CAPÍTULO 2
ME LLAMO OZYMANDIAS
Hasta que no le pusieron la Placa no me di cuenta de lo mucho que había dependido de Jack en el pasado por lo que a camaradería se refiere. Nuestra alianza me había aislado de los demás chicos que tenían aproximadamente mi edad, tanto en el pueblo como en los alrededores. Me imagino que habría sido posible superar aquello, —por lo pronto, Joe Beith, el hijo del carpintero, trataba de ser amigo mío—, pero dado el estado de ánimo en que me encontraba, prefería estar solo. Solía bajar a la guarida y quedarme horas sentado pensando en todo. Una vez vino Henry, hizo algunos comentarios burlones y nos peleamos. Estaba tan enfadado que le gané claramente y después de eso se mantuvo apartado de mi camino.
De vez en cuando veía a Jack e intercambiábamos palabras carentes de significado. Su actitud hacia mí era afable y distante: en ella había indicios de una amistad que había quedado interrumpida, daba a entender que él aguardaba en la otra orilla de un abismo; a su debido tiempo yo lo cruzaría y entonces todo volvería a ser como antes. Sin embargo esto no me reconfortaba, pues a quien yo echaba de menos era al antiguo Jack, y éste había desaparecido para siempre. ¿Igual que me sucedería a mí? La idea me aterraba y yo procuraba desdeñarla, pero siempre volvía a mí.
Por alguna razón, en medio de mis dudas, temores y reflexiones, me di cuenta de que me estaba interesando por los Vagabundos. Recordé la observación de Jack y me pregunté qué habría sido de él si hubiera fallado la inserción de la Placa. A estas alturas lo más seguro es que se hubiera ido del pueblo. Miraba a los Vagabundos que vivían entre nosotros y pensaba que ellos, en sus pueblos, habrían sido un día como Jack y yo: cuerdos, felices, y con proyectos de futuro. Yo era el único hijo que tenía mi padre y de mí se esperaba que algún día me ocupara del molino. Pero si cuando me pusieran la Placa no resultaba bien…
Había tres, dos recién llegados y un tercero que llevaba varias semanas entre nosotros. Era un hombre de la edad de mi padre, pero llevaba la barba descuidada, tenía el pelo ralo y gris, y a través del mismo se apreciaba la malla de la placa. Se pasaba el tiempo recogiendo piedras en los campos cercanos al pueblo y con ellas estaba erigiendo una señal, junto a la Casa de los Vagabundos. Puede que recogiera unas veinte piedras al día, cada una aproximadamente del tamaño de medio ladrillo. Era imposible entender por qué prefería una piedra y no otra, o cuál era el objeto de aquella señal. Hablaba muy poco y empleaba las palabras como lo hacen los niños que están aprendiendo a hablar.
Los otros dos eran mucho más jóvenes, a uno de ellos seguramente no haría más de un año que le habían puesto la Placa. Hablaba mucho y lo que decía parecía casi tener sentido, pero nunca lo tenía del todo. El tercero, unos años mayor, era capaz de hablar de modo inteligible, pero no lo hacía con frecuencia. Parecía hallarse sumido en una gran tristeza, y se pasaba todo el día tumbado junto a la Casa, mirando fijamente el cielo.
Se quedó cuando los otros se fueron; el joven lo hizo por la mañana y el que erigió la señal de piedras por la tarde del mismo día. Allí quedó el montón de piedras, inacabado y carente de significado. Aquella tarde lo contemplé y me pregunté qué estaría haciendo yo dentro de veinticinco años. ¿Moler grano en el molino? Puede. O puede que errar por el campo, viviendo de limosnas y haciendo cosas inútiles. Ignoro por qué razón la alternativa no consistía, como yo había supuesto, en algo tan sencillo como escoger entre el blanco y el negro. No sabía por qué, pero me parecía vislumbrar el significado de lo que Jack dijo aquella mañana en la guarida.
