CAPÍTULO 6
EL CASTILLO DE LA TORRE ROJA
La mañana siguiente a mi colapso Henry y Larguirucho se dieron cuenta de que no me encontraba suficientemente bien para viajar. Por supuesto, podían dejarme y seguir solos. Si se descartaba esto, tenían que optar entre alejarse de la granja llevándome a rastras o quedarse en la cabaña con la esperanza de no ser vistos. En cuanto a lo primero, no había ningún otro refugio a la vista y, aunque había cesado la lluvia, no hacía un tiempo prometedor. Y no parecía que usaran mucho la cabaña. De todos modos decidieron quedarse donde estaban. De madrugada salieron sigilosamente, se hicieron con más ciruelas y cerezas y regresaron a la cabaña para comérselas.
Los hombres de los perros llegaron unas horas después. Nunca llegaron a saber si fue por accidente, si los habían visto antes y después los siguieron de regreso a la cabaña o si Larguirucho había dejado rastros al entrar en la vaquería y por eso, y por la falta del queso, los hombres estaban haciendo una inspección rutinaria en las dependencias exteriores. El caso es que los hombres estaban en la puerta, acompañados de un perro, un animal feo, tan alto como un burro pequeño, que gruñía enseñando los dientes. No podían hacer nada excepto entregarse.
Larguirucho había previsto con anterioridad un plan de emergencia ante situaciones así, destinado a superar la dificultad derivada del hecho de que ni Henry ni yo hablábamos su idioma. Nos haríamos pasar por primos suyos y los dos seríamos sordomudos: no deberíamos decir nada y fingiríamos no oír. Así sucedió; en lo tocante a mí resultó bastante sencillo, pues me encontraba inconsciente. Según creía Larguirucho esto acallaría las sospechas de modo que, aun cuando nos hicieran prisioneros, no nos pondrían una vigilancia demasiado rigurosa, lo cual nos brindaría ocasión de huir cuando surgiera la oportunidad. No sé si habría resultado, —lo cierto es que yo no me encontraba en condiciones de hacer ninguna clase de huida—, pero el caso es que las cosas tomaron un cariz muy distinto a todo lo que habíamos previsto. Dio la casualidad de que aquella misma mañana la Comtesse de la Tour Rouge estaba de gira por el distrito y visitó con su séquito la granja.
El cuidado de los enfermos y la distribución de dádivas eran algo acostumbrado entre las damas de la nobleza y la pequeña aristocracia: cuando vivía la mujer de Sir Geoffrey, Lady May, solía hacerlo en Wherton; uno de mis recuerdos más tempranos es de cuando recibí de ella una gran manzana roja y un cerdito de azúcar; llevándome la mano a la gorra en respuesta. Aunque con la Comtesse, según pude saber, la generosidad y preocupación por los demás no eran cuestión de deber sino algo que brotaba de su misma naturaleza. Era una persona amable y gentil de por sí y el sufrimiento de otra criatura, —humana o animal—, le ocasionaba dolor. La mujer del granjero se había escaldado las piernas hacía unos meses y ya estaba totalmente restablecida, pero la Comtesse necesitaba asegurarse de ello. En la granja le hablaron de tres chicos a los que habían sorprendido ocultos, dos de ellos sordomudos, uno de los cuales estaba con fiebre. Se hizo cargo de nosotros inmediatamente.
Era un cortejo considerable. La acompañaban nueve o diez de sus damas y con ellas habían partido tres caballeros. También había escuderos y palafreneros. A Larguirucho y a Henry les hicieron ir delante de unos palafreneros, pero a mí me colocaron en el arzón de uno de los caballeros y me sujetaron con su cinturón para evitar que me cayera. No recuerdo nada del viaje y puede que fuera mejor así. Para regresar al castillo había que recorrer más de diez millas, una buena parte sobre terreno abrupto.
El rostro que se inclinaba sobre mí era el de la hija de la Comtesse, Eloise.
Le Château de la Tour Rouge se alza sobre un terreno elevado desde el que se domina la confluencia de dos ríos. Es muy antiguo, pero hay algunas partes reconstruidas y otras que se han ido añadiendo. La torre en sí es nueva, me imagino, porque es de una extraña piedra roja completamente distinta de las piedras que se usan en el resto del edificio. En ella se encuentran los aposentos ceremoniales y las habitaciones de la familia, donde me instalaron para que guardara cama.
La torre se alza desnuda por el lado que da al río y a la llanura, pero tiene otras edificaciones anejas por la parte posterior y a ambos lados. Están las cocinas, los almacenes, las dependencias de los criados, las perreras, los establos, la fragua, —todos los lugares cotidianos—. Y las dependencias de los caballeros, que son casas ornamentadas y muy bien cuidadas, aunque por entonces sólo vivían tres caballeros solteros, en tanto que los demás tenían casa propia cerca del castillo.
