CAPÍTULO 5
LA CIUDAD DE LOS ANTIGUOS

Anduvimos durante toda la noche y tras recorrer diez o doce millas, cuando la aurora veraniega apuntaba por el horizonte, hicimos un alto para descansar y comer. Mientras descansábamos, Larguirucho nos dijo la razón por la cual los hombres habían salido precipitadamente de la taberna a por nosotros la noche anterior: algunos chicos de la localidad se habían dedicado a causar desperfectos en los barcos del muelle carenero y los marineros nos tomaron por los culpables. Un golpe de mala suerte, aunque había resultado bien. También nos contó algo sobre sí mismo. Sus padres murieron cuando él era un bebé; la taberna era propiedad de sus tíos. Al parecer habían cuidado bien de él, aunque de un modo distanciado, sin demasiado afecto o, en todo caso, sin dar muchas muestras de cariño. Saqué la impresión de que incluso tal vez les asustara un poco. Aunque parezca una tontería no lo era porque en él había algo notorio: era tremendamente inteligente.

Que hablara inglés, por ejemplo: se había encontrado un libro viejo que daba instrucciones sobre el idioma, y aprendió solo. Y el artilugio que llevaba en la cara. No veía bien y había llegado a la conclusión de que, puesto que los telescopios de los marineros les servían para ver desde lejos, un cristal colocado delante de cada ojo podría permitirle ver con más claridad. Se dedicó a probar lentes hasta que dio con unas que servían. También había intentado otras cosas, con menos éxito, pero se veía que podrían haber funcionado. Observó que el aire caliente se elevaba y llenó una vejiga de cerdo con el vapor que despedía una cacerola; el resultado fue que se elevó hasta el techo. De modo que intentó construir un gran globo de hule que estuviera fijado a una plataforma, situando un brasero debajo de la abertura, con la esperanza de que se elevara por los aires; pero no pasó nada. Otra idea que no había dado resultado consistía en colocar muelles en el extremo de unos zancos: intentándolo se rompió una pierna el año pasado.

Últimamente se había sentido cada vez más incómodo ante la perspectiva de que le pusieran la Placa, suponiendo acertadamente que aquello pondría fin a sus invenciones. Me di cuenta de que no éramos sólo Jack, yo mismo y Henry los que teníamos dudas por la inserción de la Placa. Seguramente todos o casi todos los chicos las tenían, pero no hablaban de ello porque era algo de lo que no se hablaba. Larguirucho dijo que la idea del globo se le había ocurrido de la siguiente manera: se había imaginado que se desplazaba por el aire y llegaba a tierras extrañas, tal vez un lugar donde no hubiera Trípodes. Le habíamos interesado porque había supuesto que veníamos de más al norte del mar, y se decía que allí había menos Trípodes.

No mucho después de reemprender viaje llegamos a un cruce y nuevamente recapacité en la suerte que habíamos tenido al encontrarle. Yo hubiera tomado la carretera del sur, pero él escogió el oeste.

—Es por el… —dijo una palabra que sonó algo así como Shemand-Fer[1]—. No sé cómo se dice en vuestro idioma.

—¿Qué es? —preguntó Henry.

—Es bastante difícil de explicar, creo. Ya lo veréis.

El Shemand-Fer salía del interior de una ciudad, pero nosotros la evitamos y llegamos a una colina en cuya cima había unas ruinas, situada hacia el extremo sur. Al mirar hacia abajo vimos una pista sobre la que discurrían dos líneas paralelas que brillaban al sol; salían de la ciudad y se perdían en la lejanía. Al final de la ciudad había un espacio abierto en el cual se veían media docena de objetos con aspecto de enormes cajas provistas de ruedas. Estaban enganchadas unas de otras. Mientras observábamos enjaezaron por parejas a una docena de caballos y los uncieron a la caja más cercana. Un hombre iba montado en la pareja delantera y otro en la segunda pareja, contando a partir de la caja. A una señal, los caballos tiraron hacia delante y las cajas empezaron a moverse, primero lentamente y después a mayor velocidad. Cuando alcanzaron un buen ritmo los ocho caballos delanteros se soltaron y se alejaron al galope siguiendo una dirección oblicua. Los otros cuatro siguieron tirando de las cajas hasta dejar atrás nuestro puesto de observación. Había cinco cajas en total. Las dos que iban delante tenían aberturas laterales, y pudimos ver que había gente sentada en el interior; las demás iban cerradas.

Larguirucho explicó que hacían falta doce caballos para que las ruedas echaran a andar sobre las líneas, pero una vez en movimiento con cuatro era suficiente. El Shemand-Fer transportaba mercancías y personas hasta muy al sur, —más de cien millas, decían—. Nos ahorraríamos andar bastante. Yo estaba de acuerdo, pero pregunté cómo íbamos a subirnos, ya que cuando pasaron por delante de nosotros los caballos iban a toda velocidad. También tenía respuesta para eso. Aunque el terreno por el que discurrían las líneas parecía llano había tramos cuesta arriba y cuesta bajo. En las cuestas abajo el jinete podía frenar las ruedas de las cajas. Cuando había que subir una pendiente los caballos tenían que tirar hacia arriba con gran fuerza, con lo cual a veces iban avanzando casi al paso, hasta que alcanzaban la cima.

Fuimos siguiendo las líneas, ahora vacías, alejándonos del pueblo. Eran de hierro y por arriba brillaban debido al roce de las ruedas; iban sujetas a unos tablones gruesos que asomaban a veces a la superficie, medio cubiertos de tierra. Era un modo de viajar inteligente, pero a Larguirucho no le convencía.

