CAPITULO III
Ya estaba decidido a intentar cualquier cosa para anular aquel impedimento, cuando percibió aquel zumbido lejano, preludio de la presencia de un vehículo.
Como la vez anterior, se hizo a un lado incrustándose en un hueco, pero en esta ocasión no se tumbó, puesto que confiaba que a la fuerza tendría que detener su vertiginosa marcha hasta que le fuera franqueada la salida.
No se equivocó en su suposición.
El vehículo fue frenando hasta quedar inmóvil ante la salida del túnel.
El foco emitió dos destellos cegadores y prolongados, durante los cuales el sutil velo tomó una tonalidad carmesí formando una pared.
Al cabo de un momento emitió un tercer destello y apareció el velo con el mismo colorido, pero cubriendo la mitad de la salida; luego un cuarto destello y nada que interceptara el camino.
Robert Gold, con la agilidad de un felino, dio un salto y se agarró a la parte trasera del vehículo que ya iniciaba la marcha.
De este modo, pegado contra la carrocería del mismo, consiguió salir de aquel túnel.
Luego se felicitó de haberse contenido de intentar forzar la salida, puesto que a ambos lados de la misma habían dos muchachas con trajes muy ceñidos, de falda corta y pronunciado escote, en funciones de centinelas.
Estas damiselas, empuñaban sendas armas ultrasónicas capaces de destruir a un ser humano, con sus vibraciones dirigidas.
Donde estaba ahora se trataba de una caverna subterránea de inmensas proporciones y en cuyo centro había un lago inmenso en donde estaban amarradas varias naves, del tipo denominado "tetranao".
Se las denominaba así puesto que igual podían navegar por mar en superficie o sumergidas, por aire o por tierra.
Era evidente que el vehículo del cual iba colgado, se dirigía al embarcadero, por lo que debía de aprovechar la primera ocasión para descolgarse, ocultarse y no ser descubierto por los demás.
Aunque se deslizaba a media altura y lo lógico es que fuera al recto, seguía un camino sinuoso, bordeado de riscos y en cuyo centro de la calzada era ocupada por una ancha cinta metálica.
Colisionar con otro que viniera en dirección contraria, era imposible puesto que según la dirección que llevaban, cada vehículo era accionado a potencial distinto y al encontrarse de frente, automáticamente uno ascendía pasando por encima del otro.
Cuando notó que la velocidad se iba reduciendo, se aprestó a saltar del vehículo antes de que parara definitivamente.
Aprovechó la ocasión que le brindaban unos enormes bultos y luego, de dar unas cuantas volteretas por el suelo, se escondió tras ellos.
Desde su improvisado observatorio, podía otear cuanto sucedía por allí,
Y lo que vio fue que del vehículo en el que había viajado de polizón, descendió Helen con dos muchachas más para luego dirigirse a una enorme "tetranao".
Esto en sí no le sorprendió, es más, lo esperaba.
Lo que le llamó la atención en gran manera, fue que las jóvenes que le acompañaban, al igual que otras que vio, se comportaban como autómatas.
El elemento femenino era la tónica predominante, las había para todos los gustos con la indumentaria del traje ajustado, escote pronunciado, falda corta y pendiendo de su cuello una especie de medallón y en la muñeca derecha un brazalete de cuatro dedos de ancho por un centímetro de grosor. Calzaban una especie de mocasines sujetos por cintas brillantes a las pantorrillas.
Observó también que de la "tetranao" salían y entraban unos muchachos jóvenes que acarreaban bultos a bordo.
La indumentaria que llevaban también era unificada, enfundados en ajustados trajes, con casco de la misma tela, luciendo en la parte frontal el medallón y en la muñeca derecha el brazalete. Iban calzados con botas de media caña.
El comportamiento de estos jóvenes era similar al que había observado en las muchachas. Parecían más bien autómatas que seres humanos.
