CAPÍTULO 1
LA CEREMONIA DE LA PLACA
Sin contar el de la torre de la iglesia, en el pueblo había cinco relojes que marcaban la hora aceptablemente, y uno era de mi padre. Estaba en el salón, en la repisa de la chimenea, y todas las noches, antes de acostarse, mi padre sacaba la llave de un florero y le daba cuerda. Una vez al año venía el relojero desde Winchester, trotando a lomos de un viejo caballo de carga, para limpiarlo, engrasarlo y rectificarlo. Después tomaba manzanilla con mi madre y le contaba las novedades de la ciudad, así como lo que había oído en los pueblos por los que había pasado. En aquel momento mi padre, si no estaba moliendo, se iba con paso arrogante, haciendo algún comentario desdeñoso sobre el chismorreo; pero luego, a la noche, yo oía cómo mi madre le contaba aquellas historias. Él no mostraba gran entusiasmo, pero les prestaba oídos.
No obstante, el gran tesoro de mi padre no era el reloj, sino el Reloj, con mayúscula. Se trataba de un reloj en miniatura, con una esfera que tenía menos de una pulgada de diámetro y una correa para ponérselo en la muñeca, y que estaba guardado con llave en un cajón de su escritorio; sólo lo sacaba para ponérselo en las grandes celebraciones, como el Festival de la Cosecha o la Ceremonia de la Placa. Al relojero sólo se le permitía que lo viera una vez cada tres años y en tales ocasiones mi padre permanecía de pie junto a él, viendo cómo trabajaba. No había ningún otro Reloj en el pueblo, ni tampoco en los pueblos de los alrededores. El relojero decía que en Winchester había varios, pero que ninguno era tan bueno como éste. Yo no sabía si lo decía para agradar a mi padre, que daba claras muestras de satisfacción al oírlo, pero creo que se trataba genuinamente de una pieza de artesanía muy buena. La caja del Reloj era de un acero muy superior a ninguno que pudieran fabricar en la fragua de Alton, y la maquinaria era un portento de complejidad y técnica. En la parte delantera se veía escrito «Antimagnetique» e «Incabloc», lo cual nosotros suponíamos sería el nombre del artesano que lo hizo.
La semana anterior nos visitó el relojero y a mí me dieron permiso para mirar un rato mientras él limpiaba y engrasaba el Reloj. El espectáculo me fascinó y, después de que se fuera, me encontré con que mis pensamientos no dejaban de ocuparse de aquel tesoro, nuevamente encerrado bajo llave en su cajón. Naturalmente, a mí me estaba prohibido tocar el escritorio de mi padre, y la mera posibilidad de abrir uno de sus cajones, cerrado con llave, ni tendría que habérseme ocurrido. Sin embargo, la idea seguía allí. Y uno o dos días después me confesé a mí mismo que lo único que me detenía era el miedo a que me cogieran.
El sábado por la mañana me encontré con que estaba solo en casa. Mi padre estaba en el molino, moliendo, y se había llevado a los criados —incluso a Molly, que normalmente no sale de casa durante el día—, para que ayudaran. Mi madre había ido a visitar a la anciana señora Ash, que estaba enferma, y estaría fuera al menos una hora. Yo había terminado los deberes y aquella luminosa mañana de mayo nada me impedía salir a buscar a Jack. Pero lo que ocupaba completamente mi cabeza era la idea de que tenía la oportunidad de contemplar el Reloj con poco riesgo de que me descubrieran.
Yo me había fijado en que la llave estaba guardada junto a las demás llaves en una cajita, al lado de la cama de mi padre. Había cuatro, y la tercera era la que abría el cajón. Saqué el Reloj y me quedé mirándolo. Estaba parado, pero yo sabía que se le daba cuerda y que se ponían las manecillas en hora accionando un botoncito lateral. Si sólo le daba un par de vueltas se volvería a parar enseguida, —no fuera que a mi padre se le ocurriera echarle un vistazo aquel día, un poco más tarde—. Así lo hice, y me quedé escuchando su golpeteo rítmico y suave. Luego lo puse en hora por el reloj de la chimenea. Después de eso ya sólo me quedaba ponérmelo en la muñeca. Incluso ajustándomelo en el primer agujero, la correa me quedaba floja; pero tenía el Reloj puesto.
