LA ROSA DE FUEGO
Sedán (Francia), 1 de septiembre de 1870
Llovía copiosamente desde hacía tres jornadas completas. El joven oficial de húsares Robert Seymour permanecía junto a su caballo, ambos medio hundidos en el fango, dispuesto a lanzarse contra los prusianos que amenazaban con invadir París. No se oía ni un alma, salvo el relincho inquieto de los caballos. El enemigo aguardaba en las trincheras a la salida del sol para desencadenar el ataque más mortífero de la contienda. La guerra se decantaba totalmente a favor de Prusia desde los primeros días. Durante la batalla de Metz, el ejército francés había quedado dividido en dos partes a causa de un colosal ataque artillero.
Desde tiempos remotos Alemania codiciaba las regiones francesas de Alsacia y Lorena, ricas en carbón, el combustible necesario para poder alimentar su formidable industria siderúrgica. Y Robert había nacido en Alsacia, en los bosques Vosgos, la zona más montañosa de la región, donde había dejado a sus padres y su novia. Para combatir a los alemanes y defender su país abandonó los estudios de ingeniería en Bélgica y se alistó voluntario en el Ejército. Había rellenado la ficha de alistamiento adoptando el apellido de su madre para que no le tomasen por un infiltrado germánico, ya que su primer apellido era Otterheim. De inmediato, lo enviaron al frente con otros miles de jóvenes alistados. Pero Robert tenía carácter y formación, pronto ascendió a oficial de caballería, pues era valiente y poseía dotes de mando.
Había cumplido los 22 años, aunque aparentaba más edad. Fuerte, alto, curtido por el aire montañés y el trabajo como ayudante de su padre constructor durante las vacaciones. Klaus Otterheim era un floreciente contratista de obras, gran apasionado de la literatura clásica, de religión protestante y natural de Austria. Se había instalado en la región francesa de Alsacia cuando era joven y allí conoció a Jocelyne Seymour, muy amante de la música, sobre todo de la ópera. Fue al año de casarse cuando nació el primer y único hijo, al que pusieron de nombre Robert. Era un muchacho guapo y saludable. Al cumplir la edad necesaria, el padre lo envió a Bélgica para estudiar ingeniería, pues era inteligente y poseía un talento extraordinario.
Cuando estalló la guerra, el joven Robert Otterheim ya era el capataz de todas las obras que tenía en marcha su padre, además de ser un gran aficionado a la música, un arte contagiado por la madre francesa, profesora de piano. El muchacho tenía novia desde la niñez, una chica modesta y encantadora de pelo castaño y ojos verdes llamada Violet, con la que pensaba casarse algún día y formar una familia. Violet ocupaba todo el espacio en su corazón que dejaba libre el inmenso cariño hacia los padres. Por eso creyó su obligación alistarse, para defender a la tierra y a las personas que tanto amaba frente a los invasores alemanes. Como buen austríaco, su padre también estaba en contra de las ambiciones imperiales de Prusia, pero era un hombre muy religioso y pacífico, que no podía de ningún modo aprobar el derramamiento de sangre.
--No lo hagas, Robert –le advirtió cuando el hijo insinuó su deseo de alistarse--, la guerra libera los peores demonios del ser humano. El hombre debe amar la paz por encima de todo –añadió como buen protestante.
--Pero padre –alegaba el muchacho--, tú mismo me has dicho muchas veces que hay un valor superior a la paz, y es la justicia.
El padre asintió, con lágrimas en los ojos. Fue hasta la librería, extrajo un pequeño volumen encuadernado en piel de color negro y se lo tendió.
--Toma, llévalo siempre contigo. Su influjo te protegerá.
Robert lo reconoció enseguida, era el tesoro bibliófilo más preciado de su padre: Fausto, la célebre novela del escritor alemán Johannes Von Goethe, una edición original de 1808, encuadernada de oscura piel de becerro y rotulación dorada, en cuya primera página el propio autor había escrito una frase de Lutero, tal vez como dedicatoria para un regalo.
Convertido en oficial de húsares, la mejor caballería de guerra francesa, Robert Seymour aguardaba la señal para entrar en combate. Aquella sería la batalla decisiva y él deseaba contribuir a la victoria de Francia, incluso a costa de su propia vida. Los generales de Luis Napoleón III, sobrino del gran emperador, un hombre incompetente, que sólo servía para seducir a las damas de la nobleza con su apostura cortesana, ordenaron el ataque desde la retaguardia, dispuestos a escapar de allí si algo salía mal. Así de cobardes eran.
Robert Seymour desenvainó el sable y observó ansioso por encima de las alambradas la línea oscura del horizonte. Una débil claridad se abría paso en el cielo abarrotado de nubes. Podía oír ya el fragor de los prusianos preparando la temible artillería, cañones descomunales que lo arrasaban todo de plomo y fuego. Cuando disparaban sólo cabía hundir la cabeza en el fango y apretar las mandíbulas, confiando en la suerte de no ser alcanzado por la mortífera lluvia de metralla.
La potente batería germánica machacó durante más de tres horas la vacilante línea defensiva de Francia, que hubo de replegarse para no verse rodeada por el ejército enemigo en su rápido avance. Los escuadrones de húsares intentaron romper el cerco y defender la posición llevando a cabo una veloz maniobra. El regimiento del teniente Seymour entró en combate de manera vertiginosa y audaz. Lograron abrir una brecha, pero eran tan pocos que no pudieron hacer nada, casi todos perecerían arrasados por las baterías de corto alcance.
Fue la maniobra más heroica y absurda en la historia de Francia, un auténtico suicidio colectivo. Así lo citaría el escritor Emile Zola en su célebre novela titulada La debacle. Todo el campo de batalla convertido en un manto de cadáveres y heridos agonizando, caballos destripados, árboles arrancados de cuajo. Resultado de la espantosa jornada: 2.300 muertos en el bando prusiano y 17.000 en el bando francés. Además de 20.000 soldados hechos prisioneros o desaparecidos. Un día después de la cruel batalla, el emperador francés entregaba su espada y se rendía junto al resto del ejército, cercado, masacrado y prisionero.
Durante la sangrienta carga de caballería el teniente Seymour cayó herido al explotar una granada de cañón que mató a dieciocho de sus hombres, los últimos del regimiento que habían logrado alcanzar la línea enemiga. La explosión le lanzó por los aires como a un muñeco de trapo, dejándolo veinte metros más allá. Cuando despertó se hallaba tendido en un hospital de campaña, no muy lejos de París. Intentó abrir los ojos y no pudo. Pensando que se había quedado ciego, comenzó a gritar desolado. Llegó una enfermera y le advirtió sin miramientos:
--Tiene todo el cuerpo quemado, conmoción cerebral y varios huesos rotos. No podemos hacer mucho por usted, salvo inyectarle morfina para que no le duela. Lo siento mucho teniente, los heridos llegan a miles del frente y hemos de atender a los que tengan más posibilidades.
Robert Seymour pasó varios días delirando junto a montones de moribundos, consumido de fiebre, mareado por el sopor de los analgésicos y con la cabeza vendada, los ojos y la boca incluidos. De aquella penosa convalecencia recordaría siempre, como una ensoñación, la voz sigilosa de un hombre que llegaba en mitad de la noche, cuando los heridos, los médicos y las enfermeras dormían cansados de otra nueva y dura jornada luchando contra la muerte. Aquel hombre hablaba con marcado acento germánico y una forma extraña de razonar.
--Tu alma está en tela de juicio, porque no eres católico sino protestante, y te debates entre la vida y la muerte. Pero el Diablo admira mucho a los que desprecian su vida, y tú has demostrado un arrojo suicida enfrentándote al ejército de cañones prusianos con tan sólo un escuadrón de caballería. Si quieres continuar con vida, yo puedo ayudarte. Sólo tienes que asentir aceptando el pacto que te ofrezco, a cambio de un pequeño requisito: de ahora en adelante, no deberás albergar sentimientos de amor hacia nadie. Piénsatelo, tampoco es mucho pedir. Vendré mañana sobre la misma hora para que me des tu respuesta –y la voz con acento germánico se desvaneció en el aire.
Aquello sonaba tan alucinante que Robert Seymour lo consideró un delirio causado por las inyecciones de morfina que le suministraban. Pero al día siguiente un coronel fue a informarle de que su novia y sus padres habían muerto a manos del enemigo. Robert sintió un dolor y un odio tan devastador que la propuesta de aquel extraño personaje nocturno cobró sentido de inmediato, porque ya no tenía nadie a quien amar, tan sólo el odio de la venganza. Cuando aquella noche volvió a oír la voz sigilosa del visitante nocturno, recordándole su propuesta, Robert Seymour aceptó. Al día siguiente su salud había mejorado. Consiguió reponerse tan pronto a pesar de sus graves heridas que los médicos lo consideraron un auténtico milagro. Sólo él sabía que aquello no era obra del cielo, sino del infierno.
Una fría mañana de enero de 1871 el teniente abrió los ojos, deslumbrado y aturdido por el fuerte resplandor filtrado a través de los ventanales encortinados de blanco. Lo primero que vio junto a su cama en el hospital de campaña donde le habían llevado tras caer abatido por la explosión del obús prusiano fue la Legión de Honor, una de las últimas condecoraciones otorgadas por Luis Napoleón III antes de claudicar frente al enemigo. Junto a la medalla figuraba el Fausto, la novela de Goethe que le había entregado su padre para que lo protegiera, con la cubierta de piel chamuscada por el fuego de la explosión. Aquellas eran las únicas pertenecías. Lo había perdido todo, la patria, la mujer que amaba, la familia, todo menos la vida.
