CAPÍTULO 7
EL TRÍPODE

Me desperté al despuntar el alba y me di cuenta de que todavía me daba tiempo a escapar y unirme a los otros, pero no me moví de la cama. La ventana de mi habitación daba al sur y vi que el cielo tenía un color azul oscuro e intenso; se destacaba una estrella. Me alegré de que tuvieran buen tiempo para el viaje, pero también me alegré porque parecía que iba a hacer bueno para el segundo día del torneo y para la elección de la Reina. Tumbado, miré fijamente al cielo hasta que volví a quedarme sumido en el sueño; me despertó por segunda vez la criada, que llamó a la puerta. Ahora el cielo tenía un color azul claro, teñido de oro.

No se mencionó a Larguirucho ni a Henry; nadie pareció haberlos echado de menos. No resultaba sorprendente que así fuera: hoy el torneo se hallaba en pleno apogeo, todo el mundo estaba alegre y excitado y después del desayuno bajamos al campo y a los pabellones. Eloise no. No la había visto en toda la mañana. Bajaría con las demás damas que se presentaban a la elección que hacían los caballeros. Ocupamos nuestros lugares en el pabellón y, mientras aguardábamos, un cantor nos entretuvo con baladas. Después se hizo el silencio, cuando las damas penetraron en el recinto.

Eran once, y diez iban ataviadas de gran gala, con vestidos cuajados de hilos de oro y plata; era preciso que unas doncellas los sujetaran por detrás para evitar que se arrastraran por el polvo. Llevaban la cabeza descubierta y lucían altos moños sujetos con peinetas que fulgían y destellaban a la luz del sol. La undécima era Eloise. Por supuesto, llevaba la cabeza cubierta por el turbante y su vestido era sencillo, azul oscuro, adornado con unos delicados lazos blancos. Por ser la más joven iba en último lugar y no la acompañaba ninguna servidora. Al suave son de unos tambores las damas cruzaron el campo hasta llegar junto a los caballeros que se hallaban congregados frente al pabellón del Comte y, mientras sonaba la fanfarria de las trompetas, se quedaron allí con la cabeza agachada.

Fueron adelantándose una a una. La costumbre era que, al hacerlo cada una de ellas, el caballero que la elegía desenvainara la espada y la alzara. Después de las dos o tres primeras ya no hubo dudas sobre el resultado. De los treinta o cuarenta caballeros un par saludó a cada dama para que no se sintiera avergonzada. Esto fue lo que ocurrió con las diez que iban espléndidamente engalanadas. Y entonces se adelantó Eloise con su sencillo vestido y las espadas se alzaron cual un bosque de oro y plata bajo el sol y, primero los caballeros y después los espectadores, prorrumpieron en aclamaciones; yo quería reír y llorar al mismo tiempo.

Avanzó seguida de las demás damas y se detuvo revestida de una dignidad grave y valerosa mientras su padre le ceñía cuidadosamente la corona por encima del turbante que le cubría la cabeza. Y sus súbditos desfilaron besándole la mano, yo entre ellos.

No la vi ni hablé con ella el resto del día, pero no me importó. Ella tenía sus obligaciones: presidir, entregar premios a los vencedores; yo tenía bastante emoción con el torneo, animando a los que conocía, y con todo el ambiente de fiesta y celebración.

Sólo hubo un momento estremecedor. Al comenzar la segunda sesión del día se oyó a lo lejos un extraño sonido que iba en aumento. Era una repetición constante de cinco notas, un repiqueteo metálico, y aunque yo no había oído este toque concreto, sabía que sólo podía tratarse de un Trípode. Miré en la dirección de la que procedía, pero se interponía el castillo y no pude ver nada. También miré a la gente que me rodeaba y vi que nadie manifestaba más que un leve interés: la contienda que tenía lugar en el recinto, con cuatro caballeros en cada bando, seguía manteniendo su atención. Ni siquiera cuando el hemisferio bordeó el perfil del castillo, llegó el Trípode y se instaló, dominando el campo, con los pies en el río, hubo indicios del miedo y la inquietud que recorrían mi espina dorsal.

