TEIGNMOUTH

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta

FEDERICO GARCÍA LORCA

Fotomatón del poeta

En tiempos de John Keats, los ensayistas al modo de Hazlitt y De Quincey hubieran podido ganarse muy bien unas guineas produciendo un ensayo sobre este tema: «¿Es el poeta un individuo desagradable?». Y junto con las guineas hubieran ganado maldiciones inmediatas y la verdad eterna, porque el poeta es siempre un individuo desagradable.

Por mi parte conozco a pocos, y no me pongo como ejemplo porque mis amigos me llevan ampliamente demostrado que no lo soy. Quisiera con todo que me aceptaran en el oficio, para confirmar con mi desagradabilidad lo desagradable de mi afirmación. En cambio tendré que decir algo que no me place decir desde fuera, y es que todos los poetas que he conocido son sorprendentemente desagradables, no coinciden en absoluto con su futura biografía.

Los tipos son desagradables, y los biógrafos de mala fe cuando, llevados por su amor, repiten lo de la rama de Salzburgo y convierten a su biografiado en una vitrina de perfecciones. No quiero decir que sean tipos repulsivos, que anden tropezando con las soperas y que, de acuerdo con la imagen tradicional del poeta, circulen a contramano con el cuerpo cubierto de picaduras y el alma asomándoles por una corbata de flecos y pelusas. (Yo estaba parado en San Martín y Lavalle, y dos chicas pasaron charlando. «Fijate que tenía anteojos negros y un pulóver amarillo. ¡Parecía un poeta!».)

No quiero decir que estos tipos que conozco parezcan poetas. Quiero decir que son desagradables porque son poetas.

Ahora, ay, a explicar.

No se puede ser agradable sin formar parte del cuadro. Uno de esos seres chorreantes con muletas que pinta Dalí sería sumamente desagradable en el prolijo paseo de La Grande Jatte. Al ponerle bigotes a la Gioconda, Marcel Duchamp estableció el hecho poético desagradable por excelencia, metiendo el dedo en el ventilador de la realidad. Cuando todos piden whisky con soda en la fiesta que da Monona Pérez, es muy desagradable que alguien reclame exigentemente un plato de tapioca. Cuando las señoras se reúnen para corroborar que el doctor Cronin es la culminación de la literatura, siempre es desagradable que una adolescente, una mocosa despeinada y dedos sucios, se inmiscuya en la conversación para sostener que el doctor Cronin no sirve ni para cortar un resfrío. Estas cosas son profundamente desagradables, y si a De Quincey se le hubiera ocurrido hablar de ellas desde este ángulo, estoy seguro de que hubiera logrado el más estupendo de sus ensayos. Yo, por desgracia, me siento demasiado dentro de la cosa para verla bien. Uno habla siempre con excesivo cariño de su club.

Por otra parte no es muy novedoso hacerse el Baudelaire II (parece nombre de conde de las cruzadas) y discurrir sobre el horror y el escándalo que presiden el nacimiento y la vida del poeta. No es para ponerse tan nervioso, los poetas ganan sus sueldos, y los que se mueren de hambre lo hacen del mismo modo que otros ignorantes de que el cielo rima con desvelo y con bisabuelo. Los poetas no son malditos. Lo que hay es que estos malditos son poetas, y te lo hacen sentir.

Te lo hacen sentir (esta técnica se llama punto cadena; cada fin de frase espera que la enganches con la siguiente), porque inevitablemente se sitúan fuera del cuadro, y a la axiología de la ciudad contestan con la axiología personal, de manera que hay un espantoso juego de fricciones y topetazos, de paraguas citándose con máquinas de coser sobre las mesas de operaciones valorativas. El surrealismo en acción no es más que la puesta en escena de esa conducta: hacer que el hombre se enfrente con la ciudad. No hablemos de los resultados, porque me entristezco,

orgullosamente me entristezco,

y quedémonos en los hechos. Lo desagradable del poeta no está en que lleve el corazón peinado de otra manera que los demás, sino en que es siempre un testigo, y ya se sabe lo desagradables que son los testigos, especialmente los que suben a declarar que usted no estaba en la cama a las siete y veinticuatro, porque a esa hora donde estaba era en un bar de Viamonte y Reconquista. Pero el poeta es peor, es ese testigo que no dice nada contra usted,

pero usted sabe que desde que escribió su primera línea, desde que dejó caer la primera palabra del primer poema,

ese individuo está testimoniando contra usted, contra la parte de usted que es ciudad, que es fin de semana, que es una marca de auto, que es la costumbre de leer el Reader’s Digest, que es su manfutismo, que es su escapismo, que es su argentinismo o su salvadoreñismo o su neoyorquismo[1]. El tipo es desagradable porque nunca habla de usted,

no lo menciona nunca, no lo saluda o lo increpa en la calle, no se ocupa de su vida,

anda por ahí, y si lo conoce le habla de cualquier cosa y nunca, nunca le ve usted los ojos del espía o del testigo,

y lo desagradable es eso, que no tiene por dónde agarrarlo, el tipo es desagradable porque nunca dijo ni dirá la primera palabra de una acusación,

simplemente se ocupa de sustancias confusas, inventa nomenclaturas, un día es una urna griega, otro día son las tierras baldías, después se las toma con las lesbianas o se queja porque nadie lo escucha entre las jerarquías de los ángeles,

dejándolo siempre de lado a usted, no diciendo absolutamente nada de su valiosa persona, pero andándole al lado como perro de sulky, mirando adelante y sin fijarse en usted. Y esto es muy desagradable.

Tan desagradable es esto, que el poeta llega al punto de ser testigo de sí mismo, y entonces se torna altamente desagradable para con su propia persona. Baudelaire sigue siendo el gran ejemplo, pero hay muchos otros; mírelo a Villon, mírelo a Hart Crane, mírelo a César Vallejo. Estos llegan incluso a hacer del poema el acta de autoacusación. Pero no confundir con las confesiones al uso, ya sabemos que todo lírico tiende a la confidencia, le guste o no, y que «cantar» posee una acepción de uso frecuente en los medios policiales,

así como que la entera actitud romántica se simboliza muy bien en el alarido de Antony: «¡Yo la maté!»,

tras lo cual el poeta se enjuga los ojos, se va a la cama, y tiene para unos pocos días más, porque a su manera ha cumplido el anticonsejo de Cocteau a Orfeo: «Mata a Eurídice, te sentirás mucho mejor después». Pero cuando el poeta es realmente grande

(mal asunto, esto de «grande» y «menor», pero qué le vamos a hacer)

entonces no confiesa: se acusa. La diferencia es absoluta, toda una estirpe queda para siempre aparte. Y el poeta de esta especie es un individuo que merece su propia acusación porque está lleno de faltas personales, de debilidades y de espíritu ciudadano, es un ser abúlico, o dado al devaneo, o inconsecuente, un hombre como todos; pero en él el poeta es su testigo, su vampiro hasta morir.