Robert Seymour abandonó la cama, todavía convaleciente pero en franca mejoría, subió a la torreta de un palomar cercano y contempló a lo lejos la ciudad de París. Columnas de humo negro sobrevolaban por encima del horizonte. Al principio pensó que los prusianos habían entrado ya en la capital, pero alguien le dijo que aquello eran los incendios ocasionados por los revolucionarios. Prusia no había querido cebarse con París, porque no deseaba una conquista bélica de la nación vencida, lo que más anhelaba era humillar a Francia, penalizarla con impuestos de guerra durante años y sobre todo quedarse las regiones de Alsacia y Lorena.
Conociendo la derrota del ejército y la rendición del emperador, un grupo de radicales y exaltados había establecido por la fuerza un gobierno provisional llamado La Comuna. El populacho recorría la ciudad prendiendo fuego a las iglesias y los edificios oficiales para reclamar la República. Durante la guerra, el hambre había ocasionado más estragos que las armas del enemigo, hasta el punto de que la multitud famélica terminaría comiéndose incluso a los animales de zoológico. Mientras tanto, los cañones prusianos apuntaban contra París, dispuestos a la ofensiva final. Pero no fue necesario, ya que los dirigentes de La Comuna se rindieron sin hacer frente al enemigo. Indignados ante la situación, los mandos militares que habían sobrevivido a la guerra y regresaban derrotados a la capital, se unieron para restablecer el orden y acabar con aquellos parásitos.
Cuando llegó a París, temiendo ser confundido con un comunero, y aunque portase consigo la Legión de Honor ganada en combate, Robert Seymour decidió que lo mejor sería ocultarse por un tiempo hasta que todo se calmase un poco. Carecía de identidad. Oficialmente figuraría como muerto, ya que su regimiento había perecido al completo y el resto del ejército hecho prisionero, todos hacinados muriendo de penuria en los campos de concentración. La ciudad era una gusanera de revolucionarios, ladrones, cobardes y asesinos junto a soldados desertores que vagaban por las calles hambrientos, enfermos y tullidos.
Robert Seymour pensaba con frecuencia en su desconocido visitante nocturno, aquella voz sigilosa de acento alemán. El recuerdo permanecía vivo en su cerebro como el rastro de una experiencia verdadera; la extraña propuesta de un pacto para no fallecer a cambio de no amar a nadie jamás. Pero lo importante ahora era continuar con vida. Para poder comer vendió la Legión de Honor, aunque poco es lo que le dieron, pues aquellos vestigios de patriotismo cotizaban a la baja en la Francia derrotada.
Una noche de las que deambulaba sin rumbo buscando algo que llevarse a la boca, sin dinero con el que conseguir alojamiento, por humilde que fuese, decidió acercarse a donde su vecino de cama en el hospital de campaña, un viejo abate castrense que acabó falleciendo por la gravedad de sus heridas, le reveló antes de morir la presunta existencia de un tesoro ancestral sepultado junto a un afluente del Sena, terrenos baldíos donde periódicamente instalaban un mercado ambulante.
--Descubrí la existencia del tesoro leyendo unos legajos muy antiguos encontrados en los archivos del pequeño monasterio gótico donde yo ejercía de abad –le confesó fray Bernardo, que así se llamaba el anciano religioso alistado en el ejército--, pero como en el monasterio todos éramos bastante viejos, no pudimos desenterrarlo. Si sales con vida de aquí, búscalo y emplea lo mejor que puedas toda esa riqueza.
Pero cuando Robert Seymour llegó al sitio indicado por el fraile, vio que donde debía figurar el solar del mercado ambulante se alzaba un edificio palaciego en construcción, el coliseo musical destinado a ser la nueva Ópera de París, el capricho más caro de Luis Napoleón III, diseñado por el prestigioso arquitecto Charles Garnier. La construcción había quedado interrumpida durante la guerra y ahora el colosal edificio semejaba un castillo abandonado. Los comuneros habían establecido allí dentro su arsenal y una mazmorra para encarcelar a los opositores de la infame revolución. Las torturas y las ejecuciones cometidas en ese lugar habían puesto los pelos de punta incluso a los militares con mayor experiencia.
Robert Seymour se abrió paso al interior de aquel enorme laberinto plagado de mendigos, moribundos y delincuentes. Ya tenía donde dormir a cubierto. Pero el hedor a miseria era insoportable: muertos abandonados pudriéndose por los rincones, muros rezumando humedad, emponzoñados por las corrientes acuíferas que manaban desde abajo, a pesar de los gruesos muros de contención fabricados en cemento que Charles Garnier tuvo que improvisar para que no se le inundase la obra. Robert lo miraba todo impresionado ante la magnitud de aquella edificación. Había estudiado en una de las más reputadas instituciones educativas de Bélgica para ser ingeniero y podía evaluar todo cuanto veía, los enormes muros cimentados en las capas de terreno más profundas, un laberinto de túneles abovedados para canalizar las aguas y mantener a raya su nivel.
Comenzó a pensar que tal vez lo del tesoro escondido revelado por fray Bernardo fuese cierto, pues aquella viscosa humedad provenía, en efecto, de alguna filtración originada por las corrientes subterráneas del río, que discurría no lejos de allí, donde a veces localizaban vestigios del pasado, pues el viejo Sena era como un gran vertedero histórico que todo lo almacenaba en su lodoso lecho.
¿Pero cómo y por dónde comenzar a buscar el presunto tesoro ancestral si por todas partes había gente oculta, mendigos, enfermos y maleantes? Robert no tuvo tiempo de responderse, pues en aquel preciso instante apareció frente a él un hombre corpulento, de aspecto temible y mirada criminal, enarbolando una tea encendida en una mano y un cuchillo de grandes dimensiones en la otra.
--¿Quién eres? –preguntó el hombretón armado.
--Nadie –contestó Robert--, un cadáver a quien han olvidado sepultar.
El otro sonrió con su boca mellada y se guardó el cuchillo en la cintura, de donde colgaban dos gatos muertos, famélicos y despeluchados.
--Pues entonces, bienvenido al infierno, has encontrado el mejor panteón posible para sepultarte vivo –el hombretón dejó los gatos en el suelo y le tendió la mano--. Me llamo Louis Coubert, perseguido por deserción y huido de presidio.
--Yo me llamo Robert Otterheim. O mejor dicho, tal era mi nombre antes de la guerra. Porque ahora ya no sé ni quién soy.
--Bueno, ¿qué te parece si mientras lo decides llenamos el estómago?
Como hacía una semana que no se llevaba nada sólido a la boca, Robert aceptó encantado. Buscaron acomodo en un rincón y el desertor encendió una hoguera. Tenía práctica en despellejar animales con su cuchillo. La carne de gato chisporroteaba lamida por el fuego, mientras un olor nauseabundo se desprendía de los pellejos con bocanadas de humo grasiento. En otras circunstancias Robert Seymour habría vomitado hasta la primera leche materna, pero con el estómago vacío, aquellos trozos medio carbonizados le parecieron manjares de gourmet.
Durante la comida, Louis Coubert le contó su historia. Era un proscrito huido de la Isla del Diablo, el infrahumano penal que Francia mantenía en la Guayana Francesa, con fama de que nadie lograba escapar.
--Me sumé a una revuelta de presidiarios, matamos a los guardianes y luego nos arrojamos al mar con sacos llenos de cocos atados al cuerpo. La mayoría murió estrellándose contra los arrecifes, pero yo logré llegar a tierra firme y de allí, en la bodega de un barco, regresé a Francia.
--Eres muy valiente –reconoció Robert.
--Valiente o temerario, héroe o loco, eso ya no importa. Ni el Imperio ni la República nos dará nada. Hemos de hacer algo, de lo contrario los militares nos cazarán como alimañas pensando que somos comuneros. Y yo no estoy dispuesto a morir en esta cloaca, prefiero hacerlo en el Hotel Ritz atracado a ostras y champán, rodeado de mujeres desnudas. Por eso, amigo mío, si se te ocurre algo para lograrlo, tú que pareces listo, yo y mi cuchillo estamos a tu disposición.
--Tal vez sí –murmuró Robert.
Y mientras daban por terminado el grotesco almuerzo, compartió con su nuevo camarada lo del presunto tesoro sepultado.
--Sí existe, lo encontraremos –proclamó el desertor.
Enseguida pusieron manos a la obra. Mientras Robert buscaba sumergido hasta la cintura en el agua cenagosa que se había ido acumulando en lo más profundo del edificio debido a las filtraciones del Sena, Louis Coubert mantenía la zona despejada de toda presencia humana indeseable. Habían tenido que bajar hasta el último nivel de los cimientos, allí donde las aguas pluviales afloraban a través del terreno formando un lago subterráneo. Alumbrados con antorchas rudimentarias, buscaban palmo a palmo enfangados de lodo hasta las cejas.
