FANNY BRAWNE

Yo no miro adonde miras:

yo te estoy viendo mirar.

PEDRO SALINAS,

La voz a ti debida.

Dialéctica

¡Amor! ¡Amor! Qué es amor sino quedarse más solo con el corazón, con el pensamiento estropeado, el cabello lleno de nubes y hojas de otoño. Sí, pero yo soy diferente: tengo un cielo ardiendo en los ojos y una muerte que me muerde los dedos y me encarna las lágrimas.

RICARDO MOLINARI

En la vida personal de John Keats, la presencia de Fanny Brawne marca el punto más alto de su tensión vital, del proyectarse en la vida ilimitadamente. Concentrando en una mujer la ansiedad pánica de esa naturaleza nacida para abarcarlo todo, para fusionarse en todo, el amor pone a Keats frente al problema que, sin necesidad de examen ni de palabras, adivinaba como esencial. En la hora de la más alta felicidad, él sabe que no ha nacido para esa dicha, que Fanny es el nombre para una traición inexplicable pero real, próxima suya. Que Fanny,

eso que está organizado en torno de Fanny,

el tiempo, las cosas, los usos,

las clasificaciones y los comportamientos,

las madres y los bailes y las modas

reposa en silencio, dulcemente, con blandura de chocolate en la taza esperando que acerques los labios para abrasártelos. Cuando él acepte quemarse, todo eso se llamará de pronto traición. Sin explicaciones: traición.

Como este libro no es una biografía, me excuso de reseñar en detalle la llegada enceguecedora del cometa Brawne; si era bonito

(sí que lo era; una carucha de ojos grandes y boca modelada, sensual —como la de él, que la besaría goloso—

o si Fanny lo quería de veras,

o si se conocieron cerca de la segunda ventana entrando desde la sala. El cometa Brawne entraña, más que una pasión, una destrucción, y no es del todo casual que la primera crisis reveladora de la enfermedad de John cerrara el año inaugural de ese amor que tan amargamente lo había hecho feliz. Sin culpa de Fanny; nada que reprocharle, pobre muchacha[1]. En todo lo que sigue deberá entenderse que no le pide peras al olmo, y que es John quien, desesperadamente, busca ser leal a sí mismo en contra de Fanny, busca que Fanny sea otra, sea lo que una mujer no puede ser.

Estas oscuras enunciaciones van a aclararse a través del epistolario de este tiempo —que tiene el inconveniente de ser unilateral, aunque por suerte nos queda la parte buena—. La presencia de Fanny va a cambiar de tal manera a Keats, que este estudio de su poética no alcanzaría sentido si yo no lo acercara a su actitud ante el amor, su complejo de culpa y su rescate por vía verbal. Comprendo —y prefiero decirlo desde ahora— que mi análisis no excede los datos exteriores; no me valí de la indagación biográfica, ni acudí a la psicología profunda

que tendrían que enseñarme previamente.

Me limito a un esquema concreto: hay Fanny, hay una pasión desencadenante de la crisis que resonará en la obra y la conducta de Keats;

ergo, estudio ese proceso (perdón, perdón) como otra instancia del movimiento poético de Keats; su momento más alto,

que marcha paralelo a las Odas, y que dará además como tema directo, unos pocos poemas amorosos dignos de su pobre héroe.

Las cartas ayudan a repasar la actitud inicial de John frente a la mujer. Siempre recatado en materia personal, no es hombre de confidencias eróticas, y de su adolescencia,

que habrá sido turbia como todas, con malos sueños y solitarias compensaciones, con desesperada ansiedad de pureza y amores de llorar a gritos, de desnudarse ante un espejo y apoyar suavemente un cuchillo en la piel que enguanta el corazón, y necesitar de la muerte, tan seguro de que luego será hermoso irse a pasear y tener un hambre de lobo, y nombres murmurados contra el falso vientre de una almohada, monólogos como el oboe de Tristán, obscenas ilusiones, medianoches de frente ardida en la ventana, entre—

gado delicadamente a la lengua de las estrellas, de esa adolescencia no sabemos nada por él mismo. Hasta un día de julio de sus veintitrés años cuando, corriendo por el norte con Charles Brown, le escribe a Bailey este pasaje revelador: «Estoy seguro de que mis sentimientos hacia las mujeres no son justos […]

¿Será porque las veo tan por debajo de mi imaginación infantil? Cuando colegial pensaba que una mujer bella era una diosa pura; mi mente era un mullido nido donde alguna de ellas dormía sin saberlo […]. No tengo derecho a esperar más que su realidad. Las creí más etéreas que los hombres […]» (18 a 22-7-1818). Y como no oculta su conciencia de impureza frente a las mujeres, le duele insultarlas con el mero pensamiento: «Al que es sensible a las ofensas no le gusta pensar de manera ofensiva contra nadie […]. No me gusta pensar de manera ofensiva cuando estoy con una mujer […]. Cometo un crimen contra ella que no hubiera cometido en su ausencia. ¿No es extraordinario? Cuando estoy entre hombres no tengo malos pensamientos, ni malicia, ni esplín […]. Me siento libre de hablar o callarme […]. Meto las manos en los bolsillos, cómodo y libre de toda sospecha. Cuando estoy entre mujeres me vienen malos pensamientos, malicia, esplín […]. No puedo ni hablar ni callarme […]. Estoy lleno de sospechas y soy incapaz de escuchar […]. Sólo pienso en marcharme […]». Y de inmediato, con un arranque que su pudor detiene casi al punto, confiesa: «Debes ser caritativo y achacar toda esta perversidad a las decepciones que sufrí en la adolescencia […]».

No cuesta gran cosa advertir que lo que en realidad le ocurre a John es que no le ocurre nada de raro. A su sensibilidad fuera de lo común se agrega una honradez autocrítica que lo lleva a culparse de las representaciones eróticas que la cercanía de una muchacha le produce. Ya sabe de sobra que no hay «diosas puras», y presumo que debió de corroborarlo adecuadamente en las calles londinenses y en los lechos a precio fijo. Pero le duele que el mismo género de representaciones lo asalte en compañía de las hermanas de Reynolds o de cualquier otra amiga. En lo suyo no entra la misoginia, y su actitud sexual es abiertamente positiva como lo revela —bastaría con eso— su poesía, su verso que es una panspermia continua, y sus cartas, y la línea de su boca, y Fanny cuando llegue su día. El sentimiento de culpabilidad me parece acrecentado en cuanto John, a los veinte años, está íntegramente extraverti-do en su mundo poético que no conoce rechazos ni ocultaciones. Abierto y explícito con los camaradas, en íntimo contacto con las fuerzas de dentro y de fuera que corren por él como el oleaje de la piel del tigre,

¿cómo no había de encabritarse ante el tabú sexual, todavía más duro para él porque le obedece conscientemente? Las mujeres no son diosas, pero es verdaderamente una lástima. Con principios así, neurosis.

«Es absolutamente necesario que supere esto. ¿Pero cómo? —agrega en su carta a Bailey—. La única manera es descubrir la raíz del mal y así curarlo […]» Bien sabe él que hay un mal arraigado. ¿Las «decepciones» de la adolescencia? ¡Pero para qué hacer aquí como Francois Porché! Quizá un complejo de Edipo […]. Hay una anécdota donde figuran un niño y una espada […]. Sí, sí, lo que usted quiera. Aquí interesan más los productos que los orígenes. ¿Complejo de inferioridad? Pero claro, señor de las fichas rosas y verdes. Lea este otro párrafo de la misma carta: «Después de todo, tengo un concepto lo bastante bueno de las mujeres como para suponer que las preocupe el que míster John Keats, de cinco pies de estatura, guste o no de ellas […]». Esta frase da que pensar.

Piense usted por mí, compañero. Yo me voy con John, que unos días después le escribe a su hermano Tom: «Con respecto a las mujeres, creo que en el futuro seré capaz de dominar mis pasiones mejor de lo que he podido hacerlo hasta ahora» (23 a 26-7-1818). ¿Qué historias —conocidas por Tom, que tampoco era manco— hay detrás de esta frase? Lo interesante es la frase, llenita de duende.

En septiembre de 1818, a la vuelta de las correrías por el norte, miss Jane Cox pasará brillantemente por su vida, deslumbrándolo más como espectáculo que como presencia real. «No es una Cleopatra, pero es por lo menos una Charmian. Tiene un marcado aire oriental; sus ojos son bellos y bellas sus maneras. Cuando entra en una habitación, da la misma impresión de belleza que una pantera […]» (14 a 31-10-1818). Esto lo confía a sus hermanos en América; les da más detalles, riéndose de la posibilidad de que lo crean enamorado. Él,

que jamás escribirá una sola línea a sus hermanos acerca

de su amor por Fanny,

que la guardará en su dolido secreto, en su pequeño

infierno

solitario,

juega ahora, todavía ignorante del futuro, con su momentáneo flirt. Jane Cox no le preocupa como otras mujeres, porque «es demasiado bonita y demasiado consciente de sí misma para rechazar a un hombre que la aborde […]. Está habituada a no ver en ello nada de particular […]».

(Es decir, que la mojigatería al uso es lo que despierta en John los «malos pensamientos». Con Jane sabe a qué atenerse, los dos juegan limpio.)