Esta especie es casi siempre la grande. Están más con Dionisos que con Apolo, con Afrodita y no con Palas. Nerval, Lautréamont, Rimbaud, Baudelaire, poker de ases. Y en la isla, Shakespeare, Ben Jonson, Donne, Chatterton, Bob Burns. Seres sumamente desagradables hacia sí mismos y, naturalmente, hacia la ciudad. Aquí está Mariano José de Larra. Aquí está Alexandr Pushkin. ¡Qué tipos!

¿Y John?

Éste es mi problema. John habla, y alguien debería atarme al mástil. Tiendo a eximirlo de esta caracterología, soy ya el buen biógrafo entusiasta. No lo veo entre esos poetas, pero quizá no lo veo porque su vampirismo, su acusación, no se dan en espectáculo. Y sin embargo John es un poeta desagradable, como bien se lo sospecharon sus contemporáneos apresurados por olvidarlo. Cuando Monckton Milnes lo exhuma, en 1840, lo que sale a luz es ya la fábula, la biografía de John Keats poeta inglés. Y si no quiero repetir la fabulación, caer en la idolatría universitaria de Middleton Murry o el eco persistente de Adonais, necesito ver a John por debajo de su apariencia, de su involuntario ocultamiento.

En su obra, la fuente capital, no hay de él más que su espléndido camaleonismo. Esa poesía se da como nacida de sí misma, y sólo sus defectos dan indicios de lo personal. A medida que se acerca a la pureza extrema (las Odas, Hiperión), la parte temporal, el ente histórico que aportaba las faltas iniciales,

mal gusto

mojigatería

afectación

delicuescencia

sentimentalidad

facilidad

improvisación retórica (sic)

desaparece llevándose consigo el último resto de la desagradabilidad general del hombre Keats para dejar sólo su perfecto cumplimiento poético. Su poesía no testimonia contra él, no es autoacusación. No se siente culpable de nada, y ésa es la actitud que hace al lírico. Su compromiso entraña la materia poética absoluta, sin situación histórica, sin circunstancia atendible.

(Se puede discutir esta concepción, pero no el derecho de John a adoptarla, al elegirse, como Mallarmé, habitante de una poesía que no nace por reacción ni contragolpe (Shelley) sino como traslación a su plano de los elementos inmediatos. Usando de su vocabulario, un ir de la cosa a la «cosa etérea»; es la moral de Endimión.)

Lo desagradable de Keats no está, pues, en que testimonie contra la ciudad o contra nosotros o contra sí mismo, sino en que se manda mudar, anda por la ciudad pero no pertenece a ella, adhiere a la tierra pero no a la que eligen sus contemporáneos. La ciudad aplasta al que se alza contra ella, pero mucho más odia al que se le va, al que pisa sus calles sin sanción posible, sin dejarse atrapar. El poeta en situación de ciudad (Shelley, Rimbaud) es muy desagradable; pero el poeta desentendido de las citaciones judiciales es el ser más abominable, es el enemigo que no ataca, la mano que no abofetea. Su mera presencia es asalto y bofetada, pero vaya usted a decirle eso al comisario.

Lo desagradable de John Keats está en que es encantador.

Canción del tordo

Terminado Endimión, vino un tiempo de juego y olvido, ese período en que el poeta olvida su tarea y se pierde en aquello que un buen día (esto le pasaba atrozmente a Pushkin) le parecerá absurdo y ridículo. Rodeado por sus amigos, John vive algunas semanas jugosas y activas, de las que su correspondencia da rápidas imágenes. Pero lo otro no duerme y él puede aplicarle su propio verso:

And he’s awake who thinks himself asleep.

(Y está despierto el que se cree dormido.)

A Haydon le anuncia en enero de 1818 que va a escribir Hiperión, cuya anticipada diferencia con Endimión muestra de paso el cambio personal que se está operando en él: «La naturaleza de Hiperión me llevará a tratarlo de un modo más desnudo y griego…». Sólo ocho meses más tarde, de vuelta de su gira por Escocia, empezó John a escribir el poema; la línea interior continuaba sin ruptura, mientras en la superficie jugaban los valores momentáneos, las distracciones de pasaje.

¿Está bien calificarlos de momentáneos y pasajeros? Ahora que él choca contra su realidad inmediata, aunque sea el choque trivial con otra pareja en una vuelta de vals, John siente la presencia del mal, del horror, de la muerte, con esa fuerza enigmática de los contrarios, y que el romanticismo francés personalizó —creyendo despersonalizarlo— en la expresión mal du siècle. La idea de la «Oda a la melancolía» pudo nacer en una de esas fiestas triviales, al sentir,

como todos, alguna madrugada lívida, que la melancolía

… dwells with Beauty —Beauty that must die;

And Joy, whose hand is ever at his lips

Bidding adieu…

(… con la belleza habita… la belleza que pasa, / y la alegría, que alza la mano hasta sus labios / diciendo adiós…)

A Bailey le escribe: «Dijiste simplemente: ¿Por qué tiene que sufrir la mujer? Sí, ¿por qué…? Así es, y aquel que siente cuán incapaz es la más celestial caballería andante de curar esa belleza herida, ése es como una hoja de sensitiva en la ardiente mano del pensamiento» (23-1-1818). Esta idea volverá meses después: «Si de mí dependiera, rechazaría la corona petrarquesca, a cuenta del día de mi muerte y porque las mujeres sufren de cáncer». Lo que no puede rechazar es la juventud y la certidumbre del sol. Cuando va a escribirle a Reynolds una «carta seria sobre la poesía», ve de pronto un pañuelo de muselina «muy bien sujeto con alfileres», y tras la visión femenina comprende que «no puedo escribir en prosa, es un día radiante y no puedo, de modo que ahí va».

Lo que va es un poema donde, tras la liviandad de la invocación al sol-Apolo, se esconde otra vez la noción que recorre todo Endimión como un río escondido, y que salta ahora:

God of the Meridian,

And of the East and West,

To thee my soul is flown,

And my body is earthward pressed.

(Dios del Mediodía, / del Este y el Oeste, / hacia ti vuela mi alma / y hacia la tierra es impulsado mi cuerpo…)

Este ícaro salta hacia el sol, pero no se mata al caer; el mito se perfecciona en Keats, que ha visto ya el sol negro de la Melancolía como el pobre Gérard, y sabe que el mal es el nombre que los hombres dan a su fracaso. Como tan hermosamente lo dice Sidney Keyes, sabe que

It is not death who kills, but the arrow,

or the poisoned cup, or the cancer… or the tired soul.

