CAPÍTULO 10
LAS MONTAÑAS BLANCAS

Larguirucho dijo:

—No sé si pudo avisar a otros antes de morir, pero creo que más vale que no nos quedemos aquí.

Henry y yo estábamos completamente de acuerdo con él. Por mi parte, aun sabiendo que estaba muerto, seguía, irracionalmente, teniéndole miedo. Me imaginé que se venía abajo y nos aplastaba bajo su peso formidable. Tenía unas ganas desesperadas de alejarme de aquel lugar.

—Si vienen otros, —dijo Larguirucho—, registrarán los alrededores. Cuanto más lejos estemos antes de que suceda eso, tanto mejor para nosotros.

Nos pusimos a correr pendiente arriba. Corrimos hasta quedarnos sin aliento; el corazón nos palpitaba de un modo delirante, los músculos de las piernas nos torturaban a causa de la fatiga; aun así proseguimos con paso vacilante. Me dolía mucho el brazo, pero después de algún tiempo lo noté menos que el resto de los dolores y molestias. Una vez me caí y me pareció un placer exquisito estar tumbado, jadeante pero sin moverme, la cara contra la hierba y la tierra polvorienta. Los otros me ayudaron a levantarme y me sentí tan irritado como agradecido.

Nos llevó una media hora alcanzar la cima. Larguirucho se detuvo entonces y nosotros con él. De todos modos, no creo que hubiera podido avanzar más de unas cuantas yardas sin volver a caerme. Y esta vez ninguna ayuda habría logrado levantarme. Engullía el aire, lo cual me dolía, pero me era necesario. Poco a poco remitió la rigidez que tenía en el pecho y pude respirar sin hacerme daño.

Contemplé la larga pendiente que habíamos subido. Caía la oscuridad, pero aún pude ver al Trípode allí. ¿Sería posible que lo hubiera matado de verdad? Me di cuenta de la enormidad de lo que había hecho, no tan orgulloso como asombrado. Los invencibles e indiscutibles dueños de la tierra… y con mi mano derecha había acabado con él. Me pareció comprender cómo se debió sentir David al ver a Goliat caer sobre el polvo del valle de Elah.

Larguirucho dijo:

—Mirad.

Su voz no solía tener muchos matices, pero esta vez sonaba alarmada. Dije yo:

—¿Dónde?

—Hacia el oeste.

Señaló. Muy lejos se movía algo. Una forma conocida surgió por encima de la línea del horizonte, seguida por una segunda y una tercera. Todavía estaban muy lejos, pero los Trípodes se acercaban.

De nuevo echamos a correr, bajando por la ladera opuesta. Los perdimos de vista enseguida, pero aquello nos brindaba un consuelo escaso, sabiendo que estaban en el valle contiguo y conscientes de cuán insignificante era nuestra velocidad máxima comparada con la de ellos. Yo esperaba que se detuvieran un tiempo junto al Trípode muerto, pero dudaba que lo hicieran. Era más probable que su preocupación inmediata consistiera en vengarse del asesino. Pisé terreno desnivelado, me tambaleé y estuve a punto de caer. Por lo menos había una oscuridad cada vez más intensa. A menos que tuvieran visión de gato nuestras perspectivas mejoraban un poco.

Y necesitábamos toda la ayuda que pudiéramos recabar. No parecía que en este valle hubiera más lugares a cubierto que en el anterior. Menos, porque no podía ver ni un arbusto aislado, no digamos ya una zona de matorral. Todo era hierba desigual entre la que sobresalían piedras. Descansamos apoyándonos en una cuando por fin el agotamiento nos obligó a detenernos de nuevo. Habían salido las estrellas pero no había luna: tardaría unas hora en salir. Aquello nos alegró mucho.

No había luna, pero por encima del borde montañoso se veía una luz en el cielo, una luz que se movía y cambiaba de forma. ¿Varias luces? Le dije a Larguirucho que se fijara en ello. Dijo:

—Sí. Ya lo he visto.

—¿Los Trípodes?

—¿Qué, si no?