Una vez alcanzado lo que me había parecido una ambición insuperable descubrí —me parece que es lo que suele suceder—, que me seguía faltando algo. Llevarlo puesto era un triunfo, pero que te vieran con él puesto… Le había dicho a mi primo, Jack Leeper que le vería aquella mañana en las antiguas ruinas situadas a un extremo del pueblo. Jack, que tenía casi un año más que yo y que iba a ser presentado en la próxima Ceremonia de la Placa, era la persona que yo más admiraba después de mis padres. Sacar el Reloj de casa significaba convertir la desobediencia en algo desmesurado, pero como ya había ido tan lejos, me resultó más fácil pensar en ello. Una vez decidido, tomé la determinación de no perder ni un segundo del precioso tiempo de que disponía. Abrí la puerta principal, metí muy dentro del bolsillo del pantalón la mano en que llevaba el Reloj y salí corriendo calle abajo.
El pueblo estaba situado en un cruce de caminos; la carretera que pasaba por delante de nuestra casa discurría paralela al río (éste le suministraba energía al molino, por supuesto) y la segunda carretera lo cruzaba a la altura del vado. Junto al vado había un pequeño puente de madera para los viandantes y yo lo crucé deprisa, fijándome en que el río estaba más crecido de lo normal debido a las lluvias primaverales. Mi tía Lucy se acercaba al puente cuando yo salía del mismo por el extremo opuesto. Me saludó de lejos y contesté el saludo, después de tomar la precaución de pasar al otro lado de la carretera. Allí se encontraba la panadería, con bandejas de bollos y pasteles expuestas, y era lógico que yo me encaminara allí: tenía un par de peniques en el bolsillo. Pero pasé de largo corriendo y no aminoré la marcha a un paso normal hasta llegar al punto donde las casas se dispersaban y por fin desaparecían.
Las ruinas estaban cien yardas más allá. A un lado de la carretera se encontraba el prado de Spiller, donde pastaban las vacas, pero por mi lado había un seto de espino y, detrás, un campo de patatas. Pasé ante un claro del seto sin mirar, tan concentrado estaba en lo que le iba a enseñar a Jack, y un momento después me sorprendió un grito desde atrás. Reconocí la voz de Henry Parker.
Henry, al igual que Jack, era primo mío, —yo me llamo Will Parker— pero, a diferencia de Jack, no era mi amigo. (Yo tenía varios primos en el pueblo: la gente no solía viajar lejos para casarse). Tenía un mes menos que yo, pero era más alto y más robusto y, que yo recordara, nos odiábamos desde siempre. Cuando nos tocaba pelear, cosa que sucedía muy frecuentemente, yo estaba en desventaja física y tenía que recurrir a la agilidad y rapidez si no quería perder. Había aprendido de Jack algunas técnicas de lucha, lo cual me había permitido el año pasado afianzar mi habilidad, y en el último encuentro que tuvimos conseguí derribarlo con fuerza suficiente para hacerle una llave y dejarle boqueando sin aliento. Pero para la lucha libre se necesitan las dos manos. Hundí más la mano izquierda en el bolsillo y, sin responder a su llamada, seguí corriendo en dirección a las ruinas.
Sin embargo lo tenía más cerca de lo que creía, corriendo vigorosamente en pos de mí mientras profería amenazas. Aceleré, miré hacia atrás para ver la delantera que le llevaba y cuando quise darme cuenta patiné en un charco de barro. (En el interior del pueblo había adoquines, pero aquí fuera la carretera estaba tan mal como siempre, y las lluvias lo habían agravado). Luché denodadamente tratando de mantenerme en pie, pero no quise, hasta que fue demasiado tarde, sacar la otra mano para ayudarme a conservar el equilibrio. En consecuencia, fui resbalando y haciendo aspavientos hasta que al fin me caí. Antes de poder recuperarme, Henry estaba de rodillas encima de mí, sujetándome la parte posterior de la cabeza con la mano y hundiéndome la cara en el barro.
En circunstancias normales esta actividad le habría satisfecho durante algún tiempo, pero se encontró algo más interesante. Al caer, yo había empleado instintivamente las dos manos para protegerme y él vio el Reloj que llevaba en la muñeca. Un momento después me lo había quitado y se había puesto en pie para examinarlo. Me levanté como pude e intenté arrebatárselo, pero él lo sostenía con facilidad por encima de su cabeza, fuera de mi alcance.