—Vapor, —dijo, pensativo—. Se eleva. También empuja. ¿Te has fijado en cómo se levantan las tapas de las cacerolas? ¿Y si se formara una gran cantidad de vapor, —como si fuera una enorme cacerola—, y se empujara a los coches desde atrás? Pero no, es imposible.

Nos reímos, dándole la razón. Henry dijo:

—Sería lo mismo que levantarse tirando de los cordones de los zapatos.

Larguirucho negó con la cabeza.

—Hay algún modo, estoy seguro.

Encontrar un buen sitio para subirse al Shemand-Fer resultó más fácil de lo que yo creía. La pendiente apenas se notaba, pero el final de la cuesta estaba señalizado con un poste de madera provisto de sendos salientes a ambos lados, apuntando hacia abajo. En las inmediaciones había arbustos que permitían ocultarse. Tuvimos que esperar media hora antes de avistar el siguiente, pero iba en dirección contraria. (Yo estaba intrigado por el hecho de que hubiera una sola pista, y después vi que en determinados lugares la pista se desdoblaba, para que pudieran pasar dos). Por fin apareció el que iba en la dirección adecuada; vimos cómo menguaba el galope de los caballos, hasta quedar reducido a un paso trabajoso y jadeante. Cuando hubieron pasado los carruajes que transportaban gente salimos disparados y nos subimos al del final. Larguirucho saltó primero, gateó por un lateral y subió al techo liso. Apenas habíamos hecho lo mismo Henry y yo cuando el Shemand-Fer se paró.

Pensé que tal vez nuestro peso extra lo hubiera detenido, pero Larguirucho hizo un gesto negativo con la cabeza. Se volvió susurrando:

—Han llegado a lo alto. Los caballos descansan y se les da agua.

Después continúan.

Y tras un descanso de cinco minutos así lo hicieron, ganando enseguida velocidad. A lo largo del techo había una barra a la que se podía uno sujetar y el movimiento no resultaba incómodo (mejor que viajar en carruaje por una carretera normal, tropezando constantemente con piedras y baches). Henry y yo contemplábamos el paisaje que desfilaba velozmente ante nosotros. Larguirucho miraba al cielo, ensimismado. Yo tenía la sospecha de que aún seguía dándole vueltas a su idea de emplear vapor en lugar de caballos. Pensé que era una pena que con tantas ideas en la cabeza no fuera capaz de distinguir las sensatas de las ridículas.

De vez en cuando parábamos en un pueblo, subía y bajaba gente, se cargaban y descargaban mercancías. Nosotros nos apretábamos tumbados contra el techo y guardábamos silencio con la esperanza de que nadie se subiera allí. Una vez descargaron una piedra de molino entre numerosos jadeos y maldiciones, justamente debajo de donde estábamos, y yo me acordé del trabajo que le había costado a mi padre conseguir que le llevaran a Wherton una piedra de molino nueva. No lejos del pueblo había un terraplén elevado que tenía muchas millas de extensión y se me ocurrió que allí se podría construir un Shemand-Fer. ¿O quizá lo habrían construido hace mucho, antes de la llegada de los Trípodes? La idea, al igual que tantas otras que se me ocurrían últimamente, era sorprendente.

Dos veces vimos Trípodes de lejos. Me pareció que siendo más numerosos en este país, debían causar grandes daños a las cosechas. No sólo a las cosechas, dijo Larguirucho. Los grandes pies metálicos causaban la muerte de muchos animales; y también de personas, si no eran lo suficientemente rápidas como para apartarse a tiempo. Esto, como todo lo demás, se aceptaba sin más. Pero nosotros ya no; una vez que empezamos a hacernos preguntas, cada duda daba origen a una veintena más.

Hacia el atardecer, durante una parada para que los caballos se repusieran, vimos una ciudad a lo lejos. Parecía mayor que la ciudad de la que había salido el Shemand-Fer y Larguirucho pensó que tal vez aquél fuera el final del trayecto. Parecía una buena oportunidad para bajarse y así lo hicimos, cuando los caballos se pusieron nuevamente en movimiento, obedeciendo los gritos del conductor. Nos deslizamos cuando el Shemand-Fer empezaba a coger velocidad y nos quedamos mirando cómo desaparecían los carruajes. Habíamos viajado casi todo el tiempo en dirección sudeste, recorriendo una distancia que oscilaba entre las cincuenta y las cien millas. Aunque serían menos de cien, de lo contrario tendríamos que haber divisado algo que en el mapa aparecía indicado como un punto de referencia: las ruinas de una de las grandes ciudades de los antiguos. Estábamos de acuerdo en que lo que había que hacer era dirigirse hacia el sur.

Seguimos viajando mientras hubo luz. Todavía hacía buen tiempo pero se había nublado. Buscamos un refugio antes de que la oscuridad nos obligara a parar, pero no encontramos nada y al final nos instalamos en una zanja. Afortunadamente no llovió durante la noche. Por la mañana las nubes seguían amenazando, pero no pasaban de ahí; nos comimos un bocadillo de queso y seguimos nuestro camino. Subimos una pendiente situada junto a un bosque, donde podríamos ocultarnos si hubiera peligro de que nos vieran. Henry llegó el primero a la cima y allí se quedó, completamente inmóvil, mirando fijamente hacia el frente. Yo aceleré el paso, deseoso de ver qué estaba mirando. Cuando lo alcancé yo también me detuve, asombrado.