Al fin, cuando Robert Seymour ya se rendía pensando que la revelación del abate fray Bernardo no había sido más que un delirio de la morfina, encontró el tesoro. La sedimentación arenosa lo mantenía oculto, aunque no a excesiva profundidad. Mientras manejaba la pala vio el destello de una moneda y se precipitó a excavar. Comenzaron a salir más piezas, todas ellas de oro, con efigies y emblemas de la Roma Imperial. Media hora después chapoteaba rodeado de riqueza, un tesoro de valor incalculable, depositado allí en tiempos de la Galia romana.
Lo celebraron emborrachándose a la luz de las antorchas y nadando entre todas aquellas piezas de oro y pedrería. De pronto eran ricos, mucho más de lo que pudiera ser nadie allá en la superficie. Cuando se les hubo pasado la euforia, reunieron el tesoro y Robert propuso repartirlo al cincuenta por ciento.
--No –rechazó el desertor--, te pertenece, fue a ti a quien le revelaron su paradero. Adminístralo tú, me conformo con seguir siendo tu ayudante.
--Yo pienso quedarme aquí –resolvió Robert--, porque aunque de ahora en adelante sea rico, no tengo lugar a dónde ir ni a nadie que me aguarde.
--Pues yo me quedo contigo. También estoy solo en la vida.
Una noche, aunque allí abajo era difícil adivinar cuál de los dos principales astros brillaba en el cielo, encontraron a un grupo de mendigos calentándose alrededor de una hoguera, muertos de hambre, incapaces ya de reaccionar ni defenderse. Sobre un sucio jergón yacía una joven moribunda que tiritaba de fiebre. La chica y sus compañeros eran artistas, músicos y bailarines, que se habían refugiado allí abajo al estallar la guerra con Prusia.
La enferma tenía casi dieciocho años, era de origen italiano y se llamaba Giuseppina Bozzacchi. Bailarina titular en el Teatro Lírico de París, había debutado con gran éxito un año antes de la guerra interpretando la danza clásica Coppelia, compuesta por Léo Délibes y basada en un cuento de Hoffmann, El hombre de arena. Estremecido ante aquella inocente belleza que se marchitaba por momentos, olvidando el acuerdo establecido durante su convalecencia, Robert Seymour dejó que su corazón albergase una brizna de afecto humano y compasión.
--Hemos de hacer algo --le urgió al desertor--, no puedo consentir que muera una bailarina tan hermosa y prometedora.
--Está muy grave –negó Coubert--, aunque conozco a la persona que podría salvarla, pero incluso yo temo acudir a ella. He oído decir que practica la brujería.
--¿Quién es?
--Una vieja hechicera que tiene su morada en lo más profundo de las catacumbas. Dicen que vive junto a un ejército de fanáticos, delincuentes y criminales de la peor calaña, que roban y matan a todo el que ronda demasiado cerca. No sé si has oído hablar de los necrófagos.
--No, ¿qué son?
--Mutantes que habitan las catacumbas. Comen carne muerta, viven al acecho de los cadáveres de humanos o animales que arrastra el río hacia las cloacas. La hechicera es a la única persona que respetan, porque los controla con su magia negra.
--¿Sabes dónde podemos encontrarla?
--Quizá.
--Pues le haremos una visita.
--¿Por qué te interesa tanto una simple bailarina?
--Mi madre amaba la música sinfónica más que nada en el mundo –recordó Robert con lágrimas en los ojos.
Por un antiguo pasadizo abovedado medio sumergido que partía desde lo más profundo de las alcantarillas, descendieron hacia el intestino de la ciudad, las temibles catacumbas de París. El desertor abría el paso enarbolando una tea y con el cuchillo dispuesto en la otra mano. De vez en cuando intuían alguna presencia cobijada en la oscuridad, espiándolos conforme avanzaban en dirección al inframundo. Cuando ya las antorchas estaban a punto de apagarse por la falta de oxígeno vieron el brillo mortecino de una luz al final del estrecho túnel por el que circulaban desde hacía más de una hora, chapoteando entre ratas y fango.
Poco antes de llegar les cortaron el paso dos extraños seres encorvados y medio desnudos. Las manos eran garras, la piel membranosa y el rostro de murciélago. El fuego de las antorchas brillaba en su pupila amarilla y ciega como la de los animales que viven en perpetua oscuridad.
--¡Necrófagos! –gritó Coubert, dispuesto a vender cara su vida. Pero Robert Seymour dio un paso adelante, alzo la tea y dejó al descubierto su semblante, masacrado por la explosión.
--¡Alto! –impuso con valentía--, venimos buscando a la hechicera.
Los necrófagos retrocedieron impresionados, no tanto por el aspecto de aquel rostro estragado, sino por la voz autoritaria con la que se había dirigido a ellos. Acostumbrados al pánico de las víctimas, la valentía los intimidaba.
Los dos camaradas continuaron adelante. La cloaca que atravesaban desembocó de pronto en un amplio espacio circular, poblado de mendigos y maleantes, alumbrado por varias hogueras encendidas a lo largo de todo aquel sombrío perímetro. Múltiples corredores y pasadizos partían en varias direcciones. Debajo de la gigantesca cúpula en forma de bóveda, sostenida por enormes pilares de piedra leprosa, figuraba una tarima de madera sobre las losas enfangadas, donde una mugrienta mujer de largos cabellos amarillentos reinaba sentada como un faquir entre aquella depravada corte criminal.
--Acercaos –invitó con voz resquebrajada.
Era una mujer muy anciana, cubierta con harapos, tenía los ojos hundidos en las cuencas, la piel cadavérica, la mirada hipnótica y la nariz ganchuda.
--¿Eres la hechicera? –inquirió Coubert, la mano cerca del cuchillo que portaba precavido en la cintura.
--Lo soy, ¿vienes a que te lea el destino? –soltó una risotada maliciosa.
--Yo escribo mi propio destino –dijo el desertor, empuñando el cuchillo.
La vieja dejó de reír al ver el afilado acero.
--He oído que practicas la magia negra –intervino Robert--, dicen que con ella curas incluso las peores dolencias.
La vieja reparó en su semblante masacrado por el fuego y la metralla.
--Esa herida es consecuencia de la guerra, supongo –imaginó la mujer--, pero veo que ya está curada. ¿Para qué me necesitas, entonces?
--No hemos venido a buscar tu ayuda por mí, sino para una joven bailarina que se muere sin remedio no muy lejos de aquí.
--¿Puedes pagar el precio de mi magia?
--Tengo todo el oro que puedas ambicionar.
--Bien, si eso es cierto, vuelve con esa bailarina y veré lo que puedo hacer. Y de paso, trae también una bolsa bien repleta de oro –soltó una grotesca risotada--, porque si llegas de vacío nunca saldrás con vida de aquí.
La curandera poseía su antro particular en aquella caverna de oscuridad y hedor, una covacha inmunda excavada en la roca de las antiguas catacumbas, alumbrada por velones de sebo y poblada de calaveras, animales disecados y frascos de vidrio conteniendo fetos humanos flotando en líquidos amarillentos. La perseguían los jueces de varios distritos de París por practicar abortos o envenenar a personas por encargo. Por eso había buscado refugio en aquellas inhóspitas profundidades, protegida por una corte de ladrones y criminales.
Cuando Robert Seymour llegó con la bailarina enferma, ya prácticamente sin vida, la vieja bruja los hizo pasar a su covacha y tendió a Giuseppina en un jergón. La joven estaba muy pálida, los labios cianóticos y los ojos cerrados. Gemía sin fuerzas, empapada en el sudor ardiente de la fiebre. La hechicera tomó asiento tras una mesa carcomida y comenzó a barajar un mazo de naipes.
--Tiene la peste, pero veamos antes que nada lo que indica el Tarot.
Cogió la primera carta y la depositó sobre la mesa. Nada más ver la figura, retrocedió con los ojos desencajados:
--¡El Diablo!
--¿Qué significa eso? –preguntó Robert.
--No puedo hacer nada –graznó la bruja--, Satán se interpone.
--Déjate de supercherías y haz algo para salvarla –ordenó Robert.
--Te costará más de lo previsto –rezongó la vieja.
--Pagaré lo que sea.
--Está bien, sal fuera y déjame a solas con ella.
Los dos amigos aguardaron junto a una de las hogueras, Coubert vigilando con su cuchillo y Robert deseando que aquella joven tan candorosa recuperase la salud para regresar a los escenarios. Entonces oyeron el grito. Corrieron hacia la covacha de la bruja, pero cuando apartaron el andrajoso saco que cubría el umbral, Giuseppina yacía en el jergón, pálida como la cera y en medio de la sangre oscura y pestilente que había manado de su boca. Estaba muerta.
--No he podido hacer nada por ella –la hechicera miró hacia Robert con ojos despavoridos de miedo--, y tú sabes muy bien por qué.
--¿De qué hablas, maldita bruja?
--Has incumplido el pacto –la vieja señaló hacia el arcano del Diablo, que brillaba todavía sobre la cochambrosa mesa iluminada por una precaria vela--, Satanás te castiga llevándose a la bailarina consigo al infierno.
***
Las obras de la gran Ópera Garnier se irían reanudando lentamente, conforme París recuperaba su pulso tras la humillación de la guerra. Sus dos únicos moradores clandestinos eran ya Robert Seymour y Louis Coubert, tan acostumbrados a moverse por allí abajo que nadie se percató de su presencia.