Parte de las dependencias de los caballeros habían sido cedidas a los escuderos. Éstos eran muchachos, en su mayor parte hijos de caballeros, a los que se instruía para que ingresaran en el orden de la caballería; por mandato de la Comtesse, Henry y Larguirucho se instalaron con ellos. Enseguida se dieron cuenta de que no había peligro inmediato de que nos llevaran para que nos fuera insertada la Placa y decidieron aguardar a ver qué pasaba.
Entretanto yo me encontraba sumido en la confusión de la enfermedad y el delirio. Después me dijeron que estuve cuatro días en un estado febril. Percibía rostros desconocidos, en especial aquel rostro de ojos oscuros, enmarcado bajo un turbante azul, con el cual fui familiarizándome poco a poco. Mis sueños se fueron haciendo cada vez más apacibles, el mundo al que despertaba menos incoherente y distorsionado. Hasta que desperté, sintiéndome yo mismo una vez más, aunque débil; la Comtesse estaba sentada junto a mi cama y Eloise estaba de pie, un poco más allá.
La Comtesse sonrió y dijo:
—¿Ya te encuentras mejor?
Tenía que ser fiel a una resolución… Claro. No debía hablar. Era sordomudo. Como Henry. Recorrí la habitación con la mirada. El aire movía las cortinas del alto ventanal. Fuera se oían voces y entrechocar de hierros.
—Will, —dijo la Comtesse—, has estado muy enfermo, pero ya estás mejor. Sólo te hace falta fortalecerte.
Yo no debía hablar… ¡Y sin embargo ella me había llamado por mi nombre! Y me hablaba en inglés.
Volvió a sonreír.
—Sabemos el secreto. Tus amigos están bien. Henry y Shan-Pol… Larguirucho, como le llamáis vosotros.
No tenía sentido seguir fingiendo. Dije:
—¿Se lo han dicho?
—En el delirio no es posible controlar la lengua. Tú estabas decidido a no hablar y así lo afirmaste, en voz alta. En lengua inglesa.
Volví la cabeza, avergonzado. La Comtesse dijo:
—No tiene importancia, Will, mírame.
Su voz suave pero firme me obligó a volver la cabeza y por primera vez la vi bien. Tenía el rostro demasiado largo como para haber sido alguna vez hermosa, pero estaba dotado de una dulzura que lo hacía encantador y su sonrisa era luminosa. El pelo, de un negro intenso con toques de blanco, le caía en rizos por los hombros; por encima de la alta frente sobresalían los hilos plateados de la Placa. Tenía los ojos grandes, grises y sinceros.
Pregunté:
—¿Puedo verles?
—Claro que sí. Eloise les dirá que vengan.
Nos dejaron a los tres a solas. Yo dije:
—Lo he descubierto. No quería hacerlo. Lo siento.
Henry dijo:
—No podías evitarlo. ¿Ya te encuentras bien?
—Más o menos. ¿Qué van a hacer con nosotros?
—Por lo que yo veo, nada, —movió la cabeza en dirección a Larguirucho—. Él sabe más que yo.
Larguirucho dijo:
—No son como los aldeanos ni como los que viven en las ciudades. Si nos hubieran encontrado unos aldeanos tal vez hubieran llamado a los Trípodes, pero éstos no. Les parece bien que los chicos se vayan de sus casas. Sus propios hijos se van lejos.
Supongo que aún me encontraba un poco confuso. Dije:
—¡Entonces podrían ayudarnos!
Larguirucho negó con la cabeza; la luz del sol se reflejaba en las lentes que tenía delante de los ojos.
—No. Después de todo, llevan la Placa. Tienen costumbres diferentes pero obedecen a los Trípodes. Siguen siendo esclavos. Nos tratan con amabilidad, pero no deben conocer nuestros planes.
Dije, nuevamente alarmado:
—Si he hablado… puede que haya dicho algo sobre las Montañas Blancas.
Larguirucho se encogió de hombros.
—Si es así, habrán pensado que era un delirio febril. No sospechan nada, sólo creen que nos gusta recorrer mundo y que vosotros procedéis de la tierra que está más allá del mar. Henry cogió el mapa de tu chaqueta. Lo tenemos a buen recaudo.
Yo había dedicado mucho tiempo a pensar. Dije:
—Entonces más vale que huyáis con él, mientras os sea posible.
—No. Pasarán semanas antes de que estés en condiciones de viajar.
—Pero vosotros dos podéis iros. Yo os seguiré cuando pueda. Recuerdo el mapa bastante bien.