Resultaba obvio que no se trataba de un suceso infrecuente, que siempre asistía un Trípode al torneo y no se veía en ello razón para alarmarse. Desde luego, estaban más acostumbrados a ver Trípodes que nosotros allá en Wherton, donde sólo veíamos uno el día de la ceremonia de la Placa. Aquí se veían casi a diario, aislados o en grupo, recorriendo el valle. Yo también me había acostumbrado a verlos desde aquella distancia. Hallarse justamente bajo su sombra era algo diferente. Levanté la vista, atemorizado. Me di cuenta de que a los lados del hemisferio, y en la base, había unos círculos que parecían de cristal teñido de verde. ¿Veía a través de ellos? Eso supuse. No había reparado en ellos anteriormente porque en Wherton jamás me había atrevido a mirar un Trípode de cerca. Ni ahora me atrevía a hacerlo mucho tiempo seguido. Me hallaba directamente bajo el enfoque de un círculo. Bajé la mirada y observé el torneo, pero mi mente no estaba allí.

Y sin embargo, con el transcurso del tiempo, mi inquietud cedió. El Trípode no hizo ningún ruido después de quedar situado junto al castillo y no se movió para nada. Se limitaba a estar allí, presidiendo u observando, o meramente alzándose contra el cielo, y uno acababa habituándose a su presencia, sin reparar en ella. Una hora después yo daba voces de aliento a uno de mis favoritos, el Chevalier de Trouillon, y mi único pensamiento era la esperanza de que, después de que se hubieran producido dos caídas por cada parte, él ganara la lucha final. Así fue y su oponente cayó rodando por la hierba pisoteada y marchita y yo lo ovacioné como los demás.

Aquella noche se celebró una fiesta, al igual que sucedería todas las noches mientras durara el torneo y, como hacía buen tiempo, tuvo lugar en el patio. Estaban sentados la familia del Comte y los caballeros que iban acompañados de sus damas; a éstos les era servida la comida; los demás se servían de las mesas dispuestas a un lado, que estaban cargadas de distintas clases de carne, pescado, verduras, frutas y púdines dulces, y en las cuales había altos jarros de vino. (No se bebió mucho mientras estuvimos allí, pero los caballeros se quedaron después de que las damas se retiraran a la torre; se encendieron antorchas, se cantó y hubo algunas voces hasta muy tarde). No fui capaz de contar el número de platos. No se trataba solamente de que hubiera distintas clases de carne, aves y pescado, sino que cada clase se podía preparar y sazonar de maneras diferentes. Se consideraba que comer era un arte delicado de un modo que no creo capaz de entender ni siquiera a Sir Geoffrey, y desde luego a nadie de Wherton.

Yo me fui con las damas, pletórico y feliz. El Trípode seguía en el lugar que ocupara toda la tarde, pero sólo se veía una silueta oscura, recortada contra las estrellas; parecía algo remoto y casi sin importancia. Desde la ventana de mi habitación no podía verlo en absoluto. Sólo el chal luminoso de la Vía Láctea y las antorchas del patio, nada más. Oí llamar a mi puerta y dije: «Entres». Me volví para mirar cuando se abría y Eloise se deslizó al interior.

Todavía llevaba el vestido azul adornado con lazos, aunque se había quitado la corona. Antes de que yo pudiera hablar dijo:

—Will, no puedo quedarme mucho. Me las he arreglado para escapar pero estarán buscándome.

Lo entendía. En calidad de Reina del Torneo, ocupaba una posición especial. Mientras durase no habría agradables conversaciones ni largos paseos. Dije:

—Hicieron una elección acertada. Me alegro, Eloise.

Ella dijo:

—Quería despedirme, Will.

