CAPITULO IX

 

Robert Gold no quiso salir por la puerta por si habían establecido alguna vigilancia, inclinándose a efectuarlo por el sistema de acondicionamiento de aire.

Poseía un buen instinto de orientación y como era de esperar el suministro de aire se efectuaría a todas las estancias.

Por lo tanto utilizaría este medio que le ofrecía plena seguridad para sus correrías.

Antes de despedirse de las muchachas les recomendó que colocaran la rejilla en su lugar, que despejaran el micrófono y permanecieran acostadas.

Auxiliado por una diminuta batería que emitía un fino haz de luz, fue recorriendo aquel improvisado pasadizo tratando de localizar el almacén, contiguo al cual tenían el alojamiento los demás muchachos.

Conforme iba avanzando comprobó que seguía una línea paralela, más o menos, al pasillo que daba acceso a los camarotes o estancias.

Llegó a un punto en donde existían cinco trayectos, cuatro horizontales y uno perpendicular y hacia abajo.

Se decidió por este último, puesto que el alojamiento lo tenían situado en un piso inferior.

Tanteó las paredes y una vez comprobada la solidez, fue descendiendo apoyándose con rodillas y manos presionando sobre las mismas paredes, a modo de escalada de "chimenea" de los montañeros.

Por el trayecto recorrido en descenso, dedujo que ya estaría cerca del piso inferior.

En efecto; nuevas divisiones, y optó por la que quedaba a su derecha y en posición horizontal.

Minutos más tarde se hallaba tras la rejilla que le separaba del almacén, iluminado por una tenue luz a aquellas horas en que la mayoría de a bordo estaban dedicados al descanso.

Oteó el recinto y no vio a nadie. Presionó la rejilla y una vez cedió, salió para luego volver a situarla en su primitiva posición.

Hizo unas flexiones de piernas y brazos para desentumecer sus miembros agarrotados por aquella posición forzada.

Notó gran alivio y después, sigilosamente, fue a ocupar su litera.

Trató de conciliar el sueño, pero la imagen de Ethel, no se apartaba de él, dándole la sensación de que todavía la tenía a su lado y recibía sus besos.

Luego sus pensamientos se centraron en la urgencia que tenía por librar a aquellos muchachos del yugo a que estaban sometidos, del control de sus mentes.

Decididamente se inclinó por exponerles la cuestión cuando estuvieran despiertos.

Cuando esto sucedió, hizo que uno de ellos permaneciera de guardia para que avisara de la proximidad de alguien.

El ya sabía, por haberlo inspeccionado minuciosamente con anterioridad, que allí no habla micrófonos ocultos ni objetivos que pudieran captar sus imágenes.

Les habló:

—Me he propuesto libraros de la amenaza constante a que estáis expuestos, es decir, anular el control que ejercitan sobre vosotros, y lo que es más importante, el peligro constante de volatilización.

Le miraron un tanto incrédulos.

—Como sabéis, el experimento que hicimos de pretender contrarrestar el dominio de vuestras mentes en cuando estáis bajo control, no ha dado el resultado apetecido.

Hicieron un gesto como dando a entender que no les sorprendía, que ya lo esperaban de este modo.

—He de advertiros que han descubierto que la incursión de sabotaje ha sido un fracaso y que todo sigue del mismo modo en la Base.

Uno de los muchachos comentó desalentado:

—Pues no tardaremos en desaparecer. Lo que me extraña es que no lo hayan hecho ya.

—Lo que terminas de decir estuvo en un tris de ser amarga realidad.

—¿Y por qué no lo han hecho? —inquirió otro de los allí presentes.

—Pues, aunque resulte paradójico, gracias a la intervención de la que llaman Gran Belia. Si hubiera sido por la otra, por Helen, a estas horas no existiríais.

Luego les explicó que atribuían el fracaso de la misión a la existencia de un traidor y posteriormente que las sospechas habían recaído sobre los cuatro compañeros que no acudieron a reunirse con ellos,

Les informó también del descubrimiento de la conducción de aire que, dado el momento propicio, podrían utilizar para ocultarse o dar el golpe definitivo.