Henry le dijo a Larguirucho:
—Podría ser una buena idea.
Aquello me hizo sentir una punzada. Que yo lo sugiriera era algo noble y abnegado; que la propuesta se aceptara sin vacilaciones resultaba menos agradable. Larguirucho dijo:
—Eso no sirve de nada. Si se van dos, dejando al otro puede que empiecen a hacer conjeturas. Tal vez salgan a cazarnos. Tienen caballos y les encanta la caza. Para variar, en vez de ciervos y zorros, ¿no?
—¿Entonces qué sugieres? —preguntó Henry. Me di cuenta de que no estaba convencido—. Si nos quedamos, acabarán poniéndonos la Placa.
—Por eso lo mejor es quedarse de momento, —dijo Larguirucho—. He estado hablando con algunos chicos. El torneo es dentro de unas semanas.
—¿El torneo? —pregunté.
—Se celebra dos veces al año, —dijo Larguirucho—, en primavera y en verano. Hay fiestas, juegos, concursos y justas entre los caballeros. Dura cinco días y al final tiene lugar el Día de la Placa.
—Y si aún estamos aquí, entonces… —dijo Henry.
—Seremos ofrecidos para que nos inserten la Placa. Cierto. Pero no estaremos aquí. Para entonces estarás fuerte, Will. Y mientras dura el torneo, siempre hay mucha confusión. Podemos huir y no nos echarán de menos durante un día entero, puede que dos o tres. Además, habiendo muchas cosas emocionantes que hacer aquí en el castillo, creo que de todos modos no se tomarán la molestia de perseguirnos.
Henry dijo:
—¿Quieres decir que no vamos a hacer nada entonces?
—Es lo razonable.
Comprendí que así era. También me libró de la idea, tanto más terrible cuanto más la tomaba en cuenta, de verme abandonado. Dije, procurando que mi voz sonara indiferente:
—Debéis decidirlo vosotros dos.
Henry dijo, con desgana:
—Supongo que es lo mejor.
Los chicos subían a verme de vez en cuando, pero veía más a la Comtesse y a Eloise. De vez en cuando hacía su aparición el Conde. Era un hombre grande y feo que gozaba, me dijeron, de una gran reputación por su valor en los torneos y en la caza. (Una vez, desmontado, se enfrentó cara a cara con un enorme jabalí salvaje y lo mató con su daga). Conmigo era torpe pero amistoso, contaba chistes malos que le hacían reír mucho. También hablaba un poco de inglés, pero mal, de modo que muchas veces no podía entenderle: el dominio de otras lenguas se consideraba una habilidad más bien propia de damas.
Antes de esto yo sabía muy poco de la nobleza. En Wherton los criados de la Casa Solariega se mantenían apartados, mezclándose poco con la gente del pueblo. Ahora los veía de cerca y, como guardaba cama, tenía tiempo de pensar en ellos y en especial en su actitud hacia los Trípodes. Como apuntó Larguirucho, en esencia no era distinta de la que tenía la gente más humilde. Por ejemplo, su tolerancia con los chicos que se escapan de casa. Esto no habría ocurrido con los campesinos, ni de aquí ni de Wherton, pero ello obedecía a que sus vidas se regían por un patrón distinto: los capitanes de barco de Rumney acogían bastante bien la idea. Para la nobleza lo adecuado era que las damas fueran graciosas y hábiles en ciertas cosas y que los hombres fueran valientes. No había guerras, como ocurría antaño, pero había varios modos de demostrar la valentía. Y un chico que huía de su vida monótona, aun cuando no fuera noble, bajo su punto de vista era valeroso.
Lo triste era que todo el valor y toda la galantería se desperdiciaban. Pues, incluso más que sus inferiores, aceptaban y deseaban que se les insertara la Placa. Formaba parte del acceso a la condición de caballero y, en las niñas, de su conversión en damas. Al pensar esto comprendí que las cosas buenas podían carecer de significado si quedaban aisladas. ¿De qué servía el valor si no lo gobernaba un entendimiento libre e inquisitivo?
Eloise me enseñó a hablar su idioma. Era más fácil de lo que yo pensaba; disponíamos de mucho tiempo y ella era una profesora paciente. Lo que me resultaba más difícil era la pronunciación; tuve que aprender a hacer sonidos que se formaban en la nariz y a veces desesperaba de conseguir hacerlo bien. El verdadero nombre de Larguirucho no era Shan-Pol, sino Jean Paul, e incluso estas sílabas sencillas me costaron cierto trabajo.