—No será mucho tiempo. Unos días. Después, cuando me hayan puesto la Placa…

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No volveré a verte. ¿No lo sabías?

—Pero si yo he de quedarme aquí. Así me lo ha dicho tu padre esta misma mañana.

—Tú te quedarás, pero yo no. ¿No te lo ha dicho nadie?

—¿Decirme qué?

—Cuando se acaba el torneo, la Reina se va y queda al servicio de los Trípodes. Siempre se ha hecho así.

Dije, estúpidamente:

—¿Servirles dónde?

—En su ciudad.

—¿Pero por cuánto tiempo?

—Ya te lo he dicho. Para siempre.

Sus palabras me conmocionaron, pero la expresión de su rostro era aún más sorprendente. Era una especie de devoción embelesada, la expresión de alguien que mantiene en secreto su más íntimo deseo.

Aturdido, le pregunté:

—¿Lo saben tus padres?

—Claro.

Yo sabía que se habían sentido apenados por causa de sus hijos, a los cuales habían enviado lejos por unos años sólo para que se formaran como caballeros en otra casa. Y ésta era su hija, a quien quizá amaban aún más tiernamente, y debía irse con los Trípodes para nunca más volver… y a lo largo de todo el día los había visto divertirse y ser felices. Era monstruoso. Dije en un estallido:

—¡No debes hacerlo! No lo permitiré —ella me sonrió e hizo un leve gesto negativo con la cabeza, como si fuera un adulto que escuchaba las palabras atolondradas de un niño—. Huye conmigo, —dije—. Iremos adonde no hay Trípodes. ¡Huye ahora!

Ella dijo:

—Cuando te hayan puesto la Placa lo entenderás.

—¡No me pondrán la Placa!

—Ya lo entenderás, —tomó aliento—. Soy tan feliz, —dio un paso adelante, me cogió de las manos e inclinándose, me dio un beso en la mejilla—. ¡Tan feliz! —repitió. Volvió hacia la puerta, dejándome allí en medio—. Ahora debo irme. Adiós, Will. Acuérdate de mí. Yo me acordaré de ti.

Cruzó la puerta y desapareció por el corredor con paso apresurado antes de que yo pudiera salir del trance. Después acudí a la puerta, pero el corredor estaba vacío. La llamé pero sólo oí el eco de mi voz, que me devolvían los muros de piedra. Era inútil. No sólo porque allí habría otra gente, sino por la propia Eloise. «Me acordaré de ti». Ya me había olvidado, en el sentido que verdaderamente importaba. Toda su mente estaba concentrada en los Trípodes. Sus amos la habían llamado y acudía a ellos, feliz.

Regresé a mi habitación, me desvestí y traté de dormir. Sentía demasiadas clases de horror. Horror por lo que le había ocurrido a Eloise. Horror por las criaturas que eran capaces de hacer a otros cosas así. Y sobre todo, horror por lo cerca que había estado de caer, —mejor dicho, de arrojarme—, en algo al lado de lo cual el suicidio era algo limpio y bueno.

Eloise no tenía culpa de lo ocurrido. Ella había aceptado que le pusieran la Placa del mismo modo que lo hicieron muchísimos otros, sin comprenderlo y sin conocer una alternativa. Pero yo lo había comprendido y sabía que no debía hacerlo. Pensé en el rostro sin expresión de Larguirucho y en el desprecio que había en el de Henry la última vez que lo vi, y me sentí avergonzado.

El ruido de la juerga del patio se había acallado hacía mucho tiempo. Me eché y no paré de dar vueltas; vi que una luz más suave y difusa que la de las estrellas coloreaba el hueco de la ventana. Detuve la fútil ronda de pensamientos autoacusatorios; y me puse a hacer planes.

