virginia, pues ella sí parecía creyente.

Atravesó el templo y entró a la rectoría por una puerta lateral. Por detrás de un recibidor acristalado encontró a un sacerdote de aspecto aburrido que pasaba la tarde aguardando la llegada de turistas a los que vender estampitas y llaveros con la efigie de San Juan Bosco, fundador de la Orden Salesiana.

--Lo siento –atajó el religioso antes de que Javier tuviese tiempo a decir nada--, si desea subir al mirador tendrá que venir por la mañana. Por la tarde no admitimos visitas.

--No –negó el muchacho--, vengo para un asunto particular.

--Ah, perdone, ¿qué desea?

Valiéndose de sus buenos modales, Javier expuso el motivo de la visita.

El religioso levantó una ceja, extrañado ante lo que acababa de oír:

--Si hay alguien que recuerde algo de todo aquello es el padre Andrés Coloma, nuestro bibliotecario. Tiene 87 años y es como un archivo andante –añadió risueño el religioso.

--¿Podría entrevistarme con él?

--Siéntese un momento –señaló un banco de madera--, iré a ver.

Cuando regresó, el religioso llegaba precedido por un hombre muy anciano vistiendo una recosida sotana de color marrón oscuro. Era de corta estatura, delgado y leñoso; las cejas blancas y muy pobladas enmarcaban unas gafitas redondas de alambre, cuyos cristales, de tan gruesos y graduados, parecían lentes obtenidas al desmontar algún catalejo. Por detrás de la montura brillaban sus ojillos velados por la pérdida de visión a causa de la edad y el cansancio.

--¿Quién me busca? –preguntó bizqueando miope.

Javier dio un paso adelante para dejarse ver:

--Buenas tardes, me llamo Javier Berenguer i Martorell –pronunció deliberadamente su aristocrático nombre y apellidos, porque sabía que la nobleza de sangre siempre impresiona mucho a los plebeyos--, quisiera consultarle sobre un asunto particular de suma importancia.

Seguramente pensó que hablando así de rebuscado causaría una mayor impresión.

--Muy bien, hijo –sonrió el anciano dándole unas palmaditas en el brazo para ubicarlo mejor--, ¿te gustaría merendar conmigo?

Javier le miró desconcertado.

--Has venido en el momento más oportuno –el padre Coloma echó a caminar arrastrando los zapatos en dirección hacia el pasillo por donde había llegado--, es que hasta la hora de la cena tomo un cafelito aguado y unas magdalenas caseras que me trae sor Virtudes, una monja teresiana de lo más rumbosa. Venga, sígueme, vamos hacia mis dominios.

Al paso lento y vacilante que imponía anciano atravesaron espacios, corredores y salones de la parroquia, todo ello sumido en una penumbra balsámica y un silencio acogedor. Mientras bajaban por una escalera en dirección al sótano del templo, el padre Coloma iba comentando:

--Soy el encargado de la Biblioteca Salesiana, que no es muy grande pero sí bastante valiosa –puntualizó con orgullo--, en este lugar tan apartado custodiamos los misterios de la Barcelona recóndita, todo eso que no figura en las crónicas ni en los libros de la historia oficial. En cuanto a mí –añadió socarrón--, pertenezco a la vieja escuela, soy el último de mi especie, un bibliófilo empedernido. Aunque los libros pronto no serán más que fósiles de papel, exóticas reliquias de antaño. Tú lo sabrás mejor que yo, que pareces muy joven –esbozó un gesto resignado--, ahora todo es digital, informatizado; la gente prefiere ver la vida pasar en las pantallas de cuarzo, las cámaras, los ordenadores, la televisión, el cine y los teléfonos móviles, que proliferan como una plaga bíblica idiotizando a la gente –hizo una ligera pausa para tomar aliento--, porque las personas han cambiado la experiencia verdadera por la virtual, como si tuviesen miedo a mancharse las manos con la realidad.

El sacerdote se detuvo ante una oscura puerta de roble y abrió con una llave que portaba colgada en algún pliegue oculto entre la sotana. Dentro apareció un espacio sumergido en el reluz ámbar que propagaba una pequeña lámpara encendida con pantalla de pergamino. Era una estancia con el techo bajo y abovedado en sólidas arcadas de piedra oscurecida por el paso del tiempo.

--Pasa –ofreció--, aquí estaremos tranquilos.

La Biblioteca Salesiana era una pieza umbría, de mediano tamaño, situada en la antigua cripta del edificio, sin ventanas y con las cuatro paredes convertidas en estanterías abarrotadas de libros con aspecto venerable. Sobre una mesa de pino emitía su luz la pequeña lámpara encendida. Tras ella, en el único espacio libre de la pared, colgaba un crucifijo. Iluminado por el resplandor ambarino, destacaba un plato con magdalenas y junto a él un pequeño termo de acero inoxidable conteniendo café, cuyo cálido aroma gravitaba suspendido en el aire rancio de la estancia.

El sacerdote indicó a Javier que tomara una silla y se acercase a la mesa, cogió un par de tazas de un armario, sirvió el café y ocupó su anticuado sillón.

--Ahora verás qué café tan bueno, aunque me lo rebajan en la cocina con achicoria, porque ya no tengo el corazón para demasiados tutes. Mientras tanto, puedes ir contándome a qué debo el placer de tu visita.

Javier fue directo al grano:

--Quería preguntarle por una joven bailarina de ballet que se suicidó hace un siglo, arrojándose desde el mirador del templo.

El padre Coloma, que había cogido una magdalena del plato, se tomó su tiempo para retirar el papel que la envolvía y masticarla bien despacio, quizá porque le faltaba la mitad de la dentadura.

--Vayamos por partes –tragó--, ¿quién te ha contado esa historia?

Entonces Javier le puso al corriente de lo sucedido desde que se matriculara junto a doce chicos de similar edad en el curso de interpretación convocado por el Círculo del Liceo. Cuando acabó de relatarlo todo, el padre Coloma le dio un sorbo al café y asintió:

--Penélope Saladrich –evocó el anciano religioso--, así es como se llamaba la bailarina que mencionas. Aunque fue más conocida por el seudónimo Swanilda Balder.

--¿Tenía un seudónimo?

--En aquella época –sonrió el bibliotecario— era común que las actrices, cupletistas, cantantes y artistas en general adoptasen un seudónimo para identificarse mejor. Penélope adoptó el de Swanilda Balder por ser un personaje ficticio perteneciente al famoso ballet Coppelia, la obra donde pensaba triunfar como bailarina principal durante su estreno en el Liceo.

Javier volvió a estremecerse, ya que Coppelia era la obra maldita que aparecía en el libreto entregado por el profesor Arderius, aquel ballet sinfónico por cuya obsesión Robert Seymour había quemado varios teatros alrededor del mundo, dejando tras de sí un rastro de víctimas mortales y destrucción.

--Según el argumento de Coppelia, Swanilda Balder es la jovencita que accede con sus amigas a la tenebrosa mansión del misterioso Doctor Coppelius para ver qué secretos guarda en su interior. Las chicas descubren una colección de muñecas a tamaño natural que Coppelius atesora en su taller. Autómatas con vida propia construidos por él mismo. Y en ese momento, impulsada por una insensata idea, Swanilda se intercambia por la muñeca más hermosa de la colección, llamada Coppelia, porque siempre ha soñado con ser así de perfecto, aunque sea un ser artificial. Entonces Franz, el novio de Swanilda, cae enamorado de la muñeca mecánica y se fuga con ella, dejando a Swanilda sola. Este cuento nos indica que no debemos obsesionarnos con la belleza y la perfección, porque las apariencias no lo son todo en la vida, y muy a menudo, la hermosura es una treta del mal para embaucarnos.

--¿Pero quién era esa chica? –preguntó Javier.

Lo que le interesaba era la historia de lo sucedido a Penélope Saladrich, y no el cuento de Hoffman, aunque contuvieran la misma esencia, el aviso de que ningún personaje debería suplantar jamás a la persona.

El anciano sacerdote suspiró.

--Penélope Saladrich fue la hija única de un importante financiero local, empeñada en triunfar como bailarina de ballet y ser una diva mundial para deslumbrar a todos con su belleza, pues era muy presumida.

Javier ya lo había investigado consultando por su cuenta en los archivos del Liceo y planteó:

--Pero entonces, ¿cómo es que no hay rastro suyo en los anales del teatro?

--No lo sé, quizá porque Coppelia no llegó a estrenarse, Penélope murió antes de la interpretación. Aquella historia terminó en tragedia y la gente olvida pronto lo malo, es un mecanismo humano de supervivencia.

--¿Qué pasó?

--La joven cayó seducida por un atractivo extranjero de visita en Barcelona, probablemente millonario, ya que había llegado a bordo de un formidable barco velero bautizado con el tenebroso nombre de Ascálafo, un demonio de la mitología griega. Tras una estancia que no llegó a un año, el hombre desapareció, dejando a Penélope Saladrich embarazada. Ella no pudo soportarlo y se mató, afirman que por amor, aunque suene algo melodramático para nuestra moderna mentalidad, pero yo creo que no fue por amor, sino en venganza, para eliminar a la criatura que gestaba en sus entrañas, hijo de aquel hombre oscuro y misterioso.

Hubo un instante de silencio, mientras el muchacho asimilaba lo revelado. La luz ambarina de la pequeña lámpara luchaba por dispersar la sombra que avanzaba desde los rincones, y el sacerdote miró hacia el crucifijo.

--Ahora dime –planteó el padre Coloma, observando a Javier por encima de las gafas--, ¿por qué a un joven tan apuesto y lleno de vida como tú le interesa una historia tan lúgubre y triste como esta?

--Le parecerá una locura, pero creo que aquel individuo que usted acaba de mencionar podría ser el Fantasma de la Ópera.

--¿Te refieres al protagonista de la famosa novela?

--Sí –confirmó Javier--, el Fantasma existió, fue una persona de carne y hueso. Lo he leído estos días, y el conocido libro de Gaston Leroux termina cuando el personaje principal, Erik Mühlheim, desaparece tras haber secuestrado en su palacio subterráneo a Christine Daae, la joven corista de la que se había enamorado al oírla cantar. Pero no sucedió así en realidad. Christine se suicidó arrojándose desde lo alto del Teatro Garnier y el Fantasma de la Ópera no murió, como deduce la mayoría, sino que huyó de Francia con su velero, y por lo visto acabó recalando en Barcelona.

