VIAJE Y RETORNO

Mochila y brújula

—¡Adiós, adiós, adiós! En los viajes,

beba usted solo, con la vista, el viento

de los precipitados paisajes.

RAFAEL ALBERTI,

Cal y canto.

Mucho me gusta esta imagen de Daniel Devoto:

Entre manzanas duras va creciendo el verano,

labrándose en gargantas que a los vientos provocan.

(Canciones contra mudanza)

Entonces hay que buscar los zapatos viejos, el pantalón donde las manos reconocen su doble noche tibia, y salir campo afuera o mar afuera, llevándose por delante los girasoles de Van Gogh y los atardeceres malva de Juan Ramón. Todo es juego, y en el centro del corro está la luna. El que no la ve pagará prenda, escribir cien veces la palabra lobo, o juntar espigas y tréboles de cuatro hojas hasta que salga el sol. El verano es un arquero y un espía de lady Godiva, en las casas crece una fuerza de olvido y renuevo, numerosas fortunas se definen bajo las primeras salvas cenitales. Camino —es 1943— por los trigales de la isla Tenglo, frente a Puerto Montt. Abajo el Pacífico está brillante y duro en el aire transparente donde cada sonido es desigual y distinto, es único y espacial, hilo sustancioso que cae en el oído como una abeja de retorno. ¡Colmena de la música! Boca arriba entre los trigos, mascando un tallo que me entrega poco a poco su acre sustancia, pierdo el mar de abajo para sumirme en el otro, en la concavidad azul donde tierras nevadas se alejan y retornan lentamente, inacabables ritmos de una soledad imperdonada. Ya una vez, a orillas del Llanquihue, vi correr la música de las nubes, y murmuré por última vez la fórmula del ensalmo, la invocación de lo que sabía perdido:

¿Quién te buscó en la noche

con sosegadas armas de silencio?

Tú estás en este azul, en este viento,

en esta hierba amarga que me baña la cara,

en este movimiento hacia lo eterno

que es el lago mirándose en el cielo

donde las islas prometidas flotan.

No sé por qué este viaje al norte que va a emprender John Keats en el verano de 1818, me devuelve a esas andanzas por Chile. Tal vez porque ambos viajes fueron principalmente pedestres, con la presencia constante de las montañas y los lagos. Anduve solo por el sur, viendo Osorno y Valdivia, encontrando misteriosamente un alfil de ajedrez sobre mi cuaderno, al volver a la habitación del hotelito de Peulla, vi cambiar el color del agua entre el Todos los Santos y el Esmeralda, conocí a una acróbata quemada por la luna en Punta Arenas, y cuando no pude más me vine en el Arica desde Valparaíso, veintidós días de viaje de esos que le gustaría contar a Blaise Cendrars, mucho más trotamundos que yo…

(Tengo este recuerdo terrible: una noche creo ver que el cielo se hunde, se desbarata. ¿Qué pelea alocada gira las estrellas y las aventa contra las jarcias? ¡Una brújula, una carta! ¡Señor, que las constelaciones huyen! Pero la noche permanece en sus recintos graves, y es sólo un cambio de rumbo el que divorcia la estela de la nave y los espacios rígidos. El sillón de cubierta está lleno de espinas: ojos vibrantes me hieren y desgarran. ¡Oh Cruz del Sur, amada mía, vuelve! Con esfuerzo la distingo, perdida a popa entre carcajadas de chilotes borrachos y rápidas espirales de naipes y aceites hervidos. ¡Sirio, y tú, Osa Mayor presuntuosa, quedaos al menos suspendidos sobre mi inquietud! Pero sopla la ráfaga austral, se oye un campanilleo seco, y por el puente asoma el capitán, mirándome con ojos de reprobación.

—No me las malcríe —señala—. Así es como se hunden los barcos…)

De vuelta de ese viaje comprendí mejor la gira de John por la región de los lagos y Escocia, sin ninguna sentimentalización turística de la cosa, su estado de ánimo alerta y sobre aviso ante una realidad que sólo parcialmente le merece admiración. Del autor de Endimión e «Isabella» cabía esperar una correspondencia apasionadamente valorativa, una recreación del paisaje, un álbum de Kodachrome verbal. Pero ¿y Teignmouth? Si esta escapada de dos meses será el jadeo delicioso del zambullido que vuelve a la superficie, John guarda ya para siempre una perla negra en la mano cerrada. Y en su mochila, única lectura, lleva a Dante.

Cómo se unen los elementos que van a llamarse Hiperión. John acababa de pasar estremecidamente por Milton. La Divina Comedia es su lectura en los altos del camino, en las posadas norteñas[1]. Y el paisaje ríspido de Escocia lo enfrenta a escenarios que su imaginación de llanero sólo había concebido recamados de galas miniadas. Al revelarle otra cosa, el viaje al norte será el prólogo vivo a Hiperión. Por eso, en su actitud de esas semanas, en el estado musical que precede a toda obra, Keats muestra ya el modo Hiperión, tan absolutamente distinto del de su obra precedente; no juega con los guijarros y las conchas, sino que escala ásperas montañas y entra con maravilla en la gruta de Fingal. Endimión cumplía estéticamente el precepto de William Blake: «To see the World in a Grain of Sand», ver el mundo en un grano de arena. Pero ahora, desde lo alto del Ben Nevis, John ve el mundo como un grano de arena, apenas una instancia en el juego cósmico. Los titanes fueron vencidos por los olímpicos; todo el horizonte cabe en un ojo abierto. Hiperión no será —como leo por ahí— un poema de lo gigantesco; será un poema del y para ese hombre que mira el mundo desde una montaña. Endimión nació boca abajo en la arena, masticando hojas, haciendo barquitos de corteza. Después, Teignmouth. Ahora, el mediodía al nivel de las nubes. Ve, critiquillo, pregúntale a Saint-Exupéry cómo veía el mundo desde arriba. Para hombres así, lo gigantesco es sólo la medida real. Baudelaire quería una giganta porque era Baudelaire.

(Es increíble cómo me embalo. Por suerte la radio me distrae, informándome que un senador yanqui acaba de proponer el empleo inmediato de la bomba atómica en Corea. Me acuerdo de una maldición judía y se la dedico: Que tengas una hermosa casa con setenta habitaciones, y en cada habitación una cama, y que agonices en todas.)

La cosa fue así: Tom Keats estaba algo mejor y John podía dejarlo en casa de buenas gentes, cerca de los amigos. George se marchaba a América desde Liverpool, recién casado con Georgina Augusta Wylie, a quien John llamará cariñosamente «sister George» en sus cartas-diario de 1818-1819. Su camarada de excursión será Charles Armitage Brown, excelente individuo, buen amigo y mejor colector de los papeles que John va borroneando y tirando por ahí. Se había ganado la amistad de Keats al modo que un hombre inteligente emplea con los niños: ocupándose poco de ellos y dejándolos (hay una frasecita famosa, creo) que vengan a él. Buxton Forman cita este recuerdo de Brown: «Logré que viniera con frecuencia a casa porque jamás le pedía que menudeara sus visitas; lo dejé que se sintiera enteramente libre, sin dárselo a entender de una manera expresa…». Morral a la espalda, se largan estos dos a un complicado itinerario

(estoy oyendo Los pinos de Roma por Radio del Estado. Oh Pincio, oh Villa Borghese. No es justo recordar el todavía lejano final de ese itinerario, la casa de Santa Trinità dei Monti. Pero ahí está, con la música. Son las 23.15 del 24 de enero de 1951)

que ambos, en las horas de descanso, registran en cartas y apuntes. Valdrá la pena correrles un poco al lado.

(Ahí vienen las legiones. Bravissimo, Respighi. Aquéllos sí que caminaban. Se me entran en mi cuarto, me están pisoteando la cabeza. Eh, que esto no es la Via Appia.)