Dije, jadeando:
—¡Devuélveme eso!
—No es tuyo, —dijo—. Es de tu padre.
Me daba un miedo atroz que el Reloj pudiera haber sufrido algún desperfecto, o incluso haberse roto cuando me caí, pero aun así traté de meter la pierna entre las suyas para hacerle caer. Me esquivó, dio un paso atrás y dijo:
—No te acerques, —se preparó como para arrojar una piedra—. Si no, probaré a ver hasta dónde lo lanzo.
—Como lo hagas, —dije—, te darán una paliza.
En su cara gorda apareció una sonrisa.
—A ti también. Y tu padre pega más fuerte que el mío. Te diré lo que voy a hacer: me lo quedaré prestado algún tiempo. Puede que te lo devuelva esta tarde. O mañana.
—Alguien te verá con él.
Él volvió a sonreír.
—Me arriesgaré.
Me agarré a él: pensaba que lo de tirarlo era un farol. Casi le hago perder el equilibrio, pero no lo conseguí. Nos enzarzamos, nos tambaleamos y después caímos juntos rodando hasta la cuneta. Estaba algo encharcada pero seguimos peleándonos, incluso después de que llegara hasta nosotros una voz desafiante. Jack, —pues fue él quien nos dijo que nos levantásemos— tuvo que bajar y separarnos por la fuerza. Esto no le resultó difícil. Era tan corpulento como Henry y además tenía una fuerza tremenda. Nos subió a rastras a la carretera; fue directamente al grano, le quitó el Reloj a Henry y lo despidió con un cachete en la parte posterior del cuello.
Yo dije, lloroso:
—¿Está bien?
—Creo que sí —lo examinó y me lo entregó—. Pero eres un idiota por haberlo traído.
—Quería enseñártelo.
—No valía la pena, —dijo, concisamente—. De todos modos, será mejor que nos ocupemos de devolverlo. Te echaré una mano.
Desde que tengo memoria, Jack siempre estaba dispuesto a echarme una mano. Qué raro, pensé camino del pueblo, saber que dentro de algo más de una semana me iba a quedar solo. Ya se habría celebrado la Ceremonia de la Placa, y Jack habría dejado de ser un muchacho.
Jack montó guardia mientras yo guardaba el Reloj en su sitio y volvía a poner la llave del cajón donde la había encontrado. Me cambié los pantalones y la camisa, que estaban mojados y sucios, y volvimos sobre nuestros pasos, camino de las ruinas. Nadie sabía qué habían sido antaño aquellas construcciones, y creo que una de las cosas que nos atraía era una inscripción que había en una placa de metal mellada y oxidada:
PELIGRO
6600 VOLTIOS
No teníamos ni idea de lo que habrían sido los Voltios, pero la noción de peligro, por remota que fuera, resultaba emocionante. Había más letras, pero la herrumbre había destruido casi todo. «Lect ci dad»: Quizá las últimas letras significaban ciudad y lo demás fuese un nombre medio borrado; nos preguntábamos si sería el nombre de la ciudad de la que procedía aquello.
Algo más allá estaba la guarida construida por Jack. Se llegaba a ella atravesando un arco medio desmoronado; el interior era seco y disponía de un sitio para hacer fogatas. Jack había encendido el fuego antes de salir a buscarme y había despellejado, limpiado y ensartado un conejo en una vara y lo tenía listo para asar. En casa no faltaba comida —los sábados la comida de medio día era siempre muy abundante—, pero esto no impedía que yo aguardara con impaciencia golosa la perspectiva de comer conejo asado con patatas a la brasa. Tampoco iba a impedirme hacer justicia al pastel de carne que tenía mi madre en el horno. Aunque yo era más bien menudo, tenía buen apetito.
Vigilábamos y olíamos el conejo mientras se hacía en medio de un silencio cordial. Nos llevábamos muy bien sin necesidad de hablar mucho, aunque normalmente yo siempre tenía la lengua preparada. Demasiado preparada, quizá. Sabía que buena parte del problema con Henry era consecuencia de mi incapacidad para contenerme cuando veía alguna posibilidad de tomarle el pelo.