--¿Y eso quién lo dice? –inquirió asombrado el padre Coloma.

--Nuestro profesor no ha facilitado un texto que contiene la verdadera historia del Fantasma de la Ópera, iniciada por Gaston Leroux poco antes de fallecer en 1927. Y en ese texto figura el nombre de velero, tal como usted acaba de mencionar. Quiero saber si es una simple novela o sucedió realmente.

El sacerdote se quitó las gafas para pasase una mano sobre la cara.

--Mira –volvió a ponerse las lentes, ya que sin ellas no veía nada--, todo eso pasó hace mucho tiempo ¿Para qué remover el pasado?

--La leyenda del Fantasma sigue viva –proclamó Javier--, y me parece que ha traspasado la frontera de lo literario para invadir el mundo real.

--¿Cómo dices?

Javier no le había contado todavía la desconcertante aparición de aquella figura sobre un palco del Liceo y comprendió que había llegado el momento.

--Yo mismo lo pude ver con mis propios ojos, aunque me cueste reconocerlo. Estábamos en el curso de interpretación, cuando de pronto el Fantasma surgió de la nada en uno de los palcos. Todos los alumnos lo vimos, aunque luego el profesor nos dijo al otro día que aquello fue un espejismo colectivo, consecuencia de aplicar en grupo el Método Stanislavsky.

El padre Coloma se quedó abstraído unos instantes, cada vez más inquieto ante la inesperada visita de aquel muchacho.

--Mira hijo, invocar a las fuerzas ocultas puede acarrear muy graves consecuencias –amonestó preocupado--, ese profesor que mencionas me parece un imprudente. Habéis estado jugando con fuego.

--Nunca mejor dicho –añadió Javier, evocando la plaga de incendios que había calcinado durante años los mejores teatros del mundo.

--¿Y por eso indagas en el suicidio de la bailarina?

--Ya se lo he dicho, padre, busco la confirmación de que todo es cierto –asintió Javier--, quiero saber si aquel hombre misterioso era el Fantasma de la Ópera. Necesito conocer la verdad.

--La verdad… --repitió el sacerdote, dejando la mirada perdida entre los libros de las estanterías, donde la sombra invadía el espacio sin iluminar--, la verdad sobre todo esto sólo la sabe una persona.

--¿Quién?

--La hija de Penélope Saladrich.

--¿Es que no murió en el suicidio?

--No, la criatura que la bailarina portaba en sus entrañas pudo salvarse debido a la intervención de un buen médico, que gracias a Dios pudo llegar a tiempo.

--¿Era niña?

--Y muy hermosa, por cierto.

--¿Vive todavía?

--Imagino que sí, aunque no lo sé. Hace años que le perdí la pista y ya debe ser muy mayor, como también lo soy yo.

--¿Llegó usted a conocerla?

--Sí, yo era entonces un joven seminarista, y aquel suceso me impresionó mucho. No lograba comprender por qué una muchacha tan hermosa, de buena familia y con un futuro tan prometedor en el mundo de la escena, hubiera querido acabar con su vida voluntariamente al poco de cumplir los 18 años; qué desalmado había podido empujarla contra el suicidio, después de haberla ultrajado.

--¿Qué pasó con la niña?

--Fue adoptada por una importante familia, muy devota y religiosa. Pero ignoro si al crecer, sus padres adoptivos llegaron a contarle lo sucedido. Supe que se casó y tuvo un hijo, que falleció en un accidente de tráfico junto a su mujer. Parece como si la desgracia persiguiese a la estirpe maldita de aquel hombre desconocido.

--El Fantasma no puede amar a ninguna mujer –coligió Javier--, es el precio del pacto satánico aceptado cuando deliraba entre la vida y la muerte, con el rostro desfigurado por un cañonazo enemigo.

--¿Quién te ha contado todo eso? –preguntó asombrado el religioso.

--Lo he leído en el argumento que nos entregó el profesor del curso para que nos lo aprendiésemos y escogiéramos personaje. La Rosa de Fuego, se titula.

El padre Coloma sacudió la cabeza.

--Lo que habéis hecho es muy peligroso.

--¿Por qué lo dice?

--¿Conoces el llamado Mito de Pigmalión?

--Me suena.

--Es una fábula griega escrita por Ovidio. Narra la historia de Pigmalión, un escultor que talla en marfil una estatua femenina de la que termina enamorado. Entonces la estatua cobra vida y el artista se une a ella copulando carnalmente, incluso llegan a tener un hijo. Te lo cuento porque aquel oscuro caballero ejerció con Penélope Saladrich como su particular Pigmalión, la modeló para convertirla en una diva, tal como ella deseaba. Luego, al contemplar lo que había creado, cayó enamorado de su propia obra y tuvo un hijo con ella porque así es como pretendía perpetuar la belleza de su obra. Penélope debió sufrir mucho durante todo el tiempo de la gestación, sola y sin ayuda de nadie, porque su padre la expulsó al conocer lo sucedido, sintiendo que la criatura engendrada durante una noche de pasión prolongaría la estirpe de aquel misterioso extranjero, cuyo comportamiento era calcado al del doctor Coppelius. Y al final, poco antes de que naciera, Penélope Saladrich tomó la decisión de acabar con su vida.

 

 

 

Un silencio absoluto reinaba en el interior de la Biblioteca Salesiana, mientras la sombra invadía el espacio como una opresión atmosférica. El padre Coloma miraba el crucifijo, murmurando una oración.

--¿Sabe? –intervino pensativo Javier--, lo que acaba de contarme se parece mucho a una escena del Fausto de Goethe, cuando Margarita, la chica que conquista el corazón del doctor Fausto, se queda embarazada y al tener el niño lo ahoga para que la semilla del Diablo no se propague por el mundo.

--¿Has leído Fausto? –inquirió el anciano religioso, mirándolo de nuevo por encima de las gafas.

--Me lo leí en una noche.

--Tienes mucha razón –confirmó el padre Coloma--, y es curioso que la muerte de Penélope Saladrich ocurriera justo sobre la cima del Tibidabo.

--¿Por qué lo dice?

--Según cierta versión histórica, el nombre del monte podría tener un origen bíblico, puesto que aquí fue donde Satanás había tentado a Jesucristo incitándole a lanzarse desde la cima. “No temas, dijo el Diablo, porque si en realidad eres el Hijo de Dios, los ángeles no permitirán que recibas daño alguno y vendrán a salvarte antes de que tu cuerpo se destroce cayendo contra las rocas”. La otra tentación era de carácter material. Satanás propuso a Jesús que si le adoraba, sería suyo todo cuanto desde allí alcanzaba la vista. “Todo esto te daré (tibi dabo en latín), sin postrándote ante mí, me adoras”. Pero Jesucristo no sucumbió a las tentaciones del Maligno, tal como aparece reseñado en el Nuevo Testamento. Por eso, San Juan Bosco quiso construir un templo expiatorio sobre la cima del Tibidabo, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.

--¿Cómo encontraron el cadáver de Penélope Saladrich?

--El sacristán lo descubrió al amanecer, cuando abrió las puertas del templo para la primera misa de la mañana. El párroco llamó a un médico de confianza, que consiguió salvar a la criatura separándola de la madre muerta. Era una niña preciosa. Como aquí no podían quedársela, el párroco avisó a una devota feligresa, la señora Macarena Cervià. Ella se quedó la criatura y la bautizó, imponiéndole de nombre Leonor (Elí Noor en hebreo), que significa la Luz de Dios, porque aquella criatura había sobrevivido a las tinieblas de la muerte.

--¿Qué hicieron con el cuerpo de Penélope?

--Lo llevaron al cementerio de Poblenou. La devota dama se hizo cargo de su sepultura, gastándose una fortuna en la escultura con la que deseaba decorar el panteón funerario. Era una mujer muy piadosa.

--¿Vive alguien de la familia?

--Que yo sepa, quizá todavía vive su hija menor, doña Hortensia Cervià, que ha pasado su vida como empleada en el Liceo, porque tengo entendido que nunca contrajo matrimonio.

--¡Un momento –reaccionó Javier--, yo conozco a una mujer llamada Hortensia que trabaja de costurera en el teatro del Liceo!

--Sí –confirmó el padre Coloma--, es la hija solterona de la señora Macarena Cervià. Tendrá poco más o menos la edad de Leonor. Se criaron juntas como hermanas.

--A propósito –añadió Javier--, ¿es cierto que junto al cadáver de la bailarina fue hallada una rosa púrpura con el tallo anudado por un lazo negro?

El padre Andrés Coloma se inclinó hacia un lado, abrió un cajón de su mesa y extrajo algo envuelto en un pañuelo blanco. Lo colocó encima del escritorio y lo desplegó con cuidado. En el centro apareció una flor acartonada y oscura, los pétalos ya casi desmenuzados como si fueran tabaco.

--Aquí la tienes.

--Falta el lazo negro –indicó Javier.

El padre Coloma exhaló un agotado suspiro.

--Te parecerá extraño –cerró los ojos y sacudió la cabeza, como si él mismo no lo creyera posible--, pero la rosa nunca se marchitaba, por mucho tiempo que pasara. Entonces, un día, comprendiendo que aquello era un pérfido símbolo sobre la inmortalidad obtenida por métodos ilícitos, desanudé su lazo negro, y la rosa, liberada del hechizo, pudo morir en paz.

--¿Qué hizo usted con el lazo?

--Lo arrojé al fuego. En cuanto a la rosa, la he conservado durante todos estos años con la esperanza de que, antes o después, averiguaría su significado. Pero ha sido en vano, nadie puede comprender la oscuridad que habita el interior de algunas almas descarriadas. Toma –el anciano sacerdote le tendió el pañuelo--, te paso el testigo de la investigación, porque yo ya soy demasiado viejo y no me siento con fuerzas para conocer la verdad.

Javier tomó la rosa con reverencia, envolviéndola en el pañuelo.