John había salido de Hampstead con las huellas visibles de la experiencia de Teignmouth. Sus pocas cartas anteriores al comienzo de la gira lo muestran perplejo, pero a la vez, sin contradicción, tranquilo y resuelto. Le cuenta a Bailey que George va a intentar hacerse colono en América, y que el plan le parece bueno; todo esto es tan difícil de explicar, porque otra vez ha caído en «un estado de letargia» que no le permite escribir. Se da cuenta de que es un estado pasajero, pero «mi ánimo es tal que si me hallara bajo el agua no movería un pie para volver a la superficie» (21, 25-5-1818). A esta carta sucede otra (para sus amigas Jeffrey en Teignmouth) donde el tono es claro y firme, y hay evidente gusto en las habladurías y la broma. «Aquí dicen que en Hampstead estamos todos locos…» Una semana después, completados los simples preparativos del viaje, le escribe a Bailey una carta donde el tono confidencial, tan raro en John, surge incontenido. «Hasta hace poco tenía la esperanza de aliviar tu desánimo con mi buen humor, de mostrarte en este mundo cosas capaces de alegrarte… y ahora, cuando me quedo solo, no dejo nunca de felicitarme de que haya algo como la muerte… sin fijarme como meta última la gloria de morir por una gran causa humana… Tal vez si mis asuntos marcharan de otro modo no te habría escrito esto, pero tú juzgarás: tengo dos hermanos, uno abrumado por “la embestida de la sociedad” se marcha a América, y el otro, pese a su vivo amor a la vida, se halla sin fuerzas… Mi cariño por mis hermanos, desde la prematura desaparición de nuestros padres

(nunca habla John de sus padres;

primera y rara mención es ésta)

se ha convertido en un afecto “superior al Amor de que son capaces las Mujeres”. He tenido malhumores, los he contrariado… pero el pensar en ellos ha ahogado siempre la impresión que, de otro modo, cualquier mujer me hubiera producido. También tengo una hermana, y no puedo seguirlos ni a América ni a la tumba. Hay que sobrellevar la vida, y me consuelo pensando en escribir uno o dos poemas más, antes de que se acabe…» (10-6-1818). Como de paso, líneas después, duda de si podrá iniciar su gira, «a causa de mi hermano Tom y de una ligera indisposición mía…». Su sentimiento de culpa —quizá patológicamente excitado por su malestar— lo lleva a maravillarse de su cuñada Georgina Augusta: «Ver a una muchacha tan desinteresada ser tan feliz, es la cosa más grata y extraordinaria del mundo… Las mujeres deben de carecer de imaginación, y es de agradecer a Dios (y también nosotros) que un ser delicado pueda sentirse feliz sin ningún sentimiento de culpa…».

Así, John ha vuelto a inclinarse sobre el abismo, prolongando la visión devoradora de la «Epístola a Reynolds». Qué lejos la serenidad de los poemas juveniles, la agitación sensual y gozosa de Endimión. Un sentimiento de culpa —son sus palabras— queda como peso de las semanas en Teignmouth, de la meditación a la cabecera de una muerte segura. El destino de Tom Keats revela y a la vez oculta a John su camino. Le hace ver el absurdo, pero ahoga por un momento la evidencia poética —la de que una flor es igualmente el absurdo—. Sólo en 1819, el año del encuentro final consigo mismo, podrá superar los contrarios sin dejar de verlos; y su poesía última —las Odas— contendrán como mensaje esa pervivencia nocturna en lo cenital, la muerte en el canto del ruiseñor, la oneness más alta, que no es aceptación sino accesión.

A la sombra de Bob Burns

El paseo duró desde el 25 de junio hasta el 18 de agosto, y no tuvo episodios salientes. Brown y Keats caminaban regularmente, charlando y discutiendo, se detenían a conversar con los campesinos, verificaban modalidades y acentos, dormían en posadas baratas y mal ventiladas. En su primer relato a Tom, John alude a la variedad de las formas de las cataratas sobre los lagos (están en pleno país de Wordsworth) y dice significativamente: «Lo que más sorprende es el tono, la coloración, la pizarra, la piedra, el musgo, las hierbas acuáticas, o, si puedo decirlo, la inteligencia, la expresión de esos sitios… Aquí aprenderé la poesía…» (27-6-1818). Descubre ahora la delicia de ver. «Vivo en los ojos; y mi imaginación, sobrepasada, descansa…» Las gentes están ahí, y le gustan o disgustan: pero mira y oye. También esto es ya Hiperión: «Había un grupo de muchachos y muchachas, tan bellos como jamás habrás visto; algunas caras hermosas, y una boca exquisita. Nunca sentí tan próxima la gloria del patriotismo, la gloria de hacer más feliz a un país por cualquier medio. Y esto me gusta más que el paisaje… Temo que nuestro incesante ir y venir de un lado a otro, nos impida enterarnos de las cuestiones rurales; somos meras criaturas de los ríos, lagos y montañas…» (29-6-1818).

Hacen la peregrinación a la tumba y al cottage de Robert Burns, quien temprano había descubierto la sensibilidad de John. Descubrir a un poeta… Recuerdo un día de Mendoza, la charla con un joven alumno de mi Facultad. Era en un café —donde a veces las clases se hacían más gratas que en las frías aulas— y el chico, moreno y de ojos violentos, murmuró de pronto el nombre de Burns. Para mí, que lo miraba, fue dicho con toda la cara, con la curva de la mano dibujando en el aire un vuelo de maravilla. «¡Robert Burns! ¡Qué poeta!»

No sabía gran cosa de él, apenas leía inglés. No importaba: el impacto primero, el más terrible y luminoso, le da la entrevisión en la ignorancia, la sospecha del milagro. Conocía unas pocas estrofas de Burns, me había oído contar su historia en una clase; era bastante. «¡Qué tipo formidable!», decía, felicísimo. «¡Y qué manera de mamarse!»

Por eso John, que descubre a Homero en plena ignorancia, que no llega a Grecia por la vía real de las universidades, tiene el arranque magnífico de hacer poesía con esa revelación:

Standing aloof in giant ignorance,

Of thee I hear and of the Cyclades…

(Apartado, en gigante ignorancia, / de ti oigo hablar y de las Cícladas…)

(«To Homer», vv. 1-2)

En la tumba de Burns lo está esperando a John ese mood que le aflige sin afligirlo, que lo arrastra suave hacia la inacción de donde nace la poesía. «Escribí este soneto en un estado extraño, entredormido. No sé cómo es, las nubes, el cielo, las casas, todo parece antigriego y anticarolingio…» (29-6-1818). El soneto, con su calidad onírica, refleja y ahonda este estado:

The Town, the churchyard, and the setting sun,

The clouds, the trees, the rounde hills all seem,

Though beautiful, cold —strange— as in a dream,

I dreamed long ago, now new begun.

The short-liv’d, paly Summer is but won

From Winter’s ague, for one hour’s gleam;

Though sapphire-warm, their stars do never beam:

All is cold Beauty; pain is never done:

For who has mind to relish, Minos-wise,

The Real of Beauty, free from that dead hue

Sickly imagination and sick pride

Can wan upon it! Burns! with honour due

I oft have honour’s thee. Great shadow, hide

Thy face; I sin against thy native skies.

(El pueblo, el cementerio y el sol poniente, / las nubes, los árboles, las redondas colinas, todo parece / aunque bello, frío —extraño— como en un sueño / soñado hace ya mucho, y que otra vez empieza. / El breve, pálido verano, se libera / del temblor invernal para brillar apenas una hora; / pese a su tibieza de zafiro, sus estrellas no resplandecen nunca: / todo es fría belleza, y el dolor no se acaba: / pues ¿quién puede, sabio como Minos, gozar / de la verdadera belleza, libre de ese matiz mortal / que la febril imaginación y el orgullo enfermizo / pueden volcar en ella? ¡Burns, con el respeto que te es debido / muchas veces te he honrado! Vasta sombra, oculta / tu rostro; estoy pecando contra tu cielo natal.)