(No es la muerte la que mata, sino la flecha, o la copa de veneno, / o el cáncer… o el alma fatigada.)

(Minos de Creta)

Su alma no está fatigada, porque el suyo no es un vuelo de desasimiento sino una estación de árbol —copa y raíz replicándose—. A la hora en que el alma se abre al espacio cósmico, el cuerpo se adentra en la materia nocturna de la tierra. Tiene miedo («Es una tremenda misión / separación terrible») y su miedo es canto, como en los profetas. Tiene pereza («la belleza de la mañana invita al ocio») y cierra los ojos para guardar las imágenes. De tanta turbación, de tanta incertidumbre,

John Keats está asomándose a su verdad final, todavía no vuelta poesía, pero balbuceada en cartas, en poemas tirados sobre el papel porque el sol no lo deja escribir en prosa.

De esos poemas elijo (era febrero de 1818) el que improvisa para Reynolds en una carta que volveremos a encontrar más adelante. «Fui llevado a estos pensamientos, querido Reynolds, por la belleza de la mañana que me inducía al ocio… No leí ningún libro: la mañana dijo que tenía razón… No pensaba en otra cosa que no fuera la mañana, y el tordo me dio razón, como si me dijera:

O thou whose face hath feit the Winter’s wind,

Whose eye has seen the snow-clouds hung in mist,

And the black elm tops mong the freezing stars,

To thee the spring will be a harvest-time.

O thou, whose only book has been the light

Of supreme darkness which thou feddest on

Night after night when Phoebus was away,

To thee the spring shall be a triple mom.

O fret not after knowledge —I have none,

And yet my song comes native with the warmth.

O fret not after knowledge —I have none,

And yet the evening listens. He who saddens

At thought of idleness cannot be idle,

And he’s awake who thinks himself asleep».

(Tú cuyo rostro ha sentido el viento del invierno, / cuyos ojos han visto las níveas nubes suspendidas en la niebla, / y las negras copas de los olmos entre las heladas estrellas, / para ti la primavera será tiempo de cosecha. / Tú, cuyo único libro ha sido la luz / de la suprema oscuridad con que te alimentaste / noche tras noche cuando Febo estaba lejos, / para ti la primavera será una triple mañana. / Oh, no te agites en pos del saber… Yo no sé nada, / y sin embargo mi canto nace unido al calor. / Oh, no te agites en pos del saber… Yo no sé nada, / y sin embargo la noche escucha. Aquel que se aflige / pensando en el ocio, no puede estar ocioso / y está despierto el que se cree dormido.)

Es la aceptación poética en su más simple hondura. Cómo lo siente John, que ya semanas antes había expresado un anticipo discursivo de esta conciencia de poesía en una carta a Reynolds, donde al tomar partido por los poetas del pasado frente a la supuesta obligación de dedicarse a los contemporáneos, le dice (y esto es contra Wordsworth, cada día más lleno de esprit de sérieux, de Geist der Schwere, cada día más cerca de lo que fue al final): «Detestamos la poesía que tiene una intención palpable… La poesía debería ser algo grande y discreto [great and unobtrusive], algo que entre en el alma y no la sobresalte o asombre por sí misma sino por su tema. ¡Qué hermosas son las flores recatadas! ¡Y cómo perderían su belleza si se precipitaran al camino gritando: “¡Admírame, soy una violeta! ¡Adórame, soy una prímula…!”. ¿Por qué ser de la tribu de Manasés cuando podemos deambular con Esaú?» (3-2-1818).

Así va John, y bien podría decir con Éluard:

Claro con mis dos ojos

Como el agua y el fuego

Y con Juan Ramón:

¡Qué me importa nada,

Teniendo mi cuerpo y mi alma!

(«Las hojas verdes»)

Tanto que de nuevo le vuelve la noción de un cielo Walhalla, y le copia a Reynolds unos bonitos versos sobre la célebre Taberna de la Sirena, la central isabelina de la poesía. No hay Elíseo comparable a la Taberna de la Sirena; no hay en el paraíso frutos como sus pasteles de venado. Un día voló la muestra de la taberna, nadie sabía dónde, hasta que un astrólogo dijo haber visto a los poetas en su gloria, brindando bajo la vieja insignia alzada al zodíaco.

Souls of Poets dead and gone,

What Elysium have ye known,

Happy field or mossy cavern,

Choicer than the Mermaid Tavern?

(Almas de los poetas muertos y desaparecidos, / ¿qué Elíseo habéis conocido, / campo feliz o musgosa caverna, / mejor que la Taberna de la Sirena?)

Lluvia en Teignmouth

Por ahí Keats se va a Teignmouth a hacerle compañía a Tom, que está cediendo poco a poco a la «consunción». El clima lluvioso de Devonshire le da en los nervios apenas llega. No se puede traducir bien esta graciosa acumulación de epítetos para ilustración de Bailey: «You may say what will of Devonshire: the truth is, it is a splashy, rainy, misty, snowy, foggy, haily, floody, muddy, slipshod county…». Y agrega: «Las colinas son muy bellas… cuando puedes verlas; las prímulas ya han salido… pero tú has entrado…» (13-3-1818). La gente no le merece mejor concepto, y lo lamenta porque

«el paisaje es cosa bella, pero la naturaleza humana es algo aún más bello».

Se consuela escribiendo a los amigos, jugando con poemas breves, y de su modo erótico de entonces surge la gracia shakespeariana de la canción: «¿Adonde te encaminas, doncella de Devon?», y «Por las colinas y por los valles». Se divierte escribiéndole a James Rice una teoría sobre la inteligencia considerada como un todo, del cual los hombres de genio toman porciones tan enormes que dejan al resto en la pobreza. Así, Milton ha despoblado de inteligencia a Inglaterra.

(Lee ahora a Milton. Volverá a hablar de él más adelante. Hiperión crece en John, y tantea en lo inconsciente, buscando apoyo, analogías donde probarse. El Paraíso perdido es su infancia.)

El período de Teignmouth parece importante en la evolución personal de Keats. Curioso que su resultado «oficial» sea un mediocre poema, «Isabella»,

una última adherencia al modo Endimión en lo que respecta a romanticismo sensiblero mientras que al azar de las cartas surgen dos poemas extraordinarios, que continúan y completan el mensaje del tordo, y nos dejan asomar a la entraña de esa hora: la «Epístola a Reynolds» y el fragmento de la «Oda a Maya». La mejor manera de llegar a ellos me parece la de coincidir con el clima del puñado de cartas escritas desde Teignmouth, donde un corazón mojado de lluvia y ansiedad fraternal lucha por verse otra vez bajo un sol más limpio.

