CAPITULO II

 

Uno de los días en que fue a visitar a Helen en el Steel Club, hallándose en el pasillo de puertas aceradas que conducía a la estancia de mando de la muchacha, de una de aquellas puertas salían gritos de dolor, cuya voz era femenina.

Helen le había entregado un diminuto emisor de frecuencias que al accionarlo a una determinada, las puertas eran abiertas.

Tanteó aquélla por la que se filtraban los gritos. Estaba cerrada. Ensayó varias frecuencias y, por fin, dio con la apropiada.

Empujó la puerta lentamente. Los gritos se oían entonces con más claridad.

En aquella estancia no había nadie, más era una evidencia que los lamentos y gritos existían.

Decidió entrar.

Inspeccionó el recinto y guiándose por el oído, comprobó que procedían del suelo.

Se fijó bien y descubrió un cuadrado muy bien disimulado por el dibujo del mismo piso.

Tanteó por el espacio que comprendía la ranura, percibiendo que cedía al apoyar la mano en uno de sus ángulos.

Ante él quedó al descubierto una escalera por la que fue descendiendo cautelosamente hasta llegar a un descansillo donde cambiaba de dirección, para encontrarse de nuevo con otra puerta.

La empujó lentamente y lo que vio le dejó perplejo.

En una mesa redonda, maniatada en cruz de pies y manos, sujetada a unas argollas, estaba una joven completamente desnuda y sin sentido.

A su lado Helen, pero era otra Helen transfigurada por el furor y el placer sádico que mostraban sus facciones.

En su diestra blandía un látigo eléctrico que, sin lacerar la piel, producía, unas intensas y dolorosas descargas, sin llegar a ser mortales.

También estaban allí tres muchachas más ataviadas con una indumentaria que cubrían lo indispensable, aunque su aspecto parecía un tanto hombruno.

Helen dijo a una de ellas:

—Reanimadla. Quiero verla sufrir más y con ello escarmentarla, para que sepa bien que cuando se encarga un servicio, se cumple en toda su extensión y sin faltar a nuestros principios.

Una de ellas se dirigió hacia la desvanecida y procedió a aplicarle unos masajes en la nuca e intermitentes presiones en el tórax.

A poco fue volviendo en sí la castigada, para balbucir:

—No... No más...

—Te he de escarmentar para siempre. Y da gracias que sea sólo esto... Te advertí que una orden lleva consigo su ineludible cumplimiento.

—Pero yo lo hice, sólo que salió mal y...

—¡Mientes!

Le gritó Helen, presa de gran furor, y acto seguido la fustigó de nuevo.

El corazón de Robert se encogió ante la fiereza de aquella mujer que utilizaba métodos ancestrales unidos a la nueva técnica.

Le vino a la mente aquella velada amenaza de recurrir a métodos extremos. ¿Sería esto a lo que se refería o más bien lo que pudo captar el objetivo?

Los gritos de aquella desdichada se dejaron oír de nuevo.

Helen prosiguió:

—Por tu culpa ha muerto Mónica y ha tenido que ser ella la ejecutora de tu enamorado galán. Pero te aseguro que la próxima vez, correrás la misma suerte que ella.

La torturada cesó en sus lamentos y sus ojos reflejaron terror, como si aquellas palabras constituyeran una sentencia que fuera a producirse inmediatamente.

Luego, la Helen de momentos antes desapareció para dulcificarse su expresión, recobrar su belleza y mostrarse más humana.

—Lo siento, Susan, tener que recurrir a estos extremos. Procurad hacerlo todo bien. No quiero perderos...

Su voz se estranguló al decir las últimas palabras, como si estuviera a punto de sollozar.

Después, dirigiéndose a las muchachas hombrunas, les manifestó:

—Soltadla y atendedla debidamente.

Dicho esto se encaminó hacia la puerta tras la cual se ocultaba Robert Gold, quien en dos zancadas subió los escalones, cerró la trampilla y salió al pasillo para dirigirse a la estancia de mando de Helen.

Estaba metido en un verdadero lío por lo que había presenciado y oído.

Pero no le dio tiempo para pensar debido a la presencia de la propia Helen.

—¡Hola, querido...! ¿Llevas mucho rato aquí?

—Termino de llegar y al no verte me disponía a marcharme.

—Pues ya no tienes que hacerlo, puesto que he venido.

Y dicho esto se abrazó mimosa a Robert.

Este, si no hubiera estado presenciando todo aquello y alguien se lo relatara, jamás daría crédito a sus palabras, puesto que aquella joven, tal como se mostraba en el momento, no podía concebirse, de ninguna de las maneras, que albergara tan ruines sentimientos.