El poema roza a Burns hacia el final como un ala de pájaro. Diez días después, en el cottage del poeta, bebiendo en su honor «an old Barley-bree», John escribirá otro soneto que va al Burns de carne y hueso, al habitante de la tierra:

This mortal body of a thousand days

Now filis, O Burns, a space in thine own room,

Where thou didst dream alone on budded bays,

Happy and thoughtless of thy day of doom!

My pulse is warm with thine old Bailey-bree,

My head is light with pledging a great soul,

My eyes are wandering, and I cannot see,

Fancy is dead and drunken at is goal;

Yet can I stamp my foot upon thy floor,

Yet can I ope thy window-sash to find

The meadow thou hast tramped o’er and o’er…,

Yet can I think of thee till thougt is blind…,

Yet can I gulp a bumper to thy name…,

O smile among the shades, for this is fame!

(¡Este cuerpo mortal de un millar de días / llena ahora, oh Burns, un espacio en tu aposento / donde a solas soñaste con bayas tiernas, / feliz, despreocupado de tu día fatal! / Mi pulso se calienta con tu añeja bebida, / se aligera mi cabeza brindando por un alma grande, / se extravían mis ojos, nada veo, / la fantasía ha muerto, ebria, en su última meta. / Y sin embargo puedo caminar por tu suelo, / y abrir la ventana para ver / el prado por donde paseabas, / y puedo pensar en ti hasta cegarse mi entendimiento, / y puedo beber una copa en tu nombre… / ¡Oh, sonríe entre las sombras, porque la fama es eso!)

Piensa —porque también la fama eso es, y mueve una sonrisa entre las sombras— en el destino de Burns: «¡Pobre desdichado! Su temperamento era meridional… Qué triste cuando una imaginación exuberante se ve obligada, en defensa propia, a trocar su delicadeza por vulgaridad y por cosas asequibles, ya que no le está permitido apasionarse por las que no lo son. Nadie se contentará, en esos casos, con la experiencia ajena… ¿Quién no quisiera descubrir otra vez que Cleopatra era una gitana, Helena una mala pécora…?» (3,9-7-1818). Insiste, obsesionado, en referirse a la triste vida final de Burns, y se siente «un espía de Dios», como se dice en el Rey Lear, inclinándose sobre su destino que les es caro.

(Un día lo había hecho con Chatterton, como nosotros con él ahora.)

Inmóvil bajo sus cielos, entregado a esa presencia que incluye todo lo que Burns amó con su gran manotazo de gozador (My love is like a red, red rose), John está como poseído, dándose al momento, disolviéndose en la imagen que persiste en otras caras, otros recuerdos, otros testigos.

Me tomaron las nubes de la mano.

Espacio y tiempo quemo sobre el collado

Como un mensajero tuyo,

Como el sueño, divina muerte.

(UNGARETTI, trad. Puccinelli.)

—¡Eh! —gritaba Charles Brown, furioso—. ¡Tengo ampollas en los pies!

—¡Bah!, poca cosa —sonreía John—. Yo tengo soldada la mochila a las costillas. Mi equipaje es liviano pero complicado, y lo que pesa de verdad son las complicaciones.

Después, en un alto, se divertía escribiéndole a su hermanita nada menos que la balada de «Meg Merrilies», la alegre vieja Meg que vivía en los páramos y dormía en los brezales. «Si te gustan las baladas de esta especie, te borronearé una de cuando en cuando…» Y después le llenaba la página de disparates:

Había un chico travieso,

muy travieso,

que no quería quedarse

en casa ni estarse quieto.

Puso

en su mochila

un libro

lleno de vocales

y una camisa

más algunas toallas,

un gorro liviano

de dormir,

un cepillo para el pelo

y un peine ídem,

calcetines nuevos

pues los viejos

se romperían, ¡oh!

Esta mochila

ajustada a su espalda

la cerró bien

y siguió a su nariz

rumbo al Norte,

rumbo al Norte,

y siguió a su nariz

rumbo al Norte.

Lo que reiría Fanny, encerrada bajo la glacial tutela de los Abbey, con esas cartas del gran cachorro cariñoso. Y el pobre Tom, a quien John le manda un verdadero diario de viaje, porque «mi deseo es que saborees un poco de nuestro placer» (27-6-1818), cuidando de no entristecerlo con reflexiones que el bueno de Bailey recibirá luego en andanada. Por ahí John llega a Inverary y oye sonar músicas locales… «Debo decirte que disfruté con dos o tres tonadas populares… pero nada podría ahogar los horrores de un solo de gaita…» Se va al teatro (daban una pieza del famoso Kotzebue, gran personajón romántico) y le encajan solos de gaita entre escena y escena, hasta exasperarlo. Pero está contento, y si en una carta a Bailey —que veremos en detalle más adelante— se psicoanaliza cruelmente, puede en cambio resumir así la intención y el resultado de su viaje: «No me habría permitido estos cuatro meses de vagabundeo en los highlands si no hubiera pensado que ampliarían mi experiencia, borrarían más prejuicios, fortaleciéndome, permitiéndome descubrir paisajes más bellos, contemplar montañas más grandiosas y dar a mi Poesía un alcance más vasto que si me hubiese quedado en casa entre mis libros…» (18-7-1818).

Y un extraño poema que cierra este mensaje, muestra al viajero que, al borde del delirio, en la afiebrada peregrinación a las tumbas ilustres —otra vez Burns—, salva su identidad que una locura pánica le arrebataba, y, frente a la naturaleza devoradora y las presencias insaciables, «lee el memorial de su alma»:

That man may never lose his mind on mountains black and bare; That he may stray league after league some great birthplace to find And keep his vision clear from speek, his inward sight unblind.

(Que el hombre no extravíe su mente en las montañas negras y desnudas; / que pueda errar legua tras legua buscando algún rincón natal ilustre, / y guarde su visión libre de mancha, lúcida su mirada interior.)

Después fue la gruta de Fingal. «Imagina que los gigantes sublevados contra Júpiter hubieran tomado una masa de columnas negras y las hubiesen atado como haces de fósforos para después, con enormes hachas, excavar una caverna en la masa de esas columnas; naturalmente, el techo y el suelo estarían formados por los extremos quebrados de las columnas… Así es la gruta de Fingal, salvo que el mar es quien ha hecho la excavación…» (23, 26-7-1818). Y de pronto, cuando está explicando: «Al acercarnos en la barca había una calma tan hermosa en el mar, que los pilones parecían surgir directamente del cristal… —exclama—: Pero es imposible describirlo». Y a vuelapluma crea para Tom su hermosísimo poema que comienza:

Not Aladin magian

Ever such a work began…

(Ningún mago aladino / empezó jamás obra tal…)

y se interrumpe para agregar: «Lamento ser tan indolente como para escribir semejante cosa…».

Cada vez que poesía, indolencia:

la inspiración de John no es «entusiasmo» al modo

pindárico,

sino disolución, semisueño que dicta las imágenes.

Poética de mediodía: sí, la hora en que los ojos

se entrecierran para ver.

La evocación de Staffa y la gruta de Fingal me devuelve, claro, a Mendelssohn, a mis primeros conciertos (¡gratis!) en las plazas, donde la banda municipal producía entusiasmada el poema de las Hébridas. Si muchas veces Keats es mozartiano por su liviana densidad, su ímpetu alborozado, su «arte por el arte» sin guante blanco,

la música de Mendelssohn me lo trae plenamente por el tobogán de la analogía. Estoy de acuerdo contigo en que las «correspondencias» ya no interesan gran cosa; pero mira, fíjate cómo la gruta de Fingal es precisamente

un templo en que columnas vivas

juegan con los ecos de Endimión en la música para el Sueño de una noche de verano. ¿Dónde mejor equivalencia? Mendelssohn concita una materia sonora con las mismas calidades del verso keatsiano: romanticismo sin blandura, desapegado del autorretrato,

oh Liszt oh Berlioz.