Lo que se extendía ante nosotros, a varias millas de distancia, eran las ruinas de la gran ciudad. Jamás había visto nada que se le pareciera ni remotamente. Tenía millas y millas de extensión y en ella había elevaciones y hondonadas. El bosque la había invadido y por todas partes se agitaba el color verde de los árboles, pero también por todas partes se veían los restos blancos y amarillentos de los edificios. Los árboles formaban hileras entre éstos y parecían las venas de alguna criatura monstruosa.

Nos quedamos callados hasta que Larguirucho dijo:

—Esto lo construyó mi pueblo.

Henry dijo:

—¿Cuántas personas crees que vivían ahí? ¿Miles? ¿Cientos de miles? ¿Un millón?

Dije yo:

—Tendremos que dar un gran rodeo. No veo dónde acaba.

—¿Un rodeo? —preguntó Larguirucho—. ¿Pero por qué? ¿Por qué no la atravesamos?

Me acordé de Jack y lo que me dijo del enorme barco que había visto en el puerto de la gran ciudad situada al sur de Winchester. A ninguno de los dos se nos había ocurrido que podría haber hecho algo más que simplemente mirar desde lejos; jamás nadie se acercaba a las grandes ciudades. Pero aquella forma de pensar procedía de los Trípodes y las Placas. La sugerencia de Larguirucho resultó primero aterradora y después sugestiva. Henry dijo en voz baja:

—¿Crees que podríamos atravesarla?

—Podemos intentarlo, —dijo Larguirucho—. Si resulta demasiado difícil, podemos volver.

Al acercarnos pudimos ver cómo eran aquellas venas. Los árboles seguían el trazado de las antiguas calles, brotaban a través de la piedra negra con que estaban construidas y se remontaban por encima de los cañones que formaba la doble hilera de edificios. Caminábamos en medio de su sombra oscura y fresca, al principio en silencio. No sé los otros, pero a mí me hacía falta todo el valor que pudiera juntar. Por encima de nosotros cantaban los pájaros, realzando el silencio y la penumbra de las profundidades por las que avanzábamos. Poco a poco empezamos a interesarnos por lo que nos rodeaba y a hablar, al principio susurrando, después con más naturalidad.

Se veían cosas extrañas. Por supuesto, signos de muerte, el brillo blanco de huesos que un día tuvieron carne. Ya nos lo esperábamos. Pero uno de los primeros esqueletos que vimos se encontraba desplomado en el interior de un rectángulo herrumbroso, abombado por el centro, provisto de ruedas metálicas que tenían un reborde hecho con una sustancia negra y dura. Había otros artefactos parecidos; Larguirucho se detuvo junto a uno y se asomó al interior. Dijo:

—Sitios para que los hombres se sienten. Y ruedas. Así que es algún tipo de vehículo.

Henry dijo:

—No puede ser. No hay donde enganchar el caballo. A menos que el óxido haya destruido por completo las vigas de sujeción.

—No, —dijo Larguirucho—. Son todos iguales. Mira.

Dije yo:

—Puede que fueran casetas para que la gente descansara cuando estuviera fatigada de andar.

—¿Con ruedas? —preguntó Larguirucho—. No. Eran vehículos sin caballos. Estoy seguro.

—¡A lo mejor impulsados por una de tus cacerolas gigantes! —dijo Henry.

Larguirucho se quedó mirando fijamente aquello y dijo muy serio:

—Puede que tengas razón.

Algunos de los edificios estaban derruidos debido a los años y la erosión, y en algunos sitios había muchos totalmente arrasados, como si los hubieran aplastado con un martillo desde el cielo. Pero había muchos que se conservaban más o menos intactos y, por fin, nos aventuramos a entrar en uno. Evidentemente había sido una tienda, pero de un tamaño enorme. Había latas por todas partes, algunas aún seguían apiladas en estantes, pero la mayoría estaban desparramadas por el suelo. Cogí una. Tenía un papel pegado alrededor, con un dibujo desvaído de unas ciruelas. También había dibujos en otras latas: fruta, vegetales, cuencos de sopa. Habían contenido comida. Era bastante lógico: con tanta gente viviendo junta, sin tierra que cultivar, tendrían que llevarles comida envasada, de la misma manera que mi madre envasaba cosas en verano para usarlas en invierno. Las latas estaban corroídas y en algunas partes se habían perforado, pudiendo verse en su interior una masa reseca e indiferenciada.

Había miles de tiendas y nos metimos en muchas. El contenido nos asombraba. Grandes piezas de tela enmohecida, en la que aún podían apreciarse extraños colores y dibujos; filas y filas de cajas de cartón deshechas, en cuyo interior había zapatos de cuero en putrefacción; instrumentos musicales, unos pocos conocidos pero la mayoría increíblemente extraños; figuras de mujer hechas con una sustancia dura y extraña, vestidas con restos andrajosos de tela. Y un lugar lleno de botellas que Larguirucho nos dijo contenían vino. Abrió una y lo probamos, pero hicimos muecas porque estaba muy ácido: se había estropeado mucho. Nos llevamos algunas de las cosas que vimos: un cuchillo, un hacha pequeña que tenía el borde oxidado pero se podía afilar, una especie de frasco de un material azul translúcido que pesaba muy poco y era mejor para llevar agua que los recipientes que nos dio el capitán Curtis a Henry y a mí, velas y cosas por el estilo.

Pero la tienda que me dejó más admirado era bastante pequeña. Estaba encajonada entre dos mucho mayores, y aparte del acostumbrado cristal roto tenía por delante una barrera de metal retorcido y oxidado. Cuando entré me pareció la cueva de Aladino. Había anillos de oro que tenían engastados diamantes y otras piedras, broches, collares, brazaletes. ¡Y puede que una veintena de Relojes!