Por el comportamiento de la muchacha, parecía que se iba á terminar en una repetición de la escena que se suscitó en su primer encuentro.

Pero sonó una señal e inmediatamente una de las pantallas se iluminó, para aparecer luego el rostro de dos muchachas, muy bellas por cierto.

Una voz, también femenina, se dejó oír:

—Helen, dos nuevas no pertenecientes al club. Me da la impresión de que están curioseando.

—Sírveles lo de costumbre y luego llévalas adonde sabes.

—De acuerdo.

Y dicho esto la imagen de la pantalla se extinguió.

Robert Gold fue mudo testigo de lo acontecido, y pensativo estaba contemplando a Helen, quien se había olvidado por completo de él para atender aquella llamada.

Por otra parte no se sorprendió de la presencia de aquellas jóvenes, puesto que pertenecían a su Departamento y estaban aleccionadas por él.

Robert, como quien resta importancia a la cosa, le preguntó con toda intención:

—¿Adonde las tienen que llevar?

—Al centro de captación.

—¿Para qué?

—Pues para saber sus intenciones.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Mucho.

Las contestaciones de Helen eran escuetas, sin deseos de proporcionarle información.

En vista de lo cual, él no quiso acosarla a más preguntas y le dijo:

—Bueno..., te voy a dejar. Veo que en estos momentos estás muy ocupada.

—Sí, en efecto, así es... Vuelve más tarde. ¿Quieres?

—De acuerdo.

Ella le ofreció los labios y él depositó un fugaz beso para luego salir de aquella estancia.

Pero cuando se encontró en el pasillo, se dirigió a aquella puerta a través de la cual escuchó los lamentos.

Se introdujo en la estancia, se ocultó y permaneció a la espera.

A poco oyó voces y risas de muchachas que se aproximaban y luego abrirse la puerta donde él estaba.

Tal como imaginó, se trataba de Ethel Anson y Eleonor Landis, dos bellezas en versión morena y rubia respectivamente, sobresaliendo la primera,

Se las notaba con una euforia fuera de lo corriente e iban acompañadas por dos muchachas más, para él desconocidas.

Esperó que se dirigieran a la trampilla del centro de aquella estancia, pero pasaron de largo para aproximarse a una especie de armario y desaparecer dentro del mismo.

Salió de su escondite, dirigiéndose a aquel lugar. Allí no se veía puerta alguna, y sin embargo, vio cómo penetraban las cuatro muchachas.

Tanteó las paredes, remiró, sin poder lograr el resultado apetecido.

Inesperadamente se sintió succionado por una potente corriente de aire y fue flotando por un túnel, dando tumbos, como si estuviera sometido a un estado de ingravidez.

Intentó asirse a cualquier saliente que se le presentaba, pero no había fuerza humana que resistiera aquella terrible succión.

No supo con exactitud el tiempo y el recorrido que hizo.

De lo único que estaba seguro es que iba impulsado a gran velocidad y que de súbito cesó aquella fuerza, yendo a caer sobre algo mullido.

Permaneció unos instantes quieto, tratando de rehacerse de aquel viaje inesperado, que le recordaba uno de los entrenamientos a que fue sometido para alcanzar la licencia de astronauta y capacitación para pilotar cualquier astronave.

Ya más tranquilo y habiéndose habituado a la oscuridad imperante, en la lejanía vio brillar un punto luminoso.

Fue palpando con las manos, llegando a la conclusión de que se hallaba sobre una especie de red.

Se levantó y con pasos inseguros, no sin antes asegurar el pie que avanzaba, fue caminando hacia aquel punto luminoso que se veía al fondo.

A poco halló piso firme, por lo que su avance se facilitó en gran manera.

No se explicaba cómo había sucedido aquello y la única posibilidad que cabía era que, sin saberlo, había presionado algún oculto resorte.

A medida que iba caminando, comprobaba que aquel punto luminoso se iba agrandando, apreciando ya que se trataba de un túnel de grandes proporciones y aquella luz pertenecía a la entrada o salida del mismo.

Por lo que llevaba andado y lo que le faltaba, calculaba que por lo menos que tendría una longitud comprendida entre las cinco a ocho millas.

Estaría a mitad de camino cuando oyó un zumbido que se iba acrecentando por momentos.

Se volvió hacia sus espaldas y descubrió un foco que iba aumentando en intensidad.

No lo pensó dos veces. De un salto se colocó contra la pared del túnel y se tumbó cual largo era, procurando aferrarse a unos salientes.

El zumbido aquel ahora se había convertido en algo ensordecedor; la luz del foco intensísima y el vehículo aquel pasó junto a él a media altura como un meteoro.