De entre los árboles, álamo; de entre los invisibles, elfo. Y si hay que tocar a rebato, los dos tienen campana con la voz plena del bronce —como en Hiperión, como en la Escocesa—. Por debajo de ese touché que merece bien el epíteto carrolliano de serio, pasa el pulso profundo de la música para el Sueño de una noche de verano,

quizá el epíteto perfecto del romanticismo en música, y el drama de «La víspera de Santa Inés»,

quizá el equilibrio máximo del romanticismo en poesía.

En la carta fingaliana, esta simple mención: «Tengo una ligera laringitis…». Nada, una molestia que persiste. Si algo tenía que dolerle era justo que fuera la garganta. ¿Para qué hablar del asunto? Por Brown sabemos la violencia de ese primer manotón de la muerte; John se ríe, a la madre de «sister George» le escribe una divertida carta para alentarla en ausencia de Georgina. Pero Brown le está escribiendo simultáneamente a Dilke: «Keats está muy mal a causa de la fatiga y las privaciones…». El 18 de agosto John llegaba a Hampstead, después de nueve días de barco (se imagina uno cómo). Su hermano acababa de sufrir una recaída, y Mrs. Dilke anota en su diario: «John Keats llegó anoche, tan atezado y desastrado como quepa imaginar; casi no le quedaban zapatos, la chaqueta rota en la espalda, una gorra de piel, una gran capa y la mochila. No puedo decir lo que parecía».

«Exit» Tom. «Enter» Fanny

La segunda mitad de 1818 será el perfecto retorno del viaje, es decir, la multiplicación horrorosa de las perversidades domésticas, los desafinamientos, los resfríos en víspera de fiestas, y todo lo que sir Henry Merrivale llama exactamente «la terrible malicia de las cosas». La poesía deberá reducir la llama al mínimo que ese blackout feroz permita durante cinco meses. Despacio, indeciso, reteniéndose, Hiperión irá naciendo en las noches más serenas de Keats. El resto,

tanto por decir, tanto ya vivido o viviéndose,

deberá esperar hasta el comienzo admirable de 1819 que este huracán de hechos y desechos pase por el corazón de su joven señor, asolándolo, barriéndolo,

purificándolo para que sea digno de inscribir un día la primera palabra de la «Oda a la melancolía». Si las cosas hostigan a John, éste gira de perfil y deja que la tromba le gane hasta lo más hondo. Su poesía, transida beneficiaria de ese tornado, podrá balbucear las palabras que hoy le hace decir a Paul Éluard:

¿Por qué soy tan bella?

Porque mi amo me lava.

De entrada lo esperaba el estúpido ataque del Blackwood’s acerca de Endimión

(llamo estúpido al producto de la inteligencia aplicada a materias extraintelectuales, y al criterio consistente en creer que todo avance contemporáneo es un insulto al common sense; la crítica del Blackwood’s a Endimión era estúpida como lo son las de La Nación a los libros de Ricardo Molinari)

cuyo innegable efecto en la sensibilidad de Keats (que lo calla en sus cartas —y eso es una contraprueba psicológica—) originó después la falsa noción de que el desánimo derivado de ese ataque fue la causa de su enfermedad. Todavía no estaba Pasteur para explicar que los bacilos de las redacciones difieren de los Koch. El artículo era otro ataque al grupo de Leigh Hunt y a Keats en especial (le había llegado el turno), y respondía a la socorrida mecánica de utilizar un libro para vilipendiar al autor.

Quien lo espera con el número del Blackwood’s en las manos es su hermano Tom, muriéndose. Dos años después, cuando fue el tiempo de John, su terrible soledad en Roma se habrá poblado tantas veces con el recuerdo de la agonía de Tom que prefiguraba la suya; habrá reconocido en sí mismo el lento espejo de cada síntoma, cada recaída, hasta cada esperanza. De él puede decirse, como de Lázaro, que murió dos veces. Pero ahora sólo piensa en Tom, el más pequeño, «con su vivo amor a la vida». A Dilke le confiesa: «Su individualidad me abruma tanto el día entero, que me veo obligado a marcharme…» (21-9-1818). Aquí vuelve ese término —identity, que «individualidad» o «personalidad» no traducen bien— tan cargado de sentido en la poética de John. Sensible a las menores influencias de las «identidades» que lo rodean, la cercanía de la muerte habitando ya en su hermano lo exaspera al punto de que

y de nuevo es la polarización, el juego de los contrarios,

súbitamente la ansiedad amorosa nace en él, réplica del ser amenazado por el mal, por la nada que vela junto a Tom. Como necesitando agruparse en torno de sí mismo, cede explícitamente a la afirmación de la persona erótica. No está enamorado. «Nunca he estado enamorado, y sin embargo la voz y la figura de una mujer me han acosado estos dos últimos días…» (28-8-1818). A la personalidad absorbente del moribundo en la habitación de al lado, responde la fijación en un deseo tangible; dialéctica instintiva, que él es el primero en adivinar: «El pobre Tom… esa mujer… y la Poesía… hacían vibrar mis sentidos…». Inútil tentativa, inútil polarización: primer acorde de la lucha entre el amor y la libertad, que llenará el último año de su vida. De pronto, quizá sin saberlo, se da cuenta. De ese choque y ese asedio y ese contraataque, surge entero y seguro: «Esta mañana la Poesía pudo más… He recaído en las abstracciones que constituyen mi sola vida… Me siento liberado de un nuevo, extraño, amenazante dolor…

(¿por qué dolor? Esto suena a capricho, a autocomplacencia… Pero un mes más tarde conocerá a Fanny Brawne, y los hechos le darán razón)

… y estoy agradecido. Siento un calor terrible en el corazón, como una carga de inmortalidad».

Palabras-llave de ese rápido, casi angustiado rechazo de la imagen femenina que lo ha rondado un momento. «La poesía pudo más…» Pero no era la poesía, era la libertad la que pudo más; el sentimiento irracional que la razón busca domesticar con una fórmula. En esa superposición de la imagen de miss Jane Cox a su libre visión poética, en ese súbito ingreso activo de un elemento que rápidamente trata de adueñarse de su atención, que se fija en el pulso, en el recuerdo, en la esperanza, John acaba de entrever al enemigo, al usurpador. Prevé, sin ideas ni esquemas, una situación de sometimiento, exactamente esa situación de sometimiento de la poesía a lo erótico que da la norma de todo un romanticismo continental: Heine, Musset (los cito como puntos de referencia y no taxativamente). Con la misma violencia del deseo surge el rechazo, el salto a «la poesía», es decir, a la forma especialísima en que se manifiesta y fundamenta la libertad de Keats: una disponibilidad lírica. El hombre que pedía «diez años para sumergirse en la poesía», para abarcar

todo lo que nuestros humanos sentidos alcancen

(«Sueño y poesía»)

se alza violento contra la sospecha de que la mujer sea ese símbolo engañoso de la pluralidad en la unidad, el compendio del mundo para comodidad de poetas. Miss Jane Cox es quizá la luna, el alba, las fiestas del mar, el ritual del estío. Acaso cierta poesía puede agotar su sed de aprehensión en la perfecta presencia femenina —como es el caso de Pedro Salinas—. No la poesía de John Keats, que exige, que es libertad total de invadir y ser invadida.