El nuevo Vagabundo llegó al día siguiente; cuando me dirigía a la guarida le vi venir por la carretera del oeste. Me pareció que tendría treinta y tantos años, y era un hombre de complexión fuerte, pelirrojo y barbudo. Llevaba una vara de fresno y el acostumbrado hatillo a la espalda, y al tiempo que caminaba iba entonando, bastante armoniosamente, una canción.
—Chico, —dijo—, ¿cómo se llama este lugar?
—Se llama Wherton, —le dije.
—Wherton, —repitió—. Ah, es el pueblo más bonito de la llanura; aquí no hay angustia, aquí no hay dolor. ¿Me conoces, muchacho?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—No.
—Yo soy el rey de esta tierra. Mi esposa era la reina de un país lluvioso, pero la dejé llorando. Me llamo Ozymandias. Contemplad mis obras, poderoso, y desesperad.
Decía tonterías, pero por lo menos hablaba y las palabras eran comprensibles. Sonaban un poco a poesía y recordé que el nombre de Ozymandias aparecía en un poema que leí en un libro, uno de los doce que había en el estante del salón. Cuando prosiguió en dirección al pueblo, fui tras él. Volvió la vista atrás y dijo:
—¿Me seguís, muchacho? ¿Queréis ser mi paje? Ay, ay. El zorro tiene su madriguera y el pájaro se refugia en el roble grande y frondoso, pero el hijo del hombre no tiene donde reposar su cabeza. Así pues, ¿no tienes ningún asunto propio?
—Nada importante.
—Nada es importante, cierto, pero ¿qué ha de hacer un hombre para encontrar Nada? ¿Dónde habrá de buscar? Te digo que si yo pudiera encontrar Nada, no sería rey, sino emperador. ¿Quién vive en la Casa este día y a esta hora?
Supuse que hablaba de la Casa de los Vagabundos.
—Sólo hay uno, —dije—. No sé cómo se llama.
—Su nombre será Estrella. ¿Y el tuyo?
—Will Parker.
—Will es un buen nombre. ¿A qué se dedica tu padre, Will? Vas muy bien vestido para ser hijo de un trabajador.
—Lleva el molino.
—Y el eterno estribillo de su canción parece ser: No me importa nadie, no, a mí no, y a nadie le importo yo. ¿Tienes muchos amigos, Will?
—No. No muchos.
—Buena respuesta. Pues aquel que proclama tener muchos amigos revela no tener ninguno.
Dije, obedeciendo a un impulso que me sorprendió cuando reflexioné sobre ello:
—En realidad no tengo ninguno. Tenía uno, pero le pusieron la Placa hace un mes.
Se paró en la carretera y así lo hice yo también. Estábamos en las afueras del pueblo, frente a la casa de la viuda Ingold. El Vagabundo me miró atentamente.
—Ningún asunto, al menos de importancia y ningún amigo. Alguien que habla con los Vagabundos y va con ellos. ¿Cuántos años tienes, Will?
—Trece.
—Eres pequeño para eso. ¿Entonces el verano que viene te pondrán la Placa?
—Sí.
Vi que la viuda Ingold nos observaba a través de las cortinas. El Vagabundo también dejó escapar una ojeada en aquella dirección y súbitamente inició en la carretera un bailoteo breve y estrafalario. Cantó con voz cascada:
—¿Quién en el bosque bajo el árbol frondoso
Conmigo quiere echarse y cantar armonioso
Entonando alegres notas, como canta
Aquel pajarillo de dulce garganta?
Todo lo que quedaba de camino hasta la Casa de los Vagabundos se lo pasó diciendo tonterías y yo me alegré cuando nos separamos.
Mi preocupación por los Vagabundos no había pasado desapercibida y aquella tarde mi padre me regañó por ello. En algunas ocasiones era severo, pero las más de las veces era bondadoso; esto estaba en relación con su forma de entender las cosas, pero él veía el mundo compuesto de matices muy simples, todo era blanco o negro, y le costaba mucho aceptar cosas que le parecían estupideces. Él no era capaz de ver ningún sentido en el hecho de que un muchacho anduviera merodeando por la Casa de los Vagabundos: se les tenía lástima y era un deber humanitario darles comida y techo, pero ahí debiera terminar la cosa. Aquel día me habían visto con el último que llegó, el cual parecía estar aún más loco que la mayoría. Era algo estúpido y servía de pretexto para las habladurías. Él esperaba no volver a oír más rumores así y yo no debía ir a la Casa de los Vagabundos bajo ningún concepto. ¿Lo entendía?