La luz se convirtió en unos rayos que surcaban el cielo como tentáculos. Se acortaron y uno de ellos se combó formando un arco penetrante que recorría el cielo apuntando hacia abajo, en lugar de hacia arriba. No podía ver qué había detrás del rayo, pero era bastante fácil de imaginar. El Trípode había rebasado la cima. Los rayos de luz procedían de los hemisferios y les permitían iluminar el camino.

Estaban espaciados unos de otros, a unas cien yardas de distancia, y los rayos de luz barrían el suelo que tenían por delante de sí. Viajaban más lentamente de lo que había visto hacer a los Trípodes, pero aun así iban más rápido que nosotros cuando corríamos. Y por lo que sabíamos, no se cansaban. No hacían ruido, a excepción del golpe sordo de sus pisadas que, no sé por qué, resultaba más terrorífico que el aullido del otro Trípode.

Corríamos, descansábamos, y volvíamos a correr. En lugar de aguantar el esfuerzo extra de descender por la pendiente del fondo, seguimos el valle en dirección oeste. Tropezábamos en la oscuridad y caíamos sobre el suelo abrupto, haciéndonos magulladuras. Por detrás nos seguía la luz, zigzagueando implacablemente en todas direcciones. Al hacer un alto vimos que los Trípodes se habían dividido: uno subía por el lado opuesto del valle y otro avanzaba hacia el este. Pero el tercero venía en nuestra dirección, ganando terreno.

Oímos un arroyo y, a una sugerencia de Larguirucho, nos dirigimos hacia él. Puesto que al parecer los tres buscaban en direcciones distintas, no era probable que se guiaran por el olfato, como los perros, aunque cabía tal posibilidad, así como la de que siguieran las huellas que dejábamos en la hierba y en terreno blando. Nos metimos en el arroyo y avanzamos chapoteando. Sólo tenía unos cuantos pies de ancho y, afortunadamente, muy poca profundidad, y un cauce en su mayor parte liso. A las maravillosas botas de cuero que me hizo el zapatero del castillo no les sentaría demasiado bien el remojo, pero tenía cosas más urgentes en que pensar.

Volvimos a detenernos. La corriente nos daba en las piernas justo por encima del tobillo. Dije:

—No podemos seguir así. Nos alcanzarán antes de un cuarto de hora.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Ahora sólo hay un Trípode. Su luz viene a cubrir todo el suelo del valle y puede que parte de las paredes. Si nos desviamos y subimos la pendiente tal vez nos pierda y pase de largo.

—O tal vez encuentre las huellas que dejamos al salir del arroyo y nos siga.

—Deberíamos correr el riesgo. Por aquí no tenemos ninguna posibilidad, —no dijo nada—. ¿Tú qué crees, Larguirucho?

—¿Yo? —dijo—. Creo que ya es demasiado tarde. Mirad al frente.

Recorría el valle una luz que se hizo más intensa y, cuando la estaba observando, se transformó en un rayo. Lo miramos en silencio, desesperados. Entonces apareció otra luz sobre la cima de la pendiente que yo había sugerido subir, describió un giro en el aire y después se arqueó apuntando hacia abajo. Y había otras luces, menos nítidas, por encima de la pendiente opuesta. Ya no se trataba de un Trípode que nos iba ganando terreno implacablemente. Nos rodeaba todo un destacamento.

—¿Conviene que nos dispersemos? —apuntó Henry—. Supongo que separados tendremos alguna posibilidad más que juntos.

Dije:

—No. Las mismas posibilidades. Es decir, absolutamente ninguna.

—Creo que yo me voy a ir, —dijo Henry—. Tal vez como están las cosas, en cuanto enfoquen a uno nos cogen a todos.

Larguirucho dijo:

—Espera:

—¿Para qué? Dentro de unos minutos será demasiado tarde.

—Aquella roca, allí.