Entre tanto, su sólido sentido de la autocrítica le da fuerzas de sobra durante esas semanas en que la tormenta contra Endimión debía llenarle la casa de hojas secas. «Mi propia crítica personal me ha hecho sufrir incomparablemente más que las que pudieran infligirme el Blackwood’s o el Quarterly…» (8-10-1818). Conoce los defectos de Endimión, pero su sentido de disponibilidad, de caracola abierta al sonido, se reitera en este caso como pocos días antes a propósito de «esa mujer». Y a Hessey le dice de Endimión: «Es lo mejor de que fui capaz por mí mismo. Si me hubiera preocupado de que fuese una obra perfecta, y buscado consejo…

(piensa en Hunt y en Shelley, naturalmente)

… temblando a cada página… no lo habría escrito; porque no está en mi naturaleza andar a tientas. He escrito con independencia, sin juicio. En el futuro podré hacerlo con independencia y con juicio. El genio de la Poesía debe alcanzar su propia salvación en el hombre: no puede madurar ni por ley ni por precepto, sino por obra de la sensación y la vigilancia. Lo creador debe crearse a sí mismo…».

Aquí está el romántico puro, es decir, el romántico original, libre de las adherencias y técnicas secundarias que caracterizan (o descaracterizan) a una escuela. El cree que la poesía es irrupción de dentro a fuera, y que la tarea del poeta es la del centinela: sentir y vigilar. Y esta fidelidad a sí mismo nos lo hace a John tan contemporáneo, pese a las mediatizaciones de su lenguaje.

(La lucha contra el «lenguaje poético» empieza en Europa con Lautréamont, mal que les pese a los del frac verde, y alcanza su victoria definitiva con Rimbaud; Byron y Baudelaire son estupendos pioneros, pero en ellos los lastres del lenguaje al uso malogran un porcentaje de poesía análogo al que se malogra en la obra de Keats.)

Contemporáneo, entendámonos, en el orden cordial, en la admisión directa de una poesía sustancial y primordial como los ritmos de La consagración de la primavera o una improvisación de Louis Armstrong. Lo creador debe crearse a sí mismo. Todo está dicho allí.

Esta carta había sido escrita el 9 de octubre. El 27 le mandaba John a Richard Woodhouse un asombroso mensaje que, conectado con el anterior y tanta otra frase que vamos extrayendo de su correspondencia, da la raíz y la razón de su poética. Rompo la cronología (es siempre un placer de prisionero) y dejo esta carta —«carta del camaleón»— para un capítulo próximo que, ay, será acentuadamente técnico[2].

Volvámonos a John en Hampstead, agitado por sus problemas impersonales (los peores, los que otros te plantan como banderillas), escribiéndole a George y a Georgina en América, quejándose de la vida que está llevando, «vida abstracta, desaprensiva e inquieta que ustedes conocen bien». (Claro que la conocían, como también conocían al hombre que dos páginas más adelante dice: «Esto [los ataques a Endimión] es simple cosa del momento. Pienso que estaré entre los poetas ingleses después de muerto») (14 a 31-10-1818).

Este mensaje a América inicia un sistema de carta-diario que las espaciadas comunicaciones de la época explican. John agrega cada tantos días las noticias y las ideas que pueden interesar a George y a su cuñada; les manda un verdadero diario, escrito desaliñadamente, a ratos perdidos, reflejando todos sus estados de ánimo, de pronto dado a la poesía

(«La Belle Dame sans Merci» fue compuesta verso por verso en una de estas cartas),

saltando luego al chisme doméstico, a la crónica política y teatral, al pequeño mundo de Hampstead. Nada conozco en la correspondencia romántica inglesa que acerque mejor a una intimidad, a un avance espiritual. En estas cartas-diario se puede asistir al imbricamiento incesante de una poesía y su circunstancia; los poemas de John, cuando los lee uno al correr de la carta donde aparecen, ceden su tonalidad personal que tan obstinadamente retenía el poeta en su obra. De pronto se comprende que ese lirismo desgajado del ego está en la relación de la flor con el tallo. John corta la flor y la alcanza al elogio; sólo sus cartas, que son la planta entera, pueden mostrar la corriente vital que enciende ese color y ese perfume.

(31 de enero. Aquí un amigo me dice que el maldito mimetismo operando en todo trabajo de explicación y comentario, obra ya penosamente sobre mí. «Esa imagen de la flor, che […]», me dice compasivo. Tiene bastante razón, y yo quisiera ser menos literario. Lástima que con los deseos negativos no se pueda escribir buen romance.)

Así es como estos diarios de John nos lo mostrarán en los meses del asedio exterior, pasando de una prueba a otra. Ahora es de nuevo miss Jane Cox: «No una Cleopatra, pero al menos una Charmian… Cuando entra en una habitación produce un efecto semejante a la belleza de un leopardo». Y a John le ocurre que «me olvido a mí mismo por entero, pues vivo en ella». Frase que resuena en todo su sentido mágico cuando se ha ahondado en esta poética, y que a él mismo debió de asombrarle pues agrega rápido: «A esta altura ustedes pensarán que estoy enamorado de ella, de modo que antes de proseguir les diré que no lo estoy; me tuvo una noche despierto, como podría hacerlo una melodía de Mozart […]».

(Y dice verdad, porque cuando se enamora de veras, tan pocos días después, habrá en su carta-diario una escaramuza juguetona en la que él es el primer engañado, y luego, frente a la revelación, un silencio absoluto. No se volverá a hablar de Fanny Brawne en las cartas a América.

Por aquellos días John metía la nariz en el cuadro político de Inglaterra, para información de George, y es asombroso descubrir en alguien tan desapegado de la historicidad, párrafos como éste (que debería hacer reflexionar a los redactores de la Poetry Quarterly):

«Se dice que el emperador Alejandro piensa dividir su imperio como lo hizo Diocleciano, entronizando a dos zares, mientras él seguiría siendo monarca supremo del conjunto. Si lo hace, y durante algunos años mantiene la paz interna, Rusia podría extender su conquista hasta China […] Me parece sumamente probable que China caiga, y Turquía caerá seguramente. Entre tanto, la Rusia europea del norte apuntará sus cuernos contra el resto de Europa […]».

A lo que sigue esto, que me parece memorable: «Dilke […] se complace en la idea de que Norteamérica será el país que, en el ámbito del espíritu, releve a Inglaterra cuando ésta desista. Discrepo totalmente de él. Un país como los Estados Unidos, cuyos más grandes hombres son los Franklin y los Washington, jamás lo logrará […] Sin duda son grandes hombres, ¿pero cómo compararlos con nuestros compatriotas Milton y los dos Sydney? […] Los americanos son grandes pero no son sublimes; la humanidad de los Estados Unidos no llegará jamás a lo sublime […]».

Esto, para 1818, es ver lejos. John no insiste, salta otra vez a su tierra segura, cuenta un episodio que concluye en un beso y una gentil amistad, y que él narra con fino detalle, para terminar elogiando su presente soledad como si lo sucedido hubiera estado al borde de arrancársela de las manos. «Me deslío en el aire con una voluptuosidad tan delicada, que me alegra estar solo». Y luego, como necesitado de explicárselo a sí mismo, dice: «Os he escrito esto para que veáis que participo de los placeres más elevados, y que aunque opte por pasar solo mis días, no seré un solitario. Ya veis que no hay nada de esplín en esto […]». (Quizá George y Georgina podían comprender; pero vendrá el día en que John ha de decir cosas semejantes a la mujer que ama, y el plano personal chocará con el poético en una batalla a las puertas de la muerte.)

A su hermanita, siempre presa en la escuela de miss Coley, le da John repetidos avisos de la creciente gravedad de Tom. El primer día de diciembre le envía una líneas: «El pobre Tom ha estado tan mal que no quise que vinieras, hubiera sido demasiado penoso para vosotros dos. No puedo decir que se encuentre mejor esta mañana; su estado es gravísimo. No tengo esperanzas. Guarda tu coraje para mí, querida Fanny, y ten plena confianza en tu hermano que te quiere» (1-12-1818). Tom murió esa misma mañana, y Charles Brown, siempre buen camarada, se llevó ahí nomás a John de la casa mortuoria y le propuso compartir la suya en Wentworth Place. Keats acepta, con ese dejarse llevar en que el dolor delega la voluntad. Tom había sufrido demasiado para que su reposo no se comunicase ahora al que había velado a su cabecera. «Los últimos días del pobre Tom fueron espantosos», escribe a los de América. «No haré ningún comentario beato sobre la muerte… Pocas dudas tengo de que haya inmortalidad, sea cual fuere… y tampoco Tom las tenía» (16-12-1818). Esta afirmación reticente tiene más de consuelo para George que otra cosa.