Indiqué que sí. Me di cuenta de que no se trataba sólo de que le preocupara que la gente hablara de mí. Puede que estuviera dispuesto a prestar oídos, de un modo distanciado, a las noticias procedentes de otros pueblos y de la ciudad, pero el chismorreo y los comentarios malintencionados sólo merecían su desprecio.
Yo me preguntaba si lo que temía no sería algo totalmente distinto y mucho peor. De niño, un hermano suyo, mayor que él, se había convertido en Vagabundo. En nuestra casa jamás se habló de aquello, pero Jack me lo había contado hacía mucho. Había quienes decían que esta especie de debilidad reaparecía en las familias; y acaso él pensara que mi interés por los Vagabundos era un mal presagio con respecto a la Ceremonia de la Placa que tendría lugar dentro de un año. Esto no era lógico, pero yo sabía que una persona incapaz de soportar la necedad ajena podía sin embargo tener fallos propios.
Por lo que, teniendo en cuenta esto y la vergüenza que sentí por la forma de comportarse del nuevo Vagabundo en presencia de los demás, tomé una especie de resolución en el sentido de obrar como se me había ordenado, y estuve un par de días bien alejado de los Vagabundos. Dos veces vi al hombre que se llamaba a sí mismo Ozymandias payaseando y hablando solo en la calle, y me escabullí. Pero al tercer día fui al colegio no por el camino de atrás, siguiendo el sendero que va a lo largo de la orilla del río, sino que salí por la puerta principal y pasé por delante de la puerta de la iglesia. Y por delante de la Casa de los Vagabundos. No había ni rastro de ninguno, pero cuando regresaba a mediodía, vi a Ozymandias, que venía en dirección contraria. Aceleré el paso y nos encontramos en el cruce.
Dijo:
—¡Bienvenido, Will! No os he visto todos estos muchos días. ¿Habéis tenido enfermedad alguna, muchacho? ¿Una plaga? ¿O por casualidad un vulgar resfriado?
En él había algo que me había interesado, incluso fascinado, y aquello fue lo que me llevó hasta allí, con la esperanza de volver a encontrármelo. Admití aquello pero, en el momento de admitirlo, reparé una vez más en las cosas que me habían mantenido alejado. Inmediatamente junto a nosotros no había nadie, sólo otros niños que venían del colegio y no estaban mucho más atrás; algunas personas que me conocían estaban al otro lado del cruce.
Dije yo:
—He estado ocupado, haciendo cosas, —y me dispuse a continuar.
Me puso la mano en el brazo:
—¿Queréis pararos, Will? Aquel que carece de amigos puede viajar a su paso y detenerse, cuando así lo quiera, para conversar unos minutos.
—Tengo que volver, —dije—. La comida ya estará.
Había apartado la vista de él. Tras una breve pausa, dejó caer la mano.
—Entonces no dejes que te retenga, Will, pues aunque no sólo de pan vive el hombre, el pan es lo primero que precisa.
Su tono era desenfadado, pero a mí me pareció detectar algo más. ¿Decepción? Eché a andar, pero después de dar unos pasos me detuve y volví la vista. Aún seguía mirándome. Dije en voz baja, atropelladamente:
—¿Sales al campo alguna vez?
—Cuando hace sol.
—Siguiendo la carretera donde te encontré… hay unas ruinas a la derecha… allí tengo una guarida, en el lado de más allá, el que está cerca del bosquecillo… la entrada es un arco derruido y fuera hay una piedra antigua de color rojo que parece un asiento.
Él dijo suavemente:
—Entiendo, Will. ¿Pasas mucho tiempo allí?
—Normalmente voy allí después del colegio.
Asintió.
—Hazlo.