Después de unos cuantos días me dejaron levantarme. Mis ropas viejas habían desaparecido y me dieron otras nuevas: unas sandalias, ropa interior, unos pantalones cortos y una camisa, pero de un material mucho más fino que el que yo estaba acostumbrado a usar, y con mucho más colorido; los pantalones eran de color crema y la camisa del primer día rojo oscuro. Me sorprendió comprobar que por la noche se llevaban la ropa para lavarla y dejaban otra.
Eloise y yo deambulábamos contentos por las habitaciones y los terrenos del castillo. En casa yo no había tratado demasiado con chicas y me sentía incómodo si no podía eludir su compañía, pero con ella no me sentía torpe ni en tensión. Su inglés, como el de su madre, era muy bueno, pero pronto insistió en hablarme en su propia lengua. De este modo yo capté las cosas rápidamente. Ella señalaba la ventana y yo decía «la fenêtre», o más lejos, y yo decía «le ciel».
En teoría aún no me encontraba suficientemente bien como para unirme a los demás chicos. Si me hubiera empeñado supongo que me lo hubieran permitido, pero yo aceptaba la situación de buen grado. Si éramos dóciles entonces aumentaban nuestras posibilidades de huir más adelante. Y parecía poco generoso rechazar la amabilidad de Eloise. De los hijos del Comte y la Comtesse era la única que quedaba en el castillo, pues sus dos hermanos estaban de escuderos en la casa de un Gran Duque, al sur, y no parecía que ella tuviera amigas entre las demás chicas. Me pareció que se sentía sola.
Además había otra razón. Aún estaba resentido por el hecho de que Henry me hubiera desplazado en la relación con Larguirucho y cuando me los encontré me dieron una impresión de camaradería, de complicidad, que yo no compartía. Su vida, por supuesto, era totalmente distinta a la que llevaba yo. Incluso es posible que se sintieran un poco celosos del trato favorecido que yo recibía. Lo cierto es que teníamos poco de que hablar en lo tocante a la existencia que llevábamos entonces y, por motivos de seguridad, no podíamos hablar de la empresa más importante que teníamos en común.
Así que de buena gana los dejé por Eloise. Tenía la dulzura y suavidad de su madre. Al igual que a ella le importaban mucho todas las criaturas vivas, desde las personas que la rodeaban hasta las gallinas que escarbaban la tierra junto a las dependencias de la servidumbre. Tenía la sonrisa de su madre, pero aquél era el único parecido físico. Porque, Eloise era guapa no sólo cuando reía, sino también en la quietud del reposo. Tenía el rostro pequeño y ovalado, de cutis marfileño que adquiría al sonrojarse un color extraño y delicado, y los ojos marrón oscuro.
Yo me preguntaba de qué color tendría el pelo. Siempre llevaba el mismo gorro en forma de turbante que le cubría toda la cabeza. Un día se lo pregunté. Formulé la pregunta en mi francés vacilante y, o no me entendió o fingió que no me entendía; así que se lo pregunté en inglés, sin rodeos. Entonces ella dijo algo, pero en su propia lengua y demasiado deprisa como para que yo captara el significado.
Nos encontrábamos en el pequeño jardín triangular que formaba el saliente del castillo en un punto que se acerca al río. No se veía a ninguna otra persona ni se oía más que a los pájaros y algunos escuderos que daban voces mientras se dirigían a caballo hacia la palestra situada detrás de nosotros. Me sentía irritado por sus evasivas y, medio en broma, medio molesto, agarré el turbante. Al tocarlo se cayó. Y Eloise quedó frente a mí, con la cabeza cubierta por una masa de pelo corto y por la malla plateada de la Placa.
Era una posibilidad que no se me había ocurrido. Como yo no era alto estaba acostumbrado a dar por hecho que cualquier persona mayor que yo lo fuera más, y ella era un par de pulgadas más baja. Además tenía rasgos menudos y delicados. Me quedé mirándola, había enmudecido de asombro y se había ruborizado, pero su rubor, más que tener la delicadeza de una rosa, era de un rojo fuego.
Por su reacción me di cuenta de que había hecho algo ultrajante, pero no sabía hasta dónde llegaba el ultraje. Para las chicas, como he dicho, la inserción de la Placa formaba parte del proceso de transformarse en mujer. Cuando se hubo recuperado y vuelto a poner el turbante, Eloise explicó un poco aquello, hablando en inglés para que yo tuviera la certeza de que la entendía plenamente. Aquí las chicas llevaban turbante durante la ceremonia y cuando los Trípodes las devolvían seguían llevándolo. Durante los seis meses siguientes a aquello nadie, ni siquiera la Comtesse, podía verle la cabeza desnuda. Al concluir aquel período se celebraría un baile especial y allí se presentaría por primera vez tras la Ceremonia de la Placa. ¡Y yo le había arrebatado el turbante como si le hubiera quitado la gorra a un chico, bromeando en el colegio!