El interior del edificio estaba a oscuras cuando bajé sigilosamente las escaleras, pero afuera había suficiente luz como para que yo viera por dónde iba. No había nadie ni lo habría durante un par de horas como mínimo. Incluso los criados se levantaban más tarde los días del torneo. Me dirigí a las cocinas y me encontré a uno roncando debajo de una mesa; presumiblemente estaría demasiado borracho como para irse a la cama. Había poco peligro de que se despertara. Me traje de la cama una funda de almohada y metí en ella sobras de la fiesta de la noche anterior: un par de pollos asados, medio pavo, barras de pan, queso y embutido. Después me fui a los establos.

Aquí había más peligro. Los mozos dormían al otro lado de las cuadras y, aunque ellos también hubieran bebido hasta hartarse, si los caballos se alborotaban, probablemente los despertarían. El caballo que buscaba era el que me había acostumbrado a montar con Eloise, un alazán castrado, de sólo unos catorce palmos de altura, que se llamaba Arístides. Era un animal algo nervioso, pero habíamos llegado a conocernos y aquello me daba confianza. Se mantuvo quieto, sólo resopló un par de veces mientras lo soltaba, y se vino conmigo como un corderito. Afortunadamente, el suelo estaba cubierto de paja, lo que amortiguaba el ruido de los cascos. Cogí la silla, que se guardaba junto a la puerta, y después nos alejamos.

Le hice descender y después atravesar la puerta del castillo antes de ensillarlo. Relinchó, pero yo juzgué que nos encontrábamos lo suficientemente alejados como para que no importara. Ajusté el extremo superior de la funda a la cincha antes de sujetar ésta y me dispuse a montar. Antes de hacerlo miré a mi alrededor. Detrás de mí se hallaba el castillo, oscuro y dormido; ante mí el campo de justas, los faldones de los pabellones aleteaban, levemente agitados por la brisa matutina. A mi izquierda… se me había olvidado el Trípode. O tal vez había supuesto que se había ido por la noche. Pero allí estaba, por lo que veía exactamente en el mismo sitio. Oscuro como el castillo; ¿y dormido como el castillo? Parecía que sí, pero sentí un escalofrío de inquietud. En vez de montar y descender por la pendiente ancha y cómoda, lo llevé por el sendero, —más dificultoso y empinado—, que bajaba bordeando sinuosamente la roca sobre la cual se alzaba el castillo y salí entre los prados y el río. Allí una hilera de árboles impedía que lo vieran tanto desde el castillo como desde el gigante metálico que montaba guardia entre las aguas impetuosas del otro brazo del río. Nada había sucedido. Lo único que se oía era un ave acuática que graznaba cerca. Por fin me monté en Arístides, le presioné los flancos con los talones y partimos.

Era cierto, como le dije a Henry y a Larguirucho, aunque ellos podían escapar sin que advirtiesen su ausencia en un par de días, a mí me echarían de menos mucho antes. Aun en pleno torneo era probable que me siguiera un grupo de búsqueda. Por esta razón había cogido el caballo. Significaba que podría interponer la mayor distancia posible entre quienes pudieran perseguirme y yo. Creía que si lograba alejarme veinte millas del castillo sin que dieran conmigo, me encontraría a salvo.

Además el caballo me brindaba la posibilidad de alcanzar a Henry y a Larguirucho. Sabía aproximadamente qué ruta seguirían; me llevaban un día de ventaja, pero iban a pie. Pensaba que ahora era menos probable que me molestara el hecho de que se llevaran mejor entre sí que conmigo. En medio de la luz grisácea del amanecer era muy consciente de que estaba solo.

El sendero discurría paralelo al río por espacio de casi una milla, hasta que se llegaba al vado, por donde debía cruzar a la otra orilla. Había recorrido aproximadamente la mitad de esta distancia cuando oí el ruido: el impacto vigoroso de un peso enorme que pisaba la tierra, después otro y otro más. Automáticamente, en cuanto volví la vista atrás, incité a Arístides a galopar. Fue una visión nítida y espantosa. El Trípode había abandonado su posición junto al castillo. Se desplazaba firme, implacablemente, en pos de mí.