De un modo brusco, apartó la vista de mí y la elevó al cielo, extendió los brazos por encima de la cabeza y gritó:
—Y aquel año llegó Jim, el Profeta de los Hallazgos Inesperados, y con él una cohorte de ángeles a lomos de caballos blancos que surcaban el cielo, levantando una polvareda de nubes, sus pezuñas despedían chispas que incendiaban el trigo de los campos y el mal de los corazones humanos. Así habló Ozymandias. ¡Selah! ¡Selah! ¡Selah!
Los demás subían por el camino que sale del colegio. Yo le dejé y me fui deprisa a casa… Le estuve oyendo gritar hasta que dejé atrás la iglesia.
Después del colegio me fui a la guarida con sentimientos entremezclados de expectación y malestar. Mi padre me había dicho que esperaba no volver a oír más rumores acerca de que yo me mezclaba con Vagabundos, y me había prohibido expresamente acudir a la Casa de los Vagabundos. Yo había obedecido la segunda parte y tomaba medidas para evitar la primera, pero no me llamaba a engaño: a él esto no le parecería sino una desobediencia deliberada. ¿Y con qué objeto? Para tener la oportunidad de hablar con un hombre cuya conversación era una mezcolanza de sensatez e insensatez, con gran predominio de la segunda. No valía la pena.
Y sin embargo, al recordar aquellos ojos azules bajo la masa de pelo rojo, no podía evitar tener la sensación de que aquel hombre tenía algo que hacía que el riesgo y la desobediencia valieran la pena. Camino de las ruinas me mantuve ojo avizor y cuando estuve cerca de la guarida di una voz. Pero allí no había nadie; ni tampoco durante un buen rato después. Empezaba a pensar que no vendría, que tenía el juicio tan deteriorado que no había entendido lo que quise decir, o hasta que se le había olvidado por completo, cuando oí crujir una rama y, echando una ojeada hacia fuera, vi a Ozymandias. Estaba a menos de diez yardas de la entrada. Ni cantaba ni hablaba, sino que se movía silenciosamente, casi con sigilo.
Entonces me entró miedo de otra cosa. Corrían historias sobre un Vagabundo que, hacía años, asesinó niños en una docena de pueblos antes de que lo cogieran y lo colgaran. ¿Serían ciertas? ¿Sería éste otro tipo así? Yo le había invitado a venir, sin decírselo a nadie, y nadie oiría un grito de socorro, estando tan lejos el pueblo. Me quedé rígido, apoyado en la pared de la guarida, poniéndome en tensión para salir disparado por delante de él y salir al aire libre, donde estaría relativamente seguro.
Pero me bastó echarle una sola ojeada, mientras él se asomaba, para tranquilizarme. Loco o no, tenía la seguridad de que se podía confiar en aquel hombre. Sus rasgos faciales revelaban buen humor. Dijo:
—Así que te he encontrado, Will, —miró en torno a sí, de modo aprobatorio—. Este sitio está muy bien.
—Lo hizo casi todo mi primo Jack. Es más habilidoso con las manos que yo.
—¿Al que le insertaron la Placa este verano?
—Sí.
—¿Presenciaste la ceremonia de la Placa? —Asentí—. ¿Qué tal está después de eso?
—Bien, —dije—, pero ha cambiado.
—Al convertirse en un hombre.
—No es sólo eso.
—Explícate.
Dudé un momento, pero su voz y ademanes, además del rostro, me inspiraban confianza. También reparé en que hablaba con naturalidad y sensatez, sin emplear nada las extrañas palabras ni las expresiones arcaicas que había utilizado anteriormente. Empecé a hablar, al principio de manera inconexa y después con más facilidad, de lo que había dicho Jack y de mi propia perplejidad posterior. Él escuchó, asintiendo a veces, pero sin interrumpir. Cuando hube terminado, dijo:
—Dime, Will, ¿qué piensas de los Trípodes?
Dije sinceramente:
—No lo sé. Antes los aceptaba como algo con lo que hay que contar, y me daban miedo, digo yo… pero ahora… Surgen preguntas en mi cabeza.
—¿Se las has planteado a tus mayores?