--Y ahora, si me disculpas –el padre Coloma consultó su reloj--, me corresponde oficiar la última misa de la jornada. El Mal no descansa nunca y el compromiso asumido por la Orden Salesiana desde que San Juan Bosco fundara el templo expiatorio del Tibidabo es permanecer siempre alerta, desde aquí arriba, para contenerlo en la medida de lo posible.

Como si lo hubiera comprendido, la sombra retrocedió a su rincón.

Al salir del edificio el crepúsculo teñía el cielo de rojo hacia el oeste. A lo lejos, allá en el valle, Barcelona era un brumoso mar de luces parpadeantes. Hacía mucho frío y la humedad penetraba en los huesos. Javier Berenguer caminó hacia el coche portando el pañuelo blanco plegado en su mano con la rosa reseca en el interior, mirando con recelo hacia su espalda, pues hubiera jurado que alguien le vigilaba oculto entre la silueta bizantina del templo expiatorio. Quizá el Diablo, a la búsqueda de una nueva víctima para tentar.

 

 

 

 

 

 

***

 

Javier había quedado con Virginia en verse al día siguiente, antes de la clase de interpretación, para merendar juntos en la cafetería La Ópera. El muchacho ya esperaba en una de las mesas del fondo cuando ella llegó, tan encantadora como siempre, sonriendo dichosa por haber inflamado el corazón de aquel joven tan apuesto, amable y de ascendencia nobiliaria, que le había brindado su ayuda para indagar en el misterio de su pasado. Un pasado incógnito que Virginia relacionaba, por intuición femenina, con la historia del Fantasma. No hubiera podido decir por qué, pero sentía el hervir creciente de su sangre cuanto más indagaba en la trágica leyenda de la bailarina Coppelia.

Mientras merendaban, Javier le refirió al completo la conversación mantenida con el padre Coloma en el templo expiatorio del Sagrado Corazón, y todo aquello no hizo sino confirmar los presagios de Virginia.

Javier le mostró entonces el pañuelo blanco entregado por el anciano sacerdote.

--El padre Coloma me dio esto –lo abrió, dejando al descubierto la flor marchita, que durante años había conservado en el cajón de su mesa. La misma que aquel hombre de rostro desfigurado por el fuego de la explosión dejaba como símbolo de su maleficio en cada teatro que incendiaba, con un lazo negro anudado en el tallo, el oscuro símbolo satánico de la eterna juventud.

--Deberíamos verificar el dato que me desveló ayer el sacerdote –planteó Javier--, me refiero a la tumba de Penélope Saladrich. Si la encontramos, habremos resuelto buena parte del misterio. ¿Qué te parece si nos acercamos?

--¿Ahora? Te recuerdo que tenemos clase de interpretación –objetó ella--, y por cierto que ya llegamos tarde.

--Ya estoy harto del profesor Arderius y su maldito Método Stanislavsky –desdeñó Javier--, y además me parece que no juega limpio.

--¿Por qué lo dices?

--No sé, pero yo juraría que nos manipula, como si todo eso de invocar al Fantasma lo estuviera dirigiendo por algún motivo en concreto.

--Lo que te contó ese sacerdote anoche sobre Robert Seymour no es una invención. Todo coincide con lo que nos dijo doña Hortensia la costurera y la información que había en el interior del palco cerrado. El profesor Arderius no puede haberlo preparado todo. Es una leyenda muy antigua, de principios de siglo.

--Mira, no lo sé, pero ese tipo no me inspira confianza, parece como si nos considerase a todos personajes de un juego del rol.

Virginia estuvo de acuerdo en saltarse la lección por una vez. Cuando salieron de la cafetería, Javier la cogió de la mano y se acercaron a la Plaza de Cataluña, donde tomaron la L4 del metro hacia el barrio de Poblenou. Al salir de la estación subterránea caminaron un trecho hasta el cementerio del mismo nombre, remodelado y ampliado en 1821 para sepultar a las víctimas que causó aquel año una epidemia de fiebre amarilla. Encajado entre casamatas abandonadas, terrenos baldíos y hangares arruinados por la intemperie y el abandono, el de Poblenou es uno de los mejores cementerios románticos que hay en España. Un museo de arte funerario, repleto de tumbas y mausoleos que pertenecen a las principales familias de Barcelona, ya que se trata del más antiguo. Está situado en una vieja zona industrial, próximo al mar y cercado por antiguas factorías, de las que perviven algunas cuantas chimeneas de adobe rojizo como vigías del pasado.

Al llegar, ambos enfilaron tomados de la mano entre las calles de nichos alineados en perspectiva, muchos con las fauces abiertas gritando su vacío interior en tenebroso silencio. Javier iba recordando de memoria la descripción otorgada por el anciano bibliotecario sobre la parte donde se hallaba la tumba de la bailarina suicida. Caminaban por un sendero flanqueado de Cristos y Madonas tallados en piedra, esculturas azotadas día y noche por el aire salobre que llegaba de la playa cercana, en silencio y un poco sobrecogidos. El sol descendía por detrás de los muros, bañando sepulturas y lápidas con reluces mágicos.

--No se ve ni un alma –bromeó Javier, por decir algo.

Un rato después contemplaron la mole de un panteón especialmente ostentoso, que sobresalía imponente sobre todos los de alrededor.

--Allí –avisó Javier extendiendo su brazo.

La talla en mármol blanco reproducía con asombroso arte un ángel con las alas desplegadas y una joven desnuda, cincelados formando una portentosa imagen escultórica sobre la gruesa lápida de una sepultura rodeada por anchas cadenas cubiertas de óxido.

--La hemos encontrado –anunció Javier--, esta es la sepultura de Penélope Saladrich. La bailarina suicida que no pudo interpretar a Coppelia.

El sol declinaba sumiendo los columbarios entre dos luces.

--Alucinante –confesó Virginia, examinando el conjunto escultórico.

El ángel aparecía inclinándose hacia la muchacha desnuda como si deseara socorrerla o quizá consolarla en su trance final. Era muy hermosa, tallada con gran maestría y dramatismo. Los ojos miraban sin vida clamando al cielo con el brazo derecho estirado hacia lo alto. Había bajado mucho la temperatura y la humedad que llegaba desde la playa cercana lo envolvía todo como un lienzo empapado en agua fría. Virginia sintió un escalofrío.

--Esto debió costar una fortuna –dedujo Javier--, y todo por una joven que se suicidó para no tener al hijo que portaba en sus entrañas.

--Lo raro es que la Iglesia permitiera que la sepultaran aquí, en tierra sagrada –opinó ella--, debieron considerar un milagro que no falleciera la niña.

--La familia que la cogió en adopción era muy rica –indicó Javier--, aunque luego irían desapareciendo al no tener descendencia.

--¿Cómo lo sabes?

--El padre Coloma me dijo que doña Hortensia es la única descendiente viva de la familia Cervià. Por lo visto eran originales de Lérida y gente muy beata.

--Mi abuela Leonor también es muy beata –sonrió Virginia.

Javier palideció de golpe.

--¿Tu abuela se llama Leonor?

--Sí, por qué lo preguntas.

--Porque según me dijo el padre Coloma, doña Macarena Cervià impuso el nombre de Leonor a la hija de la bailarina muerta.

--¡Dios mío! –exclamó ella, llevándose las manos a la boca. Tenía los ojos desorbitados y jadeaba impresionada.

--Eres la nieta de Penélope Saladrich –coligió Javier, impresionado.

--Ahora comprendo por qué desde la infancia he sentido atracción por el mundo de la escena, la ópera, el teatro y la danza.

Los últimos rayos de sol desaparecían proyectando en el suelo de tierra ocre la silueta de las tumbas. Virginia examinaba la losa del sepulcro, carcomida por la intemperie y plagada de líquenes. En uno de los lados, casi cubierta de musgo, podía distinguirse la huella ovalada de un retrato fúnebre, que al parecer se había desprendido y ya no quedaba ni rastro.

--¿Te has fijado? –preguntó Javier--, por ningún sitio figura el nombre de la persona que yace aquí debajo, y encima se ha perdido el retrato. Parece como si alguien hubiera querido borrar todo rastro de lo sucedido.

--¿Quién –inquirió Virginia--, y por qué?

--No lo sé –reconoció Javier--, pero podemos preguntarle doña Hortensia, la costurera tiene que saber lo que pasó, que por algo se crió junto a Penélope Saladrich.

--Esa mujer está loca –descartó Virginia--, no creo que nos diga nada.

--Bueno, ya nos ha contado mucho. Además, a ti te mostró el palco cerrado de Robert Seymour.

--Sí, pero estoy segura de que nos oculta lo más importante.

Antes de marcharse, y considerándolo como un gesto de respeto, Javier extrajo el pañuelo con la rosa marchita y la depositó sobre la sepultura, debajo del ángel esculpido.

 

 

 

Al día siguiente no había clase con el profesor Arderius, ya que todo el teatro se preparaba para la interpretación de la grandiosa ópera Fausto, la original obra del compositor francés Charles Gounod, cuyo estreno estaba previsto a finales de mes para iniciar la temporada musical en el Gran Teatro del Liceo.

La clase de la tarde había transcurrido como de costumbre, la farragosa teoría del Método Stanislavsky, los alumnos a la expectativa, precavidos por si aparecía de nuevo aquel personaje sobre uno de los palcos. No hay duda de que aquello había sido un golpe maestro del profesor para captar nuestro interés.

Yo le miraba de reojo mientras impartía la clase, pensando en lo sucedido la noche anterior. Al bajar conmigo para despedirme, mientras abría el cerrojo de la cancela para dejarme salir, le sorprendí girándome de pronto para darle un beso. Julián lo había consentido sin otorgarle mayor importancia, aunque con esa resignada condescendencia de una persona mayor hacia una joven adolescente con las hormonas en plena ebullición. Hubiera preferido que me arrastrase de nuevo arriba y me hubiera hecho al amor, pero en lugar de aquello me había dado las buenas noches con su amable y sensata indiferencia.

En venganza, me había fugado de nuevo en mitad de la clase para dar una vuelta por las Ramblas antes de volver al solitario aburrimiento de mi alcoba en el internado y ponerme a estudiar Literatura, pensando en todo lo que haría el profesor con mi cuerpo, deseosa de ser suya, de tenerlo dentro susurrándome palabras ardientes, aunque ya sé que suena un poco cursi. Entonces fue cuando los vi. Eran Javier y Virginia. Salían de la cafetería La Ópera, cogidos de la mano en dirección a la Plaza de Cataluña, para bajar por la boca de metro perteneciente  a la línea cuatro. ¿Adónde iban? Sin pensármelo mucho, corrí para seguirlos.