No recuerdo casi nada de los minutos siguientes; en parte porque sentía un miedo tan intenso que me impedía pensar bien y en parte, quizá, por lo que sucedió después. La única cosa que recuerdo con claridad es la más aterradora de todas: el momento en que sentí que una banda metálica, pero increíblemente flexible, se enroscaba a mi cintura y me arrebataba del lomo de Arístides. Conservo una impresión confusa; me elevaron por los aires y yo ofrecí una débil resistencia, estaba a un tiempo asustado por lo que me iba a suceder y porque, si me liberaba, caería al suelo, que se encontraba ya a una distancia vertiginosa; alcé la vista hacia el caparazón bruñido, vi la negrura del agujero que iba a engullirme, conocí el miedo como jamás lo había conocido, grité y grité… Y después la negrura.

El sol me oprimía los párpados, dándome calor, transformando la oscuridad en un fluido rosa. Abrí los ojos e inmediatamente tuve que protegerlos del resplandor. Estaba tumbado boca arriba, sobre la hierba, y el sol. Según vi, estaba bastante por encima del horizonte. Por lo que serían aproximadamente las seis. Y no eran ni las cuatro cuando…

El Trípode.

Al recordarlo sentí una sacudida de pavor. No quería escrutar el cielo, pero sabía que debía hacerlo. Vi un vacío azul orlado por el verde ondulante de los árboles. Nada más. Me puse apresuradamente en pie y miré fijamente hacia la lejanía. Vi el castillo y a su lado, en el mismo lugar que ayer, donde lo vi cuando saqué a Arístides, el Trípode. Estaba inmóvil, aparentemente igual que el castillo, clavado a la roca.

A cincuenta yardas de mí, Arístides pacía en la hierba cubierta de rocío, con la plácida satisfacción propia de un caballo que está en un buen pastizal. Me dirigí hacia él, tratando de sacarle algún sentido al desorden de mis pensamientos. ¿Lo había imaginado, fue una pesadilla que soñé como consecuencia de una caída del caballo? Pero volví a recordar cómo me arrebataban por los aires y me estremecí. No cabía dudar de aquel recuerdo: había tenido lugar; el miedo y la desesperación habían sido reales.

¿Y después? El Trípode me había atrapado. ¿Sería posible que…? Me llevé la mano a la cabeza, palpé el pelo y la dureza del cráneo, pero no había ninguna malla metálica. No me habían puesto la Placa. Junto con el alivio que aquello me proporcionó sentí una aguda sensación de náusea que me obligó a parar y tomar aliento. Me encontraba tan sólo a unos pasos de Arístides, que alzó la vista y relinchó al reconocerme.

Lo primero es lo primero. El castillo se estaría poniendo en movimiento, al menos la servidumbre. Pasaría una hora o más antes de que me echaran de menos, pero no podía desperdiciar el tiempo de que disponía para huir, —aún podían divisarme desde la muralla—. Así las riendas del caballo, me apoyé en el estribo y me subí a la montura. No mucho más allá bullía el río al atravesar los bajos del vado. Le incité a avanzar y respondió de buena gana. Tras cruzar el vado, volví la vista de nuevo. Nada había cambiado, el Trípode no se había movido. Esta vez la sensación de alivio no fue paralizante, sino vivificadora. El agua chocaba contra los menudillos de Arístides. Hacía más viento que antes y transportaba un aroma que me hizo sentirme torturado antes de identificarlo. Había un arbusto que olía así en el islote del río. Atravesaba los campos de centeno un sendero llano que discurría en línea recta en un tramo largo. Puse a Arístides a medio galope.