La visibilidad había mejorado debido a la luz difusa que originaban los rayos de los Trípodes. Podíamos vernos unos a otros, como si hubiera una tenue luz lunar, y también un poco en derredor nuestro. Larguirucho se alejó chapoteando por el arroyo, y nosotros detrás de él. El arroyo discurría justamente al lado de la roca, la cual pude ver que había desviado su curso un tanto. La roca tendría unos treinta pies de largo. La parte superior era lisa y suave y estaba levemente inclinada hacia atrás; no brindaba la más mínima protección. Pero por la parte inferior…

El arroyo había tenido más fuerza y turbulencia en el pasado y su energía había excavado un hueco en la base de la piedra. Nos agachamos y la exploramos con las manos. La parte más alta no superaba los dos pies y tenía una profundidad equivalente; pero parecía recorrer toda la longitud de la roca. Aparecieron otros dos rayos de luz por la escarpadura norte del valle y uno de ellos se movía lejos pero en línea con nosotros, lanzando destellos que pasaban peligrosamente cerca del lugar que ocupábamos. No podíamos retrasarnos. Nos acurrucamos en la grieta, en fila, los pies de uno tocando la cabeza del siguiente; primero Larguirucho, luego Henry y el último yo. Tenía el brazo derecho contra la roca, pero el izquierdo me quedaba fuera. Intenté meterme más, aunque me lastimara el brazo al hacerlo. Si levantaba la cabeza un ápice tocaba con la frente el techo de piedra. El ruido de mi respiración parecía reverberar en el recoveco.

Larguirucho susurró:

—Nada de hablar. Tenemos que estar en silencio. Una hora quizá.

Vi que el exterior se iluminaba cuando se acercaron los Trípodes y oí el ruido sordo de sus pisadas, cada vez más fuerte. Finalmente vi que, más hacia adelante, se reflejaba la luz en la superficie del arroyo. Después, justo delante de mi cara, la noche se transformó en día y pude ver piedras pequeñas, hojas de hierba, un escarabajo inmovilizado, todo con una claridad tremenda. Y el suelo tembló cuando el pie de un Trípode cayó sobre el suelo a sólo unas yardas de donde estábamos. Me apreté fuertemente contra la roca. Iba a ser una hora muy larga.

Y tanto que fue larga. Durante toda la noche los rayos de luz recorrieron las colinas, avanzando y retrocediendo, pasando una y otra vez por el mismo sitio.

Por fin amaneció, pero no cesó el acoso. Había un tráfago ininterrumpido de Trípodes: teniendo en cuenta que reiteradamente pasaban los mismos por encima de nosotros, debían de contarse por docenas.

Pero no nos habían visto y, a medida que las horas pasaban lentamente, cada vez estábamos más confiados en que no nos verían. Incluso a la luz del día nuestra hendidura debía de resultar invisible desde la altura de los hemisferios. Pero por la misma razón no nos atrevíamos a abandonar aquel refugio. Estábamos echados, cada vez más incómodos, aburridos y hambrientos, todo lo cual, en mi caso, se aderezaba con el dolor que sentía. El brazo me empezó a doler muchísimo; a veces me entraban ganas de morderme el labio hasta hacerme sangre y notaba cómo se me saltaban las lágrimas y me caían rodando por las mejillas.

Hacia mediodía se había empezado a relajar la intensidad de la búsqueda. Había períodos de hasta cinco y diez minutos durante los cuales nos atrevíamos a salir a estirar las piernas, pero siempre concluían cuando avistábamos otro Trípode; de vez en cuando un tropel cruzaba ruidosamente el valle. No podíamos alejarnos de la grieta; no había ningún otro refugio al alcance.

El día fue avanzando hacia el crepúsculo y, tras éste, vino la noche y con ella, nuevamente, los rayos de luz. No eran tantos como antes, pero jamás había un momento en el que no se vieran, ya en el valle, o bien iluminando las alturas del cielo. De vez en cuando daba una cabezada, pero nunca duraba mucho. El saber que tenía roca justamente encima de la cara me lo impedía. Tenía frío, estaba dolorido y el brazo me ardía y palpitaba. Una vez me desperté gimiendo de dolor. ¿Verdad que seguramente se irían al despuntar el día? Miré al cielo, buscando ávidamente los primeros indicios de luz natural. Al fin llegó un amanecer gris y nublado y salimos, temblorosos, mirando en torno a nosotros. Hacía media hora o más que no se veían rayos de luz, y ahora tampoco había ninguno. Pero cinco minutos después corrimos a escondernos de nuevo, pues se acercaba otro Trípode dando bandazos por el valle.