 

 

 

De regreso, meditando sobre todo lo que les había escuchado comentar oculta por detrás de un suntuoso templete funerario, anochecía entre nubes de color escarlata que iban llegando desde levante con amenaza de borrasca inminente. Así que la bailarina suicida se llamaba Penélope y yacía en el cementerio de Poblenou, tras haber tenido una hija con Robert Seymour. Pero lo más alucinante de todo era que Virginia podía ser la nieta de Leonor, hija de la suicida, luego también era bisnieta del Fantasma.

Volviendo la vista atrás, ahora comprendo que hubiese debido abandonar el curso de interpretación y volver a mi rutina diaria, centrarme más en los estudios de Literatura y olvidar aquel melodrama romántico, cuya secuela nos amenaza con empujarnos hacia los abismos del infierno. Pero Julián Arderius me atraía peligrosamente, como nos atraen los precipicios y la posibilidad de caer en ellos.

No podía más, necesitaba confesarle lo que sentía. Bajé a la estación subterránea, cuyos trenes parten desde la Plaza de Cataluña en dirección hacia el barrio de San Gervasio y atravesé la ciudad casi como una sonámbula, jurándome que aquella noche no regresaría de nuevo a mi precario cuarto en la residencia estudiantil hasta que Julián me hiciera suya. Cuando surgí a la superficie desde la estación terminal que culmina en la Plaza Kennedy había comenzado a llover con fuerza y corrí calle Tibidabo arriba, pero como el palacete donde residía el profesor quedaba en la parte más alta, llegué frente a la cancela chorreando de agua. Tras tocar el timbre, bajó Julián Arderius enarbolando un anticuado paraguas de color negro, grande como un gigantesco crustáceo.

--Imaginaba que serías tú –dijo con resignada tolerancia.

--Me temo que sí –sonreí.

--¿Estás loca? Mira como llegas –me recriminó como lo harían mis padres--, pero si estás empapada por completo. Anda, ve al cuarto de baño y quítate la ropa mojada o cogerás un resfriado. Sécate y ponte uno de mis albornoces.

Cuando regresé al salón, deliciosamente caldeado por la chimenea de fuego sin humo, Julián estaba sentado en el sofá de piel ojeando el ajado volumen de Fausto.

--¿Cómo termina la historia –le pregunté, de pie y descalza, con su albornoz que me venía bastante grande--, qué pasó cuando Robert Seymour se marcha de Barcelona, dejando a la bailarina embarazada?

--Parte de nuevo a surcar los mares con su velero, buscando teatros donde hubieran repuesto la obra Coppelia para destruirlos de un modo u otro. El último de todos en caer presa de su delirio sería el del Amazonas. Luego desapareció, como si ya no hubiera ningún otro escenario por destruir.

--No sabía que hubiese un teatro en el Amazonas –dije, arrebujada con agrado en su albornoz. La marca de mis húmedos pies brillaba desvaneciéndose como una huella de vaho sobre la tarima del suelo barnizado.

--Siéntate y te lo cuento, pero cuando cese la lluvia, te vas.

Me senté a su lado, demasiado cerca, y crucé las piernas, de modo que la tela de la prenda quedase abierta mostrándole mis muslos con impúdica provocación. Lo que más temía en ese momento era dejarle una marca de húmeda excitación vaginal en su impoluto sofá de piel curtida en blanco, porque me sentía muy estimulada sexualmente por hallarme casi desnuda junto a Julián.

 

 

 

En 1844, el inventor norteamericano Charles Goodyear descubrió que al mezclar la savia de un árbol tropical llamado Hevea Brasilensis con azufre se obtenía el caucho, un producto de gran utilidad en la creciente industria del automóvil. Pero aquel árbol sólo crecía en los márgenes del Amazonas, el enorme río que surca la selva más impenetrable y peligrosa del planeta. Sin embargo, la fiebre del caucho no tardó en colonizar aquella inhóspita zona.

Los buscadores de fortuna establecieron el puerto principal en Manaos, una miserable aldea situada entre la confluencia de los dos grandes ríos que vierten su caudal en el Amazonas, el Negro y el Solimoes. Como hacía falta mucha mano de obra para extraer la savia en medio de la selva, los caucheros mercenarios llegados desde cualquier confín del mundo esclavizaron a las pacíficas tribus indígenas que habitaban desde hacía miles de años en aquel paraíso natural, obligándolos a trabajar por tan sólo el alimento y bajo pena de severos castigos.

Pero el Hevea Brasilensis no crecía en grupo, sino diseminado entre la selva, poblada de tarántulas venenosas y anacondas gigantescas, aparte de una enorme variedad de mosquitos que contagiaban toda clase de dolencias. Muchos eran los que morían al poco de llegar, víctima de las enfermedades tropicales, la fauna salvaje y el agotamiento físico. La vida media de un recolector de caucho era de cinco años. Aquel sacrificio colectivo convirtió a Manaos en una caótica población lejos de la ley, donde se alternaban los buscadores de fortuna con los delincuentes comunes y los nuevos ricos. Casi de la noche a la mañana se convirtió en la ciudad más floreciente del mundo, aunque casi nadie lo supiera.

En 1881 los caucheros más prósperos del Amazonas unieron su fortuna para construir el coliseo de la ópera más grandioso de la historia. Ordenaron traer mármoles de Carrara, lámparas de Sèvres, cristalería de Bohemia, tapices de Bruselas, cerámica vitrificada de Murano, hierro forjado de Irlanda, maderas nobles de África, tejidos de Milán, sedas de China, junto a los más afamados pintores y artesanos del mundo para que decorasen al fresco los muros interiores. No escatimaron dinero ni esfuerzos para que Manaos fuese “la París del Amazonas”.

Como resultado, se alzó como de la nada un fabuloso palacio estilo renacentista, semejante a una catedral bizantina, en medio de una colosal explanada cubierta por enormes planchas de mármol rosa, y cuya enorme cúpula central de color verde y amarillo (el cromatismo principal de la bandera brasileña) brillaba vitrificada como un diamante gigantesco en medio de la selva.

En el atrio central construyeron una fontana que nunca dejaba de manar champán francés, nostalgia de la vieja Europa en aquel miserable y peligroso confín del mundo. El teatro fue inaugurado a mediados de 1897 con La Gioconda, de Amilcare Ponchielli. Pero la compañía italiana que cruzó el Atlántico para escenificar la obra cayó por completo enferma de fiebres y ya no pudo celebrarse ninguna otra representación. Tras ello, el magnífico edificio quedó como un símbolo de la megalómana desmesura que imperaba entre aquellos hombres desalmados y dispuestos a todo por seguir incrementando su fortuna.

Varios años después, aunque nadie recuerda cuando, llegaba un impresionante yate a vapor todo pintado de negro, cuyo dueño, de visible origen europeo según se dijo, desembarcó por la noche, rodeado de guardaespaldas armados, para no dejarse ver. Del navío bajaron asimismo un suntuoso carruaje oscuro, en cuyas portezuelas destacaba la silueta negra de una mariposa con las alas extendidas, que algunos, principalmente los indígenas esclavizados, reconocieron de inmediato: Ascalapha Odorata, una variedad propia de aquel territorio selvático. La Mariposa del Diablo.

El caballero europeo se llamaba Robert Seymour y antes de que su buque arribase a Manaos, había comprado mediante intermediarios una de las más impresionantes mansiones edificadas en la parte alta de la ciudad, perteneciente al cauchero más próspero y peligroso, un tipo panzudo, británico de origen, siempre vestido en traje blanco, al estilo colonial, con mirada de asesino. Tan avaricioso que no supo negarse al ver sobre la mesa una cantidad de oro que le dejó mudo de asombro, como si aquel caballero extranjero fuera el Rey Midas. Eran monedas de la época romana tan grandes como galletas de avena.

La casa en cuestión era una pintoresca mansión al estilo neoclásico y colonial, situada sobre la más alta de las colinas, dominando con su presencia toda la ciudad, con excelentes vistas al formidable teatro y la infecta zona portuaria chapoteando en el barrizal, medio colapsada por los grandes barcos de transporte aguardando el cargamento de caucho para partir hacia el mundo civilizado.

Por aquel entonces, Robert Seymour había cambiado el velero por un yate a vapor mucho más grande y veloz, bautizándolo como Ascálafo II. Louis Coubert ya no le acompañaba, porque cansado de aquella vida nómada y a la deriva, destruyendo teatros por todo el mundo, le había dejado para retirarse a vivir en la campiña de París, disfrutando de la riqueza que Robert Seymour le concedió. Ya se había dado cuenta, por lo demás, que mientras él envejecía, su amigo parecía inmarcesible al tiempo, siempre tan apuesto, salvo el rostro estragado por la explosión de la guerra, como una lacra indeleble, tras haber perdido la máscara con la que lo disimulaba. Precisamente, si el Ascálafo había tocado puerto en Manaos era con la intención de Robert Seymour de conseguir la crisálida de la terrorífica mariposa negra, con el fin de modelar de nuevo una máscara como la fabricada por el anciano embalsamador de París. Robert Seymour se recluyó en su mansión de la colina sin dejarse ver hasta que no modeló la nueva máscara.

Entre tanto, pasaba los días encerrado en el sótano, donde había instalado un taller equipado con todo tipo de adelantos técnicos y planos antiguos muy complejos que traía en el barco desde Praga, la ciudad en la que un rabino llamado Löw, según las leyendas judías, había creado al Golem, una criatura de barro, dotada de vida propia mediante un ritual cabalístico, y modelada con las arenas del río. La gente a sueldo que trabajaba para él sabía que de joven, Seymour había estudiado ingeniería en Bélgica y todo aquello no le resultó extraño, típico de un inventor.