Cogí uno. También era de oro y tenía una pulsera de oro macizo que se ensanchó cuando metí los dedos y los estiré; de modo que se podía agrandar lo suficientemente como para meter la mano y después dejarlo cómodamente ajustado a la muñeca. Es decir, en una muñeca más gruesa que la mía. Cuando me lo puse me quedaba grande, así que me lo ajusté más arriba. Por supuesto que no andaba, pero era un Reloj. Los otros dos estaban explorando al otro lado de la calle. Pensé en llamarles, pero después pensé que no.

No se trataba sólo de que yo no quisiera que tuvieran un Reloj como el mío, aunque eso influía. Además me acordaba de la pelea que tuve con Henry por causa del Reloj de mi padre, cuando Jack me ayudó a quitárselo. Creo que el motivo era algo menos definido, una sensación de descontento. Mi antipatía hacia Henry había quedado arrumbada debido a las dificultades y peligros que habíamos encontrado y compartido. Cuando se nos unió Larguirucho yo le hablaba sobre todo a éste y él correspondía: hasta cierto punto, Henry había quedado al margen. Yo me daba cuenta y me temo que me parecía bien.

Sin embargo hoy, en especial desde que entramos en la gran ciudad, yo había detectado un cambio. No era nada concreto; sólo que cuando Henry hablaba solía dirigirse a Larguirucho y éste hacía otro tanto con Henry; de hecho se había pasado de una situación en la que el centro éramos Larguirucho y yo, con Henry un poco desplazado, a otra en la que el que quedaba en cierto modo excluido era yo. Y ocurrió que yo encontré la tienda de las joyas y los relojes mientras ellos se quedaban estudiando una extraña máquina que tenía por delante cuatro filas de pequeñas superficies blancas en las que aparecían letras. Volví a mirar el Reloj. No, no pensaba llamarles.

Finalmente, dejamos más o menos de mirar en las tiendas. En parte lo hicimos porque nuestra curiosidad había quedado saciada, pero sobre todo porque llevábamos varias horas en la ciudad sin que nada indicara que nos acercábamos al otro extremo. En realidad era al contrario. En un punto la devastación había dejado una gran montaña de escombros; subimos por entre los arbustos y la hierba que la recubrían y desde arriba contemplamos el agitarse de la vegetación y las piedras desmoronadas. Se extendía en torno a nosotros, en apariencia sin límites, igual que un mar erizado de arrecifes rocosos. De no ser por la brújula, nos habríamos perdido, pues hacía un día nublado y no podíamos orientarnos por el sol. Así las cosas, sabíamos que aún estábamos en dirección sur y que aún no había transcurrido la mitad del día, pero sentíamos la necesidad de avanzar más deprisa de lo que lo habíamos hecho hasta entonces.

Llegamos a las calles más anchas, flanqueadas por edificios más enormes, que en su anchura recorrían inmensas distancias en línea recta. Nos paramos a comer en el punto de intersección entre varias de ellas; había un lugar en el que los árboles no habían hallado asidero y nos sentamos en una piedra cubierta de musgo a comer la carne y las galletas duras que nos había dado el capitán Curtis; se nos había acabado el pan. Después descansamos, pero Larguirucho se levantó al cabo de un rato y se fue a merodear. Henry le siguió. Yo me quedé tumbado mirando el cielo gris y al principio no respondí cuando me llamaron. Pero Larguirucho volvió a llamar y su voz revelaba excitación. Al parecer habían encontrado algo interesante.

Se trataba de un gran agujero, que se hallaba rodeado en tres de sus lados por unas barandillas oxidadas y tenía unas escaleras que bajaban hacia la oscuridad. Arriba, frente a la entrada, había una chapa de metal en la que se leía «Metro».

Larguirucho dijo:

—Las escaleras… son tan amplias que caben diez personas a lo ancho. ¿Dónde conducirán?

Dije yo:

—¿Qué importa eso? Si no vamos a descansar, más vale que sigamos.

—Me gustaría entenderlo… —dijo Larguirucho—. ¿Por qué construirían una cosa así, un túnel tan grande?

—¿Qué más da? —dije encogiéndome de hombros—. No ibas a ver nada ahí abajo.

—Tenemos cerillas, —dijo Henry.

Dije, enfadado:

—No tenemos tiempo. No queremos pasar una noche aquí. No me hicieron caso. Henry le dijo a Larguirucho:

—Podríamos bajar un poco y ver qué hay, —Larguirucho asintió.

Yo dije:

—¡Es una idiotez!

Henry dijo:

—No tienes por qué venir si no quieres. Puedes quedarte aquí y descansar.

Lo dijo con indiferencia, buscando ya en su bolsa las velas. Habría que encenderlas y yo era el único que tenía yesquero. Pero me di cuenta de que estaban decididos y lo mejor que podía hacer yo era ceder con la mayor naturalidad posible. Dije:

—Iré con vosotros. Aunque sigo pensando que no tiene sentido.

Las escaleras bajaban, en primer lugar, hasta una caverna, que exploramos todo lo bien que lo permitía la escasa luz de las velas. Al no estar tan sometidas a la acción de los elementos, las cosas se habían deteriorado aquí menos que en el mundo superior. Había extrañas máquinas parcialmente oxidadas pero por lo demás no estaban estropeadas, así como una especie de cabina que tenía cristal en las ventanas y estaba intacta.