Ya dije que Keats no era «hombre-futuro». Pero aquí hay un plan: «Pienso echarme el morral a la espalda el mes próximo y hacer una gira a pie por el norte de Inglaterra y parte de Escocia, como una especie de prólogo a la vida que me propongo llevar… vale decir escribir, estudiar, y visitar toda Europa con el menor gasto posible…». Se descubre en seguida la razón estética de este plan, del falso futuro pensado exclusivamente como presente demorado: «Acumularé tantos recuerdos, que podré andar por los suburbios de Londres sin verlos» (8-4-1818). Lo que quiere John es corregir el presente, no dejarlo atrás. Sabe que su «presente histórico» son los suburbios de Londres, la fealdad y la pobreza,

que se hace sentir cada día más, y que él resistirá gallardamente hasta el fin, sacrificándose por George Keats,

y lo que quiere es armarse contra el horror sin huir de él.

Cabe preguntarse: ¿Por qué no huyó? Vive en una generación de poetas exilados y exilables, de tipos prontos a saltar al primer barco. Mirando su vida en perspectiva, conjeturo: no huyó porque personalmente no le fue nunca necesario. John es un fabulador, pertenece a la raza de los que poseen más de lo que tienen, a la raza de los lapidarios del aire. Es débil como carácter, ¿no ha descubierto acaso que el poeta es aquel que no lo tiene? Las cosas no chocan contra él; entran en él. Es un imán de agua, una absorción viva, una esponja. Contra Shelley las cosas golpeaban de cara, y lo lastimaban; su primer gesto es devolver el golpe, su segundo mandarse mudar. Keats sufre porque las mujeres tienen cáncer, pero el cáncer es ubicuo, como no lo es la circunstancia social que molesta a Shelley. Dos planos hay en ese sufrir a pleno día de John: el estético, que abarca el mundo y del que no se escapa yéndose a otro país; el fraternal, que se le da unido a una penetrante conciencia de obligación, de responsabilidad. Era «el hermano mayor». ¡Qué lástima!

Por definición, el poeta de la familia debería ser siempre el menor, el que agarra la calle, el que no tiene mayorazgo, el que no está en la casa como una yapa innecesaria. A John le ocurre ser el hermano mayor y lo paga del principio al fin.

Le queda, claro, el derecho a la tristeza, que cae sobre su júbilo habitual como la lluvia en Teignmouth. A su editor le escribe una extraña carta (que se explicaría mejor dos años después) hablándole de su sorda resistencia a la infelicidad. «Los jóvenes creen durante un tiempo que una cosa como la felicidad se puede conseguir. Después… comprenden mejor, y en vez de resistirse al desasosiego, lo reciben como un sentimiento habitual, una carga que pesará toda la vida sobre ellos…» (24-4-1818).

(En la misma habitación Tom tose y tose. Afuera llueve. Cada tantos días, el enfermo vomita sangre. John escribe cartas, escribe «Isabella».)

Vienen las dudas. Cuando falta el sol, la razón arma sus geometrías en las mesas de la casa. «Tenía intención de viajar al norte este verano, y sólo una cosa me lo impide: no sé nada, no he leído nada, y pienso seguir el consejo de Salomón: “Adquiere sabiduría, adquiere inteligencia”… Considero que no puedo alcanzar los goces del mundo, sino bebiendo continuamente del conocimiento…»

(Oh, no te agites en pos del saber… Yo no sé nada,

y sin embargo la noche escucha…)

«Rosa, oh pura contradicción», dirá Rilke. Mas el poeta y el hombre se contradicen sólo para el reparo lógico, para la baja estimativa categórica. John quiere beber conocimiento, y luego el tordo cantará su canto,

e indeciblemente el saber estará anegado por el ser, habrá sido en el canto, resumen esencial que de millones de experiencias y palabras, de años y de lechos, de saberes y mujeres, hace en su infinitud la primera invocación de la Iliada.

En Teignmouth llueve. «Durante un tiempo he vacilado entre un exquisito sentido de la voluptuosidad y el amor por la filosofía; si estuviera destinado a lo primero, me alarmaría…

Pero como no lo estoy

(Tom tose y tose; afuera llueve)

me entregaré con toda el alma a lo segundo».

Con toda el alma,

pobre John. Con toda el alma. Cuentos,

su alma entiende de otro modo el proverbio salomónico. Y además no hay tiempo, no hay tiempo, y llueve.

[…] como si la profundidad permitiera una nueva participación

que, libre de conocimiento y de pregunta,

en tiempos de los orígenes y antes de ellos, pudiera abdicar del conocimiento y de la pregunta,

renunciando a distinguir el bien del mal,

huyendo del deber humano de conocer,

huyendo a una nueva y por eso falsa inocencia, a fin de que lo reprobable y lo ordenado por el deber, la maldición y la salvación,

la crueldad y la bondad, la vida y la muerte,

lo incomprensible y lo comprensible

puedan unirse en una sola comunión,

envueltos en el vínculo de la belleza fundadora de la unidad, difundiendo sin esfuerzo la mirada radiante que los abarca,

y por eso mismo es como un hechizo, hechizada y hechizante,

con un poder demoníaco de absorberlo todo,

encerrándolo todo en su equilibrio saturniano,

tal es la belleza,

por eso mismo, sin embargo, también es recaída en lo predivino,

por eso mismo reminiscencia en el hombre de algo

que ocurrió antes de su presciencia,

reminiscencia de una predivina edad de la creación,

reminiscencia de una creación intermedia, indiscriminada y crepuscular,

libre de compromiso, libre de crecimiento, libre de renovación…

Esto es Hermann Broch, en su admirable La muerte de Virgilio. Esto es John en Teignmouth. Hiperión crece en la sombra, mientras él escribe, oficialmente, su «Isabella».

Con Tom, con la lluvia, vienen los recuerdos. Nada de autobiografía, nada que informar. Pero su triste, horrible infancia,

de la que tan poco sabemos, salvo que debió de ser sórdida, mezquina, con la escuela estridente y el olor a jabón barato, los problemas de aritmética en oscuros cubículos, la murria, los amores secretos,

y el nacer de la adolescencia,

¿qué sabemos de sus noches de los dieciséis años, de sus primeros sobresaltos de hombre, de su contenido fervor?

Llueve en Teignmouth y el pasado retorna. Qué grandeza la de John, no montar jamás un poema sobre el engarce fácil de ese pasado. Cómo se empequeñecen Wordsworth y Baudelaire a su lado…

Mi juventud sólo fue una tenebrosa tormenta…

«El enemigo»

y hasta Rimbaud, «esclavo de su bautismo», de su infancia terrible que debió de parecerse a la de John. El consejo gideano: «No aprovecharse nunca del impulso adquirido», se cumple en Keats que rechaza toda organización fácil de recuerdos. Su poesía es siempre una construcción. No evoca nunca: invoca.