Así se pasó toda la mañana y buena parte de la tarde. Yo me sentía fatal, aturdido de hambre y de dolor, como para ocuparme de nada que no fuera ir soportando cada momento que pasaba, y no creo que a los otros les fuera mucho mejor. Cuando, al atardecer, tras un período prolongado en el que no hubo Trípodes, pareció que acaso la búsqueda hubiera terminado, nos costó trabajo aceptarlo. Salimos de la hendidura, pero nos pasamos por lo menos dos horas acurrucados junto al arroyo, aguardando indicios de su regreso.

Caía la oscuridad cuando nos decidimos a continuar, lo cual indicaba bien en qué estado de abatimiento y confusión nos hallábamos. Estábamos debilitados por el hambre y completamente agotados. Unas millas después nos derrumbamos y pasamos toda la noche a descubierto, sin posibilidades de ocultarnos caso de que volvieran los Trípodes. Pero no volvieron y el amanecer nos descubrió un valle vacío, flanqueado por cerros silenciosos.

Los días que vinieron a continuación fueron duros. Sobre todo para mí, ya que se me infectó el brazo. Al final, Larguirucho tuvo que volver a cortar y mucho me temo que esta vez fui menos estoico y grité de dolor. Después Larguirucho aplicó a la herida hierbas curativas que había encontrado y las sujetó con una venda hecha con los faldones de mi camisa, y Henry dijo que sabía que debía haberme dolido de modo atroz: él habría gritado mucho más. Su gentileza me alegró más de lo que yo hubiera creído.

Encontramos unas pocas raíces y bayas pero pasamos hambre todo el tiempo, y con aquellas ropas tan finas, temblábamos de frío, sobre todo de noche. Había cambiado el tiempo. Estaba muy nublado y soplaba un viento frío del sur. Llegamos a terreno elevado, desde el cual debiera haber sido posible ver las Montañas Blancas, pero no había ni rastro de ellas, sólo el horizonte vacío y gris. Hubo momentos en los que me daba la sensación de que habíamos visto un espejismo, más que algo real.

Después bajamos a una llanura y había una extensión de agua tan inmensa que no se veía dónde acababa: el Gran Lago que indicaba el mapa. Era una tierra rica y fértil. Pudimos encontrar más y mejor comida y, satisfecha el hambre, se nos empezó a levantar el ánimo. Comprobé que las hierbas de Larguirucho habían dado resultado; ahora el brazo se me estaba curando limpiamente.

Una mañana, después de pasar una buena noche durmiendo en el heno de un granero, nos encontramos al despertar con que el cielo estaba nuevamente azul y todas las cosas diáfanas y luminosas. Se veían las colinas que bordeaban la llanura al sur y, tras ellas, espléndidas y tan cercanas que daba la sensación de que podían tocarse, con estirar la mano, las cumbres nevadas de las Montañas Blancas.

Naturalmente no estaban en absoluto tan cerca como parecía. Aún quedaban millas de llanura por recorrer, y después las estribaciones montañosas. Pero al menos las podíamos ver y nos pusimos en marcha con el corazón alegre. Llevábamos una hora de viaje, Henry y yo estábamos haciendo chistes sobre la gigantesca cacerola de vapor de Larguirucho, cuando éste nos cortó. Pensé que le habían molestado los chistes pero entonces sentí, como antes lo hiciera él, que la tierra temblaba bajo nuestros pies.

Venían del nordeste, desde atrás, por la izquierda; dos Trípodes que se movían velozmente, directamente hacia nosotros. Miré desesperadamente en torno pero ya sabía qué iba a ver. El terreno era llano y verde, no había árboles, rocas, setos ni zanjas, y la granja más cercana se encontraba a media milla.