—¿De qué serviría hacerlo? Nadie habla de los Trípodes. Eso se aprende de pequeño.
—¿Quieres que te responda yo? —preguntó—. En la medida en que pueda hacerlo.
De una cosa estaba seguro y lo solté de sopetón:
—¡Tú no eres un Vagabundo!
Sonrió.
—Depende del significado que se le dé a esa palabra. Cambio constantemente de lugar, como ves. Y me comporto de manera extraña.
—Pero para engañar a la gente, no porque te sea inevitable. No te han cambiado la mente.
—No. Como a las mentes de los Vagabundos, no. Ni tampoco como a tu primo Jack.
—¡Pero a ti te han puesto la Placa!
Se tocó la malla metálica situada bajo su espeso pelo rojo.
—De acuerdo. Pero no fueron los Trípodes. Fueron hombres, hombres libres.
Dije, perplejo:
—No entiendo.
—¿Cómo ibas a entender? Pero escucha y te lo diré. Primero los Trípodes. ¿Sabes lo que son? —Hice un gesto negativo con la cabeza y él prosiguió—: Nosotros, con certeza, tampoco. De ellos se cuentan dos historias. Una dice que eran máquinas construidas por los hombres, y que se rebelaron contra ellos y los esclavizaron.
—¿En la antigüedad? ¿En la época del barco gigante, de las grandes ciudades?
—Sí. Es una historia que me cuesta trabajo creer, porque no acierto a ver cómo dotar a las máquinas de inteligencia. La otra historia dice que no proceden originariamente de este mundo, sino de otro.
—¿Otro mundo?
De nuevo me encontraba perdido. Dijo él:
—En la escuela no te enseñan nada sobre las estrellas, ¿no es verdad? Por eso quizá sea más probable que la segunda historia sea la verdadera. A ti no te dicen que las estrellas nocturnas, —todos los cientos de miles que hay—, son soles iguales al nuestro y que tal vez haya planetas girando alrededor de algunas, del mismo modo que nuestra tierra gira alrededor del sol.
Me sentía confuso y la idea hacía que me diera vueltas la cabeza.
Dije:
—¿Es eso cierto?
—Completamente cierto. Y es posible, en primer lugar, que los Trípodes vinieran de uno de esos mundos. Es posible que los Trípodes no sean sino vehículos manejados por criaturas que viajan en su interior. Jamás hemos visto el interior de un Trípode, de modo que no lo sabemos.
—¿Y las Placas?
—Son el medio que utilizan para que los hombres les sean dóciles y obedientes.
Pensándolo de buenas a primeras resultaba increíble. Después me pareció increíble no haberme dado cuenta antes. Pero toda mi vida la inserción de la Placa me había parecido algo natural. A todos mis mayores les habían insertado la Placa y ellos se sentían satisfechos de que así fuera. Era la marca del adulto, la ceremonia en sí era algo solemne y mentalmente estaba asociada con las ideas de día festivo y celebración. Pese a los pocos que padecían dolor y se convertían en Vagabundos, era un deber que todos los niños anhelaban. Sólo recientemente, cuando se podían empezar a contar los meses que faltaban, habían surgido dudas en mi interior; las dudas no llegaron a adquirir forma concreta y era difícil sustentarlas frente al peso de la seguridad que tenían los adultos. Jack también había tenido dudas, pero después, con la inserción de la Placa, habían desaparecido. Dije:
—¿Hacen a los hombres pensar las cosas que los Trípodes quieren que piensen?
—Controlan el cerebro. Cómo o en qué medida, es algo de lo que no estamos seguros. Como tú sabes, el metal queda insertado en la carne, de modo que no es posible quitarlo. Parece que cuando se instala la placa se dan ciertas órdenes de carácter general. Más adelante pueden darse órdenes concretas a personas concretas, pero, por lo que respecta a la mayoría, no parece que les preocupe.
—¿Cómo surgen los Vagabundos?
—Una vez más eso es algo sobre lo que no podemos sino hacer conjeturas. Es posible que algunas mentes sean débiles inicialmente, y se desmoronen con el esfuerzo. O quizá sea al contrario: son demasiado fuertes, de modo que se rebelan contra la dominación, hasta que estallan.