Valiéndose de los conocimientos que poseía como ingeniero, Robert buscó refugio en una zona muerta, entre los grandes muros de contención edificados para desviar las aguas hacia un mismo lugar. Allí se había formado un lago subterráneo que impedía el paso hacia su morada secreta. Gracias al antiguo tesoro de la época romana pudieron gastar lo necesario para ir acomodando aquel inmenso subterráneo hasta dotarlo mejor que muchos palacios.
Robert Seymour comenzó a vestir de manera muy elegante, como si perteneciese a la nobleza de toda la vida. Compró los dos mejores caballos de París y encargó un opulento carruaje. Pero como el aspecto de su rostro seguía siendo espantoso, a pesar de las prendas de calidad y a la moda con las que ahora se cubría, decidió hacer algo por atenuar aquella deformidad física, pues con semejante apariencia no podía dejarse ver en sociedad.
Tras mucho indagar en los bajos fondos, Louis Coubert encontró a un embalsamador de animales jubilado en uno de los barrios más alejados de París, que antaño había trabajado modelando figuras humanas en el museo de cera.
--Puedo convertirlo en el caballero más apuesto del mundo –confirmó el viejo embalsamador cuando le tuvo delante y examinó la herida cicatrizada que le deformaba el rostro--, pero su cara sólo sería siempre un semblante artificial.
El embalsamador le informó sobre su método para modelar el rostro y corregir todas las imperfecciones, una pasta compuesta de sosa y cera, mezclado todo con su mayor secreto profesional: una sustancia contenida en la crisálida de una mariposa original del Amazonas, una espantosa variedad de lepidóptero de gran tamaño y color negro, llamado Ascalapha Odorata, conocido como Mariposa del Diablo. El anciano modelista del museo de cera le mostró un antiguo grabado del insecto. Robert observó que la siniestra mariposa, con sus alas abiertas, parecía un temible antifaz de color negro. Y entonces fue cuando comprendió el sentido de la extraña propuesta recibida cuando permanecía convaleciendo en el hospital de campaña entre la vida y la muerte. Aquel hombre de acento alemán era Mefistófeles, que llegaba del inframundo para ofrecerle un pacto con el Diablo, tal como narra el Fausto de Johannes Von Goethe, la valiosa novela del escritor protestante alemán que su padre le había entregado antes de alistarse al ejército para que le protegiese. Y su influjo sobrenatural había funcionado, como si aquella obra poseyera el poder para invocar a las fuerzas del averno.
Un instante antes de otorgar su permiso para la operación facial, Robert Seymour abrió el Fausto, que siempre portaba consigo a todas partes, y leyó una vez más la frase manuscrita redactada con elegante caligrafía de color negro, presuntamente por el propio autor: Alle Kreaturen sin nur Teufel Mummereien. Robert sabía que aquella era una frase de Lutero, el gran líder protestante alemán. Su significado (todas las criaturas son máscaras bajo la cual se oculta el Diablo) no podía ser más oportuno y adecuado a la ocasión.
--Adelante –aceptó--, haga su trabajo.
La operación estética duró tres horas, mientras Louis Coubert vigilaba con su chuchillo bien a mano. Concluido el trabajo del modelista, Robert Seymour se miró en un espejo. El resultado era sorprendente. Ante sí tenía la sublime y perfecta imagen de la virilidad, un caballero de rostro proporcionado, armonioso y masculino, que aparentaba poco más de los treinta y cinco años. Contento por la eficacia demostrada, tendió al anciano una bolsa llena de monedas de oro. Pero cuando ya se marchaba, el viejo artesano le advirtió:
--Sólo un detalle, señor. Debe procurar no salir en pleno día, pues el sol disuelve la crisálida de la mariposa y entonces pierde su ductilidad. La Mariposa del Diablo habita en la oscuridad de las cavernas y sólo sale por la noche para cazar. En cierto modo –añadió el anciano--, deberá usted adoptar su costumbre.
Lo primero que hizo Robert Seymour cuando regresó a su fabuloso palacio subterráneo en el sótano de la Ópera fue ordenar a Louis Coubert que le imprimiese tarjetas de visita donde figurase la terrorífica mariposa negra, como símbolo de su nueva identidad.
Gracias al hermoso rostro modelado por el hábil embalsamador, se convirtió enseguida en un galante caballero asiduo de la noche parisina. En los mejores cabarets le conocían como al misterioso y distinguido aristócrata que mantenía en secreto sus orígenes y domicilio. Poco antes del amanecer, su fiel Coubert llegaba con el carruaje para recogerlo antes de que saliera el sol (muchas veces drogado de opio y absenta) y volvían juntos de regreso a lo más profundo de la Ópera.
Fue por aquel entonces cuando Robert Seymour comenzó a comprender las consecuencias del oscuro acuerdo fáustico aceptado durante su convalecencia en el hospital de campaña. El oro encontrado gracias al abate y la vitalidad que disfrutaba le otorgaban todo cuanto un ser humano pudiera desear. En sólo año y medio había pasado de ser un despojo humano a destacar en sociedad como el hombre más afortunado de Francia. Todo el mundo admiraba su riqueza y su atractivo, era un caballero cultivado, de refinados modales, que derrochaba sin freno en los círculos más inaccesibles y exclusivos de París. Podía tener a cualquier mujer que deseara, no había ninguna que dejase de caer en sus brazos rendida por el magnetismo que irradiaba. Y si alguien osaba interponerse a sus deseos, al poco tiempo aparecía degollado por el enorme cuchillo de Louis Coubert, convertido en chófer, confidente y guardaespaldas.
Pero Robert Seymour no podía engañarse a sí mismo, todo aquello era consecuencia de un pacto abominable con el Demonio. Su aceptación social tenía por motivo el oro que podía gastar a manos llenas y el artificio de la máscara, no su virtud ni su mérito personal. En su corazón envilecido ya no había lugar para sentimientos humanos, ni de familia ni de pareja. Desde que abandonara el hospital de campaña, el sentimiento era una emoción que apenas ya si recordaba.
La última vez fue cuando conoció a la joven y bella bailarina. Pero ni todo el oro del mundo habría podido devolverle la vida. Deseando borrar aquella prueba de su espantoso error al pactar con el Diablo, resolvió destruir el escenario donde Giuseppina Bozzacchi había representado con éxito, antes de la guerra, el papel de Coppelia. Y una oscura noche de 1873, el antiguo Teatro Lírico de París padeció un espantoso incendio. No quedó nada de su caduco esplendor, salvo un montón de brasas humeantes.
No satisfecho con ello, decidió incendiar todos los teatros del mundo donde hubieran representado el ballet sinfónico de Léo Délibes. Adquirió el magnífico velero de un comerciante irlandés arruinado, lo rebautizó como Ascálafo, uno demonios que habitan el Hades, porque aquel era el nombre de la mitología griega que había inspirado el apelativo Ascalapha de la mariposa. Ordenó pintar todo el casco de negro y luego se hizo a la mar junto con su fiel Louis Coubert, junto a una pequeña tripulación de marinos maleantes y perseguidos por la justicia, reclutados por el desertor entre lo peor de los bajos fondos, pagados a peso de oro para que mantuvieran la boca cerrada.
Por donde pasaba el Ascálafo iba dejando una estela de fuego. Durante años consecutivos ardió el Teatro Brooklyn de Nueva York, el más antiguo de Norteamérica, donde un mes antes del incendio se había estrenado Coppelia. El mayor desastre material y humano sucedió en 1881, cuando Viena inauguraba el Ringtheater, por aquel entonces el teatro más colosal de toda Europa. El incendio se originó durante la representación de Coppelia. Murieron más de mil personas quemadas o aplastadas cuando intentaban salir del edificio en llamas. Nunca se descubrió la causa del fuego, pero el drama fue tan atroz que Coppelia estuvo sin representarse durante casi diez años en todo el mundo. Sin embargo, en 1890, un teatro de Suiza, el Opemhaus de Zurich, se atrevió a reponerla ignorando el maleficio que parecía pender sobre aquel ballet basado en el cuento de Hoffmann. Poco después, un pavoroso incendio devoraba el edificio.
--No quiero entrometerme –intervino Coubert, colmado de tragedias--, pero propagando el fuego nunca lo extinguirás. El vacío emocional que albergas en tu pecho no desaparecerá extendiéndolo al resto de la Humanidad.
--Qué sabrás tú de vacíos emocionales –impugnó Robert.
--Mucho –sonrió Coubert--, contigo he tenido al mejor maestro. Pero ni siquiera yo puedo ser tan desalmado. Hazme caso –rogó el desertor--, la joven bailarina falleció por causa de la peste, lo demás fue superstición. Tú no fuiste responsable de que muriera, tienes que olvidarla o te volverás loco.
Tras aquella conversación, Robert Seymour abandonó su obsesiva búsqueda de teatros que hubiesen representado la obra del compositor francés Léo Délibes. Ahora pasaba los días y las noches encerrado en su lujoso camarote, pensando en cómo cancelar su pacto con el Diablo, aunque con ello perdiera su riqueza y eterna vitalidad. El siniestro Ascálafo recalaba en puertos alejados de la civilización, pasaban temporadas en islas lejanas y países muy remotos, partían luego hacia cualquier otra parte, siempre sin rumbo concreto ni dirección.