Y había túneles que salían de la caverna; algunos, como el que usamos para entrar, tenían escaleras de subida, otros bajaban aún más. Larguirucho era partidario de explorar uno de éstos y se salió con la suya por falta de oposición. Los escalones llegaban muy abajo y al fondo había otro túnel pequeño que se dirigía hacia la derecha. El escaso interés que hubiera podido tener yo había desaparecido; lo único que quería era volver arriba, a la luz. Pero no iba a sugerirlo. Me daba la impresión, a juzgar por la creciente falta de entusiasmo con que respondía a los comentarios de Larguirucho, de que Henry no estaba más deseoso de continuar avanzando que yo; quizá menos. Aquello, al menos, me proporcionó una pequeña satisfacción.

Larguirucho iba en cabeza avanzando por el pequeño túnel que daba vueltas y acababa en una verja de gruesos barrotes de hierro. Cuando la empujó se abrió con un chirrido. Pasamos tras él y nos quedamos mirando lo que apareció ante nosotros.

Era otro túnel más, pero mucho mayor que los otros. El suelo era de piedra lisa y el túnel se curvaba por encima de nuestras cabezas y seguía más allá de donde alcanzábamos con la luz. Sin embargo, lo que nos asombró fue la cosa que había allí. Al principio creí que era una casa, una casa larga y estrecha de vidrio y metal, y me preguntaba quién habría querido vivir allí, tan bajo tierra. Después vi que se encontraba emplazado en una ancha hendidura paralela a la superficie sobre la que nos encontrábamos, que tenía ruedas por abajo y que las ruedas descansaban sobre largas barras de metal. Era una especie de Shemand-Fer.

¿Pero para viajar adónde? ¿Era posible que este túnel recorriera cien millas, como pasaba con la pista del Shemand-Fer, pero bajo tierra? ¿Quizá en dirección a una ciudad enterrada cuyas maravillas eran aún mayores que las de la ciudad situada encima de nosotros? ¿Y cómo? Seguimos caminando y vimos que los carruajes se sucedían uno tras otro: cuatro, cinco, seis, contamos, y un poco más allá del último carruaje se hallaba la boca de un túnel menor, dentro del cual se introducían las líneas desocupadas hasta perderse.

El último carruaje tenía ventanas en el extremo anterior. Dentro había un asiento, palancas e instrumentos. Dije:

—No hay donde enganchar los caballos. ¿Y quién haría que los caballos tirasen bajo tierra?

Henry dijo:

—Deben de haber usado tu olla de vapor.

Larguirucho miraba ávidamente los extraños instrumentos.

—O algo mucho más prodigioso, —dijo.

Al volver miramos dentro de los carruajes; los laterales estaban abiertos en determinadas partes, de modo que podía pasarse al interior. Había asientos, pero también un montón de cosas más, incluyendo pilas de latas de comida, como las que habíamos encontrado en las tiendas, pero sin oxidar, —allá abajo el aire era frío y seco, y debía ser siempre así—. Otras cosas no podíamos entenderlas: un soporte cargado de objetos de madera que tenían al final un cilindro de hierro, por ejemplo. A un lado llevaban un pequeño semicírculo de hierro en cuyo interior había un pequeño dedo de hierro que se movía al apretarlo; pero no ocurría nada.

—De modo que llevaban mercancías, —dijo Larguirucho—. Y gente, puesto que hay asientos.

Henry dijo:

—¿Qué son estas cosas?

Era un cajón de madera lleno de objetos que parecían grandes huevos de metal, tan grandes como huevos de ganso. Cogió uno y se lo enseñó a Larguirucho. Era de hierro y tenía en la superficie estrías que formaban cuadrados, así como una anilla en un extremo. Henry tiró de ella y la sacó.

Larguirucho dijo:

—¿Me dejas mirar?

Henry le pasó el huevo, pero lo hizo torpemente. Cayó antes de que Larguirucho pudiera cogerlo, llegó al suelo y rodó. Alcanzó el borde del suelo y cayó al foso. Henry se disponía a ir tras él, pero Larguirucho le sujetó del brazo.

—Déjalo. Hay más.

Ocurrió cuando se agachaba sobre el cajón. Se oyó un estallido tremendo bajo nuestros pies y el enorme carruaje de acero se estremeció por la violencia del mismo. Tuve que agarrarme a una barra vertical para no ser derribado. A lo largo del túnel fueron reverberando los ecos del estallido, como golpes de martillo que iban perdiendo fuerza. Henry dijo con voz temblorosa:

—¿Qué ha sido eso?

Pero en realidad no hacía falta que se lo dijeran. A Larguirucho se le había caído la vela y se le había apagado. La acercó a la de Henry para volver a encenderla. Dije:

—Si no hubiera rodado hasta quedar bajo el carruaje…

No hacía falta entrar en detalles. Larguirucho dijo:

—Como los fuegos artificiales, pero más potente. ¿Para qué usarían los antiguos cosas así?

Cogió otro huevo. Henry dijo:

—Yo no andaría enredando con eso.

Yo estaba de acuerdo, aunque no dije nada. Larguirucho le pasó la vela a Henry para poder mirar el huevo con más cuidado.

Henry dijo:

—Como estalle…

—No han estallado antes, —dijo Larguirucho—. Los trajeron aquí. No creo que pase nada por tocarlo. La anilla… —pasó el dedo a través de ella—. Tú tiraste de ella, se cayó y después, un poco después…

Antes de que yo entendiera bien lo que estaba haciendo, arrancó la anilla del huevo. Nosotros dos gritamos, pero él no nos hizo caso, se dirigió hacia la abertura y arrojó el huevo bajo el carruaje.

Esta vez, junto con una explosión saltaron cristales en pedazos y una ráfaga de aire apagó mi vela.

Dije enfadado:

—¡Eso ha sido una estupidez!