—Por todo lo que os he expuesto, urge llevar a la práctica lo que he estado meditando desde que llegó a mi conocimiento el modo como os tienen atrapados.

—¿Y qué es ello? —inquirió el muchachote aquel con quien primero entabló conversación.

—Pues anular el sistema de control de vuestras mentes, de vuestra voluntad al servicio de ellas.

—Esto ya lo hablamos en una ocasión y será imposible.

—¿Por qué?

—Según terminas de decir, hiciste la prueba de influir nuestras mentes hallándonos controlados, insistiendo en que desobedeciéramos sus mandatos, y sin un resultado positivo.

—Cierto, y por eso hay que intentar lo otro.

—No sé cómo...

—Me explicaré... No os voy a ocultar que lleva consigo un riesgo que pudiera costaros la vida.

Ante sus últimas palabras, el muchacho aquel replicó:

—Ya en una ocasión te manifesté que esto, para nosotros, no tiene la menor importancia. Llegado el caso, casi lo consideramos como una liberación.

—De acuerdo, pero sois seres humanos como los demás y tenéis derecho a la vida. Por otra parte, os necesito para que me ayudéis a la destrucción de esta cuadrilla de malvados.

—Ya de antemano te aseguro que si logras librarnos de ese dominio, nos tendrás incondicionalmente a tu entera disposición, haciendo lo que nos mandes.

—No esperaba más de vosotros.

—Entonces, lleva a la práctica tu plan.

—Existe por medio un problema de conciencia, y es que ignoro si el resultado será positivo. En el caso de que no salga bien, me sentiré responsable de la destrucción de una vida humana, de un semejante.

—De todas maneras, nuestras vidas están pendientes del capricho de quienes nos controlan, y tarde o temprano, a todos, invariablemente nos espera el mismo final.

—Pero...

—Mira, déjate de escrúpulos de conciencia y empieza ahora mismo y conmigo precisamente.

Robert Gold se emocionó de las palabras y valentía de aquel muchachote que parecía el jefe de los restantes jóvenes, puesto que en más de una ocasión pudo comprobar que acataban sin replicar sus decisiones.

—Bien, en vista de tus palabras, y sin ocultar que siento cierto temor, voy a efectuar el experimento contigo. De dar un resultado positivo, entonces continuaría con los demás.

—De acuerdo. Puedes empezar cuando quieras.

Robert se desprendió del casco que cubría cabeza y cuello, y señaló el disco frontal que invariablemente llevaban todos y era componente indispensable de su atavío.

—Como podéis apreciar, el disco contiene dos bornes o electrodos que están en contacto directo con el cuero cabelludo. Este disco contiene la célula receptora del control.

Todos se fijaron en lo que les estaba mostrando y esperaron a que continuara en su explicación.

Robert prosiguió en su disertación:

—Estos electrodos, como conductor, se valen del mismo cuerpo humano, estableciendo un campo estático y en equilibrio entre disco y brazalete, siendo este último el elemento de carga principal.

Hizo una breve pausa, para continuar:

—El disco capta las órdenes a una frecuencia determinada y manda los impulsos al brazalete y conjuntamente controlan al individuo, a su mente.

Uno de los jóvenes inquirió, interesado en cómo podía funcionar todo aquello:

—¿Y cómo pueden originar la volatilización?

—Se puede producir de dos maneras: A voluntad de quienes os controlan, emitiendo una frecuencia constante y elevada, o bien al desposeer del disco al individuo.

—Pues nosotros estábamos convencidos que era al quitar el brazalete.

—Existe una íntima relación entre ambos elementos. Al sustraer el disco, se establece un desequilibrio y la carga se va acumulando en el brazalete, que a poco, es suficiente para fulminar a quien haya estado sometido a esa influencia.

—¿Cómo lo vas a evitar?

—A la conclusión que he llegado es que los impulsos o corriente establecido entre disco-brazalete, al efectuarse a través del mismo cuerpo, éste actúa de filtro, ofrece una resistencia absorbiendo parte de la carga.