Henry dijo:

—¿Corremos hacia allí?

—¿Correr hacia dónde? —preguntó Larguirucho—. Es inútil.

Su voz era categórica. Si él reconocía que no había nada que hacer, pensé yo, es que verdaderamente no había nada que hacer. Dentro de unos minutos los tendríamos encima. Aparté la vista de ellos y miré hacia las refulgentes almenas blancas. Haber llegado tan lejos después de soportar tanto y perder cuando teníamos el objetivo a la vista… era injusto.

La tierra tembló aún más violentamente. Estaban a cien pies de distancia, a cincuenta… Vi que marchaban uno junto al otro y que hacían cosas raras con los tentáculos, lanzándoselos el uno hacia el otro y replegándolos describiendo trayectorias complejas por el aire. Algo que se movía entre y por encima de ellos, algo dorado que destellaba con intensidad cuando lo lanzaban de un lado a otro, ahora contra el azul del cielo.

Ya estaban a nuestra altura. Aguardé a que descendiera un tentáculo y me asiera; más que miedo sentía una rabia fútil. Unas yardas más allá de donde estábamos golpeó el suelo un pie enorme. Después ya nos habían rebasado y se alejaban; sentí que me flaqueaban las piernas. Larguirucho dijo, asombrado:

—No nos han visto. ¿Porque estaban muy ocupados uno con otro? ¿Un ritual de apareamiento, quizá? Pero son máquinas. ¿Entonces qué? Es un enigma cuya respuesta me gustaría conocer.

Pensé que se sentía tan agradecido al enigma como a su respuesta. Lo único que sentía yo era la debilidad del alivio.

Un viaje largo, difícil y peligroso, me dijo Ozymandias. Así resultó ser. Y al final aguardaba una vida difícil. También en eso tuvo razón. No tenemos nada que sea lujoso, y aunque pudiéramos no lo querríamos: nuestras mentes y cuerpos han de mantenerse tensos y en forma para las tareas que nos aguardan.

Pero hay maravillas, la mayor de las cuales es nuestra nueva vivienda. No sólo vivimos entre las Montañas Blancas; vivimos en el interior de una. Pues los antiguos también construyeron aquí un Shemand-Fer, de seis millas de largo y que se elevaba hasta una altura de una milla por medio de un túnel excavado en roca viva. No sabemos por qué lo hicieron ni qué grandioso proyecto tenían; pero ahora, con nuevos túneles que llegan aún más dentro del corazón de la montaña, nos proporciona una plaza fuerte. Incluso cuando llegamos, en verano, había hielo y nieve alrededor de la entrada del túnel principal; da a un lugar desde el que se domina un río de hielo que desciende lentamente entre cumbres congeladas, hasta perderse en la lejanía. Pero dentro de la montaña hace una temperatura que no pasa de ser fresca, ya que estamos protegidos por gruesas capas de roca.

Hay puntos de observación en la ladera desde los que se puede mirar. A veces voy a alguno y contemplo el valle verde y lejano allá abajo. Hay pueblos, campos diminutos, carreteras, el ganado, que son unas manchitas del tamaño de la cabeza de un alfiler. Allí la vida tiene aspecto de ser cálida y cómoda, comparada con la aspereza de la roca y el hielo que nos rodean. Pero no le envidio su comodidad a la gente del valle.

Porque no es del todo cierto decir que no tenemos lujos. Tenemos dos: la libertad y la esperanza. Vivimos entre hombres que son dueños de sus mentes, que no aceptan el dominio de los Trípodes y que, después de haber soportado pacientemente mucho tiempo, ahora incluso se preparan para hacer la guerra al enemigo.

Nuestros jefes se mantienen circunspectos; nosotros sólo somos unos recién llegados, unos muchachos. No podíamos esperar saber en qué consistían sus proyectos ni cuál podía ser nuestro papel dentro de ellos. Pero desempeñaremos un papel, eso seguro. Y hay otra cosa segura; acabaremos destruyendo a los Trípodes y los hombres libres disfrutarán la bondad de la tierra.

FIN