Y entonces, en el nuevo deslumbramiento de vivir, de estar tan vivo y libre, tan pobre y sin lazos e igual a un árbol o a un gorrión,

en esa claridad de convalecencia en Wentworth Place, entre los amigos que lo rodean para confortarlo,

va a recortarse, como una silueta que las tijeras van desgajando del papel negro, la primera imagen de Fanny Brawne. No es más que una entrevisión: «La señora Brawne, que ocupó la casa de Brown durante el verano, reside todavía en Hampstead;

(eran vecinos, y las casas participaban de un jardín común, de modo que John tenía que encontrarla inevitablemente al mudarse allí)

es una mujer encantadora, y su hija mayor me parece hermosa y elegante, graciosa, tonta, a la moda y extraña; de vez en cuando chocamos…».

Quince días después la silueta está ya enteramente recortada, y John la pega en su carta: «¿Os retrataré a miss Brawne? Tiene aproximadamente mi estatura, una cara bonita de tipo alargado… sus rasgos son inexpresivos… Se arregla bien el cabello… su nariz es bella, aunque ligeramente dolorosa… su boca está bien y mal… de perfil es mejor que a cara llena, aunque en verdad su cara no es llena sino pálida y delgada, pero sin ningún hueso aparente. Su figura es muy graciosa y lo mismo sus movimientos; sus brazos están bien, sus manos regular; los pies tolerables… No tiene aún diecisiete años, pero es ignorante… y su comportamiento monstruoso; estalla en invectivas en todas direcciones, dice a la gente cosas tales que me vi obligado, hace poco, a emplear el término descarada… Pienso que esto no se debe a un defecto innato de carácter, sino al deseo de hacerse notar. De todos modos estoy cansado de semejante estilo, y no pienso aceptarlo…».

En el más grande secreto (por lo menos para sus corresponsales), John se comprometió con Fanny Brawne el día de Navidad, en casa de Mrs. Brawne. ¡El muérdago y miss Brawne! Lo peor es que se había enamorado de Fanny, pero su «estilo» seguiría siéndole ajeno, como se verá dentro de unas cien páginas.

Va a terminar 1818, y su espíritu se condensa en ese mes de diciembre que se abre con una muerte y acaba con una promesa. Entre las dos, tenso como un arco, John Keats. Todos sabemos de sobra, hipocresías aparte, el alivio y la paz que trae la muerte de un ser querido. Nada tiene que ver con esto el dolor, que se cumple en su plano. Ah, pero tirar las botellas de remedios, despachar al médico, recobrar los derechos del sueño, la música, la libertad, la persona. La «individualidad» de Tom había hostigado a su hermano desde el regreso del viaje. Ahora, de pronto, el silencio. Nadie tose en esa cama. Se puede abrir la ventana, a nadie le hará daño el fresco vespertino. Otra casa, de nuevo los amigos, las caminatas, Hiperión, la luna llena. Nadie puede ser más franco que un poeta en estas cosas. La ciudad no le impone un luto barato y una cara de entierro. Tom está muerto, como Burns, como Chatterton, como tanta cosa querida. El poeta se lo ha apropiado ahora, lo guarda en el plano entrañable. Por eso mismo la vida es más urgente, el vino más sabroso. Todo tipo bien plantado vuelve con una sed enorme de los entierros. Despertará, como el oyente del Viejo Marinero, «más triste y más sabio», y a su sed no le bastarán los líquidos sencillos, los consuelos al uso. «Siento que debo recomenzar con mi poesía», escribe John. Su tema será «la caída de Hiperión». «Lo adelanté un poco anoche… pero me llevará algún tiempo estar otra vez en vena». Claro que «me quedaré confinado en Hampstead por unos días, a causa de una laringitis…». Entre una y otra frase han corrido los días, y el diario para América se va llenando de otras noticias escritas a vuelapluma, sin sospechar cómo un día tus ojos y los míos atisbarán ahí su educación sentimental, el avance prodigioso de su gusto, de su valoración. No cabe duda de que hasta esos días, John había mostrado mal gusto en muchos aspectos de su poesía. «Isabella» es buena prueba, y mucho de Endimión. El taller de Benjamin Haydon, con su estúpido propósito de crear una «pintura heroica» y pavadas por el estilo, el cottage de Leigh Hunt lleno de mala música y flojos versos, y sobre todo su condición de autodidacto, de chico que se cría sin el mínimo sistema de rumbos que dan un gran colegio o los céspedes oxonienses. La blandura frecuente en su poesía procede de no distinguir bien entre lo sustantivo y lo adjetivo (y esto es mal gusto), de creer que una descripción se llena de encanto si abunda en epítetos como sweet y sublime. Durante ese tiempo John debió preferir Guido Reni a Rafael (y en una escala más profunda, Rafael a Fra Angélico). Pero de pronto este hombre más triste y más sabio, que amanece entre golpes y dudas en diciembre de 1818, deja caer en su carta-diario: «No puedo sentirme jamás seguro de una verdad cualquiera, como no sea a través de una clara percepción de su belleza

(su único apoyo, otra vez; su porfiada adhesión a la verdad poética),

y creo que mi mente es demasiado inmadura, incluso en cuanto a ese poder de percepción que espero se acrecentará. Hace un año me era absolutamente imposible comprender los dibujos de Rafael; ahora comienzo a interpretarlos un poco. ¿Cómo aprendí? Mirando algo ejecutado con espíritu totalmente opuesto: quiero decir un cuadro de Guido (Reni) en el que todos los Santos, en lugar de la heroica simplicidad y la grandeza sin afectación que heredan de Rafael

(“que heredan de Rafael”… ¡qué manera de decir las cosas!),

expresan con sus gestos todo el sentimentalismo melodramático, solemne y mojigato del Padre Nicolás de Mackenzie[3]. La última vez que estuve en casa de Haydon miré un libro con ilustraciones tomadas de frescos de la iglesia en Milán (he olvidado el nombre); con muestras de las épocas primera y segunda del arte italiano. Creo que jamás he recibido una impresión semejante, Shakespeare aparte…».

Y esto lo dice el hombre para quien el universo (parafraseo una ocurrencia de Eduardo Blanco Amor, que lo decía de Mozart) empieza con Shakespeare para seguir con Jehová. Pero lo que afirma este tremendo ajuste axiológico y estético que ha estado haciendo John por su cuenta, y da su verdadero alcance futuro, es el párrafo que sigue: «Los cuadros llenos de fantasía y del más tierno sentimiento; magnificencia de los paños que superan todo lo que he visto (sin excluir los de Rafael). Pero grotescos hasta un extremo raro, aunque hermosos en conjunto, para mí aún más que muchas obras más logradas… porque dejan tanto campo a la imaginación».