Fue por aquellos años cuando Robert Seymour comenzó a componer música mediante un órgano que había hecho instalar en el barco. Poseía una sólida formación, fruto de las lecciones aprendidas durante tantos años junto a su madre, profesora de piano. Así es como iría configurando la partitura de una sinfonía grandiosa y monumental, basada en su propia vida, que tituló La Rosa de Fuego.
***
En 1896, durante una escala en algún puerto europeo, llegó a oídos de Robert Seymour que la Ópera Garnier de París preparaba un homenaje al prestigioso compositor francés Charles Gounod, fallecido tres años antes, y decidió regresar a Francia para contemplar el evento. La última semana de marzo su velero atracaba en el puerto de Marsella, despidiendo a la mercenaria tripulación.
En cuanto llegó a París junto a su fiel amigo, Robert Seymour pudo comprobar que todo había cambiado mucho desde aquel prolongado periplo marítimo. Habían estado ausentes durante más de veinte años y ahora la capital de Francia era la urbe cultural más importante del mundo. Florecían el comercio, la moda y la industria; comenzaban a circular los primeros automóviles y el alumbrado eléctrico sustituía paulatinamente al de gas.
El Gran Teatro Garnier, inaugurado durante su ausencia (en 1875), se había convertido en el epicentro social de la nobleza y la nueva burguesía, renacidas con mayor fuerza que nunca tras los primeros y aciagos años de la República. La Ópera de París resplandecía con la nueva iluminación eléctrica en sustitución del gas. Robert Seymour encontró intacto su lujoso palacio subterráneo, donde ocultaba el grueso de formidable tesoro romano, y se acomodó, resignado a su destino de no poder enamorarse jamás.
Los directores del Palais Garnier, Eugène Bertrand y Pedro Gahiard, querían ofrecer con motivo del homenaje al compositor Charles Gounod una representación extraordinaria para el estreno de su más célebre y monumental ópera titulada Fausto, incluyendo un impresionante ballet en el quinto acto, junto a la mejor escenografía posible y decorados pintados por el afamado artista Edgar Degás. Para el papel de Margarita, principal personaje femenino de la obra, contrataron a la soprano conocida con el seudónimo de Carlotta Altieri, célebre por su vanidad y sus caprichos de diva.
Entonces fue cuando Robert Seymour, que presenciaba los ensayos para el estreno desde su escondite, tuvo una idea: ¿qué pasaría si en lugar de la ópera Fausto de Gounod el palacio Garnier estrenase la obra que había estado componiendo durante todos aquellos años de navegación alrededor del mundo? Sería como una catarsis particular, el final de aquella vida clandestina y su resurrección social. Tal vez así pudiera romper por fin el maleficio de su pacto.
Mediante una carta manuscrita hizo saber a los directores del teatro que debían cancelar Fausto y anunciar el estreno mundial en exclusiva de una obra inédita titulada La Rosa de Fuego. Firmó la misiva como el Fantasma de la Ópera y la depositó en el camerino de madame Guirec, la responsable del coro, junto a una rosa púrpura en cuyo tallo destacaba un lazo negro anudado, en memoria y homenaje de la bailarina fallecida.
Pero los directores reaccionaron tomándoselo a broma:
--No sabía que tuviésemos un fantasma en el teatro –ironizó Bertrand.
--Y parece culto –secundó Gahiard--, puesto que sabe componer.
Ante aquel desaire, Robert emprendió una serie de acciones encaminadas a imponer su autoridad en el Palais Garnier, que consideraba como suyo. Días después, un tramoyista cayó desde lo alto de un andamio, partiéndose las piernas. De vez en cuando, un olor nauseabundo subía de las cloacas dispersándose hacia todo el edificio, luces que se apagaban solas, extraños ruidos en los camerinos y una sombra que se deslizaba entre los cordajes del escenario. Por todas partes aparecía la figura impresa de una mariposa negra con las alas extendidas, que parecía un terrorífico antifaz. O tal vez era un antifaz que parecía una mariposa. El rumor se propagó entre las coristas y las chicas del cuerpo de baile: había un espectro en el teatro, tal vez el alma en pena de algún antiguo preso, torturado y muerto allí abajo durante los desmanes cometidos a causa de la revolución comunera.
Sin embargo, los directores continuaron adelante con el ensayo de la ópera Fausto, imaginando que todo aquello sólo era un cúmulo de casualidades. En cuanto a lo del fantasma y la mariposa o el antifaz, pensaron que sería un inocente artificio planeado por algún patrono del Palacio Garnier inclinado a bromear. Los patronos eran los que financiaban las representaciones, caballeros de la nobleza o la política, que a cambio tenían acceso libre y franco a las actrices, las bailarinas y las coristas, moviéndose por el teatro con total impunidad.
El más distinguido de todos ellos era el conde de Chagny, que residía entre su castillo de la Bretaña y su palacio de París. Había enviudado a mediana edad, cuando su mujer dio a luz a Raoul, su primogénito y heredero. Raoul, nacido vizconde, había ingresado a los dieciséis años en la Marina de Guerra y ahora regresaba de un largo viaje por las colonias francesas de ultramar.
El conde de Chagny, viudo y rico, uno de los títulos con mayor abolengo de Francia, era muy aficionado a las actrices y coristas de teatro. Se rumoreaba que mantenía varias amantes, por eso a nadie le parecía raro que durante los ensayos de Fausto no le quitase ojo a la Carlotta, todo un carácter de mujer.
--Yo la domaré –alardeaba divertido ante los directores--, en mi castillo de Bretaña he tenido yeguas peores y he conseguido hacerme con todas.
--Dios le oiga, señor conde, porque lo cierto es que la gran diva nos trae de cabeza con sus exigencias y caprichos.
Carlotta Altieri no era italiana, como muchos imaginaban según parecía indicar su nombre. Se llamaba en realidad Rosalía Blanes y era natural de Barcelona, donde había iniciado su vida profesional como actriz en los cabarets y music-halls que amenizaban la flamante calle más tarde conocida como el Paralelo. Ahora Carlotta ya tenía su edad, perdía facultades y buena parte de la crítica la consideraba una estrella en el ocaso de su carrera.
El día del apoteósico estreno, mientras Carlotta declamaba su papel de Margarita, la enorme lámpara de bronce y cristal que corona el techo de la Ópera se descolgó sobre la platea matando a una mujer. Al mismo tiempo, sobre uno de los palcos privilegiados, vacío porque lo mantenían reservado para visitantes ilustres que llegasen a última hora, se dejó ver la figura humana envuelta en una capa de terciopelo y el rostro emboscado en un antifaz negro, que desapareció instantes después como desvanecida en el aire.
La gente sufrió una conmoción, muchos habían oído hablar sobre la existencia de un fantasma en el Teatro Garnier, aunque lo considerasen una treta publicitaria. Pero el accidente mortal tenía poco de publicitario y cundió el pánico. De milagro pudo evitarse una tragedia. Carlotta cayó desplomada en el escenario y tuvieron que ingresarla en un sanatorio, presa de un fuerte ataque nervioso. Los directores avisaron a la policía, pero el comisario no pudo hacer mucho para detener al espectro del antifaz.
--Caballeros, lo siento, pero no tengo jurisdicción sobre seres de ultratumba, la ley tan sólo rige sobre los vivos. Les recomiendo consultar con un sacerdote.
Por lo demás, razonó el comisario, el trágico suceso de la gran lámpara pudo deberse a cualquier causa incidental, una cuerda desgastada, un contrapeso fallido... Sobre todo teniendo en cuenta que pesaba siete toneladas.
A pesar del grave incidente, los directores continuaron empeñados en su homenaje a Charles Gounod y anunciaron la reposición de la ópera Fausto.
--Después de todo –pensó Gahiard con avezado instinto comercial--, puede que lo del fantasma sirva para llenar el aforo como nunca, pues los periódicos de toda la ciudad ya incluyen el rumor en sus primeras planas. La mejor propaganda y sin coste alguno –se frotaba las manos avaricioso.
--Desde luego –admitió Bertrand--, pero te recuerdo que la Carlotta sigue indispuesta por el susto. ¿De dónde sacamos una soprano para sustituirla?
--No hay problema, he oído hablar de una joven vocalista; creo que la señora Guirec podría prepararla sin que se note demasiado su inexperiencia. De todos modos, la gente acudirá sugestionada por la posibilidad de que aparezca el fantasma. El rumor de un espectro en la Ópera Garnier ha corrido por todo París.
La joven corista de la que hablaban Bertrand y Gahiard se llamaba Christine Daaé y era huérfana, hija de un músico buhonero que recorría las ferias de los pueblos tocando el violín. El músico enfermó repentinamente y ya en su lecho de muerte le dijo a Christine que no se preocupara, que desde la otra vida velaría por ella para protegerla. Poco antes de fallecer le había pedido a la niña que lo enterrasen con su violín. El músico sería sepultado por caridad en una modesta tumba dentro del antiguo cementerio gótico de Lannion, situado sobre los acantilados de la costa bretona.
Christine fue adoptada por la señora Valeria Guirec. Su marido, Antoine Lebel, un modesto repostero de París, había muerto como tantos otros miles durante la guerra contra Prusia. La buena viuda pasaba las vacaciones de verano en la playa de Landrellec, donde poseía una humilde casita, no lejos del impresionante castillo perteneciente a los condes de Chagny.