Cualesquiera que fuesen las circunstancias, Jack nunca hablaba mucho, pero para sorpresa mía, después de un rato rompió el silencio. Al principio habló de cosas sin importancia, comentando sucesos que habían tenido lugar en el pueblo, pero a mí me daba la sensación de que estaba tratando de desviarse hacia algo distinto, algo más importante. Después se detuvo, se quedó callado, mirando fijamente durante un par de segundos el cuerpo crujiente del animal, y dijo:
—Este lugar será tuyo después de que me pongan la Placa.
No sabía bien qué decir. Me imagino que, de haberlo pensado alguna vez, habría supuesto que me cedería la guarida, pero no había pensado en ello. No se solía pensar demasiado en cosas que estuvieran relacionadas con la inserción de la Placa y, desde luego, no se hablaba de ello. Que entre toda la gente fuera precisamente Jack el que lo hiciera resultaba sorprendente, pero lo que dijo a continuación fue más sorprendente aún:
—En cierto modo, —dijo—, casi tengo la esperanza de que no resulte. No estoy seguro de no preferir ser un Vagabundo.
Debería decir algo sobre los Vagabundos. Por lo general, había unos cuantos en cada pueblo, —que yo supiera, en aquel momento había cuatro en el nuestro—, pero el número cambiaba constantemente porque algunos se iban y otros ocupaban su lugar. A veces trabajaban en algo, pero tanto si lo hacían como si no, el pueblo les daba sustento. Vivían en la Casa de los Vagabundos, que en nuestro caso se encontraba situada en la intersección de las dos carreteras y era más grande que las demás casas, a excepción de unas pocas (entre las cuales se encontraba la de mi padre). Podía albergar sin problemas a una docena de Vagabundos y, en algunas ocasiones, casi se alcanzó ese número. Se les daba comida, —sin lujos, pero bastante decente— y un criado se ocupaba del lugar. Cuando la casa estaba completa se enviaban más criados para que ayudasen.
Lo que se sabía, aunque no se comentaba, era que los Vagabundos eran gente con la cual la inserción de la Placa había salido mal. Tenían Placa, igual que la gente normal, pero no funcionaba bien. Cuando esto iba a suceder, generalmente aparecían síntomas uno o dos días después de la inserción: la persona a la que le habían puesto la Placa se mostraba acongojada y aquel estado se intensificaba con los días, hasta que al fin se convertía en una fiebre cerebral. Se apreciaba claramente que padecían grandes dolores. Afortunadamente la crisis no duraba mucho; afortunadamente también sólo sucedía raras veces. En la inmensa mayoría de los casos la inserción de la Placa era un éxito rotundo. Me parece que sólo una de cada veinte veces daba lugar a un Vagabundo.
Cuando volvía a sentirse bien, el Vagabundo iniciaba su incesante errar. Él o ella; porque de vez en cuando pasaba con una chica, aunque era mucho más raro. Si la causa era que se veían a sí mismos al margen de la comunidad de gente normal, o bien era que la fiebre había provocado en ellos un desasosiego permanente, eso era algo que yo no sabía. El caso es que se iban y vagabundeaban por la tierra, parando un día aquí, puede que hasta un mes allá, pero siempre cambiando de lugar. Indudablemente sus mentes quedaban afectadas. Ninguno era capaz de atenerse a una sucesión prolongada de pensamientos, y muchos veían visiones y hacían cosas raras.
Se les aceptaba como algo que está ahí y se les cuidaba pero, al igual que ocurría con la inserción de la Placa, no se hablaba mucho de ellos. Los niños, por lo general, los veían con suspicacia y los evitaban. Ellos, a su vez, tenían aspecto melancólico y no hablaban mucho, ni siquiera entre sí. Me sorprendía muchísimo oírle decir a Jack que medio quería ser un Vagabundo, y no sabía qué contestarle. Pero él no parecía necesitar ninguna respuesta. Dijo:
—El Reloj… ¿Alguna vez piensas en cómo debió de ser la época en que se hacían cosas así?
Lo hacía de vez en cuando, pero se trataba de otro asunto en relación al cual no se estimulaba la especulación, y Jack jamás me había hablado de aquel modo. Dije:
—¿Antes de los Trípodes?