Robert Gold estaba casi seguro de que Ethel y Eleonor estarían confinadas en aquella "tetranao", desde el momento en que Helen también subió a bordo.
El problema que se le presentaba era poder penetrar sin ser descubierto, y tal como iba vestido, su presencia sería inmediatamente advertida.
Se forjó un plan que, de salirle bien, hallarla la solución a su problema.
Cautelosamente se fue deslizando hacia donde iban aquellos muchachos para hacerse cargo de los bultos que transportaban a la nave.
Permaneció al acecho, esperó que se presentara uno de parecidas proporciones a las suyas.
Cuando consideró que el tipo apropiado lo tenía ante sí, al alcance de su mano, se abalanzó sobre su víctima y le propinó un golpe seco en la región cervical.
El efecto fue contundente, se desplomó como herido por un invisible rayo.
Robert no dejó que llegara al suelo, lo cogió por las axilas arrastrándole a un lugar que le ofrecía más seguridad para lo que se proponía.
Y a cubierto de posibles miradas indiscretas, procedió a despojarle de su vestimenta.
El muchacho vivía, sólo que estaría sin sentido un buen rato. Luego procuraría dejarle bien maniatado y si no le descubrían él mismo iría a liberarlo.
Le quitó el casco adherido al resto del traje, luego éste, no sin antes sacarle las botas.
Entonces se despojó del que llevaba, sustituyéndolo por el usurpado.
Ya disfrazado con aquel uniforme, procedió a vestir con sus ropas al desconocido.
Dedicado a este menester, cayó en el detalle de la existencia del brazalete que llevaba en la muñeca derecha.
El joven, en su inconsciencia, musitó:
—No... No...
Robert le dijo:
—Lo siento, muchacho, pero me hace falta para completar el equipo.
—¡No..., no...!
Denegó nuevamente, sujetando el brazalete con la otra mano.
—Lamento tener que propinarte otro golpe, pero preciso esto que llevas.
Le dejó nuevamente inconsciente y se dedicó de lleno a hacerse con aquel objeto.
Intentó pasarlo por la mano. Imposible, era demasiado estrecho. Procuró abrirlo con todas sus fuerzas, pero desistió de ello ante la inutilidad de su propósito.
Lo examinó con detenimiento y por fin dio con el cierre, al que iba conectado un electrodo que se incrustaba en el hueso cubito del antebrazo.
Lo desconectó y quedó estupefacto por lo que sucedió.
Una llamarada cegó momentáneamente sus ojos y luego, al recuperar la visión, el muchacho aquel se había volatilizado; quedaba únicamente en sus manos el brazalete.
Cuando pudo razonar, se dijo indignado:
—Esto es obra de alguna mente diabólica... Por eso, hasta en su inconsciencia, no quería que se lo quitara...Lo siento, muchacho. No era mi intención... haré lo posible para que tu muerte no quede sin castigo. Te lo prometo.
El cierre del brazalete, ya libremente en sus manos, cedió con facilidad a sus manipulaciones, y procedió a colocarlo en su muñeca derecha.
Nada más se lo puso, notó una sensación rara y pudo escuchar perfectamente una voz femenina, no exenta de energía y con matiz amenazador, que decía:
—Mente 2.101-Z, te estás atrasando en el trabajo y rompes el ritmo.
Comprendió que esto se lo advertían al volatilizado muchacho y no dejó que repitieran la orden, poniéndose en camino imitando los movimientos y expresión de aquellos jóvenes.
Cogió uno de los bultos y no tuvo más que seguir al que iba delante para introducirte en la nave y llegar al lugar de almacenamiento.
Luego, tratando de no perder de vista al que le precedía, fue a transportar más mercancía.
Esta operación la repitió cinco o seis veces hasta que se terminaron los bultos colocados ordenadamente en el compartimento almacén de la "tetranao".