Lo pensé y me estremecí. Tener una voz dentro de la cabeza, inevitable e irresistible. Ardía de cólera en mi interior, no sólo por causa de los Vagabundos, sino por todos los demás: mis padres, mis mayores, Jack…
—Tú has hablado de hombres libres, —dije—. ¿Entonces los Trípodes no dominan toda la tierra?
—Prácticamente toda. No hay ningún territorio en el que no estén presentes, si te refieres a eso. Escucha, cuando los Trípodes llegaron por primera vez, —o cuando se rebelaron—, ocurrieron cosas terribles. Se destruyeron las ciudades como si fueran hormigueros, y millones y millones de personas fueron asesinadas o murieron de hambre.
Millones… Traté de imaginármelo, pero no pude. Nuestro pueblo, que no estaba considerado como un lugar pequeño, tendría unas cuatrocientas almas. En la ciudad de Winchester y sus alrededores vivían unas treinta mil. Sacudí la cabeza.
Él prosiguió:
—A los que quedaban, los Trípodes les ponían la Placa, y una vez tenían la Placa se ponían al servicio de los Trípodes y ayudaban a matar o capturar a otros hombres. Así, al cabo de una generación, las cosas eran muy parecidas a como son ahora. Pero en un lugar, por lo menos, escaparon unos cuantos hombres. Lejos, hacia el sur, al otro lado del mar, hay altas montañas, tan altas que están todo el año cubiertas de nieve. Los Trípodes no salen de las llanuras, quizá porque les resulta más fácil viajar por ellas, o porque no les guste el aire enrarecido de las alturas, y éstos son lugares que los hombres libres que se mantienen alerta pueden defender frente a los que tienen Placa y viven en los valles circundantes. De hecho, nosotros hacemos incursiones en sus granjas para procurarnos alimentos.
—¿Nosotros? ¿Entonces vienes de allí? —él asintió—. ¿Y la Placa que llevas?
—Se la cogí a un muerto. Me afeité la cabeza y la moldearon para que encajara en mi cráneo. Cuando volvió a crecerme el pelo, resultaba difícil distinguirla de una Placa auténtica. Pero no transmite órdenes.
—Así que puedes viajar como un Vagabundo, —dije—, sin que nadie sospeche de ti. ¿Pero por qué? ¿Con qué fin?
—En parte para ver cosas e informar de lo que veo. Pero hay algo más importante. Vine a por ti.
Me quedé sorprendido.
—¿A por mí?
—A por ti y a por otros como tú. Aquellos a los que todavía no se les ha insertado la Placa pero tienen edad suficiente para hacer preguntas y entender las respuestas. Y para hacer un viaje largo, difícil y tal vez peligroso.
—¿Al sur?
—Al sur. A las Montañas Blancas. Al final del viaje hay una vida dura. Pero libre. ¿Y bien?
—¿Me vas a llevar allí?
—No. Todavía no estoy preparado para regresar. Y sería más peligroso. Un chico que viaja solo puede ser uno de tantos que se escapan, pero uno que viaja con un Vagabundo… has de ir solo. Si decides ir.
—El mar, —dije—, ¿cómo lo voy a cruzar?
Me miró fijamente y sonrió.
—Es la parte más fácil. Y para lo demás también puedo proporcionarte alguna ayuda, —sacó algo del bolsillo y me lo enseñó—. ¿Sabes lo que es esto?
Asentí.
—He visto una. Una brújula. La aguja siempre señala el Norte.
—Y esto.
Introdujo la mano en el chaquetón. Tenía un agujero en la costura; metió los dedos por allí, cogió algo y lo sacó. Era un largo cilindro de pergamino; lo desenrolló y lo desplegó sobre el suelo, colocando una piedra en un extremo y sujetando el otro. Vi algo dibujado, pero no tenía sentido.
—Esto se llama mapa, —dijo—. Los que tienen Placa no los necesitan, por eso nunca los has visto. Indica el modo de llegar a las Montañas Blancas. Mira esto. Señaliza el mar. Y aquí, al fondo, las montañas.