—Sí.
—Bueno, sabemos que era la Edad Negra. Había demasiada gente y faltaban alimentos, de modo que la gente pasaba hambre y luchaban unos contra otros, y había toda clase de enfermedades y…
—Y se hacían cosas como el Reloj. Las hacían los hombres, no los Trípodes.
—Eso no lo sabemos.
—¿Te acuerdas, —preguntó—, hace cuatro años, cuando estuve en casa de mi tía Matilda?
Me acordaba. Era tía suya, no mía, aunque fuéramos primos: se había casado con un extranjero. Jack dijo:
—Vive en Bishopstoke, al otro lado de Winchester. Un día salí de paseo y llegué hasta el mar. Vi las ruinas de una ciudad que debió de ser veinte veces más grande que Winchester.
Yo había oído hablar de las grandes ciudades en ruinas de los antiguos, por supuesto. Pero también se hablaba poco de ellas, y cuando se hacía era con desaprobación y con un poco de miedo. A nadie se le ocurriría acercarse a ellas. Resultaba inquietante incluso mirarlas, como había dicho Jack. Dije:
—Era en esas ciudades donde había tanta matanza y enfermedad.
—Eso nos cuentan. Pero yo vi una cosa allí. Era el casco de un barco, estaba corroído por el óxido, de modo que por algunas partes se veía de lado a lado. Y era más grande que el pueblo. Mucho más grande.
Enmudecí. Estaba tratando de imaginármelo, de verlo mentalmente tal como él lo había visto en la realidad. Pero mi mente no podía aceptarlo.
Dijo Jack:
—Y lo construyeron los hombres. Antes de que llegaran los Trípodes.
Nuevamente no daba con las palabras. Por fin dije, sin convicción:
—Ahora la gente es feliz.
Jack dio una vuelta al asador del conejo. Después de un rato, dijo:
—Sí. Supongo que tienes razón.
El buen tiempo duró hasta el Día de la Placa. De la mañana a la noche la gente trabajaba en los campos, cortando hierba para hacer heno. La lluvia había sido tan copiosa que la hierba se elevaba lujuriante, promesa de un buen forraje invernal. El Día en cuestión, por supuesto, era festivo. Después del desayuno fuimos a la iglesia y el sacerdote habló de los derechos y deberes inherentes al hecho de ser hombre, condición a la que Jack iba a acceder. No habló de la condición femenina porque no iban a insertarle la Placa a ninguna chica. En efecto, allí estaba Jack, en pie, solo, vestido con la túnica blanca que estaba prescrita. Le miré, preguntándome qué sentiría, pero cualesquiera que fuesen sus emociones, no las dejaba traslucir.
Ni siquiera cuando, acabada la ceremonia religiosa, aguardábamos en pie delante de la iglesia la llegada del Trípode. Las campanas tocaban el Repique de la Placa, pero aparte de esto todo estaba en silencio. Nadie hablaba, ni susurraba, ni sonreía. Sabíamos que para todos los que recibieron la Placa, aquélla había sido una gran experiencia. Hasta los Vagabundos acudían y permanecían en pie, manteniendo aquel silencio profundo. Pero para nosotros los niños el tiempo se alargaba de un modo desesperante. ¿Y para Jack, que estaba aparte de todos, en mitad de la calle? Sentí por primera vez un escalofrío de miedo al darme cuenta de que en la siguiente Ceremonia de la Placa yo estaría allí de pie. No estaría solo, desde luego, porque se haría la presentación de Henry conjuntamente con la mía. Aquel pensamiento no me proporcionó un gran consuelo.
Por fin oímos a lo lejos, por encima del tañido de las campanas, el profundo y potente tableteo y todo el mundo dejó escapar una especie de suspiro. El sonido se hizo más cercano y entonces, de repente, pudimos verlo por encima de los tejados de las casas que daban al sur: el gran hemisferio metálico se mecía en el aire sobre las tres patas articuladas, tres veces más alto que la iglesia. Su sombra pasó ante ésta y cayó sobre nosotros cuando se detuvo, con dos patas a horcajadas sobre el río y el molino. Aguardábamos, y ahora yo me estremecí de verdad, incapaz de detener los temblores que recorrían mi cuerpo.