Manaos era un lugar demasiado peligroso y lejano de la justicia para residir ostentando tanto dinero. Los caucheros eran gentuza violenta y sin escrúpulos, tal vez hubieran terminado asesinándolo para robárselo todo, de no ser porque los indígenas hicieron correr la voz, aunque pareciera una superstición, de que aquel hombre había pactado con el Diablo y nadie la hubiera podido hacer daño sin el consentimiento del Maligno. El símbolo de la mariposa que portaba en varios de sus objetos era la prueba de su vinculación satánica, decían con temor. Y algo debieron percibir los caucheros, cuando no se atrevieron a molestarlo.

 

 

 

Por aquella época, el teatro de Manaos permanecía sin programación alguna, dedicado a bailes y fiestas circunstanciales para entretener a los capataces y los recolectores de caucho. Después de lo sucedido durante su dramática inauguración, las compañías teatrales no querían intervenir en aquellas lejanas y peligrosas latitudes. Robert Seymour, a quien todos tomaban por un excéntrico y ocioso multimillonario, propuso entonces dirigir la programación del enorme coliseo, ya que por fin se dejó ver en sociedad.

La existencia de un teatro construido en la selva del Amazonas, considerado el más lujoso del mundo, era para él un extraordinario hallazgo. Un escenario virgen, donde nunca hubiesen representado el ballet de Coppelia, parecía el sitio perfecto para poner fin a su demencia y olvidar su trágico pasado, cambiar de vida y estrenar por fin su inédita sinfonía La Rosa de Fuego; pues allí, en el otro extremo del planeta, nadie sabía quién era ni la maldición que acarreaba. El oro eliminaba cualquier suspicacia entre los blancos y la silueta de la mariposa negra entre los indígenas. Pronto desplazó a los cabecillas de siempre y se convirtió en el cacique principal, odiado y reverenciado a la vez.

El consorcio de prósperos caucheros aceptó su ofrecimiento y Robert Seymour comenzó a contratar músicos, tenores, bailarines, decoradores y escenógrafos, los mejores de todo el mundo, pagándoles el viaje y una cantidad tan astronómica que ninguno supo rechazar. En cuanto a la soprano seleccionada para el papel femenino de su obra, Seymour mantuvo el secreto hasta el último instante. Los empresarios locales no podían imaginar que ninguna joven quisiera cruzar el océano para cantar en el corazón de una selva llena de peligros.

 

 

 

Pasaba el tiempo y todo eran especulaciones, incluso la fama de Robert Seymour llegó a los Estados Unidos, atrayendo el interés de los grandes aficionados de Broadway, los magnates dirigentes del Teatro Metropolitan de Nueva York la Manhattan Opera House. ¿Quién era el rico mecenas cultural de Manaos que dilapidaba semejante fortuna para el estreno de una sola obra? ¿Cómo había podido convencer al mismísimo Enrico Caruso para cruzar el Atlántico e interpretar al personaje masculino principal de una sinfonía de autor anónimo? Porque nadie sabía quién era el compositor y libretista de aquella Rosa de Fuego. Pero la intriga principal se centraba en conocer a la soprano principal, todas ellas unas divas engreídas y caprichosas, que seguramente pedirían la luna por actuar en semejante lugar, tan lejos de la civilización.

Cuando llegó la noche del estreno y por fin se levantó el telón, el auditorio comprobó asombrado que ninguna de las apuestas relativas a la posible soprano titular había dado en el blanco. La joven era desconocida por completo, una hermosa criatura de unos 16 a 18 años, con semblante tan refinado y pálido que de porcelana y la voz más conmovedora que ninguno de los presentes hubiese oído jamás, la suma de todas las perfecciones artísticas y femeninas reunidas en una sola mujer, llegó a escribir en su crónica periodística un reportero de Nueva York, enviado especial para el evento. Lo extraño es que nadie supo decir cuándo, cómo y de dónde había llegado, tanto era el celo con el que Robert Seymour había procurado conservar el secreto.

Sentado en su palco principal, tan lujoso como la carroza de un zar, el misterioso magnate, apuesto y elegante, vestido de gala y completamente solo, escuchó la interpretación de su obra, recibiendo luego el aplauso del público, en gratitud por el impresionante acontecimiento escénico y musical que les había brindado. El selecto aforo había escuchado sobrecogido la magnética composición musical, cuyo argumento relataba la historia de un hombre atormentado que pactaba con el Diablo para no envejecer jamás y recorría el mundo incendiando los teatros donde alguna vez hubiesen representado Coppelia, el espectáculo sinfónico y de danza basado en un conocido cuento de Hoffmann.

La turbadora obra cosechó un clamoroso éxito gracias a la incógnita soprano de facultades vocálicas tan asombrosas y la Ópera de Manaos tuvo con ello su momento álgido de gloria, cuyos ecos llegaron al resto del mundo distorsionados por la distancia y las habladurías, creando el fermento ideal para una futura leyenda. Pero fue una gloria efímera, como corresponde a las leyendas malditas. La joven y bellísima soprano desapareció tras haber actuado, nadie volvió a verla jamás, como si hubiese querido mantener su identidad en secreto.

Todo se perdería diez años después, cuando al bajar el valor del caucho, devolviendo aquel territorio profanado al corazón de la selva, la Ópera de Manaos cayó en el abandono y una violenta crecida del Amazonas la sumergió en el fondo de las aguas embarradas. El fabuloso teatro terminaría siendo invadido por la jungla, convertido en refugio de los últimos caucheros que la bancarrota dejó tirados allí, junto al sueño roto de la prosperidad.

Fue a mediados de siglo cuando un inversionista británico robó más de 70.000 semillas del árbol Hevea Brasilensis y las plantó en Malasia. En poco tiempo, el monopolio brasileño del caucho se hundió y Manaos volvió a ser un pueblucho miserable rodeado por la selva. Veinte años después, el Gobierno de Brasil decidió restaurar el mítico teatro y elevarlo a la categoría de monumento nacional en memoria de aquellos intrépidos pioneros. Los operarios de la restauración descubrieron entre la maleza y los escombros del sótano un libreto de ópera titulado La Rosa de Fuego.

 

 

 

 

 

 

***

 

Julián Arderius me lo había relatado todo con la vista desenfocada en la llama silenciosa que ardía tras el cristal de la chimenea, empañado por el calor. El fuego le confería extraños relumbros lucífugos en las pupilas.

--Así que compraste también el libreto de La Rosa de Fuego, como hiciste con la novela Fausto –colegí--, los folios encuadernados que nos repartiste hace unos días eran fotocopias del original.

Asintió en silencio, sin apartar la vista del fuego, como si por dentro aún estuviera proyectando las imágenes de aquella evocación.

Me levanté y cogí de la mesa el viejo volumen de Fausto, con las cubiertas de cuero presuntamente chamuscadas por la explosión que había desfigurado a Robert Seymour. Abrí la tapa y leí la inquietante frase de Lutero, como si fuera el aviso de un oráculo: Todas las criaturas son máscaras bajo la cual se oculta el Diablo.

Pero yo estaba decidida y no capté la premonición. Dejé de nuevo la novela de Goethe sobre la mesa de vidrio, en cuya superficie relucían como sobre un espejo las llamaradas de la chimenea irradiando su calor hacia toda la estancia, sumida por completo en una cálida penumbra. Desanudé la cinta del albornoz y lo dejé caer al suelo entarimado de roble. Me giré hacia Julián, con la boca seca y jadeando por la emoción.

--Quiero ser tuya.

Durante todos estos años, incluso ahora recordando de nuevo lo que sucedió, nunca he podido apartar de mi memoria la mirada que me dirigió Julián Arderius, aquel hombre atrayente y misterioso, cuando le ofrecí que me tomase.

--Yo no me acuesto con mis creaciones –negó.

--Por favor –supliqué--, quiero ser tuya.

--Ya eres mía –contestó.

 

 

 

 

 

 

***

 

Al día siguiente de visitar el cementerio de Poblenou, Virginia y Javier habían quedado de nuevo en la cafetería La Ópera para merendar. El muchacho la invitaba siempre, tan caballeroso y educado. Ella, por fin había cedido a lo evidente y aceptaba su cortejo, feliz por haber encontrado a su príncipe azul.

Después de merendar cruzaron la Rambla y entraron al Liceo por la puerta lateral que utilizábamos de costumbre para ir a clase de interpretación. Cruzaron los angostos interiores del teatro hasta el cuchitril de doña Hortensia. La puerta estaba cerrada y Javier tocó antes de abrir. Pero como no contestaba nadie, Virginia empuñó el pomo y se atrevió a pasar, aunque Javier no era partidario de fisgonear en la intimidad de la vieja costurera, por mucho que les hubiera ocultado parte de aquella tenebrosa historia.

El humilde habitáculo reposaba sumido en la escasa luz de una precaria bombilla colgada encima de la mesa que presidía la reducida estancia, en cuyo mantel todavía quedaban restos del almuerzo. Javier ya se daba la vuelta para marcharse, pensando que doña Hortensia estaría ocupada en su taller de costura ultimando el vestuario de los actores para el estreno de Fausto, cuando al pasar junto a una estantería repleta de vajilla y enseres domésticos lo vio. Disimulado entre las modestas posesiones de la pobre anciana solterona brillaba un retrato esmaltado, la típica fotografía ovalada y en color sepia que suele figurar sobre los nichos y las tumbas como recuerdo gráfico del fallecido.

Javier y Virginia lo comprendieron al instante: aquella era sin duda la foto que faltaba en el formidable sepulcro de Poblenou.

--Penélope Saladrich –confirmo Javier, contemplando la expresión melancólica de la chica fotografiada en el centro de un halo nebuloso.

Virginia estaba pálida como la cera y le faltaba el aliento en el pecho. El corazón había comenzado a latirle apresuradamente, pues la imagen del retrato funerario era similar a una fotografía de su abuela Leonor cuando era joven, casi como dos gotas de agua. Se guardó el retrato esmaltado en el bolsillo y salieron de allí, dejando la puerta cerrada.

La parte trasera del escenario era ya un caos de coristas, danzantes, empleados, tramoyistas y figurantes que trajinaban como los habitantes de un hormiguero humano en todas direcciones, ocupados preparando el cercano estreno. Los camerinos aparecían impracticables, abarrotados por los actores, el coro y el cuerpo de baile, desplegando un exaltado frenesí. A todo esto se añadía el sonido desarmónico de los músicos afinando sus instrumentos para el ensayo general de la trágica ópera Fausto. Desde su estreno en la Ópera Garnier hasta el año 1900, el Fausto de Gounod se había representando en el Liceo de Barcelona en más ocasiones que ningún otro teatro del mundo.