—Nos protege el suelo, —dijo Larguirucho—. Creo que no es muy arriesgado.

—Los cristales que han saltado podrían habernos cortado.

—No lo creo.

El caso era que, —y yo debiera haberme dado cuenta antes—, Larguirucho sólo era razonable en tanto no sintiera una gran curiosidad; cuando algo le interesaba no tenía en cuenta el riesgo. Henry dijo:

—De todos modos, yo no volvería a hacerlo.

Evidentemente compartía mis sentimientos sobre el experimento. Larguirucho dijo:

—No es necesario. Ya sabemos cómo funciona. Conté hasta siete después de sacar la anilla.

Era agradable volver a sentir que formaba parte de la mayoría, aunque la compartiera con Henry. Dije:

—De acuerdo; de modo que ya sabes cómo funciona. ¿De qué sirve eso?

Larguirucho no respondió. Se había encontrado una bolsa en una de las tiendas. El cuero estaba verde y enmohecido pero se podía limpiar bastante bien, y ahora estaba sacando huevos de la caja y guardándoselos. Dije yo:

—¿No irás a llevártelos, no?

Asintió.

—Puede que sean útiles.

—¿Para qué?

—No lo sé. Pero para algo.

Dije, terminantemente:

—No puedes. Tampoco es seguro para nosotros.

—No hay peligro a menos que se tire de la anilla.

Se había guardado cuatro en la bolsa. Miré hacia Henry buscando apoyo. Pero él dijo:

—Me imagino que podrían servir de algo, —cogió uno y lo sopesó con la mano—. Son pesados, sin embargo creo que me llevaré un par.

No sabía si lo decía sinceramente o para fastidiarme. Me mortificaba pensar que daba casi igual. Estaba nuevamente en minoría.

Subimos por los túneles y me alegré mucho de ver el cielo, aunque estaba aún más gris, con las nubes más bajas y amenazadoras. Numerosos puentes de gran tamaño lo habían atravesado, pero los que pudimos ver se hallaban parcial o totalmente destruidos; del que teníamos justamente delante sólo quedaba media docena de pilastras de escombro en torno a las cuales bullía el agua. No habiendo nada que nos indujera a elegir entre una u otra alternativa, optamos por seguir el río en dirección este.

Encontramos cuatro puentes impracticables y después el río se bifurcaba. Me pareció que aquello significaba que si continuábamos en dirección este tendríamos que encontrar puentes intactos sobre ambos brazos, duplicándose la dificultad; lo mejor era volver y probar en dirección contraria. Pero Henry se oponía a regresar y Larguirucho le apoyaba. No me quedó más remedio que seguirles, resentido.

Mi resentimiento no disminuyó por el hecho de que el primer puente que nos encontramos se encontrara suficientemente intacto como para cruzarlo, aunque por un lado faltaba todo el parapeto y a mitad del puente había un agujero que dejaba un estrecho margen y tuvimos que bordearlo cuidadosamente. Al otro lado había relativamente pocos árboles y los edificios eran muy grandes. Después llegamos a un espacio abierto y vimos al final un edificio que, incluso en ruinas, era de una magnificencia impresionante.

En la parte anterior había dos torres gemelas, pero una se había resquebrajado lateralmente. En ellas, así como en toda la fachada, había esculturas de piedra, representaciones de animales monstruosos que escudriñaban el aire tranquilo. Supuse que sería una catedral; parecía incluso mayor que la gran catedral de Winchester, de la cual siempre creí que era el edificio más grande del mundo. La enorme puerta de madera estaba abierta, vencida sobre los goznes, pudriéndose. Se había desplomado parte del techo de la nave y podía verse el cielo más allá de los pilares y contrafuertes. No entramos: creo que ninguno de nosotros quería perturbar aquel silencio que se desmoronaba.

Lo que averiguamos a continuación fue que en realidad no habíamos cruzado al otro lado del río, sino que nos encontrábamos en una isla. Las aguas que se habían separado al oeste volvían a juntarse al este. No lamenté ver el desconcierto de Henry, pero estaba demasiado cansado como para pensar que el esfuerzo compensaba.

Fue en aquel momento cuando Henry me dijo:

—¿Qué llevas en el brazo?

El Reloj se me había deslizado hasta la muñeca sin que yo me diera cuenta. Tenía que enseñarlo. Henry lo miró con envidia, aunque no dijo nada. Larguirucho mostró un interés más desapasionado. Dijo:

—Desde luego que he visto relojes, pero no de éstos. ¿Cómo se les hace funcionar?

—Se da vueltas al botón lateral, —dije—. Pero no me molesté en hacerlo; ¡como debe tener tantos años!

—Pero está funcionando.

Con incredulidad, miré también yo. Por encima de las agujas que marcan las horas y los minutos se veía un tercer indicador que se movía en círculo, recorriendo la esfera. Me acerqué el Reloj al oído: funcionaba. Vi que había una palabra en la esfera: «Automatique». Parecía cosa de magia, pero no podía ser. Era otra maravilla de los antiguos.

Nos quedamos todos mirándolo. Larguirucho dijo:

—Estos árboles… algunos tienen cien años, creo. Y sin embargo funciona. Vaya artesanos que eran.