Sir Geoffrey, nuestro Señor Feudal, dio un paso adelante e hizo una reverencia breve y rígida en dirección al Trípode; era un anciano y no podía inclinarse mucho ni con facilidad. Y entonces descendió uno de los enormes tentáculos bruñidos, con suavidad y precisión, y su extremo se enroscó en la cintura de Jack y lo levantó por los aires hasta un agujero que se abría como una boca en el hemisferio, y lo engulló.
Al principio de la tarde se celebraron juegos y la gente circulaba por el pueblo, haciendo visitas, riendo y charlando, y los hombres y mujeres jóvenes que estaban solteros paseaban juntos por los campos. Luego, al atardecer, tuvo lugar la Fiesta, disponiéndose mesas en la calle, pues seguía haciendo buen tiempo, y el olor a carne asada se mezclaba con los olores de la cerveza, la sidra y la limonada, y con los de toda clase de pasteles y púdines. Del exterior de las casas colgaban lámparas; las encenderían cuando oscureciese, y brillarían como flores amarillas a lo largo de la calle. Pero antes de que empezara la fiesta, nos fue devuelto Jack.
Primero se oyó el sonido distante, después vinieron el silencio y la espera, y las pisadas de los gigantescos pies, que conmovían la tierra. El Trípode se detuvo como antes, en un lateral del hemisferio se abrió la boca, y entonces descendió velozmente el tentáculo, depositando a Jack en el lugar que se le había asignado, a la derecha de Sir Geoffrey. Yo estaba muy alejado, en un extremo, con los niños, pero podía verle bien. Tenía aspecto pálido, pero por lo demás su rostro no estaba nada cambiado. La diferencia estribaba en la cabeza, blanca y afeitada, de la que sobresalía como una tela de araña un metal de tono más oscuro con un diseño geométrico. Pronto le volvería a crecer el pelo, por encima y alrededor del metal y, como él tenía el pelo negro y tupido, al cabo de unos meses la Placa sería casi imperceptible. Aunque de todos modos seguiría allí, formando parte de él hasta el día en que se muriera.
Sin embargo aquél era un momento de regocijo y alegría. Era un hombre y mañana desempeñaría el trabajo de un hombre y recibiría la paga de un hombre. Le cortaron la mejor tajada de carne y se la trajeron junto con una espumosa jarra de cerveza suave, y Sir Geoffrey brindó por su salud y su fortuna. Yo olvidé mis temores de antes y le envidié, pensando que al año siguiente yo me encontraría allí, transformado en hombre.
Al día siguiente no vi a Jack, pero al otro me lo encontré cuando, después de acabar los deberes, me encaminaba a la guarida. Iba con otros cuatro o cinco hombres, de regreso de los campos. Lo llamé, sonrió y, tras un momento de duda, dejó que los demás siguieran. Estábamos cara a cara, a sólo unas yardas del lugar donde, hacía poco más de una semana, nos separó a Henry y a mí. Pero las cosas eran muy distintas.
Dije:
—¿Qué tal estás?
No era simplemente una pregunta cortés. A estas alturas, si la inserción de la Placa había de fallar, él ya sentiría los dolores y el desasosiego que, a su debido tiempo, acabarían convirtiéndolo en un Vagabundo. Dijo:
—Estoy bien, Will.
Vacilé y le esperé:
—¿Qué se siente?
Negó con la cabeza.
—Sabes que no está permitido hablar de eso. Pero te puedo prometer que no te hará daño.
Dije:
—¿Pero por qué?
—¿Por que qué?
—¿Por qué tienen que llevarse los Trípodes a la gente y ponerles una Placa? ¿Qué derecho tienen?
—Lo hacen por nuestro bien.
—Pero no veo por qué ha de ser así. Prefiero seguir como soy.
Sonrió.
—Ahora no puedes entenderlo, pero cuando ocurra lo entenderás. Es… —hizo un gesto negativo con la cabeza—. No puedo describirlo.
—Jack, —dije yo—, he estado pensando, —él aguardó sin demasiado interés—, en lo que dijiste acerca de las cosas maravillosas que hacían los hombres antes de los Trípodes.
—Eso eran tonterías, —dijo, se dio la vuelta y siguió camino del pueblo. Lo observé un tiempo y después, sintiéndome muy solo, me dirigí hacia la guarida.