Durante varias horas juzgué prudente no detenerme. Al principio no se veía a nadie, pero después pasé junto a hombres que se dirigían a los campos o bien ya estaban trabajando en ellos. Con los primeros me topé repentinamente al tomar al trote una curva marcada por una arboleda, y me sentí confuso e inquieto. Pero me saludaron cuando pasé y me di cuenta de que saludaban por la montura y por la distinción de mis ropas: para ellos yo era un miembro de la nobleza, un muchacho que había salido a montar antes del desayuno. De todos modos, evité encontrarme con gente en la medida de lo posible y me alegró dejar las tierras cultivadas y pasar a un terreno abrupto y elevado en el que no se veían más que ovejas.

Había tenido tiempo para pensar en el Trípode, en el hecho asombroso de que me hubiera cogido para después soltarme, sin hacerme daño, sin insertarme la Placa, pero no me hallaba más cerca de ninguna solución. Tuve que dejarlo como uno más de los misterios que los rodeaban, a lo mejor era un capricho como cuando aquellos otros se pusieron a dar vueltas alrededor del «Orión» aullando de rabia o de júbilo o por cualquier otra emoción absolutamente distinta e insondable, para después salir despedidos por el agua, alejándose hasta perderse de vista. Eran unas criaturas inhumanas y no había que tratar de atribuirles motivos humanos. Lo único que importaba de verdad era que yo estaba en libertad, que mi mente seguía perteneciéndome y era dueña, en la medida que lo permitieran las circunstancias, de mi destino.

Comí, bebí agua de un arroyo, monté y proseguí viaje a caballo. Pensé en los que dejaba atrás, en el castillo, en el Comte y la Comtesse, en los caballeros y escuderos que había conocido, en Eloise. Ahora estaba bastante convencido de que no me encontrarían: los cascos de Arístides no dejarían huellas ni en la corta hierba ni en la tierra seca y ellos no podían abandonar el torneo mucho tiempo a cambio de una persecución. Me parecía que estaban muy lejos, no sólo en términos de espacio, sino como personas. Recordaba su amabilidad, la bondad y simpatía de la Comtesse, la risa del Comte, su mano pesada apoyada en mi hombro, pero los recuerdos tenían algo que no era real del todo. A excepción de Eloise. La veía claramente y oía su voz igual que la había visto y oído tantas veces a lo largo de las semanas anteriores. Pero la imagen que más nítida y cruelmente acudía a mi mente era la última: la expresión de su rostro cuando me dijo que se iba al servicio de los Trípodes y añadió: «Soy tan feliz… tan feliz». Espoleé a Arístides, que soltó un relincho de protesta, pero se arrancó a galopar a través de la ladera verde y soleada.

Hacia delante las colinas alcanzaban una altura cada vez mayor. El mapa indicaba un paso y si me había guiado acertadamente por el sol tendría que avistarlo pronto. Al alcanzar la cima de una loma tiré de las riendas y contemplé la pendiente que bajaba. Me pareció distinguir una abertura aproximadamente en el lugar previsto, en la línea divisoria entre el verde y el marrón, pero el halo de calor lo volvía todo borroso, dificultando la identificación. Pero más cerca había otra cosa que me llamó la atención.

Quizá a una milla de distancia había algo que se movía. Una figura… dos, que surgían de un pliegue del terreno, subiendo trabajosamente. Aún no podía identificarlos, pero en aquel paraje desolado, ¿quiénes podían ser sino ellos? Volví a poner a Arístides al galope.

Se volvieron antes de que me acercara, alarmados por el batir de los cascos, pero mucho antes de que yo supiera con certeza que se trataba de ellos. Me detuve a su altura y me bajé del caballo de un salto, orgulloso —me temo que incluso lo sigo estando ahora—, de la destreza que había adquirido como jinete.

Henry se me quedó mirando fijamente, perplejo, sin saber qué decir. Larguirucho dijo:

—Así que has venido, Will.

—Por supuesto, —dije—. ¿Por qué? ¿Pensabais que no lo haría?