No habló enfadada ni resentida, sino con paciencia. Le daba muchísima vergüenza que yo le hubiera visto la cabeza, pero lo que de verdad le preocupaba era lo que hubiera podido sucederme si otros hubieran presenciado el incidente. Mi primer castigo habría consistido en recibir unos severos azotes, pero no sería el último. Se decía que una vez mataron a un hombre por un delito similar.
Escuché con sentimientos encontrados. Me sentía agradecido porque ella quisiera protegerme, pero también resentido porque se me juzgara, aunque fuera con suavidad, según un código de conducta que carecía de significado para mí. En Wherton las chicas, al igual que los chicos, regresaban con la cabeza rapada después de que se les hubiera insertado la Placa. Mis sentimientos respecto de la propia Eloise también eran confusos y vacilantes. Desde mi salida del pueblo había recorrido un camino muy largo, no sólo en el sentido literal, sino también en cuanto a mi actitud hacia la gente. Poco a poco acabé por pensar que los que llevaban la Placa carecían de lo que a mí me parecía la esencia de lo humano: la chispa vital que induce a desafiar a los que gobiernan el mundo. Y los despreciaba por ello; incluso despreciaba, a pesar de toda su amabilidad y bondad para conmigo, al Comte y a la Comtesse.
Pero no a Eloise. Creía que ella era libre, como yo. Podría incluso haber concebido la idea, —creo que mi mente ya la albergaba en embrión—, de que cuando reemprendiéramos el camino hacia las Montañas Blancas no fuéramos tres, sino cuatro. Llegué a pensar en ella como amiga mía: tal vez como algo más. Pero ahora sabía que pertenecía en cuerpo y alma, de modo irrecuperable, al Enemigo.
El incidente nos conturbó mucho a ambos. Para Eloise había supuesto un golpe por partida doble: para su modestia y para el concepto que tenía de mí. Que yo le quitara el turbante la había sorprendido. Aunque sabía que lo había hecho por ignorancia, para ella era un síntoma de barbarie; y si alguien es capaz de actuar como un bárbaro una vez, es probable que vuelva a hacerlo. No estaba segura de mí.
En mí lo que había brotado no era incertidumbre, sino todo lo contrario. De mi amistad con ella no podía salir nada: un grueso trazo negro la había tachado. Lo único que podía hacerse era olvidar y concentrarse en lo importante, que era llegar a las Montañas Blancas. Aquel día, más tarde, vi a Henry y a Larguirucho y sugerí que nos fuéramos enseguida: estaba seguro de tener suficiente fuerza para viajar. Pero Larguirucho insistía en esperar al torneo y en esta ocasión Henry le apoyaba incondicionalmente. Me sentía irritado y desilusionado; había albergado esperanzas de que me respaldara. Se trataba una vez más de la alianza, y una vez más yo quedaba excluido. Los dejé bruscamente.
En las escaleras me encontré al Comte, que me sonrió, me dio una palmada fuerte en la espalda y dijo que tenía mejor aspecto pero que me hacía falta engordar más. Tenía que comer mucho venado. No había nada como el venado para robustecer a los delgaduchos. Subí al salón y allí me encontré a Eloise; su rostro adquiría un tono dorado bajo la luz de las lámparas. Me dio la bienvenida con una sonrisa. Su incertidumbre no podía cambiar su constancia y lealtad, tan hondamente arraigadas estaban en su naturaleza.
De modo que nuestra camaradería siguió adelante, aunque entre nosotros se daba una cautela que era nueva. Ahora que yo me encontraba más fuerte podíamos salir más lejos. Nos ensillaban los caballos y nosotros salíamos por las puertas del castillo y bajábamos la pendiente que nos llevaba a prados plagados de flores veraniegas. Yo sabía montar, más o menos, y pronto adquirí destreza, al igual que me sucedía con el idioma de aquel país.
Hubo algunos días nublados o lluviosos, pero la mayoría hizo sol y entonces íbamos a caballo por la tierra cálida y perfumada, o desmontábamos y nos sentábamos a contemplar cómo saltaban las truchas en el río, plata que surgía de la plata. Visitábamos las casas de los caballeros y sus mujeres nos daban zumos de fruta y pastelillos de crema. Por la tarde acudíamos al salón de la Comtesse y hablábamos con ella o la oíamos cantar, acompañándose de un instrumento redondo, de cuello largo, cuyas cuerdas pulsaba. Muchas veces entraba el Conde cuando estábamos allí y se quedaba con nosotros, guardando silencio por una vez.