Se humedeció los labios, para seguir:

—Si es como pienso, estableciendo una comunicación directa entre los dos elementos, es decir, disco y brazalete, ese mismo exceso de carga destruirá el mecanismo del brazalete que es, en definitiva, el que alberga la fuerza destructiva.

Las caras de aquellos muchachos se animaron ante la esperanza de quedar libres de aquel yugo que tan despiadadamente les tenía atrapados.

El joven que se había prestado a que efectuara el experimento con él, se impacientó:

—Pues ya puedes empezar cuanto antes.

—Ya he dicho que... —trató de resistirse Robert.

—Y yo te digo que adelante.

Sin más dilación, Robert procedió a establecer, por medio de un conductor de envoltura aislante y que se ocultaba bajo el traje del muchacho, la conexión directa entre el disco y el brazalete.

Todos los allí presentes estaban pendientes de las manipulaciones de Robert, permaneciendo en absoluto silencio y con la ansiedad reflejada en sus rostros.

Al cabo de un rato, Robert dijo:

—Ahora llega el momento más peligroso de la operación; desconectar el electrodo del brazalete que va incrustado en la carne.

Robert Gold parecía dudar y el mismo muchacho le infundió ánimos:

—¡Adelante! ¡Decídete ya!

Robert, con expresión de quien solicita perdón por un daño que puede originar, con mano temblorosa al principio y con firmeza después, procedió a cortar el electrodo.

Fue sólo un momento, pero los segundos se le antojaron angustiosos siglos.

Por de pronto algo se había logrado, algo positivo y de gran importancia.

¡La volatilización no se había originado!

A la intensa emoción de lo logrado, sin transición, se presentó un síntoma que hacía prever el desastre.

Hubo un momento en que creyó lo peor, que lo temido fuera una realidad amarga, y fue que del brazalete comenzó a salir un humo blanquecino y el muchacho se desplomó desvanecido.

El desaliento se apoderó de todos los asistentes, que por un momento muy fugaz albergaron grandes esperanzas.

Robert se inclinó inmediatamente para atenderle, comprobando que los latidos del corazón iban recobrando su normalidad.

Esta circunstancia le tranquilizó en gran manera.

A poco el color volvía a las mejillas del desvanecido, para luego abrir los ojos y preguntar:

—¿Qué ha pasado?

Robert lanzó un suspiro de alivio, para después contestarle sonriente:

—Nada, un pequeño desmayo, seguramente a consecuencia de la descarga acumulada en tu mismo cuerpo.

El muchacho se miró incrédulo, para preguntar titubeante:

—¿Luego, ha sido un éxito tu experimento?

A lo que Robert le contestó un tanto jocoso:

—Por lo menos, creo yo que no te has volatilizado.

Pasada la angustia del momento, los demás rieron nerviosos, dando paso a un gran contento por el resultado obtenido y acosaron a Robert para que hiciera lo mismo con ellos.

—Un poco de calma... Quedamos en que efectuaría el experimento con uno, y si daba resultado, seguirían los demás.

—¡Pero lo ha dado! —exclamó uno, gozoso.

—Claro que lo ha dado, y ahí está completamente recuperado —confirmó otro.

Robert trató de calmarles:

—Sí, en principio ha salido bien... Ahora nos falta saber si cuando os sometan a control, no ejercerán influencia sobre él. Os prometo que si es así, como espero, en seguida quedaréis libres.

La alegría imperaba entre aquellos infelices que veían la posibilidad de poder volver a la normalidad, de no seguir siendo unos robots que se les manejaba en contra de su voluntad.

Robert, dirigiéndose al "operado", le advirtió:

—No te olvides que, llegado el momento en que ejerzan el control, debes de comportarte como si estuvieras sometido al mismo, con la finalidad de no despertar sospechas. Esta será el arma más eficaz que emplearemos y con la que daremos el golpe final. Yo ya te preguntaré si te sientes libre de esa influencia.

—De acuerdo. Así lo haré.

—Esta advertencia que le he hecho a él, que os sirva también a vosotros posteriormente.

Todos asintieron, dando su conformidad.

—No olvidaos que éste será nuestro secreto y hay que mantenerlo a toda costa.