«Me siento siempre más cómodo con una mujer así… demasiado ocupado en admirarla para sentirme tímido o azorado… Me olvido de mí mismo por entero, porque vivo en ella…»

El tabú roto, o al menos franqueado por un tiempo. El poeta puede estar frente a esa mujer en la misma actitud con que va hacia el gorrión («tomo parte en su existencia»: son las mismas palabras); su libertad no está comprometida por un objeto a la vez fascinante y extraño como lo son para él las demás mujeres. «A esta altura pensaréis que estoy enamorado de ella; por eso, antes de proseguir, os diré que no… Me tuvo despierto una noche como podría hacerlo una melodía de Mozart…» Busca mostrarles que Jane Cox lo atrae por el espectáculo de belleza y soltura que le ofrece. «Tiene un modo de atravesar la habitación que cualquier hombre se siente atraído hacia ella como por una fuerza magnética…» Pero no está enamorado, la contempla como una visión, a thing of beauty. Y como queriendo establecer ya mismo un deslinde que será después su problema con Fanny, agrega:

«No pienses… que mis pasiones me arrastran […]. No,

“Estoy libre de las preocupaciones de los hombres dados al placer

Por gracia de sentimientos mucho más hondos que los suyos.”

Esto es de lord Byron, y una de las cosas más bellas que ha dicho […]».

Según M. Buxton Forman, en todo Byron no aparecen estos dos versos, lo que es gracioso; quizá John se divirtió en pegárselos. No los cita con demasiado énfasis, le preocupa defenderse de su propia sospecha de estar enamorado. Me pregunto si él mismo ve claro en ese estado de ánimo. Su sensualismo poético se vertía sobre la mujer como sobre el resto de su mundo elegido; la «fuerza magnética» hacía lo suyo para que ese sensualismo alcanzara el punto extremo en el que la presencia de la elegida recorta el mundo y lo separa, lo opone a su presencia y busca diluirlo y anegarlo; el punto en que el goce sensual se concentra en la mujer como los haces de luz en un punto ígneo al pasar por el lente.

Y en ese momento —que en la vida de casi todos los hombres constituye la hora más alta—, John se tapa los ojos con las manos y retrocede lentamente, sale del punto de luz que deliciosamente lo quemaba y busca con angustia el ámbito total de la luz, el día y sus criaturas. En el minuto del encuentro sensual ha sentido la amenaza de una fuerza menos evidente pero inexorable; algo que, como la melancolía y la belleza, se mezclaba en el placer. Eso que habrá de llamar azar, totalización de la entrega por sobre la esfera sensual que sólo contenía una parte de él, su modo más fugitivo.

Es casi terrible advertir cómo retrocede John ante la posibilidad del amor. Su gusto por las mujeres que le ofrecen una misma sensualidad se ve de pronto helado ante la sospecha del encarcelamiento. ¿Y el resto del mundo? ¿Y la libertad, la poesía, el dolce far niente, la llave de la calle? En ningún momento verá en el amor esa actividad universalizante, trascendente, que se da en un amor como el dantesco. No hay Beatrices para John Keats, que con mi querido Tristán Derême se hubiera burlado de

los trazos, las trenzas, las zozobras

atroces de las Beatrices…

Recuérdese la carta a Reynolds: «Nunca estuve enamorado […] y sin embargo la voz y la forma de una mujer me rondaron estos dos días […]. Esta mañana la Poesía pudo más […]». Y la confesión cobarde: «Siento que me he librado de un nuevo dolor extraño y amenazante […] estoy agradecido». Pobre Fanny Brawne, tu rival será una impalpable materia sonora, una imagen inasible, humo entre tus dedos que no sabrán tejerlo para hacerte una pañoleta.

Por aquellos mismos días John habla de una mujer —«la dama de Hastings»— y cuenta a sus hermanos su aventura. Todo se reduce a un encuentro casual (luego hubo otros menos casuales), un paseo por Londres, y su entrada en casa de ella. «Un salón de muy buen gusto, con libros, cuadros, una estatua de bronce de Bonaparte, piano, arpa eólica; un loro, un jilguero, una caja de licores escogidos». (Esto suena a Daniel Defoe.) Entonces, con un candor que prueba su absoluta falta de vanidad en materia erótica, vienen estas frases: «[Ella] Se condujo de la manera más amable; me obligó a aceptar un urogallo para la cena de Tom, y me pidió mi dirección para enviarme otras piezas de caza… Como yo me había inflamado la vez anterior y la había besado, me pareció que no repetirlo era echarse atrás… Pero ella se mostró más delicada; advirtió que se trataba de una rutina, y me rechazó… No con mojigatería, sino, como digo, con delicadeza. Se las arregló para desilusionarme de una manera que me produjo mayor placer que un simple beso. Me dijo que le daría un gusto más grande si me limitaba a estrecharle la mano y marcharme…» (14, 16, 21, 24-10-1818).

¿Concibe uno a los contemporáneos, a Pushkin, a Musset, en una situación parecida? ¡Otra que marcharse! Pero en John las acciones forman siempre parte de una estructura vital perfectamente equilibrada. Era natural que obedeciera; no entiende a la mujer como un «género», al modo romántico habitual; sólo ve a esta o a aquella mujer, y frente a cada una reaccionará según su confianza, su admiración o su temor. Besa a la dama de Hastings para no «hacer un mal papel» —lo que significa una concesión a la circunstancia—; pero no la desea, y lo admite en su carta: «No me inspira pensamientos libidinosos. Ella (y Georgina) son las únicas mujeres à peu prés de mon age a quienes me gustaría tratar sólo por su inteligencia y su amistad […]». Las únicas, es decir, que el resto lo atrae por razones sensuales. Otra mujer no lo habría despedido tan intelectual-mente; y Fanny, que reunirá en su persona el prestigio distante y sutil de la dama de Hastings con la «fuerza magnética» de la llamada carnal, juntará las dos actitudes de John en una totalización inevitable. Pero él, entregándose al amor, seguirá deseando el resto del mundo y luchando por no perderlo.

Si miss Brawne hubiera podido hacer en su día esto que tan simple nos resulta ahora, y leído la correspondencia que precede su entrada en escena, me pregunto qué mohín de perplejidad hubieran hecho sus labios nacidos para el vocabulario gris y rosa de la domesticidad, Richardson, las canciones bobas al piano y los diálogos con el canario a la hora del alpiste.

Vamos a jugar a ponerle debajo de la naricita este pasaje que sigue al relato de la «aventura» con la dama de Hastings:

«Espero no casarme nunca. Aunque la criatura más hermosa estuviera esperándome al final de un viaje o un paseo… mi felicidad no sería tan bella: (porque) mi soledad es sublime… El rugir del viento es mi esposa, y las estrellas a través de los cristales de la ventana son mis hijos. La poderosa idea abstracta que tengo de la Belleza en todas las cosas ahoga la felicidad doméstica, más menuda y fragmentada. Considero que una amable esposa y unos niños encantadores son una parte de esa Belleza… pero necesito un millar de esas bellas partículas para llenar mi corazón».

Lo que él llama su soledad es su disponibilidad, su estar presente en el dibujo de cada minuto, en la nervadura de cada hoja. Su soledad es su comunidad, es la oneness en el todo.

Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,

Limpios de otro deseo,

El sol, mi dios, la noche rumorosa,

La lluvia, intimidad de siempre,

El bosque y su alentar pagano,

El mar, el mar como su nombre hermoso;

Y sobre todos ellos,

Cuerpo oscuro y esbelto,

Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,

Y tú me das fuerza y debilidad

Como al ave cansada los brazos de la piedra.

(LUIS CERNUDA, «Soliloquio del farero».)

Soledad que no es misantropía ni, rigurosamente, soledad. Un deseo de evitar lo circunstancial, de no verse atrapado por un orden de cosas o de personas; un sordo sentimiento de deber hacia el mundo total que su don poético era capaz de incluir. Tiene miedo de las jaulas, de los hábitos. Una mujer es siempre un olvido de otras cosas; John no parece haber meditado la incitación goethiana a alcanzar lo universal por lo particular. Una claustrofobia atroz lo gana desde el vamos. Se quiere solo, es decir, disponible, es decir, con todos y todo. ¡Lo dice tan claramente a renglón seguido! «Día a día, a medida que mi imaginación se fortalece, siento que no sólo vivo en este mundo sino en otros mil… De acuerdo con mi estado de ánimo estoy con Aquiles gritando en el combate, o con Teócrito en los valles de Sicilia… Me diluyo en el aire con una voluptuosidad tan delicada que me alegra estar solo…»

Quiere estar solo para que los habitantes de su mundo lo invadan sin esfuerzo, se lo lleven consigo al poema que será el gran juego, la oneness. Con Supervielle podría decir:

Soledad, vienes a mi habitación armada de seres sin fin:

llueve sobre el abrigo de éste, nieva sobre aquél,

y ese otro se ilumina bajo el sol de julio.

Salen de todas partes: «¡Escúchame! ¡Escúchame!».

(«Peso de un día»)

Y con Lubicz-Milosz, en la admirable «Symphonie de Septembre»:

Bienvenida tú seas, que acudes a mi encuentro

en el eco de mis propios pasos, desde el fondo del

corredor oscuro y frío de los tiempos.

Bienvenida tú seas, soledad, madre mía.

Bien sabe que su poblada soledad es verdadero cumplimiento. «Te escribo esto [los párrafos citados antes] para que veas que también participo de los más altos placeres, y que aunque elija pasar mis días solo, no seré un solitario. Ya ves que no hay nada de enfermizo en todo esto».