El Comte y la Comtesse dejaron ver claramente que yo les gustaba. Creo que en parte se debía a que sus hijos se habían ido lejos. Era la costumbre y no se les hubiera ocurrido ir en contra de ella, pero la ausencia les apenaba. En el castillo había otros muchachos de ascendencia noble pero vivían en las dependencias de los caballeros y sólo se reunían con la familia durante la cena, que se servía en la sala, en una mesa donde cenaban treinta o cuarenta personas a la vez. Como estaba enfermo y me llevaron a la torre conviví con la familia como ellos no lo habían hecho jamás.
Pero aun sabiendo que me tenían afecto me sorprendió la conversación que tuve un día con la Comtesse. Estábamos solos, pues a Eloise le estaban probando un vestido. Ella bordaba una tela y yo contemplaba fascinado el movimiento diestro y veloz de sus dedos, que daban puntadas diminutas. Al tiempo que trabajaba hablaba con su voz grave y cálida, levemente áspera, al igual que la de Eloise. Me preguntó por mi salud, —le dije que me sentía muy bien—, y si me encontraba a gusto en el castillo. Le aseguré que así era. Entonces ella dijo:
—Me alegro. Si estás a gusto, tal vez no quieras dejarnos.
Dábamos por hecho que el día siguiente al torneo nos presentarían a los tres en la Ceremonia de la Placa. Después de aquello creían que, una vez desaparecida nuestra inquietud juvenil, regresaríamos a nuestras casas para llevar la vida que se esperaba llevásemos como adultos. Me desconcertaba oírle decir a la Condesa que acaso yo no quisiera irme.
Prosiguió:
—Creo que tus amigos querrían irse. Se les podría acomodar como criados, pero me da la impresión de que serían más felices en sus pueblos. Aunque por lo que a ti se refiere es distinto.
La miré a las manos y después a la cara.
—¿Por qué, señora?
—No eres noble, pero la nobleza es algo que puede otorgarse. Es un don del rey y el rey es primo mío, —sonrió—. ¿No lo sabías? Está en deuda conmigo porque cuando aún era un muchacho sin Placa, como tú, lo salvé de que lo azotaran. En cuanto a esto no habrá ninguna dificultad, Guillaume.
Guillaume era la palabra que empleaba para decir mi nombre. Ya me lo había dicho, pero nunca lo había utilizado para dirigirse a mí. Sentí un cierto vértigo. Aunque me había llegado a acostumbrar al castillo y a la vida que allí se llevaba, seguía sin parecerme real del todo. Y que me hablaran de reyes… También en Inglaterra había un rey que vivía en algún lugar del norte. Yo jamás lo había visto ni esperaba verlo.
Me decía que podía quedarme, que deseaba que me quedara, no como criado sino como caballero. Podría tener mis propios criados, caballos, una armadura que me harían para que compitiera en los torneos y un lugar en la familia del Comte de la Tour Rouge. La miré y supe que hablaba completamente en serio. No sabía qué decir.
La Comtesse sonrió y dijo:
—Podemos volver a hablar de esto, Guillaume. No hay prisa.
No resulta fácil escribir sobre lo que vino a continuación. Mi primera reacción ante lo que dijo la Comtesse fue sentirme halagado, pero no impresionado. ¿Debía abandonar mis esperanzas de libertad, renunciar a ser dueño de mi mente a cambio de vestir cuero enjoyado y que otros hombres se llevaran la mano al gorro cuando me vieran? Era una idea absurda. Por muchos privilegios que tuviera, seguiría siendo un borrego entre borregos. Sin embargo, me desperté muy temprano y volví a pensarlo. Asimismo volví a rechazarlo, pero con menos prontitud y con la sensación de que al hacerlo me comportaba virtuosamente. Aceptar significaba dejar abandonados a los demás —Henry, Larguirucho, el capitán Curtis, todos los hombres libres de las Montañas Blancas—. No lo haría: ninguna tentación me induciría a ello.
Lo insidioso del asunto era que hubiese surgido la tentación. Desde el momento en que la idea dejó de ser impensable ya no pude dejarla. Por supuesto que no iba a hacerlo, pero si… Mi entendimiento contempló las distintas posibilidades pese a mí mismo. Ya había aprendido el idioma lo suficientemente bien como para ser capaz de hablar, —si bien mi acento les hacía reír—, con otras personas del castillo. Al parecer había muchas cosas que valían la pena. Después del torneo vendría la Fiesta de la Cosecha y después la caza. Hablaban de salidas a caballo las frías mañanas de otoño, cuando la escarcha hacía crujir la hierba en la que se hundían las patas de los caballos, de los perros que ladraban por la ladera, de la persecución y la muerte; después se regresaba al trote a casa, allí ardían fuegos resplandecientes en la enorme parrilla de la sala de banquetes y se cortaba la carne que daba vueltas en el asador. Y más adelante, la Fiesta de Navidad, que duraba doce días, a la cual acudían juglares, cantantes y cómicos de la legua. Después la primavera y la cetrería: se soltaba el halcón para que se remontara en el vacío azul y después se descolgara cayendo sobre su presa como un rayo. Luego el verano y otra vez los torneos, hasta completar el año.