Pero a Reynolds le dice, pidiéndole perdón por no haberle escrito antes y sintiéndose muy culpable:

«Las horas más desdichadas de nuestra vida son aquellas en que recordamos tiempos pasados que nos hacen sonrojar. Si somos inmortales, eso debe de ser el Infierno. Si he de ser inmortal, espero serlo después de haber bebido un poco de ese ácueo laberinto[2], a fin de olvidar algunos de mis días de colegial y otros posteriores…» (27-4-1818).

¿En qué pensabas, John? Tu alma de escolar, «livrée aux ré-pugnances» como en «Los poetas de siete años», ¿qué turbias zonas perpetúa? «Anoche me quedé despierto oyendo la lluvia con la sensación de que me ahogaba, me pudría como un grano de trigo». Teignmouth es el descenso en vida a los infiernos; sin grandeza,

sin la imaginación suntuosa de un infierno alighieresco, inventado en un último destello de orgullo,

montando un Tártaro que sea exactamente el reverso del paraíso,

a la medida vanidosa del resentido medieval, del falso humilde,

apenas un infiernito doméstico, como en A puerta cerrada[3]. Para John, Teignmouth es la experiencia de la disolución en vida, la experiencia creciente y angustiosa de su falta de asidero. Si el agua pudiera sentir, sentiría esta angustia de carecer de adherencia. Los elementos nacen a la sensibilidad en Keats; ahora él mide el horror de su elección, de su entrega poética a una no-identidad, al ritmo cósmico. Se siente anegar, invadir, disolver como el grano de trigo en la tierra. La cercanía de lo elemental, de esa lluvia que lo gana poco a poco sin que pueda resistirla, le revela lo inestable de su persona, su elementalidad. Es la lluvia, es un ente poroso y fluyente, no tiene consigo esa primera aislación que el hombre debió inventar para salvarse de la disolución en el mundo elemental: la ciencia, la catalogación de la lluvia, la autodefinición Homo sapiens. Sale del insomnio con una ingenua esperanza de defensa: «Aprenderé griego, probablemente italiano, y me prepararé en otros aspectos para, dentro de un año, preguntarle a Hazlitt cuál es el mejor camino metafísico que puedo seguir…» (27-4-1818).

Tiene miedo. La cosa es simplemente que tiene miedo. Se siente superado por una misión que sólo puede controlar con su ingenuidad,

(en el sentido schilleriano, que Nietzsche aplica a Homero: la voluntad apolínea como única defensa ante el abismo original, lo dionisíaco, que acecha detrás de la columna dórica)

y está ante la realidad como el que sueña que anda desnudo por una calle llena de gentes vestidas. Si John ha elegido vivir desnudo, su miedo es el del torero que espera en su camarín («la meada del torero», decía Blasco Ibáñez), el del boxeador que espera con los guantes puestos, el de Enrique IV antes de la batalla; el miedo es el atavismo social y gregario, que clama por sus derechos; instinto de conservación, de dorada mediocridad, seguro de vida que repasa desesperado sus cláusulas amenazadas.

Ícaro sueña de pronto el paracaídas. «Aprenderé griego…» ¡Oh saber, oh casco protector, toro mágicamente embolado, tratado de paz! Una semana después de la carta citada, John le escribe a Reynolds que el conocimiento adquirido en la madurez no afecta la aprehensión poética. «Tan convencido estoy, que me alegro de no haberme desprendido de mis libros de medicina, (¡doctor Keats!) que volveré a mirar para mantener vivo lo poco que sé de eso… La gente que piensa necesita tener vastos conocimientos pues alejan el calor y la fiebre y ayudan, ampliando la reflexión, a aliviar la carga del misterio…» (3-5-1818).

Esto es ya una confesión de uno de los hijos del siglo que creerá ciegamente en la luz eléctrica, en la física, en la psicología, como pinza para apresar el misterio. Lo prodigioso es que John haya escapado, como escapó, de esta fe en la ilustración.

En el párrafo inmediato salta su miedo icario:

«La diferencia de las sensaciones supremas que van acompañadas o no de saber, me parece ésta: En el segundo caso, caemos continuamente a diez mil brazas de profundidad, y somos proyectados de nuevo sin tener alas y con todo el horror de una criatura de hombros desnudos; en el primer caso, nuestros hombros tienen plumas, y vamos sin miedo por el mismo aire o espacio…».

John, lo que hace al poeta es estar separado del pájaro. ¿Y qué alas son esas que da el saber? Minutos después ya estás viendo su poco alcance en materia cordial: «Imposible medir hasta dónde nos consolará el saber de la muerte de un amigo, y del mal “del que la carne es heredera…”». Por supuesto: Job lo puede siempre al Estagirita en un velorio. Lo que es peor, la sublimación del dolor carnal al plano metafísico, cambia la lágrima y el alarido por una tristeza desgajada de su objeto, y que por ello mismo no acaba con él. ¿Por quién doblan las campanas?

«Imposible medir…» Una lucidez profunda nace de pronto en Keats. ¿Cómo sabemos —se pregunta— que la poesía de Wordsworth es cierta en materia afectiva, en «la región principal de su canto» —el corazón humano—? «Encontramos cierto lo que dice en la medida en que lo hemos experimentado, y no podemos juzgar más allá sino después de una experiencia mayor: porque los axiomas filosóficos no son axiomas mientras los latidos de nuestro pulso no los pone a prueba». ¡Arriba, Ícaro! ¡Que el pájaro guarde sus alas!

(El saber, como adquisición de fuera a dentro, es totalitario y tiránico. El pulso debe luchar contra su suficiencia, que pronto lleva al esprit de sérieux, a los caracteres formados. Keats se defiende de la tentación del saber en la misma actitud que Eva en el Edén. Eva es la primera derrota de la poesía en el hombre, y el corazón de todo poeta lo sabe. Valéry y Eliot son testigos.)

John va a dejar Teignmouth. La noche pluvial ha sido larga, y precaria el arca que lo defendía del aniquilamiento. No es insignificante que su despedida poética de esa etapa de debate e incertidumbre sea un breve poema de casi insoportable luminosidad, su réplica a la duda, a las asechanzas del conformismo. En la misma carta a Reynolds, última de Teignmouth, se incluye este fragmento de una «Oda a Maya», que habría de quedar incompleta:

Mother of Hermes! and still youthful Maia!

May I sing to thee

As thou wast hymned on the shores of Baiae?

Or may I woo thee

In earlier Sicilian? or thy smiles

Seek as they once were sought, in Grecian isles,

By bards who died content on pleasant sward,

Leaving great verse unto a little clan?

O, give their old vigour, and unheard

Save of the quiet Primrose, and the span

Of heaven and few ears,

Rounded by thee, my song should die away

Content as theirs,

Rich in the simple worship of a day.