Claro que no, pero en cambio hay círculo vicioso. Las pocas mujeres que ha conocido con su entrada en el grupo de Hampstead, le han resultado siempre insignificantes desde un punto de vista espiritual. Eróticamente no están al alcance de su deseo; son las hermanas y las hijas y las sobrinas de sus amigos, son las señoritas para la hora del té y el piano a cuatro manos. Convencido de esa mediocridad manifiesta, no enamorado de ninguna y flirteando a regañadientes, John se ha creado una imagen femenina equivalente en cierto modo a la que tenían los románticos franceses como Musset y Gautier: la mujer es un bibelot, tacita china para llevarse a los labios y olvidar apenas se le acaba el perfumado té. Y como Fanny Brawne no es diferente de esa imagen, nada podía ser más terrible para Keats que enamorarse. Su lucidez le durará lo suficiente para advertir que se ha enamorado de quien, por su condición misma de mujer, de la manera en que él la entiende, va a luchar por arrancarlo dulcemente de su mundo total, de la poesía. Sin quererlo, sin proponérselo, con la inocencia del gato comiéndose al canario, Fanny le va a exigir que sea otra cosa que lo que es.

Sí, estaba equivocado sobre las mujeres, pero admitamos que las que anduvieron por su vida no podían ayudarlo a salir de esa subestimación de la femineidad en el plano espiritual. Basta pensar en Pushkin, inescrupuloso y sexualmente incontrolado, que posee a una mujer tras otra en una alucinada persecución de cierta idea jamás realizada; con un ámbito mucho mayor que el de Keats, tampoco reencontrará a la «diosa» de las adolescencias románticas. También Pushkin se debate en salvaguarda de una libertad que el estrecho horizonte femenino le coarta. Libertad para amar a otras mujeres, jugar, irse por ahí —libertad de todas maneras. Y también para su poesía—: «No te imaginarías nunca —le escribe a un amigo—, lo alegre que resulta escapar de casa de nuestra novia y ponerse a escribir versos […]»[2]. Y en vísperas de su boda con Natalia Goncharova escribirá un fragmento autobiográfico que, por contragolpe, ilumina el problema sordo y sin solución del romántico frente a una realidad que sólo en lo carnal coincide con su esperanza[3].

(Curioso el caso de Shelley, para quien la mujer no representa nunca coacción ni restricción; cuando lo es, como en el caso de Harriet Westbrook, él se aparta con la misma deliberación que pone en todas sus grandes decisiones. Una mujer como Mary Wollstonecraft está muy por encima de una Fanny Brawne; pero es que además Shelley emprendía la educación de sus mujeres, las maleaba y esculpía como un Pig-malión godwiniano —lo que no entraba en las posibilidades de Keats, para quien toda enseñanza parece ser, oscuramente, un engaño.)

Limitado lamentablemente a su pequeño, demasiado pequeño círculo, John cae en un comprensible sofisma de generalización[4]. La mujer debería ser algo más que hermosura, algo más que bordados y Clementi al piano. «Todo esto —sigue diciendo en la carta que citábamos—, combinado con mi opinión acerca de la generalidad de las mujeres, a las que considero como niñas, y antes les daría una ciruela que mi tiempo libre […]» Y en agosto de 1820, a medio año de la muerte, afirma a propósito de la publicación de «Lamia», «Isabella», etcétera: «Una de las causas [de que el libro se venda poco] es que las damas se ofenden. Pensándolo bien, estoy seguro de no haber dicho nada con intención de disgustar a una mujer a quien quisiera agradar; pero existe en mis libros la tendencia a colocar a las mujeres junto a las rosas y las golosinas; nunca se ven dominantes» (agosto de 1820).

Aquí y allá, las cartas recogen este divorcio de belleza y plenitud interior que resiente a John de un modo casi pueril. De pronto corta por lo sano (eran los días en que Fanny lo absorbía) y en lo que dice a sus hermanos hay ya, para nosotros, un eco de la entablada lucha: «El sábado […] cenamos en casa de Mrs. Brawne; no sucedió nada de particular. En adelante estoy resuelto a no gastar el tiempo con las damas, a menos que sean bonitas; de lo contrario es perderlo inútilmente. Me disculparé y no iré a (reuniones) donde no haya alguna criatura bella entre los presentes, y donde la única distracción consista en (cambiar cumplidos)… cosas ni siquiera lo bastante aburridas como para mantenerlo a uno despierto. Para conversación amable tengo la lectura; si mis ojos no encuentran alimento, no asistiré a ninguna de esas comidas…» (16-12-1818; 4-1-1819). Podría ser Pushkin o Musset el que escribe estas líneas.

Cuando la hora de Fanny Brawne haya sonado para John, él sabrá que la distinción entre cuerpo y alma, entre placer y amor,

esa distinción que tan dialécticamente buscó establecer Gide en El inmoralista y en Si la semilla no muere, ese salvar un erotismo al estado puro de la entrega sentimental y moral que el amor entraña,

cede y se disuelve en un solo, único ser que de pronto está ahí, tiene ojos de un color dado, y un timbre de voz, y una manera de alzar la mano y volver la cabeza sobre el hombro. Con Fanny, el precario edificio de las resoluciones a priori se viene limpiamente abajo. John sucumbe como cualquiera: se abre una puerta, entra alguien, adiós libertad. Placer, espíritu, alimento de los ojos, cuánta palabra inútil cuando basta decir Fanny.

Entonces, en esa hora que hace la felicidad del hombre de la ciudad, el poeta despierta una vez más en Keats y gime. Afuera está la noche, hermosa y necesitada; en su memoria habitan los recuerdos como peces, pero no se puede bajar a las piscinas cuando todo es presencia amorosa y obsesiva. Lentamente, con la estatuaria vibración de las figuras de Paolo Uccello, el combate empieza en el centro mismo de la dicha. John sabe que su felicidad es más intensa porque está agolpada en un solo objeto; alrededor de él, más allá, un mundo amenazado de olvido le hace señas, lo llama, se lamenta. En el pequeño, perfecto cristal que sostiene entre las manos ve brillar, como ecos de luz reclamándolo, la totalidad inevitable de las estrellas.

El túnel

Para John, que salía de la muerte de su hermano como un nadador del remanso, aspirando a tragos ansiosos el agua más dulce del aire, Fanny era simplemente el milagro[5]. Si lo bello es cierto, y cierto lo bello, su figura y su gentileza lo demostraban a pleno sol. Si la charla, y las lecturas en común, y los juegos de cartas, y el descubrimiento de que el futuro existe, son grados y formas de la felicidad, entonces John era súbitamente feliz. La cosa es tan sencilla; el solitario, el temprano huérfano que nunca habla de su madre, acaba de encontrar en Hampstead la forma misma de una existencia dichosa. Un catálogo como de mueblería, perfecto: esposa, suegra, hogar, niños, trabajo, futuro. Eso que da de comer a Hollywood, a las compañías de seguros, a Maribel[6].

(No me burlo, porque sería estúpido. Señalo solamente cómo los cuadros de la ciudad —que son literal y necesariamente los de Fanny— resultan inaplicables a la existencia personal de Keats. Sin duda, de haber vivido, se hubiera casado con Fanny.

El hombre es el animal que todo lo escamotea, hasta a sí mismo, y no faltan grandísimos poetas que viven en casas con muebles de estilo provenzal. Pero el hecho es que John no se entregó, hasta el momento en que la tuberculosis vino para situarlo en un plano donde sólo el recuerdo era posible.)

¿Por qué, desde el comienzo, calla su noviazgo con Fanny? Sabe bien que toda posibilidad de matrimonio está condicionada por su conversión a un salario, a ingresos de cualquier clase. La cosa será larga, pero ¿por qué callarla ante George y Georgina a quienes les cuenta todo[7]? Sólo la poesía confiesa algo de su dicha en esos primeros meses:

The day is gone, and all its sweets are gone!

Sweet voice, sweet lips, soft hand, and softer breast…

(¡El día ha terminado, y con él su dulzura! / dulce voz, dulces labios, suave mano, y seno aún más suave…)

(Soneto XVIII, vv. 1-2)

Aunque Fanny no esté ya cerca de él,

As l’ve read love’s missal through to-day,

He’ll let me sleep, seeing I fast and pray.

(Como he leído hoy el misal del Amor / él me dejará dormir, viendo que ayuno y rezo.)

(Ibídem, vv. 13-14)

Uno imagina su vida en la casa de Brown, contigua a la de la familia Brawne, los encuentros con Fanny, la ciega delicia, las charlas interminables,

y muy lentamente, mientras el deseo crece y se alimenta de sí mismo y exige, la lenta declinación de las palabras bajo los árboles, la repetición de temas, el «ya me lo contaste», el «cuando yo tenía ocho años», las historias de perros y maestros, de travesuras y enfermedades, nunca nada hacia lo hondo, nunca un atisbo de curiosidad esencial en esa figurita de ojos dulces que brinca, y teje ramillas verdes, y se disculpa porque tiene que vestirse para el té, y la señorita Smith va a traerle la receta de la auténtica mermelada de grosellas, y John Keats.

Ella hablaría mucho del futuro en esos meses en que la primavera se acercaba a la felicidad presente del poeta. Él la miraría pensativo, de pronto vertiginosamente distanciado por un tiempo de verbo, por un shall, por un will. Y pensaría, como Salinas:

Di, ¿podré yo vivir

en esos otros climas,

o futuros, o luces

que estás elaborando,

como su zumo el fruto,

para mañana tuyo?