Durante esta época también estaba cambiando mi actitud hacia la gente que me rodeaba. En Wherton la línea divisoria entre el niño y el hombre se trazaba con más nitidez que aquí. Todos los adultos de allí, incluidos mis padres, eran unos extraños. Yo los respetaba, los admiraba o les temía, incluso los amaba, pero no llegué a conocerlos como estaba conociendo a los del castillo. Y cuanto más los conocía tanto más difícil me resultaba hacer una condena tajante. Tenían la Placa, aceptaban a los Trípodes y todo lo que representaban, pero ello no les impedía ser, como había visto que eran el Comte, la Comtesse, Eloise, y ahora otros, afectuosos, generosos y valientes. Y felices.
Porque aquello, según veía cada vez más claramente, era lo esencial. Antes de que se insertara la Placa podría haber dudas, incertidumbres y una actitud de rechazo; quizá esta gente también había conocido todo eso. Cuando ya se tenía la Placa, las dudas se esfumaban. ¿Cuál era la magnitud de la pérdida? ¿Se trataba siquiera de una pérdida? Aparte del acto de insertar la placa en sí, no parecía que los Trípodes interfirieran mucho en las cosas de los hombres. Estaba el incidente del mar, cuando casi hunden el «Orión». El capitán Curtis dijo que habían hundido barcos. ¿Pero cuántos más se habían hundido por causa de tempestades o de colisiones con las rocas? Ozymandias había hablado de hombres que trabajaban en minas subterráneas, extrayendo metales para los Trípodes, de que los Trípodes cazaban hombres, de que había seres humanos sirviéndoles en sus ciudades. Pero aun cuando tales cosas fueran ciertas, debían de ocurrir muy lejos. Nada de eso afectaba a esta vida segura y placentera.
Una y otra vez volvía a la consideración más importante: la lealtad hacia Henry, Larguirucho y los otros. Pero a medida que pasaban los días incluso aquello acabó resultando menos convincente. En un intento por tranquilizarme empecé a acercarme a los dos. Volví a esgrimir la idea de huir inmediatamente, pero la rechazaron de plano. Me daba la impresión de que no tenían demasiadas ganas de hablar conmigo y de que deseaban claramente que los dejara a su aire. Yo me fui, ofendido por su frialdad, y a la vez contento de ella. Si se buscan razones para ser desleal, es útil encontrar algo que nos permita sentirnos ofendidos.
Y estaba Eloise. Hablábamos, salíamos juntos a pasear y a montar a caballo y, poco a poco, el comercio diario de nuestra amistad acabó por enterrar la cautela y la reserva que habían surgido entre nosotros tras el incidente del jardín. De nuevo nos sentíamos relajados, satisfechos de estar juntos. Un día cogí una barca, remé río arriba hasta una isla que habíamos visto y allí merendamos al aire libre. Hacía un día caluroso, pero se estaba fresco sobre la alta hierba, a la sombra de los árboles; en el aire danzaban libélulas y mariposas de color rojo y amarillo, sobre el bullicio de las aguas. Yo no le había contado lo que dijo la Comtesse, pero ella misma se lo había comentado. Ella daba por hecho que yo me quedaría y aquello me hizo sentir una conmoción extrañamente placentera. Un futuro aquí, en este país rico y encantador, en el castillo, con Eloise…
Siempre que la inserción de la Placa resulte bien, me recordé a mí mismo. ¿Pero por qué no habría de ser así? La advertencia del capitán Curtis correspondía a la época en la que este lenguaje era para mí una jerigonza sin sentido. Ahora, a pesar de que aún distaba mucho de hablarlo perfectamente, lo entendía. Y no era probable que yo me fuera a convertir en un Vagabundo por oponer resistencia, siendo así que tenía mucho que ganar si aceptaba.
Me recordé a mí mismo otra cosa, en la que había pensado cuando estaba en cama recuperándome de la fiebre. Que nada importaba ni tenía valor sin una mente crítica e inquisitiva. Aquella forma de ver las cosas me parecía lejana e irreal. Los Trípodes habían vencido a los hombres cuando éstos se hallaban en la cumbre de su poder y magnificencia, y eran capaces de construir ciudades, barcos del tamaño de un pueblo y acaso maravillas aún mayores. Si nuestros antepasados, con toda su fuerza, habían fracasado, cuán digno de lástima no sería el desafío de un puñado de hombres refugiado en las faldas de unas montañas peladas. Y si no había esperanza de derrotarlos, ¿qué alternativas quedaban? Vivir miserablemente, como un animal acosado, sufriendo penalidades, desesperados… o esta vida, con la plenitud, seguridad y felicidad que entrañaba.