Christine Daaé pasó aquel verano alojada en la casita de la viuda, reponiéndose de la muerte de su padre. Cuando madame Guirec regresó a la ciudad se la llevó con ella y le buscó acomodo en las dependencias de las coristas y las bailarinas de la Ópera Garnier, donde también residía su hija Agnes, la más jovencita del ballet. Así es como, instruida por su madre adoptiva, la huérfana se iría convirtiendo en la mejor vocalista del coro.
Cuando Gahiard se lo propuso, Christine Daaé aceptó de inmediato interpretar el papel de Margarita en sustitución de Carlotta. Era la gran oportunidad que soñaba toda corista. El día de su primer ensayo ambos directores pudieron comprobar que no se habían equivocado. Propagándose hacia la profundidad de las catacumbas, donde Charles Garnier había construido los cimientos de hormigón que sostienen su majestuoso Teatro de la Ópera, la melodiosa voz de Christine alcanzó el oído de Robert Seymour, que a esa hora dormitaba en la fabulosa morada subterránea, maquinando su venganza. Intrigado ante aquella cristalina entonación, ascendió hasta el nivel de los palcos atravesando un corredor oculto que ascendía entre los gruesos muros del edificio. Nada más contemplar a la joven y desconocida soprano, Robert cayó fascinado ante su encantadora belleza.
La noche consignada para la reposición de Fausto, el conde Amadeo de Chagny compareció con sus mejores galas y acompañado por su hijo, recién llegado a París de su prolongado viaje marítimo a bordo de una fragata militar. El vizconde Raoul era muy atractivo, rubio y de ojos azules. Acudió al estreno vestido con uniforme de oficial, como alférez de la Marina de Guerra. Cuando contempló a Christine quedó hechizado ante su cándida y juvenil belleza.
La reposición de Fausto alcanzó un éxito atronador, con todo el aforo puesto en pie aclamando a la joven intérprete que había bordado el papel de Margarita. Mientras la escuchaba cantar, oculto en el palco vacío, la incertidumbre y el desasosiego se iban apoderando de Robert Seymour, abriéndose paso hacia su inflamado pecho. No dejaba de preguntarse quién era esa chica tan hermosa que declamaba mejor que una soprano profesional y cantaba como los ángeles.
Cuando cayó el telón, Christine se refugió en su camerino, aturdida por el rotundo triunfo, mientras la gente se agolpaba por los pasillos deseando felicitarla. En poco tiempo, todo su diminuto camerino de corista figuraba completamente abarrotado de regalos y ramos de flores, que no paraban de llegar enviados por la gran cantidad de fervientes admiradores y patronos del teatro Garnier deseando conocerla en persona. Pero lo que a Christine más llamaba su atención era una rosa de color púrpura con el tallo anudado por un lazo negro.
En ese momento, el vizconde intentaba entrevistarse con la joven corista.
--Exijo ver inmediatamente a la señorita Christine Daaé –argumentaba Raoul muy estirado ante madame Guirec, frente a la puerta del camerino.
--No es posible, la señorita no recibe a nadie.
--Madame –insistió el vizconde--, por si usted no lo sabe, mi familia es una de las mayores patrocinadoras del Palais Garnier.
Valeria Guirec sabía muy bien quién era el apuesto muchacho que, arrebolado por la pasión, exigía ver a Christine Daaé. Era el hijo del conde Amadeo de Chagny, uno de los hombres más influyentes de Francia. El regio aristócrata que poseía una mansión de veraneo sobre la colina de Landrellec, no lejos de Lannion, la localidad costera donde madame Guirec tenía su modesta casita. Durante aquel verano, cuando adoptó a Christine al morir el violinista buhonero, la pequeña huérfana pasó varios días junto a Raoul. El joven vizconde la trataba como un caballero a su princesa. Todavía lo recordaba, era un chico muy guapo, con bucles dorados y los ojos tan azules como la mar.
--Se lo suplico –madame, insistió el vizconde, que no había reconocido en Christine a la niña huérfana de aquel verano--, le ruego que me deje pasar.
--Déjalo, mamá –rogó Agnes.
Madame Guirec accedió ante la súplica de su hija, pues la joven también confiaba en ser cortejada un día por algún apuesto aristócrata.
En cuanto Raoul entró en el camerino, Christine lo reconoció al instante.
--Señorita –el vizconde se inclinó para besarle la mano--, desde ahora considéreme su más rendido admirador.
--Caballero –rechazó ella elevando con orgullo su bonito mentón--, debe usted saber que ya estoy comprometida.
--¿Y quién es el afortunado? –preguntó Raoul, disimulado su decepción.
--Usted no le conoce –dijo tomando la rosa púrpura entre sus manos de alabastro, porque aquel extraño detalle le había impresionado más que todos los ramos de flores acumulados, y que seguían llegando sin cesar.
--Conozco a toda Francia, señorita, soy el vizconde de Chagny –proclamó.
--Sé perfectamente quién es usted. Y ahora, si me disculpa, estoy fatigada por la interpretación. Me gustaría desmaquillarme y descansar.
En cuanto el vizconde salió del camerino, la luz eléctrica que iluminaba la pequeña estancia comenzó a parpadear y se apagó de golpe, dejando el espacio completamente a oscuras. Congelada en su asiento frente al pequeño tocador, la joven ahogó un grito y contuvo el aliento. Sentía en el aire una presencia silenciosa, podía percibir unos ojos clavados en ella. Escuchó un chasquido y la llama de una cerilla encendió un velón que figuraba sobre un pedestal metálico. La luz cobró fuerza, disipando en parte la negrura que reinaba. Y entonces lo vio reflejado en el espejo. Allí estaba, vestido con suma elegancia, levita de seda y capa de terciopelo forrada de rojo, apenas una silueta disimulada entre la penumbra del camerino y con un antifaz negro cubriéndole su rostro.
--Debo felicitarte –susurró--, has obtenido un merecido triunfo, aunque tu actuación de hoy podría ser el principio de una carrera gloriosa en el mundo de la escena, si aceptas mi patrocinio.
Ella emitió un profundo suspiro y a punto estuvo de caer desmayada. ¡Aquel caballero era el hombre más guapo que hubiera visto en su vida! Fue a responderle, pero entonces tocaron a la puerta.
--Querida, ¿estás bien? –era madame Guirec, la directora del coro.
--Ahora he de marcharme –Robert Seymour retrocedió hacia la sombra de unos cortinajes--, pronto volveremos a vernos. Te lo prometo.
Christine respiraba embriagada por la emoción. El Fantasma de la Ópera era un hombre muy atractivo, y no un espantoso espectro, como todos afirmaban.
--Un momento –le detuvo--, ¿es usted quien me ha regalado esa rosa?
--Sí –confirmó Robert, antes de fundirse con le negrura del camerino.
***
Durante los días previos a la siguiente representación, Raoul de Chagny no dejó de cortejar a Christine. A ella se le pasó enseguida el enfado por el hecho de que su compañero de juegos en la playa de Landrellec no la hubiese reconocido. La brillante reposición de Fausto, interpretada por una joven estrella emergente, hizo que todos olvidasen el mortal incidente al descolgarse del techo la gran lámpara del teatro. Los directores estaban encantados:
--Con esa chica hemos descubierto un talento vocálico asombroso –se frotaba las manos Gahiard--, y con el ahorro tan considerable que supone no tener que pagarle a la Carlotta, la recaudación ha sido magnífica.
--Desde luego –secundó Bertrand--, la próxima escenificación será el éxito más clamoroso en la historia sinfónica de París. Hemos vendido todas las localidades en la mitad de tiempo que de costumbre.
Christine Daaé leía en las alabanzas que le dedicaban los críticos en toda la prensa de París, elogiando su magnífico debut. Le auguraban un futuro de lo más prometedor en los teatros de todo el mundo, porque además de ser talentosa, joven y guapa, se había corrido la voz de que la cortejaba el apuesto vizconde Raoul, hijo del conde de Chagny. Pero la señora Valeria, ejerciendo como madre y directora del coro, le hacía volver a la realidad:
--Has de mantener los pies en el suelo, el éxito es un valor fugaz.
Cuando no estaba practicando para la siguiente representación, en la cual debía demostrar que su triunfo no había sido un fruto efímero ni de la simple casualidad, la joven bailarina pasaba el tiempo encerrada en su modesto camerino, contemplando aquella rosa de rara belleza, con su lazo de luto anudado en el tallo, que no se había marchitado como las otras.
Por su lado, el vizconde Raoul continuaba encandilado por Christine.
--Recuerda quién eres –le advertía su padre, inquieto por el apasionamiento de su hijo ante aquel amor desigual--, esa chica sólo es una corista.
--Yo la amo, padre.
--No digas tonterías Raoul, el amor es una cosa y el interés otra muy distinta. Refrena tus impulsos, hijo. Puedes tener a todas las actrices que quieras, pero el matrimonio ha de convenirse con una mujer de tu alcurnia.
--Yo quiero a Christine, padre –insistió el joven.
--Mira Raoul, no te prohíbo que seáis amantes, pero si te obstinas en compartir tu vida con esa mujerzuela te advierto desde ahora mismo que me veré obligado a desheredarte. La sangre de nuestra estirpe nobiliaria no puede mezclarse con la de cualquiera.