¿O seré sólo algo

que nació para un día

tuyo (mi día eterno),

para mi primavera

(en mí florida siempre),

sin poder vivir ya

cuando lleguen

sucesivas en ti,

inevitablemente,

las fuerzas y los vientos

nuevos, las otras lumbres,

que esperan ya el momento

de ser, en ti, tu vida?

(La voz a ti debida)

En este momento en que Fanny misma era futuro, promesa apenas de la mujer que en una lejanísima hora sería por fin suya, en ese momento en que su dicha de amor es sólo posible por la visión y la esperanza,

John siente crecer en su presente puro la urgencia de abril, de lo vernal que sube poco a poco. El tiempo de las Odas ha llegado, es ya ese albaricoque que se deslíe con delicia en una de sus cartas, es la fragancia del clarete, los frutos de la tierra, mayo, la «Oda a un ruiseñor».

Pero no Fanny, porque Fanny es el futuro.

La tristeza debía de anegarlo como las violetas que ganan el anochecer desde abajo, trepando por los troncos y el aire posado sobre el césped. En casa de Mrs. Brawne había música. Bailaban, encendían las luces, jugaban a adivinanzas, a cantar en coro, a no decir nada con las más bonitas frases. Todo eso le había gustado a John cuando representaba el rescate liviano de un día de trabajo poético, o el intermedio de una encarnizada discusión con sus amigos. De pronto descubría en Fanny lo que despreciaba en la generalidad de las mujeres: que viera un fin en lo efímero, una razón de ser en esa nada del juego y del flirt.

En marzo es ya la duda, el desconcierto, la interrogación a solas:

Why did I laugh to-night? No voice will tell:

No God, no Demon of severe response,

Deigns no reply from Heaven or from Hell.

Then to my human heart I turn at once.

Heart! Thou and I are here sad and alone;

I say, why did I laugh? O mortal pain!

O Darkness! Darkness! ever must I moan,

To question Heaven and Hell and Heart in vain.

Why did I laugh? I know this Being’s lease,

My fancy to its utmost blisses spreads;

Yet would I on this very midnight cease,

And the world’s gaudy ensigns see in shreds;

Verse, Fame, and Beauty are intense indeed,

But Death intenser-Death is Life’s high meed.

(¿Por qué reí esta noche? Nadie lo dirá; / ni un dios, ni un demonio de severa respuesta / se dignan contestar desde el cielo o el infierno. / Me vuelvo entonces a mi corazón de hombre: / Corazón, aquí estamos tú y yo tristes y solitarios; / dime, ¿por qué reí? ¡Oh mortal aflicción! / ¡Oh tinieblas, tinieblas! He de lamentarme siempre, / preguntando al cielo, al infierno y al corazón en vano. / ¿Por qué reí? Sé mi tiempo contado, / mi fantasía se extiende hasta la extrema dicha; / y sin embargo quisiera morir esta medianoche, / y ver en jirones las vistosas enseñas del mundo; / intensos son el verso, la fama y la belleza, / más intensa es la muerte; la muerte, alta recompensa de la vida.)

Fiel a su hermosa seguridad de que «los poemas deben explicarse a sí mismos», John enviará éste a sus hermanos en América, sin otro contexto que un párrafo tranquilizador: «Lo escribí con la inteligencia… y quizá debo confesarlo, con un poquito de mi corazón» (14, 23-5-1819). Pero en abril, el mes maravilloso de «Psique», «La urna griega» y «La Belle Dame sans Merci», vuelve a ceder a la necesidad confesional en medio del arrebato de lirismo que le estaban dando una a una las Odas, y escribe su soneto «Al sueño», donde luego de la hermosa invocación:

O soft embalmer of the still midnight

(Oh suave embalsamador de la noche tranquila)

reclama doloridamente su socorro:

Then save me, or the passed day will shine

Upon my pillow, breeding many woes;

Save me from curious conscience, that still lords

Its strenght for darkness, burrowing like a mole;

Turn the key deftly in the oiled wards,

And seal the hushed casket of my soul.

(Sálvame, entonces, o el día transcurrido brillará / sobre mi almohada, engendrador de penas; / sálvame de la conciencia curiosa, que aún conserva / su fuerza en la oscuridad, y cava como un topo; / gira, diestra, la llave en el aceitado cerrojo, / y sella el acallado cofre de mi alma.)

(Vv. 9-14)

Mayo y junio harán más honda la división, los dos planos en que John ve moverse su vida, disolverse la oneness del tiempo de Endimión. Estar enamorado da a estos meses la tensión vital extrema que hace posibles las Odas. Fanny es el fermento detrás de todas ellas, una savia invisible, un vuelo. Pero las Odas mismas, en su ansiedad pánica, su hilozoísmo, su cacería universal, ¿no son la lucha, en el terreno mismo del ser por liberarse de esa «personalidad», de esa individualidad que aprisiona al poeta? Entonces, ¿es eso el amor? La enorme galería del tiempo, inabarcable al entrar, ¿se va reduciendo como las galerías de las iniciaciones místicas, obligando primero a doblar la cabeza, a caer de rodillas, a jadear por un poco de aire entre tanta piedra, mientras la luz es sólo un punto de fuego en el fondo que quema sin iluminar? Y la conciencia, cavando como un topo; y el deseo, empujando a su contenta víctima en el túnel que la sepulta poco a poco.

—No dramatices —me dice una mancuspia amiga que de noche se descuelga en mi mesa—. Esto parece Lajos Zilahy.

Muy cierto, nada es más lugar común que el corazón, ese vestuario de club, esa Plaza de Mayo con palomas, ágora de una sola noticia repetida al infinito. Qué es amor, sino quedarse más solo con el corazón, con eso que pesa y monologa y tritura. Alegría de cortar las sogas del lastre, de no ser más que un corazón zón zón zón. ¿No basta con eso? El amor, ¿no entraña la reducción del todo al uno?

Keats es ese desdichado que no lo cree, que se resiste a creerlo, que lo va creyendo poco a poco, túnel adentro, incapaz de retroceder y debatiéndose por no avanzar. En esos meses de su vida hay como una sorda analogía con el horrible itinerario del Josef K. de El proceso. El proceso de John K. nace de un error inicial: enamorarse de Fanny B., una buena chica que lo atrapa con las peores armas, las más bajas y mezquinas —a pesar de ella misma que lo quiere bien, normalmente, como una señorita—. El sabe pronto que hay error, y también que está enamorado de ese error, y que el túnel sólo tiene un sentido. Su batalla es tan inútil como la de Josef K. Y casi por razones estéticas los dos la librarán a fondo; como un cumplimiento en la pérdida, un acicalamiento perfecto la víspera de la ejecución; algo oscuramente necesario.

(–Te diste el gusto —me dice mi mancuspia—. La cuerda que pasaba por la lengua de los prisioneros asirios…)

Batalla

En julio de 1819 Keats estaba en la Isla de Wight (cf. pp. 986-987), y su alejamiento de Hampstead motiva la primera de sus cartas a Fanny Brawne:

«Mi señora muy querida:

Me alegro de no haber tenido oportunidad de enviarte una carta que te escribí el jueves por la noche; se parecía demasiado a las de la Héloïsa de Rousseau. Esta mañana soy más razonable. La mañana es el único momento apropiado para escribir a la linda niña a quien tanto amo; porque de noche, cuando el día solitario ha concluido y mi cuarto vacío, silencioso, sin música, está esperando para recibirme como un sepulcro, entonces, créeme, la pasión me avasalla; por nada quisiera que vieses los raptos a los que jamás hubiera pensado que me entregaría, y que muchas veces me hicieron reír en otros; temo que me creerías o demasiado desdichado, o quizá algo loco. Ahora estoy junto a la ventana de un bonito cottage, mirando un bello paisaje ondulado, donde se entrevé el mar; la mañana es espléndida. No sé cuán ágil sería mi espíritu, qué placer me daría vivir aquí, respirando y correteando libre como un ciervo por esta hermosa costa, si tu recuerdo no pesara tanto sobre mí. Nunca conocí una felicidad completa que durase muchos días; la muerte o la enfermedad de alguien siempre la malograron; y ahora, cuando no me oprimen esas penas, muy duro es, confiésalo, que otra clase de dolor me acose. Pregúntate, amor mío, si no eres harto cruel por haberme aprisionado, por haber destruido así mi libertad. Confiésalo en la carta que escribirás en seguida, y haz lo que puedas por consolarme; hazla sabrosa como una infusión de adormidera que me embriague; escribe las palabras más dulces y bésalas, para que mis labios rocen al menos el lugar donde se posaron los tuyos. No sé cómo expresar mi devoción por una criatura tan bella: necesito una palabra más radiante que radiante, una palabra más bella que bella. Casi desearía que fuéramos mariposas y sólo viviéramos tres días de estío… Contigo podría llenar esos tres días con más deleite del que jamás contendrían cincuenta años comunes. Pero por más egoísta que me sienta, estoy seguro de que nunca podría obrar con egoísmo; como te dije uno o dos días antes de salir de Hampstead, jamás volveré a Londres si mi destino no me da una carta de triunfo. Aunque podría concentrar en ti toda mi felicidad, no puedo pretender acaparar tan enteramente tu corazón; en verdad, si pensara que sientes por mí todo lo que siento por ti en este momento, no creo que pudiera impedirme verte mañana mismo por el solo placer de abrazarte. Pero no; debo vivir de esperanza y azar. En caso de que lo peor ocurra, te seguiré amando… ¡pero qué odio sentiré hacia el otro! Unos versos leídos hace poco resuenan continuamente en mis oídos:

Ver esos ojos que aprecio más que los míos

flechar a otro con favores,

y esos dulces labios, dadores de néctar inmortal,

dulcemente oprimidos por cualquiera, que no por mí…

¡Piensa, Francesca, piensa qué maldición sería,

inexpresable[8]!