Cuando remaba de regreso el Reloj empezó a caérseme hasta la muñeca, obstaculizando mis esfuerzos. Al principio pensé que tal vez la Comtesse y otras personas sentirían curiosidad y querrían saber cómo un muchacho había logrado poseer una cosa así; pero no habían mostrado ningún interés por él. No guardaban reliquias de la destreza de los antiguos y el tiempo carecía de significado para ellos. Había un reloj de sol en el patio y con eso bastaba. Ahora me apoyé en los remos, me quité el Reloj, le pedí a Eloise que cuidara de él y se lo lancé. Pero a ella coger cosas al vuelo no se le daba mejor que al resto de las chicas y el Reloj cayó por la borda. Lo vi un instante antes de que se desvaneciera en las verdes profundidades. Eloise se sintió desolada y yo la reconforté diciéndole que no se preocupara: aquello carecía de importancia. Y, en aquel momento, así era.
La fecha del torneo se acercaba velozmente. Había un ambiente bullicioso y animado. Se levantaron grandes tiendas de campaña abajo, en la pradera, para los que no pudieran alojarse en el castillo. De la mañana a la noche resonaban en el aire los ruidos de los armeros y los gritos que se alzaban en la palestra mientras se celebraban justas de entrenamiento. Yo también probé fortuna y descubrí que se me daba pasablemente bien alcanzar el aro cabalgando de rodillas.
En mi mente persistía la preocupación por el tema. La cuestión de la lealtad, por ejemplo. ¿Lealtad a quién? Los hombres de las Montañas Blancas ni siquiera sabían que yo existía. Para Ozymandias y el capitán Curtis yo sólo había sido otro chico que viajaba hacia el sur, uno entre docenas. ¿Y Henry y Larguirucho? ¿Querían, en todo caso, que fuera con ellos? No daban esa impresión. ¿No preferían más bien quedarse solos?
La primera mañana llovió, pero a la tarde aclaró y se celebraron las justas preliminares. Después vi a Henry y a Larguirucho en un campo pisoteado que los criados estaban despejando, recogiendo los desperdicios. Los muros del castillo y el firme pivote de la torre se alzaban contra el sol poniente.
Larguirucho explicó que a la mañana siguiente sería el momento de huir, al amanecer, antes de que se despertaran los criados de la cocina. Ya habían guardado la comida en sus bolsas. La mía había desaparecido junto con mi ropa vieja, pero Larguirucho dijo que no importaba que no la encontrara o que no encontrara algo parecido: ellos tenían suficiente también para mí. Debía reunirme con ellos, junto a la puerta del castillo, a la hora convenida.
Negué con la cabeza:
—Yo no voy.
Larguirucho preguntó:
—¿Por qué, Will?
Henry no dijo nada, pero exhibió una ancha sonrisa que, en aquel momento, yo creí odiar aún más que cuando vivíamos en Wherton. Su desdén y sus pensamientos quedaban bien patentes.
Dije:
—Si os vais vosotros dos hay posibilidades de que no os echen de menos, dada la confusión reinante. Pero a mí sí. Se darán cuenta de que falto al desayuno y se pondrán a buscarme.
Henry dijo:
—Es muy cierto, Larguirucho. El Comte echará de menos a su hijo adoptivo.
No me había dado cuenta de que se hubiera filtrado la idea, aunque me imagino que era algo inevitable. Larguirucho me miraba fijamente; tras las lentes, sus ojos carecían de expresión.
Dije:
—Os daré un día para que os alejéis, tal vez dos. Después os seguiré. Procuraré alcanzaros, pero no me esperéis.
Henry se rió.
—¡No lo haremos!
A mí mismo me dije que aún no había adoptado una decisión. Era cierto que a ellos les resultaría más fácil alejarse sin mí, y que yo podría seguirlos después; me sabía el mapa de memoria. Pero era asimismo cierto que mañana, al segundo día, la asamblea de caballeros elegiría a la Reina del Torneo. Y yo estaba seguro de que la elección recaería en Eloise, no porque fuera hija única del Comte, sino porque, sin duda, sería la más hermosa de las presentes.
Larguirucho dijo lentamente:
—Muy bien. Puede que sea lo mejor.
Yo dije:
—Buena suerte.
—También a ti, —hizo un leve gesto negativo con la cabeza—. Buena suerte.
Me di la vuelta y subí la pendiente que llevaba al castillo. Oí a Henry decir algo que no capté, pero no volví la vista.