Cuando salieron a la calle, Virginia se despidió apresurada.

--He de regresar junto a mi abuela –excusó, dejando a Javier plantado en medio de la Rambla, mientras ella caminaba deprisa para bajar a la estación del ferrocarril subterráneo que alberga por debajo la Plaza de Cataluña.

El retrato fúnebre le quemaba en el bolsillo como un tizón incandescente. Ahora sabía por qué la costurera se había sorprendido tanto al verla por primera vez, lo mismo que también le había ocurrido a don Raimon Oriol, el secretario del Círculo del Liceo. Ella era la bisnieta de Penélope Saladrich, la bailarina suicida.

Pero necesitaba comprobar si el escenario de aquel amor maldecido seguía existiendo todavía, la mansión de Vallvidrera donde había residido Robert Seymour cuando arribó a Barcelona en su velero. En ese apartado lugar, suponiendo que no fuese ya una ruina, encontraría la clave de todo lo sucedido para recuperar por fin su identidad.

 

 

 

El funicular que asciende hacia Vallvidrera, subiendo por la empinada ladera del Tibidabo cubierta de selvático verdor, parte desde la Plaza del Doctor Andreu, donde tiene su antigua estación de adobe al estilo del siglo pasado. Cuando Virginia llegó, el sol descendía por detrás de los pinares que invaden toda esa zona urbana. Compró un billete y esperó junto a otros pocos viajeros ocasionales a que fuese la hora de partida.

El recorrido es muy pintoresco, la cabina subiendo despacio por la inclinada pendiente flanqueada de abundante vegetación, adentrándose despacio hacia el bosque perfumado de tierra húmeda que cubre las faldas del Tibidabo, donde destaca la cúpula del Observatorio Fabra, edificado en 1902.

El crepúsculo teñía de un cálido fulgor las copas de los pinos, filtrándose por el ramaje como llamaradas de luz. Virginia pensaba en todo lo mucho que había descubierto sobre su pasado en pocos días, como si fuera la prodigiosa revelación de una profecía. La tenebrosa leyenda de un hombre condenado desde hace siglos a vagar por toda la eternidad sin poder amar a nadie se mezclaba en su cabeza con la emoción que sentía por desvelar el secreto de sus orígenes y el generoso respaldo de Javier, aquel muchacho tan inteligente, atractivo y de buena familia, empeñado en cortejarla. Para ella, que sólo era una pobre huérfana de pasado incógnito y sin experiencia ninguna con los hombres, virgen todavía, el amor y la pasión eran sentimientos inciertos y desconocidos, que ahora la desbordaban como una tempestad, impidiéndole comer, dormir y casi respirar.

Un inquietante presentimiento se había ido abriendo paso hasta su corazón, la certidumbre de que la oscura leyenda despertada por el profesor Arderius al aplicar el Método Stanislavsky tenía su epicentro en la mansión que ocupó Robert Seymour en Vallvidrera. Doña Hortensia no había querido darle los detalles para su localización, pero en la página del periódico encontrado en el palco del Liceo figuraba una foto de la casa, junto a los datos de su presunto enclave. La portentosa mansión al estilo neogótico que imperó en el siglo pasado fue construida en la parte más densa de Vallvidrera, sumida en la frondosa vegetación, entre torrenteras y senderos que atraviesan el bosque poblado de maleza. La principal referencia citada por el periódico es que la finca de Robert Seymour no quedaba lejos del Observatorio Astronómico, erigido en aquella parte del monte tan elevada como inaccesible. Para ello, tenía que bajar en la primera parada del recorrido, en mitad del trayecto.

En ese preciso momento, el funicular se detuvo en el pequeño apeadero rodeado de bosque. Virginia fue la única que descendió, pues aquella zona era la más despoblada de Vallvidrera. Casi todas las torres de por allí estaban deshabitadas o en la ruina. En otros tiempos fueron la residencia de los potentados que podían permitírselo, lejos del bullicio urbano y la contaminación. De aquella época quedaban como vestigios varias torres y villas abandonadas, cayéndose a pedazos en el silencio del bosque.

Una difusa neblina bajaba de la cima, coronada por el Templo Expiatorio del Corazón de Jesús, deslizándose como un vapor diluido por entre los pinos y la vegetación semejante a un sudario de bruma. Virginia sacó la página del periódico, verificó la posición y echó a caminar por un sendero forestal de tierra rojiza y húmeda que serpenteaba en dirección a lo más impenetrable del bosque.

Los últimos rayos del ocaso alumbraban ya muy débiles entre la hojarasca húmeda, cuando Virginia desembocó frente a una fabulosa cancela de hierro forjado, carcomida por el óxido de la intemperie, sostenida entre dos grandes pilares de piedra plagados de musgo. Virginia empujó la reja y penetró al asilvestrado jardín. La mansión, desdibujada por la hiedra que trepaba desde abajo, reposaba más allá envuelta entre sombras y velos de bruma como un castillo encantado, tal como figuraba en la imagen del periódico. Un majestuoso torreón cilíndrico, rematado por un mirador de ventanas ojivales, destacaba en el promontorio donde habían edificado la mansión junto a un acantilado. Todo alrededor aparecía envuelto en la quietud y el silencio.

Se detuvo frente a la recia puerta de madera carcomida por los años de abandono y empujó. La puerta cedió emitiendo un gemido de ultratumba, como si llevase tiempo sin hacerlo. El interior flotaba en la semipenumbra que los vitrales emplomados filtrando el fulgor del ocaso, y Virginia entró al majestuoso recibidor estilo neogótico, todo abigarrado de mármoles, maderas labradas, pinturas al fresco en los techos, de donde colgaban lámparas de vidrio y latón tejidas de tupidas telarañas; muebles de apariencia regia, pesados y solemnes, tapices y esculturas de alabastro, cuadros de gran tamaño, todo con apariencia de gran antigüedad y valor. Los vitrales emplomados de colores acentuaban su atmósfera catedralicia.

Llamó de viva voz en varias ocasiones, avisando de su presencia, pero nadie contestó. Sentía percutiendo los latidos del corazón, el aviso íntimo de que aquello era una peligrosa imprudencia y tenía que volver atrás mientras tuviera tiempo para ello. Todo el interior descansaba en la penumbra emitida desde los grandes ventanales policromados que comunicaban con el jardín. El polvo cubría suelo, muebles y cortinajes, oscurecidos por la sombra que avanzaba desde las profundidades, como un ejército de las tinieblas, conforme los últimos rayos del sol atravesaban las copas de los árboles en su descenso.

Virginia comprendió entonces que hubiera debido venir equipada con una linterna, pero ya era tarde para lamentarlo. La casa era un pozo de negrura, emboscada entre la selvática vegetación que la rodeaba por cada flanco, igual que si deseara engullirla. En ese lugar no había entrado nadie por lo menos en cien años, pensó estremecida, como quien profana un mausoleo funerario.

Tanteando con las manos para no tropezar y lastimarse, Virginia exploró la mayoría de las estancias. Todo estaba intacto, igual que si el dueño hubiera desaparecido de repente para no regresar jamás. Los muebles, la recargada decoración al estilo gótico, los enormes tapices y óleos crujiendo de carcoma, el estuco de los techos cayéndose a pedazos entre jirones de telarañas, un lujo decrépito y fabuloso de catedral abandonada.

De pronto escuchó un crujido a su espalda y se giró. Recortado en el contraluz que propagaba por el suelo un gigantesco vitral emplomado, aparecía una silueta de contorno humano. Virginia se llevó las manos a la boca para no lanzar un grito de terror. Era un hombre mayor, aunque apuesto, de porte mundano y distinguido, que llegaba vestido con un anacrónico atuendo al estilo del siglo XIX, como recién salido de una fiesta de disfraces, todo de negro, con una capa forrada de raso rojo en el interior, traje de corte anticuado pero de visible calidad sobre una camisa de hilo blanco muy bien almidonada, y zapatos de charol. Sobre su rostro varonil y anguloso destacaba la seda negra de un antifaz. Allí estaba, era él, cubierto con su capa de terciopelo negro, elegante y terrorífico: ¡El Fantasma de la Ópera!

Virginia casi se desploma contra el suelo de la impresión. Intentó retroceder, pero las piernas no le respondían, clavada en el sitio temblando de pánico. El espectro dio un paso adelante y el desmayado fulgor que penetraba por el vitral gótico cayó sobre su rostro desvelando mejor su semblante masculino y viril, cubierto por el antifaz negro.

--Buenas noches –habló--, lamento haberla sobresaltado.

Poseía voz arenosa y fricativa, como si tuviera las cuerdas vocales calcinadas. El caballero se acercó un poco más hacia ella, y al hacerlo descubrió que sujetaba un bastón de madera oscura y con empuñadura de plata en la mano izquierda, enguantada de blanco.

--Celebro conocerla, señorita…

--Virginia –musitó alucinada--, Virginia Cubells.

Era un hombre muy apuesto, los ojos avizores por detrás del negro antifaz y el cabello peinado escrupulosamente, que destellaba con reflejos azabache ante la suave luz que penetraba por los ventanales emplomados. Entonces el caballero se despojó de su capa negra y la cubrió con ella.

--Esta casa es demasiado y grande, y por tanto difícil de calentar –justificó.

Entonces fue cuando la mirada de Virginia recayó sobre la medalla que portaba con una cinta de seda carmesí alrededor del cuello blanco de su camisa: era la Legión de Honor, la condecoración más importante de Francia.

--Estás temblando de frío –le susurró al oído.

Pero no era de frío, sino de miedo y de pasión desenfrenada. Su acento era francés y sonaba lejano, igual que surgido de los abismos infernales. Virginia supo que no tenía escapatoria, como cuando sufrimos una pesadilla, sabemos que sólo es un sueño, pero no podemos despertar.