J».

«Escríbeme en seguida. Como no hay aquí oficina de correos, dirige la carta a la oficina postal de Newport, Isla de Wight. Sé que antes de esta noche me maldeciré por haberte enviado una carta tan fría; y sin embargo es mejor que la escriba mientras esté en mi sano juicio. Sé tan buena como lo permita la distancia con tu J. Keats».

«Saludos a tu madre, cariños a Margaret y recuerdos a tu hermano, que te ruego transmitas» (1-7-1819).

Fanny no podía dudar de la pasión que esta carta y las siguientes le confirmaban; cada línea testimonia esa absorción, esa fiebre, esa cólera llameante. Pero su boca debía plegarse con un mohín de sorpresa al verse acusada de crueldad, de destruir la libertad de John. El busca el modo de explicarle lo inexplicable: «Yo no sabía lo que era un amor como el que me has hecho conocer; mi imaginación estaba asustada, por temor de que ese amor me consumiera…» (6-7-1819). Ésta es una versión ad usum Delphini del problema; y aunque a Fanny la halagara, esta otra frase da que pensar: «Te amo aún más porque creo que te gusté por mí mismo y no por otra cosa. He conocido mujeres que, pienso, hubieran querido casarse con un poema…». Tan bonito, a primera vista; Fanny ama a «míster John Keats, de cinco pies de estatura», por sí mismo y no por su incipiente renombre; pero de noche, a la hora de los resúmenes y las preguntas, John debía turbarse ante un amor que tan soberanamente prescindía de su verdadero ser, de su condición que lo marcaba fatalmente para cierta vida; él había elegido la poesía —my demon Poesy— y ahora el amor era una empresa que lo desplazaba, una elección contradictoria porque no se daba en el mismo plano, con el mismo sentido. Ante el dolido despertar a la realidad, John pudo murmurarse irónicamente, con una total sensación de fracaso, el ideal amoroso que hoy encuentra palabras en Saint-Exu-péry: «Amar no es mirarnos el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección». A fines de julio, estaba seguro de que su amor por Fanny no tenía otra respuesta que la natural en quien no era capaz de abarcar su entera realidad. Casi enfáticamente, con crueldad, se lo dice: «No puedes imaginar cuánto me hace sufrir el deseo de estar contigo[9]; cómo moriría por una sola hora —¿pues qué más hay en el mundo?—. Te digo que no puedes concebirlo; es imposible que me mires con los mismos ojos con que yo te miro; no puede ser» (25-7-1819). Se piensa en Hamlet increpando a Ofelia; y lo que sigue es de una condensación que da vértigo: «Perdóname si divago un poco esta noche, porque me he pasado el día metido en un poema sumamente abstracto [¿“Lamia”?, ¿Hiperión)] y estoy tan enamorado de ti… dos cosas que deben disculparme. Créeme, no tardé mucho en dejar que te posesionaras de mí; la misma semana que nos conocimos te escribí declarándome tu vasallo; pero quemé la carta al verte otra vez, me pareció que yo te era algo antipático. Si alguna vez sintieras, al ver por primera vez a un hombre, lo que sentí por ti, yo estaría perdido. Y sin embargo no me enfadaría contigo, pero me odiaría a mí mismo si esa persona no fuera un hombre tan espléndido como la mujer que eres tú. Tal vez soy demasiado vehemente; imagíname entonces de rodillas, sobre todo cuando menciono una parte de tu carta que me duele. Hablando de Mr. Severn, dices: “Debes sentirte satisfecho de saber que te admiré mucho más que a tu amigo”. Amor querido, no puedo creer que jamás haya habido o pueda haber algo que admirar en mí… especialmente en lo que a la apariencia se refiere. No puedo ser admirado, no soy un objeto digno de admiración. Tú si lo eres, yo te amo; todo lo que puedo ofrecerte es una loca admiración por tu belleza…». Un silogismo implacable va por debajo de este río en rosa; una dialéctica que no formula más que los bruscos cabrilleos de su pez entre dos aguas. John descubre que Fanny lo ha separado de sí mismo y que sólo está en contacto con el hombre de fuera, el habitante; ese que no es digno de admiración. La admiración confesada de Fanny es un error, un capricho de muchacha; y de ahí que en cualquier momento pueda repetirse por otro, y que… Todo el resto sigue de un salto.

Para colmo, el futuro. «Me absorbes a pesar de mí; sólo tú solamente, ya que no aspiro al placer de eso que llaman instalarse; tiemblo al pensar en las preocupaciones domésticas…» Y el gongo del futuro (con un salto intuitivo absoluto): «Dos voluptuosidades tengo para meditar en mis caminatas: tu belleza y la hora de mi muerte. ¡Oh poder poseerlas a ambas en el mismo instante!». Las palabras le faltan, y la necesidad de la invocación, el principio del poema, sube con su deseo y su angustia: «Mil pensamientos me distraen. Voy a imaginar que eres Venus esta noche y a rezar, rezar, rezar a tu estrella como un pagano».

(El último soneto de John, escrito en un ejemplar de Shakespeare y copiado para Fanny en un volumen de Dante, pasó por haber sido compuesto durante el atroz viaje por mar a Italia, cuando John vivía ya lo que él llamó su vida «postuma». Sabemos ahora que fue escrito en este año de 1819, y probablemente coincide con la carta que antecede, donde el acercamiento del amor y la muerte son análogos.)

Bright star! would I were steadfast as thou art…

Not in lone splendour hung aloft the night

And watching, with eternal lids apart,

Like nature’s patient, sleepless Eremite,

The moving waters at their priestlike task

Of pure ablution round earth’s human shores,

Or gazing on the new soft-fallen mask

Of snow upon the mountains and the moors.

No… yet still steadfast, still unchangeable,

Pillow’d upon my fair love’s ripening breast,

To feel for ever its soft fall and swell,

Awake for ever in a sweet unrest.

Still, still to hear her tender-taken breath,

And so live ever… or else swoon to death.

(¡Brillante estrella! ¡Ser como tú eres, inmutable! / No en apartado y solo resplandor en la noche / contemplando con párpados eternamente abiertos, / ermitaño del cosmos, insomne y vigilante / de las movientes aguas la mística tarea, / sus puras abluciones en las costas humanas, / o mirando la nueva máscara de la nieve / que cae blanda sobre / montes y páramos. / No… Y no obstante inmutable y sin cambio, / apoyado en el seno de mi amor delicado y pleno / atento para siempre a su palpitar suave / para siempre despierto, en dulce desasosiego / quieto, quieto escuchando su tierno aliento, / y así vivir por siempre… o en la muerte anegarme.)

Naturalmente, Fanny se le enoja. Y él comprende el enojo pero no puede hacer nada. «Dices que no quieres recibir más cartas como mi última —le escribe a comienzos de agosto, cuando en su isla lucha con “Lamia” y Otón el Grande—. Trataré de que así sea, esforzándome en hacer lo contrario… Seguramente no será juego limpio; no estoy lo bastante ocioso para escribir buenas y adecuadas cartas de amor. En este mismo minuto abandono una escena de nuestra tragedia[10] y te veo (no pienses que es blasfemia) a través de la niebla de intrigas, tiradas, contraintrigas y contratiradas. El amante está más loco que yo; yo no soy nada en comparación; tiene la apariencia de la estatua de Meleagro, y un fuego doblemente destilado en su corazón. ¡Agradezco a Dios mi laboriosidad! La estimulo, luchando para no pensar en ti…» (6-8-1819[11]).

Pero quiere verla. En John, ver es más que un espectáculo; el deseo mismo describiendo su objeto. «No soy uno de los paladines de antaño, capaces de vivir de agua, hierba y sonrisas durante años… Y sin embargo, ¿qué no daría esta noche por el solo regalo de tu presencia para mis ojos?»

El deseo,

mira qué reinado tan triste

murmura Alberto Girri. Porque detrás está la melancolía, que John llama ahora futuro. Otra vez el futuro se le viene encima como un ectoplasma repugnante, y es patético verlo meter las manos en esa masa gris, buscar conformarla a su esperanza —él, que sabía prescindir de la esperanza—. Le dice a Fanny que está cansado del paisaje y que se irá a Winchester donde espera encontrar una biblioteca para leer a gusto. «Pero no estoy tan cansado de los paisajes al punto de detestar Suiza… Podríamos pasar un año agradable en Berna o en Zúrich… Dios no permita que caigamos en lo que la gente llama instalarse… es decir, convertirnos en un pantano, un Leteo estancado… una hilera de casas todas iguales. Es mejor correr el riesgo de moverse que fijarse prudentemente, tener la boca abierta en la puerta de calle, como la cabeza del león de Venecia, para recibir odiosas tarjetas, cartas, mensajes… que aburrirse en los tés, helarse en las cenas, cocerse en los bailes y hervir a fuego lento en las fiestas… No, mi amor, confía en mí, yo te encontraré diversiones más nobles…»

Acosado por la miseria, batiéndose contra las sombras hostiles de Otón, John escribe a Fanny una carta desde Winchester (16-8-1819), donde se acentúa la división ya insalvable de su persona. Se disculpa por la tardanza en hacerlo: «Como una serpiente en las del águila, he estado preso en las garras del último acto de nuestra tragedia». Pero sabe que si no se hubiera sumergido tan completamente en sus «intereses imaginarios», no hubiera podido soportar «el tropel de los celos acechándome». Está en plena producción, «en plena fiebre», y se propone obtener el máximo de los cuatro meses que insumirá su ausencia de Hampstead.