(¡Madre de Hermes y Maya siempre joven! / ¿Puedo cantarte, así / como te celebraron en las costas de Baia? / ¿O puedo cortejarte en primitiva / lengua siciliana, o buscar tus sonrisas / como otrora en las islas griegas / los bardos que murieron contentos sobre la grata hierba / dejando gran poesía a una pequeña tribu? / Ah, si me dieras de ellos el antiguo vigor, sólo escuchado / por la callada prímula, y el ámbito / del cielo, y unos pocos oídos, / inspirado por ti mi canto moriría / contento como el de ellos, / colmado por la simple adoración de un día.)

Para los latinos, Maya era la primavera. El sol crece como una espiga más allá de Teignmouth.

Al que sabe le duele

Por esos mismos días envió Keats una epístola en verso a su amigo Reynolds. Si lo que acaba de leerse es el grito ansioso del que todo —tiempo, renombre, dicha— lo sacrifica a la pureza de un solo canto perfecto,

la epístola vale en cambio como examen personal, emprendido y realizado con las armas de la poesía. Hoy que a nadie se le ocurre escribir en verso a un amigo, esta manera suena siempre artificiosa, pero la noción que lleva a las epístolas no lo es en absoluto. Si los temas que deciden la carta son poéticos, a John le parece natural expresarlos en verso, que con tanta soltura le nace siempre. Pero además le divierte y estimula, deja correr de la pluma una materia sonora llena de juego, entra en calor, salta de noticia en noticia, aprecia un ritmo o una aliteración, observa su propia estela, sale con un golpe de talón de un episodio prosaico, se ríe… y de pronto, fulminantemente, se zambulle a fondo como un martín pescador en esas aguas que él mismo había llenado de peces, concitándolos con la tensión, la «predisposición musical» que tan bien conocían Schiller y Valéry. Siempre es maravilloso advertir en tales epístolas keatsianas el anuncio parcial de algún gran poema posterior

que el mismo John no sospecha

pero que ya «rebulle en las profundidades», como dice la «Carta del vidente». En un poeta como Keats, menos alcanzado que otros por el «mundo», encerrado esféricamente en la brevedad de cuatro años de poesía, toda la obra está dada desde un comienzo, en una interioridad donde no hay tiempo hasta que el poeta va temporalizando su verbo al fijarlo en la página. Un calidoscopio contiene virtualmente un número finito de combinaciones posibles. Todas están latentes, es la mano del niño la que irá dejándolas caer en el antes, el ahora y el después. John le escribe a Reynolds, y de pronto tres versos adelantan el clima y la circunstancia de la «Oda a una urna griega», la visión pagana del sacrificio propiciatorio:

The sacrifice goes on; the pontiff knife

Gleams in the sun, the milk-white heifer lows,

The pipes go shrilly, the libation flows…

(El sacrificio prosigue; el puñal del oficiante / brilla al sol, muge la blanca ternera, / suenan estridentes las flautas, fluye la libación…)

(Vv. 20-23)

Un verso más arriba, a vuelapluma, se habla de «colores de Tiziano» y ahora salta la imagen del «Castillo encantado» de Claude Lorrain, que John debió de ver en alguna reproducción barata de la época, y que lo mueve a intentar una transcripción verbal para su amigo. (Otro armónico secreto con la «Urna griega», donde también se recrea verbalmente un objeto plástico.)

Ahora bien, cualquier romántico al uso hubiera respondido entusiasta al clima de saudade del lorenés, al eco policromado de la Arcadia. John procede con una objetividad que reafirma su repugnancia a valerse de las cosas. Goza describiéndole el cuadro a Reynolds:

See what is coming from the distance dim!

A golden galley all in silken trim!

Three rows of oars are lightening moment-whiles

Into the verdurous bosoms of those Isles.

Towards the shade under the castle wall

It comes in silence-now tis hidden all.

The clarion sounds; and from a postern gate

An echo of sweet music doth create

A fear in the poor herdsman who doth bring

His beasts to trouble the enchanted spring:

He tells of the sweet music and the spot

To all his friends, and they believe him not.

(¡Mira lo que avanza desde la confusa distancia! / ¡Una galera de oro, empavesada de seda! / Tres hileras de remos la impulsan ahora / a las verdes ensenadas de esas islas. / Hacia la sombra que cae de la muralla del castillo / viene en silencio… y ya se oculta. / Suena el clarín; y desde una poterna / un eco de dulce música va infundiendo / en el pobre vaquero el miedo de que sus bestias / enturbien la fuente encantada; / a sus amigos les habla de la música / y el lugar, mas ellos no le creen…)

(Vv. 55-67)

A la soledad de la pintura, John ha incorporado el clarín, la música, los ecos en un corazón rústico. Amigo de las sustancias tangibles y las réplicas verbales a un mundo ceñidamente material, lo lírico se integra en un montaje dramático, una descripción que no por ideal (y aquí persiste el lírico, al escoger esa descripción) es menos jugosa, próxima, vereda de enfrente. Ésa será la alianza que haga posible la grandeza de «Lamia» e Hiperión: una lírica concreta.

Y luego de describir el castillo de Claude Lorrain, John murmura las palabras que el recuerdo me trae con la voz de Lou sobre la laguna veneciana, en un atardecer Canaletto, una locura Ziem, eso que no admite fijación sin volverse horrible y falso como las instantáneas del box o del circo. John quisiera poder engañarse, y de pronto sabe que la edad de «Sueño y poesía» ha pasado, y con ella el muchacho obstinado en someter la verdad a la belleza —esa trágica esperanza—

y que sólo cabe, como lo hacía Lou con sus palabras, musitar un deseo imposible:

O, that our dreamings all of sleep or wake,

Would all their colours from the sunset take:

From something of material sublime…

Rather than shadow our own soul’s day-time

In the dark void of nigth…

(Oh, si lo que soñamos —dormidos o despiertos— / tomara sus colores del crepúsculo: / de lo sublime que hay en la materia, / en vez de ensombrecer el día de nuestra alma / en el oscuro vacío de la noche…)

(Vv. 67-69)

Y como colérico (¿no está Reynolds, su camarada, escuchando al otro extremo de la epístola?) salta a la confesión, ahora que Teignmouth lo ha vuelto animal de fondo, testigo de un mundo que por un cruel mecanismo sólo revela su más horrible noche a aquellos ojos codiciosos del más alto día. Y lo que es peor, John sabe ahora que no es la ciencia, no es el saber el que le enseña que las mujeres tienen cáncer, sino la poesía misma, la máquina de hacer belleza… que es verdad, pero no toda la verdad.

Surge primero la iteración de su gran clamor de Teignmouth:

O never will the prize,

High reason, and the lore of good and ill

Be my award.