Esto procede de una carta, no está desarrollado ni pensado dialécticamente por John. Hay que intuir in nuce el salto vertiginoso de su aprehensión estética. La justa actitud receptiva para sentir la plástica del quattrocento se prueba allí sin que Keats se lo proponga o lo piense dos veces. De golpe, en ese estadio en que su situación se verticaliza y se concentra

(el halcón vuela en círculos horizontales; de pronto elige y se precipita, calando el aire)

un encuentro casual con un álbum revela su nueva latitud. John sabe que esa belleza es verdad porque —como le gustaba decir— la ha probado en su pulso. Sólo Shakespeare podía golpearlo más. Y cuando se pregunta por qué le gustan los frescos milaneses, atina a señalar rasgos dominantes: «lo romancesco» y «los sentimientos delicados», dos adherencias a su pasado, para teñirlas con una nueva luz. En un Guido Reni falta «lo romancesco» en el sentido medieval, arturiano, chauceriano, isabelino de John. «Romancesco» será «La víspera de Santa Inés», mientras que «Isabella» era sólo Guido Reni. Los «sentimientos delicados» están ya en la grave línea de «La Belle Dame sans Merci» y la «Oda a la melancolía». Y luego John hace el descubrimiento mayor: los frescos son «grotescos», pero alcanzan la más hermosa plenitud: la que deja espacio a la imaginación. ¿No está ya entreviendo la vía real de la poesía y el arte modernos? Mallarmé la ceñirá crípticamente: «Pienso que sólo es necesaria una alusión…». El sentimiento simbólico de la realidad acaba con todo realismo; ahora John sabe que la belleza no está en el «hermoso exceso» que él atribuía a su primera poesía, sino en la parvedad formal que procede por signos catalizadores, por balbuceos esenciales apuntando a una totalidad que jamás se alcanzaría por acumulación. Endimión ha muerto, viva Hiperión. De pronto ve que la pintura no es una suma de elementos, sino un sistema de mostraciones donde los elementos juegan como claves plásticas. Hiperión se enriquecerá con esta revelación de la carga poética latente, porque Keats, que piensa sin especialismos, trasladará a su sentimiento de la poesía esta intuición que el quattrocento le confirma con tanta fuerza.

Su poesía va a mostrar inmediatamente huella de las experiencias de diciembre. La carta-diario a América recoge un poema admirable, donde la delicia enumerativa se carga de un nuevo sentido, al punto que podría llamárselo el «pequeño anti-Endimión», la contraparte necesaria para satisfacer este camino más esencial que él ha empezado a recorrer y que paralelamente se irá cumpliendo en Hiperión. Y el poema es «una especie de rondeau» acerca de la Fantasía, y se abre con estos versos que dan su clave:

Ever let the Fancy roam,

Pleasure never is at home.

(Dejad siempre errar la Fantasía, / el placer no está nunca en casa.)

El poeta se pregunta por lo perecedero, y lo siente desleírse entre los dedos. De alguna dolorosa manera, la adherencia directa y personal a la circunstancia debe ser superada, no porque carezca de belleza

(las Odas no hubieran sido escritas, de creerlo él así)

sino porque la morosidad estética y sensual, el quedarse interminablemente con la rosa en la mano, aleja en vez de acercar, confirma las barreras entre el poeta y las cosas, la infranqueable distancia que va de la mano a la flor, del olfato al perfume. La actitud de Endimión había sido la de asediar verbalmente las cosas

(«imaginarias», pero entendidas como presentes, tangibles, vistas siempre plásticamente)

buscando acceder por saturación. En el gesto del hombre que tritura una hoja de menta y se huele los dedos

yace la desesperada ansiedad de posesión por destrucción asimiladora (Sartre estudia hoy eso, en El ser y la nada), la «imagen sensible» por decirlo así, que por un segundo hace que la mano sea la menta. Los poemas de 1817 y Endimión exploran de ese modo la esfera real. Pero John acaba de descubrir un arte «que deja amplio espacio a la imaginación», un arte de síntesis capaz de alcanzar lo concreto sin enumeración ni recorrido, dando de lleno en el centro del blanco con la imagen única que lo contiene en su esencialidad. «A la fantasía» es una primera, juguetona exploración de este acceso. Y John la intenta más con la noción del poema que con su forma. Preciso es —se pregunta— superar la fugacidad de la cosa bella («En una cosa bella hay júbilo por siempre», y a esto no renuncia Endimión-Keats),

instalando el centro de la esfera en un plano no perecedero. ¿No tenemos a Fantasía?

Fancy: Faculty of calling up things not

present, of inventing imagery,

(Facultad de imaginar cosas no presentes, de inventar imágenes)

Y paralelamente: ¿No es el poeta aquel que fija las imágenes, retiene su doble fugacidad de contenido y modo en el verso? La fantasía es el lujo, el juego real del hombre; sólo el poeta puede desprender de ese juego las sustancias absolutas. Lo que John, golpeado en la cara por la muerte y el amor, solo y dolido en ese fin de año, propone en su poema, es una sustitución platónica, un recurso en última instancia, un orden apolíneo contra el caos confuso e inseguro de la esfera viviente.

Summer’s joys are spoilt by use,

And the enjoying of the spring

Fades as doth its blossoming…

(La costumbre malogra las delicias estivales, / y el goce de la primavera / se desvanece como su floración…)

(Vv. 10-12)

¿Qué hacer?

Está el carpe diem, su primer recurso adolescente: adherir, adherir a un puro presente. «Goza cuello, cabello…», con el consejo de Góngora: Endimión.

Ahora, de vuelta de esa instantaneidad en continua pérdida, que el grito de Fausto despide desgarradoramente,

Heilt, du bist so schon!

(¡Detente, eres tan bello…!)

John prefiere la creación a la sumisión, el vuelo de Fantasía al gesto que vanamente encierra la manzana. Sin decirlo.

(«Aquí están los poemas; se explicarán por sí mismos, como todo poema debe hacerlo, sin comentario…»)

los versos contienen la razón que hace rico este platonismo estético, este paso del plano sensible al inteligible: y es,

sencilla pero fundamentalmente,

que el poeta se traslada, opta por trasladarse, precisamente porque

viene del plano sensible, viene de Endimión, viene con la cara manchada de zumo, con los dedos fragantes de bayas, con la laxitud deliciosa y triste que sigue a la persecución y alcance de las ninfas.

No quiero caer en acatarrada erudición, me libren este hermoso día de febrero y la imagen de John que cuelga sobre mi mesa;

pero véase un minuto la diferencia de itinerario con, digamos, Shelley. En Shelley hay un instalarse poético a priori en el plano inteligible. Gran vividor, notorious gentleman, Percy Bysshe taja los dos mundos con el filo del papel. Vive aquí y escribe allá, y si aquello se nutre de esto (¡y cómo!), él tiene buen cuidado de no explorar poéticamente el campo sensible, que su cuerpo y su ritmo vital conocían como un pájaro el aire. Su platonismo maravilloso se sustenta en impulsos intelectuales y no implica una hipóstasis, una sublimación de la experiencia pánica. Por eso su más frecuente lirismo procede de la indignación ante el orden social, la barbarie política de su tiempo. Shelley parte de la historia para trepar a la metafísica. John arranca del erotismo sensible para alcanzar el plano permanente. ¿Pero qué quiere él en ese plano?

Lo que Fausto joven: quiere el erotismo sensible a salvo de pérdida. Y ésa será la esencia de su «Oda a una urna griega», donde las figuras se aman, se persiguen y cantan eternamente.

Fantasía puede, pues, traer imágenes a salvo de mudanza. ¿Qué le pide John en este poema?

¡Le pide Endimión! ¡Pero claro!

Le pide el mundo de la manzana, la ronda de las estaciones y las mareas, la amante perfecta, el placer sin melancolía. Sincero consigo mismo, John redacta su lista de deseos:

… send her!

She has vassals to attend her:

She will bring, in spite of frost,

Beauties that the earth hath lost;

She will bring thee, all together,

All delights of summer weather;

All the buds and bells of May,

From dewy sward or thorny spray

All the heaped Autumn’s wealth,

With a still, mysterious stealth:

She will mix these pleasures up

Like three fit wines in a cup,

And thou shall Quaffit…: thou shalt hear

Distant harvest-carols clear;

Rustle of the reaped corn;

Sweet bird antheming the morn:

And, in the same moment… hark!