(No erraba: «Lamia», Otón el Grande, la «Oda al otoño», el abandono de Hiperión para que nazca «La caída de Hiperión» saldrán de este último esfuerzo por alcanzarse como poeta.)

Sabe de sobra que todo esto no interesa gran cosa a Fanny, pero se declara incapaz de escribirle mentiras con azúcar: «Sé que la generalidad de las mujeres me odiaría por esto… por cambiar las realidades más resplandecientes por las opacas quimeras de mi cerebro. Pero te conjuro a que lo medites leal-mente, y te preguntes si no es mejor que yo te explique mis sentimientos en vez de hablarte de pasiones artificiales…». Le cuenta, con frases entrecortadas, su situación material y su necesidad de seguir adelante

(la idea era que Otón, aceptado y representado por el célebre actor Kean, podría traer dinero a Brown y a Keats; aunque aquí no se habla de eso, la esperanza lucha con la cólera, el deseo de volver a Hampstead, la fiebre de la poesía y de Fanny),

y se va exasperando hasta decirle: «No soy lo bastante feliz para escribir frases sedosas y párrafos plateados. Si participara ahora en una carga de caballería, me sería no menos imposible decirte palabras tranquilizadoras…». Fanny deberá perdonarle esta carta atroz. No puede seguir pensando en ella: «Debo volver a lo que estoy escribiendo; puede que fracase pero habré porfiado hasta el final. Oh amor mío, tus labios son cada vez más dulces en mi imaginación, pero debo olvidarlos».

Nunca otra cosa, nunca una palabra concreta sobre su poesía, sus proyectos, sus ideas. Es la pasión la que habla en esas cartas, pero la pasión limitada a sí misma, a un objeto sin trascendencia, fuego de su fuego. Sólo un tema, Fanny; sólo un rostro, su rostro, el acoso de la ausencia noche a noche.

Enamorados, los románticos no se hacían ilusiones más que sobre el amor mismo. Tampoco John; pero quizá a posteriori, cuando el deslumbramiento cede y lo deja frente a las dimensiones convencionales de su amor. Merecía más, y si su pasión no acepta esa idea, cada carta —restringida, concentrada en su solo amor, en eso que finalmente no es ni siquiera Fanny— va mostrando una aceptación triste y resignada. John batalla por salvar su libertad, pero no para alzar a Fanny hasta ese plano donde la libertad en común hubiera sido posible; parece tener la inconfesada seguridad de que nada le será alcanzable en ese sentido. Con Baudelaire puede murmurar derrotado las palabras del triunfo femenino, los dos primeros versos del «Madrigal triste».

¿Qué más me da que seas buena?

¡Sé bella!

Entre agosto y septiembre, los problemas de dinero hostigan como nunca a Keats. George ha fracasado en América, y el actor Kean se marcha inesperadamente, dejándolo sin esperanza de que Otón lo libere de sus cargas. Va a Londres, a pelear por George; está a un paso de Fanny, se muere por verla; en cambio le escribe unas líneas que contienen, como una copa de árbol, el viento de su alma:

«Volví apresuradamente a Londres por una carta de mi hermano George, que no trae noticias brillantes. ¿Estoy loco o no? Llegué en la diligencia nocturna del viernes, y todavía no he ido a Hampstead. Por mi vida, no es culpa mía. No puedo resolverme a mezclar ningún placer con estos días, todos van pasando sin la menor diferencia. Si fuera a verte hoy, destruiría esta murria semiconfortable de que gozo ahora con francas perplejidades. Te amo demasiado para aventurarme a ir a Hampstead, siento que no es hacer una visita sino arrojarme al fuego. Que ferai-je?, como los novelistas franceses dicen en broma y yo en serio; realmente, ¿qué puedo hacer? Sabiendo bien que mi vida está condenada a las fatigas y las preocupaciones, he tratado de arrancarme de ti; porque a mí solo ¿qué puede hacerme una desventura? Por lo que a mí se refiere, puedo despreciar todo lo que ocurra; pero no puedo dejar de amarte. Apenas sé lo que hago esta mañana. Me voy a Wal-thamstow. Volveré mañana a Winchester; desde allí tendrás noticias en pocos días. Soy un cobarde, no puedo soportar el dolor de ser feliz, es indiscutible; no debo pensarlo siquiera.

Siempre tuyo,

John Keats» (13-9-1819).

Otra vez, una vez más,

los contrarios. El dolor de ser feliz, la dulzura del dolor. De pronto insoportable, de pronto rota la conciliación que la poesía había hecho posible en su hora.

No sorprenderá que en un poema a Fanny, escrito muy poco después, en octubre, vea Keats agolparse en su verso las imágenes y las palabras que su experiencia de esos meses había ido vertiendo en las cartas a la amada. El poema nació evidentemente de un rapto total, y su vaivén, su tono de oda pindárica en esa revista rapsódica de tanto tema obsesionante que ya conocemos y que aquí crece y se expande

(mal que le pese a la crítica académica, que en mi inmodesta opinión subestima injustamente este poema),

hace de sus versos una síntesis del período que venimos siguiendo —incluso en sus prosaísmos de los versos 26-29—, nos proyecta con violencia al vértice mismo del torbellino donde danzan las hojas secas.

To Fanny

What can I do to drive away

Remembrance from my eyes? for they have seen,

Ay, an hour ago, mi brilliant Queen!

Touch has a memory. O say, love, say,

What can I do to kill it and be free

In my old liberty?

When every fair one that I saw was fair

Enough to catch me in but a half a snare,

Not keep me there:

When, howe’er poor or particoloure’d things,

My muse had wings,

And ever ready was to take her course

Whither I bent her force,

Unintellectual, yet divine to me;—

Divine, I say! —What sea— bird o’er the sea

Is a philosopher the while he goes

Winging along where the great water throes?

How shall I do

To get anew

Those moulted feathers, and so mount once more

Above, above

The reach of fluttering Love,

And make him cower lowly while I soar?

Shall I gulp wine? No, that is vulgarism,

A heresy and a schism,

Foisted into the cannon —law of love;—

No, —wine is only sweet to happy men;

More dismal cares

Seize on me unawares—

Where shall I learn to get my peace again?

To banish thoughts of that most hateful land,

Dungeoner of my friends, that wicked strand

Where they were wreck’d and live a wreck’d life;

That monstrous region, whose dull rivers pour,

Ever from their sordid urns unto the shore,

Unown’d of any weedy-haired gods;

Whose winds, all zephyrless, hold scourging rods,

Iced in the great lakes, to afflict mankind;

Whose rank-grown forests, frosted, black, and blind,

Would fright a Dryad; whose harsh herbaged meads

Make lean and lank the starv’d ox while he feeds;

There bad flowers have no scent, birds no sweet song

And great unerring Nature once seems wrong.

O, for some sunny spell

To dissipate the shadows of this hell!

Say they are gone, —with the new dawning light

Steps forth my lady bright!

O, let me once more rest

My soul upon that dazzling breast!

Let once again these aching arms be placed,

The tender gaolers of thy waist!

Give me those lips again!

Enough! Enough! it is enough for me

To dream of thee!

A Fanny

(¿Qué puedo hacer para alejar / la remembranza de mis ojos si han mirado, / hace una hora, a mi radiante Reina? / El tacto tiene memoria. Oh dime, amor, dime, / ¿qué puedo hacer para destruirla y volver / a mi antigua libertad? / Cuando cada bella que veía era bastante / bella para atraparme sólo a medias en sus lazos, / sin poder retenerme; / cuando, fueran pobres o multicolores, / mi musa tenía alas, / y siempre pronta estaba a encaminarse / hacia donde yo dirigiera su fuerza, / no intelectual pero para mí divina. / ¡Divina, sí! ¿Qué ave marina sobre el mar / es un filósofo mientras avanza / volando hacia las aguas que se agitan?

¿Cómo haré / para renovar / esas caídas plumas, y así subir de nuevo / más allá, más alla / del alcance del aleteante Amor, / y obligarlo a inclinarse mientras yo me remonto? / ¿Beberé vino? No, es vulgaridad, / es herejía y cisma / introduciéndose en el canon del amor; / no, el vino sólo es dulce para el hombre feliz; / cuidados más terribles / se apoderan de mí desprevenido… / ¿Dónde aprenderé a recobrar la paz? / Desterrar el pensamiento de esa tierra odiosa, / carcelera de mis amigos, esa malvada ribera / donde naufragaron y viven una vida de náufragos; / esa región monstruosa cuyos lentos ríos se vuelcan / eternamente en la costa, desde sus impuras urnas, / desposeídos de los dioses con cabelleras de algas, / cuyos vientos, y no el céfiro, flagelan con sus varas, / helados, los grandes lagos, para afligir al hombre; / cuyas espesas selvas, glaciales, negras, ciegas, / aterrarían a una dríada; cuyas praderas de ásperas hierbas / hambrean al descarnado buey; / allí las flores malas no perfuman ni los pájaros cantan / y la infalible, gran Naturaleza, parece haber errado[12]. / ¡Oh, si un soleado encantamiento / disipara las sombras de este infierno! / ¡Di que se han ido, con la luz del nuevo amanecer / avanza mi radiante señora! / ¡Oh, deja reposar una vez más / mi alma en ese seno deslumbrante! / ¡Que otra vez estos dolidos brazos sean / los tiernos carceleros de tu cintura! / ¡Y déjame sentir una vez y otra más tu tibio aliento / arrobando mi ser hasta erizar mis cabellos! / ¡Oh, la dulzura del dolor! / ¡Dame otra vez tus labios! / ¡Basta, basta! ¡Bastante es para mí / soñar contigo!)