—Así lo haremos —contestaron unánimes.

—Quiero que tratéis de prefijaros, bien esto en vuestras mentes. Por nada del mundo habéis de manifestar cuanto habéis presenciado. En ello está en juego vuestra libertad.

Un temor se apoderó de quienes todavía estaban expuestos a control, por si ellos mismos se traicionaban.

—¿Y si nos sacan la confesión? —expuso uno de ellos.

—Quedad tranquilos, no podéis contestar a una pregunta de un hecho que ignoran. Por eso os ruego que realicéis un esfuerzo por olvidar todo cuanto os he dicho y he hecho.

—¿Crees que lo lograremos?

—Creo que sí. Y ahora sólo nos queda esperar para saber el resultado definitivo.

 

CAPITULO X

 

Robert fue requerido a presencia de Helen, que le aguardaba en su camarote.

Sólo aparecer, comprobó que los ojos de ella estaban brillantes, y de buenas a primeras, le dijo:

—¡Abrázame, Robert...!

El se mantuvo en el papel que representaba, en el de robot, ya que de ello no solamente dependía la seguridad de él, sino la de las muchachas y de aquellos infelices.

—¡Vete de mi presencia! ¡No, no es posible...! ¡Fuera de aquí...!

Con manifiesta indiferencia, Robert salió del camarote.

Al quedar sola, Helen compuso con rabia sus ropas.

Una mujer recuerda perfectamente al hombre por el que ha sentido alguna inclinación.

Por más que trató de disimularlo, ella sabía que aquel hombre no era más que Robert, Robert Gold al que nada más verle lo quiso para ella, el único hombre que la hizo sentir plenamente como mujer.

Parecía una fiera enjaulada en aquel camarote, dando patadas, puñetazos para desahogar su desesperación.

Se preguntaba una y otra vez:

—¿Por qué está convertido en mente controlada...?

Se estrujaba la frente, se mesaba los cabellos, para seguir monologando:

—Y es él, es él... Al contacto de sus labios he sentido lo de la primera vez, lo mismo... Mi corazón me lo dice, me lo dice...

De pronto se quedó parada en medio de la estancia y sus ojos se agrandaron, se cerraron con fuerza inusitada sus puños hasta que los nudillos quedaron blancos.

Exclamó:

—¡La muy...! ¡Eso no puede ser más que obra de esa asquerosa azulada...! ¡Maldita una y mil veces por estropearme y condenar a una muerte temprana al único hombre que ha significado algo en mi vida...!

Se dirigió a la estancia contigua y ordenó con voz desabrida:

—¡Rumbo al campamento! ¡Inmediatamente!

Una voz, también femenina, contestó:

—Está amaneciendo. Tenemos prohibido...

Helen, altamente contrariada, no la dejó terminar, interrumpiéndola:

—¡He dicho que al campamento y aquí se hace lo que yo digo! Como te atreves a desobedecer mis mandatos, te juro que no verás la luz del día.

La otra no contestó. Por lo visto la amenaza había hecho su efecto, puesto que luego de emerger de las aguas, estaban volando a gran altura.

Helen seguía en su estado de excitación, y recaía todo su furor en aquella mujer a la que no podía tragar.

—¡Maldita azulada...! ¿Mira que hacerme eso a mí...? Claro, es una repugnante mujer en quien no se puede fijar un hombre que se precie de serlo... Envidia es lo que la consume por mis éxitos... Y encima, todavía me recomienda que tenga cuidado con los hombres... ¡Qué más quisiera ella!

 

* * *

 

Cuando Robert Gold abandonó el camarote de Helen, todavía estaba extrañado del cambio tan brusco que tuvo.

Aún considerando lo variable que era, aquello se salía de la normalidad.

Pasó por delante del camarote que ocupaban Ethel y Eleonor.

Estuvo a punto de entrar, pero pensándolo mejor, pasó de largo.

Tenía que meditar sobre lo acaecido y por otra parte, le esperaba la tarea de liberar a los demás muchachos.