A los tres días de la esperada representación, Robert Seymour volvió a comparecer en el camerino de Christine, tan sigiloso como la ocasión anterior. De nuevo, la iluminación artificial se apagó al llegar, como si su misteriosa presencia vestida de oscuro interrumpiera el fluido de la electricidad. La conversación se desarrolló de nuevo a la luz vacilante de una vela. Ella permanecía sentada frente al pequeño tocador, peinando su cabellera, mientras lo miraba reflejado en el espejo, tan apuesto y elegante como durante su primer encuentro.
--Escucha –planteó Robert--, quiero que intervengas como soprano titular en el estreno de mi propia sinfonía.
--¿Es usted compositor?
--Lo soy, aunque de una sola obra.
--¿Puedo saber cómo se titula esa sinfonía?
--La Rosa de Fuego.
--¿Por qué me ha elegido a mí?
--Me recuerdas a una persona que no pude salvar de la muerte.
Christine suspiró deslumbrada, Robert Seymour se acercó a ella y colocó la mano enguantada de blanco sobre la fragilidad de su hombro.
--Si tú lo deseas –la elogió con emoción--, yo puedo convertir tu virtud en la suma de todas las perfecciones.
Cruzaron la mirada en el espejo. Él inclinó la cabeza, la besó en el cuello y Christine sintió un deseo inexplicable abrasándola por dentro, el turbador impulso de abrirse por primera vez al sexo masculino (porque todavía era virgen) como una delicada flor en la mañana salpicada de rocío. No sumaba ni los 18, pero había llegado para ella ese momento de máxima intensidad, cuando la cuerda del arpa se tensa y ofrece su nota más cristalina deseosa de ser pulsada por la mano experta del maestro que convierta en música lo que sólo es la materia inerte del instrumento.
--Estoy dispuesta –suspiró.
Robert Seymour la tomó entonces de la mano y ella se levantó. Tras el cortinaje rojo del camerino había una puerta disimulada en el zócalo, que ni siquiera Christine conocía. Robert tomó el velón encendido y la condujo de la mano a través de angostos pasadizos ocultos entre los muros que nadie, salvo él y Louis Coubert, habían transitado nunca. Ella se dejaba guiar como una sonámbula sin voluntad, cubierta por su vaporoso camisón de lino blanco casi transparente, las mejillas encendidas por el rubor y el anhelo ardiente que la consumía desde dentro.
Ya era más de media noche y el majestuoso edificio de la Ópera reposaba silencioso en toda su barroca majestuosidad. Subieron a lo más alto por una escalera vertiginosa que desembocaba en la cúspide, allá donde se alzan las azoteas coronadas por esculturas doradas que representan a dos ángeles colosales con las alas desplegadas al vacío, por encima de las buhardillas y los pináculos más góticos de la ciudad. París entero se divisaba extendido a sus pies, el trazo recto de las avenidas brillando como un reguero de brasas incandescentes en la oscuridad de la noche, la impresionante grandeza de la catedral de Notre-Dame divisada entre la bruma de la lejanía, reinando en el centro de todo.
Estaban a primeros de junio, se respiraba un ambiente cálido y apacible. Abocados al abismo, el corazón de Robert Seymour palpitaba enternecido ante aquella inocente corista, cuya sencilla belleza le había hecho romper de nuevo el compromiso de no enamorarse jamás. Como el doctor Fausto arrepentido de su pacto satánico, Robert deseaba volver a ser un hombre normal, dejar de sentirse un condenado, experimentar el amor y, sobre todo, que lo sintiesen por él. No quería seducirla con su influjo magnético ni empleando el poder que otorga el dinero, sino por su mérito personal, pues el amor no tiene precio, ha de regalarse por nada.
La trágica historia relatada en el Fausto de Goethe podía compararse muy bien a la de aquel ser misterioso y fascinante, la existencia de un ser humano envilecido a causa de su lucha interior, que había pactado con el Diablo para obtener la riqueza, el poder y la eterna juventud. Pero al conocer a la cándida Margarita, el doctor Fausto se daba cuenta del error cometido: el precio a pagar es demasiado alto. Entonces, impulsada por el ansia de redimirlo, Christine se desprendió del blanco camisón y le ofreció desnuda la hermosa joya de su virginidad.
Clareaba el nuevo día cuando Christine abrió los ojos y contempló a Robert Seymour, ambos desnudos, tendidos en la capa negra de reverso escarlata, como amortajados en vida, derrotados por una noche de pasión. Ella se lo había dado todo y él había bebido hasta la última gota de su cuerpo. Las primeras luces del amanecer arrancaban destellos en la escultura del ángel abocado al vacío, debajo de cuya sombra yacían ambos tendidos. Christine contemplaba el bello semblante dormido de Robert Seymour, cuando un rayo de sol cayó en su frente como un dardo de oro y la perfección artificiosa de su máscara comenzó a disolverse ante los ojos atónitos de la joven como si fuera cera derritiéndose con el calor. La carne apareció por debajo con toda la espantosa cicatriz. Al ver el verdadero rostro de su amante, desfigurado por la explosión, Christine lanzó un grito desgarrador y Robert despertó sobresaltado. Quiso llevarse las manos a la cara para impedirle a su amante aquella horrenda visión, pero ya era tarde:
--Aquí tienes mi verdadero rostro –deploró avergonzado--, ¿te asusta?
Ella negaba con la cabeza, pero el espanto de sus ojos la desmentía.
--Sí que te asusta –lamentaba Robert, lleno de odio y pesadumbre--, sólo me querías mientras era hermoso. Ahora te horrorizo.
--Por favor, no digas eso –balbucía ella.
--Fui un ingenuo al pesar que podía huir de mi destino. Y el mío es destruir todo cuanto amo –se levantó de un salto, enfurecido, recogió su capa y corrió hacia el interior del teatro, fundiéndose con las tinieblas que le acogían de nuevo en su seno.
Christine descendió poco después, con los ojos anegados en llanto. Allí terminaban sus ilusiones juveniles, el sueño de ser algún día una celebridad, la vana quimera que sólo había servido para invocar a un ser estragado y deseoso de venganza contra la raza humana. Procurando que nadie la viera, entró en su camerino y se vistió. Preparó un pequeño ajuar de viaje y luego se deslizó sigilosamente hacia las caballerizas del teatro; pidió a un empleado aparejar la calesa cubierta y ordenó que la llevase a Lannion. Era un viaje largo y extenuante. Pero ella necesitaba postrarse ante la tumba de su padre para rogarle consejo.
Tras una jornada y media de viaje, la calesa llegó por fin a la localidad de Lannion. El cochero aguardó en la pequeña población y Christine cubrió a pie los dos kilómetros que la separaban del cementerio, enclavado en lo más alto de un acantilado marino, azotado por el viento y el oleaje. Al encontrar el sepulcro del anciano violinista se hincó de rodillas y comenzó a llorar. Nunca se había sentido tan sola, enajenada por la confusa pasión que la consumía, entregada por completo a un misterioso desconocido con el rostro desfigurado.
Permanecía de rodillas, orando frente al sepulcro, cuando comenzó a oír la melodía. Era el violín de su padre, sepultado junto al cadáver. Tocaba la música del compositor Charles Gounod. Las notas principales de la trágica ópera Fausto flotaban diáfanas en el aire salino que llegaba de la mar. Aquel sonido era la respuesta de su padre muerto. Robert Seymour era, como el doctor Fausto, un hombre maldito, poseído por el Diablo y condenado a no enamorarse jamás.
Christine conocía Fausto, la grandiosa ópera basada en la novela de Goethe que relata cómo la inocente Margarita se abre paso hacia el corazón de Johannes Fausto para redimirlo de su condena por haber pactado con Satanás para obtener el éxito en su vida profesional. Pero él, empeñado en su ambición, huye al saber que la chica espera un hijo suyo. Poco después, Margarita se suicida para interrumpir la gestación de una criatura que podría ser el hijo del Diablo.
Desolada por aquella certidumbre, Christine se levantó de golpe y secó sus lágrimas con un pañuelo. Si su destino era ser la Margarita de Fausto asumiría el papel con todas las consecuencias. Dejó el cementerio y echó a caminar por un sendero que conducía directo hacia un faro abandonado que se alzaba sobre lo más arriscado de la costa. Subió por las escaleras de caracol hasta lo alto, se aproximó a la herrumbrosa barandilla metálica que protegía la cima del abismo y extendió los brazos hacia la inmensidad del océano.
Un viento furioso azotaba su vestido, ciñéndolo al hermoso cuerpo de adolescente recién convertida en mujer. El mar embravecido rugía muchos metros más abajo y a ella le pareció distinguir al Diablo sonriendo victorioso en la furiosa espuma del oleaje. Ya cerraba los ojos para dejarse caer y consumar el sacrificio de Margarita, cuando escuchó pasos ascendiendo por la escalera del faro y una voz que resonaba con eco en el interior de la ruinosa torre:
--¡Christine!
Se dio la vuelta y vio a Raoul de Chagny, lanzándose a detenerla. Llegaba vestido de uniforme, con el sable al cinto y los cabellos despeinados por el veloz trote del caballo, corriendo sin tregua desde París. Cuando la hubo bajado de la barandilla, el vizconde se fundió con ella en un largo abrazo. Preocupado por su ausencia, Raoul había preguntado por todas partes hasta dar con su paradero. Agotando varios caballos desde la capital, había llegado a Lannion poco tiempo después de que lo hiciera su amada. Entonces, el cochero de la Ópera, hospedado en la posada del pueblo, le había dicho dónde podía encontrarla.