(¡Oh, jamás el premio, / la razón suprema y la ciencia del bien y del mal / serán mi recompensa!)

Mas lo que le queda, el libre ritmo de la Imaginación, se vuelve contra él, le ahoga las adherencias estetizantes, la voluntad clasicista de ver solamente la columna e ignorar al mendigo que se rasca las úlceras contra ella. De pronto sabe:

Or is it that Imagination brought

Beyond its proper bound, yet still confined, —

Lost in a sort of Purgatory blind,

Cannot refer to any standard law

Of either earth or heaven? —It is a flaw

In hapiness to see beyond our bourn…

It forces us in summer skies to mourn:

It spoils the singing of the Nightingale…

[…]

‘Twas a quiet Eve;

The rocks were silent —the wide sea did weave

An untumultuous fringe of silver foam

Along the flat brown sand. I was at home,

And should have been most happy but I saw

Too far into the sea; where every maw

The greater on the less feed evermore:—

But I saw too distinct into the core

Of an eternal fierce destruction,

And so from hapiness I far was gone.

Still am I sick of it: and though to-day

I’ve gathered young spring-leaves, and flowers gay

Of Periwinkle and wild strawberry,

Still do I that most fierce destruction see,

The shark at savage prey… the hawk at pounce,

The gentle Robin, like a pard or ounce,

Ravening a worm… Away ye horrid moods,

Moods of one’s mind!

(¿O es que la Imaginación, llevada / más allá de sus límites propios, bien que aún confinada, / perdida en una especie de ciego Purgatorio, / no puede ya confiarse a ninguna ley estable / de la tierra o del cielo? Ver más allá de nuestro límite / es un obstáculo a la felicidad… / nos obliga a dolernos bajo cielos de estío, / nos malogra el canto del ruiseñor…

[…]

Era un tranquilo ocaso: / silenciosas las rocas, el ancho mar tejía / una franja de plateada, serena espuma / junto a la oscura arena llana. Yo me sentía a gusto / y hubiera debido ser tan feliz… pero veía / a lo lejos el mar, donde la mandíbula / más grande devora eternamente a la más pequeña: / con harta nitidez vi el meollo / de una eterna, feroz destrucción / y entonces me alejé de mi felicidad. / Aún hoy estoy asqueado, y aunque / anduve recogiendo hojas primaverales y flores / de pervinca y fresa silvestre, / sigo viendo la feroz destrucción, / el tiburón en salvaje cacería… el halcón y sus garras, / el gentil petirrojo como un leopardo / acechando al gusano… ¡Alejaos, humores horribles, / humores de la mente!)

(Vv. 78-85; 89-106)

Todo su ser se echa atrás, pero cuando vuelve en sí, el «hombre antiguo» ha muerto. De este miedo Teignmouth, de esta noche Teignmouth que en su bestiario despiadado anuncia el canibalismo poético de Lautréamont, una visión más triste por más honda encierra definitivamente el mundo de John Keats, el escenario total y sin aliño donde Hiperión se levantará doloroso.

Vuélvete a Londres, John. Has ganado tu verdad, tu destino,

el fiel y último encanto de estar solo

CERNUDA

Réquiem para «Isabella»

Pues amo a otra más

Conmovedora que Isabel la incierta.

ROBERT DESNOS

En el quinto relato de la cuarta jornada del Decamerón, messer Giovanni Boccaccio pone en boca de Filomena la doliente historia de Lisabetta, cuyos hermanos asesinaron a su amante. Triste estaba Lisabetta por la inexplicada ausencia de Lorenzo, hasta que el muerto la alcanzó en el sueño para revelarle la verdad. El resto es perfecta balada medieval, la doncella que desentierra el cadáver y esconde la cabeza en un tiesto donde crece la albahaca, en parte por las lágrimas con que la riega Lisabetta,

Si, por la untuosidad de la tierra que contenía la cabeza corrompida…

y se pone hermosa como caracol de cementerio.

(Pienso en el fresco del Triunfo de la muerte, que una lluvia de plomo hirviendo deshizo en 1944, y que el genio de los restauradores italianos ha vuelto a pegar, como una gigantesca calcomanía, en una pared del nuevo museo de Pisa. Al acercarse se distingue una finísima malla que retiene la película de color, la cabalgata de los señores, la repartición de las almas, los ataúdes abiertos en mitad del camino. Pienso en el Juicio Final de la catedral de Bourges, con sus resucitados saliendo de las tumbas, alzando por sí mismos las lápidas; y en esa maravillosa figura de mujer adolescente, ya de pie en su desnudez primera, unidas las manos en una plegaria que misteriosamente la conecta con las figuras egipcias, los torsos arcaicos de Grecia… Pienso en las viñas que se desbordan por todos lados en el cementerio de Godoy Cruz en Mendoza, la presencia dionisíaca arrancando un último fruto solar a la negación que se alinea en grises teorías… El tiesto macabro de Lisabetta propone el sentido más secreto de la simbólica medieval: Hay que comer la albahaca.

Todo se hunde en tierra y retorna al juego.)

En este relato seco, escueto y nervioso, Keats buscó un guión que lo llevara a terreno más inmediato y firme que el de Endimión. Con Reynolds tenían un plan de versificar algunos cuentos de Boccaccio y publicarlos conjuntamente. A John debió de interesarle el aspecto interior, psicológico de Lisabetta, la materia dramática después de tanto correteo descriptivo con el pastor de Latmos. El resultado de este esfuerzo fue él quien primero lo juzgó: «“Isabella” es lo que yo llamaría, si fuese crítico, un poema flojo, envuelto en una divertida sobriedad y tristeza». Y un poco antes: «Hay en él demasiada inexperiencia de vida, y simplicidad de conocimiento…».

Muy justo. Ni vio el sentido órfico y cíclico del relato (tampoco lo habrá visto Boccaccio, pero los transmite y eso es lo que cuenta), ni obtuvo la hondura dramática que buscaba. Al pasar de Lisabetta a Isabella, del escenario escueto de Messina al convencional y poético de Florencia, de la ceñida prosa a las octavas con taracea, la historia se convierte en una crónica rimada, donde el lenguaje poco tiene que ver con la antropofagia erótica de la trama original. John borda mariposas sobre una malla de pescador.

En un esfuerzo por ahondar de hecho lo que no logra de derecho, el aspecto nocturno y macabro es aquí forzado a límites que Boccaccio no necesitó. Quizá en «Isabella» puede medirse una influencia sobre Keats de la línea divertidamente espeluznante de la novela negra (Walpole, «Monk» Lewis, Mrs. Radcliffe) que su rotunda salud solar rechaza en su mejor poesía. A la Edad Media «enorme y delicada» de Chaucer y Boccaccio, Keats prefiere aquí tontamente lo «gótico» al uso del romanticismo, y merece bastante aquella sátira de M. S. P. Brés —escrita en 1823— contra los «góticos» franceses:

¡Qué encanto seductor se desliza en sus venas,

Cuando le llega el ruido de cerrojo y cadenas!