El peor de los cantos, el del encarcelado que ama su cárcel. Septiembre y octubre son el tormento último, la acumulación de los contrarios ya inconciliables; de estas semanas no sólo da idea la carta a Fanny citada por extenso más arriba, sino un pasaje de una carta-diario a los de América, donde el ir y venir de John recuerda extrañamente a Nerval en París, en esos días finales en que se lo veía asomarse a una casa, dejar unas líneas confusas, salir, errar por las calles… Alude al rápido viaje a Londres, adonde llegó «en la diligencia nocturna del viernes»: «He vivido tanto tiempo retirado, que Londres me pareció muy extraña. No me podía convencer de que tenía tantos conocidos, y pasó un día entero antes de que pudiera sentirme entre los hombres. Tuve otra extraña sensación: la de que no había una sola casa donde me resultara grato hacer una visita […]. Erré por las calles como por una tierra extranjera […]» (17-9-1819). Y pocas líneas después, como burlándose de sí mismo: «Nada me produce una sensación tan intensa de ridículo como el amor. Pienso que un enamorado hace la figura más triste del mundo […]». Y agrega unos versos jocosos donde describe un té de enamorados, que

Pensive they sit, and roll their languid eyes.

Nibble their toasts, and cool their tea with sighs.

(Pensativos están, y revuelven los lánguidos ojos. / Mordisquean las tostadas, y enfrían el té con sus suspiros.)

Qué lejos anda Endimión de esta sombra, de este hombre que tanto se parece ahora a Pushkin, a Heine, a los nocturnos del romanticismo; el hombre que escribe a sus hermanos mintiendo una verdad: «Me estoy acostumbrando a privarme de los placeres de los sentidos. Vivo como un ermitaño en medio de lo mundano… Siento que soy capaz de soportar cualquier cosa… cualquier miseria, hasta la cárcel… siempre que no tenga esposa ni hijo». Y que sólo reconoce un enemigo temible: el incorpóreo, la amenaza contra su condición de libre y de poeta. «Siento que puedo soportar mejor los males reales que los imaginarios».

Sí, es bueno repetirlo: contra las apariencias, la vida futura con Fanny suponía una caída en el ideal mundano, que es lo contrario de la realidad para el poeta (cf. La República y sus ucases); suponía aceptar las órdenes del término medio, la sagesse de la ciudad, el tiempo calendario. Keats no era rebelde a la manera shelleyana porque no creía en las virtudes de la acción docente; su rebeldía es egoísta, estrictamente individual. Le cabe la calificación que hace su tocayo, el de la estrella: «El poeta vive en el mundo real. Se le teme porque mete la nariz del hombre en sus excrementos. El idealismo humano cede frente a su probidad, su inactualidad (la verdadera actualidad), su realismo que las gentes toman por pesimismo, su orden, que llaman anarquía» (Mon premier voyage). Por eso John se siente capaz de soportar mejor los males reales que los imaginarios; sus verdaderas armas están de este lado, en su realidad, amenazada por las armas ideales de la vida cotidiana.

En octubre escribió tres cartas a Fanny, las últimas anteriores a la crisis de su enfermedad. Estas cartas son breves y tensas. El júbilo por haber visto a Fanny tiene aquí la misma calidad de desesperación que su angustia frente a la maraña que lo cerca. Se había venido a vivir a una habitación en Londres, resuelto a escribir para los periódicos. Dinero, dinero, laringitis, ansiedad. Las cartas concentran todo en arranques bruscos, silencios donde el corazón queda como suspendido; uno lo ve a John paseando por su cuarto miserable como un leopardo en la jaula. «Hoy vivo en ayer; me sentí bajo un embrujo el día entero. Estoy a tu merced. Escríbeme unas pocas líneas, dime que jamás serás menos buena de lo que fuiste ayer conmigo. Me deslumbraste. No hay nada en el mundo más brillante y delicado. Cuando Brown apareció anoche con ese cuento aparentemente verosímil contra mí

(Brown era hombre directo en amor; siempre creyó que Fanny no valía lo que Keats; se divertía buscando el modo de separarlos; no seriamente, por deporte)

yo sentí que si lo hubieras creído, habría sido la muerte para mí… ¿Cuándo tendremos un día sólo para los dos?» (11-10-1819). Y en la siguiente, con la antigua franqueza: «Me he puesto a pasar en limpio algunos versos, pero no me da ningún gusto trabajar. Tengo que escribirte una o dos líneas y ver si eso me ayuda a alejarte de mi espíritu aunque sea por unos instantes…». Pero ya no es posible: «No puedo existir sin ti. Todo lo olvido salvo la idea de volver a verte… Mi vida parece detenerse ahí: más allá no veo nada. Me has absorbido. En este mismo momento tengo la sensación de estar disolviéndome… Si no tuviera la esperanza de verte pronto me sentiría en el colmo de la desdicha. Tendría miedo de separarme, de estar demasiado lejos de ti. Mi dulce Fanny, ¿no cambiará nunca tu corazón? Amor mío, ¿no cambiarás? Alguna vez me asombró que los hombres pudieran ir al martirio por su religión. Temblaba de pensarlo. Ahora ya no tiemblo; podría ir al martirio por mi religión —el Amor es mi religión—, y podría morir por él… Me has cautivado con un poder que soy incapaz de resistir; y sin embargo lo era hasta que te vi…» (13-10-1819).

Su último mensaje de este lado de la vida fue enviado seis días después, el 19 de octubre, y en él se lee —si se quiere y se puede— un último esfuerzo de la voluntad de John por romper un lazo que todo su ser aceptaba. Más dura, más seca y terrible que todas las anteriores, ofrece a Fanny una opción capital. Es él quien se la ofrece —es decir, que su esperanza está en que ella no la acepte. Fanny, que lo quiere, no la aceptará. John volverá a estar «en el colmo de la desdicha», como ciegamente se lo pide su corazón:

«Al despertar de mi ensueño de tres días (“Lloro por soñar de nuevo[13]”), encuentro a unos y otros asombrados de mi holganza y mi descuido. Anoche me sentí desdichado, pero la mañana siempre reanima. Debo trabajar o tratar de hacerlo. Tengo varias cosas de que hablarte mañana por la mañana. Creo que la señora Dilke te dirá que me propongo vivir en Hampstead. Debo imponerme cadenas yo mismo. No seré capaz de hacer nada. Me gustaría echar suertes entre el amor o la muerte. No tengo paciencia para nada más… Si alguna vez decides ser cruel conmigo como dices en broma, aunque quizá sea en serio, hazlo ahora… y yo… Estoy temblando. No sé lo que escribo.

Siempre tuyo, amor mío» (19-10-1918).

Y como un anticipo de la muerte, John va a escribir en el reverso de una de las páginas donde estaba componiendo El gorro y los cascabeles, estos versos atroces que Fanny no conoció:

This living hand, now warm and capable

Of earnest grasping, would, if it were cold

And in the icy silence of the tomb,

So haunt thy days and chili thy dreaming nights

That thou wouldst wish thine own heart dry of blood

So in my veins red life might stream again,

And thou be conscience —calm’d— see here it is

I hold it towards you.

(Esta viviente mano, tibia ahora y capaz / de oprimir con fuerza, si estuviera fría / en el glacial silencio de la tumba, / se te aparecería de día, y tus sueños nocturnos helaría / hasta que desearas tener el corazón exangüe / para que en mis venas la roja vida corriera otra vez / y tu conciencia se calmara… Mírala, aquí está, / la extiendo hacia ti.)

Triunfo

Esta noche empezará abril. Abril es el más cruel de los meses, dice T. S. Eliot,

engendra lilas en la tierra muerta,

mezcla recuerdo y deseo, activa

inertes raíces con lluvias primaverales.

Aquí ya otoño, pero en esta tierra mía del sur el otoño es como el negativo de una primavera, los días claros y constantes, el aire crujiente y abanicado; las hojas ceden una a una, iguales a manos cayendo blandas en el regazo; y así es nuestra primavera, como tantas cosas.

Escribir se vuelve ahora una tarea necesaria, las ventanas me devuelven poco a poco los ojos. Ayer guardé mis sandalias, en el Tigre me despedí del verano, boca arriba en el césped, atento a las conductas de los insectos, ignorante de los diarios. Era el modo de acercarme otra vez a John, del que tantas palabras y libros y fichas me apartan. Cansado como él, harto de tanta cosa, a la vez obstinado en creer que no se tiene derecho al cansancio, cómo medí allá los versos que inician la «Oda a Fanny»:

Physician Nature! let my spirit blood!