--¿Qué pretendías hacer? –le recriminó amoroso, apartándole de la cara las hebras enmarañadas por el viento salobre de la mar.
--Oh, Raoul –gemía Christine, incapaz de contarle lo sucedido.
Como estaban a poco más de diez kilómetros de Landrellec, Raoul y Christine se hicieron conducir por el cochero a la mansión de recreo que poseía el conde de Chagny en aquella localidad. Christine ya conocía la lujosa residencia. Varias veces había entrado por la puerta de servicio durante aquel verano de su infancia para merendar en la cocina junto al jovencito vizconde, atendidos por las criadas. Ahora entraba por la puerta principal, cogida del brazo de Raoul y con todo el servicio formado al pie de la gran escalinata de piedra, recibiéndolos como si ella fuese una princesa de cuento y él su príncipe azul.
Pasaron la noche juntos, haciendo el amor con ansiedad juvenil, desquitándose por todos los años que habían permanecido separados desde que se conocieran en aquella misma playa. De madrugada, despertaron entrelazados, Raoul gozoso por haber logrado hacerla suya, lo que tanto deseaba desde que la oyese cantar. Al acabar el desayuno acordaron volver cuanto antes a la capital, pues ella sabía que madame Guirec estaría sufriendo mucho, preocupada por su ausencia. El cochero enjaezó los caballos a la calesa con la que había traído a Christine desde París, los puso al trote y enfiló el camino de regreso.
Entonces ella utilizó la intimidad del carruaje para compartir con Raoul de Chagny la existencia de aquel espectro que habitaba en las entrañas del gran Teatro Garnier. Sin embargo, no pudo confesárselo todo. Cómo admitir que había yacido junto a un desconocido de rostro estragado pero tan vigoroso como un semental; que le había regalado su prenda más valiosa pocas horas antes de ofrecerle lo mismo a Raoul, tan ferviente y apasionado como para no percibir que Christine ya no era virgen. Ahora ella sufría con el pecho destrozado, dividido entre aquellas dos emociones, la una oscura y turbadora, la otra luminosa y romántica.
--No voy a consentir que nadie te haga daño –reaccionó el vizconde--, y menos todavía un espectro. En cuanto llegue a París me ocuparé del asunto. Si ese fantasma se atreve a mirarte de nuevo se las verá con mi acero. He viajado por medio mundo y no temo a nadie.
De pronto, la calesa se detuvo con una fuerte sacudida de los caballos.
--¿Qué sucede? –inquirió Raoul, asomándose por la ventanilla.
--Su castillo, señor –dijo el cochero con voz alarmada--, parece un incendio, el humo se ve desde aquí.
Era cierto, entre las lomas de la playa surgía una espesa columna de humo, justo en el promontorio marino donde se hallaba enclavado el palacete que acababan de abandonar.
--¡Rápido, regresemos! –ordenó el vizconde.
Dieron media vuelta con los caballos de la calesa espoleados a toda velocidad, pero cuando llegaron al punto de partida, la formidable mansión costera de la familia Chagny era pasto de las llamas. Todo el personal de servicio había logrado ponerse a salvo y lloraban esparcidos por la playa. El mayordomo se acercó al vizconde, compungido y con el rostro tiznado por la ceniza:
--Lo lamento mucho, señorito Raoul, no hemos podido hacer nada.
--¿Qué ha pasado?
--No lo sabemos, de pronto el fuego nos rodeó como si hubiera prendido en varios lugares a la vez.
El vizconde los acomodó a todos en la posada de Landrellec y luego reanudó con Christine su viaje hacia la capital. Durante todo el trayecto de regreso casi no hablaron, ambos iban sumidos en una honda preocupación. Ella sospechaba quién había provocado aquel súbito y virulento incendio, pero no quiso decirle nada. Cuando llegaron a París, el vizconde se dirigió rápidamente a su casa para poner en aviso al conde sobre la tragedia ocurrida en Landrellec, y el carruaje prosiguió con Christine hacia el Teatro Garnier.
Madame Guirec la recibió asustada y con lágrimas en los ojos.
--¿Dónde ha estado?
--Perdóname por marcharme sin avisarte, pero de pronto sentí la necesidad rezar ante la tumba de mi padre.
Agnes la rodeaba con un fuerte abrazo, llorando de inquietud.
--Oh, Christine, nos tenías tan preocupadas.
--No pasa nada, Raoul ha velado por mí.
--¿El vizconde de Chagny? –preguntó madame Guirec, estremecida.
--Sí, ¿qué sucede, por qué me miras así?
--Escucha, hija mía –la señora Valeria tomó a Christine por los hombros--, el señor conde, como patrocinador principal del Teatro Garnier, ha solicitado a los directores que repongan a Carlotta en su papel de Margarita. Por lo visto, conoce la fascinación que siente su hijo hacia ti.
--¡Pero eso no puede ser –clamó Christine, alarmada--, el fantasma reaccionará enfurecido si yo no actúo en el papel de Margarita!
--Por favor, Christine –rogó madame Guirec--, no digas barbaridades, lo del fantasma no es más que una creación de la prensa sensacionalista.
Estremecida por la magnitud de la tragedia que se cernía sobre la Ópera Garnier si no participaba en la reposición de Fausto, entró en su camerino y tomó la rosa púrpura entre sus manos, aguardando la presencia de aquel hombre con el rostro masacrado para pedirle clemencia y compasión.
Una hora después, el vizconde Raoul entraba en el teatro junto al jefe de la policía y un grupo de gendarmes armados, dispuestos a registrar palmo a palmo el majestuoso edificio desde su sótano hasta la cima. Si era verdad que alguien se ocultaba en el interior lo descubrirían. Sin embargo, el resultado fue infructuoso. El fantasma se había esfumado en el aire.
Pasó medio año y la gente, voluble y tornadiza, olvidó aquella lúgubre historia. Todo, en apariencia, volvió a la normalidad, como si nada hubiera ocurrido. La última representación de Fausto con Carlotta Altieri de soprano principal había cosechado un aclamado éxito popular y la opinión pública también se olvidó de Christine Daaé con la misma celeridad empleada para entronizarla. Fue relegada de nuevo al anonimato del coro, hasta que hubo de marcharse y dejar el trabajo, porque al poco tiempo supo que se hallaba embarazada.
Con el fin de que nadie lo notase, pues aquello era un grave inconveniente para su prestigio personal, Valeria Guirec se la llevó a su casa. El embarazo de una corista hubiese sido un escándalo, sobre todo teniendo en cuanta los rumores de que a Christine la cortejaba en secreto Raoul de Chagny. Un vizconde y una corista podían ser amantes, desde luego, pero nunca marido y mujer en la hipócrita sociedad francesa del siglo XIX, donde lo que más importaban eran las apariencias y lo que menos el amor, tal como había escrito Gustave Flaubert en su escandalosa novela Madame Bovary.
La desaparición de Christine fue tan sigilosa que Raoul la buscó por todas partes y no pudo localizarla. No sabía que la chica estaba encinta. Cada día se acercaba por el teatro para preguntar a la directora del coro, pero la señora Guirec no quería revelarle nada, conocía el carácter noble aunque impulsivo del vizconde y temía desencadenar un grave conflicto familiar, pues el conde de Chagny le había prohibido a su hijo citarse con aquella joven.
Sin embargo, la directora, que poseía un corazón de oro, cedió finalmente ante los ruegos del muchacho y facilitó el encuentro entre ambos. Cuando Raoul vio a Christine embarazada, cayó de rodillas ante su vientre:
--La partera me ha dicho que será niño –reveló ella.
--Pues lo tendrás y le querremos mucho –afirmó el muchacho, besando su vientre con lágrimas en los ojos.
--Es una locura, Raoul, somos de origen social muy distinto.
--Renunciaré a todo, no quiero títulos ni dinero. Sólo te quiero a ti.
--El conde os perseguirá –intervino la señora Guirec--, no permitirá que una simple corista le arrebate a su primogénito y único heredero.
--Escaparemos de Francia –reaccionó Raoul--, tengo mis buenos ahorros. Y cuando se nos acaben, trabajaré si es necesario.
--Ahora no puedo viajar, mi amor, estoy a punto de dar a luz.
--Esperaremos entonces, luego nos marcharemos lejos.
Cuando al día siguiente Christine regresaba de su paseo cotidiano, encontró abierto el portal de la modesta vivienda donde residía junto a la directora del coro y su hija. Intrigada, cruzó el porche y entró en la salita llamando a su madre adoptiva. Madame Guirec yacía en el suelo, en medio de un gran charco de sangre, asesinada. En ese mismo instante, lejos de allí, en el puerto de La Rochelle, un magnífico velero pintado de negro, llamado Ascálafo, zarpaba con rumbo desconocido. Christine cogió la rosa púrpura con su lazo de luto anudado al tallo, que todavía guardaba en el camerino como recuerdo y tan fresca como el primer día. Subió hasta lo más alto del teatro, allí donde había yacido con Robert Seymour, y se arrojó al vacío con la rosa de fuego entre las manos.