Por fin cruzamos el río, media milla más arriba. No había indicios de que la ciudad fuera a acabarse; su inmensidad, que al principio nos atemorizó y después despertó en nosotros asombro y curiosidad, ahora resultaba agotadora. Pasamos por delante de muchas tiendas, incluyendo una más grande que la catedral, —se había desplomado por un lado y podía verse que era una tienda, o un conjunto de tiendas que llegaban hasta el tejado—, pero a ninguno nos apetecía tomarnos la molestia de indagar dentro. También vimos otros túneles en los que ponía «Metro». Larguirucho llegó a la conclusión de que lo más probable era que se tratara de lugares donde la gente se subía y se bajaba del Shemand-Fer subterráneo, y me imagino que tenía razón.

Avanzábamos trabajosamente. Declinaba el día y estábamos todos fatigados. Cuando terminamos la cena, —que fue limitada, ya que tendríamos que hacer noche en la ciudad—, no creo que a ninguno nos apeteciera entrar a dormir en un edificio, pero un aullido lejano nos hizo cambiar de idea. Si hubiera una manada de perros salvajes cerca, sería más seguro no estar en la calle. No suelen atacar a la gente a menos que tengan hambre; pero no disponíamos de medios para saber en qué estado se encontraban sus estómagos.

Escogimos un edificio de aspecto sólido y subimos al primer piso, pisando los escalones con precaución por si se desplomaban. No sucedió nada, excepto que se levantó polvo y casi nos asfixiamos. Encontramos una habitación que conservaba los cristales en las ventanas. Tenía las cortinas y el tapizado de los muebles descoloridos y agujereados por la polilla, pero seguía siendo cómodo. Me encontré una gran vasija de barro con una pesada tapa y rosas pintadas en la superficie. Cuando levanté la tapa vi que estaba llena de pétalos de rosa marchitos; su perfume era un fantasma de hacía muchísimos veranos. Había un piano más grande y de forma distinta a todos los que hubiera visto; encima había un marco con una foto en blanco y negro de una mujer. Me pregunté si habría vivido allí. Era de una gran belleza, aunque se peinaba de forma muy distinta a como lo hacen las mujeres de hoy día; tenía los ojos grandes y marrones y en su boca se dibujaba una sonrisa suave. Me desperté por la noche; el olor aún persistía en el ambiente, la luz de la luna caía sobre la tapa del piano, y casi creí vislumbrarla allí, recorriendo con sus dedos blancos el teclado, casi me pareció oír una música fantasmal.

Eran disparates, por supuesto, y cuando me volví a quedar dormido no soñé con ella, sino que volvía al pueblo, a la guarida, con Jack, cuando aún no me preocupaban las Placas ni los Trípodes, cuando jamás se me había ocurrido pensar en viajar a un lugar más alejado de Wherton que Winchester; y eso no más de una vez al año.

La luz de la luna resultó engañosa; por la mañana no sólo habían vuelto las nubes, unas en pos de otras, configurando una persecución interminable de monotonía gris, sino que un terrible diluvio lo barría todo. Pese a que estábamos deseando alejarnos de la ciudad, no teníamos ánimo para hacerlo en aquellas condiciones. Todo lo que quedaba para comer era un trozo de queso, un poco de carne de vaca reseca y algunas galletas del barco. Dividimos el queso. Así quedaba para otra comida; después tendríamos que pasar hambre.

Henry se encontró un ajedrez y jugó un par de partidas con Larguirucho, que le ganó con facilidad. Después le desafié yo y también perdí. Finalmente jugué con Henry. Yo esperaba ganarle porque me pareció que yo había jugado mejor contra Larguirucho, pero perdí en unos veinte movimientos. Me sentía hastiado, por aquello, por el tiempo que hacía y porque aún tenía hambre, y rechacé el ofrecimiento de volver a jugar. Me acerqué a una ventana y me alegró ver que estaba aclarando; en algunas partes el gris se transformaba en un amarillo luminoso. Al cabo de un cuarto de hora, la lluvia cesó y pudimos continuar.

Las avenidas por las que viajábamos estaban oscuras al principio; la superficie estaba encharcada y, allí donde los árboles no la habían cubierto, había tierra empapada; la humedad general aumentaba sin cesar con las gotas que caían de las ramas. Era igual que avanzar lentamente en medio de la lluvia y nos mojábamos de idéntico modo; no tardamos mucho en quedar completamente empapados. Más tarde, cuando las nubes levantaron, se filtró la claridad y los pájaros parecieron despertar por segunda vez, llenando el aire de gorjeos y cánticos. Seguían cayendo gotas, pero más espaciadamente, y en los tramos donde no había árboles caía sobre nosotros el calor del sol. Larguirucho y Henry hablaban más, y con más alegría. Mi ánimo no se reavivó tanto. Me sentía cansado, tenía algunos escalofríos y notaba la cabeza embotada. Tenía la esperanza de no estar cogiendo un resfriado.

Nos comimos lo último que quedaba en un lugar ante el cual había una espesa arboleda sin edificios. Era debido a las lápidas, —algunas de las cuales se alzaban derechas, aunque la mayoría estaban inclinadas o caídas—, que se adentraban en la oscuridad del bosque. En la más cercana se veían esculpidas estas palabras:

CI GÎT

MARIANNE LOUISE VAUDRICOURT

13 ANS

DECEDÈ FÈVRIER 15 1966

Las dos primeras palabras, explicó Larguirucho, significaban «Aquí yace», «ans» era «años», y «decedè», «muerta». Había muerto a mi misma edad y la habían enterrado allí cuando la ciudad estaba aún palpitante de vida. Un día a finales del invierno. Tanta gente. El bosque se extendía, entrelazándose con las piedras mortuorias, en un área varias veces mayor que mi pueblo.