O ease my heart of verse and let me rest;

Throw me upon thy Tripod, till the flood

Of stifling numbers ebbs from my full breast…

(¡Naturaleza que curas, haz una sangría a mi alma! / ¡Alivia mi corazón de poesía y déjame descansar! / Empújame a tu trípode, hasta que la marea / de versos sofocantes refluya de mi colmado pecho…)

(Vv. 1-4)

Extraño poema este, sobre el que hay una doble controversia en la que no nos enrolaremos. No se sabe si pertenece al verano de 1819 o al de 1820 —que pronto entrará tristemente en nuestro libro—; y además parece que alguien ensambló en otro orden las estrofas que John había escrito, y puso de cabecera la que contiene los versos citados, aunque no correspondería a la «Oda» por cuanto la estructura estrófica es diferente. En suma, que hay una confusión digna de los fragmentos de los filósofos jonios. Con Middleton Murry, siento que el poema es de ahora, de este momento de la ruta de Keats. El amor surge por sobre la batalla contra «los celos torturantes», la maravilla, el miedo,

As when with ravished, aching, vassal eyes,

Lost in soft amaze,

I gaze, I gaze!

(Como cuando con ojos fascinados, dolorosos, rendidos, / en suave asombro perdidos / ¡contemplo, contemplo!)

(Vv. 14-16)

Fanny danza, en una fiesta que cruelmente se repite en la imaginación del poeta y lo lleva a pedir a su amada que le guarde su «latido más vivo»:

Save it for me, sweet love! though music breathe

Voluptuous visions into the warm air;

Though swimming through the dance’s dangerous wreath;

Be like an April day

Smiling and cold and gay,

A temperate lily, temperate as fair;

Then, Heaven! there will be

A warmer June for me.

(¡Guárdalo para mí, dulce amor! aunque la música aliente / voluptuosas visiones en el aire tibio; / aunque te deslices en la peligrosa guirnalda de la danza; / sé como un día de abril, / sonriente, frío, alegre, / un recatado lirio, recatado y hermoso; / entonces, ¡cielos! habrá / un junio más cálido para mí.)

(Vv. 25-32.)

Sé como un día de abril… Pero abril es el más cruel de los meses. Este poema —y otro, de total abandono, que empieza: «¡Te pido compasión!»— serían los últimos escritos por Keats en vísperas del primer acceso manifiesto de la tuberculosis. En los meses que siguieron, sólo el amante siguió viviendo, sombra del poeta que calla. El año del esplendor final había terminado, y la existencia postuma iba a durar catorce meses de lento naufragio, donde el amor a Fanny flotaría sobre esas aguas sobreviviendo tristemente al canto clausurado con Hiperión. Como el Sebastián de D’Annunzio, John podía musitar:

No he de cantar mi himno.

Tengo demasiado amor en los labios

para cantar…

Ahora que la enfermedad iba a poder más que él, ahora que duraba prisionero de un lecho, de una tos, de un consejo de amigos y médicos, John veía realizarse atrozmente, por la negativa, su deseo de la «Oda a Fanny», la «Naturaleza que cura» lo sangraba, aliviando de poesía su corazón. Extrañamente, de pronto le era dado no ser más que amor, más que pasión infinita. La lucha por la libertad carecía de sentido; ser libre, ¿para qué? Las palabras de nuevos poemas no subían ya de su indolencia de ojos entornados. El canto del tordo lo exaspera porque canta ahora del otro lado de su vida. En estos últimos tiempos John podrá darse entero al «dulce dolor» de amar a Fanny Brawne[14]. Su poesía quedaba ya a salvo de capitulación y compromiso; no volverá a escribir un solo verso. A partir de febrero de 1820, lo que sobrevive de Keats es una sombra. El lo sabe, él está de vuelta de su ganada batalla por la libertad en el año de la poesía final y más alta. Ahora puede amar ilimitadamente a Fanny Brawne, ahora es libre para ser su esclavo.

Un poco de orden y magisterio. Aquí se habla mucho de libertad y de batallas, pero naturalmente éstas son palabras ante las cuales un tipo sensato desconfía. ¿Qué pasaba?

John Keats se hace un hueco entre dos cartas a su novia, para escribirle a Taylor esta frasecita: «Desagradables por igual me resultan el favor del público y el amor de una mujer: ambos son una melaza pegajosa en las alas de la independencia» (23-8-1819). Cuando la mosca está atrapada en el papel viscoso, su opinión sobre el asunto es definitiva. No se esperen medias palabras de Keats. Al Odi et amo de Catulo, él puede replicar: Odio este amor, esta localización insuperable de todo amor. No odio a Fanny, la amo. Odio el amar a Fanny. Etcétera. El tema da para treinta y dos variaciones, y este mismo tono sarcástico es el que usaba John hasta que Fanny lo arrasa como una cortadora de césped y lo convierte en una lluvia verde, una alfombra nivelada.

En cuanto poeta, Keats sentía en sí mismo lo que podría sentir el eje de una tromba, fuste aspiratorio que incorpora vorazmente los objetos a su paso. Su libertad es condición primera: por eso no tiene credo, no tiene partido, no tiene domicilio, no tiene dinero. Todas esas carencias son deliberadas, son elecciones. La elección se la impone esta otra elección más fundamental: la aquiescencia a su condición de poeta. El cuidado exquisito con que John elabora y defiende su independencia personal, su aislamiento en medio de la ciudad («mi soledad es sublime»), traduce la exterioridad pragmática de su elección esencial, de su aceptarse y quererse poeta de la manera como su ser entiende la poesía. Ya hablaremos de cómo John descubre en sí una falta de carácter, es decir, una incapacidad para fijarse, para erigir las murallas de su mundo; cómo esta a-caracterización es para él prueba y necesidad simultánea de libertad en todos los órdenes. Su lucha con Fanny es metafísica, aunque abarque los problemas prácticos del futuro y la cuestión de los muebles del comedor.

Fanny lo cataliza, Fanny lo invade

y se queda.

Por primera vez, alguien, algo, se queda fijo en John, lo solidifica, lo caracteriza, lo circunda con murallas. «Melaza pegajosa…»

(¿Cómo haré / para renovar / esas caídas plumas, y así subir de nuevo / más allá, más allá / del alcance del aleteante Amor…?)

Simbología obsesiva de las alas. Icaro, huir, huir. Pero también Psique, y Eros. Las alas trabadas, la llama calcinando la falena. Toda esta violencia de rechazo, trágica en cuanto inútil, porque una mano atrae lo que la otra repele, coincide plenamente con la dialéctica existencial aplicada a la situación del amor, según se la expone en El ser y la nada de Sartre. El juego de la libertad, la apropiación,

esa «mecánica» de mantis religiosa que el hombre y la mujer ignoran (lo mismo que la mantis religiosa ignora que sus costumbres son altamente criticadas algunos eslabones más arriba),

una sensibilidad tan receptiva como la de Keats debía de sentirla indeciblemente. Sus cartas muestran —antes y durante Fanny— con qué vehemencia se defiende de una irrupción que sospecha letal. Lo que defiende es su no-ser-un-carácter, su aptitud para enajenarse y padecer la poesía como una experiencia de traslado, una Einfühlung que exige la libertad porque de ella, en ella se cumple.

Un ser así, ¿no se sabe más amenazado que los otros, los que tienen un carácter, un «self» que los preserva y define? Amenazado de petrificación, ¿qué defensa le queda sino negarse a todo trato preferencial? Pero Fanny es más, puede más, porque asalta la ciudadela del vacío y la libertad con una guerra total, se apodera de los sentidos, de la memoria, del deseo, del presente, planta sutiles máquinas de efecto retardado, mina la voluntad, y por sobre todo mete en la plaza central el caballo troyano insuperable, el futuro.

Un capítulo próximo mostrará especialmente las formas de la Einfühlung, si adelanto su esquema es para explicar y comprender la crueldad de John con Fanny Brawne y consigo mismo. Crueldad aparencial que nace de una elección sin términos medios; como la miseria de esos años, en que el deseo de independencia vacía sus bolsillos; como la renuncia a la carrera médica, a los proyectos que lo desviaban de su visión. Uno piensa en Mallarmé, otro cruel; en frases como: «A mí, la Poesía me hace las veces de amor» (Carta a Cazalis del 14 de mayo de 1867), y la prodigiosa noticia que enuncia la misma carta: «Es para decirte que soy ahora impersonal, y no ya el Stéphane que has conocido… sino una aptitud que tiene el Universo Espiritual para verse y desarrollarse a través de lo que fue yo».

Algunos —también Rilke era así, también César Vallejo, también Antonin Artaud— alcanzan a saber que son «el lugar y la fórmula» de un Génesis espiritual; como la pitonisa, su elección auténtica es la de ceder a esa solicitación, allegarle todas las fuerzas de la personalidad. Entonces,

ay de las ventajas de hacerse un carácter, de construir la casita psicológica y moral,

ay de las permanencias morosas, los hábitos, los sábados a la noche,

todo lo que se instala en un hombre trayéndole felicidad, porque felicidad es silueta, recorte, esto y no aquello,

es el presente sangrado y empobrecido por la vinchuca del futuro,

es el plan quinquenal del hombre en la ciudad, con su mujer y su hijo,

es el triunfo del carácter sobre la persona, del canon sobre el individuo,

es la historia, lo que está bien.

Ni ellos —los que nombré, y tantos otros— ni yo al hablar de ellos, condenamos en modo alguno la conducta social del hombre medio. A cada cual su elección y su cosecha. De todas maneras es bastante curioso que la Ciudad occidental esté trazada bajo el nombre y la lección de un vagabundo sirio que tampoco quería casa, ni hábitos, ni parentela, ni familia propia, ni plano del Automóvil Club para seguir los caminos; otro cruel, otro despiadado, otro pobre poeta.