En tanto, él no perdió el tiempo y aunque bajo aquella sensación rara que notaba desde que se colocó el brazalete, esto no constituyó obstáculo alguno para que se fuera fijando en todo y sus oídos permanecieron atentos.
Descubrió que al dirigirse al compartimiento almacén, donde el pasillo era cruzado por otro, lejanamente escuchó risas de muchachas, y sospechó que pertenecían a Ethel y Eleonor.
Como él era el último de la cadena de transportadores, luego de depositar su carga, se quedó junto a los demás que inmóviles y en doble fila parecían aguardar algo.
En efecto, la voz aquella se dejó oír:
—Mentes, vuestro trabajo ha terminado. Podéis descansar, pero sin salir de la nave. Vamos a sumergirnos.
Dicho esto aquellos muchachos parecieron volver a la vida y su mirada ausente, así como sus facciones, recuperaban la normalidad.
Unos se sentaron donde pudieron y otros se alejaron de aquel recinto.
Por el momento nadie había extrañado su presencia y con naturalidad se dispuso a salir de allí para proseguir en sus investigaciones.
Dirigió sus pasos hacia la confluencia de aquellos dos pasillos, para proseguir luego hacia donde escuchó que procedían las risas.
En aquellos momentos notó que la nave se ponía en movimiento, a juzgar por las ligeras oscilaciones del piso por el que andaba.
Sus oídos prestaban la máxima atención a cualquier síntoma que delatara la presencia de las muchachas.
Anduvo por allí hasta que oyó voces a través de una de las varias puertas que existían en aquel pasadizo.
Con cautela entreabrió la puerta y pudo ver a Ethel y Eleonor muy serias, sin aquella euforia que demostraban en un principio.
Frente a ellas se encontraban Helen y otra de aquellas muchachas con su vestimenta peculiar.
La primera les decía:
—Confío, para vuestro bien, que me hayáis dicho la verdad. Desde ahora os integraréis en nuestras filas y alcanzaréis el nombramiento definitivo tras someteros a unas pruebas de las que...
Robert Gold no pudo seguir escuchando más puesto que oyó pasos y simulando hallarse bajo aquel estado de autómata, siguió pasillo adelante tras cerrar con cuidado la puerta.
Se cruzó con dos chicas que no hicieron el menor caso de su presencia, circunstancia que le congratuló.
Por lo menos ya había averiguado el paradero de Ethel y Eleonor, sabiendo que por el presente estaban bien.
Cuando aquellas dos chicas desaparecieron del pasillo, dio vuelta para encaminarse hacia aquella puerta en que estuvo escuchando.
Pero antes de que llegara, ésta se abrió y Helen, de espaldas a él, decía:
—Os recomiendo que no salgáis de aquí. Ya vendré yo o mandaré por vosotras en el momento oportuno.
Robert giró en redondo para no encontrarse con Helen, pero debido a sus pasos simulados, más lentos de lo normal, fue alcanzado antes de llegar a la esquina.
Temió ser descubierto, más como sucediera con aquellas otras chicas que se cruzó, Helen y su acompañante pasaron por su lado como si no existiera.
Dejó que se alejaran y cuando torcieron en la intersección de ambos pasillos, volvió sobre sus pasos y penetró en el camarote en el que estaban las jóvenes.
Tanto Ethel como Eleonor iban a protestar por aquella inesperada intromisión, pero se contuvieron al indicarles él que guardaran silencio.
De momento no le reconocieron y vieron cómo aquel visitante, con su rara indumentaria, inspeccionaba con detenimiento el recinto.
Se volvió, al parecer satisfecho de su trabajo, hacia las dos jóvenes que aún permanecían sentadas viendo hacer a aquel hombre.
—Bueno, bueno, bueno... Dos lindas palomitas confinadas en la jaula...
Ethel abrió la boca dos o tres veces, para luego exclamar:
—¡Robert...! ¡Nosotras que nos creíamos abandonadas...
—No me llamo Robert. Mi nombre es Mente 2.101-Z.