No es posible describir lo que sucedió a continuación. La imagen se desvaneció como cuando se apaga el foco de luz que alumbra un escenario y la oscuridad lo devora todo. Virginia podía sentir el torrente de su sangre atravesando las venas, los latidos de su corazón al entregarse como una vestal fervorosa en sacrificio; desnuda por completo, recorrida por las manos hábiles y fuertes de aquel hombre con las pupilas inflamadas por detrás de su antifaz negro como un fuego devastador. Una enorme cama con dosel que parecía el trono de Carlomagno tallado en bronce, sabanas color escarlata, el cuerpo del caballero penetrando en el suyo, tomándola de todas las formas posibles, y ella entregada, tan abierta como una flor a la lluvia de primavera, por fin sintiéndose mujer.

La tomó con asombrosa violencia, clavándola contra la cama mientras le tapaba la boca para impedirle gritar. Cuando acabó de someterla sin compasión, la mariposa que decoraba el anillo de oro de su mano izquierda se le había grabado con un hematoma en la mejilla, igual que un doloroso estigma. Brotó una oleada de calor desde su sexo hacia el pecho, y el orgasmo la elevó por los aires, para luego hundirla en los abismos cálidos de un torrente ardoroso que penetraba en su interior como lava hirviente de un volcán.

Aquel fue sólo el primero de los muchos orgasmos que sentiría toda una noche de pasión en brazos de aquel hombre implacable y hechizado ante su belleza. Finalmente, saturada por el intenso gozo, cayó rendida de placer en los brazos de su amante. Luego, acogiéndola entre sus brazos, la cubrió de caricias como a una niña, mientras le contaba historias de de la guerra y de sus viajes por todo el mundo a bordo de su barco, le hablaba de arte, de música y de poesía en el París del siglo pasado, mientras Virginia se iba quedando dormida, suspirando acunada por su cálida voz con acento francés.

Le había gustado mucho que la sometiera de aquel modo tan implacable y ultrajante, sintiéndose un objeto de su propiedad, como si fuera su marioneta particular, hasta dejarla igual que una muñeca rota, dislocada de gozo. Así es como ella imaginaba la pasión, el sentimiento desatado de una entrega total y absoluta, sin límites físicos ni morales. Aquel caballero no era el príncipe azul que Virginia esperaba desde niña, sino el Príncipe de las Tinieblas, un hombre de alma tan oscura y envilecida que sólo la belleza de un cuerpo virgen como el suyo tal vez pudiera redimir del oscuro maleficio que soportaba. Y ella, como la Margarita de Fausto, se sintió dichosa por haberle regalado su amor incondicional.

 

 

 

 

 

 

***

 

Virginia despertó ante los primeros rayos del amanecer filtrándose por los vitrales multicolores. Yacía sobre la gran cama de bronce, revuelta como un dulce campo de batalla, desnuda, con las huellas del ardiente sometimiento sexual que durante horas había sufrido y gozado hasta casi volverse loca de placer. Giró el rostro para contemplar a su caballero, cuando la vio.

Al otro extremo del almohadón reposaba una rosa púrpura con el tallo anudado por un lazo de luto. El hombre del antifaz negro había desaparecido y tan sólo flotaba el aroma de su cuerpo entre las sábanas, un perfume turbador, como a flores muertas de catacumba y cera consumida, el mismo que ahora impregnaba su cuerpo pálido y desnudo, aterido por el frío del amanecer.

Virginia se cubrió con una sábana de la cama, cogió la rosa entre las manos y lo buscó por toda la casa, pero sin resultado. Su amante había desaparecido después de tomarla sin compasión por cada recoveco posible de su cuerpo. Subió a la torre de la mansión, ascendiendo por una escalera de caracol que desembocaba en el mirador de lo más alto. La vista desde allí era impresionante, abocada contra el precipicio en cuyo borde habían construido la casa; toda Barcelona extendida como un manto de luces brillando en el claroscuro de la madrugada, borroso por la distancia. La brisa ondeaba la sábana que la cubría como el sudario de un alma en pena.

Entonces Virginia oprimió la rosa de luto entre sus manos y estalló a llorar, porque ahora comprendía que aquel espectro era un ser de ultratumba, un espíritu condenado a no poder amar a nadie jamás, a repetir la misma historia una y otra vez, maldecido por su pacto con el Diablo. Las mujeres que seducía no eran para él más que muñecas de su fatídica colección, y aquellos amores imposibles no eran sino inútiles y patéticos intentos de liberar su alma condenada por medio de la belleza femenina, predestinado a destruir siempre lo que más amaba.

El sol ascendía por el horizonte cuando Virginia, los ojos cubiertos de llanto, dejó caer la sábana de la cama en el suelo del mirador y, desnuda por completo, se acercó a la barandilla metálica del torreón. La brisa glacial del amanecer enmarañaba sus cabellos contra el rostro, mientras gemía desconsolada. Subió a la barandilla metálica que protegía el mirador, extendió los brazos con la rosa en el puño izquierdo y cerró los ojos para dejarse caer hacia el precipicio, en cuyo fondo le pareció adivinar la presencia del Diablo, aguardando su inútil sacrificio.

--¡Virginia, no!

La voz sonó con tal fuerza que los pájaros adormilados entre las ramas de los pinos que rodeaban la mansión echaron a volar en todas direcciones con un estallido de aleteos. Virginia se dio la vuelta y vio a Javier subiendo los últimos peldaños del torreón, lanzándose hacia ella para detenerla. Cayeron rodando juntos, encima de la sabana tendida en el suelo, y entonces ella lo abrazó, gimiendo a lágrima viva, ya recuperada del oscuro trance padecido.

Hubiera podido pensarse que todo aquello sólo una pesadilla, pero la rosa de lazo negro destacaba en las manos pálidas de Virginia como la prueba de que lo sucedido era real.

--Menos mal que has llegado a tiempo, Javier –sollozó desolada por el crimen que había estado a punto de cometer, abducida por la pasión.

--No pasa nada, estoy aquí –el muchacho la cubría de caricias, intentando tranquilizarla--, estoy aquí, mi amor, y no voy a dejarte nunca.

El beso en los labios ahogo las palabras que brotaban del pecho dolorido. Cuando las bocas quedaron libres de nuevo, Javier Berenguer la miró, arrobado de admiración, contemplando su cuerpo desnudo. Hicieron el amor allí mismo, a la intemperie, mientras el amanecer cubría de una luz limpia y nueva todo el bosque mágico, haciendo retroceder a las tinieblas del infierno que reptaban desde la tenebrosa oscuridad interior. Javier la llenó de mimos, cubrió su cuerpo de besos y de caricias. Cuando acabaron, rendidos y satisfechos, ella le sonrió.

--Te quiero –las palabras brotaban de su alma como de una fuente.

--Y yo a ti, Virginia.

--¿Cómo me has encontrado?

--Me sorprendió tu brusca despedida y no podía quitarme de la cabeza que planeabas algo. Anoche me pasé por el teatro. Doña Hortensia no quiso al principio, pero le obligué a decirme cómo subir a la mansión de Robert Seymour. Ella sabía que tú estarías aquí, buscando el origen de la leyenda.

--Oh, Javier, lo he visto --se le quebró la voz y no pudo seguir hablando.

--No hace falta que me lo cuentes, no necesito saber nada –la besó en los labios--, lo único que me importa eres tú, y no voy a dejarte nunca –repitió.

--Ni yo a ti, mi amor.

--Venga –dijo el muchacho, poniéndose de pie y tendiéndole la mano a Virginia--, regresemos a la ciudad. Tu abuela estará preocupada.

Cuando se levantaron, abrazándose una vez más junto al mirador de la torre, Virginia ella dejó caer la rosa de lazo negro hacia el acantilado. Mientras Javier contemplaba maravillado la vista de Barcelona extendida en el horizonte, soltó una exclamación.

--¡Dios mío!

--¿Qué pasa?

El muchacho señaló con el brazo hacia la ciudad. Una densa columna de humo sobresaliendo entre los edificios del centro urbano.

--Parece un incendio.

--Es el Liceo –adivinó Javier, forzando los ojos en aquella dirección.

--Robert Seymour ha incendiado el teatro –lamentó Virginia con los ojos anegados en llanto y comprendiendo lo sucedido--, ha sido para vengarse por no haberme matado.

Javier quería olvidar aquella locura, pero ya era tarde para eso. Ellos habían invocado al Fantasma y aquel siniestro ángel de fuego regresaba del pasado para culminar su pérfida destrucción. La columna de humo era cada vez más negra, elevándose hacia el cielo límpido de la mañana. Era lunes, 31 de enero de 1994, un hito más que añadir a la lista de teatros calcinados por el oscuro maleficio que habían desenterrado al resucitar la tenebrosa leyenda. Fue justo en ese momento cuando Virginia comprendió que sólo ellos podrían detener para siempre aquella plaga de fuego y desolación, interrumpiendo con su amor el oscuro maleficio del espectro.

--Lo tendremos –dijo, llevándose las manos hacia el vientre— será nuestro hijo y lo querremos más que a nada en el mundo.

Javier la estrechó entre sus brazos, ahogado por la emoción.

La rosa yacería para siempre oculta entre la maleza del jardín, el tallo anudado por su lúgubre lazo negro, sublime y perfecta en su eterna juventud, como Robert Seymour al aceptar el pacto diabólico para no envejecer jamás. Pero por muchos años que una persona viva no lo servirán de nada sino para comprobar que sin amor no es más que un alma oscurecida. Por mucha riqueza que acumule, un día descubrirá que ni todo el oro del mundo puede comprar la imagen reflejada en los ojos de la persona que le quiere. Pues el amor no se compra ni se vende y el corazón tiene la edad de aquellos a quienes amamos.

 

 

 

 

 

 

 

***

 

Abrí los ojos a media mañana, soñolienta y entumecida. Me habían despertado las sirenas de los coches policiales y las ambulancias, pasando a toda velocidad en dirección al centro urbano. Me vestí rápidamente y salí a la calle, siguiendo la estela de las alarmas. De camino a la estación de metro supe lo que ocurría: ¡el Liceo arde! Aquella misma tarde teníamos prevista la siguiente clase de interpretación, y eso me hizo recordar lo sucedido en casa de Julián Arderius, y aquella frase (“yo no me acuesto con mis creaciones”) que me había congelado el alma. Su rechazo hacia mi súbita entrega no me afectaba tanto como ese inquietante argumento. ¿Acaso Julián me consideraba una creación suya, como si él fuera mi Pigmalión? Aquello me había dejado tan dolida y perpleja que marché bruscamente, abochornada, mientras él me dejaba ir. Necesitaba verle de nuevo preguntarle qué había querido decir con esa frase.