Estos le recibieron con muestras de gran impaciencia, por lo que Robert manifestó:

—Por vuestras caras, ya os supongo enterados de que hemos tenido un éxito rotundo, ¿no?

—Si, sí, ya nos lo ha dicho él, —contestó uno de los jóvenes, aludiendo al muchacho con quien experimentó.

—Pues bien, cuanto antes empecemos, mejor. ¿Quién quiere ser el primero?

Todos deseaban ser los primeros y Robert tuvo que decirles:

—Tenemos tiempo para todos, así que un poco de paciencia. Si fuera preciso, unos ayudarán a los otros.

—Preferimos que lo hagas tú.

—Pues manos a la obra.

Uno tras otro se fueron sometiendo a la "operación". Algunos tardaron más de la cuenta en reaccionar a consecuencia de la descarga acumulada en el cuerpo, pero gracias a los cuidados de Robert en someterlos a respiración artificial y en algunos casos a masaje cardíaco, la cuestión no pasó de ser un mero susto.

El trabajo fue muy laborioso y agotador, pero Robert se sentía satisfecho al contemplar aquellos semblantes jóvenes llenos de vida y alegría que no sabían cómo demostrarle su agradecimiento.

Pero el resultado final de la entrevista con Helen, no se apartaba de su mente.

La subconsciencia le apuntaba que había de existir un motivo suficientemente importante.

Sí, estaba seguro de ello, pero no daba con la clave de ninguna de las maneras.

Una conmoción general se originó entre los allí reunidos al recibir llamada de control:

—Mentes, nos dirigimos al campamento. Estad dispuestos a todos, puede haber lucha. La Gran Belia, nos ha traicionado, y hay que terminar con ella. Pero la quiero viva en mis manos. ¿Entendido?

Como de costumbre, antes de efectuar cualquier llamamiento, se ejercía ya el control en sus personas y se colocaban frente a la pantalla que había a la entrada de la estancia-almacén.

En silencio todos asintieron y momentos después la pantalla se apagó.

Robert Gold se fue interesando sobre el resultado de lo que había llevado a la práctica, e invariablemente, cada uno le fue confirmando que no se sentían dominados.

Todos ellos no podían ocultar su satisfacción particular por tal hecho, sin poder crédito a aquella realidad, y la alegría imperaba entre ellos.

Robert consideró conveniente recordarles:

—No olvidéis lo que os dije. Este es nuestro secreto y tienen que seguir estando convencidas que su control funciona a la perfección.

Todos prometieron comportarse según los deseos de Robert.

Este volvió a considerar el comportamiento extraño de Helen y tras darle vueltas al asunto, llegó a la conclusión, casi al convencimiento, de que le había reconocido.

Se dijo:

—Y siendo así, ¿cómo su reacción intemperante...? Esta particularidad no me la explico de ninguna de las maneras.

Decidió no darle más vuelta al magín y a través del acondicionador de aire se encaminó al camarote de las muchachas.

El recibimiento de Ethel fue efusivo, sin tratar de ocultar sus sentimientos.

Eleonor sonrió socarrona, al tiempo que manifestaba:

—Si molesto, me esfumo por donde has venido, Robert.

Ethel le contestó:

—No hace falta, puesto que lo sabes todo.

—Pero es que vuestras miradas destilan tanta miel que voy a quedar empachada...

A lo que le sugirió Robert:

—Pues mira, aplícate lo que mencionaste de los monos, pero de verdad, nada de simbolismos.

—¡Qué más quisieras tú...! Tengo que estar muy atenta para aprender a conquistar al hombre, que todavía no he atrapado uno.

Ethel y Robert rieron la ocurrencia de la simpática Eleonor.

—Bueno, he de participaros que podemos contar con el apoyo de los muchachos, puesto que he anulado en ellos el sistema de control a que estaban sometidos.

—¿Y cómo lo has logrado? —quiso saber Ethel.

Robert les explicó el procedimiento que había utilizado, advirtiéndoles:

—Así que aunque les veáis actuar como controlados, lo están fingiendo y en cualquier momento podéis recabar su ayuda, Están enterados de vuestra existencia a bordo.

—Es un consuelo saber que podemos contar con su ayuda.