‘Tis the early April lark…

(… ¡Envíala! / Ella tiene vasallos que la asisten: / te traerá, a pesar de las heladas, / las bellezas que la tierra ha perdido; / te traerá, conjuntamente / las delicias del tiempo estival, / todos los capullos y corolas de mayo, / del césped con rocío o la rama espinosa, / todas las riquezas otoñales; / con callado misterioso sigilo / mezclará entre sí esos placeres / como tres vinos en una copa, / y podrás beberlo… Oirás / distintos cantos de siega, claramente, / el susurrar del agostado trigo, / los pájaros celebrando la mañana, / y en el mismo instante… ¡escucha! / Es la alondra de abril, la tempranera…)

(Vv. 27-44)

Y como Fanny Brawne es ya la presencia hostigante, John se la pide perfecta a Fantasía[4]:

Mistress fair!

Thou shalt have that tressed hair

Adonis tangled all for spite,

And the mouth he would not kiss,

And the treasure he would miss;

And the hand he would not press,

And the warm he would distress.

O the Ravishment —the Bliss!

Fancy has her there she is…

Never fulsome, ever new,

There she steps! and tell me who

Has a Mistress so divine?

(¡Hermosa amante! / Tendrás ese trenzado cabello / que Adonis enredó por despecho, / la boca que no quiso besar, / el tesoro que dejó perder, / la mano que no quiso estrechar, / y el ardor que él atormentó. / ¡Oh la delicia, el éxtasis! / Fantasía la trae, aquí está… / Nunca el hastío, siempre nueva. / ¡Aquí viene! Dime, ¿quién / tiene amante tan divina?)

(Vv. 89-100)

Su poesía adolescente se había confiado a la imaginación, para sustituir los tristes panoramas inmediatos por los escenarios botticellianos donde la poesía podía buscar adhesión. Ahora la fantasía es invocada deliberadamente como dispensadora de imágenes a salvo de muerte. Vendrá todavía la etapa final, la de las Odas, donde imaginación y mundo tangible se fundirán en una sola realidad que la poesía alcanza, y donde la elección del poeta se cumple tan esencialmente, tan en lo único y necesario, que allí

todo lo imaginario es real y todo lo real imaginario.

(¿Dialéctica de una noche de verano? Es el 2 de febrero, unos amigos acaban de irse, bebo agua y miro las boyas del canal. En un dibujo de Seoane que cuelga en mi cuarto, un caracol sueña en la arena su laberinto. Ahora he vuelto a escuchar a Bix, su triste grandeza; en tanto silencio un muerto se levanta para decir, con casi desapegada pasión, Jazz me Blues.)

Es bueno releer, considerar. Temo el prestigio de las fórmulas como la que cierra el comentario anterior. Entonces, desde su orilla segura, Keats me arroja un cabo de certeza, unas líneas en la página siguiente de su carta-diario. William Hazlitt, a quien admiró como a ninguno de sus contemporáneos

(otra prueba de la rápida afirmación de su gusto: fuera con Leigh Hunt, llega ese adusto, salvaje, delicado y profundo Hazlitt, ese Domingo Faustino Sarmiento de la crítica inglesa)

ha dictado un curso sobre novelistas. John copia fragmentos para George y Georgina desterrados. Y elige uno que coincide plenamente con el avance decisivo de su poesía, con el acceso al mundo de las Odas. Quizá no sabe hasta qué punto esos pasajes corroboran su propio sentir. Dice Hazlitt: «[En las novelas de William Godwin]… hay poco conocimiento del mundo… El efecto [sobre el lector] se logra enteramente, no por hechos o fechas, por conocimiento de autoridades o acumulación, sino por intenso y paciente estudio del corazón humano y por una imaginación que se proyecta a sí misma en ciertas situaciones, y es capaz de elevar sus sentimientos imaginarios a la altura de la realidad…».

Así, exactamente así, entiende John la Fancy, la forma viajera y colectora de la imaginación. No trueca (pacto literario por excelencia) la sangre por la tinta. Simplemente ve de otro modo, elige una entrega lírica que sea a la vez una creación. Como Emilio Prados, puede decir:

Del fondo de mi sangre

Voy subiendo despacio

De su arcano inseguro

Y empiezo a despertar de nuevo

En mitad de mi vida,

Como al nacer se brota de la muerte.

En los últimos días del año, Keats cierra su carta-diario a América (la terminó el 4 de enero de 1819) con una miscelánea que mal disimula la fatiga que le está ganando el corazón. De Fanny Brawne, ya su secreta prometida, nada.

Oh torre de mi amor en torno de mi amor,

Blanco hilaban los muros en torno a mi silencio.

(PAUL ÉLUARD)

En cambio da noticias sobre el supuesto descubrimiento de un fantástico reino africano («tienen ventanas con marcos de oro, infantería de cien mil hombres, sacrificios humanos… todo esto suena un poco barbazulesco…») y las frecuentes visitas que le hace una vieja gata barcina de Mrs. Dilke. («La he interrogado, miré las líneas de su pata, le tomé el pulso… Inútil. ¿Por qué viene a verme?») Y se monta un programa futuro de informaciones para los ausentes, quiere saber qué noticias pueden interesarles más: «Teatros, el jardín de los osos, los boxeadores, los pintores, los conferencistas, la moda, el progreso del dandismo…». Detrás de todo está su malestar («esta maldita laringitis», le escribe a Haydon) y sus problemas de dinero (el mismo Haydon lo asedia en busca de ayuda, y John tiene que correr a Londres y morirse de hastío en los bancos o discutiendo con su tutor Abbey). Y por sobre todo Fanny, que viene a él con la promesa, que delicadamente lo instala en el mundo personal de la pasión, en la esfera pequeña del individuo civil,

después de esa vida sin individualidad que él prefería y necesitaba. En su maravillado corazón laten ya los versos que le nacerán más tarde:

How shall I do

To get anew

These moulted feathers, and so mount once more

Above, above

The reach of fluttering love…?

(¿Cómo haré / para recobrar / esas fundidas alas, y subir otra vez / muy, muy alto, / más allá del alcance del amor volandero…?)

(«Lines to Fanny»)

Termino este capítulo en la tarde del 3 de febrero. Hace un año, día por día, llegué a la tumba de John en Roma. Era una mañana fría y luminosa, con la dura claridad que el invierno presta al sol. Andar por Roma mordiendo manzanas, entrando en los portales y los zaguanes para espiar lo que no ve el turista,

volviendo.

Para ir al cementerio seguí la Via del Mare. Ah perspectivas, ciudad de fugas armoniosas. (Roma, saturación extrema de monumentos, ruinas y edificios, se resuelve en una incesante fuga de espacio, de libertad para ver hasta el fondo de las calles…) Y me acuerdo: el teatro de Marcelo, las columnas del templo de Apolo Sosiano, y la isla Tiberina,

toda luz y gente,

rebrillar de pez trattorias

y san Bartolomé

con su pescador que echaba la red al Tíber

el Tíber el Tíber el Tíber

sucio feliz repleto de cadáveres

gusano calavera Locusta-tíber,

gato amarillo.

El rápido templo de Mater Matuta (debió de ser más hondo)

y el honguito feliz del templo de Vesta.

Enfrente, el arco de Jano, grueso y áspero, ocultando la misteriosa maravilla de San Giorgio in Velabro.

Después Santa Maria in Cosmedin, su horrible vieja cancerbera, frío y moho —Subida por la Via della Greca, la Via del Circo Máximo, el claro piazzale de Rómulo y Remo, Santa Sabina y su puerta del siglo V, donde en uno de los paneles se alza el carro del profeta con un ritmo perfecto…

(Déjame contarlo, andar de nuevo. Venía de tu casa en la Piazza di Spagna, iba a tu tumba.)

Entonces bajé lentamente por la Via de San Anselmo. A mediodía, llena de sol, viraba como una música lenta, conduciéndome sin esfuerzo; me dejaba ir, mirando las villas, los muros rosa

(en Italia el color del reposo es el rosa)

hasta bajar al tráfico y el ruido, y de golpe la horrenda pirámide de Cayo Cestio,

el cementerio, el término del viaje para los dos. Y arriba el sol, absurdo.