Al final de la tarde llegamos, por fin, al límite sur de la ciudad. Fue una transformación súbita. Atravesamos unas cien yardas de tupida arboleda y escasos edificios totalmente en ruinas, y llegamos a un trigal en el que ondeaban las espigas verdes bajo un sol oblicuo. Era un alivio volver a estar en un espacio abierto, en tierra civilizada. Con ello tomamos conciencia de que era necesario volver a adoptar nuestros hábitos precautorios: varios campos más allá había un caballo arando y a lo lejos dos Trípodes surcaban el horizonte.

Volvieron a levantarse las nubes mientras viajábamos en dirección sur. Encontramos un campo de patatas tempranas, pero no hallamos madera lo suficientemente seca como para encender un fuego con el que cocinarlas. Henry y Larguirucho se las comieron crudas, pero yo no pude. De todos modos tenía poco apetito y me dolía la cabeza. Por la noche dormimos en unas ruinas bastante alejadas de cualquier otra casa. Por un extremo se había hundido el techo pero por el otro aún se sostenía; era ondulado, de un material gris parecido a la piedra pero mucho más ligero. Pasé la noche en una sucesión de sueños profundos, entrecortados por pesadillas que me despertaban, y por la mañana me encontraba más cansado que antes de acostarme. Creo que debía tener un aspecto extraño, porque Henry me preguntó si me sentía enfermo. Le di una contestación brusca, él se encogió de hombros y dirigió su atención a otras cosas. Larguirucho no dijo nada, creo que porque no se enteró de nada. Le interesaban mucho menos las personas que las ideas.

El día me resultó cansado. A medida que pasaban las horas me sentía peor. Al principio no había querido que los otros se hicieran cargo de mi situación porque me ofendía el que, según parecía, se llevaran mejor entre sí que yo con cualquiera de los dos. Después de desairar a Henry mi resentimiento obedecía a que ni él ni Larguirucho hubieran vuelto a ocuparse del asunto. Me temo que me causaba cierta satisfacción sentirme enfermo y sobrellevarlo sin reconocerlo. Era un comportamiento infantil.

De todos modos mi falta de apetito no causó gran impresión porque andábamos escasos. Yo no me tomé ninguna molestia, pero Henry y Larguirucho no encontraron nada. Habíamos llegado al ancho río que fluía hacia el sudeste, al que, según las indicaciones del mapa, debíamos seguir, y en cierto sitio Henry se pasó media hora tratando, sin éxito, de atrapar a mano truchas, desde la orilla. Mientras él hacía eso yo estaba tumbado, mirando embotado el cielo nublado, agradecido por el descanso.

Hacia el atardecer, después de una infinidad de campos de trigo y centeno jóvenes, avistamos un huerto. Había hileras de cerezos, ciruelos y manzanos. Las manzanas serían aún pequeñas y estarían verdes, pero incluso de lejos podíamos distinguir entre el verdor de las hojas ciruelas purpúreas y doradas y cerezas negras o rojizas. El problema era que la granja estaba justamente al lado del huerto y desde allí se vería bien a cualquiera que circulase entre las largas y rectilíneas hileras de árboles. Claro que más tarde, al caer la oscuridad, sería distinto.

Henry y Larguirucho no estaban de acuerdo en cuanto a lo que deberíamos hacer. Henry quería quedarse donde por lo menos teníamos asegurada cierta clase de comida, esperando la oportunidad de cogerla; Larguirucho era partidario de proseguir durante las horas de luz que quedaban, con la esperanza de encontrar algo distinto o algo mejor. Esta vez no me causó placer que no se pusieran de acuerdo; me sentía demasiado pesado y enfermo como para preocuparme de eso. Yo apoyé a Henry, pero sólo porque deseaba desesperadamente descansar. Larguirucho cedió de buen grado, como siempre, y nos instalamos, esperando que pasara el tiempo.

Cuando trataron de despertarme para que me fuera con ellos, no les hice caso; me hallaba sumido en un profundo letargo y sentía un malestar general. Por fin me dejaron y se fueron por su cuenta. No tenía idea de cuánto tardaron en volver, aunque sí conciencia de que trataban de despertarme de nuevo, ofreciéndome fruta y también queso que Larguirucho había logrado robar en la vaquería, una dependencia adosada a la casa. Yo no pude comer nada, —no pude ni intentarlo—, y por primera vez se dieron cuenta de que estaba enfermo y no simplemente mohíno. Cuchichearon entre sí, después, medio en volandas medio a rastras, me pusieron de pie y cargaron conmigo.

Supe después que al fondo del huerto había un viejo cobertizo que al parecer no se usaba y ellos pensaron que lo mejor sería llevarme allí: la lluvia volvía a amenazar y de hecho llovió por la noche. Yo sólo era consciente de que iba dando tumbos mientras me llevaban, hasta que por fin me dejaron caer sobre un suelo de tierra. Después de eso volví a dormir entre sudores y tuve más sueños, de uno de los cuales emergí gritando.

Lo siguiente que percibí con alguna precisión fue que había cerca un perro gruñendo. Poco después se abrió de golpe la puerta del cobertizo, cayó sobre mi rostro un cálido rayo de sol y vi contra la luz la silueta oscura de un hombre que llevaba polainas.

A continuación más confusión y voces estentóreas en una lengua extraña. Luché por levantarme, pero caí hacia atrás.

E inmediatamente después de aquello me vi entre sábanas limpias, en un lecho blando; una muchacha de aspecto serio y ojos oscuros se inclinaba sobre mí. Asombrado, miré por encima de ella lo que me rodeaba: un techo alto, blanco, con arabescos labrados, paredes recubiertas con paneles de madera, colgaduras de grueso terciopelo rojo en torno a la cama. Jamás había visto tanto lujo.