Cuando el fúnebre cirio, luminoso a sus ojos,

Un muerto lo transporta, tenido por despojo…

Pero es justo adelantar que cuando John escriba sus dos auténticos poemas de recreación medieval, «La víspera de Santa Inés» y «La Belle Dame sans Merci», estará ya por encima de toda sátira posible, habrá encontrado el acento verdadero, el clima que tristemente falta en «Isabella».

Lo que ocurre es que Isabella es hermana de Endimión, y en vano quiere Keats romper el parentesco acumulando circunstancias verbales opuestas. Enfatiza la acción con rasgos dramáticos, de primitiva violencia, pero las pasiones que llevan a esa acción son superficiales y ñoñas, voltean en un plano estético que aquí resulta sólo decorativo. No hay proporción entre el carácter de Isabella, muchacha como se veían en los salones de 1815, y su expedición de jíbaro que le vale como fetiche la cabeza de su amante. Boccaccio no se demora en la narración, y el lector puede palpar a Lisabetta a la luz de sus actos; mas aquí la vemos y oímos, doncellita sentimental, triste princesa rubendariana, que al separarse de Lorenzo,

She, to her chamber gone, a ditty fair

Sang, of delicious love and honey’d dart…

(Ella, en su aposento ya, una bella canción / entonó al amor deleitoso y su dardo de miel…)

(Estr. X)

y que luego de su horrible descubrimiento y decisión, se dejará robar el tiesto de albahaca y morirá suplicando que se lo devuelvan. En Boccaccio este final es comprensible porque Lisabetta es un animalito de reacciones inmediatas y extremas. Ama, decapita y se muere con el mismo ritmo y la misma inconsciencia de una mantis religiosa. Isabella quiere imitar ese sonambulismo de balada medieval,

¿quién no recuerda The Douglas Tragedy, Lord Randal, Barbara Allen’s Cruelty, y Childe Maurice… donde también hay una cabeza en juego?

y sólo consigue un tono lloroso, un almanaque de suspiros. Por contraste, las notaciones «veristas» que John, consciente sin duda de que no lograba infundir vida en esos amantes modosos y recortados, incorpora al relato, sobresalen en él como coágulos, son mélo sin excusa. Un ejemplo: cuando los hermanos le roban el tiesto a Isabella, nos enteramos así de su post-mortem:

The thing was vile with green and livid spot,

And yet they knew it was Lorenzo’s face.

(Aquello era repulsivo, lleno de manchas lívidas y verdes, / y sin embargo supieron que era el rostro de Lorenzo.)

(Estr. XL)

Boccaccio dice solamente: «… y retirada la tierra vi el lienzo y en él la cabeza no tan dañada que el cabello crespo no permitiera reconocer a Lorenzo…».

Sólo en una parte de «Isabella» la poesía de Keats se da en tres estrofas perfectas e intraducibles: la visita del fantasma del asesinado a su amante. La visión es horrible para la pobre niña, pero en los ojos de Lorenzo el amor continúa. Desde el limbo de los que no han hallado la paz, el fantasma murmura los más bellos versos del poema:

Isabel, my sweet!

Red whortle-berries droop aboye my head,

And a large flint-stone weighs upon my feet;

Around me beeches and high chestnuts shed

Their leaves and prickly nuts; a sheep-fold bleat

Comes from beyond the river to my bed:

Go, shed one tear upon my heather-bloom,

And it shall comfort me within the tomb.

I am a shadow now, alas! alas!

Upon the skirts of human-nature dwelling

Alone: I chant alone the holy mass,

While little sounds of life are round me knelling.

And glossy bees at noon do fieldward pass,

And many a chapel bell the hour is telling,

Paining me through: those sound grow strange to me,

And thou are distant in Humanity.

I know what was, I feel full well what is,

And I should rage, if spirits could go mad;

Though I forget the taste of earthly bliss,

That paleness warms my grave, as though I had

A Seraph chosen from the bright abyss

To be my spouse: thy paleness makes me glad;

Thy beauty grows upon me, and I feel

A greater love through all my essence steal.

(Dulcísima Isabel, / rojos arándanos penden sobre mi cabeza / y un ancho pedernal pesa sobre mis pies; / alrededor las hayas y los altos castaños derraman / sus hojas y sus espinosos frutos; un balido / llega de la otra orilla del río hasta mi lecho. / Ve a verter una lágrima sobre mi brezal en flor / y me confortarás en mi sepulcro.

Soy una sombra ahora, ¡ay de mí! / En los confines de lo humano vivo / solo, y a solas canto la sagrada misa / mientras en torno tintinean los rumores de la vida, / y lustrosas abejas pasan a mediodía rumbo a los campos. / Y dan la hora las campanas de las capillas, / traspasándome de dolor; ajenos a mí son esos sones, / y tú estás lejos en el mundo de los hombres.

Sé lo que fue, y siento lo que es, / y me enfurecería, si tal pudiera un espíritu; / aunque olvide el sabor de la beatitud terrena, / tu palidez entibia mi tumba, como si / del brillante abismo hubiese elegido a un serafín / para desposarlo; tu palidez me alegra; / tu belleza crece en mí, y siento / que un amor más grande se insinúa en mi ser.)

(Estr. XXXVIII-XL)

Tiene su sentido que en «Isabella» sea un espectro el que alcanza a decir las palabras más transidas, más palpables de pasión y desgarramiento. Vano me parece el esfuerzo de quien —como John Middleton Murry— ve en Keats una marcha hacia la dramaturgia, cortada por su prematura muerte. John no había nacido para objetivar fuerzas psíquicas en una acción que las revelara y proyectara al flujo histórico, al escenario. Lo característicamente concreto de su lirismo: sustancialización de una subjetividad abierta a las causas y las cosas, no debe hacer olvidar la esencia lírica subyacente. Cierto que de esta pervivencia lírica en el don dramático surge el genio de Shakespeare. Falstaff, muriéndose, «balbuceaba sobre campos verdes», como Lorenzo en su tumba siente el horror de que las brillantes abejas pasen sobre él a mediodía, hacia los campos. Pero Lorenzo no es Falstaff, es un fantasma sin un drama viviente previo. Su verdadera vida,

como un día lo dirá John de sí mismo, ya agonizante, es una vida póstuma. Así, en el sueño, ocurre que se nos aparece un ser insignificante en la vigilia, y nos revela una dimensión insospechada. Pero los dramas se juegan de este lado del sueño, de este lado de la tumba.