Aún habiendo tomado la precaución de asirse con todas sus fuerzas, fue arrancado materialmente del lugar que ocupaba y arrastrado como si se tratara de una frágil viruta.

Cuando dejó de rodar, con contusiones en todo el cuerpo, se incorporó dolorido y medio renqueante.

Se dijo:

—Con otra pasada como ésta, me dejan fuera de combate puesto que el arrastre ha sido morrocotudo.

Hizo unas flexiones para desentumecerse y prosiguió su camino a tiempo que monologaba:

—Robert, anímate que ya falta menos y no olvides que Ethel y Eleonor están bajo tu responsabilidad.

Al recordar a las muchachas, sobre todo se paró a pensar en Ethel.

Evocó sus ojos, aquellos tersos labios que continuamente parecían solicitar que fueran acariciados; su figura, de una perfección sin par y de la que el más exigente no podría hallar motivo de censura.

—Y el caso es que podría ser mía, de no haber sido por aquella liviana criatura...

Lo que sucedió fue que hallándose libre de servicio, decidió irse a pasar el rato en la playa y practicar su deporte favorito, la natación y a mar abierto, puesto que los embalses artificiales carecían de aliciente para él.

Aquel día el mar estaba bastante embravecido. No obstante, practicó sus correspondientes doscientos metros.

De regreso hacia la playa y en donde rompían las olas con toda su fuerza, en el torbellino que se originó, se dio de lleno con una pelirroja que no tenía nada de despreciable.

La muchacha se asió desesperadamente al cuello de él, como tabla salvadora que la librara de dar tumbos y tragar agua en su afán de recuperar el equilibrio.

Aún y así, estando abrazados, dieron varias vueltas, hasta que la fortaleza de Robert logró dominar las aguas turbulentas y ponerse de pie.

Pero la pelirroja no se soltó de su cuello ni para saber morir.

Y la joven permanecía en la misma posición, pegada a él, ya fuera por el pánico de los que están a punto de ahogarse o bien por encontrarse muy a gusto con la fortaleza y la virilidad de aquel muchachote.

Todo ello, por mera casualidad, fue presenciado por Ethel y sus negros ojazos despidieron chispas de celos y desprecio a la vez hacía aquel joven que estaba abrochando aquella pieza e imaginando lo que no había sucedido.

Todavía estuvo un rato con la pelirroja, y, como remache final, al despedirse Robert de ella porque estaba fatigado debido al esfuerzo llevado a cabo, la joven le obsequió con un beso en los labios, manifestando:

—Gracias. Has sido mi salvador.

Esto fue la gota que colmó la ira de Ethel y lo que hizo que en su interior se despertara un volcán.

Ya vestidos, coincidieron Ethel y Robert en la barra tomándose un refresco.

La muchacha simuló no haberle visto, pero él, tras unos sorbos y distraídamente, se volvió, descubriendo a pocos pasos de donde estaba la figura inconfundible de Ethel, que de ningún modo podía pasar inadvertida.

Se acercó a ella, saludando:

—¡Hola, Ethel! ¿Cómo tú por aquí?

—Hola.

Le contestó ella seca, escuetamente.

—Mujer, si me lo hubieras dicho, te hubiera servido de chófer.

A lo que replicó ella en forma desabrida:

—Lo único que sirves tú es de desabrochador y abrochador de bikinis.

Robert captó inmediatamente la alusión y por más que intentó esclarecer la mala interpretación, no hubo fórmula humana de conseguirlo, puesto que ella se encerraba en la tesitura de que no tenía que darle ninguna justificación.

La contestación de ella era invariable:

—No tienes que darme explicaciones, partiendo de la base que no me considero nada tuyo.

Y así quedó la cosa. Ella, convencida de que lo que imaginó era un hecho; él, con sus vanos esfuerzos por aclararle que estaba en un error.

Ante estos recuerdos Robert Gold sonrió, puesto que por lo menos le cabía la esperanza de que a Ethel no le resultaba indiferente, y esta indiferencia pasiva, todavía avivaba más sus deseos de conseguir su amor.

Su atención se centró ahora en pasar inadvertido, puesto que se aproximaba al final de aquel túnel.

Iba saltando de un saliente de roca a otro, protegiéndose en las sombras que proyectaban.

Ya estaba a punto de alcanzar la salida, cuando se dio cuenta de que una sutil malla interceptaba todo el hueco.

Recapacitó que aquello no estaría allí como simple adorno y no tuvo más remedio que armarse de paciencia y esperar a que se le presentara una ocasión propicia para salvar aquel obstáculo.