Cuando llegué al centro, los alrededores de la Rambla figuraban abarrotados de gente. Un humo espeso y oscuro ascendía desde los interiores del teatro, consumiéndose por dentro desde hacía varias horas. Los bomberos daban por perdida la batalla, y se limitaban a evitar que las llamas pudieran propagarse a los edificios colindantes. El fuego había devorado ya el escenario y la platea, elevándose hacia los palcos igual que un leviatán desatado.

Indiferente a la tragedia, egoísta como lo es cualquier adolescente, me abrí paso hasta la Plaza de Cataluña y bajé a la estación subterránea para tomar uno de los trenes que atravesaban la ciudad por debajo. Todo el trayecto iba pensando en lo inverosímil de la coincidencia: el Gran Teatro del Liceo ardía pocos días antes de albergar el estreno de la ópera Fausto de Gounod. A pesar de lo descabellado de la idea, parecía como si el Fantasma de la Ópera hubiera cobrado vida propia, cruzando la frontera entre lo novelado y la realidad. ¿Y acaso no era eso lo que había pretendido el profesor al aplicar el Método Stanislavsky?

Llegué a la última estación del recorrido y subí apresurándome hasta el palacete neoclásico que habitaba Julián. Iba desaliñada, porque me había tirado de la cama vistiéndome con cualquier cosa, sin haberme molestado en ducharme. Llegué jadeante frente a la cancela y extendí el brazo para tocar el timbre, como en las dos ocasiones anteriores. Pero entonces lo vi. De la verja colgaba un cartel de plástico de un metro de ancho, perteneciente a una inmobiliaria local, anunciando que aquella finca estaba en venta.

Me quedé paralizada en el sitio, con la mano extendida en el aire para pulsar el anticuado timbre. Ya me iba, tras anotar el número de teléfono que figuraba en el cartel, cuando cruzó un presentimiento por mi cabeza y me detuve. La cancela parecía cerrada, pero aún así empujé contra los barrotes herrumbrados y la reja se abrió. Tal como había supuesto, sólo estaba encajada, sin echar el cerrojo, y cedió ante mi presión emitiendo un chirrido metálico. Aspiré hondo, como quien toma una bocanada de aire antes de sumergirse, y subí a trompicones por la escalinata de piedra con el corazón encogido.

Me sentía lo mismo que un personaje literario, igual que si fuera la protagonista ejerciendo su papel en el argumento creado por una mano invisible para reproducir la leyenda del Fantasma en la vida real.

Crucé por el estrecho sendero de grava entre macetones de terracota resquebrajada y me dirigí a la puerta principal, rezando para que no estuviese abierta y tener así un motivo para marcharme, porque todo aquello era una descomunal insensatez. Pero al accionar la manivela cedió, dejándome paso hacia la casa. Continué adelante y entré al amplio recibidor, sumergido en la claridad luminosa de las paredes vacías; todo pintado de blanco, menos la tarima de roble bien barnizado que cubría el suelo del palacete por completo.

Me quedé boquiabierta. No había muebles, ni cuadros o cualquier otro elemento decorativo de los que yo había contemplado en las anteriores visitas, como si hubieran arramblado con todo en tan sólo unas horas desde que anoche me marché precipitada por el desplante ocasionado. El palacete reposaba en silencio, con todo bien limpio y diáfano y dispuesto para que lo visitaran los posibles interesados en comprarlo. Una galería interior acristalada con vidrios policromados comunicaba con la parte trasera de la finca y la seguí. Revisé una por una las estancias, incluso los cuartos de baño, para luego atravesar el corredor en dirección a las alcobas del otro extremo. Nada, todo vacío.

Detenida en la galería, miré a mi alrededor, temiendo que la tierra se abriese debajo de mis pies para tragarme con llamaradas de azufre y seres del inframundo.

--¿Julián? –llamé todavía con la esperanza de verlo aparecer, estoico ante su aire de dominio y superioridad. Pero lo único que contestó fueron los ecos de mi propia voz perdiéndose hacia los interiores vacíos.

Cuando salí de allí, dejando la cancela entornada, el aire olía intenso a maderas y telas calcinadas. A lo lejos, desde aquella posición elevada por encima de los edificios, podía ver la negra columna del incendio que consumía el Liceo subiendo hacia el cielo como el aliento del Diablo. Un teatro más que añadir a la fatídica lista de coliseos destruidos.

Ya no tenía prisa, bajaba despacio y con la cabeza gacha, preguntándome adónde había ido Julián Arderius tan de repente, aunque lo que sospechaba era un disparate. Los jardines de Avenida Tibidabo propagaban efluvios de tierra mojada. Era lunes a media mañana y no circulaba nadie por la calle, pero creo que si entonces me hubiese cruzado con alguna persona no me habría visto, como si yo fuera el patético fantasma femenino buscando a su amor imposible bajo un cielo anegado de ceniza. Bajé hacia la estación subterránea de la Plaza Kennedy para tomar uno de los trenes y regresar al centro de la ciudad. Cuando por fin me hallé dentro de mi alcoba en el internado estudiantil, me tumbé sobre la cama deshecha y comencé a llorar con amargura, sintiéndome sola y desamparada.

Si todo esto se parece quizá demasiado una novela romántica no es por casualidad, porque hasta en los momentos de mayor desaliento yo lo experimenté todo como si lo estuviera leyendo en las páginas de un folletín decimonónico tipo Madame Butterfly, aunque, sin embargo, fue algo que ocurrió de verdad, por inverosímil que parezca. Los libros abren puertas que puede atravesar un ser de otro mundo, convertido en el espectro de un personaje literario.

Lo cierto es que aquella mañana pereció calcinado el teatro del Liceo, y durante años nunca dejé de sentirme un poco responsable de la tragedia, junto a Javier y Virginia, cuyo amor quizá lograse conjurar el maleficio. Aunque a veces creo que todo fue un sueño, fruto de mi fascinación emocional hacia las historias de misterio, tragedia y romanticismo.

 

 

 

El martes todos los periódicos de Barcelona se hacían eco en sus portadas de lo sucedido. Citaban versiones contradictorias de la policía, los bomberos y testigos presenciales. La causa del incendio podía ser una chispa mientras los operarios trabajaban soldando una pieza necesaria para el decorado en el escenario. El fuego debió saltar entonces hacia el telón y ya no pudieron hacer nada para sofocarlo. Columnas de pavesas elevándose por los aires habían propagado el incendio hacia otras partes del teatro. La gran semiesfera cenital estalló fragmentada en una lluvia de cristales policromados, cayendo sobre las butacas ardiendo. De repente, con un inmenso estruendo, la techumbre se hundió sobre la dantesca pira. Las chispas lanzadas contra lo alto transmitieron el fuego a las bambalinas y encontraron salida por arriba, devorando los decorados, los bastidores de madera, las tramoyas y los atrezos de la ópera Fausto.

Nuevos focos de fuego se alzaron allí donde virutas, telas y líquidos inflamables se derramaban corriendo como un ardiente reguero, incendiado a su paso todo lo que tocaba. Borbotones de lumbre y humo irrespirable ascendían rugiendo por las escaleras y los andamios hacia la torre del escenario, que actuaba como una enorme chimenea. Y la boca del escenario se convirtió en un crematorio. Fuera del edificio, la gente que invadía la Rambla lloraba con un clamor angustioso, reclamando a gritos a los bomberos, que tardaban en llegar. Para cuando lo hicieron, el suntuoso coliseo de Barcelona no era sino cuatro paredes carbonizadas. En su interior, el arco de proscenio todavía permanecía en pie con sombría dignidad. Una ruina candente vomitaba su enorme columna de humo espeso hacia las alturas. Durante todo el día cayó aquella lluvia gris de fragmentos y lienzos proyectados por la onda de calor.

 

 

 

Nunca he dejado de recordar lo que sucedió esa noche, cuando dejé caer el albornoz y me ofrecí a Julián Arderius desnuda por completo, suplicándome que me tomase. “Ya eres mía”, me dijo, como si realmente lo fuera (su Coppelia, su bailarina mecánica particular), y él, mucho más que mi cuerpo, lo que desease fuera mi alma. Pero entonces, ¿por qué había desaparecido de repente, dejándome abandonada y sin motivo para seguir con vida?

Lo único que conservo de aquellos días, como prueba de que todo fue real, es el libreto fotocopiado que contiene La Ópera de Fuego. Reposa sobre mi mesa de trabajo igual que un fetiche, junto al ordenador portátil, como la inspiración para escribir esta historia, que ahora estoy a punto de culminar y de la que fui testigo. Por cierto, debo confesar que no acabé mis estudios de Literatura, pero eso ya no importa demasiado. No quise regresar a Valencia y me quedé allí, aceptando un precario trabajo como auxiliar de biblioteca en el barrio de Gracia.

La historia de la bailarina Coppelia se repetía una y otra vez, pues aquel espectro condenado a vivir para siempre había caído rendido ante la belleza de una prometedora voz juvenil, rompiendo de nuevo el compromiso de no enamorarse jamás. Y por ello, el Liceo de Barcelona, último de los grandes coliseos musicales del mundo, acababa de perecer consumido entre las llamas. Era una locura pensar que Robert Seymour pudiese continuar con vida después de tanto tiempo, pero eso ya lo había justificado Julián Arderius: el Fantasma es un mito literario. Y los mitos no mueren jamás.

Sólo ahora, tras muchos años vagando por Barcelona como una sonámbula sin rumbo, buscando en cada persona y cada rincón urbano la presencia de Julián Arderius, como quien persigue un fantasma, comprendo que más allá del universo en el que vivimos, proyectando su sombra contra el oscuro telón de fondo de las apariencias cotidianas, hay otro mucho más real aunque lejano. Y en ocasiones, algún ser de aquellos mundos, como Robert Seymour, puede cobrar vida en el nuestro gracias a la magia de los buenos libros.