Explicó cuanto aparecía en el mapa, describió las señales que yo debería buscar y me dijo cómo tenía que usar la brújula para orientarme. Y con respecto a la última parte del viaje, más allá del Gran Lago, me dio instrucciones que debía memorizar. Era por si descubrían el mapa. Dijo:
—Pero en todo caso, guárdalo bien. ¿Puedes hacerte un agujero en el forro del chaquetón, como yo?
—Sí. Lo guardaré bien.
—Ahora sólo queda la travesía del mar. Vete a esta ciudad, —la señaló—. En el puerto verás barcos de pesca. El «Orión» pertenece a uno de los nuestros. Un hombre alto, muy moreno, de nariz larga y labios finos. Se llama Curtis, capitán Curtis. Dirígete a él. Él te llevará al otro lado del mar. Allí empieza lo difícil. Habla otro idioma. Tienes que evitar que te vean, o que te hablen, y has de robar los alimentos durante el trayecto.
—Eso lo puedo hacer. ¿Tú hablas su idioma?
—El suyo y otros. Como el tuyo. Por esa razón se me encomendó esta misión, —sonrió—. Sé hacer el loco en cuatro idiomas.
Dije:
—Yo me dirigí a ti. Si no lo hubiera hecho…
—Habría dado contigo. Tengo cierta habilidad para detectar a los muchachos adecuados. Pero ahora tú puedes ayudarme. ¿Hay por aquí algún otro a quien tú creas que vale la pena abordar?
Negué con la cabeza:
—No, nadie.
Se puso en pie, estiró las piernas y se frotó la rodilla.
—Entonces mañana reemprenderé el camino. Antes de irte deja que pase una semana para que nadie sospeche que existe relación entre nosotros dos.
—Antes de irte…
—¿Sí?
—¿Por qué no destruyeron totalmente a los hombres, en lugar de insertarles Placas?
Se encogió de hombros.
—No podemos leer su mente. Hay muchas razones posibles. Parte de la comida que se cultiva aquí está destinada a los hombres que trabajan en el subsuelo, extrayendo de las minas metales para los Trípodes. Y en algunos lugares se celebran cacerías.
—¿Cacerías?
—Los Trípodes cazan hombres, del mismo modo que los hombres cazan zorros, —me estremecí—. Y se llevan a sus ciudades hombres y mujeres por razones sobre las que sólo podemos formarnos conjeturas.
—¿Entonces tienen ciudades?
—A este lado del mar, no. Yo no he visto ninguna, pero conozco a gente que sí. Torres y agujas de metal, según cuentan, rodeadas por una gran muralla. Sitios feos y refulgentes.
Yo dije:
—¿Sabes desde cuándo es así?
—¿Que los Trípodes llevan gobernando? Más de cien años. Pero para los que tienen la Placa, es lo mismo que si fueran diez mil. —Me dio la mano—. Hazlo como mejor sepas, Will.
—Sí —dije yo. Su apretón era firme.
—Espero volver a verte, en las Montañas Blancas.
Al día siguiente, tal como dijo, se había ido. Empecé a hacer los preparativos. En la pared trasera de la guarida había una piedra floja y detrás un escondrijo. Sólo lo conocía Jack, y Jack no iba a volver por allí. Allí puse las cosas, —comida, una camisa de muda, un par de zapatos—, que me llevaría de viaje. Cogía un poco de comida cada vez, escogiendo lo que aguantaría mejor, —carne de vaca en salazón, jamón, un queso pequeño, avena, y cosas por el estilo—. Creo que mi madre se dio cuenta de que faltaban cosas y estaba intrigada.
Me entristecía la idea de dejarla, dejar a mi padre, pensar en lo desgraciados que se sentirían al ver que me había ido. Las Placas no servían para aliviar el dolor humano. Pero no podía quedarme, exactamente igual que una oveja no podría atravesar la puerta del matadero después de saber lo que le aguardaba dentro. Y yo sabía que preferiría morir antes que llevar una Placa.