—Pues con tu disfraz y tu nombrecito, cualquiera te iba a reconocer—expuso Eleonor todavía sin poder dar crédito a lo que estaba viendo.
—Bien, explicadme lo que os ha pasado.
Ethel tomó la palabra:
—Siguiendo tus instrucciones, nos presentamos en ese club. Hicimos algunas preguntas y sin gran disimulo miramos por todo el local para despertar sospechas, circunstancia que logramos al poco rato.
Eleonor continuó:
—La chica que nos atendió se ausentó por un momento y al volver, llena de amabilidad, nos ofreció una bebida.
A lo que aclaró Ethel:
—Por el sabor ya notamos que habían mezclado algo, razón por la cual ingerimos poca cantidad.
—Así fue —confirmó Eleonor.
—A poco notamos una euforia rara, por lo que procuramos exagerar la nota y nos dejamos conducir por aquella muchacha que nos atendió.
—Luego nos llevaron por unos pasillos para penetrar luego en una puerta...
Le interrumpió Robert:
—Sí, todo eso ya lo sé Eleonor. Pasasteis muy cerca de donde yo estaba. Lo que quisiera saber es si habéis averiguado algo.
Las dos muchachas quedaron pensativas, para después manifestar Ethel:
—Pues la verdad es que hemos sido interrogadas por una chica que parece algo importante en todo esto, que nos integrará en las filas de los componentes del club, con lo que colaboraremos, según dijo, a la consecución de unos fines sublimes y con ello riquezas, bienestar y qué sé yo la de cosas que enumeró.
—¡Ya...! Conozco el disco. No hay más remedio que seguir adelante. La verdad es que yo tampoco he conseguido gran cosa, aunque me mantiene la esperanza de que esta nave nos conducirá a la clave de todo esto.
—¿Tú crees...? —le preguntó Ethel entre guasa y preocupada.
Robert la miró. Seguía estando muy bonita y seguía interesándole en gran manera.
Prefirió pasar por alto la ironía, para contestar:
—Creo que sí. De lo contrario, ¿por qué os llevan a ese lugar desconocido?
—Sí, puede que tengas razón... Y tú..., ¿cómo te encuentras aquí?
—Yo voy de polizonte. Veréis...
Entonces les relató cómo había conseguido infiltrarse en la nave, pero lo que sin duda, lo que más les impresionó, fue la desaparición de aquel muchacho.
Robert les recomendó:
—Debéis permanecer con los ojos muy abiertos. Yo procuraré estar cerca de vosotras, y si mi ausencia se prolonga, no dudéis de pedir auxilio a nuestro Departamento.
—Robert, ten cuidado...
Manifestó espontánea Ethel, aunque se notó que se arrepintió al momento.
El aludido, simulando asombro, exclamó:
—¿Vaya, Ethel...! Compruebo que estás perdiendo facultades al preocuparte por algo que no sea de la misión que te han encomendado...
—No seas engreído. Tú formas parte de la misión.
—¡Ah...! Creí entender que particularizabas.
—Ni mucho menos,
Eleonor, muy oportuna, intervino:
—Cuando una pareja se pelea..., algo existe entre ellos.
—Mira tú, doña Sabelotodo con la que sale... Entre Robert y yo nunca podrá haber nada.
Eleonor esbozó una sonrisita y preguntó divertida:
—¿Ni siquiera para funciones de "doncello"? Tengo entendido que es muy eficiente...
—¡Cállate, impertinente!
Le atajó Ethel, coloreada por la indignación y la alusión a que hacía referencia,
Robert se estaba divirtiendo ante la situación suscitada, pero el detector estaba llamando a las "Mentes", por lo que manifestó conciliador, no exento de guasa:
—No vayáis a pegaros, no vale la pena... Tengo que irme. Ya lo sabéis, ni que deciros que procuraré estar cerca de vosotras.
Y sin más, salió de aquel camarote.