—En efecto, Pero no os fiéis de las muchachas, tanto las controladas como las que no lo están.

—¿Por qué?

—Por la sencilla razón que las primeras reciben órdenes, no están liberadas, y las segundas son fieles adictas a quien manda aquí.

No quiso mencionar el nombre de Helen por temer que todo lo que había ganado con Ethel, lo más seguro es que lo perdiera dado el carácter de la muchacha.

—También he de manifestaros que por fin vamos al campamento que tienen oculto.

—¿Y tú crees que lograremos nuestros fines, Robert?

—Para eso estamos aquí. Si es preciso recabar ayuda del Departamento, lo haremos.

Terminaba de decir estas palabras cuando pudieron oír pasos en el pasillo.

En un abrir y cerrar de ojos, Robert se introdujo en el sistema de ventilación que, obturó con la rejilla.

Ethel y Eleonor destaparon posteriormente el objetivo de la cámara oculta, al igual que el micrófono.

Una vez realizado esto, adoptaron una actitud de plena normalidad, como si allí no hubiera pasado nada y siguieran en su soledad.

La propia Helen, acompañada por dos de su escolta, se presentó en el camarote.

Las muchachas permanecieron sentadas como si nada, a lo que Helen manifestó furiosa:

—Acostumbraros a permanecer en pie, cuando estéis ante mi presencia.

Las dos jóvenes se fueron levantando con lentitud.

Helen prosiguió:

—He notado ciertas anomalías en vuestro comportamiento... Por ejemplo, ¿por qué habéis velado el objetivo de televisión y el micrófono?

Ambas, como puestas de acuerdo, mostraron asombro ante la pregunta formulada.

Las facciones de Helen se endurecieron más al proseguir enfurecida:

—¿Queréis decirme que ignoráis esto, cuando hay prendas en las inmediaciones de los lugares que ocupan? —inquirió a tiempo que las señalaba.

En efecto, dado la premura del caso, tanto a Ethel como a Eleonor, no les dio tiempo más que para tirar de las ropas que cubrían objetivo y micrófono y dejarlas a su lado.

Ethel compuso la más inocente fisonomía, al preguntar:

—¿Pero hay estas cosas aquí...?

—Pretendes hacerte la graciosa, ¿eh?

Inesperadamente la mano de Helen se movió rápida y fue a incrustarse en la tersa mejilla de Ethel con un seco chasquido, sin que ésta pudiera hacer nada para evitarlo.

—Os creéis muy listas, ¿verdad? Pues os equivocáis. Sé quiénes sois e igualmente sé que mentisteis al decir que no conocíais al hombre que os visitó.

Las dos muchachas intercambiaron una mirada y fue Eleonor la que protestó:

—Dijimos la verdad, no...

—¡Cállate! ¿Queréis decirme con quién estabais hablando hace un momento?

—Pues entre nosotras.

—¡Mentira! He amplificado las voces y aunque sin entender la conversación, hay la voz de un hombre. ¿O acaso alguna de vosotras es ventrílocuo y para consolaros os hacéis la idea, a falta de pan...?

Ethel y Eleonor guardaron silencio, tanto por el descubrimiento como por la alusión.

—¿Conque no queréis hablar...?

Acto seguido, dirigiéndose a las de su escolta, les ordenó:

—Lleváoslas y ellas mismas, estoy segura, voluntariamente lo dirán.

Robert fue un testigo oculto de lo que allí había pasado.

Sabía los métodos que utilizaba Helen, de su ensañamiento, y temió por Ethel y Eleonor.

Decididamente las libraría de la tortura, de la fiereza que en aquellos momentos se apoderaba de aquella mujer.

Le vino a la mente la forma tan despiadada como se comportó con aquella joven maniatada.

Salió de su escondrijo cuando el camarote quedó en solitario y a prudente distancia siguió la comitiva formada por las cinco mujeres.

Se introdujeron en el alojamiento donde estaba situado el puesto de mando de Helen.

Sabía ya dónde estaban, por lo que decidió utilizar el sistema de aire para espiar lo que allí podía producirse.